Archivo por meses: febrero 2007

Un martes

No. Esto pasó un sábado. ¿Qué coño iba a pasar un martes?
Si te acercaras lo suficiente a mí podrías cortar el cinismo con un cuchillo.
Voy a mi habitación y veo a mi madre hurgando en mi cartera.
¿Qué haces?
Ha metido un condón. Y yo bajo las escaleras de mi piso preguntándome la fecha de caducidad de los preservativos. Camino por la calle con Kurt Cobain escupiéndome en los oídos. Me cruzo con Cristina. Cuando lo único que echas de menos es su saliva es que algo no funcionaba; la saludo y me saluda, sin decirnos nada, sin parar de caminar. El amor no es complicado; el amor sólo es pasajero. Lo complicado es ser feliz; sobre todo si lo confundes con casarte y comprarte un pisito en el centro; un pisito rodeado de zonas verdes; con ese césped tratado químicamente. Yo no quiero ser feliz. Yo quiero ser Bill Murray en Lost in Translation. Porque si la tristeza tuviera el aura de Scarlett Johansson yo quisiera amanecer todos los días en lunes para regodearme en ella como un cerdo en el barro.
Sigo caminando y me cruzo con tres chicas de no más de dieciséis años con pins de la bandera española. Yo intento cambiar de canción mientras una de ellas balbucea un <<me lo follaría>>, y las otras dos se ríen cuando la miro, y enseguida aparto la mirada; y después veo dedos acusadores, y me veo diciéndole a todo el mundo que a mí me parecía mayor, que no es para tanto.
Si te acercaras lo suficiente acercaría mi boca a tu oído para decirte que todas las banderas están empapadas de sangre. O quizá no te diría nada, quizá dependiendo de tu sexo y tu aspecto acercaría mi boca a tu oído, y simplemente te lo mordería.
Por fin llego a la comida de ex alumnos. Un restaurante chino. Han acudido la mitad. No sé por qué he venido. Noto nauseas mientras veo a todo el mundo besándose; y después comiendo; recordando anécdotas; exagerándolas cada una más que la anterior. Todos hacen que se quieren, cuando lo único que sienten es una vaga curiosidad por ver qué ha sido de los demás. Si te acercaras lo suficiente a mí ahora también podrías cortar la desidia con un cuchillo, e incluso, en su densidad, moldearla y hacer alguna figurita que después quedaría muy bien encima de tu televisión.
Sentado en la mesa, con el postre ya delante, veo a Carla. Se ha sentado lejos de mí. Hace años quiso salir conmigo.
Podríamos ir a un chino – dijo.
No me gustan los chinos – dije. Y después de clase la vi llorando ocultándose en una amiga en los pasillos del instituto. Y todo el mundo se reía de ella. Y ahora estoy aquí con un flan delante intentando evitar su mirada azul, aunque ni mucho menos acusadora. Al lado de ella hay una chica que no conozco. No es una antigua compañera. Debe ser amiga suya.
Después de la comida todo el mundo busca excusas para salir pitando de allí. Nos besamos y nos decimos que hay que repetirlo mientras pensamos en lo capullos que somos por haber organizado esto, y por haber asistido. Pero tenemos la coartada perfecta; la hipocresía es el opio de la sociedad occidental. Yo busco con la mirada a Carla pero ya se ha ido. Culpabilidad. Y ya está, el mediodía deja paso a la tarde.
Y por la tarde no sé que hacer. En estos casos normalmente me refugio; Woody Allen, Coppola, Scorsese…
Me decido por “Casino”. La tarde es genial, disfruto de verdad. Casi he conseguido olvidar el estupor del mediodía. Y en un momento la tarde se convierte en noche, y a mis amigos les ha dado por ir a un Karaoke.
Cuando me doy cuenta ya estoy allí. La gente no escoge más que baladas edulcoradas; el azúcar se puede masticar en el ambiente. Y cuando ya creo que en cualquier momento los altavoces reventarán y quedaremos todos llenos de nata, veo a Carla. Culpabilidad, otra vez. Se acerca. Y me alegro. Se sienta a mi lado sin mirar a mis amigos. Parece borracha. Trepa con su cabeza por mi hombro y me mete la lengua hasta la campanilla. A los dos minutos me encuentro con ella y sus amigas en otro bar. Mañana tendré que dar algunas explicaciones. Entre las amigas también está la que le acompañó al chino de la desidia. Y todo se acelera y la noche se convierte en algo borroso.
Y ya estoy en casa. Si te acercaras lo suficiente a mí simplemente olerías a alcohol y tabaco. Me siento delante del ordenador y ordeno ver a Silvia Saint, que es algo así como la diva del porno de diseño para las masas. El tipo de color aguanta la lengua de Silvia revoloteando por ahí abajo durante unos quince minutos. Yo a los diez ya tengo que pasar el Klinex hasta por la pantalla del ordenador. Y ahora júzgame. Sé que lo harás. Lo que quizá no sabes es que tu conclusión quizá dependa de detalles nimios. Quizá dependa del tiempo que te pasas mariposeando en un Zara que antes fue un cine; o quizá dependa del tiempo que te pasas mirándote al espejo todos los días; o de los libros que lees al año. O puede ser que tu conclusión sobre mí sólo dependa de si eres hombre o mujer.
En todo caso, yo me ducho y me cambio mientras tú ya has decidido que no soy un buen partido para tu hija. Y después me acuesto. Y probablemente ahora, en la oscuridad, quieras saber que yo soy como tú. Probablemente quieras saber que Silvia Saint quizá no sea como la imaginas, ya no. Y también querrás saber que no me he corrido pensando en ella, sino en las “lolitas” de esta mañana; “me lo follaría”. Y a lo mejor te hace ilusión enterarte de que sólo me he dejado llevar por Carla esta noche porque su amiga desconocida y compañera de chino se parecía escalofriantemente a Cristina; que ya no me habla; y de la que me gustan sus piernas, su boca, su cerebro, y por supuesto también: su saliva. La hipocresía es el opio de la sociedad occidental. Los martes pueden ser peores, iguales o mejores que los sábados. Y ahora, si te acercaras lo suficiente a mí… sólo me despertarías.

 

 

 

calendario-perpetuo.jpg

Malas ideas

Claudia y Sara están sentadas en un banco, un día, a las seis de la tarde. Detrás de ellas hay un hotel de cinco estrellas, suntuoso y muy caro en apariencia. En el hall del hotel hay un set de rádio. El emblema colorido de la radio-formula instalada está por todos lados. Cuando las puertas se abren y cierran se oye a alguien pisando alguna canción.

Sara murmura muy molesta;

– ¡No digas payasadas!

– ¿Payasadas?… joder…

– Sí, payasadas.

– Es la puta verdad. No puedes negarlo. No te gusta, pero es la puta verdad.

– ¿Qué verdad? – pausa -. Puedes darle mil vueltas a las cosas, y nunca encontrarás soluciones. Porque no las hay.

– ¿Y eso significa que tengo que callarme; que tenemos que callarnos? – se indigna Claudia – ¿no puedo cagarme en todo si me apetece?

Sara se enciende un cigarrillo. Mira hacia delante, desde el paseo marítimo al mar. El sol es cada vez más rojo; cada vez brilla menos y cada vez se puede mirar más. Claudia dice;

– Me puedo quejar si me apetece. Es lo único que tenemos. Libertad de expresión. Todo lo demás es pasajero. Aunque la gente se tape los oídos y no quiera saber nada, pero a mí eso me importa un huevo. Pienso recitar mi discurso hasta que me muera, porque creo en él. No creo más en ninguna otra cosa. Joder- reniega para sí misma – es como el puto Carpe Diem –y vuelve a mirar a Sara -. El Carpe Diem, por ejemplo, es una gilipollez. Es un cuento de hadas. Es una frase de sábado por la tarde. Todo el mundo está acojonado por lo que pueda pasar mañana, o por lo que hicieron tiempo atrás. Nadie “vive el momento”… si no hay drogas de por medio o algo así…. Así que casi se podría decir que el Carpe Diem es producto de la inconsciencia. Sólo puedes vivir de esa filosofía partiendo de una base sólida de ignorancia momentánea. La prueba está en que cuando la gente dice “Carpe Diem” eso sólo es la materialización de una idea romántica de lo que es la vida. Una idea en la que ni ellos mismos creen. No evitamos los malos momentos porque los vivamos con intensidad como no podemos evitar los daños colaterales cuando llevamos a cabo nuestros principios.

– Pero… – Sara piensa un momento, buscando la réplica –, te has desviado del tema. Decías que somos incapaces de ser felices. Me decías que mi novio me había dejado porque yo era otra prueba superada, y seguramente ya iba detrás de otra tía…

– Joder… sólo especulaba. Era una forma de hablar. Lo que quería decir es que no vas a ser feliz nunca. Y yo tampoco. La felicidad no existe. Sólo existen momentos concretos. Como te decía, todo es pasajero, porque incluso la vida es pasajera. ¿No te das cuenta? Mañana mismo pueden conocerse un hombre y una mujer. A la mujer le encanta el chico porque reúne todas las cualidades que ella buscaba. Es inteligente. Atento. Tiene sentido del humor. Está bueno. Y la chica está maravillada porque piensa: Ya está, se acabó la búsqueda. Pero quizá esa noche quiere hacerlo con él por primera vez. Y resulta que es un desastre. Así que ella piensa: Es igual, estaba nervioso, es comprensible. Pero la segunda vez tampoco funciona…

– ¿Pero adónde quieres ir a parar?

