Archivo por meses: marzo 2007

Familiaridad

Mi prima no parece de la familia. No se parece a nadie. Es tan diferente a todos que ni tan siquiera pensarías en que debe ser adoptada. Hasta eso resultaría extraño. Claro, hasta que ves a mi tía. Pero vamos, es tan rubia mi prima, que te extraña que sepa alguna palabra en español. Estamos en mi habitación, los dos. Y dice: ¿Qué estás escribiendo? Nada, digo. Estamos casi a oscuras. Mi madre, o alguien, me compró hace poco una lamparita para el escritorio; de diseño Ikea, con personalidad infantil. La bombilla que venía de serie iluminaba tanto que la cambié, y ahora, a las diez de la noche, estamos casi a oscuras. Mi prima fuma un porro sentada en un rincón detrás de mí. Nuestras familias, en el piso de abajo, en el comedor, se atiborran a cafeína.

Con la pantalla del ordenador cegándome, si miro hacia donde está mi prima, no veo nada, sólo oscuridad, como si me hablara el armario en el que se apoya; o Dios colocado. Y mi prima, me dice: Si escribes poesía o algo así, no imites a nadie. Por ahí hay un montón de Bukowskys venidos a menos. Me dice que no me convierta en la imitación de una imitación. El cuarto está tan lleno de humo que si ella apagara el porro y nos miraras, no sabrías quien andaba fumando. Le digo que no se preocupe. Y en lugar de decirle que estoy escribiendo una carta de amor, comento que está muy delgada. Que qué come. ¿Muy delgada?, se sorprende. Farfullando, me dice que si estoy de coña. Y yo escribo: Espero no agobiarte con esta carta. Esto lo escribo sobretodo para desahogarme. Miro hacia donde está ella y veo la luz del porro iluminarse y venirse a menos. Y la oscuridad me dice que no, me dice: No estoy delgada; has visto a pocas chicas delgadas. Y escribo: Llevo más de tres años así. Seseando, mi prima, me dice que ella a conocido a chicas delgadas de verdad, de las que van con disimulo al lavabo después de las comidas, y corren el pestillo. Escribo: No nos conocemos mucho, pero podríamos conectar. Un día podríamos salir juntos. Escribo: Tu y yo. Y desde el mueble, más nubes de humo se suman a las que ya hay. Lo que es gracioso, comenta el armario, es que una vez una amiga mía se enamoró, de hecho aún sigue enamorada; y el chico no hacía puto caso; dos años subiéndose la falda delante de él, y nada. Mi prima comenta: Esta amiga mía era gordita, y al ir pasando los dos años se le notaban cada vez más las costillas, por los nervios. Dos años nerviosa, atacada, enchochada. El armario se carcajea y murmura: Sus padres pensaban que era anoréxica, y sólo estaba enamorada; se ha pasado dos años quemando calorías con amor no correspondido. Y otra nube de humo. Abro la ventana. Joder, hace frío, dice la luz del porro. Y yo digo que, llegados a este punto, tengo que elegir entre pasar frío o caer redondo al suelo. En realidad, mi prima no siempre es así. Estando sobria podría derrocar cualquier filosofía de vida ajena; y cuando es de día y hace sol, estando en la calle, más te vale no mirarla si tienes jaqueca. Si te ríe una gracia, se te notará que te ruborizas. Es así de guapa, y un poco más. El armario dice que si le dejo leer lo que estoy escribiendo. Rotundamente no, digo. Escribo: No te preocupes, si no te gusto te dejaré en paz. Escribo: Lo juro. La oscuridad insiste en que ella no está delgada, en que de qué voy. Ella está genial. Se ve genial. Y además, dice, le encanta comer. Yo miro la pantalla del ordenador: Me gustaría poder llegar a algo contigo, pero sólo si tu quieres. Escribo: Dame una oportunidad. El aire entra por la ventana y mi prima apaga el porro ya agonizante en el cenicero que hay en mi escritorio; su aliento y su colonia y el olor de su pelo, y todo en ella, ahora es marihuana. Vuelve al rincón, y la oigo manipular papel de fumar. Y la oigo decir sonriente y colocada: ¿Estas escribiendo una carta de amor? Miro hacia la oscuridad y digo que es privado, que qué le importa; pero que sí, que es eso, y nunca he escrito ninguna. ¿Y no puedes hablar con la chica que sea? No ¿No puedes ir a su casa y decírselo? No, repito. ¿No puedes llamarla por teléfono? No ¿Ella no sospecha nada? ¿Sabe dónde vives? ¿Nunca habéis salido? No. No. No. Pues con la carta, me dice el armario, la vas a asustar. Me da igual, digo. Es la única manera, digo. Y tecleo: Como he dicho, no quiero que te agobies. Sólo decirte lo que siento. Ser sincero. Le digo que si no le importa que sus padres sepan que fuma marihuana; que su madre podría subir en cualquier momento. ¿Mi madre?, dice, mi madre fuma más que yo. Y mi padre, farfulla, bueno, a mi padre que le den; se van a divorciar de todas maneras. Murmuro que, entonces, los rumores son ciertos. ¿Rumores?, sonríe, y balbucea: Lo sabe todo cristo.

No quiero enrollarme. La idea sólo es que te des cuenta de lo que siento por ti. Contéstame por la vía que quieras. Y para acabar, pongo: Gracias. Un beso. Y le doy a imprimir, y comienza el canto de la impresora. Y mi prima: ¿Ahora me la dejarás leer? Le digo que no, que me sería muy incomodo, y que qué espera, todas las cartas de amor son ridículas. Joder, se queja, allí escondida en el rincón. Soy tu prima, dice, qué más da. Saco la hoja ya imprimida. La meto en un sobre, y lo sello con saliva. Enciendo la luz de la habitación. Ella acuclilla los ojos, molesta. Me acerco a donde está. Le doy el sobre y le digo que no lo puede leer; que no espero que lo entienda, pero que es para su madre. Y mi prima me mira, me mira, me mira. Me Mira. ¿Mi madre? ¿Ella? Apaga el porro en el suelo, y grita: ¿Mi madre, cabrón? ¿Qué tengo que hacer? ¿Es que no te enteras de nada? ¿No recuerdas cómo era yo hace dos años? ¿eh?, solloza.

 

 

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Segunda persona

… Naces. Y aunque la gente habla del antes, de lo agradable que es estar en el vientre de la madre, nadie se acuerda de ello; así que eso sólo es una suposición agradable, aceptada. Como la fe en lo que hay después de la muerte. No puedes hablar de después de la muerte porque no sabes lo que hay, ni aunque seas ateo. Así que naces. Empiezas desde ahí, y no sabes dónde acabarás, cuándo, cómo, o si acabarás. De momento, alguien te saca de tu madre, te pega una palmadita en el culo, y la gente sonríe y llora a tu alrededor. No es seguro, y es muy relativo, pero supuestamente, así, tan pequeño, ya estás repartiendo alegría.

Luego sigues en tu estado de persona futura, con posibilidades para cualquier cosa. Eso es cuando aún mides apenas unos centímetros, y a tus padres les haces pensar en los suyos, porque no controlas la vejiga, te cagas encima, y eres totalmente dependiente, como lo serán pronto tus abuelos. Tanto si acabas de nacer como si estás a poco de morir, tienes que tener cerca a gente de mediana edad; a gente responsable; a tus hijos, a tus padres. No mides ni un metro y aún la gente calcula tu edad en días. Todo es borroso y lento y jamás te acordarás de ello. Cuando más te va a querer tu madre, tú ni te vas a dar cuenta. Los días dan paso a los meses, pero aún no eres consciente de nada. Si alguien te coge y te mete en un container, te va a dar igual. Puede que hasta te resulte divertido. Así dicho, esto parece simplificar, pero está tan cerca de la verdad como lo que te diría alguien experto en bebés, educación, percepción y demás misterios.

Por entonces, todo el mundo te acoge en sus brazos; las mujeres te pegan a sus tetas; y hasta tu padre parece un tipo sensible cuando te ve y no hay nadie más en la habitación. Pero esto sólo son suposiciones, claro; referentes, pistas… Cuando cumplas un año, tu madre le dirá a la gente que ya tienes un añito. Pero a ti, tanto te da. Al pasar a calcular en años, todo el mundo comentará lo rápido que estás creciendo. Cuando ya tengas tres años la gente no podrá creer lo mayor que eres ya. ¡Si hace cuatro días eras una cosita así!, comentarán las amigas de tu madre, mostrando tu tamaño pasado con las manos, mirándote.

A esas edades, tus modernos padres ya estarán gestionado tu educación. Y a los cuatro años, cuando tu memoria se comience a activar, el día menos pensado, tus padres te abandonarán en un aula, y aunque ya lo hayan hecho antes cuando la guardería, tú no te acordarás. Estarás rodeado de otros mocosos. Comprobarás extrañado que también hay niñas, por sus cabelleras y tonos pastel, y porque no tienen nada entre las piernas. Lo más fácil ante ese abandono, que tu no quieres creer que es cuestión de horas, es que rompas a llorar. Y una extraña de veintitantos años te consolará dándote acceso a juguetes, y arrimándote a los demás críos.

Tu educación primaria, probablemente, te parecerá una odisea. Aún no comprenderás el concepto de educación, pero decidirás que es así para todos los niños, porque los dibujos animados comienzan antes de las siete de la mañana. Al estar rodeado de colores vivos e imaginación de creativos de empresas jugueteras, odiaras cualquier comida que no parezca de plástico o divertida; sopa y garbanzos y similares. Sólo los sabores sin matices te atraerán; cualquier dulce; cualquier cosa lo suficientemente salada. Y así, lentamente, lleno de etiquetas y manías y comodidades, te plantarás en los diez años. Pensarás en lo mayor que eres cada vez que en el colegio tengas que escribir tu edad de dos cifras. No serás consciente, pero pronto te darás cuenta de que poco a poco todo el mundo – tus padres, tus profesores, la sociedad -, te va a ir exigiendo cada vez más. Lo que antes era un compendio de comprensión y sonrisas, se va a ir convirtiendo en exigencias y caras de incredulidad ante tu pasividad infantil. Ocurrirá de golpe. No será gradual, y aunque lo sea, no te habrás dado cuenta. Los mismos que alargaban los brazos para cogerte, ahora te obligarán a caminar de su mano. Nadie entenderá por qué no eres más obediente. Tendrás que adaptarte, porque ellos, todos los demás, raramente verán sus fallos en ti.

