Archivo por meses: mayo 2007

Natalie Pink

Natalia nunca pensó dos veces las cosas. Para qué, se decía. Tenía esas tetas que hacían que otras mujeres buscaran costuras pos-quirófano cerca de sus axilas mientras paseaba por la playa. Cuando tenía diecisiete años ya estaba apunto de descubrir la gran capacidad de dilatación de su ano. Sus decisiones irrevocables provocaban hechos así. La vida tenía que ver sobre todo con una buena lubricación. El futuro era percatarse de que no siempre iba a conseguir llegar al orgasmo.

Y fue en la playa, el día en el que su vida se enfocó hacía la industria del sexo. Alguien habló con ella. Había mucho dinero de por medio. Y Natalia pensó: Sí. Y no pensó nada más respecto a ese tema. Muy bien, ya está, lo haría. No lo pensó; no entonces.

A los productores les gustaba su nombre. Solo le faltaba el toque anglosajón, cool. Ella iba a ser Natalie Pink.
Su padre la echó de casa. Su madre lloró. Hubo unos cuantos portazos, y lágrimas, todo eso; la versión moral y comercial de quien se declara homosexual a sus padres sesentones.
A los veinte años trabajaba en España, en Estados Unidos y en cualquier país en el que el porno moviera dinero. Así que Natalia viajaba por todo el mundo, sonriendo, buscando siempre el ángulo adecuado para que se viera cómo la polla de turno cambiaba de su bulba a su ano. Y después lluvia de esperma en la cara. Todo era mecánico, la cadena de montaje del sexo. El porno al sexo era lo que una novela rosa al amor. Demasiado cuadrado. Natalia solo se concentraba en no pensar en el tío a quien se la chupaba. Se centraba en la siguiente jugada. Mamada de ella, mamada de él, penetración vaginal, penetración anal y orgasmo masculino: fin de la cadena. Y vuelta a empezar cuando el teléfono volvía a sonar y había que hacer la sexta o séptima parte de una saga de colegialas de éxito.
Y dinero a mares.
Y pronto comenzó a notar cómo de repente algunos hombres se la quedaban mirando por la calle, aún más que antes. Todos esos tipos responsables. Y al paso del tiempo seguía pensando que un día surgiría alguien. Y a ese tipo encantador que haría que ella se replantease su vida le tendría que contar cómo se quedó sin amigas, y cómo todo aquel que parecía quererla la había abandonado, para comentar a sus conocidos que tenía una amiga que era actriz porno, y que sí, seguía siendo muy amiga suya.

Hay un subgénero pornográfico llamado “Bukkake”.
Natalia no tuvo que enamorase para dejar el porno. Un día el teléfono sonó, y al otro lado de la línea, su representante preguntó que si quería rodar eso, el Bukkake. Y Natalie Pink dijo que sí. Aunque Natalia estaba algo preocupada. Ella había visto eso antes. Las actrices porno saben cuánto esperma pueden tragar antes de comenzar a vomitar.
El Bukkake consistía en que siete u ocho tíos se turnarían para montárselo con ella. El verdadero objetivo del Bukkake es que la actriz quede tan bañada en esperma que ni tan siquiera pueda abrir los ojos. Al final queda una sonrisa mecánica y los ojos cerrados hasta que alguien grita corten.
Y la verdad es que no comenzó demasiado mal. Todo parecía ir como siempre. Ella recibiendo embestidas y ellos con la cara roja, las venas hinchadas; algunos hasta arriba de métodos artificiales para erectar.

Pero todo se complicó cuando comenzaron a correrse; la cumbre del sexo comercial, el momento clave. Natalia comenzó a tragar casi sin querer, y después algunos de los tipos empujaban la cabeza de Natalia para correrse dentro de su boca, en su cara. Nadie detenía la escena porque la escena era así. Lo que te venden como algo excitante.
Natalia vomitó el desayuno con todo el esperma. Y al ver el chocolate de por la mañana salpicado por el suelo, se dijo que lo iba a dejar. Ella sólo quería a alguien. Eso tenía en la cabeza. Pero aún no había nadie. No surgía nadie. Y además, tenía tanto dinero que no iba a pasar nada por pasar una temporada mirando al techo de su apartamento con la televisión gritando de fondo.
Con veinticinco años Natalia intentó volver a comenzar. Intentó labrarse un futuro y conocer a alguien que no la viera como la gallina de los huevos de oro. Los antiguos amigos no contestaban sus llamadas. Sus padres no creían que lo hubiera dejado y no la dejaban entrar en casa. Porque a cierto nivel estaba muerta. No tenía hermanos. Y los familiares eran demasiado lejanos; eran desconocidos en realidad, y ella ya era el deshecho de la familia. Todo el que la conocía esperaba que un día la encontraran muerta intoxicada en un callejón, con la ropa hecha jirones. Todo el mundo creía saber cómo acaban estas historias.

Después de dos años, ya con veintisiete, Natalia había conocido a algunos chicos. Todos se la follaban y ya no había nada más en ellos. Natalia esperaba que alguien se interesara por ella de verdad.
Y se casó. Una boda pequeña con testigos, baile y noche loca. Un día pequeño con pequeñas dosis de presente y muchos comentarios sobre el pasado.
Y fue a fiestas:

Tumultos de gente en los que al final siempre se corría la voz. Sus amigos sólo eran un saco de nervios que en cualquier momento comenzarían a hablar con medias sonrisas hasta que cualquier capullo con la suficiente pornografía en su ordenador supiera quién era ella realmente.
Trabajó como secretaria. Una mamada a su jefe, al jefe de turno, a su superior, no era nada para ella. Encontrar un trabajo entre supuesta gente normal se convertía en un montón de entrevistas en las que ella acababa desabrochándole la cremallera del pantalón a alguien. Ya te llamaremos.
Tuvo hijos. Dos. Su marido la dejó porque eso de dejar atrás el pasado sólo depende de hasta qué punto los que te rodean te dejan hacerlo.
Porque Natalia quizá había querido convertir su vida en una novela rosa.
Y Natalia esperaba que alguien se interesara por ella de verdad. Pero no, eso nunca le pasó. Nunca nadie la quiso. Y el porno a una novela rosa resulto ser lo que el sexo al amor.

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Soltera

– Sí. – contestó Pablo, con la cara blanca, sin una gota de sangre.
– ¿Solo sí?

Y Pablo dijo:
– Bueno… qué quieres que te diga…
– ¿Y con esa puta?

Entonces Pablo dijo:
– No la llames puta, no la conoces, ella no sabe lo nuestro.

Y Noemí, treinta y cinco años, tres meses, dos días y diecisiete horas con treinta y cinco minutos después de nacer, dijo:
– ¿Lo nuestro, gilipollas? ¡Llevamos cinco años casados!
Los ojos de Noemí rezumaban asco. Ni tan siquiera sentía cabreo. Solo asco de su marido, que había sucumbido a la piel mas tersa de una chica de diecinueve años. Diecinueve. Y sí, Noemí tenía treinta y cinco. Quince años de relación al traste porque los pechos de Cristina, la amante, aún eran jóvenes, y señalaban, amenazantes, a cualquier cosa que estuviera frente a ellos. Diecinueve años de carne. Quizá sea la debilidad humana, o que los hombres son más débiles que las mujeres, o vete a saber. O a lo mejor es la libertad relativa que da el no tener hijos. O quizá no es nada de todo eso. Quizá solo sea cuestión de fricción.
Y todo se transforma en un divorcio frío y material, con repartición de bienes y todo cuanto conlleva el hecho de que el culo y los pechos de Cristina fueran aún perfectos. Pablo tenía treinta y cinco también, y su mujer esperaba a que Pablo terminase su libro. Así que, supuestamente, Pablo ese día tenía que estar escribiendo cuando Noemí volvía del trabajo, inesperadamente, por un día festivo que le tocaba y no recordaba.
Y Noemí llegó a casa y vio a Pablo en la cama desnudo, y escuchó la ducha, y una voz de chica canturreando. Y entonces Noemí frunció el ceño. Noemí preguntó: ¿Me la estas pegando?

