Archivo por meses: abril 2007

Sueños

Mario mira la guitarra que hay apoyada en un rincón de su habitación y piensa que debería haberla tocado mucho más. Mira su equipo de música y piensa que debería tener más discos, probar con la música clásica, emocionarse algún día con la ópera. Mario observa su cama y piensa que debería hacerla después de levantarse y no justo antes de irse a acostar. Pasa por la cocina y ve los platos amontonados con restos de comida reseca, y piensa en lo cómodo que sería lavarlos cada vez que acaba de comer en lugar de dedicarles una hora un día cuando deja la pereza a un lado. Y mira al suelo, baldosas negras con filigranas blancas, y piensa: ese color ayuda, no se sabe si ya está sucio. Mira sus fotos familiares y enseguida aparta la mirada. Ve los muebles del comedor, las figuritas de porcelana, los cuadros anodinos de pintores desconocidos regalo de sus padres, ve la tele enorme y cara en la que nunca dan nada, que provoca que mire hacia el montón de deuvedés que han mitigado el aburrimiento, ve todo eso, y piensa: todo esto es lo que soy, nada más, y además me llamo como el personaje de un videojuego.

Piensas, luego existes. Imagínate a Mario solo en su piso de soltero, pensando. Pero no es exactamente así. Piensas, y luego, probablemente te deprimes. Imagina a Poe escribiendo cuentos que trascienden la palabra Arte. Hasta que murió alcoholizado. El teléfono suena y Mario descuelga. No, gracias, dice, no le interesa. Y cuelga. Cuando no recibes muchas llamadas, el noventa por ciento sólo intentan venderte algo. Tu buzón se llena de publicidad, y a veces una carta dice que enhorabuena, que eres millonario. Arrugas la carta y la tiras a la basura.

Anochece y es sábado y Mario no tiene planes. Sus amigos salen para ir a una discoteca que ya odia, y Mario decide que no, no tiene planes, joder. Ni planes ni novia. Mario se ve otra vez a las tantas de la madrugada durmiéndose mientras se imagina abrazado a… es igual, a algún ideal de mujer de novela barata de aeropuerto. Muchas veces ha pensado en comprar una de esas novelas en las que la portada siempre luce con letras doradas y retorcidas que deberían transmitir romanticismo; en esas portadas hay tíos que no existen, descamisados y moldeados y bronceados, sin un solo pelo, con una mujer abrazada a sus rodillas, anhelante. Es tan irreal que verás que esas portadas siempre son obra de algún dibujante, al que por algún motivo no te imaginas muriendo alcoholizado.

De fondo, en el piso de Mario, saliendo de los altavoces, vuelven a sonar los Radiohead. Suenan en susurros porque el vecino de abajo golpea con lo que debe ser el palo de una escoba si interrumpes su paz acústica. Si subes la música también subirá a verte el vecino, y: <<perdón, no me había dado cuenta>>. Mario no se había dado cuenta como unas cinco veces el último mes. Perdón, era música para no pensar, piensa para sí mismo. Ruido para no darle vueltas a las cosas. Y casi todas las discotecas siempre están abarrotadas. Contaminación acústica con paredes insonorizadas. No pienso volver a esa puta discoteca, se dice a sí mismo Mario. Y piensa (sí, otra vez pensando) en la semana anterior, cuando entre toda la multitud apelotonada moviéndose para ir al lavabo, o a la barra, o a la calle, se juró a sí mismo que se acabó. Luego volvía a casa en un coche con tres amigos más, los cuatro borrachos, y le decían: aquella tía te ha estado persiguiendo todo el rato, tío.

¿Eh?

La morena, tío.

¿La morena?

La bajita, tío.

¿La bajita?

Y todo el rato igual: Te la podías haber follado. Tío. Te iba detrás. Tío. La has cagado. Joder, tío. Ya te vale, tío. Tío, tío, tío…

Pero Mario sólo bebía, se abstraía, no pensaba, esperaba. Esto va de esperar, se decía a sí mismo. Espera, se decía, ya mismo estás en casa, con tus platos sucios y ese suelo ideal, en tu habitación.

Llegando a las diez de la noche, Mario decide que hay que cenar. En la televisión, mujeres con vestidos escotados y coloridos se llaman puta entre ellas. Mario cambia de canal, y a pie de pantalla lee: “Francisca no sabe que hoy se va a reencontrar con su padre” Y el mensaje parpadea y Mario lee: “Hace veinte años que Francisca no ve a su padre” Y Francisca llora desconsolada porque una amiga la ha llevado al programa porque en él iba a actuar Luís Miguel, pero en lugar de eso va a ver a su padre. Una música de piano crece y el padre de Francisca sale a plató y se abrazan y lloran y Mario cambia de canal.

En la calle un coche derrapa dejando una ráfaga de música máquina, que se aleja. Ya habiendo cenado, Mario decide comenzar a beber cerveza hasta acabar desorientado y con una sonrisa estúpida en los labios. Lo lógico es pensarlo bien y no beber así, pero a veces resulta más complaciente beber así para no pensar bien durante unas horas. Así que Mario coge un pack de seis cervezas y se sienta delante de su ordenador. Cuando la gente habla de combatir la soledad y lo asocia a Internet, siempre hablan de los chats. Nunca hablan de pornografía. Eso es el tema tabú que no es tabú. No es tabú, pero nadie te va a decir que ayer se hizo una paja porque se sentía solo. Porque suena estúpido.

Mario pone en google: Julia Bond. Luego va pasando sus fotos; una chica bajita, morena, piercing en el ombligo, cara pícara. Tarde o temprano la mayoría de los hombres reciben un enlace de un amigo para que pueda ver a esta chica. Como Mario, que piensa en sus amigos y en la supuesta chica de rasgos parecidos a esta, y que al parecer acabó por abandonar la posibilidad de llegar a nada con él. La palabra frustración a veces define muchas facetas de la vida. Mario pasa fotos y más fotos. Se baja la cremallera del pantalón.

Pasadas ya las tres de la mañana, Mario da vueltas en la cama, hinchado de cerveza. En ciertos momentos te invade una sensación de irrealidad. Te pellizcas el brazo. La cama da vueltas y vueltas. Todo es ajeno a Mario. Enciende la luz para que la cama deje de moverse. Se incorpora. Apaga otra vez la luz. Se estira, se relaja. 

Y los párpados caen.

Como cuando intentas correr en un sueño, pero no avanzas, Mario oye el frenazo de un coche, oye a una presentadora, erguida, guapa, que dice: Gracias por compartir tu historia con nosotros, Francisca. Ve a sus amigos. Luego una morena se acerca a él en la discoteca. La morena dice: <<eres muy escurridizo>>. Mario da un respingo, abre los ojos. La persiana está abierta; entra el sol, fulminante. ¿Yo la dejé abierta?, piensa Mario, y se encuentra muy al extremo izquierdo de la cama, y mira hacia el otro lado, y hay una chica; una chica menuda, con el pelo negro azabache esparcido por la almohada, respirando, dormida, desnuda.

 

 

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Orgullo de propiedad

El restaurante está aislado. Está mitificado. Es una brasería. De vacaciones, en el pueblo, a mil kilómetros de la ciudad y el trabajo, los padres de Pili siempre acuden como mínimo una vez al año al restaurante Santa Marta. El mito, la brasería, la cita anual; y carne y paella es lo que se estila. No siendo un gran restaurante, la gente siempre lo llena, porque está lejos, a medio camino de todas partes, rodeado de colinas secas pasto de incendios en verano, esos que duran horas hasta que anochece y alguien ve el horizonte iluminado. Cuarenta minutos de coche son los que separan el pueblo de vacaciones del restaurante Santa Marta. Sé generoso con el limón en la paella, no critiques la comida, no hagas muecas. Este es el típico lugar en el que las familias separadas geográficamente durante todo el año se cuentan las anécdotas de todo el año. Pili tiene siete años y ha ido siete veces al restaurante. Sus tías y tíos y abuelas y abuelos, cada año, la besuquean dejándola perdida de maquillaje y saliva, adulándola, porque está muuucho más mayor que el año pasado. Cuando tu familia está desperdigada por el país, son como extraños; esos extraños que ves una vez al año.

Todos en el restaurante se quieren una barbaridad. A juzgar por las historias que se cuentan, el año ha sido increíble, único, irrepetible. Pili mira a toda esa gente consanguínea y desconocida, mientras se aburre, y su chuleta de cordero se enfría en el plato. Cada año resulta ser increíble y único e irrepetible otra vez.

En cada mesa hay como tres familias reunidas. Familias que son familia entre sí. Pili mira a su alrededor y después le dice a su madre que no tiene hambre. La chuleta de cordero está maternalmente troceada en el plato, fría. Uno de los tíos de Pili se levanta y dice que perdón, que va al lavabo. Pili se deja caer de su silla, y de pie le dice a su madre otra vez que no tiene hambre, que quiere salir fuera, al parque. Lo que Pili llama parque es un terraplén pedregoso a las dos de la tarde y a cuarenta grados de temperatura, aderezado con un columpio y un tobogán.

Y la mamá de Pili dice:

– ¿No vas a comer más, hija?

 

Pili, ya fuera, se acerca al columpio. Se sienta en él y se comienza a impulsar. El columpio, oxidado, gruñe. Se oye el ruido que viene de dentro del restaurante; risotadas colectivas, silencio, y más risotadas colectivas, y así todo el tiempo, sin parar, como cada año, otra vez.

La madre de Pili sale a echar un vistazo. Se acerca al columpio, y comienza a empujar a su hija. Pili cierra los ojos y se agarra a las cadenas. Cuando vuelve a abrirlos, su madre ya no está, pero tiene el impulso necesario, y el columpio gruñe con un sonido más agudo. El aire caliente azota el pelo de Pili, mientras impulsa el vaivén con los pies, flexionando las rodillas cuando el columpio va hacia atrás. El parque se comienza a llenar de polvo amarillo, caliente. Por la carretera que hay antes de las montañas secas, pasa un coche de vez en cuando; coches familiares, de vacaciones, de paso, que miran hacia la brasería con vaga curiosidad.

El columpio sigue con su gruñido. Pili ve como se abre la puerta principal de la brasería. Es otra niña. Y se queda de pie, mirando a Pili, y después al tobogán. A Pili, y otra vez al tobogán. Luego espera unos minutos, y sin hablar se dirige muy seria con pasitos cortos hasta el tobogán. La rampa está medio oxidada. Pili mira a la niña extraña y después aparta la mirada, desde su columpio. La niña extraña sube las escaleras del tobogán, y se sienta arriba, sin decidirse a deslizarse. Mira a Pili; el vaivén, cómo el aire la azota, cómo flexiona las rodillas, en su columpio, único en un centenar de kilómetros.

Finalmente, la niña extraña se deja caer por la rampa y llega hasta abajo. Vuelve a subir por la escaleras, y otra vez hasta abajo. Todo sin dejar de vigilar a Pili. La niña extraña mira constantemente de soslayo a Pili, que no parece tener intención de parar el vaivén.

