Apocalipsis

Querido diario;

Hace mucho que no escribo.

 

Nos sacaron de clase sin dar explicaciones. El Ejército.

Era turbador. Después yo me enamoré. Y después viene cuando supe que se había acabado el mundo. Yo solo tengo dieciséis años, y ya he visto muchas mas cosas de las que nadie en la historia ha visto.

Ah, y después me acusaron de necrófila. Fue divertido. Es divertido. El mundo está patas arriba. Y casi todos han muerto. Pero yo no. Pasaron muchas cosas. Muchas. Esto es, más o menos, la historia de cómo se acabó el mundo para la mayoría.

Mi crecimiento personal.

 

Durante la clase de matemáticas dos señores del ejercito llamaron a la puerta. Después supe que era el Apocalipsis el que llamaba a la puerta, pero en aquel momento resultaba muy emocionante salir de clase. Aunque dejó de ser divertido cuando nos metieron en un camión del ejército, y nos llevaron hasta una zona que no sabia ni que existía.

 

Al final acabé en un Bunker con dos matrimonios jubilados, y con Marta, y con el chico que me gusta. Es decir, solo éramos siete personas. Era extraño, pero mejor así. Aquel sitio era pequeño y gris. Había humedad. Yo estaba cagada de miedo, emocionada, y con ganas de decirle algo a… al chico que me gusta.

Me gustaba.

Me gusta.

Pero bueno, eso es otro tema. El caso es que el chico que me gusta aun no tenía nombre para mí porque era alumno nuevo, y el día de la clase de matemáticas era solo el segundo día de clase después de las vacaciones, y yo no asistí al primero, y el primero es en el que se hacen las presentaciones, así que… es… el chico que me gusta…

Gustaba.

Gusta.

Ya estamos otra vez.

Como dije antes, pasaron muchas cosas.

 

El primer día en el Bunker todos hicimos gala de nuestro pánico. Se oyeron frases pre-apocalípticas de todo tipo.

<<Nos van a matar>> o <<Nos quieren matar>> o <<Un meteorito, seguro que es por un meteorito>>.

Si, se dijeron muchas chorradas. Excepto una. Nadie dijo nada a propósito de cierta posibilidad. Nadie, excepto yo;

<<¿Y una invasión extraterrestre?>>

Todos me miraron.

Joder, ¿nadie quería reírse un rato?

Además, los yayos ya tenían un pie en la tumba. Marta es gilipollas, y después… después está el chico que me gusta, que… no nos engañemos, cuando te gusta alguien y no estas segura de ser correspondida la persona amada se convierte en un incordio.

Y allí estaba yo, encerrada con el chico que me gusta y con la chica más desarrollada de la clase. A estas edades unas buenas tetas son lo que realmente cuenta. Un chico de quince años es altamente impresionable con eso. Yo tengo las tetas pequeñas.

Y claro, la cosa no siguió bien.

 

Nos traían comida abriendo la única compuerta que había en el techo. No nos explicaban nada supongo que por esa manía de los gobiernos de mantener al pueblo ignorante, y así poder manejarlo a su gusto.

La cosa no iba a seguir bien, y no siguió bien. Al quinto día Marta comenzó a morrearse con el chico que me gusta. En realidad ya sabía como se llamaba en ese momento pero, que se joda. Era asqueroso. Se morreaban todo el día. Y todo el día él le estaba manoseando las tetas, y dándole palmaditas en el culo. Y hasta una noche me despertaron… con ruido. Pero no quiero pensar en ello. Así que, el chico que me gusta paso a ser el chico que me gustaba.

Si, el chico que me gustaba le metía la lengua hasta la campanilla a Marta mientras los yayos miraban, y hacían comentarios sobre lo bonita que es la juventud.

Su puta madre es bonita.

Que os den por culo, pensaba yo.

Un día, ya muy enfadada, y entre risas, dije mirando a los abuelos;

-Si no nos sacan de aquí pronto, ustedes ya mismo se nos mueren.

Y todos me miraron.

 

 

Cierto día entró un señor de uniforme en el Bunker. Preguntó por mí, con nombres y apellidos.

Después, muy serio, me dijo;

-Tus padres han muerto.

O algo así. Y se quedó paralizado, sin saber que mas decir. Y se fue, sin escuchar la lluvia de preguntas comunes que después le cayó encima. Pero yo no dije nada. Marta se pasó el día con sus tetas apretadas a mi, abrazándome, mientras yo permanecía en estado catatonico. El chico que me gustaba no hacía nada.