Dos años. Y con el tiempo la esperanza de Noemí va desvaneciéndose; la esperanza en general. Treinta y siete años. ¿Algún tío de cincuenta dejaría a su mujer de cincuenta para liarse con una de casi cuarenta? ¿Eh? Eso se pregunta Noemí cada vez que se mira al espejo. Y hace siempre que no con la cabeza. La piel suave de la juventud tiene la exclusiva para los hombres. El piso de soltera se hace cada vez más pequeño, o más grande, no lo sabe. Se siente como una yonki de compañía amorosa, aunque solo sea temporal. Las amigas ayudan, pero no puedes hacer ciertas cosas con ellas, ni demostrarles según que, y no, no se trata solo de sexo. Muchas veces ha pensado en probarlo con una mujer, pero le extrañaría besar a alguien que no tiene un bulto en el pantalón.

Ir a cualquier centro comercial se convierte en pasar una hora en la sección de belleza. Quizá la industria del rejuvenecimiento pueda hacer parecer a Noemí más apetecible. Cremas, tintes, colonias destiladas con líquido extraído de las ballenas, atrocidades, anuncios de madrugada, milagros embasados, ventosas… Esas máquinas del tiempo con las que cuenta Noemí. Potingues, Bisturí. Y con todo, las chicas que salen en los anuncios tienen cara de haber usado apenas unas cuantas compresas. Cremas antiarrugas para gente sin arrugas, piensa Noemí. Mucho dinero para los que tienen mucho dinero. Y se mira siempre en el espejo. Bienvenida al mundo, a tu vida.
Ser soltera es duro. O eso le hace creer a Noemí todo lo que le rodea. Se siente como una reclusa. Una jaula enorme llena de publicidad e intereses. Mire a donde mire ve bodas y parejas agarradas de la mano. Anuncios y películas le hablan de la familia, y hasta las series supuestamente más modernas hablan de personajes en su continua búsqueda del puñetero príncipe azul; hasta los personajes masculinos lo buscan.
Y sus padres son los peores. Ella es influenciable como cualquiera, pero sus padres son directamente esclavos, y no lo saben. La gente que te rodea y la publicidad. Esos barrotes perfumados invisibles. Suena a tópico pero es tan cierto como que la sangre es roja. La libertad individual no existe, piensa Noemí, lo mas cerca que estarás de eso es hacerte rastas.

Así que todo parece valer hasta que la verdad te da en la cara.
– ¿Prostituta? Vale…
– Lo digo porque hay gente que no quiere meter a una puta en su coche, y solo quiero transporte.
Noemí decidió salir a la aventura. Navegó de trabajo en trabajo y ahora esta en el paro. Hoy cogió el coche y salió sin rumbo; eso tan romántico, que lo es, sobretodo, los momentos antes de subirte al coche. Lara es prostituta y estaba haciendo dedo. A Noemí le da por parar y recogerla.
Paran en una cafetería, en una estación de servicio. Están sentadas con sendos cafés delante, hablando, y con un cenicero que suma siete colillas. Cinco son de Lara.
– ¿Y dónde guardas el dinero? – dice Noemí.
– No te importa…
– Perdona.
– …
– No sé, yo solo quiero encontrar alguien que me atrape, como mi ex, pero sin lo de los cuernos.
– ¿Y quieres tener hijos?
– Me gustaría…
– Pues espabila, o lo único que te atrapará será la menopausia. Yo ya no me preocupo de los niños, tengo cuarenta y siete años. Y una puta no cotiza.
– ¿Tienes… tienes hijos?
– No.

Tres cafés y varios cigarrillos después, se marchan. Noemí deja a Lara en su casa, un piso con una pinta horrible, visto desde fuera. Lara es la única persona que le ha sido sincera en mucho tiempo, piensa Noemí. Y también piensa que debe ser porque ya no tiene nada que perder. Las personas que tocan fondo a ojos de la sociedad, a cierto nivel, sacan lo mejor de si mismas sin esfuerzo. Si lo piensas detenidamente es para ponerse a temblar. Dale la vuelta al asunto, y sentirás terror.
Era, el de la sinceridad, un motivo más que suficiente, y Noemí y Lara intercambiaron teléfonos. La persona que te dice la verdad será la que te quiere. La mentira por compasión es autocomplaciente, piensa Noemí, hipócrita; lo es la mayoría de veces. Se hace para evitar discusiones y problemas. Si tú no lloras yo no tendré que esforzarme por consolarte, y poco a poco te mueres, rodeada de mentiras, por culpa de los que decían quererte.

Noemí, al cabo de un tiempo, propone a Lara que se venga a su piso y que deje el suyo. Entre las dos pagan el alquiler. Una amistad a primera vista. Dos mujeres que se quieren y se dicen la verdad. Alegría, y sin maridos; y sin niños alrededor. Qué más puedes pedir que tener a tu lado a alguien buena y sincera. Muy pocas tienen esa suerte, otras aguantan, y algunas hasta mueren, asesinadas. Pero ellas dos no, ellas se quieren y se dicen la verdad. No hay medias tintas. Todo es transparente. Y además Lara ya no se prostituye. Lara encontró trabajo como cajera. Eso dijo. Y Noemí le dio un abrazo.
Con el tiempo las dos tienen trabajo. No serán ministras. Pero follarán más que ellas. De vez en cuando llegan ligues a casa, siempre a pares. Algunos dirán que son chicas fáciles, piensa Noemí. Y tendrán razón, pero se es lo que se quiere.
En el nido de Noemí y Lara no hay sitio para la hipocresía. No hay sitio para la doble moral. Solo hay sitio para la verdad. Transparencia, crudeza, irrealidad. Es lo que se llama independizarse de la demás gente. Basta con no modelar una pose, que es la que enseñas, piensa siempre Noemí. Basta con no esforzarse por parecer otra cosa.

Un día, Noemí, se encuentra un folio doblado dentro del buzón. Es una carta de amor. No va firmada, ni aclara a quién va dirigida. Noemí entra en el piso con la carta en la mano. Nada mas ver a Noemí Lara comienza a hablar;
– Me he pasado la mañana temblando de nervios en el curro. No se puede fumar allí.. Quieren un mundo sin humos. ¿Has visto la fábrica que hay en los morros de nuestro piso? …

– Es igual Lara… mira.
Noemí le pasa la carta a Lara.
– ¿Es para ti?
– No lo se, no pone para quién es…
– Será para ti, para quién sino. Vale que los tíos se me follen, pero de ahí a escribirme declaraciones de amor…
– ¿No podría ser un antiguo cliente tuyo?
– No, dejemos las cosas claras, tú eres la guapa, ya lo tengo asumido, tengo cuarenta y siete años.

Y así, día tras día alguien deja un folio doblado, que no aclara nada. Solo prosa que intenta ser bonita. Poesía barata, como de alguien que lleva demasiado tiempo dedicándose a otras cosas que no son escribir. No hay descripciones de la mujer amada. No hay nada; solo flores, amaneceres, el mar, tus labios, tus ojos y más y más cartas.
La curiosidad crece entre las dos mujeres. No saben quién es la elegida.