Y adaptándote a tu nueva condición de niño obediente, te irás acercando a la adolescencia. Tus obsesiones serán las notas del colegio. Da igual con quién hables, porque todos te asegurarán que si estudias mucho, el futuro será brillante. Eso es cuando tienes trece o catorce años, y quizá aún conservas la suficiente inocencia como para, con tu imaginación, poder simplificar la vida, el futuro. A más estudies, mejor para ti, te dirán todos. Y dependiendo de eso, de tus notas, es probable que tus padres te regalen más, o menos cosas. Si te apuntan al fútbol, puede que tu padre te pague por cada gol que metas, a espaldas de tu madre. Así, la gente pensará que se te ayuda a entender que las cosas se consiguen con esfuerzo, y que si te esfuerzas puedes estar tranquilo, porque todo va a salir bien. Con quince o dieciséis años, teniendo en cuenta tu trayectoria, sabrás que lo que cuenta es tener dinero. Lo demás es coyuntural, pasajero, una tontería. Si no tienes pasta eres menos, serás menos que los demás. Tu paga semanal, si la tienes, siempre andará muy por debajo de tus ambiciones. Sí, para entonces, ya eres ambicioso. Comenzarás, también, a mirar a las chicas, a hacerte pajas. Al dinero, se unirá el sexo en sí mismo, el pensar en follar, o el follar sin parar a poder ser. Con diecisiete años o dieciocho o diecinueve, da igual si aún eres virgen o no; todo será sexo. Todo será sólo lo que tendrás en tu cabeza: mujeres. Y dinero. Y durante esa época es fácil que no tengas ni idea de lo que quieres hacer con el futuro. Lo ves como algo aún lejano, imperceptible; y sin embargo, tendrás que decidir ya lo que quieres hacer, a qué te quieres dedicar, y por qué. Tendrás que tener clarísimo todo eso que no tienes claro, y en lo que tus padres insisten. Tomarás un camino porque tienes que tomar alguno, y todo el mundo a tu alrededor parecerá o fingirá o será más seguro que tú; personas más prosperas. Aún no te darás cuenta, pero la gente te venderá su vida como el camino correcto, el camino que tú no has cogido; pasará cuando tú aún no sepas nada de la relatividad. Y harás lo mismo que ellos, defenderás tu estilo de vida, y no te mostrarás débil. O puede que ocultes tu presente bajo un manto de pasotismo, o comprándote un coche, o ligándote a alguien. Aún no sabrás si eres tú realmente, pero pobre de ti si alguien se entera de eso.

Luego, más tarde, después. Tendrás que trabajar. Trabajarás, aunque con veintitantos años ya sabrás que no es exactamente el dinero lo que da la felicidad. Tu trabajo siempre será de paso; lo que haces mientras tanto; la antesala de tu futuro. Lo bueno del futuro es que nunca nadie reconoce que ha llegado. Con veintitantos años ya sabrás que el futuro es eso que te has negado a reconocer. El futuro nunca llega, porque tu vida siempre es mejorable; no está asentada. Todo lo que haces es de paso; para mantenerte mientras tu triunfo se fragua. Ya no es una cuestión de dinero o de sexo, sino de justificarse. Lo que sea que tiene que llegar, llegará; o en eso basarás tu vida. Si alguien te pregunta si eres feliz, da igual lo que respondas y tu rapidez en responder, porque mentalmente titubearás. Al paso de los años cuidas tu envoltorio, tu sonrisa, tu aspecto, tu ideología y todo lo que se proyecte al exterior. Pero sabes que lo único que es relevante es lo que piensas de verdad. Tu silencio. Tu opinión sobre ti mismo. Estarás tan ocupado en actuar para los demás que tendrás serias dudas sobre lo que eres, y sobre si quieres ser así.

Verás que a tu alrededor mucha gente se conformará con lo que es, y cada fin de semana saldrán a enterrar dudas con artificialidad; eso con lo que puedes fabricar los cimientos de tu paso por la vida. Ya puede ser alcohol o lo que sea, que lo que importa es que de estar deseoso de que llegue el sábado para “desconectar”, es que probablemente las cosas no van bien. Cuando vayan pasando los años entenderás que bien, lo que se dice bien, muy bien, a casi nadie le va. Y aunque digas que no, eso te reconforta. Lo hará siempre, y si alguien te dice que eso es una actitud egoísta, seguramente se equivoca, porque ya habrás llegado a los treinta. El egoísmo muta en necesidad, los sueños en dinero (otra vez el dinero), las chicas en algo serio, el trabajo en eso que tienes que dejar. Y cuando menos te lo pienses, a partir de esas edades, tus padres cualquier día caerán muertos. Antes lo hará tu padre. Visitarás a tu madre cada semana, con tu novia, si la hay. Iras llegando a la mitad de la treintena y poco a poco serás pasto de la melancolía, de lo que pudo ser y no es. Te pararás a pensar los domingos por la tarde en lo afortunado que eres, aunque tu vida sólo sea del montón. Pero alto, recuerda que esto sólo son conjeturas, ideas, vecinos, amigos, referentes, generalismos. Es una línea ascendente seguida de un bajón, y así todo el rato. La siguiente subida llegará cuando conozcas a una mujer que te convenza. Y eso ya no será tanto problema. El amor ya fue substituido por la realidad. Si no has tenido la fortuna de encontrar a tu media naranja, a la mujer de tu vida, a Julieta, eso no te ha de frenar. Hay tantas mujeres en tu misma situación que ponerse de acuerdo con alguien en eso está chupado. Y te casarás.

Y el roce hará el cariño, y depende cómo sea ella, la boda será en el juzgado o durará horas y horas en la iglesia. Ese día todo el mundo te felicitará, llorará, o sonreirá, como cuando naciste, pero esto lo recordarás. Luego, después, a continuación. Simplemente intentarás vivir dignamente con tu mujer. Buscareis piso porque vuestros amigos tenían razón en eso de que quizá precipitabais la boda. Os daréis cuenta de que vivir bajo techo ya es algo así como un lujo. Discutiréis en pareja porque aun con dos sueldos a duras penas pagáis la hipoteca y el seguro de vuestros coches y demás. Habrá otra crisis, otra línea descendente, más melancolía los domingos por la tarde. Tu madre morirá un día. A tus casi cuarenta años estarás agobiado de responsabilidades, cabreado, con tu vida, contigo mismo, con tu mujer. No será más que otra crisis, pero tendrás que soportarla. No habrá lujos ni demasiada alegría. Estarás tan embotado, que celebrar las fiestas oficiales ya no te parecerá un truco del capitalismo para que compres regalos; porque quizá sin fiestas oficiales ya no celebrarías ninguna fiesta. Las continuas insinuaciones de tu mujer en lo de tener hijos, cada vez más, te irán convenciendo. Y entre unas cosas y otras, confusos, agobiados, y con ganas de un cambio significativo de todo, dejareis de usar condones. Si resulta que ninguno de los dos es estéril y el semen es semen productivo, un día tu mujer saldrá del lavabo con el predictor de turno para enseñártelo. Y ya está. Tendrás descendencia. Tener hijos, eso que pensabas casi utópico en tu vida, e irresponsable, podrá ser una realidad. El cambio de rutina se convertirá en realidad. Lo que antes eran responsabilidades, serán responsabilidades y tu hijo. Tu trabajo y tu hijo. Tus riñas con tu mujer, y tu hijo. Tu vida. Y tu hijo.

… Y nacerá, y aunque de mayor oirá hablar de lo a gusto que se está en el vientre materno, él será consciente de que nadie recuerda eso…

 

 

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Nerea

El jefe de policía remueve todos los papeles que tiene encima de la mesa. El detective pasea por el despacho, fumando. La psicóloga permanece sentada delante de la mesa del jefe de policía, que murmura: ¿Qué es todo esto?

– Los relatos – aclara la psicóloga.

Son sobre ella, añade. El jefe de policía la mira. Murmura: ¿sobre ella?

El detective dice que son sobre Nerea, la psicótica, la puta. Y se lleva el cigarro a la boca otra vez, caminando en círculos. El jefe de policía mira a la psicóloga, deja los papeles encima de la mesa, arruga el ceño, y musita: ¿Y?

La psicóloga dice que el relato que se llama “Biografía de mi entrepierna” es el primero; dice que es una vaga pista de cómo es ella. ¿Y quién ha escrito esto?, masculla el jefe.

– Da igual – dice el detective -, alguien con ínfulas, qué más da.

La psicóloga mira al jefe:

– Con ese relato se comenzó a investigar. Las otras hojas son la segunda y la tercera parte. Es un texto escrito en primera persona, lleno de erratas, muy violento. De un aficionado. En el segundo texto sale a colación la realización del corto basado en el relato.

Se oye: <<más ínfulas>>. Y el jefe mira al detective, y luego a la psicóloga, y dice:

– ¿Y el tercero?

– No tiene importancia. Del primero se hizo el corto, así que lo que insinúa el segundo relato es verdad. Pero algo fue mal, y al final el corto es un refrito del primero y el segundo.

El dvd reposa encima de la mesa. El jefe se lo queda mirando. Resopla. Lo mete en el reproductor que tiene en el despacho. Las imágenes comienzan a desfilar. El detective sigue fumando.

Cuando acaba el corto, el jefe de policía dice que si hay algún escrito más sobre ella.

– No, que se sepa – contesta la psicóloga -. Pero en el relato la cosa es diferente, la chica mata a una psicóloga o a una periodista, y a dos policías. Y huye. El director del corto no ha querido hablar con nadie del tema.

¿Y el autor?, ¿qué pasa con el autor de los relatos?, dice el jefe.