Y el columpio gruñe, y se oye a la niña extraña corretear desde el final de la rampa hasta las escaleras. Y otra vez, se abre la puerta de la brasería. Otra niña sale del restaurante. Se oye cómo alguien dentro ha roto algo de cristal. En el cielo, se acerca tormenta.

La tercera niña mira a Pili y a la niña extraña. La oferta de ocio no da para más. Pili sigue con sus cosas; la niña extraña sube las escaleras y baja por la rampa y sube las escaleras y baja por la rampa. La tercera niña observa un minuto, dos, y se va dentro del restaurante. La niña extraña y Pili se miran, y luego miran hacia el lugar vacío en el que estaba de pie la tercera niña.

Pili comienza a resoplar mirando cada vez más el tobogán, y frena su vaivén;

– ¿Cambiamos? – le dice a la niña extraña.

Y la niña extraña dice que vale, cambiamos. Las dos corren para hacer el cambio. La niña extraña comienza a impulsarse en el columpio, y Pili sube por las escaleras oxidadas del tobogán. Las nubes, en el horizonte, cada vez se acercan más.

La tercera niña vuelve a salir. Y nuevamente se queda mirándolas; mirando la nueva disposición de la situación. Hace un puchero, arrugando la nariz, viendo que tanto Pili como la niña extraña no quieren advertir su presencia. Así que vuelve dentro del restaurante, otra vez. Y Pili y la niña extraña, pasado un rato, cambian nuevamente sus atracciones. El sol aún quema; las montañas esperan a que alguien tire una colilla desde el coche; un trozo de cristal basta, un reflejo.

No pasa un suspiro y del restaurante sale una mujer, con la tercera niña de la mano. Camina hasta donde están Pili y la niña extraña. La tercera niña en discordia las mira con mojada seriedad, y la mujer mayor habla, y dice:

– ¿Es que no la vais a dejar jugar a ella?

Pili, yendo y viniendo, mira hacia la nada, sin decir nada, desde su columpio. La mujer mayor mira a la niña extraña, que está subida en el tobogán; su tobogán oxidado y muy compartible.

La mujer mayor dice;

– Súbete con esta niña al tobogán.

La tercera niña mira a la niña extraña. La niña extraña finalmente asiente, seria, mirando inquisitivamente a la mujer mayor.

Son casi las cuatro de la tarde. La familia de Pili aún sigue dentro del restaurante, con las demás familias que son familia, rodeados de otras familias dispuestas junto a más familias que son familia; la mayoría ya comiéndose el postre. Lo cual quiere decir que aún están por llegar los cafés, lo cual da paso a los puros, que dan paso a las copas. Mientras, en el parque, Pili ya lleva media hora seguida en su columpio. Comienzan a caer pequeñas gotas, de las nubes, que ya han cerrado el paso al sol. Siguen las risotadas apagadas desde dentro del restaurante. La niña extraña y la tercera niña, miran a Pili. Bajan por la rampa por turnos, y al chocar sus zapatos con la tierra, Pili se siente observada. La mujer mayor sale del restaurante, mascando algo, y le dice a la tercera niña:

– ¿Quieres un chicle, cariño?

Ninguna de las tres niñas atiende. La mujer entra otra vez, desaparece en el murmullo interior del Santa Marta.

La lluvia débil cesa. El cielo se queda gris, habiendo dejado las montañas de un color más oscuro, como la madera del tejado de la brasería. El pelo le las tres niñas ahora está mojado. El tobogán que la niña extraña comparte con la tercera niña, hace que sus vestidos se mojen y se manchen de marrón al deslizarse por él. El sonido agudo del columpio no cesa.

De un lado de la casa/restaurante/brasería asoman dos cabezas; hay dos personas. Pili observa que se besan, en ese lado de la casa, mojados. El hombre agarra el culo de ella. Cuando Pili mira sus caras, ve que ella es su madre. Se fija un poco más. Y ve que él es su tío, que decía que iba al lavabo. Un detalle es que los lavabos del lugar están en un caserío aparte; se reduce a dos puertas y una pared blanca de la que se cae la pintura dejando ver una pared amarilla que ha comenzado a desconcharse dejando ver una roja; y el tío y la madre de Pili se besan. Pili cerró los ojos mientras su madre la empujaba en el columpio para conseguir impulso, y abrió los ojos y ella no estaba y ahora está besando a su tío. Frena su marcha en el columpio. Se para un momento. Observa. Su madre mete la lengua en su tío, y después se separa y suelta una risotada; risotadas, y luego otra vez comienzan a besarse, demasiado cerca de la esquina del local.

Las dos niñas, la tercera y la extraña, miran a Pili. Luego Pili las mira a ellas, y comienza a impulsarse otra vez, viendo cómo su madre mete la mano en los pantalones del hermano de su padre. Se besan sin parar, de ese modo en que puedes ver aletear las lenguas; y lo hacen durante un buen rato. Luego, se van hacia el caserío de los lavabos, y los dos entran en uno, el de mujeres. Pili lo ve todo, mientras las niñas la miran, y ella mira hacia los lavabos a unos cien metros, la puerta cerrándose. Y el gruñido del columpio y las miradas y las risotadas siguen, con la madre de Pili y su tío, los dos, metidos en lavabo marcado en la puerta con un símbolo femenino.

El sol vuelve a hacerse presente haciendo que las niñas acuclillen los ojos. El padre de Pili sale al parque;

– Cariño, ¿has visto a mamá?…

No.

– ¿No?

No sé dónde está, dice Pili.

Y papá dice que igual se encontraba mal. Que igual ha ido al lavabo de señoras. Quizá a vomitar. Y que Pili no la habrá visto, porque: <<eres muy despistada, hija>>.

Así que el papá de Pili se dirige hasta los lavabos. Pili frena su marcha, y hace ademán de bajarse del columpio. La niña extraña y la tercera prestan atención;

– ¿Ya te vas? – dice la niña extraña.

Pili la mira, mira a su padre camino del lavabo, se sienta en el columpio, y comienza a impulsarse;

– ¿No te tienes que ir? – dice la niña extraña – ¿eh?…

Pili hace que no con la cabeza. Se comienza a impulsar y ve como a cien metros su padre pega la oreja en la puerta del lavabo para señoras; le ve tocándose la barbilla, meditabundo. El aire trae un gemido, de papá; un grito. Comienza a golpear la puerta, hasta que se desconcha la pintura, dejando ver pintura amarilla que pasa a dejar ver pintura roja. La puerta se cae a trozos mientras el papá de Pili grita: ¿Oye, eres tú…?

Papá se aleja de la puerta y le da una patada a una piedra, en un gesto de rabia. Las tres niñas le miran. Y papá gime: Puta…

– ¿Ya te vas, no? – dice la niña extraña.

Pili niega con la cabeza.

– Ahora se va – asegura la tercera niña, subiendo al tobogán. Pero Pili se impulsa con más fuerza.

Sus tíos y tías y abuelos y demás desconocidos comienzan a salir del restaurante. Las nubes vuelven a tapar el sol. Detrás de una de las colinas se ve subir humo negro, producto de reflejos o colillas. Un incendio en un día de lluvia. Todos se quedan mirando hacia allí. Hasta que la madre y el tío de Pili salen del lavabo de señoras. El papá de Pili, delante de toda la familia, grita: <<Eres una puta>>. Mira al suelo mientras la madre de Pili se acerca a él murmurando algo, y él dice: <<No me toques, puta…>> El viento se lleva sus gritos en todas direcciones. Alguna gente sale del restaurante, para no perderse nada. La niña extraña dice:

– ¿Ahora sí que te vas, no?

Pili frena el columpio, se baja. Las otras dos niñas corren hacia él. La niña extraña da un empujón a la tercera, y esta cae al suelo. Comienza llorar, mientras de fondo se oye al papá de Pili:

– ¡Qué narices me estás diciendo!

Y un susurro. Y:

– Eso no me vale, joder.

La tía de Pili se acerca al hermano del papá de Pili, a su marido, y le abofetea en la cara. El tío de Pili se sube la cremallera del pantalón, con una marca de cinco dedos apareciendo en su mejilla. Pili se pone entre su padre y su madre. Papá deja de gritar. Y los tres, papá y mamá y Pili, se dirigen sin despedirse de nadie hacia donde está el coche aparcado, muy cerca de los lavabos.

 

Con la colina ardiendo y alejándose en los retrovisores, la mamá de Pili mira a Pili, con la cara hinchada y los ojos desorbitados, y dice:

– ¿Lo has pasado bien, cariño?

Pili mira a su padre llorar en silencio por el retrovisor, y comienza a contagiarse, y dice:

– Sí.

Dice:

– He estado casi todo el rato en el columpio.

 

 

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Vivos y muertos

Hay quien clasifica las rosas en relación al número de pétalos. En biología se hace así. Por ejemplo, las flores de los rosales silvestres tienen cinco pétalos. No es la típica flor suntuosa. Dorotea tiene un rosal así. Espera su muerte en calma, jubilada, viuda, sola. Un pueblo apartado es la coartada perfecta para que tus hijos en edad de merecer no vengan casi nunca a visitarte. Casa pagada y amueblada, y soledad; y un rosal silvestre. El dolor se mide según el tiempo que lleves aguantándolo. Lo que antes te parecía terrible ahora es el día a día. Tu dolor anterior es rutina presente. Dorotea se ha acostumbrado a estar sola en el umbral del otro barrio. Sus piernas aguantan, pero el bastón ya se ha hecho indispensable. Como el drogarse. La gente mayor se hace amiga de las drogas para evitar los dolores y postergar la muerte, mientras muchos jóvenes atraen a esta por el mismo camino, pero con toda la vida por delante.

Los días comienzan muy temprano para Dorotea. La idea de irse a dormir un día y no despertar nunca más, te anima a madrugar. El día debe empezar pronto para que sea largo. Los últimos días aquí no puedes pasártelos en la cama pensándotelo. Te mueres: aprovecha el tiempo.

Dorotea se despierta a veces de madrugada, exaltada. Los sueños comenzaron unos meses antes de morir su marido; hace unos cinco años. No sueña cosas terribles que tengan que ver con la muerte. No son pesadillas. Pero a Dorotea no le parecen sueños agradables. Son sueños eróticos. Pornografía.

Hay quien clasifica a las personas en relación a la cantidad de dinero que tienen. Dorotea tiene sus ahorros en un bote, encima de la nevera. La idea de que un día alguien entre a su casa a robar es cosa de risa. Y de todas formas Dorotea entristece cuando ve el bote, porque es como si después de muerta aún fuera a necesitar el dinero.

Cuando despierta sudando y exaltada, intenta ahuyentar las imágenes explicitas con las que ha soñado. Primeros planos de operación quirúrgica; porno moderno; un tío cachas que arrastra por los pelos hasta la cocina a una chica joven que pone cara de dolor cuando la ensartan, y aun así pide más. Y, uf, abres los ojos, ves el techo de la habitación. Otro sueño. Aun con el sol a medio salir, Dorotea suele coger su bastón y sale a regar el jardín. La magnitud de tus aventuras está condicionada por tu edad. Hay gente joven que hace puenting; pero si llegan a los ochenta años, saldrán a la calle, darán una vuelta a la manzana, y eso ya habrá sido un subidón. Imagina que tienes agorafobia, y entenderás que fuera de tu casa hay un sin fin de aventuras. O eso, o tienes ochenta años. Cualquier limitación convierte lo cotidiano en una odisea. La muerte propia es curiosa; divertida; a más se acerca mayor valor tienen tus actos. Basta con que no se te acabe el dinero antes de hacerte viejo, y ahí fuera hay un montón de emociones para la gente que ya no puede hacer puenting.