Al cabo de los días Noemí coge el teléfono, que suena. Cuando Lara debe estar apunto de llegar del trabajo.
– ¿Diga?
Y después de un silencio;
– Ya sé como te llamas, Lara, mira por la ventana…
Y cuelga.
Noemí asoma la cabeza por la ventana. Un hombre de unos treinta años y cierto atractivo sonríe guardándose el móvil, y dice;
– ¡He dejado la última carta! ¡Perdona si te he molestado! ¡Si te intereso da a devolver llamada!
– ¡Oye!
Pero el tipo ya casi ha doblado la esquina.
– Yo no me llamo Lara… – dice Noemí para sí misma.
La ha visto claramente. Alguien le ha informado mal. Nadie las confundiría. Seguramente algún vecino de los que piensan que son lesbianas se ha ido de la lengua. Alguien la ha cagado. O quizá haya sido únicamente por joder. Todo el mundo sabe que Lara ha sido prostituta. Es la puta. De hecho aún lleva la misma ropa. Pero no. Solo es puta por fuera, piensa Noemí. Por dentro ninguno sabemos lo que somos.
Noemí baja corriendo las escaleras hasta los buzones, pero bajando se tropieza con Lara, que lleva un folio doblado en la mano.
– Otra carta de tu admirador. – dice, con una sonrisa cansada.
– Eh… ya… – murmura Noemí, que no sabe si decir algo. Si alguien necesita arrumacos en el mundo, esa Lara. Y todos los seres humanos tenemos esa droga, piensa Noemí, esa droga, en la sangre; eso que llaman esperanza. Eso te puede matar por dentro en pequeñas dosis.
Lara se sienta en el sillón y lee la carta. Al acabar, los ojos se le humedecen. El papel tiembla un poco. Una sonrisa aparece. Porque la carta acaba. Y porque al final pone:
“Para LARA”
Y quién es Noemí. Quien es ella para truncar ese momento. Cómo decir lo correcto cuando lo que más quieres intenta disimular su satisfacción.
Y no, Noemí no dice nada. Con el primer gesto que hace Lara después de leer la carta, tumba una jarra de agua de la mesita que tiene al lado del sillón. Después se queda quieta otra vez, incrédula. Noemí, sin decir nada, aparta la mesa y en el reflejo del charco cada vez se ve más de Lara, sosteniendo aun el papel entre las manos. Su droga.

Pasan dos días y Noemí no encuentra el momento de ser fiel con sus principios. No sabe en qué momento decirle que todo es un error. Joder, la vida es un error. Treinta y siete años, dos meses, tres días, diecinueve horas y cuarenta minutos después de nacer, Noemí se pregunta: ¿Quién coño planea estas cosas?
En un impulso le da por ir al supermercado y decírselo allí mismo, pero no la encuentra. No la ve. Vuelve a casa. Tiene que esperar a que llegue a casa. Hoy tenía el turno de tarde. Espera, piensa. Espera.

Cuando hace una hora que debería haber llegado Lara, suena el teléfono;
– Oye… – dice la voz de Lara, renqueante – p… puedes pasar a r…. recogerme
Se empiezan a oír sollozos. Se oye tráfico de fondo, coches pasando a mucha velocidad.
– Un tío… u … un tío me ha pegado y… y me ha dejado tirada en … en el arcén de la autopista… No… no para ningún c… coche…
Se la oye sorber un par de veces, y cuelga. El arcén de la autopista. Noemí coge la salida más habitual de la ciudad. Pasan siete minutos, y al fin la ve, tirada a un lado cerca de la línea pintada, y muy cerca de los coches, que pasan a toda velocidad, aminorando un poco si ven el lastre, volviendo la vista atrás.
Noemí aparca cerca de ella. Sale del coche. Está tirada boca abajo y sangra por la cabeza. Ya no se mueve. Noemí se sienta al lado de ella. Se comienza a atragantar, solloza. Se da cuenta de muchas cosas; de los errores. Nadie contrataría a Lara como cajera. Y un cliente la ha matado.
Noemí llora porque ahora piensa que un día se sintió inferior a una chica de diecinueve años y quería a Lara porque se sentía muy superior a ella y, ni que decir tiene, mucho más joven. Porque todo parece valer hasta que la verdad te da en la cara. Noemí se calma al paso de los minutos y de los coches que pasan como flechas. Noemí ve caer otro castillo de naipes en su vida. La vida de soltera. Saca un cigarrillo al lado de la mujer muerta en la que ahora piensa que solo proyectaba su furia. Al llegar a casa cogerá el teléfono y dará a devolver llamada. Aún, todo parece valer. La noche es limpia y el cielo claro. Noemí se acerca a la cabeza reventada de Lara. La observa. Y en el charco de sangre que brota de la cabeza de una puta, cada vez se reflejan mas estrellas.

 

 

 

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Seducción

Los periódicos, al final se pusieron de acuerdo, dijeron acoso, así lo llamaron. Se decía que sus amigos se echaron unas risas, que eso hicieron. Y que sus padres insistían en lo de los peces en el mar, en que hay muchos. Eso hizo todo el mundo mientras tanto, pasárselo en grande. A sus espaldas.

Lo que nos define es lo que decimos de los demás cuando no están delante. Cuando lo pasan mal. La idea era que da igual si crees que te has enamorado o no, que lo que importa es hasta dónde estás dispuesto a caer por tu objetivo.

El tres de Agosto de aquel año la prensa del día publicó la siguiente carta;

Hola.

Créeme. Voy a insistir mucho hasta que me digas algo amable. Lo peor que se te ocurra es lo que voy a hacer. Ayer me fui solo a pasear, con un libro de Kafka. Me puse a leer solo en el parque. Después fui solo a la biblioteca del centro. Seguí solo más tarde cuando fui a cenar. Estaba solo también cuando volví a casa. Permanecí solo cenando. Luego salí solo al cine.

Y solo, me fui a dormir.

Espero que te hayas dado cuenta de cual es la palabra protagonista en mi vida.

Yo, ya sabes quién.

La gente hacía muecas al leer. La idea era que la historia fuera saliendo por entregas. Los periódicos tenían el material a cuenta gotas, cuando les llegaban las cartas a la redacción. Lo importante era que todo aquello no resultara cargante para el lector. La gente iba a estar informada, pero por entregas. Había publicaciones que dejaban el tema para el suplemento dominical. Se sugería que un chico se había declarado a una chica. Y ella le había rechazado. Cada Diario contaba la historia de una manera. Las versiones iban desde la historia de la pobre chica avergonzada que rechaza al chico cortésmente, hasta la ridiculización del chico por parte de la chica, delante de un montón de gente. Y la siguiente carta que publicaron los medios, decía;

Hola.

Sigo solo.

Yo, ya sabes quién.

Y el artículo que acompañaba esta segunda carta decía que la frialdad de la misma hacía pensar en una verdadera obsesión. Un psicópata. Las cartas, escritas a mano, hacían discutir a los grafólogos. El tema de la grafología hacía discutir a la gente que creía en ella con la que no. Y todo estaba en los periódicos, las opiniones anónimas y las de los expertos. ¿Era amor? ¿El trazo tembloroso de las emes daba a entender algo concreto o solo era un trazo tembloroso?

La siguiente carta disparó la venta de cualquier publicación que la enseñara;

Hola.

He querido hacerlo bien, pero aun así, estoy sangrando mucho. Lo he hecho con un golpe seco. Me he cortado un dedo de la mano izquierda. Si no aceptas darme una oportunidad, me cortaré un dedo cada semana. Es muy doloroso. No quisiera seguir. No te confundas, el amor tiene que ver sobre todo con esto.

Yo, ya sabes quien.