– A que al final todo se reduce a que buscamos la perfección. Como cuando buscamos pareja. Si es inteligente no nos da caña en “lo otro”. Si nos da caña en lo otro es un burro. Y si parece ser perfecto un día descubres que te ha puesto los cuernos, porque claro, es perfecto, y a la larga, no va a ser sólo para ti. La felicidad sólo tiene algo que ver con el conformismo. Busca a alguien que te guste y confía en él aunque no tengas muchos motivos para hacerlo. Después agárrate a tus pequeños vicios. Saluda a quien te salude e ignora a quien te ignore. No pienses en la gente que se muere a no ser que tengan algo que ver contigo. Mira al suelo cuando camines por la calle. Sufre sólo por los tuyos. Compra regalos a los seres queridos para que no duden de ti. Celebra lo que todo el mundo celebre y cuando todo el mundo lo celebre. Depílate bien. No pongas en duda la lógica del sistema actual establecido. Y sobre todo mira hacia delante, no te ancles demasiado en el presente y procura no tener en cuenta el pasado. Ahorra. Hazte el peinado aconsejado. Adáptate. Y así, quizá algún día serás feliz, cuando te conformes con eso, con el modelo actual de felicidad personal fabricado y empaquetado por todas las cosas de las que dependes – y añade -. Es asqueroso, pero si no eres así…

– ¿Y entones por eso hacemos lo que hacemos? – pregunta Sara.

– Sí. Supongo que sí. Sí… Estaremos locas, pero está claro que sobra gente en el mundo. Sobran malas ideas. Lo único que podemos hacer es localizarlos y ponernos estos vestidos – Silencio -. Vámonos de aquí, sólo quedan diez minutos.

– ¿Colocasteis las cargas como os dije? – cuchichea Sara.

– Sí.

– Teníamos instrucciones precisas – pausa -, espero que no la hayais cagado.

Claudia y Sara caminan contoneándose por el paseo marítimo. La gente se vuelve a mirarlas. El cielo ya es casi del todo oscuro. El tiempo pasa rápido. Claudia mira el reloj. Advierte;

– Un minuto. No te gires. No mires. Que todo el mundo se fije en tus tetas.

– Joder, cállate, tranquila…

Después se oye un sonido atronador. Alguien grita. El hotel de cinco estrellas comienza a hundirse lentamente en una nube de polvo, haciendo mucho ruido. Claudia y Sara, en un acto reflejo, se vuelven para mirar, y al poco tiempo, donde estaba el edificio, sólo hay polvo blanco creciendo y cubriendo los escombros. Las dos siguen caminado muy juntas. Con sus vestidos floreados. Y Claudia murmura;

– Bueno… si ahí dentro estaba tu maromo, ha salido bien.

– Sí que estaba, coño. Dos pájaros de un tiro. No mires atrás, no vas a echar de menos a esa gente.

 

 

 

msp1.jpg

 

 

YO

 

Camino por el pasillo a oscuras, si no cuentas la luz que entra por las ventanas. Pero no es mucha luz porque es de noche. Es artificial. Lo artificial siempre acaba sabiendo a poco y malo. Mi sombra apenas se recorta en la pared. Cada cinco o seis pasos me ilumina débilmente una farola de fuera. Estoy en un hospital. No quiero aburrir con el discurso de lo siniestro que resulta este edificio de noche. Pero el pasillo es largo. Lo suficientemente para mirar hacia atrás más de cinco o seis veces sin motivo aparente, hasta que llegue a mi destino que, dentro de un edificio, no puede ser otra cosa que cierta habitación. Y no ha sido fácil llegar aquí. No soy médico, ni enfermero. Hasta hace pocas horas no tenía el racimo de cinco llaves que hacen falta para llegar hasta este pasillo. La gente habla de la inmigración y de barreras, pero barreras, lo que se dice barreras, hay en todos lados sin no tienes las llaves, o el permiso, o la acreditación, o la credibilidad, o el arrojo necesarios. Si te quedas parado y piensas en ser un buen tío, y legal, y todo eso, seguramente no podrás cruzar nunca ninguna de las múltiples barreras que se te van a poner para que no avances. Tranquilo, siempre va a haber alguien diciéndote que no, que no puedes pasar. Joder, hasta en tu cuerpo hay barreras; hasta tus venas se pueden obstruir y matarte. No hace falta que veas a los inmigrantes en la tele. Todo son barreras y limitaciones y etiquetas y clases sociales, y gente que mira por encima del hombro a gente que mira por encima del hombro a otra gente. A no ser. Que te cueles de noche donde sea porque conoces a alguien que conoce a alguien. Y así consigues tu racimo de cinco llaves, una bata y una acreditación como persona apta para pasear por un hospital. Como en las películas. Sólo procura que los postizos no se noten. Si pones cara de que no estás para hostias en tu primer día, abajo en recepción no dudarán de ti. Los de seguridad te mirarán como si realmente ya hubieras puesto cinco mil vacunas. Como si no cayeras redondo al suelo en el caso de ver más sangre de lo debido.

 

Cuando tu vida, o el final de alguna etapa de tu vida está cerca, piensas en qué ha pasado. En por qué estás dónde estás. A no ser que mueras atropellado, por ejemplo. O quizá eres un suicida, y entonces tu vida se basa en estar continuamente reflexionando sobre los motivos por los cuales quieres morir. Hay gente por las calles que lleva años en su lecho de muerte, y sin embargo van a trabajar y te saludan por las mañanas. No parece que algo se los esté comiendo por dentro. Mi caso es igualmente tétrico, pero no llevo tanto tiempo muerto en vida; bueno, decir años sería presumir, porque esta etapa que va a terminar en una habitación de hospital, sólo ha durado dos años. Sólo ha durado el principio del plural. Y de lo que se trata ahora es de volver a estar vivo en vida. De arreglar las cosas. Esto podría llamarse el principio de mi egoísmo. El final del buen tío. Del soseras. Del amable y sincero. Esto es el final del tragar sin parar. Y es chocante. Años atrás ni se me ocurría. No pensaba en que tarde o temprano acabas pisoteando a alguien para ir más cómodo por tu carril. Cuando vayas por la autopista fíjate en esa gente que no soporta tener coches delante y tienen que acelerar; pues bien, yo me estoy convirtiendo en eso. Sólo quiero tener delante la cuidad, las colinas. Si me ves haciendo eses detrás mas vale que te apartes, porque realmente esto es estar hasta las narices. Esto no es como la gota que colma el vaso, esto es que ya hace años que toda la puta habitación en la que está el vaso está inundada, y el vaso roto. Es amargura. Es tan fuerte que deberías arrugar el ceño. Notarme en ti.

El principio de lo que está apunto de acabar fue cuando alguien me presentó a Miriam. Normalmente, si en la vida te va bien, los problemas se van renovando; unos dan paso a otros. Si te va mal, sencillamente los problemas se acumulan encima de ti hasta que das tu última bocanada de aire. Casi siempre tus nuevos problemas tienen que ver con nuevos conocidos. Con personas. Seguramente el jardín del Edén era un buen lugar antes de la presencia humana. Aparece un humano y todo comienza a torcerse. Hasta los paraísos oníricos.

Miriam tenía cara de cordero degollado. Era inexpresiva, de esas personas que no parecen poder transmitir nada mirándote. Pero da igual, porque nadie la miraba nunca a la cara. Miraban a sus pechos. Era una tetona de cara muerta. Un símbolo pornográfico. Era sólo el mejor lugar en el que meterla. O por lo menos, podías confundirla con todo eso. Tus prejuicios la colocaban rápidamente en el grupo de las tontas rematadas. En una discoteca siempre había quien intentaba algo con ella. Es decir, todo el mundo quería tirársela; y además lo veían factible. Todas esas fantasías se hubieran desvanecido en muchos hombres si la hubieran visto jugar al ajedrez, o si la hubieran escuchado criticar a Nietzsche o llamar misógino a Bukowsky. Sí, se disfrazaba de puta; le gustaba calentarte, pero no quieras saber su coeficiente intelectual. No quieras saber quién es el tonto aquí. Ella iba muy por delante de mí en todo. De hecho, iba muy por delante en general. Más allá sólo había montañas, dunas, la cuidad. Si ibas con ella tu coche parecía el más potente. De entre las parejas que coincidían con nosotros en el cine yo era el que realmente iba a disfrutar esa noche follando a todo meter. Las demás sólo eran mujercillas lánguidas. Yo era siempre el que iba a pasárselo teta. Era el que se había agenciado a la tía buena. Y ella era la que hacía soltar un suspiro de indignación a las demás novias si el acompañante volvía la cabeza para echar un vistazo rápido, casi imperceptible. Mi vida sentimental ponía a prueba la solidez de las demás parejas. Pero en general, lo que era aquello de verdad, era que no se entendía. Ella y yo. Ella conmigo. No me describiré, pero se puede decir que no entro por los ojos como una buena paella. No soy el plato más apetitoso que puedas imaginar. Digamos que mejor, antes de puntuarme, dame una oportunidad, habla conmigo. Así que no, la situación no se entendía. Porque yo era del montón. Sufría sin cesar por miedo a perderla. Era un calvario.

 

No lo entendía, pero apelaba a su buena fe. No es que llegara a pensar que ella estuviera enamorada, porque teniendo en cuenta su expresión facial, hubiera sido como pensarlo de una muñeca hinchable. Pero sí llegué a suponer que le caía bien, y por eso me quería volver a ver siempre. Al contrario de su forma de vestir, sus maneras eran frías. No era cariñosa. Era un compendio de desconcierto, porque además tampoco parecía molestarse nunca por nada que hiciera yo. Era surrealista. Como la mujer que se hubiera diseñado para un estudiante de filosofía pajillero. Hablabas con ella y era interesante, y después follabas con ella. Y era muy interesante. No se quejaba. No era celosa. No te obligaba a nada, y si no estaba de acuerdo contigo sólo arrugaba la nariz y medio sonreía. Y tú te ponías a sus pies y ya estaba. Se acababa el desacuerdo. Puedes pensar que ella ponía mi torrente hormonal a su favor, pero no, hazme caso. Era un robot. Tu robot. Tu puta por la noche y tu amiga fría, buenorra e interesante por el día.

