Tu fin

Te esperé y esperé. Yo. Que nunca suelo esperar. No suelo tener paciencia. Y no miré el reloj ni una sola vez. Lo malo de la mayoría de heridas es que no van a cicatrizar, y lo único que queda es desahogarse. Lo quisiera o no, el sudor frío me bajaba por la espalda; cercos húmedos en mis axilas; un bate de béisbol en las manos, sujeto en tensión. Y te seguías haciendo esperar.

Debiste cenar solo, como siempre, y debiste pensar que después bajarías la basura sin más, como siempre. Cenar, bajar la basura, ver la tele y a dormir. Como siempre. La rutina juega a favor de la maldad. Donde mejor hecha raíces la venganza es en la rutina. Tu rutina hace especiales los accidentes. Tu muerte hará especial tu vida. Porque tú pensabas que ese día sólo iba a ser uno más. No esperabas que fuese a ser el último. No esperabas, no pensabas. Cuando la torturaste hasta la muerte, no pensabas en que el siguiente en la cola eras tú. Piensa en ella como en tu vida. Piensa en tu vida como en algo corrosivo. Piensa en lo corrosivo como en mí. Yo, con el bate de béisbol en las manos; esperándote. Y pienso en esta espera como en el único acto de arrojo en mi vida. Redúcelo todo a una venganza barata. Callejera. Piensa en las calles como en ese sitio en el que podrías morir. No, dirás, pero por eso mirabas a ambos lados al cruzar la calle, mentirosillo. Piensa en la muerte esperándote en el umbral de tu puerta. Lo que tienen las cosas malas es que se pueden colar por cualquier rendija, para venir a verte. Pero para las buenas normalmente hay que salir ahí afuera a luchar durante años.

Pero a ti ya te daba igual. Porque yo te estaba esperando. Lo que llamabas vida iba a tocar a su fin.

Y esperando, oía los ruidos de tu vida miserable en tu piso de soltero; estabas solo y asqueado y casi deseando que pasase algo, ya fuera bueno o malo. Y esperando, pensaba: no debiste hacerlo. No debiste tocarla. Porque ahora la moral y la educación y el pasado ya se han convertido en armas sociopolíticas. El resultado de lo que ha sido tu pasado se puede reducir a una pistola, a una borrachera, a un enfado. Mi pasado, ya, era un bate de béisbol. Esperándote. Lo que no sabes es si existe el destino. No los sabías. Pero yo sí podía presumir de eso. Yo me convertí en tu destino cuando al fin abriste la puerta, con la bolsa de basura apestando, y te di un golpe en la nuca. Un golpe controlado. Caíste al suelo haciendo ruido. Como un saco de patatas inconsciente.

Te enrollé dentro de una alfombra, con la vida pasándome por delante mientras rezaba para que nadie nos viera. Nadie más podía compartir nuestra velada. Y a cuestas, te bajé. Hasta mi coche. Te dejé un momento en el suelo. Abrí el maletero. Y ahí te metí.

Te portaste bien. No te despertaste durante el camino. Cuando todo va según lo previsto siempre es la muerte lo que hay al final del camino; y si todo va mal, también. En este caso la cosa no iba ni mal ni bien; o iba bien según mis planes, y mal según el plan divino. Pero es igual, la muerte espera al final incluso si estás indeciso. Perdóname, Dios, pero esto lo tenía que hacer. Mientras conducía de camino a casa, contigo en el maletero, recordaba todos los domingos con mi madre en la iglesia. Y a mi madre muerta a manos de mi padre borracho. Otro borracho más y otra muerta más. Y mi límite ya estaba superado. Me dije: se acabó. El cuarto mandamiento ya no forma parte de mí. Sólo tú formabas parte de mí. Tú ibas a ser mi Dios hasta que estuvieras muerto. Podías pensar en el maletero de mi coche como en tu Limbo particular; pensar en tu casa como en el cielo; y en la mía como tu repugnante final.

Llegamos hasta mi bloque de pisos y te metí a patadas en el ascensor. Enrollado en la alfombra de tu sala de estar aún no despertabas. La idea no era que ya estuvieras muerto. Seguías inconsciente y esa era la idea. Abrí la puerta de mi piso contigo a cuestas. Arrastré tu cuerpo inmundo lleno de tu última cena. Escuchaba la retención de líquidos y la comida mientras se labraba tu última digestión. Tu barriga se salía de tu camiseta y babeabas por la boca. Te puse en mi cama de matrimonio, dentro de mi piso, en el que antes vivía con ella. Te até en firme con cuerdas, a las patas de la cama. Tuve que esperar. Otra vez esperar; y hasta llegué a poner la oreja en tu pecho por si habías dejado de latir; pero no; continuabas vivo. Y hasta pasada una hora no despertaste, aturdido, encerrado, atado y a mi merced. Te amordacé la boca para no escuchar preguntas. Te enseñé la foto de mi mujer, de tu víctima, de tu muerte. Luego, fui a buscar la lata de gasolina.

Te retorcías como un imbécil. Tenías que haberte visto. Mi niña del exorcista.

Vacié la lata de gasolina encima de ti mientras tus ojos me miraban desorbitados. Y gruñías y gruñías. En un rincón de la habitación me esperaba una maleta. Para huir. Me mirabas mientras sacaba un mechero de un cajón de la mesilla. No te engañaré; mi primera idea era rociar toda la habitación de gasolina, y dejar una vela encendida en algún sitio. Pero ahora sabrás que esto fue más seguro, más efectivo; aunque menos divertido. Tiré el mechero encima de ti y se iluminó la habitación. Tranquilo, por si te interesa, no murió nadie más. Cuando comenzaron a notar el humo los vecinos, yo ya estaba lo suficientemente lejos. Y tú ya estabas muerto. Los bomberos entraron destrozándolo todo, apagando el piso. Y ahora ríete un rato: hasta que se descubra la verdad, me encontraron a mí suicidado. Mis restos irreconocibles se fueron contigo, hasta que mi muerte de verdad convierta mi vida en algo especial.

 

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2 comentarios en “Tu fin

  1. El estilo literario de Chuck Palaniuk me da mucha rabia, sin embargo la peli «El club de la lucha» es una de mis favoritas.
    Tu estilo es el de «El club de la lucha», la peli…

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