El dedo llegó al periódico de máxima tirada diaria. La foto salió al día siguiente en todos los medios. Era la moda. El amor estaba de moda. Nadie ha acusado nunca a Romeo de enajenado. Estas cosas, supuestamente, son muy bonitas. Durante la semana antes de conocer la siguiente carta, alguien escribió en un Diario: Lo que más miedo da es que esta puede ser la auténtica naturaleza de lo que llamamos amor, de eso que suena tan ridículo. Otros decían que solo era chantaje barato. Pero la mayoría, lo que pensaba, es que todo era alguna especie de montaje. Lo que de verdad quería creer la gente es que alguien se estaba forrando con la historia. Se decía que la chica era una puta, que cómo se atrevía a dejar sufrir así al chico. Se decía que la chica no tenía ninguna culpa y que era el chico el que tenía que dejar de acosarla. La gente cuchicheaba en los bares que qué se cortaría cuando se quedara sin dedos. Y cómo. Ya había chistes, viñetas, cientos de artículos, un proyecto de libro, una futura película…

Una leyenda urbana decía que alguien tomó nota del asunto. Ese alguien fue a casa de su ex, y allí mismo se la cortó. La polla. Y la leyenda dice que claro, se desangró. Un Romeo real. Lo que serían los Romeos. Nadie hablaba de rechazo. El tema divertido era el amor imposible. No lo llames No. Esa palabra no era lo suficientemente poética para lo que acontecía. Y pasada una semana, con los suplementos dominicales y los periódicos, llegó otra carta;

Hola.

Ya todo el mundo sabe que te quiero. Yo soy el diablo. No esperes una tregua. Esto no se trata de ganar o perder. Se trata de mí. El segundo dedo está en algún furgón de Correos. Me ha dolido menos que el primero.

Y con todo, el mayor error que podrías cometer es tenerme miedo. Nadie iba a cuidar mejor de ti. En serio. Piénsalo. Y además, comenzarías a dormir más tranquila por las noches.

Yo, ya sabes quién.

Los dos dedos estaban fotografiados en los periódicos. Ya era tema de portada. Nadie sabía de dónde era el tipo en cuestión. Nada de remitentes ni pistas. Una dirección bastaba. Nadie sabía de dónde era la chica. Podrían no haber existido. Podría haber un rehén con dos dedos menos, encerrado en algún sitio. Podría ser solo una broma de calado sádico.

La policía comenzó a pinchar teléfonos. Comenzaron a hablar con gente, a sospechar. ¿Qué era eso de comenzar a mutilarse por una mujer?

Llegaron dos dedos más al mismo periódico. Lo que antes era una curiosidad, ahora ya siempre era portada. Artículos a cuatro columnas.

En la redacción del periódico ya bromeaban. Quien tenía que encargarse de pasarse a por los dedos, alguien de algún laboratorio, o la policía, siempre se retrasaban. La gente sacaba los dedos muertos de sus bolsas de plástico. Dejaban los dedos en la mesa de las chicas, para oírlas gritar. Se los dejaban unos a otros en los hombros para asustarse. Se pasaban cartas para echarse unas risas. Firmaban: Yo, ya sabes quién, gilipollas. Y hasta alguien se encontró uno de los dedos en su café, por tan solo despistarse. Era la diversión del año. El chico enamorado mutilado. La noticia. Todos los medios estaban de enhorabuena. Ventas y audiencias aseguradas.

La historia de amor moderna, en la que convergían mutilación y medios de comunicación. Era perfecto, hermoso. Y llegó otra carta;

Hola.

He hecho esto porque sabía que acabaría trascendiendo. No soy un hombre, sino una mujer. Y si quieren saber de quién son los dedos, pues se van a quedar con las ganas. Piensen en cuánto tiempo aguanta el virus de la hepatitis en la carne muerta. Busquen por Internet  qué tipo de enfermedades se contagian al tacto. O por el aire. Acuérdense de quién ha tocado esos dedos y quién no. Lo que nos define es lo que decimos de los demás cuando no están delante. Lo que pasa es que ni aun poniéndose una en lo peor, acierta. La publicación que ustedes llevan a cabo, solo vende humo. Los medios ya solo ocupan espacio en los quioscos. La vida de  la persona que más amo la destrozó una de las noticias que ustedes publicaron. Y ahora me lo estoy ganando. Se está enamorando de mí.

Gracias.

Yo.

 

 

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X

Durante uno de esos momentos de soledad en casa, intento auto convencerme de que estoy cómodo tirado en el sillón fumando, con el cenicero a mi alcance, aunque de vez en cuando me caiga alguna ceniza encima, en incluso me queme. Lucho por sentirme libre aunque sea solo durante unos minutos. No es mucho pedir, en principio.
En la tele hay un montón de gente dando tumbos en las faldas de una montaña, bajando a trompicones detrás de un queso. Luego hay una viejecita japonesa que dicen que tiene ciento quince años y se conserva en “un estado esplendido”, aunque ya no pueda ni hablar. Después sale un equipo de fútbol en “una sesión suave de entrenamiento”. Y en unos cuantos minutos insustanciales acaba el telediario. La chica que lo despide hasta mañana, a la cual no he visto jamás de cintura para abajo, acaba con media sonrisa congelada en la cara, con una frialdad escalofriante, pese a toda su belleza, que no es poca. Ella es una de las mujeres a las que quisiera conocer enteras y sonrientes; una de tantas. Se acumulan los ceros. El teléfono interrumpe mi libertad, y al contestar, una voz femenina dice: He leído tu relato “Seducción” ¿Qué significa cuando el personaje suelta eso de <<Yo soy el diablo>>?
Después de colgar sin decir nada, tengo que volver a coger el teléfono, porque vuelve a sonar, aunque yo no sé que va a ser la misma mujer diciendo: ¿Es usted X?
Y yo vuelvo a colgar, otra vez sin decir nada. Decido que voy a salir a dar una vuelta. Me digo que el puto teléfono fijo está coartando mi libertad. Tengo que sentirme libre, es algo esencial. Sobro en casa. Sobrar se ha convertido en algo habitual en mí, incluso en mi piso de soltero.
Ya cuando vivía en casa de mis padres, y a medida que iban pasando los años, ellos me miraban como diciendo: ¿No te vas a independizar, joder? Siempre me lanzaban indirectas mientras yo intentaba crear mis fronteras con la consola u otras estratagemas. No daba problemas, iba a mi rollo. Pero a ojos de la sociedad, con un trabajo fijo, y viviendo en casa de mis padres, es decir, sin gastos, era como un parásito, un deshecho, un cabrón que quería gastarse toda su pasta en discos y videojuegos, y que no se echaba novia porque no quería. Y es verdad que no quería. Oía hablar a mis amigos de cada una de las relaciones que iban teniendo y cómo comenzaban, con el estrés que implicaba, y cómo se acababan, con los malos rollos y los dolores de cabeza. Yo no quería eso aún. Antiguamente tus padres te cogían por los hombros y te decían: ¿Ves a aquella chica? Pues te vas a casar con ella.
Hoy en día tienes libertad para elegir, bueno, para señalar a alguien por lo menos, cosa que no implica que “esa” alguien vaya a querer nada contigo. Pero poca gente se para a pensar en todo el estrés que esa libertad de elección provoca. De ahí quizá que mucha gente humilde dijera que vivía en armonía durante las dictaduras. Las circunstancias tomaban tus decisiones y a ti solo te quedaba quejarte. Era una vida cómoda para los apáticos. Yo tengo bastante de eso. Pero, lamentablemente, no hay ningún golpe de estado a la vista, y he tenido que aprender a jugármela y reconocer cuando me he equivocado. La libertad es necesaria pero también es un arma de doble filo. La New Age es una farsa. Llámalo drogas. O egoísmo. Pero lo cierto es que si los jóvenes no valoramos en su justa medida la democracia, es porque no hemos vivido en una posguerra. Lo irónico del asunto es que así es como realmente se puede valorar el asunto objetivamente; cuando no has pasado hambre; cuando nadie te ha puesto una pistola en la cabeza. Si queremos ser ácratas, no es tan solo por una cuestión de rebeldía.