– Se llama Jordi no sé qué – aclara la psicóloga -. Sólo sabemos que publica relatos por Internet, y que salió con Nerea un par o tres de veces. Pero no sabe nada. No tiene contacto con ella. Y además, por lo que he oído, no es fiable.

El detective le dice a su reloj: capullo…

Murmura: capullo con ínfulas…

¿Y el corto, de dónde lo habéis sacado?, dice el jefe.

Nos los dio él mismo, el autor de los relatos, dice la psicóloga, tenía una copia. No nos costó que nos lo diera, asegura.

Bueno y… ¿tenéis números de teléfono o algo?, protesta el jefe.

– Sí, el del autor.

La psicóloga saca una agenda de su bolso, y le dicta el número al jefe, que lo marca en el teléfono de su mesa.

Se hace el silencio, y luego:

– ¿Oiga?

<<…>>

– ¿Jordi?

<<…>>

– Soy el jefe de policía de…

¡Me ha colgado!, protesta el jefe, ¡el cabrón me ha colgado!

– Es igual, déjelo, no le iba a sacar nada – musita la mujer.

En los cristales que dan al pasillo, dos policías llevan agarrada a una chica, que no forcejea. La psicóloga se vuelve a mirar. Y luego mira al jefe de policía, y dice: es… es ella.

En la sala de interrogatorios, el jefe de policía camina mirando a Nerea. Ella se lleva un cigarro a la boca con las esposas puestas. El jefe dice: ¿Sabes la que te va a caer?

– Usted seguro que me soltaría a cambio de una mamada – dice Nerea -, tiene cara de ser así.

El jefe la mira, apoya las manos en la mesa; sonríe;

– Ahora ya da igual. Aquí no puedes sobornar a nadie.

– Ya… y ¿no vamos a hacer el juego de las palabras? ¿ya no va a haber rollo psicológico? ¿no vais a mandar a alguna chica guapa para hablar conmigo?

– Cállate.

El jefe se sienta en una silla metálica, al otro extremo de la mesa rectangular. Nerea dice: ¿Y cómo vais a evitar que me suicide?

– ¿Qué?

– Usted no sabe muchas cosas de mí… cuando me vea encerrada y haya contemplado todas la formas de escapatoria y no haya ninguna factible, me mataré. No es tan difícil. ¿Aún se creen ese rollo de la reinserción a la sociedad? Asesinos que ya no lo son. Violadores que ya no lo son… pederastas…

– Cállate…

– Sí, mejor será… no sea que tenga razón. Me encanta la justicia… Es tan… justa. Tan… no sé… recta.

– Tendrás un abogado de oficio.

– Qué bien…

– Ya te las arreglarás con él. De momento te vas a quedar aquí.

El jefe se va tras un portazo. Nerea se levanta y comienza a caminar por la habitación. Alrededor de la mesa metálica. Lleva las esposas puestas. Hay una ventana. Cristales gruesos; antibalas, piensa Nerea. Como los que dan al pasillo. A simple vista, la habitación no parece una fortaleza; este sitio no es Alcatraz. Nerea mira el paquete de tabaco. El jefe se lo ha dejado. Calcula unas veinte horas allí dentro. Al día siguiente vendrá su abogado de oficio; el que la acompañará unos días después a su celda. El hombre protocolo que no podrá hacer nada. Lo primero que le dirá es que se declare culpable. Para la reducción de pena. Como si no fuera a salir de la cárcel con el pelo ya canoso.

Fuera atardece. Pronto los días serán todos grises e iguales. Pronto la vida se convertirá en faenas y dormir en la celda y faenas y dormir en la celda. Y Nerea, mirando cómo el sol se oculta entre edificios, sin atisbo de preocupación, piensa: algo tengo que hacer, ¿no?

 

 

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Sobre terceros

Fran habla, habla y habla, y después dice: tío, Iñaki, no digas nada, quiero llevarlo con discreción.

– Tranqui, hombre, que no cuento nada…

– Pero seguro, eh…

– Sí, hombre, tranquilo.

El bar es un barullo de gente. Casi son las ocho de la tarde. Miércoles. Iñaki y Fran salen del bar, cada uno por su lado: No digas nada, tío…

– Tranquilo, joder. Mañana nos vemos. Te pego un toque.

– Vale, pues eso, venga, hasta luego…

Iñaki comienza a caminar, ya solo. La sonrisa congelada. Algo borracho. Dobla una esquina. Se para. Se asoma a la calle por la que venía. Mira el reloj. Fran ya sólo es un punto lejano. Ya no va a mirar hacia atrás, piensa Iñaki. Y comienza a andar otra vez hacia el bar, sonriendo ampliamente, sin darse cuenta.

Al llegar se sienta en el mismo taburete, aún caliente. Mira el reloj. Pide una cerveza. Mira el reloj.

No queda mucho para que el bar cierre. Irene, sentada en el taburete que hace un rato ocupaba Fran, abre mucho los ojos, mirando a Iñaki, y con su boca, sin sacar sonido alguno, articula: <<¿Es… gay?>>

– Sí, pero oye, no digas nada… que me ha dicho que no se lo cuente a nadie aún. Que quiere hacerlo él.

– ¿Gay… …?

– Ya ves.

– Pero…

Iñaki hace que sí con la cabeza, exageradamente, apretando los labios, con ojos sonrientes.

– Joder – articula Irene, y luego alza la voz -. ¿Y cómo es eso? ¿Cómo te lo ha dicho?

– No sé, me llamó esta tarde para quedar aquí. Y ya está. Me lo ha dicho… que si hace tiempo que quería decírselo a alguien… que si no sabe cómo decírselo a sus padres… y todo el rollo.

– Hoy no voy a poder dormir…

– Es raro, sí.

El móvil de Irene suena. Lo saca del bolso. Lo abre: ¿Sí?

– <<…>>

– ¿Sí?

– <<…>>

– Sí…

– <<…>>

– Ya…

– <<… … …>>

– Pues estoy con él.

– <<…>>

– ¿Eh…?

– <<… … …>>

– Ya… pues espera, te lo paso.

Iñaki interroga con la mirada, arruga el ceño. Irene le pasa el móvil, y articula, extrañada: <<Rafa>>

Iñaki: ¿Rafa?… diiime, qué pasa…

– <<… … …>>

– Pues no lo sé…

– <<…>>

– Ha estado conmigo antes, sí.

– <<… … …>>

– Vaaale, pues si le vemos o lo que sea te pegamos un toque.

– <<…>>

– Muy bien, tranquilo. Veeenga, adiós.

Y cuelga. Le da el móvil a Irene. Se ve, dice Iñaki, que Fran no ha aparecido en todo el día por casa. Pero vamos, ahora ya tendría que estar allí…

– ¿Cuánto hace que se fue?

– Pues… como dos horas… un poco menos.

– ¿Y este quién era, su padre?

– Sí.

– ¿Y cómo es que tiene mi número?

– Porque los tienen todos, desde que este se quiso…

– Ya…

– Seguro que me han llamado a mí antes, pero no llevo el móvil…

Silencio. E Irene susurra:

– ¿Y tú crees que se quiso suicidar por eso?

– Pues puede ser – suspiro.

– ¿Cuánto hace?

– Dos años o así…

– Joder. Vaya tela. No sé… Se le fue la olla… Podía haber hablado con nosotros. Pero no se le notaba… nada.

Silencio.

Y El móvil vuelve a sonar. E Irene: ¿Sí?

<<…>>

– Estamos aquí, sí.

– <<…>>

– Vale, pero date prisa que ya van a cerrar.

Cuelga: ¿Quién era?

– David.

– Buf… ya verás qué cara va a poner ahora cuando…

 

 

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Prejuicio

Todo. Es decir, lo mío. Esto. Empezó mucho antes de que ella supiera que yo existía. En el instituto ella era de un curso inferior. Por aquel entones yo comencé a dormir con dificultad. No recuerdo cuándo la vi por primera vez, así que seguramente no fue algo a primera vista, porque eso de lo que habla la gente, probablemente sólo sean mitos de sus propias vidas. El amor a primera vista seguramente no existe. Porque creo que yo ya sé sobradamente lo que es el amor, y lo único que existe a primera vista es el sexo. El amor se acumula. El sexo está, sólo depende del físico. El amor falso, que la gente confunde con el de verdad, consta de un periodo de mitificación que parte de que una persona te da morbo, o te hace gracia, o lo que sea, y automáticamente, a tus ojos, comienzan a desaparecer sus defectos. Es fácil confundirse. No es que quiera aleccionar, sólo es mi opinión. Llevo muchos años, demasiados, pensando en la misma persona. Y lo de mi amor por ella no fue una cosa que se me ocurriera los cinco segundos después de haberla visto por primera vez. Por eso ni tan siquiera me acuerdo de eso.

Yo, en la época de estudiante, era invisible para ella. Para nada me tuvo en cuenta. Yo sólo era parte del paisaje; más césped, un árbol más, un pupitre más, otra mesa. Eso era yo, parte del mobiliario, sólo algo más de lo que está ante tus narices todos los días, pero no reparas en ello. Ella miraba y yo era siempre la imagen subliminal; esa persona de la que alguien te habla y tienes que rumiar cinco minutos para acordarte de quién narices te están hablando; y normalmente, si te acuerdas, lo siguiente que haces es arrugar la nariz: Ah… sí, ya me acuerdo, ¿iba al instituto, no?

Sufría (sufro) amargamente porque no era nadie para ella, y no me atrevía a hablar con ella para comenzar a ser alguien. Cuando se oían rumores de que ella era lesbiana o habladurías parecidas, esa noche yo no dormía nada.

Pero esa época acabó. No estudiamos ninguna carrera, ni ella ni yo. Lo cual, nos lleva a ahora.

 

Muchas de las dificultades en este tipo de historias están en eso que piensa la demás gente de ti, que es erróneo, o que no es justo. Yo no era la persona con la que mis compañeros de instituto hubieran imaginado que acabaría ella. Y pensaban así de mí, entre otras cosas, porque no daba la talla física, ni tan siquiera para formar parte de su círculo de amistades. Sin embargo, lo novios que tenía ella eran tipos odiosos envueltos en ropa cara; obsesionados con la superficie de todo. En ellos, ella no encontraba nada más allá de la saliva y demás fluidos. Superficie, tejanos, gomina. Pero sobretodo, era atrevimiento lo que tenían esos tipos, y sumado a un buen físico, ya estaba. Yo no tenía atrevimiento, y por supuesto tampoco la confianza física para reunir el valor necesario para atreverme a nada.