También hay quien clasifica las vidas de los demás en distintas categorías, pero siempre en comparación con la de uno mismo. Dorotea tiene algunos vecinos, no muchos. De entre estos vecinos hay quienes piensan que ella ya ha muerto; otros dicen que no, que está en buena forma; y el resto no se acuerdan de ella, sobre todo porque no se acuerdan ni de sí mismos. Dorotea una vez estuvo un buen rato hablando con una de sus vecinas. Fue un día especial. La mujer en cuestión la estuvo llamando Maria durante toda la charla, y justo antes de irse le dijo que si se acordaba de Dorotea, aquella mujer tan amable que ya murió. Y Dorotea dijo que no, que no se acordaba de Dorotea. Así de tétrica puede acabar siendo tu vida; tus conocidos hablando con un fantasma mientras comentan que ya has muerto, pero que eras muy amable. La vecina confusa murió poco después de que muriera el marido de Dorotea. Pero la verdad es que Dorotea ya no está segura de quién muere y quién sigue vivo en aquel pueblo. Así que lo que hace es evitar conversaciones en las que pudiera quedar como una vieja torpe; demasiado vieja; demasiado torpe.

Otra gente clasifica a los seres vivos según su nivel de racionalidad. Y por esa máxima, supuestamente, lo seres humanos estamos en lo más alto de la cadena alimenticia. Nos matamos entre nosotros como mantis religiosas, pero es igual; hemos creado ordenadores y todo tipo de chismes y cachivaches que resultan muy útiles para la vida moderna. Nuestra mente es versátil; no solo se centra en crear. Así de inteligentes somos. Como el hijo de Dorotea. Que conoció a la chica guapa oficial del pueblo, y adiós, a la ciudad, con los demás seres racionales. O la hija de Dorotea, que a saber qué hace, pero no le debe ir mal. A ninguno de los dos les debe ir mal, porque ya no llaman nunca. Para pedir dinero.

Dorotea, siendo Maria, aquel día especial, y aun estando muerta para su interlocutora, dijo que somos como fichas de dominó puestas en fila. Sólo tócanos. Quizá Dios empujó la primera. Y fuimos cayendo unos detrás de otros. Y mientras estás de pie y lejos del desastre, quizá no dediques mucho de tu tiempo en pensar en las fichas que ya están a punto de caer. Lo rancio no es asunto tuyo, porque quizá eres feliz, y quizá seas un hijo de puta. Los hijos de Dorotea no dudarán en vestir sus mejores galas para el entierro de Dorotea el día que ella no despierte más, le decía Dorotea siendo Maria a aquella huésped de Alzheimer. Hijos de puta, decía. Sus sueños la han vuelto arisca. Dice tacos habitualmente, hablando sola, contagiada por la violencia ficticia nocturna. Como si fuera una adolescente, sueña con orgías en las que todas las mujeres son ella de joven. Y despertar, y soñar y despertar otra vez. Pero sobre todo, piensa siempre Dorotea, lo importante es volver a despertar. Y olvidar aquel pene lleno de venas, la chica aterrorizada, los gritos.

Puedes también clasificar a la gente entre vivos y muertos. Es fácil, enseguida se ve la diferencia. Dorotea no era una belleza espectacular cuando era joven. No era una flor suntuosa. Piensa en las rosas silvestres. O en esa chica que ves de vez en cuando, y cada día es más guapa. Belleza en progresión ascendente. Olvida las rosas enormes que le regalas a tu madre el día de la madre. Dorotea era bajita y tímida. El diamante en bruto del pueblo. Si la veías con veinte años no podías creer que fuera la misma chica que cinco años atrás tenía quince. Ojos color miel como cuando la ves anunciada en la tele, cayendo a cámara lenta en lo que sea, en una tostada. Y las típicas formas femeninas que nunca cansan. Ese michelín tan de moda en las mujeres de los años cincuenta también lo tenía Dorotea. La imagen saludable a lo Marilyn Monroe que ha sido substituida por el ruido de una adolescente vomitando en un lavabo público, pues bien, es la versión joven de Dorotea.

En aquella época sólo podía hacer caso a sus padres y odiar en silencio a sus dos hermanos, porque su padre sólo quería niños. Podía escribir un diario a duras penas y sentir a través de las paredes cómo su madre intentaba silenciar lo que Dorotea nunca ha sabido si eran gemidos de placer o de dolor; las dos cosas eran factibles. Si los sueños son producto de algo vivido, Dorotea tiene mucho material. Sólo espera no quedarse viva y desmemoriada. Cuando la gente te habla de esa película que has de ver antes de morir, nunca nadie dice qué es lo que debe ver la gente que tiene Alzheimer. Si no recuerdas nada, ¿qué pasa? ¿Y si vas al cielo y sigues sin recordar nada? Así que, como Dorotea no cree en esa dichosa película de su vida, sólo espera morir mientras mira algo bonito. Eso, piensa, va a ser lo más cerca que va a estar de ir al cielo. El ateísmo a estas edades no es fácil de sobrellevar.

Un día cualquiera el sol se va otra vez. Dorotea, que ha estado durante días notando un dolor intenso en el pecho, y a sabiendas de lo que es, por si acaso, antes de dormirse, se lleva una foto suya a la cama, de cuando era joven, y se queda mirándola, mirándose, un buen rato antes de dormirse. Para, probablemente, no despertar más.

 

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Papel de regalo

La lamparita de mi habitación, y los posters, y los cuadros y mi cama, y todo cuanto hay a mi alrededor, me hace pensar en que un día los humanos surgimos como setas en el planeta Tierra, para arrasarlo construyendo nuestras ciudades, para así adaptar la Tierra a nosotros, en lugar de adaptarnos nosotros a ella. Imagina que un día llega alguien de paso unos días a tu casa, y comienza a poner los muebles a su gusto, y tira tus discos y saquea tus fetiches. Como te sentirías es como se siente La Tierra, los árboles, los animales, el cielo. Mires a donde mires ves el resultado de lo que somos. Los adjetivos para definirnos como especie tienen poco que ver con la creación. Destrucción puede ser una palabra exagerada, pero es la primera que te viene a la cabeza. Tanta tecnología nos ha enseñado a amar los objetos. Quererse es regalarse cosas. Evolución se mezcla con involución cuando del ser humano se trata; en lugar de mirar el fondo de las cosas, luchamos porque la superficie sea preciosa; luchamos a muerte. Evolución tiene más que ver con agotar recursos naturales que con pensar, o con el silencio.

En el fondo siempre he pensado que lo que a Dani le dolía era que había seguido las directrices de las que todo el mundo habla, en el mundo, en la Tierra, y su novia no se conformaba con eso. Ella no buscaba eso. El pelo muy corto, camisas impecables, ajustadas. Cara limpia, buen coche, radio-formulas. Un atractivo de gimnasio, sin un solo pelo. Dani. Un maniquí moderno más, relleno de tripas de verdad, sin demasiado de nada mas allá. No se trataba del intelecto, ni del físico. A todo el mundo le gusta simplificar con eso. Provéete de unas buenas pesas y lee a Baudelaire, pero aun así no esperes que aquella chica que va sola a la cafetería se comience a fijar en ti.
Es decir, que no sé por qué, Marta, al doblar la esquina, me saludó, y diez segundos de silencio más tarde me besó en la boca, abriéndose paso con la lengua. La novia del maniquí.

Yo iba con un jersey elegido casi al azar, unos pantalones raídos de verdad, no de diseño, el pelo más bien alborotado y una perilla que ya estaba desapareciendo por falta de afeitados. Justo el aspecto que mi madre siempre critica. Lo que algunos etiquetan de “casual” yo lo hago sin querer. Es escalofriante, cualquier día de estos le harás un regalo a alguien y lo abrirá con cuidado, doblará el envoltorio de papel con esmero y tirará la caja con el regalo dentro a la basura; eso que hace la gente con las personas, que no están rellenas de joyas, o ropa bonita, o tecnología. Eso que no parecía querer hacer Marta.

Marta era novia de Dani, que había sido compañero mío de clase unos cuantos años, en esa época en la que a muchos adolescentes no les importa reconocer que lo que buscan es un buen culo que estrujar, un coche, y huir de los padres: El papel de regalo de la vida. La búsqueda de la felicidad prematura.
En el momento en que ella sacó la lengua de mí, esperé a que dijera algo. Pero no decía nada. Yo recordaba su nombre de casualidad, como cuando recuerdas un número de teléfono al que casi nunca llamas. Consideraba a su novio un gilipollas. Me había topado con ellos por la calle alguna vez. Siempre los veía agarrados de la mano. Y teníamos conversaciones tontas de quien no quiere reencontrase después de una etapa escolar en común. Ella, Marta, me parecía una chica dulce, como esas chicas guapas que ves a lado de tíos que, los prejuicios, te hacen catalogar como imbéciles. Miras a la chica y piensas: ¿Qué haces con ese imbécil? ¿Es que no ves que es imbécil?
Tienes muchos de esos momentos de vanidad cuando piensas que tú serías mucho mejor que esos tíos para ellas. Y sí, con Dani también lo había pensado. Había algo de morboso en todo aquello. Había malicia en pensar que aun con todas las molestias estéticas que se tomaba aquel individuo, su novia estaba dispuesta a ponerle los cuernos.
– Casi… no me conoces – acabé diciendo yo, paladeándola aún.
– Ya lo sé.
– Entonces…
Y entonces, dijo: Etc. Etc. Etc. Me gustas.
Dijo eso que define perfectamente aquello que no se puede definir. Ella sentía algo por mí pero no sabía por qué era, y el hecho de no poder asociarlo a mi gusto por las camisas o a mi envoltorio en general, la impulsaba a recurrir a la expresión más sencilla y definitoria. Yo le gustaba, decía, sin más. Y eso, a mí ya no me daba pie a preguntar nada. Preguntar por qué hubiese sido una tontería.

Su novio, haciendo alarde de su irrefrenable orgullo personal, comenzó a llamarme por teléfono, y a amenazarme. Ese comportamiento típico de maltratador en potencia. Me podía imaginar perfectamente a una Marta con cuarenta años casada con él y con un ojo morado cada cierto tiempo, hasta que un día él la empujara borracho escaleras abajo y su mujer se convirtiese en otro dato estadístico. Eso que ves por la tele de otra mujer muerta más, a lo que ya no le das más importancia que a las guerras lejanas.
Marta comenzó a sentirse muy mal, porque decía que era culpa de ella el hecho de que ahora me quisieran matar. Y era verdad. Pero claro, sobretodo era verdad por haberse liado con él la primera vez que lo hizo. De ahí que mire a las parejas por la calle y me cague en la mitad de las chicas por estar con según quien. Vanidad. Vanidad. Vanidad.