Al encontrarme en la calle he llamado a un par de amigos con el móvil, pero ninguno podía quedar. Así que decido que voy a ir a una cafetería y me voy a sentar solo y tranquilo, con mi libertad de decisión y un café descafeinado.
Ya allí, estoy rodeado de lo que yo y mis amigos siempre denominamos “teens”. Chicas de no más de diecisiete años y no menos de catorce. En definitiva chicas de las que están descubriendo su sexualidad y que en verano, según su aspecto (casi siempre delicioso) pueden convertir a cualquiera en un viejo verde. Al observar cómo van vestidas, con sus tejanos desgastados, sus sandalias, y sus diademas de niña pequeña, puedes llegar a la conclusión de que la anarquía ha llegado a la moda. Ha habido tantos cambios estéticos a lo largo de la historia que ahora todo se fusiona y se confunde. Habría que dinamitar las pasarelas y acabar con los concursos de Mises. Pero la estética poco importa; la chica del telediario siempre lleva un anodino traje de chaqueta y hoy por hoy es uno de mis mayores mitos eróticos.
Mientras observo con disimulo todos esos tangas pienso en cómo la filosofía de ”volver a comenzar” que a tenido la New Age ha fracasado por completo. No solo no hemos vuelto a comenzar; además ahora ya estamos tan habituados a eso de las desgracias ajenas, que nos conformamos con que la sangre no nos salpique y no atraviese fronteras. Lo que Douglas Coupland denominó “la generación X” tenía más sentido, dentro de su sin sentido. Tenía la ventaja de no ser una filosofía hipócrita; la verdadera facilidad de pasar de todo reconociéndolo sin problemas. Hoy en día la gente hace lo mismo, aunque no se conforme con llevar unos tejanos viejos y una camiseta raída. La sociedad occidental está sumergida en un estado perpetuo de pasotismo universal capitalizado. En resumen: damos asco.
Mi móvil suena y tengo la esperanza de que sea un colega, pero es la misma voz femenina de todo el día, – ¡vaya mierda de relato! – y cuelga. Hay gente que no se cansa. Mientras saboreo el café, entra en la cafetería otro grupo de chicas. Conozco a una de ellas. Una ex compañera del colegio. Me ve y se acerca hasta mi mesa solitaria; no duda en sentarse a mi lado.
– ¿Qué tal, X?
– Bueno, no estoy mal.
Mientras habla recuerdo su imagen de pequeña, y cómo mis previsiones han fallado. Las chicas que te gustan cuando eres pequeño resultan acabar siendo seres flacuchos y sin gracia, pero quizá las que estaban rellenitas…
– Pues íbamos a ir al cine pero… no sabemos qué ver. Bueno, yo quiero ver esta de aquí…
Me la señala en el periódico.
– Es buena, la he visto… – digo -, de hecho pienso ir a verla otra vez.
– ¡Claro, joder!… tiene muy buena pinta… ¿lo veis?
Ella también sufre del síndrome del cinéfilo. Me encontré a esta chica un día hace tiempo en la discoteca, y comenzamos a hablar de la época del colegio. Los dos éramos tímidos y retraídos. Ella sacaba buenas notas. Yo no. Aquella noche, borracho, dije muchas cosas. Hablé con ella tan sinceramente como sé hacer, y a mi manera. Aquello le debió gustar, porque hoy me mira con aprobación, y se ha ilusionado bastante al verme. Los veintitantos le han sentado de maravilla, ella era una chica rechoncha, aunque siempre tuvo una sonrisa bonita, y ahora aún mejor. Al acabar nuestra conversación se va con sus amigas a la otra mesa. Una de las chicas dice: Es mono. Las otras se ríen, y mi conocida se ruboriza. Aunque estoy comenzando a sudar, me pongo a mirar el diario como si leyera, y poco rato después me tranquilizo porque ellas ya hablan de sus cosas. Entonces mi móvil vuelve a sonar. Por fin un colega. Quedamos en vernos en media hora, en un bar cercano. Pero no, porque ante mi sorpresa, la chica, mi compañera, vuelve a mi mesa.
– X…
– Dime…
– Como estas no quieren… ¿quieres venir tú conmigo a ver la peli?
– EEh…
Y otra vez, ahora, puede que sea el principio de algo, y cuando has leído los suficientes libros y visto las suficientes películas; cuando te crees sabedor de cómo están las cosas; de cómo son las cosas; lees los periódicos; pero sobretodo cuando recuerdas a tus amigos siendo victimas del genero femenino (aunque no siempre fueran ellos las víctimas), entonces una duda inmensa (teniendo en cuenta cómo está el mundo) te invade, pero no sé cual es. Así que no tengo las respuestas, pero tampoco las preguntas. Miro a la chica pensando – Sí, vale – antes de decirlo;
– Sí, vale…
Su cara se ilumina un segundo. Y ahora no me siento libre, pero sí feliz. Y esta noche rajaré mis vaqueros. De perdidos al rio. Como decía alguien, o ese tipo al que buscas siempre que te miras en el espejo: Disparadme, y embadurnad la pared con mis sesos.

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Carlos y alrededores

Carlos le habla a su Psicólogo atropellando las palabras, balbuceando, con la lengua chapoteando en su boca. Carlos dice:

– Hay alguien que me observa. Algo pasa. Es una sensación extraña. No, no es eso. Ahí fuera está todo lleno de gilipollas que se creen mejores que yo. Simplemente… me visto y salgo a la calle y todos siguen observándome. Todos los días, y…

– Pero…

– ¡No! y… y entonces… ¡intento hacer mi trabajo bien! Lo intento de verdad… y lo hago. Y me voy a casa y no puedo quitarme esas imágenes de mi cabeza. Sueño siempre el mismo rollo. Que una caperucita roja adolescente ahoga con una almohada a la bella durmiente, para poder enrollarse ella con el príncipe y… – resopla – no sé… La verdad es que no sé a qué asociar ese sueño. O sí… No sé, porque la vecina del cuarto segunda me gusta, y a ella no le gusta mi mujer. No le cae bien.

-¿Crees que tu vecina ahogaría a tu mujer?

– No lo sé…, espero que no. Pero ese no es el caso… Lo que pasa es que además sospecho que ella tiene una aventura con alguno de esos capullos que le decía, de los que se creen superiores a mí… los… toda esa gente. La gente que me mira, ¿sabe?

– ¿Cómo se llama su mujer?

– Bea. Bueno… ya sé que suena a nombre de niña de pequeña pero…

– ¿Se avergüenza de eso?

– ¡No!… es decir… ¡no!

– ¿Y a qué ha venido ese comentario?

– No lo se, yo…

– Usted se cree el príncipe…

– No… eh… ¿Por qué?

– Cree que su vecina odia a su mujer porque esta casada con usted. Cuando en realidad si no fuera por eso ella quizá no mostraría ningún interés por usted, ¿no cree?

– No, es que…todos los sueños que tengo y… el hecho de plantearme preguntas existenciales… Preguntas sin respuesta… No puedo seguir viviendo así. No… no puedo.

Se produce una pausa muy larga. Llega el rumor de la calle. Luego, Carlos, casi saltando de su silla, dice:

– Además mi hija tiene unos morados, unas contusiones que… no sé… Mi mujer aún no se los ha visto. Y… Seguro que me hecha la culpa.