 

Pero claro. Era un robot a la carta, sí, hasta que dejó de serlo. Hasta que descubrí su secreto. Lo que escondían sus tetas y cada jugada anticipada al ajedrez. Todas las cuestiones tanto hormonales como intelectuales enterraban un hecho del que nunca me hablaba. Para que no me cagara de miedo, o en ella. Eso fue cuando supe que estaba enamorada. Cuando descubrí que su semblante gélido y físico neumático soterraban sentimientos cálidos de verdad. La chica podía ser un mar de lágrimas como cualquiera. Se emocionaba. Sólo que tú no te enterabas. Se emocionaba hacia sí misma. Y no era vergüenza. Sólo era su manera de sentir. No veía por qué tenía que apoyar su cabeza en tu hombro para despeinarse si podía contenerse tragándoselo todo. No demandaba abrazos ni carantoñas. Era así. Y siendo así resulta muy fácil esconderle algo a la gente. Ella podía ser feliz o estar hundiéndose en la miseria, pero había demasiado donde mirar como para fijarse lo suficiente en sus ojos y sacar alguna conclusión. Todo en ella jugaba a su propio juego. Y eso, era otro síntoma de su inteligencia: Su habilidad para hacer desaparecer su verdadera naturaleza siendo siempre la mujer más espectacular del lugar. Si estás pensando en chuparle los pezones a alguien no vas a pensar en lo que debe sentir. Eso no se puede combinar. Uno no piensa habitualmente en follar y en casarse a la vez, por mucho que la gente quiera meter eso en el mismo saco. Lo que pasó es que un día ella va, coge, y me dice: No sé por qué no te he dicho esto antes. Me dice: Tengo un hijo. ¿Un hijo? Ya es adolescente. ¿Adolescente? Y me dice: No repitas las cosas. Perdona. Y va, coge, y me dice: Tiene una afección cardiaca, muy grave, se muere. ¿Se muere? Necesita un corazón. ¿Un corazón? Y vuelvo a decir: ¿Un corazón? Aquello se estaba convirtiendo en algo muy desagradable, pesadillesco. Con la excepción de que me dijo: Te digo esto porque me he enamorado de ti. ¿De mí? Sí, estoy enamorada de ti. Y yo pensé: Lo ha dicho dos veces. No podía ni imaginar todo el valor que había reunido para declararse tan claramente, de una forma tan rosa y aparentemente ajena a ella. Estaba emocionado y asqueado a la vez. Mi lotería, pensé, había resultado ser un fiasco. Un auténtico marrón. No es que ella fuera de una forma o de otra. Es que su hijo se moría. Cada persona afronta estas cosas de una manera propia e intransferible. Ella sólo follaba y se montaba su rollo hermético, intelectual. Su melancolía trágica se traducía en una pose de autodefensa emocional extrema. No sentía nada. Y cuando comenzó a afrontar de verdad su realidad, se me declaró, y se reconoció a sí misma que su hijo seguramente se moriría. Pero me dijo: Hay una solución ¿…? Sí, mi corazón sirve. ¿Tu corazón? Y va, coge, y me dice que hay formas de quitarse la vida con las que se puede conservar sano su corazón. Su corazón para su hijo. Dice: Pero necesito que me ayudes.

En el largo pasillo que aún recorro apenas me queda mirar un par de veces más hacia atrás. Por el miedo. No sé a qué, pero miedo en todo caso. Nunca había estado enamorado, y cuando comienzo a estarlo mi novia se quiere suicidar. Piénsalo. Es una cabronada. Es demasiado joven. Ahora, la quiero demasiado. Y por eso recorro este pasillo. Sólo un sobresalto y salir sigilosamente del edificio. Sin pensar en autopsias, en follones, en la cárcel. Los actos de amor no son necesariamente bonitos. Pero si pienso en el mañana no haré lo que he venido a hacer. Al fin llego a la puerta de la habitación en la que él está. La abro. Hay demasiada oscuridad. Doy tres pasos, mientras pienso en mis momentos en el cine con ella, en los polvos, en las envidias ajenas, en las partidas de ajedrez, en que no voy a perder todo eso. Saco la almohada de debajo de la cabeza dormida. Y la pongo encima. Comienzo a apretar. Las piernas del chico comienzan a patalear, y mas pronto de lo que pensaba, paran. Era una elección sencilla para mí. Una elección que decidí despojar de dudosas teorías morales. No iba a permitir que ella se matara. Me refugié en los sentimientos de forma parecida a como hacía ella. Pensé que matarse era un acto egoísta. Y decidí anteponer mi egoísmo al suyo. Pensé: A ella la quiero. A él ni tan siquiera le conozco.

 

 

 

banos-pileta-espejo-reforma-montevideo_jpg.jpg

 

A jornada completa

Tienes una duda en algún sitio; en un supermercado, o donde sea. Vas a comprar algo de lo que no estás exactamente informado, y preguntas. O quizá sólo preguntas algo muy concreto. Algo básico. Y la chica o chico que sea no sabe nada de lo que le estás diciendo; no te sabe resolver la duda. Esto puede suceder un domingo por la mañana, o el día que dediques a las compras, no a la ropa bonita, no a los vicios, sino a las compras: pasta de dientes, comida, papel del váter, todo eso. Así que un día vas a comprar algo inusual, otra cosa. Algo que aprovechas para comprar junto a la pasta de dientes y todo lo demás. Y tienes una duda. Una duda que necesita solución. Y la chica o chico que te atiende te mira con la expresión embasada al vacío. Así que recurre a un superior, que pregunta a su superior que pregunta a su superior, el cual, ya sólo puede encomendarse a Dios. Y todo esto se hace por teléfono, a excepción de que no puedes llamar a Dios por teléfono. Pero vamos, que no es una pregunta en exceso compleja. Sólo es una pregunta administrativa. De protocolo. La bicicleta estática Crossbike de Kettler está perfectamente visible en el estante. Pero no está la etiqueta del precio: ¿Cuánto vale esta bicicleta estática? Esa es la pregunta. Nada del otro mundo. No es que quieras saber qué tono muscular tendrás dentro de un mes si la compras. No estás preguntando cual será tu fondo físico con ella, o cuánto ligarás con tu nuevo aspecto. No preguntas nada que le preguntarías a Dios. Pero incluso de eso se puede hacer una montaña. La chica. La dependienta. Me mira. Ya hace unos cinco minutos que espera al teléfono, uno de esos de circuito cerrado, frágil, que de escurrirse desde tu mano al suelo se parte en dos piezas con facilidad. La chica, que me mira como cuando miras a alguien que está a tu lado mientras hablas por teléfono, tiene la nariz llena de pecas, diecinueve años quizá, estudiante quizá, asqueada de estar allí, seguro. Mastica un chicle, y de tener curvas, el horrible uniforme de trabajo las hace desaparecer, no sea que vengas a dar vueltas por aquí y sólo te dediques a tirarles los tejos a la tía buena de la sección de congelados, o a la de los colchones, o a cualquiera. Se trata de que compres. Las dependientas y dependientes sólo están para decirte en cuantos colores más está aquella silla plegable que parece tan cómoda, aquella, la que está al lado de los utensilios de barbacoa. Vienes a comprar, no a mirarle el culo a las cajeras. Vienes a gastar. Olvida a las personas, no las mires. Pero no apartes la mirada de esa mini estantería de chicles que hay junto a las cajeras cuando vas a pagar la pasta de dientes y todo lo demás. Esos chicles tienen muy buena pinta. Y no están ahí por casualidad. Entra en cualquier supermercado generalista, camina en línea recta un rato sin parar, y encontrarás el pan. El pan está lejos porque todo el mundo come pan. Sin embargo los artículos que se llevan la mitad de tu sueldo están a la vista y en tus morros cuando entras en cualquier centro comercial. Los chicles están al lado de las cajeras porque nadie tiene en mente comprar chicles cuando están pensando en si les hace falta papel del culo. Todo está ordenado para que te resulte difícil no alargar el brazo y meter el artículo que sea en el carro. Todo está pensado para que el culo de la dependienta que tengo delante desaparezca en sus pantalones verde oliva. En realidad no sabes si tiene diecisiete años o veinticinco. No sabes si tiene cuerpo de gimnasta o si sus tetas ya hubiesen truncado su camino a las próximas olimpiadas. Y me deja de mirar, se aparta el teléfono de la oreja. Aprieta un botón para colgar. Y me vuelve a mirar. Yo sé lo que le pasa por la cabeza porque yo también llevé una vez unos pantalones verde oliva; un verano. No es que pase siempre, pero a veces se traspapelan etiquetas y absolutamente nadie sabe el precio de las cosas, a no ser que preguntes cuánto vale una barra de pan. Así que cuando alguien te pregunta el precio de algo que lleva meses cogiendo polvo en la estantería, lo primero que haces es llamar a tu superior. Porque algún gracioso ha quitado la etiqueta. Así que después oyes a tu superior tecleando y suspirando, y llega un momento en el que te dice: espera, no cuelgues. Así que esperas, mirando de soslayo al cliente. Tu superior está contactando con el suyo. Y a su superior le pasa lo mismo. Y el superior de tu superior lo mismo. Hasta que sólo queda Dios. Entre los superiores de los superiores de tus superiores, los fabricantes y las marcas son como Dios. Nunca hacen caso. Nunca levantan el teléfono, o, en definitiva, no te saben resolver el entuerto. Como Dios. Ya puedes estar llamándole. Tú llámale, pero no esperes que te solucione lo de la puñetera bicicleta con la que no vas a avanzar por mucho que pedalees. En esos momentos necesitas de verdad a Dios, al fabricante, a quien coño coja el teléfono allí arriba. Otro cliente comienza a molestar a la dependienta, que le mira, y luego me mira a mí, y dice: trescientos cincuenta y cinco euros. Y yo digo: gracias. Y tú pensaras: ¿cómo sabía el precio? Pero es sencillo, no lo sabía. Cuando ya sabes que Dios no te va a coger el teléfono, a tus súbditos, les dices: alrededor de trescientos euros. Los gerentes rápidos de reflejos saben acatar esos cálculos y te los remiten a ti. Y el cliente se fía de ti, eres su único eslabón con Dios. Después, las cuentas no cuadran, claro. Pero las cuentas nunca cuadran, y los clientes no se enteran de nada. Así que no culpo a la chica de las pecas, porque la culpa es de Dios. Dios siempre te está jodiendo si tu uniforme no resalta tu físico. Olvido la bicicleta. De todas maneras tampoco sé si iba a caber en la camioneta con la pasta de dientes y todo lo demás. Ya estoy por la autopista. Saco el paquete de chicles de mi bolsillo, y me meto uno en la boca. Oigo a un coche de policía, detrás de mí. Mierda. Me hace señas para que pare. Mierda. Paro. El coche azul y blanco para delante del mío. El guardia sale del vehiculo. Parece muy joven. Llega hasta mi ventanilla y me dice que iba demasiado rápido. Más de lo debido. Así que pienso: me multa, este me multa. El tipo saca un formulario. Comienza a rellenarlo; no sé por qué. Me mira y mira otra vez al formulario. Repite la jugada. Saca un móvil de su bolsillo. Llama y espera. Y luego murmura: Oye, Rafa, ¿el cajetín de abajo en la hoja, se rellena? Y murmura: vale, espero. Y yo pienso: Más trabajo para Dios.