Después de aquello del beso Marta insistió mucho en que le diera mi número de móvil. Dos meses después salíamos habitualmente, aun bajo amenaza de muerte. Aquel tipo no sabía aceptar que Marta no era propiedad suya, no era como sus camisas o su coche. Yo, estuve una buena temporada mirando hacia atrás cuando iba solo por la calle. Aquel capullo engominado me tenía acojonado. Y lo peor era que Marta me empezaba a gustar cada vez más. No tenía salida aparente. Dani era como cuando estás en un gran centro comercial y no sabes ver los lavabos, pero sabes que están, en algún sitio. Mi vida era un gran centro comercial, y Dani su lavabo; nunca sabía cuando me lo iba a encontrar por casualidad. Mi vida se estaba poniendo incómoda. Adaptarse a la vida basada en hacer que la Tierra se adapte a ti es eso en lo que ya no piensas. La suma de todas las dificultades. El camino hacia nuestro fin a largo plazo es que el ser humano siga como hasta ahora; pero el fin a corto plazo lleva falda. Sí, es verdad: Misoginia, vanidad, muerte.

Todo lo que hacía Dani era una prolongación de los ideales que tenían otras personas, a propósito de cómo vestía, la música que escuchaba, y hasta cómo conducía. No tenía ideas ni criterios propios. Su existencia se basaba en el qué dirán. Si lo que mucha gente opinaba era que lo mejor era depilarse, él se depilaba; si la música que había que escuchar era la de los medios de comunicación masivos, pues él la escuchaba; si lo que molaba era conducir a toda leche como si tu mujer hubiera roto aguas en el asiento de atrás, pues él lo hacía.
Y un día que iba yo conduciendo, con Marta al lado, en un semáforo, vimos a Dani, justo en el coche de al lado. Nos comenzó a mirar muy mal. Yo le dije a Marta que no le mirara y me hizo caso. Dani comenzó a gritar como un energúmeno. Insultos. Yo esperaba que de un momento a otro se bajara del coche y me viniera a pegar, pero no lo hizo. Pensaba hacer otra cosa. Había muchos metros de avenida por delante.
El semáforo se puso en verde y arranqué. Vi que él se acercaba. Dani comenzó a chocar su coche contra el mío, por detrás, una, dos, tres veces.
Y algo debíó pasar. Se le rompió la dirección, según se supo más tarde. Su coche se estampó con un muro metiéndose en una calle que cruzaba horizontalmente la avenida. Chocó a unos ciento cincuenta por hora. Y además, debía haber conocido en el pasado a alguien muy guai que no se ponía el cinturón de seguridad, porque él tampoco lo llevaba.
Murió, claro.
Yo me alejé del lugar con la parte de atrás del coche destrozada. Algo rozaba en el asfalto y hacía mucho ruido. Asfalto donde antes había árboles o tierra o césped. Carreras de coches donde antes había silencio. Celos donde antes sólo había procreación animal. Humanos donde antes había sentido común natural.

Marta no decía nada. Y yo meditaba sobre todas esas manchas de sangre, que la madre de Dani tendría que frotar con sosa si quería conservar la ropa. Muy humano, yo, no podía desdibujar la sonrisa que nacía en mi cara.

 

 

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La enviada

Cuando la vida se convierte en una mezcla de lo que quieres y lo que no puedes alcanzar, y si las dos cosas son la misma, pues el futuro se convierte en una amenaza. Ella trabajaba como carnicera. Y la imagen que te ha venido a la mente de una señora obesa con el delantal lleno de sangre es justo eso, sólo una imagen que te ha venido a la mente. ¿No?, bueno, vale, pero no creo que hayas pensado en una Cameron Diaz cortando chuletas de cerdo… Los prejuicios están ahí porque la ignorancia los alimenta. Ella era una mujer con la treintena ya superada, pero sin nada que ver con la imagen que tenemos de las fruteras, de las trabajadoras del mercado, de las señoras que gritan su mercancía.

Era morena, superado el metro setenta por uno o dos centímetros, y todo lo guapa que puedas imaginar para que cada día fueran siempre los hombres los que se encargaban de llevar carne a casa. Hasta las mujeres suspiraban. Esa era ella. Sin nombre. ¿Sin novio? Radiante. Majestuosa sonrisa. Amor platónico. Visita diaria al mercado. Aunque no vayas a comprar, da igual. Si allí hubieran cobrado entrada, muchos la hubiesen pagado gustosos. Yo, por ejemplo. Tus mitos no tienen por qué salir en televisión; a veces basta con no saber nada de alguien, y ese alguien se te antoja perfecto. La mayoría de gente se enamora así ¿Quién es aquella chica? Y te contestan: ni idea. ¿Qué hace, tiene novio? Ni idea. ¿Nada, no se sabe nada? Pues no, te dicen. Y tú piensas: la quiero. Puedes acabar casándote con un mito. La ignorancia junta a las personas que no se conocen, y después se conocen, y muchas veces se separan. Tu nivel de conocimiento y sabiduría es lo que te va a hacer sufrir. Lo que queremos son misterios, entes, ovnis, magia, belleza. No me cuentes demasiadas cosas de ti, eres demasiado guapa. Eso pasaba con aquella mujer. La carnicera mágica, desconocida. Al no conocerla pensabas que ella sí podía sacarte de tu rutina. Mujeres así son el motivo por el cual muchos padres acaban viendo a sus hijos sólo cada dos semanas; ves a una mujer así y si llevas un tiempo casado, piensas: divorcio. Los mitos y las leyendas son las cosas que le dan picante a la vida. Esas cosas siempre son mejores que tu vida tal y como te va. Al principio piensas que sabrás conformarte con lo que tienes. Pero con el tiempo, vas a buscar alguna salida. La salvación es el cambio, aunque no lo sea; basta con que tú te lo creas. La carnicera era la visión celestial de la salvación. Los hombres cogían sus bolsas con la compra sangrienta empaquetada, con las manos temblorosas y una sonrisa de adolescente tímido. La chica devolvía a la adolescencia a tíos de cincuenta años sólo con sonreír. Sonriendo. Eso es lo que se llama triunfar. Más que carne, repartía pedazos de alegría. Alegría en pequeñas dosis diarias.

Si un día se ponía enferma, las ventas iban a bajar. El substituto o substituta se iba a pasar el día viendo cómo la gente miraba con condescendencia. El puesto estrella en el mercado era la carnicería, siempre y cuando te atendiera ella. Algunos jubilados esperaban fuera del mercado, hasta que cerraban, sólo para verla salir. Pero nadie hablaba con ella, nadie quería estropearlo. Qué importaba si no era perfecta; si nadie desgranaba su vida, era perfecta en nuestras mentes. En eso consiste la perfección, en no investigar demasiado, en ver las cosas desde el ángulo adecuado. La perfección sólo estaba en nuestras cabezas. Así estaba bien. Porque soñar es gratis.

Hasta que yo lo jodí todo.

Juro que no lo tenía planeado. No quería dinamitar los sueños de perfección que ella aportaba al barrio. Ella era la excusa perfecta para enamorase justo antes de que te venciera el sueño. Su inaccesibilidad aparente era encantadora. Como esas mujeres que no te vienen a la mente en tus fantasías masturbatorias, porque las respetas demasiado, las admiras, y las protegerías hasta la muerte. Y eso era lo importante Lo importante era proteger a la musa del barrio. Era nuestro sol, y yo lo apagué.

Lo que ocurrió es que un día coincidí con ella, en un restaurante chino; el que había en el barrio. Permanecía de pie, quieta, esperando. Después se sentó en una mesa. Había pedido algo para llevar. Yo iba a eso también. Y en el momento que hice mi pedido y decidí sentarme en la misma mesa que ella, se comenzó a fraguar la tragedia. En serio, era como fastidiar una misión espacial; tenía esa magnitud. Iba a apagar el sol; a cargarme la humanidad.

Comenzamos a hablar. En realidad fue ella la que hizo el primer comentario. Y no sé cual fue, pero sí recuerdo que yo comencé a temblar, y sonreí como un adolescente. Sólo con tono de curiosidad, me preguntó si tenía novia;

– No…

– Te he visto mucho por el mercado, es verdad, siempre vas solo.

Pensé: Te quiero. Te queremos.

– Te gusta la comida china… – dijo ella.

– Pues sí… – sonrisa adolescente.

– No está mal para un apaño… – SONRISA.

Pensé: Me voy a mear encima.

No sé qué dije yo luego, y ella se echó a reír, como cuando una persona ríe de verdad, y no por cortesía. Eran carcajadas celestiales. Se sonrojó. Y yo también, pero en plan adolescente.

– Qué ocurrencia… – dijo luego, a propósito del comentario que no recuerdo.

La conversación se desarrolló. Eso es lo que nunca tenía que haber ocurrido. Tendría que haber sido un encuentro fugaz. Algo con lo que soñaría. Algo que comentaría con los demás en el mercado. Todos me envidiarían, pero no habrían querido matarme, porque yo aún no conocería nada sobre ella. Pero en lugar de eso, paseé con ella hasta casa. Me habló de que quería irse a vivir a Londres, que quería ser actriz, de las de teatro, me dijo. Me comentó que se llamaba Sandra, que no tenía novio. Saber su nombre ya era todo un acontecimiento; algunos de los jubilados del mercado hubieran caído redondos al suelo, infartados. Mi privilegio sólo lo podía comprender la gente de mi barrio. Los mitos no se hacen de un día para otro. Seguí con ella hasta su casa. Me negué a que cenáramos juntos. La gente que me veía por la calle me miraba diciendo sin abrir la boca: No lo hagas. No la corrompas. Es de todos. No la acapares. No. No. NO.

Esa fue la desgracia, que me vieron con ella. Y ella insistió en cenar conmigo, en su casa. Al final acepté. Antes de que se cerrara la puerta del portal a nuestras espaldas, se escuchó desde fuera: ¡Eeeeeh!

Ese grito anónimo iba para mí. Era un aviso. No lo quise escuchar. La mitificación lleva a la paranoia. La paranoia no lleva a nada bueno. El efecto que producía Sandra en el barrio era parecido a cuando antaño se quemaban a las mujeres que se sospechaban brujas. Sólo que Sandra era el ser divino, la Diosa. Y tenía que ser para todos, detrás de su mostrador, sonriéndonos. Para siempre.

No pude evitarlo. Seguí saliendo con ella. A la gente no le hacía puñetera gracia vernos pasear juntos. Aunque sólo fuéramos amigos. Aunque ni se nos ocurriera besarnos. No éramos pareja. Yo no me atrevía a verla como mi novia. Imagínate a una cristiana devota enrollándose con Jesucristo. No había valor suficiente para tomar una actitud de querer “algo más”. Y obviamente ella no me veía como un novio. Era como si Sandra hubiese estado mucho tiempo esperando tener a alguien con quien poder hablar. Acostumbrada a que todo el mundo se redujera a un saco de nervios ante su presencia, debía haber pasado mucho tiempo sola.

La empujé a perseguir su sueño; Londres, interpretación. Otro error. No sé si lo hice por quedar bien, o fue un acto egoísta, o estaba enamorado, o que. Pero acabé convenciéndola.