La niña no me quiere decir de qué son. Y la verdad es que sin mi mujer no sabría seguir. No… no sabría.

– Eso es muy bonito…

– ¿Lo ha dicho con tono de mofa?

– No, en absoluto…

– ¡Lo ha vuelto a hacer!…es usted un… no me mire así… ¿qué pretende…? ¿Qué…?

– Oiga, con todo el respeto, no soy yo el que sueña con tirarse a caperucita roja.

– ¡Yo no he dicho eso! No…

– ¿Le gustan las niñas pequeñas? ¿Sabe quién era Freud?

– ¡No!

– Ya… le gustan. Las niñas…

– ¡No me gustan las niñas pequeñas!

– ¿Y qué me dice de su hija? ¿No la quiere?

– Oiga… oiga, está jugando conmigo de una forma muy barata. No sé qué pretende. Y no voy a aguantarlo más.

Carlos se levanta de su silla. Se dispone a irse.

– Un momento – dice el psicólogo –. Quiero que para la próxima sesión traiga el cuento de Caperucita. No le será difícil de encontrar.

– Pero… ¿usted es…? ¡no pienso volver mas, joder!

– ¡Ah!… y… también hablaremos de su posible caso de pederastia…y…no estaría mal que también trajera el de la bella durmiente… El cuento.

Y la puerta se cierra de un portazo.

El psicólogo teclea un número de teléfono. Uno, dos, tres tonos;

– ¿Sí?

– ¿Bea?

– Sí, hola…

– Hola. Creo que… tu marido sospecha algo. De lo nuestro…

Crepita la línea. Se hace un silencio corto. Bea resopla. Bea dice:

– Ya me lo imaginaba.

Dice:

– Es igual, esto ya no se aguanta. Oye… mañana estaré ocupada ¿podrás volver a acompañar a la niña al colegio?… Carlos tampoco podrá.

– Claro… Claro que sí. Ya sabes que me encanta tu niña.

 

 

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Historias escabrosas

Soledad vive desde hace dos semanas tres pisos por encima del mío. Llevo como una hora hablando con ella. Al aire libre. Los dos sentados en un banco. Es lo que te dicen que hagas cuando te quedas bloqueado: que salgas a dar un paseo largo, para desintoxicarte. Soledad me dice llorando en el parque:

-¿Pero por qué?

– Soy demasiado mayor para ti, Soledad.

Soledad tiene nueve años. Según sé, lleva dos años haciendo terapia con una docente, por motivos que desconozco. Dice que está harta de ir a esas citas con quien sea que la trata. Dice que por qué no tengo novia.
Dice: estoy enamorada de ti.

Yo soy escritor. Escritor de cuentos juveniles. Ya me han publicado siete. Tres de ellos son de terror. Terror juvenil. Y Soledad es una de mis lectoras.

– Vale, bueno… – dice sollozando Soledad, manoseando un ejemplar de “Misery”, que me sorprende que la dejen leer. Vibra mi móvil, siempre inoportuno, y suena con la sintonía de Misión Imposible; y siempre me viene a la cabeza la imagen de Tom Cruise colgando en aquel habitáculo mortecino. Es mi madre, me la quito de encima. Y Soledad dice:

– ¿Pero… qué hago si me vuelve a pasar esto?

– ¿Si te vuelve a pasar qué?

Silencio. Y digo:

– ¿Si te vuelven a rechazar?

– Sí…

Le cojo el libro y abro el papel doblado y pequeño que utiliza como punto. Le hago el primer dibujo que se me ocurre y le escribo algo que le pueda hacer gracia a modo de contestación. Se lo doy. Lo mira. Sonríe, mirándome a los ojos. Soledad tiene una cara preciosa; morena, pelo rizado abundante, ojos oscuros y grandes. Es así. De hecho, ella insiste en que cuando aún era un bebe rodó un anuncio de pañales. Pero su cara no encaja con su carácter. Enseguida mira mal a cualquiera que la llame “Sole”. Ella se llama Soledad. Se te llena la boca con su nombre. Auguras un futuro brillante por delante.

Al día siguiente de dar calabazas a una niña de nueve años, decido que tengo que volver a escribir. Llevo tres meses sin escribir. Tres meses bloqueado. Después de una hora de desesperación delante de la pantalla blanca del ordenador, alguien llama a la puerta. Abro.

– Hola – dice ella. No sé quien es. Pero su cara me suena. Lleva unos tejanos y un top.

– Hola…

– Soy la madre de Soledad – dice sonriendo, dice enrojeciendo.

Es verdad. Es directamente Soledad con veinte años más. Solo que Nuria, que es como me dice que se llama, podría anunciar ropa interior. La hago pasar y sentarse. Ha traído consigo una especie de diario, en el que hay dibujados multitud de corazones, siempre de color negro. Y frases como: “Todo se pudre”, “La muerte me mira”. Pienso en Stephen King. Me cuesta creer que la niña haya escrito esto. Hacia el final del diario mi nombre coge protagonismo, acompañado de mas frases;”Haría lo que fuera por él”, “Le quiero, le quiero, le quiero”. Sí. Más que bonito es tétrico.

– Quiero pedirte perdón. – dice la esplendorosa Nuria. Dice:

– Primero porque estabas trabajando, y te he interrumpido. Y bueno… por lo de la niña.

Me quedo embobado un momento. Y digo:

– No te preocupes.

Digo:

– La verdad es que llevo tres meses bloqueado, y no he conseguido teclear nada.

– Ya lo sé, me lo ha dicho ella.

Silencio. Digo:

– Oh… Y la niña no me ha molestado. En serio.

Y se produce otro silencio. Los dos sentados en el mismo sillón feo color mierda que me regaló mi madre. Intento mirarla cuando no me mira. Intenta mirarme cuando no la miro. Estamos sentados allí, delante de la televisión, en la que en esos momentos hablan de un tío que quiso pedirle matrimonio a su novia, mientras hacía puenting. La cuerda se rompió o se desenganchó. Y lo peor es que no se mató. Te presentan la noticia intentando que las palabras sensacionalismo y audiencia no pasen por tu cabeza.

– Ahora se le ha metido en la cabeza que quiere escribir; como tú. – Dice Nuria, sonriente, sonrojada – Me ha pedido que te pida consejo; que lo que más le gustan son tus historias más escabrosas. Dice que no entiende de dónde sacas lo que escribes.

Comienza a subir cierta impostura por mi garganta. Y suelto, falsamente natural:

– Dile que lo que escribo siempre parte de un hecho real – digo –, lo demás me lo invento.

Hago un silencio que acaba siendo muy cargante. Y digo:

– Supongo que últimamente no me pasa nada que merezca la pena ser escrito… ¿Cómo es que no ha venido? Soledad, digo.
Suena mi móvil. Tom Cruise. Es mi madre. Adiós mamá. Gracias mamá. Y Nuria prosigue. Nuria dice:

– Está haciéndose la maleta. Va a pasar el fin de semana con sus abuelos…

Asiento de forma exagerada, mirándola, con cara de sorpresa, diciendo sin hablar: qué responsable, qué madura. Qué polvo tienes…

Y Nuria dice:

– Para ciertas cosas es muy inteligente, pero muchas veces me da miedo… Sin embargo ya tiene sus propias llaves de casa y todo. Yo soy viuda… y he estado muy encima de ella. Hace cosas que no hacen las niñas de su edad…

No sé qué decir. Me quedo asintiendo como un imbécil. Creo que estoy quedando mal, y ella murmura:

– Bueno… me tengo que ir a llevar a la niña.