En la actualidad, cada día, cojo el tren para ir a trabajar. Ella también. El mismo tren. Cada día. Por la mañana. Ella y yo. Para ir a trabajar. El mismo tren. Así es mi presente.

Habían pasado dos años desde que no la veía. Y un día ella entró en el mismo vagón en el que estaba yo. Mi enamoramiento se había estado volviendo cada vez más aséptico, lo reconozco. Si no ves a la persona, la vas olvidando. Pero lo que es seguro, es que ella ya no tiene ni remota idea de quien narices soy yo.

Ahora permanezco en mi asiento. En el tren. Cada día procuro tener un buen ángulo de visión, para (controlarla) verla. Procuro entrar en el mismo vagón. El presente cada vez se parece más al pasado. Otra vez formo parte del mobiliario. Mi aspecto ha mejorado con el tiempo y con la edad. Ella no ha cambiado mucho. A medida que pasan las semanas y los meses, me convenzo de que un día le diré lo que hay, lo que siento, y desde cuándo hace que lo siento, y ella me rechazará amablemente, y todo habrá acabado. Todo será algo de lo que pueda hablar para que la gente me dé golpecitos en el hombro. Estas cosas sirven para que tus amigos se sientan bien unos segundos mientras te consuelan. Y de todo esto me voy convenciendo, y también de que pensar en el fracaso es sano, o en todo caso mucho más sano que pensar en el éxito. La libertad que me dará este fracaso es lo que me anima a declararme. Ella me mandará a la mierda en silencio, y mi vida dejará de orbitar entorno a su figura. Seré libre. Podré llamarla puta por el daño que me ha hecho cuando hable con la gente. Y todos me apoyarán: Era una zorra. No te merecía. Quién narices se creía que era. Puta. Puta. Puta.

El tren llega a mi parada. Ella se queda aún en su asiento. Un día la seguí; descubrí que baja al cabo de dos paradas más. Me cayó una bronca tremenda en el trabajo por llegar una hora tarde. Hace de secretaria de alguien. De sirvienta administrativa.

 

Durante el día, me obsesiono con acabar con todo esto. No lo soporto más. Se lo comento a un compañero de trabajo y me anima a hacerlo. Mañana mismo, me dice, échale narices, dile lo que hay. El rumor llega a otra mesa: ¿Qué pasa? Y al cabo de una hora todo el mundo en mi trabajo sabe la historia de mi vida. Más que animarme parece que están deseando saber cómo va a acabar la séptima temporada de alguna serie. Quieren que el último capitulo sea mañana, y que lo cuente todo al dedillo, si puede ser echándome a llorar; así les daría un momento enternecedor, sensacionalismo sin necesidad de poner la tele.

El trabajo se me hace pesadísimo. No hay concentración. Las horas pasan desganadas. El día pasa como si no hubiera pasado; como si hubiera sido otra vez ayer.

 

Por la noche pienso en qué momento es el mejor para abordarla y que me destroce la vida. Lo decido. Nunca pensé que llegaría el momento, pero lo tengo claro.

 

El reloj suena. He dormido como cuatro horas. Me ducho y me visto. Y me siento como si hoy fuera a participar en una ruleta rusa. Hoy va a morir algo dentro de mí. Lo tengo tan claro que me da la llorera bebiendo un vaso de leche; sintiendo una pena terrible, incontrolable.

Bajo las escaleras que me llevan bajo tierra. Me pongo a esperar el tren. Veo a la mujer de mi vida de mierda a unos metros entre la gente, mascando chicle, con cara de agobio. Dentro de un rato, si no es de hielo, despertará de golpe. La despertaré. No me voy a atrever a decírselo ahora, ni tampoco dentro del tren. Hoy llegaré tarde al trabajo.

El tren llega y la gente entra. No la pierdo de vista; hoy sería un problema. El tren sale más pronto que otros días. O quizá es que todo está pasando demasiado rápido. Tengo una mujer sentada frente a mí. Me pregunta que si estoy bien. Le digo que no, y la mujer no se atreve a decirme nada más. Se van sumando estaciones. Esto hoy me está llevando hasta el final de algo, aunque aún no sepa de qué. Cuando me doy cuenta el tren ya ha llegado a mi parada. Ahora podría mandarlo todo a la mierda e irme a trabajar. Pero no me muevo.

Ante mi sorpresa, ella, viendo que hay sitio, se sienta frente a mí. No pienso:

– Hola…

– …

– ¿No te acuerdas de mí?

– Ah… tú ibas al instituto…

– Sí…

– Bueno… ¿Cómo te va?

– Bien… oye… tenía que decirte una cosa.

Silencio.

– ¿El qué? – algo descolocada.

– Déjame hablar tres minutos y luego dices lo que quieras. – Me tiembla todo -. La verdad es que… siempre me has gustado. Bueno… siempre te he querido, aunque no te hayas dado cuenta, es igual. Sólo quería que lo supieras. Y que… bueno… eso… Que hace tiempo que coincidimos aquí en el tren y… no te asustes, pero siempre has estado en mi cabeza. Y nunca… lo he podido evitar… y… bueno… ya está.

Silencio.

– No sé que decirte. Yo… no…

No se lo plantea ni por un momento. Está chocada, sí, pero además está deseando salir de la situación, porque todo esto, este mundo que he abierto ante ella, no es posible. Este mundo me mira de arriba abajo y aquí no hay una pareja. Y de esa manera me mira ella. Ella me mira, y cuando el tren llega a su parada, murmura: No sé qué decirte…

Y se va.

No tengo fuerzas para levantarme del asiento. Y cuando lo intento, caigo de rodillas al suelo del vagón. Comienzo a llorar. Un señor se me acerca. Se me comienza a correr el rimel. La falda se me pone perdida. El señor me dice: Levántate, chica, ¿qué pasa?

 

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La cabaña

El camino de tierra cruje al paso de los neumáticos.

El sol es aplastante, desde arriba. Una del mediodía.

Carlota palpa el cinturón de seguridad cada pocos minutos, siempre aterrorizada por las multas y los accidentes potenciales. Conduce un Opel Corsa, nada preparado para caminos no flanqueados por señales y semáforos. Mónica es la copiloto. La ideóloga. Basta de grandes ciudades, dijo, vamos a la montaña, lejos. Dijo: conozco un sitio. Ramas de árboles y arbustos arañan la pintura roja y los cristales del Corsa de Carlota. De vez en cuando hay charcos enormes de la última lluvia, rodeados de tierra seca y las piedras que dificultan el avance. Arriba, a lo lejos, tormenta.

Mónica dijo que se podrían quedar en una cabaña, que sus tíos viven allí desde que perdieron a su hijo pequeño. No nos podemos perder, dijo, se llega muy fácil. La casa de madera es preciosa, dijo varias veces. Detrás hay un prado lleno de flores, dijo una y otra vez. Y Carlota asentía, sin convencimiento. La casa ya se ve a unos trescientos metros, minúscula, marrón, rodeada de árboles enormes. Con mis tíos, saliendo a pasear no nos perderemos, dijo Mónica tres días antes, en una cafetería abarrotada. Será divertido, ya verás. Y Carlota asentía, asentía, asentía. No te preocupes, siguió diciendo Mónica, enseguida te cogerán cariño. Hay un pequeño llano antes de la entrada principal a la cabaña. A un lado, a unos metros de la estructura de madera de la casa, hay un cobertizo, también de madera, aprisionado entre arbustos. Lo malo, dijo Mónica, ya pagando los cafés en la barra, es que puede que pasemos calor.

Aparcan el coche, y salen de él. Huele a margaritas. La tormenta en cielo está más próxima. Mónica sonríe, y mirando la casa, dice:

-¿Qué te parece?

Carlota asiente convencida. Se lleva la mochila a la espalda:

– ¿Están ellos dentro?

– Pues no sé.

Caminan hasta la entrada y suben dos escalones de madera. Una luz lo ilumina todo. Después, un ruido atronador. Mónica golpea la puerta tres veces;

– ¿Tía? – grita -, ¡hemos llegado!

Comienzan a caer gotas. El porche de la cabaña es oportuno. Cerca de la puerta hay una mecedora. Otra luz cegadora. Otro trueno. Caen más gotas que antes.

– ¿Tía?…

Pasan unos minutos. Y finalmente se abre la puerta. La lluvia ya es intensa. Y más luz y más truenos. Una mujer de unos sesenta años aparece;

– ¡Cariño! ¿Qué tal?… – dice al ver a Mónica.

La mujer y Mónica se abrazan, mientras Carlota procura mantenerse en el ostracismo.

 

Ya en el interior, después de las presentaciones y la buena educación, todos se sientan en sillones cerca de una chimenea furiosa recién alimentada. Estando dentro parece todo más grande. El tío de Mónica no se ha levantado de su butaca en ningún momento, apenas ha dicho nada. Pero la mujer va de un lado a otro; Café, pastas, ¿más café?, ¿seguro? ¿Cómo te va? ¿Todo bien? ¿Y esta chica tan simpática trabaja contigo? Muy bien. Qué jóvenes sois las dos, qué guapas, qué alegría que hayáis venido. ¿Seguro que no queréis más café? ¿Más pastas? ¿Eh? ¿Seguro?

Carlota mira el reloj. Las dos de la tarde. Y se pregunta a qué hora comen aquí. Fuera ha amainado. El sol vuelve salir tan rápido como se fue. El tío de Mónica se levanta de su butaca. Entra en una habitación y sale con una escopeta. Carlota lo ve atractivo, más joven que su mujer, probablemente unos diez años. Sale por la puerta con la escopeta colgada al hombro. ¡Ten cuidado!, grita la mujer desde algún punto de la cocina. Carlota se queda sola con Mónica;

– ¿Qué te parecen?

– Son muy monos – responde Carlota.

Silencio.