 

 

canarias9.jpg

 

 

Interiores

Clara tiene dieciocho años y no contaba con el tiempo que iban a ocuparle las tareas de la casa. Una casa: Dos pisos a las afueras de la ciudad, más cerca de las montañas que de la urbe. Sus padres están fuera, de viaje, y es la primera vez que se queda sola. Clara no pensó en que también iba a pasar las noches sola.

Abajo, la cocina y el comedor, y arriba, los dormitorios. Lavabos en los dos pisos. Clara pensó que era una buena oportunidad para utilizar el regalo de sus amigas en su aniversario aún reciente. Fue una broma, pero medía veinte centímetros y era de látex.

Con dos pilas de botón, la broma vibraba.

Y ahora, sola, puede utilizar cuando quiera su vibrador. Sólo una vez, sólo es curiosidad, se dice cada día a sí misma. Pero no acaba de abrir nunca el cajón en el que está. Al oscurecer su habitación después de apagar la última luz, Clara no puede evitar oír ruidos; las tuberías, la madera que se contrae, unos ronquidos ajenos, un grifo mal cerrado, dos tíos encapuchados que robarán en la casa y la violarán, una silla que se ha movido sola abajo en el comedor, un bebé que no existe que llora en algún rincón, alguien que la matará. Es la imaginación. Fantasías básicas que funcionan como un reloj si es de noche y estás lo suficientemente lejos de todo. Y Clara desearía vivir en un bloque de pisos rodeada de vecinos, arriba, abajo y a los lados. Cualquier ruido sería normal.

Clara intenta conciliar el sueño, descartando ya la posibilidad de masturbarse aterrorizada. Da vueltas y más vueltas en la cama. Cada vez hace más calor. Cada vez se oyen más ruidos. Cada ruido es más raro que el anterior. El cerebro comienza a trabajar en contra de la soledad. La oscuridad sonríe. Se carcajea. La chaqueta que hay colgada en el gancho que hay en la puerta de la habitación parece un hombre de pie. Clara se levanta de la cama y acomoda la chaqueta en otro lugar que no se parezca al de antes. Apaga la luz ,nerviosa, y se vuelve a arropar con la sabana, a pesar del calor. Abajo, en la cocina, se oye algo. Algo se ha roto. Y por el cuello de Clara sube eso que es la señal de antes de romper a llorar. Clara medita la posibilidad de bajar y pasearse por todas las habitaciones. Si registra cada habitación quizá se quede mas tranquila. Pero no, sólo tiembla.

Tres de la mañana. El ruido se ha repetido otra vez, muy similar al anterior, con una hora de diferencia. Clara aún no ha salido de su habitación y enciende la luz y busca sus chanclas con la cara hinchada y roja, y los ojos empapados. Joder, joder, joder, joder, se repite, sin levantar la voz, como con miedo de molestar a alguien. <<Alguien>> <<Van a por ti>> <<Te violarán>> <<Te torturarán>> Cuando va a abrir la puerta del cuarto algo se rompe abajo mucho más fuerte que los anteriores ruidos. Clara se tapa la boca y comienza a sorber definitivamente, intentando apagar los sollozos. El silencio posterior al ruido se hace aterrador. Clara piensa en un plato rompiéndose contra el suelo; imagina a alguien subiendo por las escaleras. Está inmóvil de pie frente a la puerta, sin saber qué hacer, en bragas. Finalmente abre la puerta y palpa la pared en busca del interruptor. Lo enciende. Hay un hombre quieto en el pasillo.

El hombre, grita mirando a Clara;

– ¡Oye, hay una chica!

Clara comienza a sollozar más fuerte ahogándose en ella misma, retrocediendo con lentitud mientras le tiemblan las piernas: no… me hagáis nada… por favor no… no…

El hombre se acerca a ella y sonríe. Al llegar a donde está ella descarga su puño en la nariz femenina. Clara cae al suelo, dentro de su habitación. La nariz le empieza a gotear sangre manchando el parqué.

– Lo tienes claro, tía… – dice el tío, pisando el estómago de Clara. –, más vale que te dejes hacer.

El hombre que estaba abajo sube y se une a su compañero. Atan a Clara a la cama, con guisos de que ella podía formar parte del plan. Se oyen unos ronquidos, lejos. Clara repite que no hay dinero en la casa, una y otra, y otra vez.

Uno de los dos dice: Ahora vas a llamar a tus papás, y les vas a hacer unas preguntas. Y comienzan a abofetear la nariz rota de Clara, repetidamente, tres, cuatro, cinco veces.

Pero no duele. No duele. No. Y se oyen unos ronquidos apagados. Y Marga. Marga despierta, sobresaltada. Cuatro de la mañana. Mira sudando a su alrededor. Oscuridad. Se gira y mira a Luís, que sigue roncando sin parar. Lo zarandea;

– Cariño…

Pausa.

– Cariño…

– Mmmh… – protesta.

– No me gusta que hayamos dejado a la niña allí, sola.

– Estará bien. Seguro…

– Pero no me gusta. Aquella casa no es… segura. No…

– Nunca haríamos nada si pensásemos siempre en esas cosas, mujer. No te preocupes.

– He tenido un sueño terrible…-pausa- …terrible.

– ¿Quieres que vuelva a utilizar el vibrador de tu cumpleaños?

– Hablo en serio, joder…

– No, sólo dices tonterías

Se hace un largo silencio. Los ronquidos de Luís vuelven. Marga no concilia el sueño.

Mira a su alrededor mientras piensa en su niña sola y lejos. La chaqueta que cuelga de la puerta de la habitación parece un hombre de pie en la oscuridad. El teléfono móvil de Luís suena. Marga alarga el brazo por encima de su marido y mira quién es. Y musita: La niña…

 

 

interiores.jpg

 

Protagonista

Otra vez echo la cerveza con ansia y la mitad del vaso es espuma. Otro día, me aprendo la lección; tuerzo el vaso, echo la cerveza, y cae tan bien sin alborotarse que no queda nada de espuma. Y parece meado. Tanto, que tienes que bebértela rápido de la impresión que da verla. O eso o te olvidas de meter la cerveza en la nevera y te pones cabezón. Te la bebes, con o sin espuma, y también parece meado. Y la cosa no se queda ahí. Siempre hay un montón de maneras de cagarla. Pero sólo hay una forma de hacer las cosas bien. Y a veces ninguna. Llegas el primer día a donde sea, a tu nuevo trabajo, y saludas a todo el mundo con una sonrisa; y el resto de los días, según cómo, la gente pensará que eres estúpido; el risitas. O llegas el primer día y no dices nada a nadie. Y toda la gente pensará, también, que eres estúpido, que de qué vas. Vale, busca el término medio. Saludas a unos y a otros no. Y la mitad de la gente pensará que eres estúpido, y la otra mitad que eres un coñazo. Porque muchas veces la cosa está en caer en gracia. Es una cuestión de suerte. Como si te pasas la vida comprando lotería y nunca te toca, y después sale alguien millonario en la tele rociando a la panadera con champán, mientras comenta que sólo prueba suerte de vez en cuando. O incluso puede decir que nunca había comprado lotería, que cómo son las cosas. Así que yo, lo que hago, es rascarme sólo si me pica. Y me conformo con eso. ¿Que la cerveza parece meado? Olvídalo ¿Que no caes bien a los compañeros de trabajo? Que les den. Olvídalo. Las dificultades suelen ser gratuitas. Suelen venir porque sí. Como cuando te resfrías y piensas: ¿por qué coño me he resfriado? Hago lo que se supone que es correcto. Me abrigo. Saludo cordialmente. Compro lotería. Porque si no compras, bueno, yo que sé, nunca saldrás en el telediario abrazado a la panadera. O en lugar de ganar dinero puedes matar a tu familia, y saldrás en el informativo antes de los del champán. Bueno, en realidad saldrás entre medio de los del champán, que asesinatos, lo que se dice asesinatos, hay todos los días, pero no todos los días se puede ver a Cipriano abrazado a la panadera; eso merece la cabecera y el cierre. O si no, vuélvete loco. Si ganas la lotería coges y asesinas a tu familia y a la familia de la panadera. Tendrás el telediario para ti solo. “Fulano, de taitantos años, acababa de ganar el Gordo. Nada más enterase, mató a su mujer y a sus dos hijos de siete y dos años. Después salió a la calle, y entró en la panadería. Allí, disparó a bocajarro a Fulana, la panadera, y tan solo subiendo unas escaleras se encontró con el marido y el hijo de siete años, y también los mató. El barrio está consternado. No se sabe el paradero de Fulano” Y ya está. Vamos con los deportes:“Hoy el actual campeón de Europa ha entrenado bajo la atenta mirada de este señor ¿Le ven? Sí, esa sonrisa significa muchas cosas. No todos los días se respira esa tranquilidad en la ciudad condal. Este señor, el protagonista del partido de ayer, se despedía de la rueda de prensa con esa carcajada que ven. Los resultados han estado acompañando al equipo en las últimas semanas y blablablá” “Y vamos a despedirnos con esa imagen de Fulano. Recordemos que está en paradero desconocido. Si ven a este hombre pueden llamar a los números que les recordamos…”