No será para tanto, pensé, la gente se olvidará de ella, hay más chicas guapas, centenares. Además, ella no es la solución a nada; no es una reencarnación de Jesucristo. No es un salvador. No es un Ángel. Sandra no es lo que la humanidad crédula y supersticiosa está esperando.

Pero andaba equivocado pensando todo eso. Porque era lo que la gente pensaba lo que importaba. Los demás creían que sucedería algo algún día. La carnicera nos iba a salvar a todos. Tenía algo especial. Y yo la eché de nuestras vidas. Al la mierda con el rayo de luz matutino. Se acabaron las sonrisas y la sensación de esperanza cuando la veías.

El día que se fue a Londres, como un mes después de nuestro primer encuentro, comencé a tener miedo. En mi buzón se habían ido acumulando cartas de amenaza, o simplemente insultos en papeles roñosos. Me dio un abrazo antes de embarcar. Que gracias por todo. Que me escribiría. Estaba tan anonadado con ella que debía parecer su amigo gay. Y se fue. Mi final.

 

Cuando la vida se convierte en una mezcla de lo que quieres y lo que no puedes alcanzar, y si las dos cosas son la misma, pues el futuro se convierte en una amenaza. Lo que quería mi barrio era tener a Sandra, pero ya no la iban a tener. Ya llevaba meses en Londres con sus cosas, sus sueños. El futuro amenazante se cernía sobre mí. Una noche alguien tiró una piedra a mi ventana, destrozándola. Se oían insultos desde la calle; gritos: ¡Qué has hecho con ella!

Oí cómo varias personas subían hasta mi piso. Golpeaban mi puerta con algo realmente grande, para destrozarla. Me hice un ovillo en mi habitación, escuchando el estruendo que hacía la puerta, astillándose. Hasta este punto se te puede desquiciar la vida. Lo que queremos son misterios, entes, ovnis, magia. Queremos belleza. Le di al botón de llamada de mi móvil, esperando a que Sandra me cogiera el teléfono. Lo cogió al tercer tono, con mi puerta soltándose de los goznes;

– ¡Sandra!

– Sí, dime, ¿qué te pasa?

– ¡¿Tú quien eres?! ¿Eh? Porque esto ya se ha salido de madre…

– ¿Que quién soy? ¿No te acuerdas? La carnicera… ¿Qué te pasa?

– Sólo llamaba para despedirme. Pero… ¿No serás Jesucristo? ¿O un Ángel? ¿O algo así?… ¿No, verdad?

 

 

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Manzana Smith

– Toma una manzana, cariño. – le dijo Juliana a su hija Mabel, sentadas las dos, un día, bajo un árbol. Mabel protestó;

– No, se me hacen muy pesadas…

Juliana era frutera, y cada día intentaba inculcar a su hija la importancia de la fruta. Le habló de todos los tipos de manzana, y de lo jugosas que están, y de que le daría un trozo, no tenía por qué comérsela entera.

– Es una manzana Smith, cariño, prueba un trozo… y mastica bien.

Mastica bien, le decía siempre, cuando comía.

Y ese día, Mabel, con seis años, comprendió. La fruta es sana, decía Juliana. La manzana Smith tiene vitamina A y vitamina C. La manzana Smith tiene ácido fólico, y un cero en colesterol.

Así que, en su niñez, Mabel se aficionó a la fruta, a la importancia de la fruta.

Y después, creció de forma acelerada. Hasta hoy.

 

El machismo esta en casa de Mabel como lo están los muebles. Simplemente no es un motivo para discutir porque jamás se ha planteado como algo ni tan siquiera extraño. José gana más que Mabel y cree que es así porque así es como debe ser. La opinión de Mabel sólo es la opinión de Mabel, sin más. Ruido de fondo.

Mabel trabaja como sirvienta para una familia que la trata peor que a las plantas de su aburguesada casa.

Nunca ha tenido demasiada suerte. Un condón roto la dejó embarazada y su familia de costumbres, toros y fútbol los domingos, no podía obviar una boda de penalti. Su hija se había equivocado, según ellos, y por tanto tenía que casarse para bien o para mal.

¡Haberte aguantado a estar casada con alguien que te gustase de verdad!, gritaba su padre, con lágrimas en los ojos, ante la mirada triste de Juliana, que miraba esas escenas como un mueble más, como las cortinas. Tu mujer, tu casa, tu coche. Objetos.

La boda fue a contrarreloj. Había que provocar dudas en las cuentas de la gente. Una vez casada, y muy poco después, hubo problemas con el embarazo, y se tuvo que provocar el aborto. Su padre, en silencio, nadó en el alivio, porque aún no habían hecho público el embarazo; se le notaba en la cara. No habría comentarios ni habladurías. Todo parecería un verdadero matrimonio por amor; a veces pasa, que las cosas, sólo parecen.

-¡Mabel! – grita Dorotea. Dorotea es la mujer de la que recibe ordenes Mabel; es la señora de la casa. Dorotea y Nicolás Aguirre son algo así como nuevos ricos. Una de esas familias que vivía al borde del abismo económico cada mes, y que por un golpe de suerte, pasó a nadar en la abundancia; es decir, una de esas familias que se ha convertido en todo lo que odiaban y menospreciaban; es lo que llamarías adaptarse sin problema. La mayoría de días Mabel recibe una soberana bronca por culpa de unas motas de polvo o un suelo que no está suficientemente brillante; una bronca que, como hoy, comienza con el grito: ¡Mabel!

¡Niña!

– Sí, señora – resopla Mabel, que ha venido corriendo desde la cocina hasta la enorme sala de estar, en la que Dorotea la mira con menosprecio y enseña a Mabel el dedo índice manchado, y después, señala hacia uno de los suntuosos muebles suecos.

En la casa de los Aguirre podrías despertar un día con urgencia por algo tan diario como tener que mear, y te lo harías encima, de camino al lavabo más cercano; la casa es así de grande.

Tras otro día y otra bronca Mabel llega a casa. José está sentado en el sillón, esperando, como todos los días, a que Mabel haga la cena. Y así un día tras otro. Mabel no se plantea ni por un momento el decirle nada sobre hacerse la cena él mismo; sencillamente esa idea es absurda. La utopía rodea a Mabel. Piensa en algo antinatural. Y no es una cuestión de miedo, José nunca le ha levantado la mano; nunca la ha maltratado en el sentido físico de la expresión.

Cinco años casados y ni una sola discusión. Todo monotonía. José lo acepta así. Mabel había sido de las guapas oficiales del pueblo, y ahora, la quisiera o no, la tenia para él, todos los días, desayuno, comida, cena… y si no estaba demasiado cansado por la noche…

Ella no protestaba, actuaba con sumisión. Una sumisión totalmente aceptada por todo el mundo. Nunca nadie se había compadecido de ella. Sin embargo, ella se iba llenando poco a poco de furia. En esos momentos de furia cogía una manzana. Se comía la manzana pensando en su madre, de la que sólo había heredado sumisión, y un tipo de esclavismo rural del que no se veía capaz de salir.

Un día, después de hacer el amor, Mabel preguntó eso tan manido, que, en esta ocasión, parecía estar más que justificado;

-¿Tú, me quieres?

José no dijo nada. Se la había metido a Mabel; siete sacudidas fuertes y ya había esperma en el condón. Después no contestó a ninguna pregunta. Se hizo a un lado, y a los dos minutos, roncaba.

A veces Mabel deseaba que José la pegase. Deseaba ir un día a la policía con la cara amoratada, sangrando, destrozada. Quería huir de aquella vida que le había tocado vivir. Vivía con un parásito que se reía de ella si abría un libro, o si intentaba llegar a él de alguna manera que no fuese sexo. Mabel llevaba lanzando besos a la nada durante cinco años. Pronto se comenzaría a arrugar y nadie la querría, y con José, no podía contar. Podrías llamar a esto previsibilidad prevista. Amor no correspondido a la fuerza.

En un día amarillo de sol, Mabel hace la cama de matrimonio de los Aguirre, y se queda encima, sentada. Justo en frente hay un ventanal enorme. Mabel saca de su bolsillo un pequeño frasco. Los venenos narcóticos actúan sobre el sistema nervioso central; sobre órganos como el corazón. Mabel mira el frasco; elucubra, y se lo vuelve a meter en el bolsillo. Cuando quieres liarla bien gorda a veces se antoja más fácil encontrar veneno que un arma de fuego. Venenos para muertes elegantes. Una vez tienes el arma mortal en la mano hay que tomar decisiones. Llega un momento en la vida en que las consecuencias de los actos dejan de importar; lo importante es estallar, llevándoselo todo por delante, y Mabel está encendida, y la mecha se acaba.

También sería importante conseguir una jeringuilla, piensa.

Las cosas un día se empiezan a descontrolar y te echan a patadas de tu rutina. Mabel tenía planeado cambiar su rutina. Las circunstancias le ayudaron, de forma chocante. Sorpresa.

Cenaba con su marido unas horas después de sostener aquel frasco de veneno en las manos, después de haber conseguido, al fin, una jeringuilla, gracias a una amiga, que no hizo preguntas.

Llegados los postres, las manzanas llegan. José, sin casi haber acabado de masticar su carne del primer plato, muerde la manzana con avidez; como el animal que es. El mordisco es enorme. Hay un gran trozo de manzana Smith en su boca, y realmente empieza a sufrir por tragársela, con los ojos llorosos. Hace el gesto de tragar, y al instante abre los ojos con terror. Comienza a señalar su espalda mirando a Mabel, y también comienza a ponerse morado. Se levanta de la silla y cae al suelo agarrándose el cuello. Se queda tirado panza arriba, comienza a sufrir temblores en su pierna derecha; convulsiones. Mabel le mira, de pie, observando, la importancia de la fruta. Las vitaminas A y C no tienen nada que hacer esta vez, olvida el ácido fólico. La pierna deja de temblar en poco tiempo. Y un susurro dice;

– Mastica bien…

El cielo está tapado. Es algo que importaría a los Aguirre si no vivieran bajo sus lujosos techos, aislados de todo, y de su pasado. Las ventanas son más adornos que otra cosa.

Los comensales e invitados de los Aguirre cenan a gusto. Mabel mira desde el ostracismo. Dorotea la mira;

– ¿Niña, qué clase de carne es esta?

Piensa en esos cuchillos que cortan el hueso, con los que podrías despedazar a cualquiera. Imagínate que se han acabado los escrúpulos, en general. Consigue la salsa adecuada. Una de las invitadas replica:

– Deja a la chica, está buenísimo, y seguro que se ha pasado la tarde cocinando.

Mira el postre. En el centro de la mesa hay una cesta a modo de adorno, llena de manzanas, por supuesto manzanas reales, no de plástico; manzanas Smith, apetitosas, y en las que está escrito el futuro. Nadie ve el agujero de una aguja en una manzana.

 

 

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Tu fin

Te esperé y esperé. Yo. Que nunca suelo esperar. No suelo tener paciencia. Y no miré el reloj ni una sola vez. Lo malo de la mayoría de heridas es que no van a cicatrizar, y lo único que queda es desahogarse. Lo quisiera o no, el sudor frío me bajaba por la espalda; cercos húmedos en mis axilas; un bate de béisbol en las manos, sujeto en tensión. Y te seguías haciendo esperar.