– Sobretodo él, eh…

– …

– Reconócelo… – sonríe.

– Joder… es tu tío.

– Pues eso – cuchichea Monica -, no es nada tuyo… Además, ella es la hermana de mi madre… así que es como si tampoco fuera nada mío…

Silencio.

– Qué cerda…

La tía de Mónica entra en la estancia diciendo que si ya tienen hambre, que ya mismo comerán. En cuanto vuelva su marido.

 

El tío de Mónica llega una hora después de haber salido. Con dos conejos cogidos por las orejas. Uno aún mueve una pata; los dos van goteando sangre hasta la cocina. ¿Teneis hambre?, grita la mujer. Él sale de la cocina y se quita la camisa manchada de sangre delante de ellas. Sube al piso de arriba. Carlota lo ve desaparecer escaleras arriba y mira a Mónica, y dice;

– Sí…

– Claro que sí, joder.

La chimenea sigue furiosa. Mónica controla una carcajada, y dice que no sabe por qué es, pero la chimenea aquí casi siempre está encendida.

En el comedor todo es rustico y previsible para estar en una cabaña. Hay una foto en la pared, enmarcada. Más que una foto es un mural. Es un niño de unos cinco años, cara morena y pelo negro, con un fondo verde. Repeinado y con cara de susto. El niño muerto; la razón por la cual ahora están todos comiendo en una cabaña en el bosque. La tía de Mónica sirve la carne, y después se sienta en su silla. Carlota no deja de pensar en que hace media hora los conejos aún comían hierba e iban por ahí arrugando la nariz. Entre eso y la enorme foto del niño, no está todo lo a gusto que podría. El tío de Mónica engulle casi sin masticar a sus presas. La mujer está quieta por primera vez en todo el día, y también come como si hubiera límite de tiempo. No se palpa la tristeza de la tragedia pasada, excepto por la foto de carné gigante que preside la estancia. Carlota esperaba encontrarse a una familia rota, a la mujer quizá aún vestida de negro, y al padre como catatónico. Lo cierto, según sabe por Mónica, es que ya hace muchos años que el niño murió; pero la mayoría de la gente se hunde para siempre en circunstancias así, piensa Carlota. Pero. No hay atisbo de tristeza. Lo lógico es pensar que la visita de ellas hoy les ha animado, y aún así algo hace sospechar que no viven como seres desgraciados, aunque no estén ellas. Ni con esa foto inmensa cada vez que se sientan a comer a la mesa.

Ya en los cafés, el tío de Mónica abre la boca por primera vez en todo el día, para ofrecer tabaco a las chicas. Las dos aceptan. Él se bebe un carajillo, y escruta a las tres mujeres. Carlota no se siente cómoda; comprende que no lo ha estado desde que entró en la cabaña. 

Se beben los cafés y el tío de Mónica dice que va ha echarse la siesta. Carlota, inquieta, propone entre cuchicheos con Mónica ir a dar una vuelta. Mónica alza la voz apropiándose de la idea, y su tía se ofrece a guiarlas. En la parte de atrás de la cabaña se extiende el prado de flores del que había oído hablar Carlota. Las tres mujeres avanzan por él. Carlota ahora se siente menos fatigada mentalmente, quizá por no estar ya en la presencia del tío de Mónica, que resuelve atractivo, sí, pero también perturbador, distante. Su imagen sentado en la butaca como a mil kilómetros de allí, los conejos sangrando, su forma de comer, cómo mira, y toda una retahíla de detalles hacen que, ahora, rodeada de flores y sin él cerca, la tarde haya mejorado considerablemente.

Al atravesar el prado llegan hasta el bosque. Comienzan a caminar entre arces. El suelo está húmedo y la fragancia es agradable. Corre una leve brisa, y Mónica ha decidido apartarse del grupo para mear con algo de intimidad. Comienza a caminar entre arbustos, dudando cada dos o tres metros.

Se hace un silencio entre las dos mujeres restantes. Pero pasados unos segundos la tía de Mónica entabla conversación con Carlota;

– ¿Te gusta todo esto…?

– Sí… es tranquilo.

– … Pero seguro que no vivirías aquí.

– Bueno…

– Seguro que no.

– Cada persona…

– Ya, ya…

<<¿Dónde coño has ido?>>

– No vivirías aquí ni de broma…

<<Mónica…>>

– Tienes la piel muy blanca…

<<Coño, Mónica…>>

– Dónde habrá ido esta a mear…

– No sé…

– ¿Tú sabes si tiene algún novio? ¿Eh?… A nosotros no nos dice nada. No llama nunca. Hace años que no la veíamos. Y… prácticamente la crié yo…

– …

Mónica aparece. Carlota respira hondo. Allí, ya sólo se va a sentir cómoda en presencia de una persona, piensa.

Siguen caminando. Son las cinco de la tarde. El tiempo, decide Carlota, no está pasando lo que se dice rápido. Y tampoco se lo está pasando lo que se dice bien. Queda el resto de la tarde, la noche, todo el día de mañana, otra noche, pasado mañana también entero, la última noche, y a la mañana siguiente adiós. Carlota mira el reloj. Las cinco y tres. Tic Tac, se oye si se lo acerca suficiente. Tic…Tac; jamás ese reloj había ido tan lento. Se lo acerca: Tic… Y siente un dolor agudo en la nuca. Se va. Tropieza, cae al suelo.

 

Cuando despierta, como en un abrir y cerrar de ojos, se siente resacosa. El suelo es de cemento. Arriba, hay sierras colgando de ganchos. Hay herramientas. Las cuatro paredes las forman tablas entre las que pasa la luz. El cobertizo, piensa, ¿qué coño hago en el cobertizo? Entre las ranuras  la luz dibuja una silueta. Y alguien grita: ¡Está despierta! Y a lo lejos: ¿Se ha despertado? Y casi imperceptible: No se tenía que despertar… Y otra vez la silueta, murmura: Joder… Carlota comienza a tener miedo justo entonces. Cuando la silueta se aleja. El reloj dice que son las ocho de la tarde. Justo comienza a oscurecer. Carlota piensa: Debería gritar. Pero de qué va a servir, se dice. ¿Qué quieren de mí? ¿Qué pasa? ¿Por qué aún debería estar inconsciente? El cerebro comienza a trabajar, los ojos se llenan de lágrimas, el corazón cada vez bombea más rápido. Está tan rodeada de armas blancas que en un gesto brusco podría herirse de gravedad. Armas blancas oxidadas. Y apoyada en la entrada hay lo que parece una nevera. No se puede salir, oscurece. A saber dónde está Mónica. Mónica…

¡Mónica! ¡¡Mónica!! ¡¡¡Mónica!!!

Y rompe a llorar. Por eso no quería gritar, porque sabía que eso la derrumbaría. Gritar es la señal clara de la desesperación, piensa, estoy desesperada. Lo sé yo y ahora también ellos. La voz de la silueta era sin duda la del tío de Mónica. La que se oía de fondo era su tía. Si intenta escapar no sabe qué pasará. Si no lo intenta tampoco. Si consiguiera escapar del cobertizo tendría que ponerse a correr hasta el coche. ¡Joder!, piensa, ¡el coche! Mira por una ranura, y ve que el coche no está donde lo habían dejado. Así que no sabe dónde está. Si escapara tendría que ponerse a correr por el bosque de noche. No llegaría a ningún lado, se perdería, o quizá conseguiría que el tío de Mónica le pegara un tiro. Se palpa los bolsillos; la han despojado de la cartera, el móvil y las llaves de casa. Sólo tiene su reloj y un dolor de cabeza bestial y mucho miedo. De no saber qué va a pasar. De no saber dónde narices está Mónica. Miedo de no entender nada. De fondo, oye cómo se abre la puerta de la cabaña. Y pasos en la tierra de camino a al cobertizo. La nevera se comienza a tambalear. La mueven para apartarla de la puerta del cobertizo; la misma se abre, y el tío de Mónica entra. Dice: No te muevas, por favor. Carlota no se ve con ánimo de forcejear con él. No se ve con salida aun con la puerta abierta. El problema aquí, piensa, no son las puertas ni las cerraduras ni la noche ni la ignorancia de lo que ocurre; el problema aquí son las personas. El tío de Mónica tiene una jeringuilla. Coge el brazo derecho de Carlota. Ella echa a llorar irremediablemente, atragantándose. Él dice: Tranquila, sólo te vas a dormir.

 

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Proyecciones

Gloria va de habitación en habitación abriendo cajones, mirando debajo de las cosas, resoplando, quitando y poniendo cuadros. Toda la ropa acaba fuera de los armarios y desdoblada, y luego a doblarla y vuelta al armario. Cuando sólo le falta comenzar a abrir tarros y mirar entre las páginas de los libros, para. La hija de Gloria tiene dieciséis años. Su ropa apesta a humo cuando Gloría la huele los domingos por la mañana. Cuando la niña se levanta de madrugada entre semana para ir al lavabo, se oyen ruidos; algo que cae al suelo, el grifo que se abre y se cierra repetidamente, a veces incluso se abre la ducha algunos segundos. Gloria de vez en cuando revuelve la casa porque su hija NO fuma, NO bebe, NO se droga. Su hija ES sana. Es su hija. Y además escribe un diario. Y se llama Ángela, porque cuando era un bebé sus ojos azules saltones dejaron a todo el mundo admirado en el hospital, recién salida de Gloria. Era el Ángel enviado. La solución. La respuesta. Era el futuro. Y el futuro no debería apestar, no debería levantar sospechas. No debería esconderse. Tu futuro no puede ser tan incierto. No puedes admitirlo. Ángela, además, también es la niña que no es niño. Su padre, y marido de Gloria, Abel, quería un niño. No le daba vergüenza admitirlo. Sería su heredero insuperable, el mejor en todo. Lo apuntaría al fútbol, sería inteligente, las chicas suspirarían a su paso. Pero no, porque en lugar de su niño, nació Ángela. Abel fracasó escondiendo su decepción. La primera crisis de Gloria y Abel llegó cuando Ángela nació. El ángel llegó al mundo sin pene. Eso sí que era un problema. Gloria, después de días y días de observar cómo su marido se quedaba con la mirada perdida, o cómo casi no hablaba, o cómo no cogía al bebé si lo podía evitar, al final dejó caer sus sospechas: Querías un niño para que fuera tu versión mejorada. Le obligarías a hacer las cosas que tú no supiste hacer. Jugaría al fútbol mejor que nadie porque tú eras una patata, el primer descarte de cualquier ojeador. Arrasaría entre las mujeres porque tú no te atrevías a nada con ellas. Le darías consejos y acabarías anulando su personalidad porque querrías convertirlo en tu yo mejorado. Es decir, él no sería nadie, sólo el lugar ideal en el que proyectar tus frustraciones. Gloria decía todo eso, y también decía: Por eso la niña te aterroriza, no sólo no has sabido conducir tu vida; ahora tampoco sabrás conducir la de ella, porque ella no entraba en el plan.