Te paras a analizarlo todo globalmente, y puede que sea cerveza, pero, joder, cómo se parece al meado. Ser el protagonista no es difícil si careces de escrúpulos. Me dedico a rascarme si me pica. Pero, con todo, puede que sea cierto que muchas cosas pasan por tu cabeza antes de morir. Te hablas a ti mismo. Estoy estirado en la cama. Estoy analizando. Analizo. Me monto mi futuro lejos de aquí. La escopeta descansa apoyada en la pared. Alguien del barrio habrá llamado por teléfono porque ya puedo oír las sirenas. Mi mujer yace boca abajo en el suelo encima de lo que ya debe ser la mitad de su sangre. Los críos están en su cuarto, y sí, es lo que sospechas. Aciertas. Y también aciertas con la panadera y su crío y su marido. Sólo que lo que aún no se sabe es que yo y la panadera quedábamos a escondidas. Porque yo estaba enamorado. Y hoy mi mujer me dijo que adiós. Y yo no lo pude permitir. El número premiado está en algún lugar, en la habitación en la que me encuentro. Pero da igual. Piensa en mi vida adinerada, y mezcla eso con el asunto de la panadera. Piensa en nosotros follando enamorados al margen de nuestras familias. Pensándolo bien, quizá no todas las dificultades sean gratuitas. Con una escopeta puedes atraerlas. Sólo que con el arma no puedes hacer que en tu trabajo no te odien y que tu mujer te comprenda si le dices que no la quieres ante la existencia de tus hijos. Ya no queda tanto para convertirme en el Fulano del que hablará mañana todo el mundo en los bares. Sólo que yo no voy a huir. No acabaré en paradero desconocido. En la tele no dejan de hablar del partido de ayer. Una cerveza descansa caliente delante de mí, en una mesita. Me levanto. Voy y cojo la escopeta de caza. Alguien comienza a golpear la puerta del piso. Con brutalidad. Empuño la escopeta. Me apunto a mí mismo. La coloco bajo mi cabeza. De todos modos, en todos los sentidos, mi vida ya me ha pasado por delante.

 

 

 

amor-7010961.jpg

 

 

 

 

«La amiga»

Actualmente me gusta una mujer. No es que sea noticiable. Pero esta vez es demasiado intenso. Lo que siento se acerca más a la muerte o a la drogadicción. Estoy en ese punto en que todo lo demás ha desaparecido, y también estoy comenzando a desparecer yo. No puede ser amor. Esta demasiado por encima, o por debajo; demasiado lejos en todo caso. Yo ya tengo cuarenta años, y un piso de soltero; lo cual, para según quien, puede querer decir mucho o nada.
Lo más fácil es echar piropos a quien se quiere. A veces también es lo más difícil. Tiene que ver con todo ese rollo. Poesía barata. Caras embobadas. O por lo menos la mía. Ella a veces me mira, durante el turno de noche, en el que ambos trabajamos. Demasiado del montón para ella. El final de una posible relación a veces llega antes que el principio cuando me miro a mí y después la miro a ella. Estoy en un extremo. De llegar a buen puerto esto sería como follarse a la muerte y que ella te perdonara la vida. La muerte es lo suficientemente atractiva para muchos. Sería como si te gustara tu hermana, o tu madre, y quién fuera te aceptara. Así de inaccesible parece ella. Pero el conformismo reina a veces, y miras a la amiga. Más asequible. Más tu “yo” femenino. No es como ella. Ni de lejos. Accederá. Un rollo de poco tiempo, seguramente. Mejor que nada.
Fantasías. Pensando en todo esto hago lo que tengo que hacer, después me la guardo en el pantalón. Y salgo a la calle. Pero sí, ellas existen; ella y su amiga. Compañeras de trabajo.
En la calle todo sigue con normalidad occidental. Todos mirando al suelo al cruzarse con los demás. Todos mirando zapatos, ya sea los propios o los de los escaparates. Todos volviéndose a mirar si se cruzan con una chica; y las suficientemente guapas aguantando que las miren, sin aún haber decidido si les gusta.
Yo simplemente tenía que salir de casa. Y sin rumbo fijo camino jugando a aguantarles la mirada a las mujeres que se me cruzan. La mayoría apartan sus ojos enseguida, otras aguantan estoicamente. Una hasta me sonríe.
Mi ex me miraba con pasión, lo hizo desde el primer día. Al segundo me llamó al móvil y me dejó claro que iba en serio. No me conservo mal. Ella me lo decía. Duramos siete años. Después quiso casarse. Conmigo.

Debería intentarlo con la mujer que ahora me gusta, y no conformarme con la amiga. Iré a la amiga y le preguntaré cómo se llama la otra, la Diosa. Así dejaré claro quién me interesa.
Trabajando en un almacén no es fácil charlar con las mujeres. Hay que abordarlas en la cafetería y cosas así. Todo se llena de acosadores descafeinados. Si ves hablar por aquí a un hombre con una mujer y hay atracción mutua, los dos tartamudean. Casi todo el mundo por aquí es lo suficientemente mayor. Miras las manos de la gente y de cada dos personas hay dos anillos. No hay demasiada gente joven.
Ya por la noche hago acopio de valor a la hora del bocadillo. Me siento al lado de su amiga, que está sola; la Diosa tiene festivo.
– Hola – digo.
– Hola – me sonríe.
Y me siento a su lado sin pedir permiso. Hablamos del tiempo y bobadas así. La conversación rechina por todos lados. La chica debe tener unos treinta años, sin alianza, y una cara sorprendentemente bonita si te fijas lo suficiente. Al cabo de unos minutos me lanzo y dinamito el momento de falsedad común occidental;
– Oye, tu amiga, esa con la que vas…
La chica sonríe.
-¿Te interesa? – resuelve con algo de cinismo, lo cual la hace parecer mucho mas interesante.
– Bueno… la verdad es que sí – respondo enrojeciendo.- Solo te quería preguntar como se llama.
-¿Sólo eso? ¿No quieres su número o algo así?
La chica no me lo pone fácil. Me habla como si hubiera vivido esto cientos de veces. Pero al final se lo saco: Lucía.
Salgo de la cafetería algo consternado después de hablar con la amiga. Un compañero me aborda en el pasillo camino a los vestuarios.
– Te he visto en la cafetería, ¿es que te mola esa tía? ¿eh?
– Vete a la mierda – le digo – solo le preguntaba cómo se llama la tía aquella. La que va con ella siempre. Hoy le tocaba fiesta y he aprovechado para hablar con esta.

Justo al reanudar mi trabajo me da un vuelco el corazón. A la pobre chica la he abordado y ni tan siquiera me interesado por cómo se llamaba ella. He quedado como un capullo. Y ella se lo dirá a la Diosa.
Por la mañana me cuesta dormir, porque a la noche siguiente quiero entrarle a esa tía, pero no sabré hacerlo. Pero sobretodo me cuesta dormir porque justo antes de hacerlo pienso más en la amiga, y en como la he faltado.
La noche siguiente llega rauda. He dormido diez horas y he practicado caras interesantes delante del espejo sin reconocérmelo a mí mismo; me he acicalado lo mejor posible y he ensayado frases de todo tipo, cosas para decirle. También intento no pensar en la amiga.
La amiga. La amiga. La amiga. Su cara.

Al entrar diez minutos antes de las diez en la empresa las veo a las dos en la cafetería. No hay nadie más. La amiga me ve. Al instante viene hacia mí. Me toca en el hombro, y a pesar de mi comportamiento de ayer, me dice;
– Atácala, ahora. Yo no he dicho nada.
Y se va. Y yo aun sin saber cómo se llama. Miro a Lucía, su cuerpo, y dejo de pensar en la amiga. Tengo que dejar de pensar en la amiga, con sus kilos de más y su cara.
Hablamos torpemente y quedamos en comer juntos después. También con su amiga. La amiga. Su cara.
Lucía conduce una de las carretillas, conocidas como toros. Lo hace con destreza. La amiga, aun sin nombre, se encarga de tareas de recepción. Lidia con camioneros todas las noches y no sé como se llama. Coño.

Exactamente ahora, a las tres de la madrugada, queda media hora para que vayamos a comer. Veo a Lucía de un lado para otro con el toro. A veces sonríe. Otras no. Me desconcertó un poco la pequeña charla que tuve con ella antes. La amiga. Su cara. Dios…

Me desconcertó porque no quiero aceptar que me gusta más la cara de su amiga, cómo fuma, cómo se mueve, cómo mira; me gusta más que el culo de la Diosa, que sus caderas y que sus tetas. Y estoy desconcertado. Totalmente.

Son las tres y veinte de la mañana. Diez minutos. Sigo con mi tarea y oigo un grito. Gritos. Alguien ha gritado. Todo el mundo se acerca a uno de los muelles en los que descargan los camiones la mercancía. Algo ha pasado.
La gente en el patio se arremolina dejando una moderada distancia cerca de un toro volcado. No veo nada. Oigo comentarios. Algunas chicas de recepción lloran. Alguien se aleja del grupo y vomita.
De un salto bajo al patio y me meto entre la gente. Llego hasta el suceso. Hay dos gerentes llamando por sus móviles. En el suelo, lo que ya sabía, un toro volcado, pero algo más. La accidentada es Lucia. La estructura metálica del techo del toro la ha pillado casi partiéndola en dos. Seguramente dio un giro brusco y volcó sin llevar el cinturón puesto, salió despedida y al caer el toro la pilló. Un charco de sangre crece y ella está consciente. Siguen los lloros y aun no se oyen las sirenas de la ambulancia. No hay manera posible de mover el toro sin empeorar la situación.
Me acerco oyendo gritar a todo el mundo que no la toque.
¡¡No la voy a tocar joder!!
Lucía me mira; acerco mi cara porque creo que quiere decir algo. Y con la voz apagada y renqueante me dice;
– N..no me dijiste…cómo te llamabas…
Tengo cuarenta años. A esta edad, segun cómo, lo que haces es barrer los sueños debajo de la alfombra.
Lloroso, le digo;
– Me llamo Juan, quería ser poeta…
– A.. aún puedes…
Todos sabemos que va a morir. Lloro con más intensidad, y aun así, pregunto renqueante;
– ¿Cómo se llama tu amiga?