Yo rezaba para que cuando saliera de aquí todo estuviera arrasado.

Rezaba para pasar el resto de mi vida entre miseria y ruinas.

Rezaba por una muerte lenta.

Pensaba que si al salir de aquí todo seguía igual, no lo podría soportar.

Pensaba: Muerte, muerte, muerte. Y no concretaba. Solo quería muerte. Mía o ajena, ya me daba igual. Eso era lo que me pasaba, que ya me daba igual todo.

Mi vida había pasado ya a otra fase. Mi cinismo se multiplicó por mil. Y mi nihilismo se convirtió en mi religión, y yo en una auténtica devota. Autoflagelación, misas negras, gente arrodillada ante símbolos. Me encantaba pensar en todo eso. Durante días me convertí en carne de secta. Solo me faltaba tener los ojos rojos, vomitar sangre.

 

 

Al cabo de unas horas me calmé. Pasó algo.

Una de las viejecitas dio todo un discurso comentando que su vida sexual con su marido “aquí presente” sigue siendo muy activa, y que aquí, en nuestra compañía, ya llevaban mucho tiempo sin hacerlo, sin “hacer el amor”. Se me puso la piel de gallina. Dijo que esa noche, mientras nosotros durmiéramos, y con nuestro consentimiento, ellos querían “hacer el amor”.

Todos asintieron, enternecidos. Yo no dije nada. Ya había perdido la cuenta de las cubanas que Marta le había hecho al chico que me gustaba mientras pensaban que nadie mas estaba despierto. Puta…

Los yayos comenzaron a retozar a las doce, completamente desnudos, y convencidos de que todos nos habíamos dormido ya. Las distancias allí eran demasiado cortas, y los camastros hacían demasiado ruido, sumado al la impresión de toda aquella carne arrugada y a los gemidos apagados de la señora, aquella noche fue bastante desagradable. Aunque por lo menos el chico que me gustaba se quedó sin su sesión de tetas lolitescas.

 

Al día siguiente la mujer estaba hiperactiva.

 

Y a mediodía nadie vino, no hubo preguntas a ningún señor de uniforme. Comenzamos a sufrir de verdad.

Hambre.

 

Pasó lo que mas miedo nos daba. Dejó de llegar comida. Lo cierto era que si no salíamos de allí era por miedo. No estábamos encerrados. Y la posibilidad de un virus ya la teníamos casi descartada. Los soldados que nos traían la comida venían sin ningún tipo de protección o escafandra, y nosotros no estábamos en cuarentena que supiéramos. Así que, nos pusimos en huelga de hambre forzada. Aguantaríamos un día mas. Y después saldríamos al exterior.

 

El día siguiente se hizo eterno.

Yo, cuando era más pequeña, me comía los mocos. Es cierto. Dejé de hacerlo, cuando un día, descubrí algo, frotando con mis dedos debajo de mis bragas, ALLÍ. Me descubrí sexualmente al mismo tiempo que dejé de comerme los mocos. En realidad fue hace solo un año. No quería que los chicos me vieran con el dedo en la nariz, y quería que no solo fueran mis dedos los que frotaban ahí abajo. Quería placer externo. Quiero todo lo que está teniendo Marta todas las noches. Putas tetas… Eso quiero, follar. Pero ese día volví a mi costumbre infantil. Y ya no me importaba que me vieran. A la mierda con eso. Tenía algo que llevarme a la boca. Todos me miraron y me criticaron. Me hablaron de educación. Todos, menos el chico que me gustaba.

A las diez de la noche hubo alguna llorera, por el hambre, de la viejecita ninfomana. Nadie se podía dormir. Hacia las siete de la tarde de ese día, antes, el chico que me gustaba había pasado a ser de nuevo el chico que me gusta. Se sentó a mi lado sin mediar palabra. Marta estaba destrozada. Mis tetas, por alguna razón, le estaban comiendo el terreno a las suyas. Las circunstancias facilitaban esos comportamientos compulsivos. Y por mi, bien. Esa noche cumplía los dieciséis años, exactamente a las doce y media de la noche.

Cabalgué encima del chico que me gusta. Al principio dolió un poco, y hubo sangre. Pero después no dolió, y me aseguré de que Marta lo oyera todo. No se si era venganza o que, pero disfruté. Él lamió mi sangre, y me dio un poco de asco, pero me encantó, y fue la noche más excitante de mi vida, durante lo que aun no sabía que era el fin del mundo.