Debiste cenar solo, como siempre, y debiste pensar que después bajarías la basura sin más, como siempre. Cenar, bajar la basura, ver la tele y a dormir. Como siempre. La rutina juega a favor de la maldad. Donde mejor hecha raíces la venganza es en la rutina. Tu rutina hace especiales los accidentes. Tu muerte hará especial tu vida. Porque tú pensabas que ese día sólo iba a ser uno más. No esperabas que fuese a ser el último. No esperabas, no pensabas. Cuando la torturaste hasta la muerte, no pensabas en que el siguiente en la cola eras tú. Piensa en ella como en tu vida. Piensa en tu vida como en algo corrosivo. Piensa en lo corrosivo como en mí. Yo, con el bate de béisbol en las manos; esperándote. Y pienso en esta espera como en el único acto de arrojo en mi vida. Redúcelo todo a una venganza barata. Callejera. Piensa en las calles como en ese sitio en el que podrías morir. No, dirás, pero por eso mirabas a ambos lados al cruzar la calle, mentirosillo. Piensa en la muerte esperándote en el umbral de tu puerta. Lo que tienen las cosas malas es que se pueden colar por cualquier rendija, para venir a verte. Pero para las buenas normalmente hay que salir ahí afuera a luchar durante años.

Pero a ti ya te daba igual. Porque yo te estaba esperando. Lo que llamabas vida iba a tocar a su fin.

Y esperando, oía los ruidos de tu vida miserable en tu piso de soltero; estabas solo y asqueado y casi deseando que pasase algo, ya fuera bueno o malo. Y esperando, pensaba: no debiste hacerlo. No debiste tocarla. Porque ahora la moral y la educación y el pasado ya se han convertido en armas sociopolíticas. El resultado de lo que ha sido tu pasado se puede reducir a una pistola, a una borrachera, a un enfado. Mi pasado, ya, era un bate de béisbol. Esperándote. Lo que no sabes es si existe el destino. No los sabías. Pero yo sí podía presumir de eso. Yo me convertí en tu destino cuando al fin abriste la puerta, con la bolsa de basura apestando, y te di un golpe en la nuca. Un golpe controlado. Caíste al suelo haciendo ruido. Como un saco de patatas inconsciente.

Te enrollé dentro de una alfombra, con la vida pasándome por delante mientras rezaba para que nadie nos viera. Nadie más podía compartir nuestra velada. Y a cuestas, te bajé. Hasta mi coche. Te dejé un momento en el suelo. Abrí el maletero. Y ahí te metí.

Te portaste bien. No te despertaste durante el camino. Cuando todo va según lo previsto siempre es la muerte lo que hay al final del camino; y si todo va mal, también. En este caso la cosa no iba ni mal ni bien; o iba bien según mis planes, y mal según el plan divino. Pero es igual, la muerte espera al final incluso si estás indeciso. Perdóname, Dios, pero esto lo tenía que hacer. Mientras conducía de camino a casa, contigo en el maletero, recordaba todos los domingos con mi madre en la iglesia. Y a mi madre muerta a manos de mi padre borracho. Otro borracho más y otra muerta más. Y mi límite ya estaba superado. Me dije: se acabó. El cuarto mandamiento ya no forma parte de mí. Sólo tú formabas parte de mí. Tú ibas a ser mi Dios hasta que estuvieras muerto. Podías pensar en el maletero de mi coche como en tu Limbo particular; pensar en tu casa como en el cielo; y en la mía como tu repugnante final.

Llegamos hasta mi bloque de pisos y te metí a patadas en el ascensor. Enrollado en la alfombra de tu sala de estar aún no despertabas. La idea no era que ya estuvieras muerto. Seguías inconsciente y esa era la idea. Abrí la puerta de mi piso contigo a cuestas. Arrastré tu cuerpo inmundo lleno de tu última cena. Escuchaba la retención de líquidos y la comida mientras se labraba tu última digestión. Tu barriga se salía de tu camiseta y babeabas por la boca. Te puse en mi cama de matrimonio, dentro de mi piso, en el que antes vivía con ella. Te até en firme con cuerdas, a las patas de la cama. Tuve que esperar. Otra vez esperar; y hasta llegué a poner la oreja en tu pecho por si habías dejado de latir; pero no; continuabas vivo. Y hasta pasada una hora no despertaste, aturdido, encerrado, atado y a mi merced. Te amordacé la boca para no escuchar preguntas. Te enseñé la foto de mi mujer, de tu víctima, de tu muerte. Luego, fui a buscar la lata de gasolina.

Te retorcías como un imbécil. Tenías que haberte visto. Mi niña del exorcista.

Vacié la lata de gasolina encima de ti mientras tus ojos me miraban desorbitados. Y gruñías y gruñías. En un rincón de la habitación me esperaba una maleta. Para huir. Me mirabas mientras sacaba un mechero de un cajón de la mesilla. No te engañaré; mi primera idea era rociar toda la habitación de gasolina, y dejar una vela encendida en algún sitio. Pero ahora sabrás que esto fue más seguro, más efectivo; aunque menos divertido. Tiré el mechero encima de ti y se iluminó la habitación. Tranquilo, por si te interesa, no murió nadie más. Cuando comenzaron a notar el humo los vecinos, yo ya estaba lo suficientemente lejos. Y tú ya estabas muerto. Los bomberos entraron destrozándolo todo, apagando el piso. Y ahora ríete un rato: hasta que se descubra la verdad, me encontraron a mí suicidado. Mis restos irreconocibles se fueron contigo, hasta que mi muerte de verdad convierta mi vida en algo especial.

 

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Áreas de descanso

Estamos en un bar de carretera; un lugar de paso, de esos en los que te sirven imitaciones de buena comida, y que incluyen quioscos en los que puedes encontrar la prensa del día y revistas y bestsellers. Estamos en ese lugar en el que paras de camino a tus vacaciones. Vives eso que esperabas desde hace meses y no quisieras estar planteándote el hecho de que quizá te estés aburriendo. Puede que te pases todos los días teniendo que coger el coche para ir a trabajar y te quejas del tráfico y de tener que madrugar. Te quejas de tu vida, y cuando llega el momento de “desconectar”, lo que haces es levantarte un día a las cinco de la mañana, para coger el coche, para pasarte un montón de horas de carretera hasta llegar hasta el lugar que tú y tus amigos habéis decidido que será inolvidable. Al final, piensas, todo es comer en otro sitio, beber en otro sitio, tener resaca en otro sitio; hasta que se acaban las vacaciones y vuelves a comer y beber y tener resaca en los sitios de siempre, en tu ciudad. Hay distintas formas de verlo. Todo es según el enfoque que le des, claro. A esto, pienso, puedes llamarlo pesimismo, pero puede que no hubiera pesimitas si no existiera esto.

El destino mío y de Marta y de Marc es un pueblo rural. Un pueblo rural que está a unas diez horas de coche; a ocho si eres confiado al volante; y a doce si eres cauto. Si eres de los que dice que tú allí te plantas en seis horas, pues bueno, puede que sí que acabes pareciéndote a las cosas que se plantan, o muerto. Es lo malo de viajar en coche, que puede que no seas tú el que conduce. Nos comemos nuestros bocadillos entre muecas y comentarios sobre la comida aquí, y volvemos al coche. En este caso conduce Marc. Quedan unas cinco horas de viaje, teniendo en cuenta que Marc es de los cautos, de los que no se deja influenciar por los anuncios televisivos y la cultura de la velocidad. Y ya dentro del coche, si me preguntaras qué coche es, tendría que pensarlo unos minutos. Así de desconectado estoy de esas cosas. Con los conductores que aman la velocidad me pasa como con los toreros: me apenan poco sus muertes. Si hojeo una revista de coches y actualidad motorizada, a más hojeo más me cabreo. Puede que sea inexplicable, pero ahora, aquí, nuevamente metido en este coche de segunda mano, todo lo que digo me parecen cosas bastante cuerdas. Mis amigos, ante mi perorata cínica, lo que hacen es asentir y reírse de mí. Hacen bien. Mientras miro por la ventanilla y veo pasar el campo y las montañas y esa naturaleza reciclada para instalar torres de electricidad y construir carreteras, pienso en que es mejor que mis amigos no sean como yo. El contrapunto hace falta. La novia perfecta para mí debería ser alguien luminoso y vital. Podría ser Marta, si no fuera porque está con Marc.

La sensación que condiciona todos mis pensamientos del viaje es el hastío. No hay verdades absolutas, solo verdades momentáneas, que son esas cosas en las que crees en el momento que las dices. Puede que pasen los días y mi situación personal sea otra, y entonces mis verdades momentáneas serán otras. El optimismo y el pesimismo se funden. La subjetividad puede ser objetividad, y hay tantas objetividades como opiniones. Es por eso que yo ahora puedo cagarme en el mundo si me da la gana. Yo no quería ser aquí el aguanta velas. La gente siempre anda empeñada en clasificarlo todo, en etiquetarlo todo como si la vida fuera de eso. Verdad o mentira, optimista o pesimista, feliz o desgraciado, hombre o mujer, vida o muerte; como si todos esos conceptos no llevaran siglos mezclándose y arrasando nuestra educación de etiquetas. La verdad, siempre estoy pensando: vamos hombre, no me jodáis.

Lo que ocurrió es que se me prometió que esto iba a ser una cosa entre tres amigos. Pero lo que no sabían ellos es que Marta es lo que cuenta más en mi cabeza desde hace años. Y el esfuerzo por esconder eso que siento es lo que hace que ahora esté aquí viendo cómo ella acaricia la mano de Marc cada vez que él cambia de marcha. En la radio suenan radio formulas modernas en las que el efectismo intoxica toda la programación. Más que canciones son separadores; más que cultura, dinero; más que locutores, gilipollas. Y con eso vamos todo el camino, porque la radio rota no se traga los discos. Si Dios existe y nos castiga, seguro que lo hace con detalles así. Las nuevas plagas deben ser las radio formulas, el petróleo, la prensa del corazón. Puede parecer que no, pero así Dios puede estupidizarnos todo lo que quiera.

Dos horas antes de llegar, paramos en otra área de descanso. Otro lugar lleno de familias con aspecto cansado de horas y horas de viaje, comiendo lo que sea que sirvan en el local. Hacemos cola en esa especie de barra a modo de self service, al final de la cual una chica te cobra lo que ve en tu bandeja. Ya sentados yo me como algo que quiere parecerse a un bocadillo de queso y jamón dulce. Juraría que no hay queso ni jamón dulce si no fuera porque los veo entre las rebanadas de pan, y Marta me dice:

– Tío…

Me dice: Tienes mala cara.

Y digo que nada, que lo de siempre, que ando mal del estómago. He substituido el rechazo sentimental por un dolor de estómago que ya hace años que dura. ¿Puede seguir uno ensimismado en alguien aun sabiendo que no va a ser correspondido nunca? Pues sí. ¿Qué putada, no? Ni que lo digas.

Luego, otra vez, a la carretera.