Actualmente, ese problema de sexo, no se ha evaporado, pero ya no es asunto de discusión. Gloria sólo está preocupada porque no encuentra el diario de su hija. Un diario es ideal si sospechas de alguien; el cierre de la cubierta no es un obstáculo; el problema es la habilidad de hacer desaparecer el diario que tenga su autor, o en este caso autora. Si la autora es tu hija tienes miedo de que haya comenzado a experimentar, tienes miedo de que la fase de experimentación no acabe hasta la sobredosis; entonces es cuando revuelves cielo y tierra pensando en los efectos que según Google tiene la cocaína a corto plazo en adolescentes. Es tu hija y te pones en lo peor; no pensarás que es fumadora ocasional o que de vez en cuando ha fumado un porro, o que bebe porque todos a su edad beben; más bien te la imaginas en una orgía esnifando heroína de la tetas de una amiga. Hay casos mortales diarios en la tele, y lo que antes para ti era sensacionalismo, ahora son imágenes borrosas de tus amigos dándote el pésame en el entierro de aquel bebé tan mono. El bebé que se descarrió. Por culpa de los padres. Pobre chiquilla, si sólo tenía dieciséis años. Qué sabría ella. Desde cuándo llevaría drogándose. Le daban demasiado dinero para salir. Con lo mona que era. Qué ojitos tenía. Y el padre pasaba de ella. Y la madre era una incompetente. Capullos. Mano dura le hacía falta.

En la cama, cada noche, los pensamientos se arremolinan en la cabeza de Gloria, detrás de sus ojos azules. Hoy otra vez es todo igual. Los sonidos. A las dos de la mañana Ángela procura no hacer ruido hasta el lavabo. Cierra la puerta, corre el pestillo, y un chorro de agua, un sonido nasal, algo de plástico cae al suelo, la ducha, una cremallera, y así durante cinco minutos. Gloria no sabe si su hija sólo tiene necesidades naturales o si no puede pasar un día sin esnifar. ¿Está resfriada? ¿Congestionada? ¿O se va a morir? ¿Acabará huyendo de casa y volverá un día en los huesos suplicando dinero? ¿Qué cosas mira por Internet? ¿Todavía es virgen? ¿Eh? ¿Sí?

Ya puede preguntarse cosas, que nadie las contesta. Si Ángela advierte un mínimo de sospecha en Gloria, Gloria piensa que su hija se cerrará en banda. Y la habrá perdido se drogue o no.

Las sospechas tienden a convertirse en delirios. Un día Ángela vomitó después de una comida, y Gloria se pasó dos semanas vigilándola después de las comidas. Otro día un chico de su edad llamó a casa, y a partir de ese día Gloria estuvo dos semanas levantando a cada llamada un tercer teléfono en la cocina. La forma de llegar a su hija, para Gloria, es un trabajo de espionaje. El amor maternal puede consistir en tácticas de guerra. Una vez Gloria vio polvo blanco en el lavabo y tuvo miedo de tocarlo y llevarse el dedo a la lengua. Otro día igual, y otro igual. Y otro día tocó el polvo, lo probó, y sólo se trataba de lo que recubre las ensaimadas. A Gloria no le cuesta imaginar a su marido meando a las tantas de la mañana con una ensaimada sujeta entre dientes. Si Ángela se drogara no dejaría esas evidencias por el suelo, pensó después. Pensó que si su hija se drogara lo haría bien. ¿Qué narices es eso de ir dejando polvo por los sitios?

La noche ha pasado con los ruidos habituales. Ya es mañana. A por el diario. Gloria vuelve a poner la casa patas arriba mientras Abel está en el trabajo y la cría en el colegio. Mira en la habitación de la niña. Va al comedor. Vuelve a la habitación de la niña. Se la queda mirando. Tiene todos los muebles de diseño pegados. La cama con los cajones con el escritorio con el armario; si aún eres un niño no tienes miedo a que haya algo debajo de la cama, porque ahí sólo hay mas cajones. Pero en la parte de arriba de toda la estructura, donde el armario flota encima de la cama, hay un hueco. Como un palmo antes del techo. Estúpida, se dice a sí misma Gloria. Se sube en la cama y pasea la mano por el hueco.

Ya con el diario en la mano, ve que no está provisto de ese candado que tienen otros. Se sienta en la cama. Suelta una muesca y lo abre.

Las primeras páginas sólo hablan de sus amigas. Ninguna parece caerle bien. Hay trozos de texto a bolígrafo rojo. Otros en azul. Pero la mayoría está escrito a lápiz. Las primeras páginas a lápiz cuesta leerlas. Los márgenes están llenos de dibujos. Va hojeando y saltándose lo que no interesa. Hasta que, cuando está apunto de llegar a la mitad del diario, donde las páginas ya comienzan a ser blancas, ve que en una margen hay dibujada una jeringuilla. Gloria sujeta las tapas de cuero con las manos sudadas: Ayer mi padre me dijo que no dijera nada. Que la tonta de mi madre no se tenía que enterar. Le pillé abriendo un estuche de cuero en su habitación. Sacó una jeringuilla, y cuando me vio dijo que pensaba que no había nadie en casa. Una vez probé esa mierda, sabe a aspirina…

Gloria suspira haciendo que sí con la cabeza. Como si lo obvio se le hubiera escapado. Él podía acabar así fácilmente.

Con el diario aún abierto, Gloria saca una bolsita de sus vaqueros. Medio gramo. Coge un espejo del tocador de Ángela. El DNI sale solo del bolsillo trasero de los pantalones. Luego, como siempre, la invade una enorme sensación de alivio, hoy acentuada.

 

 

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Belleza

Hubo una época en que cuando miraba el sol en ese momento del atardecer, cuando el rojo te da en la cara, pensaba en la menstruación femenina. Era cuando estaba obsesionado. A veces me gusta pensar en pasado.

Sí, es todo eso. Todas eran ella por la calle y blablablá, y ninguna podía competir con ella y tal y cual. Y yo estaba equivocado. Sí, pero daba igual.

Ahora, mientras limpio mi piso ridículo y trabajo y duermo y pasan los días, vuelvo a pensar en aquella mujer. Aunque la realidad es que nunca intenté nada con ella.

Ella estaba con alguien que yo conocía, con un amigo. Pero es igual; o por lo menos ahora, ya, sí.

Si vuelvo a pensar en ella es porque la vi por el barrio; en mi barrio, en el que vivo con mi hijo de siete años y mi mujer, rodeados de cosas que hacer, empapados de previsibilidad.

Mientras la miraba y hablaba con ella como un conocido del montón, pensé en dejar a mi mujer, y no pensé en mi hijo. No. Sólo hablaba con ella y quería arrinconarla en algún sitio, y hacer que pidiera más. Que me suplicara, y todo eso que puedes pensar pero nunca dirías. Siempre ha sido algo animal, por su físico, y nunca he podido probar el fruto prohibido, nunca he podido meterme en ella. Sí, no es original; todo, al final, parece ser sexo. Ella no me gustaba; era una chica con la que no podría mantener una buena conversación. No se te ocurriera hablar de cine o literatura; porque con ella no llegarías a buen puerto. Se había convertido en la manzana. Más que nunca, no la podía probar. No es que todo esto sea gratuito. No quiero a mi mujer. Es decir, tengo cariño por ella, pero no despierta nada especial en mí, y nunca me ha parecido una persona única. Sólo tenía miedo de despertar un día solo, rodeado de libros y polvo.

Con mi hijo no pasa lo mismo. Él me enternece. Pero yo no quería tener hijos. Mi mujer sí. Di mi brazo a torcer, pero ya no sabría decir por qué. Llevamos siete años casados. Soy como un vegetal; como un funcionario de mis sentimientos; tengo empleo fijo, pero no me gusta. Quiero a otra mujer, aunque sólo sea una cuestión de sudor.

Quiero otra vida; la del tipo que pueda probar esa manzana todos los días. Esas manzanas. Quiero ser ese tío, el que pueda morderla todo el día sin arrasar el jardín del Edén.

La manzana se llama Cristina; es ese tipo de nombres que subrayan la feminidad. Tiene ese tipo de cara redonda que chisporrotea encanto cuando sonríe, y los ojos muy grandes, y los labios algo carnosos, lo suficiente. Es el tipo de mujer que te hace enorgullecer sólo con tenerla al lado; la que nunca querrías comparar con tu mujer. Es la mujer que haría sentir incómoda a tu novia, y muy vieja a tu madre. El físico de Cristina era demoledor, y sigue siéndolo. Ha ganado algo de peso, pero eso sólo ha “empeorado” las cosas. Tiene más busto y su mirada es más sabia. Ahora es una mujer más potente. Ahora, mi vida es peor.

Cuando salgo de casa todos los días, espero encontrármela. No tengo esa sensación de que es mejor no verla, para no pensar. Quiero pensar. Me gusta pensar. Y quiero decírselo algún día, y no cometer otra vez el error de dejar pasar otra oportunidad. Ahora ya no sé si es una cuestión de orgullo o si quiero conocerla a fondo para ver si ya es madura y ha cambiado y no es sólo un trozo de carne precioso. La cuestión es, si como hombre, estarías dispuesto a dejarlo todo por poder follar con la chica de aquel anuncio, con aquella modelo, con Jessica Alba. Y digo bien, <<follar>>, porque en eso piensas cuando las ves.