Por la mañana, temprano, salimos.

 

El único consejo que podría dar es: Si te meten en un Bunker apaga el móvil, no hagas como en el cine. Por algún tipo de intuición yo lo apagué. Al salir del Bunker nos encontramos lo que yo quería. Un paraje desértico, con coches volcados y edificios en ruinas, el cielo azul, y el sol azotando. Muy a lo lejos se veía el edificio al que una vez me llevó mi padre, y en el que se daban clases a chicos superdotados. No encajé. El edificio estaba literalmente partido por la mitad, con la otra mitad en el suelo, derruida. Había otros edificios iguales. A lo lejos corría un elefante. Algunos coches aun ardían después de vete a saber lo que fuera que había pasado. Era lo más tétrico y bonito que había visto jamás, y no tenía que ver con la vida, ni con la poesía. Conecté mi móvil y la batería estaba por la mitad. Llamé a todo el mundo que había en mi agenda y solo se oía estática, lo cual quizá se podía traducir en la muerte de todo el mundo que estaba en la agenda de mi móvil.

Y caminamos.

 

Nos metimos en una casa que encontramos. Estaba medio derruida. Por alguna razón yo pensaba que todo esto tenía que acabar pronto. No se de que modo, pero si acabar.

Aunque mientras tanto, al llegar la noche, me follaba cada día al chico que me gusta, mientras las tetas de Marta pasaban hambre. Si, en eso estaba, porque veía acercarse el fin. Es otro consejo que podría dar: Si ves que se acerca el fin, folla.

 

En el vigésimo día de nuestra convivencia en la casa derruida, una facción armada de “la resistencia”(que es como se presentaron ellos) vino a “rescatarnos”. Pero… ¿resistencia a qué?

 

Al cabo de tres horas y ya en un edificio sano, al que no había llegado la destrucción, dos tipos de corbata metieron a los yayos en una habitación. “Niños no”, dijeron.

Yo pegué la oreja a la puerta;

“El caso es que… la… asi qu… est… y no pod… aunqu… y buen… todo pod… y no puede ser que… a no se… y clar… la invas… los clar… de la n… nodriza…”

¡¡¡JA!!!

Ya está, los marcianos, les dije al chico que me gusta y a Marta.

Después me llevé al chico que me gusta y me lo tiré en el lavabo, como para celebrarlo. No se que había que celebrar, oh si, que estábamos vivos. Marta se quedó sola en la sala de espera, ella y sus tetas, que pronto serían absorbidas por algún bicho de otro mundo, pensaba yo.

Y me clavaba en el chico que me gusta, hasta que vi que cerraba los ojos, y sacaba una babilla por la boca. Una babilla blanca y verdosa. Me levanté de él.

Muerto.

 

 

Dos horas después yo y Marta declarábamos en una oficina de la policía. El poli nos miraba. Dijo algo así como;

– Supongo que ya sabréis lo de los marcianos…

Marta puso los ojos como platos.

Yo no entendía nada. No a estas alturas.

Se llevaron a Marta a otro cuarto y hablaron con ella, largamente.

Después me llamaron a mí.

El policía paseó un rato alrededor de la mesa en la que yo estaba sentada. Y cuando ya pensaba que mi vida no podía ir mas a la deriva, el tipo dijo;

-¿Te excitan los cadáveres?

 

Así que esto es lo que ha pasado desde que no te escribo. Ahora estoy en un reformatorio casi vacío. Me hacen hablar sobre mis padres y sobre todo lo que me hace sufrir. Pero es divertido hacer el papel para ellos. De repente el mundo se ha vuelto interesante. El chico que me gustaba estaba algo así como abducido, encontraron algo extraño dentro de él. De ahí su comportamiento extraño. Dicen que los alienígenas se han mezclado con la poca población humana que queda adoptando nuestro aspecto o algo así. Me dijeron que mi fluido vaginal pudo hacer reacción a su sistema corpóreo y el chico que me gustaba murió. Aunque pudo ser mi sangre. Pero me gusta pensar que maté a un alienígena a polvos. También me dijeron que no dijera nada. Me hicieron firmar algo.

Los informativos dicen que van a volver, para quedarse, o que es una posibilidad.

Yo no puedo parar de pensar en el sexo. Y tampoco puedo parar de pensar en el Apocalipsis.

 

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