Ya no falta mucho para llegar cuando un camión se nos planta delante, comiéndose carril y medio, tapando visibilidad y haciendo que Marc pierda los nervios. Si quieres que un humano se enfade de verdad sólo tienes que dejarle conducir. Marc comienza a hacer eses detrás del vehiculo. Si hay algo que debe molestar a los camioneros, pienso, son los periodos vacacionales; las carreteras que ellos han usado todo el año de repente se ven invadidas por cochecitos que no quieren saber que hay gente que trabaja en la carretera. Marc comienza a pitar. Como si fuera a solucionar algo. Son esas vías de escape; el claxon de tu coche, la masturbación, los contratos basura. Y Marc pita otra vez. Las vidas se reducen a vías de escape; quisieras follar con las chicas de los anuncios, pero para eso ya tienes a tu novia; quisieras cambiar de trabajo, pero para eso tienes que dejar el que tienes. Vías y más vías de escape. Y Marc vuelve a pitar. Verdades momentáneas salen de su boca, escupidas. El camión seguramente no puede acelerar más. La carretera se hace más y más estrecha en nuestra cabeza, y el camión cada vez más grande; y el tiempo pasa deprisa; nuestras vacaciones detrás de un camión, en áreas de descanso, en un coche de segunda mano. Marc deja cierta distancia entre vehículos, para disponerse a adelantar. Hay una curva demasiado cerca, y no se ve nada. Pero Marc acelera para adelantar, y claro, después, un coche viene de frente. Sin tiempo a reacción mi cuerpo sale disparado contra el asiento delantero de Marc. No saltan los airbags. Marta pone los pies en la guantera y se lleva los brazos a la cara. Marc sale escupido contra el cristal y los morros metálicos se chafan como acordeones mientras nos llueven cristales a menos velocidad de lo que cabía imaginar.

Cuando despierto aún no oigo sirenas. El camión no se ha quedado a socorrernos. Veo que el conductor del otro coche ahora está dentro del nuestro, encastado al lado mío, en el asiento trasero. El cuerpo de Marc está en el capó del coche. Cuando miro a Marta ella también está despierta, aunque con las piernas atrapadas en chatarra. Ni el otro conductor ni Marc llevaban puesto el cinturón. Un despiste, pienso; el conductor cauto ha sido incauto; yo llevaba el cinturón puesto aun en el asiento de atrás. Marta me mira a través de la sangre de su cara, y sollozando me dice que ve los sesos de Marc, que no quiere verlos. Alzo la cabeza y veo el craneo de Marc convertido en una nuez gigante y machacada, desparramada entre la chatarra. Me noto las piernas. Respiro aliviado un momento. Pruebo a moverme, me toco la cara empapada de sangre, pero veo que no tengo nada aparentemente grave, aparte del brazo derecho, que me duele intensamente. El cinturón me ha hecho un corte en el cuello y se ha roto, pero el asiento delantero me ha salvado, dejándome casi intacto. Eso sí, estoy atrapado. Marta tiene las piernas machacadas. Al poco rato de despertar se ha desmayado. Y aquí, dolorido y en estado de xoc, no puedo para de mirar los sesos de Marc, sin sentir nada concreto. Saco el móvil para llamar a una ambulancia. Saltan los airbag.

La chica al teléfono me atiende, y me dice que dónde ha sido el accidente. Y yo digo que yo qué sé, y me pongo a pensar. Y a llorar.

 

Cuando despierto en una habitación de hospital, lo primero que me hace abrir los ojos es la idea de que Marc ha muerto. Apenas tengo ángulo de visión porque me han puesto un collarín. Acierto a ver un mp3 en la mesita que hay con acceso a mi brazo sano. Eso quiere decir que mis padres me conocen bastante bien, y que ya han pasado por aquí. En la cama de al lado está Marta. Está despierta, rodeada de ramos de flores, toda enyesada y llena de autógrafos a rotulador.

– Marta…

Silencio.

– Hola…

Silencio.

– Cómo estás…

– Pensaba que me iba a quedar sin piernas…

Silencio.

– Pero te vas a poner bien ¿no?

– … Sí…

Alivio. Mío.

Estoy muy cansada, dice.

Casi no te has hecho nada, dice.

– Es verdad, he tenido suerte.

Me incorporo todo lo que puedo, para mirarla. Tiene la cara roja de haber llorado durante horas. Muerto. Y yo vivo y sano. Y ella también. Y comienza a cerrar los ojos. Comienza a dormirse.

Yo cojo el mp3. Me coloco los auriculares. Lo pongo, y la primera canción que hay es No surprises de Radiohead. Y su estribillo en forma de nana, dice: No alarms and no surprises… Aunque sorpresas, lo que se dice sorpresas, a veces sí hay. Y sí, a todo esto puedes llamarlo pesimismo, pero ya sabes. Las canciones, las historias, los accidentes. Y mientras la tonada bella y triste suena en mi cabeza, Marta me mira, despierta otra vez. Yo me quito los auriculares, y seguramente nos es un buen momento (¿pero cuándo lo es?), y le digo que le tengo que decir una cosa.

 

 

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Agujeros

Despierto: estoy en un agujero. Es un agujero en la tierra. Es redondo y lo suficientemente hondo para que no pueda salir. No salgo ni de broma. Hay barro; y también hay conmigo, en el agujero, una televisión y una Play Station, las dos llenas de barro seco por encima, como varias capas de polvo. Es todo eso que pienso; todo es confuso y se cierne sobre mí. Sí, y además, el fondo esta lleno de pastillas de muchos colores, y también hay dos jeringuillas. Debo estar en un descampado, lejos. Aquí tiran la inmundicia y no sé como he llegado hasta aquí. En serio, ni idea.
Lo peor no es no poder salir del agujero; lo peor es que no sé dónde está el agujero. La sensación de perdición es completa. Grito, pero claro, nadie acude. Es como si el mundo entero se hubiese desentendido de mí. Sí, y además estoy pálido, completamente enfermo. Mi estado a la vista es lúgubre; tengo la sensación de llevar años aquí metido; toda mi vida. Si miro hacia arriba, el cielo se limita a una luz tenue recortada por los bordes de este lugar. Todo esta oscuro, claro. Por el tamaño del agujero deben haber sido tres o incluso cuatro personas las que lo han cavado. Sí, pienso, como tres o cuatro. Lo que hago es ver las horas pasar, y puedo tocar cada minuto y cada segundo se me clava en el pecho.
Todo eso, sí; hasta que pasa algo. Al cabo de mucho, mucho tiempo, una chica alta y morena me mira desde arriba, desde fuera del agujero. Ha acudido sin yo haberla llamado. Estoy salvado.
Me lleva en su coche. Insisto en invitarla a algo, a comer o a un café, pero no sabe qué hacer. Me escruta con la mirada intentando tomar una decisión. ¿Qué se puede pensar de alguien que ha estado metido tanto tiempo en ese agujero? Pero respiro; parece que no quiere escarbar en mi pasado; por suerte, prefiere no preguntar. Dice que se dirigía a la peluquería. Te acompaño, le digo. Y ella sonríe.
Una vez allí, Carolina, que es como se llama mi salvadora, me presenta a Carolina, que es la peluquera; son amigas. Carolina 2 tiene un curioso discurso sobre las ventajas del sexo anal;
-El otro día lo probé – comenta con su voz chillona – y de verdad, ¡es increíble!, tenéis que probarlo, no sabéis lo que os perdéis. Con el sexo hay que utilizar los tres agujeros, tenéis que explotar todo vuestro potencial. Pensad que si la vagína no tan solo se limita al hecho de la procreación, la boca no tiene que ser tan solo para comer, y el ano no solo para… en fin, ya sabéis – sonríe estúpidamente.
Yo, al lado, tengo a dos tipos que están esperando su turno. Los dos tienen el pelo muy corto y no entiendo qué hacen allí. Carolina, mi salvadora, tiene para rato, y les atiende el novio de Carolina 2. Al rato salen los dos de la peluquería, con el pelo muy corto.
Mi primer día con Carolina fue así; lo pasé en la peluquería, mirándola en el reflejo del espejo, de todos aquellos espejos. Después seguimos saliendo todos los días, al cine, al teatro, a pasear, a cualquier sitio. A ella le gustan las discotecas, siempre que fueran grandes y estuvieran atestadas de gente que busca; unos drogas, otros pareja, y otros el mítico polvo fácil.
Y van pasando las horas, los días, las semanas; tres meses. Otro día nos metemos en un centro comercial. Ella busca un libro. Lo encuentra: “Todo está iluminado”. La portada es chillona y llamativa. Creo que va sobre el holocausto, cómprate otro, ese tema esta muy manido, le digo. Cállate gilipollas, me responde. Suelta tacos porque sabe que me hace gracia; pillarla diciendo un taco a ella es como pillar a un cura masturbándose, y me hace gracia y ya he dicho eso, y además de hacerme gracia, me hace sentir violento.
Y un día, mi salvadora, sin más, se va. Se va una semana por motivos laborales. Yo quiero ir con ella. Te aburrirás, me dice.
Paso los días esperándola, casi sin hacer nada más. Voy a los sitios que voy con ella. Hasta voy a visitar a su versión ninfómana: Carolina 2. Esta muy animada, como siempre, pero no consigue animarme. Todo se arremolina a mi alrededor haciéndome sentir mal y rodeándome y asfixiándome. La vida sin la salvadora me asfixia.
Pero incluso lo malo acaba, aunque sólo sea de forma temporal.

Por fin llega el domingo, y por fin llega. La veo desde lejos, fuera de la terminal. El viento sacude su pelo, lleva minifalda, el día está soleado. Soy feliz.
Todo está iluminado.
Pero voy a besarla y me aparta la cara. Algo ha pasado. Titubea. No sonríe. Me coge el brazo y me sube la manga. Hay agujeros, rojos, amoratados, al descubierto, desnudos. Los drogadictos podemos ser muy discretos si lo queremos. Yo lo que hice una vez es comprar mucho maquillaje. Hasta que un día se te olvida maquillarte y la situación lo requiere.

Lo estaba dejando de verdad, pero ella se fue. Mi salvadora. Alguien le ha hablado de mí; de mi mí de verdad.
-Si en lo más importante me has mentido, no puedo confiar en ti. – dice seca y rotunda. Y se va.

Y adiós.
Yo me quedo petrificado. Me limito a volver a casa. No la volveré a ver más. De todos modos no sabría qué decirle. Camino por la calle hundido, con los hombros caídos. Cruzo los pasos de cebra a cámara lenta. Los coches me pitan, los conductores me insultan. Me da igual. Me da igual todo, pienso otra vez. Me vuelve a dar igual todo, joder.
Llego a casa. Pongo la tele y me aferro al mando de la Play Station. Así, hasta el día siguiente. Luego, horas o días más tarde, alguien llama a la puerta. Por el ruido tienen pinta de ser tres o incluso cuatro personas. Les abro. Les conozco. Proveedores. Cuando se van, la mesita de enfrente del televisor está salpicada de pastillitas de colores. Y también hay un par de jeringuillas. La felicidad artificial es como un trabajo con contrato indefinido; en cualquier momento te pueden echar; en cualquier momento puedes morir. Es una lastima que no existan los trabajos naturales.
Pasa el tiempo, los días, supongo. Y la consola ya no me entretiene. Empiezo a abandonar los objetos, y empiezo a abandonar la casa, conmigo dentro. Las esquinas desparecen; la luz desaparece; cierro las ventanas; me ciega la luz. La habitación se estrecha como en un crujido constante que sólo yo debo oír. Y si todo está iluminado a mí me da igual. Esto vuelve a ser mi holocausto particular y personal e intransferible. La cosa vuelve a ser confusa y otra vez todo se cierne sobre mí. Se pierden las formas y la perspectiva y otra vez estoy perdido y lejos.