 

 

 

mujerpensando9sa1.jpg

 

Caída libre

No te preocupes, dice ella. El típico bar lleno de obreros bebiendo cerveza hoy cuenta con una presencia femenina. Una princesita. Que me dice que no me preocupe. Se sienta a tu lado una chica en el bar y te da por contarle todo eso que realmente te quita el sueño. Vomitas. Eso de lo que no le hablas a nadie. Y ella no te manda a la mierda evitando mirarte, sino que además te escucha. Se lo cuentas casi todo. Y asiente. A cada problema de futuro. A cada secreto que no le has contado a tus amigos. Y además es guapa y además parece que hasta flirtea. Hasta tal punto que ya sospechas que todo debe ser una broma, y que algún colega aparecerá en cualquier momento. Y llegan las ocho de la tarde. Estás solo en el bar de siempre, minúsculo y lleno de gente, y lo último que esperarías es ligar con una chica alarmantemente más joven que tú. Lo último que pensabas cuando te levantaste por la mañana es que por la tarde sería un problema no saber calcular nunca la edad de las mujeres. Mujer, por decir algo. Si la chica llega a los dieciocho ya me puedo dar con un canto en los dientes. Son esas personitas. Esas niñas disfrazadas de mujer que pueden buscarte un buen problema. Son esas curvas que camuflan Barbies de un pasado demasiado reciente. Es el morbo. Todo eso te puede echar a perder. Y ella asiente: Sí. Claro. Claro. Ya. Entiendo. Tienes razón. Pero… La chiquilla protesta: Soy mayor de edad. Me dice: Tranquilo, no te preocupes, tengo dieciocho, ya hace meses. <<Ya hace meses>> Como si esa frase me fuera a tranquilizar. Como si no estuviera deseando meter mi cara en su culo y todo los que están en el bar no pensaran lo mismo. Aunque claro, supongo que la pregunta que sale aquí por lógica es: ¿Qué haces aquí? Ella sonríe y dice que sólo quería beberse una cerveza. Y yo pienso: Sí, a eso hemos venido los demás, pero no me has contestado. Pienso, pero luego sólo asiento. Me dice que si tengo novia. No. ¿Seguro? Sí ¿No tienes novia? Te he dicho que no. Que raro… Ya ves… ¿Y cómo es eso? No lo sé. Eres un tío llamativo. No creo. Ya, pero el bar está lleno de tíos y estoy hablando contigo. Tú sabrás, le digo. Y mi autoestima comienza a subir como la espuma. Casi la puedo oír subiendo. De hecho, el ruido es ensordecedor. Todo lo demás ha desparecido. ¿Entonces?, dice ella, ¿quieres dar una vuelta? Sí, digo. Y también quiero hacer otras cosas, pienso; escribir un libro, plantar un arbol. Follarte. O mejor follarte y después escribir un libro. A quién le importan los arboles. En la calle puedo notar más claramente su olor; la mezcla de chicle y colonia y suavizante. Toda esa mezcla que ahora es chicle, colonia, suavizante y tabaco. Ese olor que da miedo de tan atrayente. Da vértigo. Hay gente que dice que se siente atraída por las alturas. Como si te asomas desde el piso tropecientos y algo de la posibilidad de saltar te gusta. Es un símil extremo, pero si una adolescente se te agarra del brazo por la calle sientes ese tipo de vértigo contradictorio. Quieres saltar. Aunque luego acabes espachurrado contra el suelo. Aunque te estrelles, sentir el aire en la cara mientras lo que hay abajo se precipita hacia ti es lo mejor que vas a hacer en tu vida. Y ella me mira y corta el aire con su delgadez, y dice: Debes haber tenido montones de novias. Pues no. Seguro que sí. No. No me engañes. No te engaño. Ya. ¿Qué hacías en ese bar? Estaba bebiendo cerveza. Ya. ¡No me crees! Sólo me extraña. ¿Por qué? Porque eres una niña. Ya, pero seguro que ya has pensado en joderme. No. ¡Ja! No he pensado en joderte. Eres gay. No, pero no he pensado en joderte. No te creo. Y hace bien, desde luego tonta no es. Sólo es joven. Se hace un silencio entre los dos. Sólo se oye el rumor del tráfico. Conversaciones que se acercan y se van. Un mendigo tirado en el suelo. Una tienda de ropa, y otra, y otra. Y ella sigue agarrada a mi brazo, aunque ya sepa que puedo ser un embustero como todos los demás con tal de no reconocer que me atrae. Esto es cuando quieres parecer interesante y sólo pareces un capullo. Es ese momento; la mayoría de los hombres nos podemos reconocer en él. Y luego bien que nos entra el ansia por desabrochar el sujetador, por irnos antes de la discoteca, por tocar y meter. Ella me guía por la calle. Vamos por aquí. Ahora por allí. Me lleva por el brazo, y la noto cada vez más nerviosa. Y no puedo mantener mi silencio “interesante”. ¿Adónde vamos? Un pálpito negativo surge. Mañana es mi cumpleaños. Ella es prostituta. Joder, prostituta infantil. Puedo imaginar su vida, me pasa por la cabeza en pocos segundos; abandonada; o sus padres muertos; o no tiene familia; no tiene a nadie; es mona y un día se encuentra a un tío elegante en un garito; su chulo. Seguro. Esto no me gusta. Esto es de esas cosas que no pasan si no hay gato encerrado. Y paro. La freno. Un momento, pienso. Tiempo muerto. Y ella dice; ¿Qué pasa? Explícame de qué va todo esto. ¿Todo esto? Sí, todo esto. Bueno, ¿está claro, no? No, no está claro, dime quién eres, qué pasa. Joder, me vas a hacer decirlo. Sí. ¿Te gusta oír esas cosas? Mmh, sí. Vaaaale, me gustas, ¿ya esta? Me coge otra vez del brazo y me lleva por la calle. Decido que esperaré a ver qué pasa. No quiero ser sorprendido. No me gustan las sorpresas. Las sorpresas siempre están enterradas en tu rutina para que no las esperes. Pero yo lo espero todo. No suelo fiarme de nadie. Y sí, miro hacia atrás constantemente. Yendo por la calle. O en cualquier sitio. Es mi libertad para ser paranoico. Cada uno es libre para ser lo que quiera. La niña, que aun no sé ni cómo se llama, sigue tirando de mi brazo. Lo que pasa por mi cabeza tiene bastante que ver con mi pasado. Mi paranoia tiene que ver con ese muerto viviente que es mi pasado. Un pasado lejano. Pero claro, lo que tiene el pasado es que no acepta ceremonias sentidas con las que decirle adiós. A tu pasado no le gustan las despedidas. No se siente cómodo con ellas. La niña apetitosa sin nombre ya hace media hora que me aleja del bar. No me siento cómodo tan lejos del bar. Pero, absorto en ella, no me doy cuenta de que me está llevando a mi casa. Y pienso: el cumpleaños. Tira de mí. Me hace abrir la puerta. Entramos en casa, pero no hay nadie. Y digo: ¿Todo esto no es por mi cumpleaños? ¿Es tu cumpleaños? Sí, mañana. ¿En serio? ¿Cómo sabes dónde vivo? Soy de por aquí, tonto. Se va corriendo al equipo de música y en un minuto está sonando Street Fighting Man de los Rolling Stones. Sube el volumen lo suficiente para que yo tenga que gritarle que lo baje. Pero se comienza a contonear por toda la casa con los ojos cerrados. Miro por todos lados, pero no veo a nadie agachado, al acecho. No hay sorpresa. No me he quitado las botas camperas cuando veo que ella ya está en ropa interior. Hay una prenda suya en cualquier sitio donde mires. Todas lilas y rosas. Esto es el sueño de cualquier pederasta lo suficientemente conformista. Y comienzo a pensar que bueno, que a lo mejor he tenido suerte. Así que me siento en el sillón. Ella quita la música. Se pone delante de mí. Se quita el sujetador. Me mira. Pero después desvía la mirada. Se pone a mirar detrás de mí. La sonrisa desparece de su boca, y musita: Ya era hora. Y yo, noto el aliento de alguien en mi nuca.

 

 

tinklebell.gif

Laura

Ella saca otra moneda de su bolso, con las manos temblorosas. Quiere otra partida al billar. Son las tres de la mañana.

Otra vez es sábado, y otra vez no me voy a acostar con Laura. Hace dos meses comenzamos a salir. Solo la veo los fines de semana, por cuestiones que aún no he sabido comprender; ella no quiere que nos veamos entre semana. Y además, no tiene móvil.

Laura es de cara sonrosada y un cuerpo digno de morder. Es ese tipo de físico que con un poco más ya sería rechoncho, pero que se ha detenido en el punto álgido de tentación carnal. Siempre he pensado que un físico imperfecto (por muy imperfecto que sea) nunca echa a perder una cara bonita; sin embargo una cara fea puede hacer que dejes de darle importancia a un cuerpo llamativo. Pero Laura era bonita, en general, así que su cuerpo no entraba en competencia con su cara, y en el caso de hacerlo habría un empate técnico. Y todo esto complica mi situación cada sábado un poco más.

La última partida al billar tendrá como consecuencia que después yo la acompañaré a su casa, y ella me besará apretándome fuertemente las manos, como despedida hasta mañana.

Y así sucede.

Ya en casa me masturbo en la cama pensando en mi polla entre sus tetas; en mi polla dentro de ella; de su coño; de su boca; otra vez dentro de su coño. El chorro de esperma me alcanza la cara. Voy al lavabo. Una masturbación en verano te puede dejar exhausto, sudando como un cerdo. En mi situación es aun peor. Estoy como a tres centímetros de metérsela a Helena de Troya mientras Troya arde, pero Helena me dice que no, que quizá mañana. Y todo eso, me lo dice sin decir nada, y después del beso de despedida me pregunta: ¿me quieres? Y Troya sigue ardiendo. Y yo no digo no nada, porque sé que sí, la quiero, y eso me atormenta, te atormenta, nos atormenta; es global, terrible, ridículo. Parece que últimamente todo el mundo me mira por la calle: ¿Aún no te la has tirado?

Al día siguiente despierto sobresaltado, después de haber soñado algo. El sueño se me olvida antes de ser consciente de dónde estoy. Mi habitación sigue conservando el aspecto de la de un adolescente, a mis ya veintitrés años, con sus posters y una televisión. Mientras me visto con la emoción de que voy a ver otra vez a Laura siempre pienso en que quizá hoy sí. Quizá pueda ver de una vez sus pezones (estoy deseando morderlos) y, bueno, todo lo demás, lo que cubre la ropa. Ella no es una chica especialmente exhibicionista, todas sus curvas salen a relucir sin esfuerzo, como en un Tsunami de lo erótico.