No te vayas…
Se va. Y al cabo de unas dos horas vuelve. Llama a la puerta. Abro.

Pasan veinticinco horas. Suena el reloj. Me levanto de la cama, procurando no despertar a Nuria. Desde que nos quitamos la ropa hasta que decidimos intentar dormir recibí tres llamadas; mi madre, mi madre y otra vez mi madre. Durante la mañana intento ponerme a escribir. Nada.
Nuria y yo pasamos el domingo pensando cómo le vamos a contar esto a Soledad. No se lo podríamos ocultar, claro. Pero aun así, se lo ocultamos.

Pasan dos semanas y Nuria y yo nos vemos todos los días, sobre todo en horario escolar. Por las tardes. Paseos. Cine. Cenas. Excusas. Sexo. Sexo. Sexo.

Un lunes. Llegamos a casa a las cuatro de la tarde. Nos desconcertamos. La casa huele a podredumbre. La televisión está puesta y el equipo de música conectado a casi el máximo volumen. Suena loser, de Beck. Nuria se dirige hacia el lavabo. Abre la puerta lo suficiente para entrar. Soledad no ha puesto el pestillo. Nada más entrar se lleva la mano a la boca, suelta un gritito. Se acurruca en un rincón. Comienza a sollozar. No sé qué pasa. Me quedo paralizado. El suelo está salpicado de sangre, pero no me atrevo a acabar de abrir la puerta para ganar visibilidad. De repente, por la puerta de entrada al piso, que hemos dejado abierta ante el desconcierto, entran dos policías, y acaban de abrir la puerta del lavabo. En el suelo hay el cuerpo de un niño. Sin cabeza. Se puede ver el hueso seccionado, y cómo saltan tímidos chorros de sangre que parece negra en el paisaje blanco impoluto del lavabo.
Uno de los polis le dice al otro, gritando, que apague la música. El hombre va a ello, pero no da con el botón adecuado y tampoco encuentra el volumen. En el lavabo, Soledad, que estaba en el otro rincón, aparece en escena. Está empapada de sangre de cuello para abajo. Se acurruca en los brazos de su madre, con semblante inexpresivo. La música sigue atronando. El poli que no está intentando apagar la música, se ha puesto a trastear en la habitación tonos pastel de Soledad.
Y entonces, Soledad me grita:

– ¡Escribirás sobre esto!

El poli que no está intentando apagar la música, sale de la habitación de la niña.

-¿Usted ha hecho esto? – me grita, por encima de la música. Y me enseña un papel con el dibujo de una cabeza desmembrada. Una cabeza sonriente separada de un minúsculo cuerpo. Una viñeta cómica. La frase que hay debajo de la cabeza, reza: “Al próximo que te rechace, le cortas la cabeza”.

– ¡Escribirás sobre esto! –grita Soledad.

– ¿Usted ha hecho esto? – sigue gritándome el policía

– ¡Escribirás sobre esto!

No reacciono. El móvil empieza a vibrar en mi bolsillo. Mi madre, seguramente.

-¡Escribirás sobre esto!

-¿Usted ha hecho esto?- dice otra vez el tipo, agitando el papel. Y está el poli que intenta apagar la radio, y está Nuria. Pienso que la quiero. Y está Soledad, a la que ya tengo miedo, y está Tom Cruise vibrando en mi bolsillo. Veo una gota de sudor empapando las gafas de Tom, rodeado de nada blanca. Y hay un niño muerto. Y está muerto por mi culpa.

Y al fin deja de atronar la música.

– ¿Escribirás sobre esto?

– Perdone – me toca en el hombro -, ¿esto es suyo o no?

 

 

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Turismo sexual

Pedro conducía siempre igual por ciudad. Tan rápido, que cuando frenaba ante un paso de cebra, parecía que la gente había salido de repente de entre la pintura rectilínea del suelo. En el asiento de atrás, Blanca soplaba y resoplaba con rabia, sudorosa, palpándose la panza, embarazada y a poco de dejar de estarlo. Y Pedro, mirando hacia delante, me dijo; ¿Sabes que dentro de poco se juega la Copa Toyota?
¿La copa Toyota? Pedro decía tonterías cuando estaba nervioso. Siguió diciendo;
– Sí, la Copa Intercontinental de fútbol, ahora la llaman así, creo…
Y recuerdo que en ese momento, entre gritos de dolor de Blanca, me imaginé el planeta Marte lleno de Mcdonalds. Si comenzábamos a dominar el turismo espacial, nuestra seña de identidad acabaría siendo la publicidad. “Mira, la especie humana, siempre intentando engañarte o venderte algo”

Blanca gritaba;
– ¡Joder! ¿Falta mucho? ¡JODER!
Al lado de Blanca estaba Nadia, cogiéndole la mano, secándole el sudor. Intentando aplacar el dolor preparto, Nadia le hablaba buscando transmitir tranquilidad, como si el dolor cediera ante el sosiego. La ciudad, que procuraba atravesar Pedro, estaba atestada de gente y de coches, y las calles ya estaban llenas de luces de Navidad. Las fiestas, aún lejanas, ralentizaban la tarea de llegar a destino. Una nueva vida podía haber nacido en el asiento de atrás de un coche, cogiendo ese hecho forma de anécdota pesada que se repetiría hasta la saciedad. Pero al final no lo hizo.

Ya en el edificio blanco salpicado de rojo cruz, por momentos, todo era parecido a como había sido en la calle. Mucha gente. Llegaba el frío y la gente invadía las calles para gastar dinero en tiendas y en joyerías en exceso iluminadas para potenciar el aspecto de la mercancía. Y al haber más gente en la calle, también había más gente en los hospitales. Eso pasó. Blanca estaba ocupada intentando sacar de sí misma algo más que la coronilla de su hijo. El medico decía;
– Empuje un poco más.
Y cada dos minutos, mentía diciendo;
– Ya queda poco.
Por alguna razón acabé metido en la habitación con Blanca y Nadia. Y con el médico, que insistía;
– Tiene que empujar más…
Pedro esperaba en la sala de espera, con la demás gente que esperaba. Alfredo, el marido de Blanca, no había llegado aún. El marido de Blanca viajaba a menudo por trabajo. Blanca pasaba semanas enteras sin él. Y yo confiaba en que cierto día no hubiese pasado nada después de un condón que se rompió. Como he dicho, el marido de Blanca viajaba a menudo. Blanca se sentía sola, eso decía por teléfono. Y yo, bueno, no tengo tendencia a los compromisos. Tampoco he sido nunca alguien muy responsable. Aquella cama siempre chirriaba demasiado, y nos daba miedo que los vecinos de Blanca hicieran preguntas al día siguiente: ¿Ya ha llegado tu marido? ¿Eh?
Yo siempre quería ir a otro sitio que no fuera nuestras casas, pero ella decía que era peor que alguien conocido nos viera entrar en un hotel. Y yo decía: vale. Decía: como tú quieras. Mientras crecía un bulto en mi pantalón.

Blanca seguía empujando, y no apartaba la mirada de mí, estrujando la mano de Nadia. Mi probable hijo no acababa de querer salir. Y de golpe alguien entró en la habitación. Alfredo, nervioso, histérico, enseguida cogió la mano de su mujer. Yo salí de la habitación. Ya, prefería esperar fuera. Alfredo no merecía lo que podía estar pasando. Pero nadie tiene el cálculo al dedillo; el día anterior al mítico condón roto Blanca y Alfredo lo habían hecho a pelo, y Blanca no se había hecho el test de embarazo al día siguiente. No pensé en ello, me dijo. Joder, pensé.

