Mi prima no parece de la familia. No se parece a nadie. Es tan diferente a todos que ni tan siquiera pensarías en que debe ser adoptada. Hasta eso resultaría extraño. Claro, hasta que ves a mi tía. Pero vamos, es tan rubia mi prima, que te extraña que sepa alguna palabra en español. Estamos en mi habitación, los dos. Y dice: ¿Qué estás escribiendo? Nada, digo. Estamos casi a oscuras. Mi madre, o alguien, me compró hace poco una lamparita para el escritorio; de diseño Ikea, con personalidad infantil. La bombilla que venía de serie iluminaba tanto que la cambié, y ahora, a las diez de la noche, estamos casi a oscuras. Mi prima fuma un porro sentada en un rincón detrás de mí. Nuestras familias, en el piso de abajo, en el comedor, se atiborran a cafeína.
Con la pantalla del ordenador cegándome, si miro hacia donde está mi prima, no veo nada, sólo oscuridad, como si me hablara el armario en el que se apoya; o Dios colocado. Y mi prima, me dice: Si escribes poesía o algo así, no imites a nadie. Por ahí hay un montón de Bukowskys venidos a menos. Me dice que no me convierta en la imitación de una imitación. El cuarto está tan lleno de humo que si ella apagara el porro y nos miraras, no sabrías quien andaba fumando. Le digo que no se preocupe. Y en lugar de decirle que estoy escribiendo una carta de amor, comento que está muy delgada. Que qué come. ¿Muy delgada?, se sorprende. Farfullando, me dice que si estoy de coña. Y yo escribo: Espero no agobiarte con esta carta. Esto lo escribo sobretodo para desahogarme. Miro hacia donde está ella y veo la luz del porro iluminarse y venirse a menos. Y la oscuridad me dice que no, me dice: No estoy delgada; has visto a pocas chicas delgadas. Y escribo: Llevo más de tres años así. Seseando, mi prima, me dice que ella a conocido a chicas delgadas de verdad, de las que van con disimulo al lavabo después de las comidas, y corren el pestillo. Escribo: No nos conocemos mucho, pero podríamos conectar. Un día podríamos salir juntos. Escribo: Tu y yo. Y desde el mueble, más nubes de humo se suman a las que ya hay. Lo que es gracioso, comenta el armario, es que una vez una amiga mía se enamoró, de hecho aún sigue enamorada; y el chico no hacía puto caso; dos años subiéndose la falda delante de él, y nada. Mi prima comenta: Esta amiga mía era gordita, y al ir pasando los dos años se le notaban cada vez más las costillas, por los nervios. Dos años nerviosa, atacada, enchochada. El armario se carcajea y murmura: Sus padres pensaban que era anoréxica, y sólo estaba enamorada; se ha pasado dos años quemando calorías con amor no correspondido. Y otra nube de humo. Abro la ventana. Joder, hace frío, dice la luz del porro. Y yo digo que, llegados a este punto, tengo que elegir entre pasar frío o caer redondo al suelo. En realidad, mi prima no siempre es así. Estando sobria podría derrocar cualquier filosofía de vida ajena; y cuando es de día y hace sol, estando en la calle, más te vale no mirarla si tienes jaqueca. Si te ríe una gracia, se te notará que te ruborizas. Es así de guapa, y un poco más. El armario dice que si le dejo leer lo que estoy escribiendo. Rotundamente no, digo. Escribo: No te preocupes, si no te gusto te dejaré en paz. Escribo: Lo juro. La oscuridad insiste en que ella no está delgada, en que de qué voy. Ella está genial. Se ve genial. Y además, dice, le encanta comer. Yo miro la pantalla del ordenador: Me gustaría poder llegar a algo contigo, pero sólo si tu quieres. Escribo: Dame una oportunidad. El aire entra por la ventana y mi prima apaga el porro ya agonizante en el cenicero que hay en mi escritorio; su aliento y su colonia y el olor de su pelo, y todo en ella, ahora es marihuana. Vuelve al rincón, y la oigo manipular papel de fumar. Y la oigo decir sonriente y colocada: ¿Estas escribiendo una carta de amor? Miro hacia la oscuridad y digo que es privado, que qué le importa; pero que sí, que es eso, y nunca he escrito ninguna. ¿Y no puedes hablar con la chica que sea? No ¿No puedes ir a su casa y decírselo? No, repito. ¿No puedes llamarla por teléfono? No ¿Ella no sospecha nada? ¿Sabe dónde vives? ¿Nunca habéis salido? No. No. No. Pues con la carta, me dice el armario, la vas a asustar. Me da igual, digo. Es la única manera, digo. Y tecleo: Como he dicho, no quiero que te agobies. Sólo decirte lo que siento. Ser sincero. Le digo que si no le importa que sus padres sepan que fuma marihuana; que su madre podría subir en cualquier momento. ¿Mi madre?, dice, mi madre fuma más que yo. Y mi padre, farfulla, bueno, a mi padre que le den; se van a divorciar de todas maneras. Murmuro que, entonces, los rumores son ciertos. ¿Rumores?, sonríe, y balbucea: Lo sabe todo cristo.
No quiero enrollarme. La idea sólo es que te des cuenta de lo que siento por ti. Contéstame por la vía que quieras. Y para acabar, pongo: Gracias. Un beso. Y le doy a imprimir, y comienza el canto de la impresora. Y mi prima: ¿Ahora me la dejarás leer? Le digo que no, que me sería muy incomodo, y que qué espera, todas las cartas de amor son ridículas. Joder, se queja, allí escondida en el rincón. Soy tu prima, dice, qué más da. Saco la hoja ya imprimida. La meto en un sobre, y lo sello con saliva. Enciendo la luz de la habitación. Ella acuclilla los ojos, molesta. Me acerco a donde está. Le doy el sobre y le digo que no lo puede leer; que no espero que lo entienda, pero que es para su madre. Y mi prima me mira, me mira, me mira. Me Mira. ¿Mi madre? ¿Ella? Apaga el porro en el suelo, y grita: ¿Mi madre, cabrón? ¿Qué tengo que hacer? ¿Es que no te enteras de nada? ¿No recuerdas cómo era yo hace dos años? ¿eh?, solloza.