 

Nos encontramos bajo un sol reluciente, y ella me besa. Sus besos son mejores que la mayoría de las demás cosas; es curioso, me mete la lengua sin dudar, y la saliva fluye de su boca hasta que se me pone dura. Nunca estamos menos de diez segundos pegados. No sé por qué no quiere hacerlo conmigo aun. Ya nos sabemos de memoria la Biblia de todo lo que se hace antes.

Paseamos y entramos aquí y allá. Una ciudad turística es uno de esos sitios en los que puedes ponerte a prueba. Nosotros estamos en Barcelona. Difícilmente veo a alguna chica a la que mordería antes que a Laura. Sí, a menudo hablo de morder. <<Morder>> es el verbo que mas pasa por mi cabeza cuando miro a Laura, mucho mas que otros verbos como <<Hablar>> o <<Reír>>… y un largo etcétera de cosas que no tienen nada que hacer (ahora) en comparación con morderla. Lo ideal es que haya un equilibrio verbal, pero entre nosotros el equilibrio se ha caído a la red hace mucho, y los leones de circo rugen desde abajo, en la arena. Laura ahora mismo camina con un pene por la calle, un pene a su lado; un tío que ya no sabe si meterla en un flan.

Durante nuestro paseo nos encontramos con un tipo que la conoce. Sonríe como un imbécil y quiero matarlo cuando empieza a hablar con ella, allí mismo; un empujón, se golpearía la cabeza en el suelo y…

– Pues la verdad es que desde lejos no te conocía, chica…

– Ya…

Ella no se siente cómoda, lo noto…

Yo intento pensar en otra cosa;

Yo muerdo. Tú muerdes. Él muerde…

– Te veo muy guapa, ¿Cómo te va?

– Oh, bien, bien… no me puedo…

– … quejar, ya jajaja…

Acaba las frases del interlocutor. Imbécil. Quiero que muera, que se desvanezca aquí mismo; fingiremos sorpresa y pena, no pasaría nada, la vida seguiría…

Nosotros mordemos. Vosotros mordéis…

No son celos, lo aseguro, es mucho más fuerte, no quiero que la mire.

– Bueno chica, pues ya nos veremos, espero que todo te vaya muy bien. ¡A por ellos!

<<¡A por ellos!>>, capullo de mierda… habla como los personajes de las películas americanas comerciales, con esos doblajes textuales…

Al seguir nuestro paseo le pregunto a Laura que quién era él. Laura dice que un ex compañero del instituto.

 

Mientras comemos, en un restaurante, la veo nerviosa, deprimida. Laura es una chica cabizbaja; casi nihilista. Eso me gusta de ella. No vive la vida como si no pasara nada en el mundo, con una sonrisa, sin más; es consciente de muchas cosas, y esas cosas no la dejan ser feliz. Pero también está muy claro que me oculta algo que la oprime. A medida que ha pasado nuestro tiempo juntos ha estado cada vez más tensa a mi lado.

Cuando ya tenemos los cafés delante fuma con la mano temblorosa, y sonriendo tensamente cuando digo alguna burrada. Me veo obligado a sonsacar algo;

– Laura…

Pausa.

– Dime…

– Hace días que no te noto… cómoda…

Pausa.

– …

– Si tienes algo que decirme… pues…

– …Tranquilo, no tiene que ver contigo…

No la presiono más; solo forzaría una mentira, y la haría sentirse aún peor. Escapa a mi control. Solo puedo esperar. De alguna manera espero que algún día me dé alguna noticia terrible que no podré soportar, y que impedirá morderla. Moriré sin morderla y meterme dentro de ella; ahora es lo único que me preocupa.

Salimos del restaurante y continuamos paseando; ella tiene que ir a ver a su abuela por la tarde. Quedamos en vernos por la noche.

 

En la entrada de los multicines hay decenas de personas esperando a alguien, como yo. Son las nueve de la noche y ella tiene que estar al caer.

Llega con su semblante serio habitual de los últimos días. Ya es domingo por la noche y tendré que esperar otra semana entera para volverla a ver. Estoy seguro de que lo de “solo los fines de semana” tiene que ver con lo que me oculta. Me besa y es solo después de esos diez segundos de felicidad pura, justo al despegarnos, cuando ella sonríe; pero solo entonces. Después me agarra fuertemente de la mano.

Lleva un vestido floreado con muchas oberturas; insoportable cuando estás casi seguro de que luego no vas a poder meterte en su escote. Es dulce y buena, pero no debe darse cuenta del tipo de tortura que estoy padeciendo.

A mitad de la película, con una erección de caballo, tengo que ir al lavabo. O me masturbo o no doy fe de lo que pueda hacer. Tengo los calzoncillos mojados de sudor y algo pegajoso. La sacudo apenas unas diez veces y salpico la puerta del habitáculo.

 

Mientras caminamos por Barcelona un rato después de la película consigo que se ría a carcajadas. Es como un reto hacer que sonría, así que no paro de decir tonterías. Le da un ataque de risa tal, que casi consigue hacer que olvide el verbo <<morder>>, pero no lo logra.

Caminando nos cruzamos con un grupo de tíos que comienzan a cuchichear al pasar a nuestro lado. Algunos miran a Laura. Cuando ya los tenemos unos diez metros detrás comienzan a carcajearse sonoramente. Yo miro a Laura, y no dice nada; su cara es un bloque de hielo. Solo pienso en las burradas que se dicen entre hombres al ver a una mujer como ella. Pero lo malo es que se trata de saber qué es lo que está pensando ella. Y de repente;

– ¿Quieres que vayamos a tu piso? – dice, con tono muy ansioso.

¿Ha llegado la hora? ¿Será eso posible?

Mientras nos dirigimos a casa tengo la sensación de que si quiere que la muerda tengo que impresionarla. Tiene que ser apoteósico.

 

Y pasa. En mi habitación de soltero se quita el vestido y creo que me voy a correr sin mas. Queda con tan solo unas bragas, y se echa en la cama;

– Quítamelas…

Yo me desnudo a trompicones, tropezando. Y después le bajo las bragas no muy rápido, como si el verbo <<morder>> no hubiese pasado por mi cabeza últimamente.

Lo tiene depilado, todo. Nunca lo hubiese imaginado, y me gusta. Pero antes voy, y comienzo a chuparle los pezones, que son rosados y grandes; los <<muerdo>> con ansia; los empapo; noto como endurecen y me alegra; le gusta. Insisto un buen rato sobre esa zona mientras ella se manosea abajo a sí misma, y también a mí. Me da miedo correrme, así que aparto su mano y me voy a buscar su vulva sonrosada y calva. Estoy tan caliente que tengo que respirar hondo. Me abrazo a sus caderas y abro con los dedos los labios mayores, y siento que si me toco abajo me correré, viendo su interior, sus pliegues. Troya arde. La gente que habla de comerse el mundo lo asocia con montar una empresa y explotar a miles de trabajadores, amasar dinero, y triunfar; pero para mí comerse el mundo tiene mas que ver con esto; lo demás al lado sólo son eufemismos. Comerse el mundo es sentirse como yo me siento ahora; el mundo está a mis pies sólo mientras estoy entre las piernas de Laura. Al pasar mi lengua por toda esa piel suave interior y de color rosa me siento morir, y si muriera no estaría mal hacerlo así. Succiono y paso mi lengua tan hábilmente como puedo; ataco al clítoris e intento encontrar lo que hay entre el dolor y la indiferencia; en la zona erógena mayor comienzo a morder con cuidado. Y consigo que ella gima. Está sudada, empapada, como yo. Al cabo de dos minutos con mi lengua entrando en su vagina decido que quiero metérsela;

– Quiero metértela…

Pusa.

– Métemela…

La cuestión de los condones no sale ni por asomo. Un condón no nos va a separar. Hoy el riesgo tonto forma parte de nuestro juego. Follo con Laura apretándome mucho a su cuerpo, encima de ella. Intento sentirla todo lo posible, pero no quiero correrme aun.

– ¿Quieres ponerte encima…?- digo.

– Sí… sí…

El paisaje ante mi se vuelve acongojante. Mi polla desaparece en su entrepierna, que se mueve hacia delante y hacia atrás, y sus tetas se muestran como nunca, mojadas y bamboleantes. Laura empieza a botar encima de mí hasta que tengo que decir que pare. Volvemos a la postura inicial; no quiero que esto acabe ya. La penetro lentamente, esta vez erguido y manoseando sus tetas, metiéndole los dedos en la boca. Aumento el ritmo de penetración; ella comienza a ponerse aun más roja, y las venas de su cuello se hinchan. Y se acabó. Yo no aguanto más. Saco mi polla y tres chorros de semen viscoso salpican el vientre, las tetas, y hasta la cara de Laura, que se mete dos dedos en el coño y los remueve casi con violencia. Y cuando la sensación orgásmica está comenzando a diluirse en mí, del coño de Laura sale un chorro de fluidos a presión que empapa todo mi pecho. Me aparto aturdido, y otro chorro sale entre gemidos y chorrea completamente la televisión que hay a un par de metros de la cama, y aún siguen saliendo algunos chorros transparentes. Cuando para de salir líquido Laura comienza a tener convulsiones, con una sonrisa congelada en la boca, y el cuello hinchado. La agarro porque está apunto de caer de la cama; la abrazo.

Me mira a la cara, sudorosa, y tarda un rato en hablar;

– Bueno –pausa-, ahora ya lo sabes –pausa- , me llamaban <<aspersor>> en la universidad; no tardó en correrse la noticia.

No es que aquí se resuelva todo, pero muchas inseguridades de Laura provenían de un orgasmo tan bestia que después, por recomendación médica, requería de un vaso de agua, y conllevaba todo un pasado de burlas sádicas y típicamente humanas. No había peligro de deshidratación.

Yo, comencé a respirar tranquilo. Y nos dormimos abrazados. He sido siempre incapaz de dormirme abrazado a nadie.