Vuelvo a estar en un agujero.

Y dentro de mi agujero, el de siempre, pienso en Carolina 2. Y pienso en Carolina. Y creo que quizá prefiera tener tres agujeros y no utilizar ninguno, a vivir en uno conmigo, y no poder salir de él.

 

 

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Absurdos

Abro la puerta del piso, la cierro, y en el pasillo de entrada tropiezo con una pantalla de ordenador que hay en el suelo, que hace dos horas no estaba ahí. Pienso: joder, Clara. Tener un piso pequeño siempre conlleva algunos problemas, pero esto es demasiado. Si abriera el cuarto trastero, teclados de ordenador y batidoras y televisiones se me vendrían encima. El comedor también está lleno de trastos por los suelos. En la cocina hay una colección de microondas, unos encima de otros. El lavabo tiene la bañera llena de lamparitas y pisapapeles y todo lo que es material de oficina. Todo lo que hay, todos los aparatos y objetos, todos, funcionan. Caminar de noche por este piso sin encender la luz es inviable. Y aquí vivo yo, con mi novia. Con Clara.

Cuando caminamos por la calle ella mira a un lado y a otro. Normalmente la gente no depara en esos containers agrupados en dos o tres. Pero mi novia sí. Clara se detiene en frente de los containers, y da un paseo alrededor de ellos. Esto es a lo que se le ha puesto como nombre: “síndrome de Diógenes”. Sencillamente, si hay algo abandonado en cualquier sitio, y aparentemente funcional, por muy viejo y roñoso que sea, mi novia se lo va a llevar a casa. Si coges y te deshaces de tu viejo televisor de veinte pulgadas, si lo dejas al lado de unos containers y mi novia lo ve, pues bien, tu televisor acabará en mi piso bloqueando el paso del comedor a la cocina.

Cuando ella vivía con sus padres, en una casa, con sótano, el sótano era de ella; si su padre bajaba las escaleras a buscar su bicicleta estática, iba a tener que caminar por encima de muebles viejos y todo tipo de aparatos y desperdicios de segunda y tercera mano. Al paso del tiempo, todo estaba tan amontonado allí abajo que a mitad de camino por las escaleras te frenaban los objetos que ya rellenaban la mitad del lugar. Y cuando yo la conocí, si ibas a su casa y abrías la puerta de acceso a las escaleras de ese sótano, ya no se podía ni entrar. Ya era un cuarto trastero gigante y lleno; los desperdicios de todo el barrio.

Hoy íbamos de paseo, y la muchacha ha visto una lavadora abandonada. Me he negado en rotundo a cargarla y hemos discutido y ahora mismo estamos subiendo la lavadora escaleras arriba hasta el piso. Lo que argumenta ella siempre es que la gente tira cualquier cosa, cosas que funcionan; dice que no es justo que haya gente que no tiene nada y nosotros cambiemos nuestra tele porque está pasada de moda. Así que mi piso está lleno de monstruos analógicos; televisiones con tubos de imagen inmensos, relojes de cocina enormes, carritos de bebé plegados con vómitos resecos de hace años. Mi piso es el cobijo de las cosas que la gente ha apartado de sus vidas porque ya no daban la talla, ya no les definían como personas; esas cosas ya no eran dignas de seguir con familias de tanto nivel adquisitivo. Lo que ha sido substituido por Ipods y pantallas planas y tecnología puntera, todo, va llegando a mi piso. La lavadora pesa como un demonio. Cuatro pisos no son una broma. Cuatro pisos sin ascensor, según cómo, son una putada. En cada rellano nos paramos a respirar. Los vecinos nos ven como a mendigos de alto standing. Si lo piensas bien, hay mendigos que sobreviven durante años en la calle. A base de ese derroche de carácter tan occidental, y de rebote, los sin techo sacan tajada. Lo mismo que condena a tanta gente a vivir en la calle es lo mismo que los salva de morir en cuestión de días. Aplica lo de los objetos con la comida. Gracias a tantos días de ver a mi flamante novia revolver en la basura de la calle, sé que el derroche de la gente es desorbitado. En serio, es fascinante.

Ya no siento los brazos. La lavadora abandonada me está destrozando. Quedan dos pisos y ahora quisiera que mi novia fuera una derrochadora, una puta que se gasta millones sólo en perfumes. Aunque algo me hace pensar que si fuéramos ricos Clara comandaría a un numeroso grupo de trabajadores con salario mínimo; serían tíos que se dedicarían a llenar nuestra suntuosa mansión de objetos para delicia de mi millonaria y diogénica media naranja.

La revolución tecnológica que hace que la gente cada vez deseche su tecnología más pronto, está convirtiendo mi vida de pareja en una colección de días extraños. Como este; como hoy. No es sólo que esté cansado; es que hay cinco vecinos detrás de nosotros, en procesión, viendo cómo cargamos con este bicho. Les miro como diciendo: esa es mi novia, sí, esto es amor; todas esas películas que habéis visto eran una farsa; amor es cargar con una lavadora de segunda mano porque sí, porque tu novia quería. Miradme. Si Dios existe iré al cielo de cabeza.

Nos paramos en el rellano del tercer piso, y los vecinos nos observan sin decir nada y resoplando. Clara se disculpa. Yo no digo nada. Atardece. Esto es lo que iba a ser un bonito paseo de enamorados por el parque. Esto es lo que pasa cuando salimos a pasear Clara y yo.

Subir hasta el cuarto piso es una odisea. Si la lavadora no funciona, mi novia me dará un beso y me dirá: bueno, mañana tendremos que bajarla. Será como cuando no funcionó una vez una televisión, y otra televisión y otra; como diversas batidoras, equipos de música, torres de ordenador. Ese es mi pasado reciente, ir comprobando quién de mis vecinos tira las cosas porque no funcionan y quién no. Si me preguntas por el vecino del segundo segunda, te podría decir que la anterior generación de todo lo que había en su piso ahora está en el mío. Ese tío, si mañana surge un nuevo modelo de mesilla Ikea para poner su despertador encima, tirará la que tiene. Hay gente de clase media que cree realmente que nunca va a pasar por apuros económicos. Hay pisos y casas que renuevan su decoración cada pocos meses. Las modas hacen mella en la gente hasta tal punto que en mi piso ya mismo no vamos a caber. Eso es lo que más me preocupa. Esto es lo que se llama una preocupación física real. Si Clara coleccionara amantes yo no tendría que vaciar la bañera de cosas cada vez que quiero darme una ducha; los amantes vendrían y se irían. Lo bueno de las preocupaciones morales es que no ocupan espacio. Este tipo de pensamientos absurdos me pasan por la cabeza frecuentemente, mientras intento llegar hasta la cocina entre los trastos, o cuando busco mi taza de la suerte. Aquí, a cualquier tarea casera súmale cinco minutos como mínimo. Alguna noche nos hemos quedado sin ver la tele por la imposibilidad de encontrar el mando a distancia; los dos sentados en el sillón, sin saber poner la tele.

Al final llegamos al rellano del cuarto piso. Los vecinos están ya en sus madrigueras. Arrastramos la lavadora como podemos hasta la puerta. La abro. Los dos resoplamos agotados.

Luego, conseguimos enchufar el trasto. Lo comprobamos.

Al día siguiente el despertador suena media hora antes de lo habitual. Con los ojos aún pegados, comenzamos a bajar la lavadora, los cuatro pisos.

Procuramos ir a buen ritmo, pero con algo tan grande es una tarea difícil. Paramos en el rellano del tercer piso. Son las seis y media de la mañana y aun así es probable que lleguemos tarde al trabajo. Nosotros y también nuestros vecinos, que se acumulan otra vez, esta vez bajando, de camino a sus vidas diarias. Y mi novia murmura sin parar: perdón, de verdad, es que no funcionaba. Y yo, claro, no digo nada. Miradme, pienso, derechito al cielo voy a ir.

Continuamos nuestra marcha. Vamos bajando todos en procesión. Todos medio dormidos y memorizando la anécdota.

Llegamos al rellano del segundo piso. La gente comienza a meternos prisa. Van a llegar tarde al trabajo, dicen. Siempre estamos igual, dicen. Cogemos la lavadora. Ella antes, y yo desde arriba después, notando el cabreo de la gente detrás de mí.

Y no sé cómo sucede. La lavadora da un bandazo, se me escurre, y comienza a bajar escaleras ella sola. Volteándose. Llevándose a Clara con ella.

Al llegar al descansillo la maquina cae ruidosamente, encima de Clara, que ha bajado dando tumbos, arrastrada desde el segundo piso hasta el primero. Todo acaba para mi novia diogénica. Mi Clara. Todo acaba de sopetón. Todos los vecinos bajan a ver. Yo me quedo petrificado, atontado, inmóvil.

Cuando llega la ambulancia ya no hay nada que hacer. El cuerpo destrozado, la cabeza aplastada. Mi novia muerta. ¿Así es como pasan estas cosas?, pienso. ¿Así de golpe?

No sé quien es, pero un rato después alguien me empieza a abrazar, mientras levantan el cadáver de Clara. Luego, del edificio, nadie va a trabajar. Miradme, pienso aturdido y llorando, de cabeza al infierno voy a ir.

 

Días después ya he dejado de contar los días. El entierro y los abrazos y el consuelo, y todo, ha sido borroso, como capítulos de mi vida que aún no me quiero creer. La gente muere de vieja, o en accidentes de tráfico. La gente no muere así. Y menos si les quieres. La vida, me digo a cada hora, no puede ser tan absurda.

Quizá es una semana después de la muerte de Clara. Me encuentro viviendo con mi hermano y su mujer. Se casaron hace como cinco años; el tiempo de vida de algunas televisiones. En cinco años la mayoría de los objetos que te rodean ya han pasado de moda; esas cosas que se llevaría Clara consigo. La versión oficial es que Clara tuvo “un accidente”. La historia con detalles sólo la se yo. Bueno, yo y mis vecinos y los amigos de mis vecinos. Mi hermano me distrae todos los días. He dejado el trabajo. Mi hermano me distrae porque lo que hacemos últimamente es jugar a la consola. Nada más. No sé qué voy a hacer. Si vuelvo a casa, hay tantas cosas de ella que no podría soportarlo. Entraría en la cocina, por ejemplo, y vería todos los microondas amontonados, y me derrumbaría en el suelo, llorando. No puedo volver a Claralandia.

Y mi hermano me insiste todos los días: ¿Qué le pasó?, a mí me lo puedes contar. Y a solas con él, en cierto momento, le digo: tenía síndrome de Diógenes. Y él me dice: ¿es una enfermedad?

Sí, le digo, es una enfermedad nueva.

 

 

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