Un cuerpo bonito puede envenenar vidas. Y sólo después de conseguirlo, después de haber metido tu polla en tu mito particular, sólo entonces, te darás cuenta de si querías a tu mujer, o a tu novia, fuera quien fuera quien te aguantara. Y si es que sí, comenzará tu muerte lenta. Otra más. Da igual si ella se entera o no. Si eres capaz de querer, eres también capaz de multiplicar los remordimientos, o tranquilo, el tiempo se encargará de todo. Todo es tierra, más de lo mismo, lo mismo que se repite una y otra vez, y sólo cambian las caras, las épocas. Cuidado con lo que deseas, porque podría destrozarte la vida. O no. Pero eso es lo que nunca sabrás. La salsa de la vida.

Cristina ya no tenía a nadie nunca a su lado. Todo era un viaje de ida y vuelta al trabajo con distintas paradas para comprar. Su vida era la mía, la de mi mujer, probablemente la tuya. Era sólo otra vida sin nada que no tenga todas las de acabar sin más en una necrológica de tres centímetros. Cuando ella muriera, moriría del todo. No habría ningún legado. Me preocupa la idea de que pronto sólo seremos nada, y no me habré atrevido a nada con ella.

Cuando lo siguiente ocurre, estoy haciendo que observo los plátanos en la sección de frutería del supermercado que hay a las afueras de mi ciudad. La sigo. Ella está un poco más allá, a unos metros. Hay varias señoras entre nosotros. No me ha visto, creo. Sé que sólo soy un ser atribulado más. Sólo soy mi obsesión ridícula por convertir mi presente en un futuro desquiciado, en que sólo vería a mi hijo una vez cada dos semanas. Pero ya lo he decidido. Mis dudas sobre si alguna vez le gusté a ella, se resolverán. Ha tirado mi vida por tierra con sólo vestir como viste, por heredar un cuerpo demasiado apetecible. No sé si la gente planea los adulterios; todos los señalados te dirán que no. Pero lo que yo hago no es precisamente producto de la casualidad. Sólo ha comprado unas naranjas. Las echa en el carro. Las cosas se suelen complicar más a más vives. La tendencia general suele ser la de caer. Cristina ha llegado a la caja. El plan es abordarla en el aparcamiento. Me da igual si sabe que la he estado siguiendo. El orgullo también tiende a la baja a más creces. Tu listón para la mayoría de cosas ya no está. E incluso decrecerás físicamente si llegas a viejo. Esto es lo que se llama de perdidos al río.

El aparcamiento es inmenso. Cristina camina segura con el carro lleno rodando. Cada vez estoy más cerca. Los coches pasan rozándome, cabreados, buscando aparcamiento. Por suerte ella advierte una presencia, y se vuelve a mirarme. Me ve sin carro, sin bolsas, sin familia. Y enseguida se inquieta ligeramente. Nos saludamos amablemente. Pienso en ayudarla a meter las bolsas en el maletero, pero descarto la idea. Surge el tema de que hace mucho calor. De que vaya día. De que vaya tela. Acaba de meter las bolsas y cierra el maletero. Se dirige hacía la puerta de conductor y murmura algo como despedida, turbada. No reacciono, y sólo me aparto para que pueda sacar el coche e irse a su casa. No he hecho nada de lo que tenía pensado. Porque pensaba que se me ocurriría algo que decirle. Ahora es peor, ya no soy un conocido; en el mejor de los casos soy un pretendiente, en el peor un psicópata. La situación ya no es neutral. La siguiente vez sólo tendrá miedo de mí. Ahora ya sé que no despierto nada positivo en ella. Sólo era la duda lo que me corroía. Y la duda está resuelta. Cambiar de vida supone demasiado trajín. Las grandes cosas se pueden acabar de un plumazo. Lo sabía. Sigo quieto, mirando el hueco que ha dejado el coche de la que podía haber sido mi improbable y tierna perdición. Pero bueno, se acabó. Las cosas que mueren son esas que, para bien o para mal, dejan de ser una preocupación. Piensa en esos asilos que están abarrotados. Me basta con que ella deje de apetecerme en el futuro. Conformarse con la vida que uno tiene es la forma de subsistencia que tiene más éxito entre la gente. Yo ni tan siquiera he sabido ponerle los cuernos a mi mujer. Piensas en todo eso, y te procuras el plan B. Los frenos de un coche no son fáciles de anular. No basta con arrastrarse por el suelo y cortar un par de cables. De todas formas espera a que ella se aleje del vehiculo. Que nadie te vea. Si no pasa nada extraño, ahora el coche de Cristina se estará poniendo a más de cien kilómetros por la autopista. Los accesos a este lugar son de aceleración prolongada. Cuando se dé cuenta ya sólo podrá taparse la cara, y convertirse en nada, o en algo que a mí ya no me dé vértigo, para poder seguir con mi vida.

 

 

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Desde abajo

El local es estrecho. Oscuro. No entraré en detalles, pero es el único local que se adapta a mí. Hay una nube de humo dividida en conos de luz, por las lámparas que hay cada cuatro metros en el techo. La mitad derecha del lugar está habilitada para fumar. Este sitio es como de paso; lo que hace la gente antes de ir a la discoteca. Hay gente mayor, llegando o rebasando los cuarenta; bueno, si tienes más de veinte años son mayores, si tienes diecisiete o dieciocho, son viejos. Yo los veo a todos en una forma estupenda. Las opiniones sobre los que te rodean basculan en la edad que tú mismo tienes, en lo atractivo que te creas.

Me muevo entre todo el mundo, procurando llegar hasta el lavabo. Hay tanta gente que tengo que tocar en el hombro cada dos por tres a alguien para que se haga a un lado. Para poder avanzar tienes que apagar el cigarrillo para no quemar a nadie, y dejar el cubata en la barra, o en el suelo. Llego a la puerta de los servicios y hay cinco o seis chicas haciendo cola. Me miran. En la puerta del lavabo para mujeres hay un una circunferencia perfecta y pequeña hecha con pintura negra. En la del de los hombres, un palo, una raya, una recta horizontal de unos cinco centímetros. Abro la puerta del palo y veo esos meaderos de diseño, en los que no hay separación, como si estuvieras meando en un bebedero de caballos. Me vienen recuerdos a la cabeza. En una esquina cinco tíos rodean a un sexto que tiene un corte en la mano. Sangra profusamente. Se pone papel higiénico en la herida hasta que se empapa de rojo, y alguien le da más papel higiénico. Meo, y al salir tengo que volver a meterme en el tumulto compacto de gente y humo. La música, aquí, tiene como eje central la idea de que los ritmos latinos con base electrónica, o alguien rapeando diciendo que se va a tirar a tu novia, es lo que hace que la gente siga bebiendo. Conmigo funciona. No te gusta la música pero estás contento porque sigues bebiendo porque no te gusta la música. Tú estas contento y el dueño del local está contento. Y aunque tu felicidad sea artificial, a quién coño le importa una mierda la música. Lo que importa es que tardes diez minutos en ir al lavabo con el regeton de fondo. Todo está calculado al dedillo, el local es una mierda. Cada semana es una mierda y cada semana está lleno. Y como si fuéramos moscas, a la semana siguiente, nos volvemos a ir a la mierda.

Mi cabeza ya está en ese momento que precede al discurso de borracho, a la amistad descontrolada. Es ese momento en el que tus amigos te abrazan y ya no hay nada más. El Dj sigue ahí, pero su trabajo ya no existe; ya no piensas en que un mono pincharía mejor. De vez en cuando alguien te chilla al oído, y no le entiendes pero asientes y los dos os partís de risa. El suelo ya es sólo algo pegajoso con una capa de cristales. Ya no llevas la cuenta de lo que llevas allí, ni de los cubatas. Tu inconsciente entra en armonía con lo que quería el dueño del local, y probablemente con lo que tú buscabas.

 

Pero luego despiertas. Odias otra vez al Dj y te prometes que no volverás a beber. Todo normal, habitual, común. Todo mil veces vivido. Otro domingo más en que parece que tu cabeza va a ceder y los sesos se te saldrán por la orejas, abandonadote, habiendo perdido la fe en ti. Esto es lo que haces y así terminas, odiando la luz del sol, cualquier sonido, a ti mismo. Llega la tarde y sólo quieres café. No quieres ver a nadie. El teléfono suena y a tu madre ya no se le ocurren más evasivas. Intentas leer. Intentas comer algo. Recuerdas muchas cosas agradables y desagradables si estás nostálgico. Es domingo por la tarde y sólo quisieras que tu malestar cediera. Sólo quisieras recuperarte, volver a ser normal. Tus padres te dicen que siempre acabas igual, que por qué te haces esto. No les contestas, y el resto de la tarde sólo te dirigen miradas. Ya casi está apunto de anochecer, y tu madre, con ojos llorosos, te dice que salgas un rato, para que te dé el aire. Y al final cedes, te enderezas, mueves tu cuerpo hasta el extremo de la cama, y le dices a tu madre que te acerque la silla de ruedas.

 

 

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Espejismo

En el televisor pequeñito que hay por encima de la cabeza del conductor, podemos ver nuestro reflejo minúsculo. Ese típico televisor de autobús que casi nunca debe estar encendido. Nuestro reflejo: Una versión ovalada y casi nula del interior del autobús.
Me pongo los auriculares y escucho a Cat Power, evitando el ruido constante del motor. Al lado mío, una chica. Seguramente extranjera. Demasiado rubia, sin la raíz delatora de las teñidas. Demasiado albina. Con la nariz pequeñita. Todo pecas. Mofletes de fácil sonrojar. Muy guapa para mí, por la poca costumbre que tengo de ver chicas tan blancas, luminosas y radiantes de verdad. Una chica casi sin artificios de anuncio de televisión. Miro de reojo y lleva una blusa que deja sus hombros descubiertos. Un escote generoso. Dan ganas de acurrucarse entre ellas. Hay carne. Nada que ver con una modelo. Nada que ver con las obsesiones occidentales.
Si miro hacia atrás o hacia delante, el autobús está lleno. Al completo. Al llegar, me espera mi abuela. Vive en un pueblo, lo suficientemente lejano como para que la mayoría de gente mayor del lugar muera en la ambulancia camino del hospital.