 

Cuando despierto, en lo que ya supone un acto reflejo en mí, intento poner la televisión. No funciona. Laura despierta y dice: Lo siento…

– No pasa nada, cariño.

Puede ser la primera vez que llamo “cariño” a alguien. Ella me mira somnolienta desde la cama como si se hubiera meado encima en clase delante de todos sus compañeros. A estas alturas ya me resulta imposible no quererla. Un prado inmenso de flores se extiende ante mí. El cielo es azul. Todo es electrico.

Laura me acompaña a comprar un televisor.

 

En el centro comercial, mientras Laura se detiene frente a un muro de pantallas planas muy caras, yo me voy a la sección musical. Desde lejos comienzo a remover carátulas de forma absurda sin dejar de mirar a Laura, que se muerde la uña del dedo pulgar en un acto reflejo infantil. Estoy hipnotizado. Una pareja pasa por su lado. Ella no los ve. El chico cuchichea algo a su novia, y lo dos sonríen mirando de soslayo a Laura. Yo soy feliz y me gustaría pensar que ella también; me gustaría. Laura se vuelve y sonríe dejando un momento gravado con fuego en mí. En el muro de pantallas planas, en todas, una chica habla a gritos sobre el último móvil Nokia, sonriendo estúpidamente.

 

 

lp20001.jpg

 

Mentiras

Si hablabas más de diez minutos con él te acababa explicando cómo perdió la virginidad a los diez años con la frutera de su barrio. Él era así. Tenía un aspecto extraño, pero atractivo. Se llamaba Lorenzo, pero le llamaban Loren. Después pasaban unos meses y surgía otra vez el mismo tema. Pero la frutera, que había sido morena y <<mayorcita>>, pasaba a ser joven y rubia; y él pasaba a tener ocho años. Loren mentía sin titubear. Era una cuestión de aprovechar el momento. Te podía hablar de la pedazo de tía que se había tirado ayer, y tú sabías que ayer en realidad se había quedado en casa, solo. Es decir, no lo sabías, pero lo sabías. Cada mentira tenía tres o incluso más versiones. Depende de las personas que hubiera delante, Loren decía una cosa u otra. La frutera podía ser morena o rubia o pelirroja. Podían haberlo hecho en el almacén o en casa de la frutera o en casa de Loren porque sus padres estaban de viaje. Pero lo mas divertido era que no te molestaba. Solo te hacía gracia. Su actitud, en él, solo resultaba cómica. Pero te entraban los nervios de pensar en otros mentirosos que fueran dañinos, y te dabas cuenta de que hay los suficientes en el mundo como para que todas las fruteras que existen puedan haber pasado por la cárcel por pederastia imaginaria. Si la realidad fuera la que nos quieren vender, nadie tendría dudas en el mundo. Todas las empresas y productos serían perfectos según los discursos actuales. De tener que decir siempre la verdad, la gente dejaría paulatinamente de hablar. Sería todo muy distinto, quizá más honesto, pero puede que menos divertido. Gente como Loren solo te podría hablar de sus largas sesiones de onanismo. Imagina que todos los spots publicitarios te están diciendo la verdad. Ten en cuenta cómo serían las relaciones de pareja si las dos partes fueran totalmente sinceras. Imagina que pasas dos meses saliendo con una chica y no puedes evitar contarle que ya estás pensando otra vez con la polla, y en los culos de las demás. Imagina que tu novio solo puede decirte la verdad. No, en serio, no te rías, imagínatelo. Lo de Loren solo era más histriónico, no era un caso aislado. Lo mas bonito que hay es pensar que, de entrada, la gente es buena. Honesta. Lo mas sano es pensar que no te van a apuñalar con tal de que te des la vuelta. Es un atajo fácil para ser feliz. Solo que a veces los atajos acaban haciendo que te pierdas y tardes el doble de tiempo en llegar a donde sea.

Loren atraía a las chicas, a las mujeres, a las señoras, a las abuelas. Pero eso era verdad; incluso con su aspecto extraño, huraño. Solo que según su versión todas se morían por follarle desde que tenía siete años (nunca había bajado de siete). Cuando era pequeñito su madre le tenía que repetir a diario que por lo menos a ella no la engañara, que ella era su madre y le quería mucho. Cuando ya le estaba naciendo vello púbico mentía siempre diciendo que había hecho los deberes. Y cuando comenzó a tener curiosidad por las niñas decía lo que fuese para poder olerlas y tocarlas. Aunque eso no lo hacía solo él. La diferencia entre él y los demás era que él no veía dónde estaba el problema. Si la maestra quería oír que había echo los deberes, pues los había hecho. Si su madre quería oír que a él le iba bien en el colegio, pues le iba bien. Si las chicas querían sentirse únicas, pues él las dividía en unidades, y a cada una le negaba que hubiera más. Tal y como él lo veía, decir la verdad solo traía dolores de cabeza. Decir la verdad solo era el atajo mas seguro hacia el desastre. Así que cubrió su vida de mentiras, haciendo que la gente que le conocía sacara su propia conclusión de cómo era él. Con él, podías elegir. No hay mucha gente que tenga ese tipo de carácter a la carta, en el que tú puedes quedarte con la versión que te guste más. La mayoría de gente, básicamente, hace unos esfuerzos sobrehumanos para que todo el mundo solo vea integridad en ellos. ¿Cómo van a mentir ellos? Con sus vidas perfectamente interconectadas con fibra óptica hecha de verdad. ¿Cómo te ibas a atrever a dudar de su honestidad? Ellos son firmes. Volubles, simpáticos y atractivos; se cuidan. Pero firmes. Si se tiene que decir la verdad, sencillamente la sueltan, sin parpadear, sin sudar por las axilas. No hay espacio para las tonterías. Lo que no dicen este tipo de personas es que, si casi nunca mientes, cuando lo hagas todo el mundo te creerá, porque ese <<casi>> para la gente es <<nunca>>. Sí, porque eres firme, y has conseguido labrarte buena fama. Y todo eso existe, sí; ese tipo de gente firme camina y conduce por las calles todos los días; pero Loren nunca quiso saber nada de ellos, de esa actitud. Su forma de ser era, a su modo, sincera. Y un día, quizá por eso, Tania se enamoró de él.

 

Tania era taquillera de cine. Loren iba a al cine habitualmente. Muchas veces iba solo. Así que cuando un lunes te hablaba de lo bien que lo había pasado en Paris el fin de semana, probablemente había pasado la noche del sábado en el cine mas cercano a su casa. Aunque algo hace pensar que seguramente iba por las tardes. A eso de las cuatro, cuando no hay nadie. Y no sería una tontería especular con que muchos días ni tan siquiera veía ninguna película. La versión oficial, y probablemente verdadera, es que se pasaba la tarde dándole palique a la taquillera que le gustaba; a Tania.

Tania no le hacía caso al principio. Le veía como al típico tío fácil harto de habitaciones de hotel compartidas con desconocidas. Se lo imaginaba como a un auténtico experto en sexo Express. Tania pensaba que, una vez él se la metiera, no le vería más por allí, por estar a la caza de otras tontas. Ella no era tonta; no pensaba darle el placer de abrirse de piernas como pensaba que hacían todas las demás. Y en eso, en su dignidad, era en lo que pensaba Tania mientras Loren se la tiraba, sí, en una habitación de hotel. Después, se sintió como una puta, aun sin cobrar. Se folló a un mentiroso; a un tío que solo era sincero cuando paraba para respirar y dejaba de amontonar anécdotas falsas.

Lo que le pasaba a Tania era que muchas veces pensaba en ceder ante la posibilidad de error cuando ya navegaba en él. Pero esta vez, parecía no haber tal error. Y pudo dejar de llamarse a sí misma puta. Loren se presentó al día siguiente en el cine. Tania no pudo evitar mostrar una amplia sonrisa. Y las mentiras volvieron a desfilar. Mentiras trágicas, graciosas, escalofriantes. Las mentiras podían convertir a Loren en un héroe mientras explicaba cómo un día salvó un carrito de bebé que se dirigía hacia la carretera cuesta abajo. Una mentira podía convertir a Loren en alguien tierno cuando hablaba de que una vez hizo de canguro para veinte niños de forma desinteresada. Aunque algunas veces el carrito de bebé hubiera estado apunto de caer por el hueco de un ascensor. Aunque tiempo atrás no hubiesen sido veinte niños a su cargo, sino cinco. Lo que importaba era que a la gente no le importaba que Loren mintiera. La gente lo esperaba. Esperaba su siguiente historia. E incluso Tania, con el paso de los días, y cuando la relación entre ellos fue mas sólida, se acostumbró a los desvaríos de su novio.

Lo único auténtico en Loren era lo palpable; lo que le veías hacer. Cuando le perdías de vista todo se convertía en algo apasionante y falso. En cierta ocasión Tania quiso arrancarle una verdad. Y, observando su aspecto iracundo y cargado, que tanto gustaba a las mujeres, le dijo: ¿Qué te pasa?

Loren la miró largamente, y le dijo que él no era otro chico joven más. Le dijo que en realidad era un niño. Le dijo: ¿Has oído alguna vez hablar del síndrome de envejecimiento prematuro?

Loren farfulló que no era otro jovenzuelo camino de la treintena, sino que más bien se iba a morir bastante pronto. Y mientras Tania se contenía, él habló de que no hay mucho de que hablar cuando aun eres un niño pero pareces mayor. Y quizá te tengas que inventar las cosas. Tus aventuras van a ser pocas y para cuando las quieras contar ya estarás muerto. Tania rompió a llorar en la cafetería, sintiéndose torpe y cruel. Nadando otra vez en otro error. Un error sin futuro. Y Loren le dijo que no sufriera, que él solo quería verla de vez en cuando. Al fin y al cabo, iba a ser su única novia. Decir la verdad solo era el atajo mas seguro hacia el desastre. Loren hablaba siempre de la frutera, y hacía que una verdad se disfrazase de mentira, para que la realidad fuera más fácil de digerir. Y así, aunque sólo estuviera de paso por la vida, se echaba unas risas. Era una cuestión de aprovechar el momento.

 

 

20060126184957-mentira.jpg