Horas después, llegamos. Bajamos del autobús, aliviados. Espero a que todo el mundo coja su maleta del inmenso maletero. Y después la cojo yo. Está estrujada y huele mal. He perdido de vista a la chica rubia natural.
Camino por las calles del pueblo. La gente se me queda mirando desde que entro en su calle hasta que desaparezco. Todos intentan vincularme a alguien. Intentan imaginarme con diez o quince años menos. Lo cierto es que hace mucho que no vengo por aquí. La culpabilidad me ha traído, no nada que ver con el amor, o con las ganas de reencontrarme con nadie. Apenas conozco a nadie aquí. Y de mi abuela sólo conservo una imagen borrosa. Puede sonar crudo, pero aun suena más verdadero. Cuando pienso en mí no se me ocurre nada que pueda asociarme a una persona buena de verdad. Pero puedo ofrecer una sonrisa a cualquiera; algún detalle del que pueda esperar algo gratis a cambio: un café, sexo…
Es decir, no soy la típica persona que disfruta de un ambiente rural y está deseando que sus mayores le cuenten historias. No soy de los que van al campo para reencontrarse consigo mismos. No soy así. Y aun así, soy capaz de quedar bien. Basta con hacer aquello que la gente espera de ti. Sólo tienes que actuar en consecuencia con una actitud sin una mierda que ver con la libertad personal. Puedes elegir eso, o parecer un capullo a ojos de la gente. Yo voy alternando, navegando en mi hipocresía natural inconfesa.

Ya en casa de mi abuela todo huele a cualquier persona de más de setenta años. Todo exhuma un exceso de dedicación. Los muebles no tienen ni una mota de polvo, y mi abuela es el ser eternamente recién duchado. Todo a mí alrededor es producto de demasiado tiempo libre. La soledad perece ser íntima amiga de la higiene. En fin, la colonia, el jabón, la jubilación; mézclalo todo, y tienes a mi abuela. Una señora encantadora que al entrar yo en casa no me conoce, y hasta parece molesta. Y yo pienso: Con razón.
– Soy tu nieto… – nada… -. ¡Soy yo, tu nieto!

Me mira acuclillando los ojos.
– ¡¿El mayor!?
– No, soy tu… ¡el único! ¡tu nieto!
Pasa un buen rato.
– Aaaay… sí.
Se le enciende la cara; se le deforma en algo que quiere ser un gesto amable. Y pasa otro rato. Y al final reacciona.
– ¡Siéntate hijo, siéntate!
En realidad no sé si me ha conocido, pero mis esfuerzos han tocado a su fin. No oye prácticamente nada, y no sabría decir si ve. Supongo que detecta las formas y los colores, como un bebé recién nacido, pero demasiado grande y renqueante. Un bebé de cincuenta quilos. En los huesos. Es la sombra al atardecer de la mujer que era mi abuela hace unos diez años. Mi madre me dijo: Quédate con ella al menos una semana.
Sí, hay dos formas de ver las cosas, lo del vaso medio lleno o medio vacío, pero yo hace ya tiempo que me cargué el vaso; fue al entrar en la veintena, de forma gradual, cuando veía lo podrido que estaba todo si no pasabas de todo. Tenía las cosas demasiado claras como para discutir de vasos medio llenos y distintos puntos de vista. Tiendo a asociar el optimismo con la estupidez.

Mi abuela me sirve una cena a base de caldo, y un trozo de queso que debe ser de lo mejorcito, pero que a mí sólo me hace llorar de tan fuerte. No puedo evitar mirar a la mujer, como va de un lado a otro. En cada paso que da, parece va a caerse al suelo. Camina demasiado ágil, como atiborrada de cafeína y pastillas; y probablemente lo está. No pregunto demasiadas cosas por miedo a irme afónico a la cama. Intento responder las preguntas que ella hace. Son muy genéricas, del tipo: ¿Cómo está tu madre? o ¿Y tu padre, que tal anda? Así que, en realidad, aún no sé si sabe quien soy.
Después de cenar, la mujer se va a dormir. Yo intento ver algo en la tele, pero no hay casi ningún canal bien sintonizado, y por supuesto no hay dvd ni nada por el estilo. No hay libros, no hay ni tan siquiera un álbum familiar. Abro los cajones que encuentro y muchos están vacíos. En otros, hay quizá algunas servilletas, quizá un cucharón de madera. Y me sorprende ver que hay un calendario colgado en la cocina en el que cada mes nos muestra una conejita de Playboy. Puedo imaginar perfectamente a dos niñatos intentando apagar sus risas, llamando a la puerta mientras uno de los dos sujeta el calendario, que los dos han acordado que es de paisajes.

Cuando despierto al día siguiente me invade la pereza. Sigo aquí.
Mi abuela va como loca por casa, de un lado a otro. En la mesa del comedor hay un vaso de leche y un trozo de bizcocho. Son las diez de la mañana. Mientras miro la silla vacía que me espera para desayunar, me sobresalto con un grito de la mujer, que pregunta que si ya me he levantado. Digo que sí. La leche está en la temperatura ideal y el bizcocho no está mal.

Luego, cuando aún desayuno, de modo surrealista, alguien entra a casa sin llamar. Me la quedo mirando. COÑO, pienso, la extranjera. Se queda parada, con su generoso escote, mirando como una gota de leche escurre por mi barbilla;
– Hola… – dice.
Dios.
– ¿Tú eres el nieto de Josefina?…
Dios.
– Yo soy Maria. Soy voluntaria. Me encargo de ella desde hace tiempo.
– Sí, soy yo… – consigo decir, con mi mejor sonrisa.
Nos damos la mano. Se sienta a la mesa. Y después, lo que tenía que venir: Tú eres el chico del autobús. Sí, soy yo. Qué gracia. Sí, quién lo iba a decir. Jaja. Jiji. Dios…
Y de extranjera nada. Habla mejor que yo. Me cuenta que su madre vino de… y aquí conoció a… y por eso su pelo no es negro en la raíz. Tiemblo sólo de pensar en que esta chica también se desnuda como todo el mundo para ducharse.

Mientras hablo con ella intento con todas mis fuerzas gustarle. Ella parece más pendiente de la vieja. Yo saco temas de conversación uno detrás de otro. Pero ella parece de las buenas. De las personas de las que hay una por cada cien mil. Siempre he pensado que alguien así podría cambiarme. Esta puede ser la ocasión. Le digo que qué hay de ese calendario de la cocina;
– Ya se lo dije, pero dice que le gusta, que es muy bonito. No hay manera de convencerla de nada. Bueno, que te voy a contar a ti.
– S… sí, ya… y… ¿de dónde eres?
– De donde tú. La cuidad es muy grande…
Bueno, ya llega esa fase en la que sólo salen estupideces por mi boca. Son sus tetas. Es su carne blanca. No soy yo.
Más tarde, la chica se va. Pregunto si mañana va a venir. Sí. Genial, pienso.
Esa noche tengo que masturbarme. Era eso o pasarme la noche en vela, pensando. Justo después de eyacular e ir al baño, me duermo.

Nervios. Al día siguiente estoy nervioso. Despierto excitado. Ella llega a la misma hora, con un vestido delicioso y unas sandalias que la elevan por sus talones, redondean sus piernas y alzan sus glúteos. Se me afloja todo. Y luego: Hola. Hola, que tal. Como has dormido. Bien. Cómo está tu abuela. Bien. Paja . Paja . Más paja. La conversación es nada, absurda, pero no lo es si vieras su cara. Si notases su rubia electricidad.
Y en cierto momento dice: Esta noche me marcho. Sale un autobús a las ocho.
Y lo que digo yo después sale sin premeditación. Sale sin más:
– Yo también.
Ella sonríe. Ayer conseguí metérmela un poco en el bolsillo. Eso parece. Esto es de esas oportunidades que se presentan a cuenta gotas.
– Bueno, pues por lo menos tendré compañía. – responde.
– ¿Y, volverás aquí?
– No, ya no veré más a tu abuela.

Yo tampoco, pienso.

– Me ha salido algo interesante – dice ella -, allí, cerca de casa.
– Ya…
– Voy a echar de menos a tu abuelita…
A todo esto, el bebé de largo recorrido va de un lado a otro de la casa. No para. Cada vez estoy más convencido de que se droga más de la cuenta. El día se pone interesante. Cada hora que pasa hay más intimidad entre yo y Miss Voluntariado. Me encanta. Cada gesto. Maria. La carne. Doy gracias a mi madre por intentar estrechar los lazos de cariño en la familia.

La hora de irse se acerca cada vez más. Hasta que llega. Hago mi maleta. Espero a Maria, que ha ido a por la suya. Tarda muy poco.
Poco después los dos nos despedimos de mi abuela, que nos abraza con cariño, sobretodo a María. Caminamos por las calles del pueblo hasta llegar a la parada del autobús; la que hay.
El autobús llega. Se abre la puerta. María entra. Y cuando voy a entrar yo, una mujer mayor me tira de la camisa. Me dice:
– Eh, chico, ¿no te acuerdas de mí?
Consigo deshacerme de ella y entro al autobús. Me siento al lado de Maria, y enseguida noto calor. Después una bombilla se enciende en mi cabeza. Mi abuela. No era. Aquella mujer.
<<¿No te acuerdas de mí?>> Hacía muchos años que no volvía por aquí. Los suficientes para cometer algunos errores de apreciación. No he salido de esa casa desde que entré en ella. Y la mujer que me ha tirado de la camisa vivía en la de al lado. Justo al lado. La mujer más ancha y vigorosa del pasado. Mi abuela de verdad. Maria me coge la cara con su mano y me besa. Sorpresivamente. No me conoce. Todo se difumina a mí alrededor. Mientras, abajo, mi abuela de verdad sigue haciéndome gestos, a los que nadie hace caso. La saliva de Maria me atonta. Un bulto crece en mi pantalón. El autobús arranca.

 

 

 

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