El hijo de Blanca salió al fin de Blanca. Y alguien nos hizo pasar al cabo de un rato a ver a la mamá con su retoño. El niño no se parecía a nadie; sólo a otros recién nacidos manchados de sangre y cubiertos de eso viscoso. En algún momento Blanca me dio el bebé. Lo cogí y no sentí nada a parte de miedo porque se me cayera al suelo. A Blanca parecía darle igual en ese momento el hecho de que no hubiera un padre claro. Yo no sabía cómo afrontar el asunto a nivel interno, y Alfredo, bueno, él sencillamente era feliz porque no se enteraba de nada.

Unos meses después, Marc, que es como se llamó al hijo de Blanca, se quedó en casa con Alfredo, mientras Blanca había ido, según dijo ella, a una entrevista de trabajo. Fue la primera vez que Blanca y yo quedamos en un hotel. Ella decía que sí, que estaba enamorada de mí, pero que no sabía cómo atajar el asunto. Y al final dijo que qué narices, que le diría a Alfredo que el hijo era mío y que lo sentía mucho. Le diría que estaba segura, y que todo había sido un tremendo error y que no le quería, ya no. Y todo eso, Blanca me lo decía con mi polla dentro de ella, los dos sudando. Por aquel entonces, Alfredo no lo sabía, pero su vida se acababa.
Ese mismo día Blanca llegó a casa y le soltó a Alfredo toda su perorata de probable verdad. No pensé que fuera tan valiente. Yo esperaba alguna llamada telefónica. De alguien. Esperaba represalias. Pero la única noticia la tuve al día siguiente. Blanca me llamó llorando desde su casa. Me dijo que no me preocupara. Que no me culpara.

Y sí, otra vez, Pedro conducía siempre igual por ciudad. Demasiado rápido. Yo iba con él, de copiloto. Blanca iba en el asiento de atrás, con Marc, que dormía. Y todo esto ya era dos días después de la cita en el hotel con Blanca. Y después de que Blanca se confesara a Alfredo. Con toda esa valentía y crudeza.
Según la versión oficial, Alfredo se quiso asomar demasiado al balcón del séptimo piso que compartía con Blanca. Pero lo que me contó Blanca fue que después de llorar sus cuernos como un niño pequeño, lo que hizo fue arrojarse al vacío. Ella se estaba duchando. Dos señoras salpicadas de sangre subieron y llamaron al timbre. Y ahí acabó todo. Con Blanca viendo desde el balcón una mancha roja y retorcida abajo en la calle; con las señoras traumatizadas, y dos vestidos echados a perder.
Así que Pedro conducía a toda velocidad; íbamos a llegar tarde al entierro del padre de familia que en lugar de vivir feliz como él creía, se mató.
El coche de de Pedro derrapó en el aparcamiento de forma poco apropiada. Caminamos entre árboles. Nos acercamos hasta los familiares confusos y llorosos. El ataúd estaba siendo depositado dentro del agujero, mientras los padres de Alfredo gemían improperios, abrazados. Marc comenzó a hacer como si se hubiese contagiado. Y Nadia también estaba allí, la chica que agarraba la mano de Blanca y la consolaba durante el parto. Su mejor amiga. Todo comprensión y ternura. Y me miraba durante el entierro, se mordía el labio inferior. Ella prefería los hoteles. Y la verdad, lo cierto, es que Pedro y Blanca últimamente eran muy cariñosos el uno con el otro. Acabas viendo esas cosas. Ya todos estábamos mezclados excepto el muerto, que confiaba en ella, en nosotros. La moral, cada vez más, acaba no siendo más que tierra, normas, barreras contra natura. Pero qué se podía esperar de todo esto. De los habitantes de la futura galaxia Coca-cola.

 

 

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Patricias

Esto es la historia de todas esas Patricias y Patricios. Es la historia de mi mujer y mi hija. De todo mi dinero. Es la historia de Patricia senior, mi mujer; de cómo permití que se autodestruyera. Y de Patricia junior.

De esas jaulas en las jugueterías que están llenas de peluches, Patricia, mi hija, siempre cogía el que se deshilachaba. Aun con siete años, ella sabía que ese era el peluche que nadie iba a coger.

Y la madre de Patricia, mi mujer, acababa en casa cosiendo al osito de turno que tenía un brazo colgando, cosiendo las partes en las que el algodón se quería escapar de dentro. Es que si no lo compramos nosotras, decía Patricia, nadie lo comprará. Nadie quiere peluches mutilados. El peluche desfilaba por la cinta negra delante de la cajera, y la mujer murmuraba que aún estaban a tiempo de cambiarlo si querían, no tenían por qué llevarse a aquel osito con la entrepierna rasgada, o al monito con el ojo colgando. Pero no, es el que quiere ella, decía la mamá de Patricia. Y hasta arrancaba algunas lágrimas a su alrededor. Todas las cajeras querían llevarse a esa niña tan mona a casa; la madre Teresa de Calcuta de los juguetes con defecto de fábrica. Y en casa veías su cuarto lleno de peluches roñosos, con remiendos, cosidos por doquier.

Patricia, mi mujer, era de aquellas personas aterrorizadas con el paso del tiempo. La mirabas y ya no sabías si quedaba algo de ella que no estuviera abierto y estirado, cosido o remozado. Tenía tantas operaciones de estética que ya no sabías qué edad podía tener. Pasas de ser una persona a ser un remiendo, para que la gente, en realidad, acabe yaciendo confusa a tu alrededor al mirarte. Eso era la mamá de Patricia: Patricia senior, mi mujer. Con todo, la gente no sabe qué clase de educación puede estar dándole a sus hijos. Los hay que lo confunden con apuntar a los niños a colegios privados. Hay gente que piensa que la educación de un niño es un trabajo a tiempo parcial, del que se encargan profesionales titulados. Nadie te dirá que piensa eso, claro, pero bueno, busca a alguien que diga lo que piensa realmente, venga; el tiempo comienza a partir de ya.

Luego, en el futuro, Patricia fue creciendo entre la gente que comentaba lo buena que era. Una yonki de ayudar a los demás. Con quince años se fue a por el chico obeso de su clase. Le dijo que si quería salir con ella. Al cine si él quería. Que le parecía buen chico. Que ella realmente creía que era guapo. Que no se tenía que preocupar de las burlas de los demás. Patricia ya no coleccionaba peluches. Ahora eran personas con defecto de fábrica. El niño obeso, el que llevaba gafas, el tímido. Todos los niños que ella veía deshilachados y que nadie se quedaba para sí, ella los quería. Daba igual lo que dijeran, lo que pensaran, lo que hicieran. El problema era la barriga, las orejas, dientes grandes, muchas pecas. El problema eran esas cosas que la gente ve realmente como problemas; lo que de mayores no decimos pero sí pensamos.

Echa un vistazo a esos parques de las grandes ciudades que antes han sido una maqueta. Y antes un proyecto, y antes una idea.

Todo en la vida parece cortado por el mismo patrón. Como Patricia senior, con sus tetas tres veces más grandes y rígidas de lo normal. Lo que antes era ella vendada, y antes un señor subrayando sobre ella con un rotulador, y antes un proyecto, que fue antes una idea. Lo que años antes fue una mujer, luego se parecía bastante a los arbolitos perfectos de las maquetas de los parques; un arbolito de plástico acojonado y lleno de sentimientos; tembloroso ante la perspectiva de que se le caigan las hojas en otoño. Échale la culpa de todo a la fuerza de la gravedad. Ya mismo, tanto si eres un parque como si eres una persona, alguien ha hecho un esbozo de cómo vas a quedar. Y luego viene Patricia con sus siete años, remendando peluches. Actuando por pena en la adolescencia. Haciendo feliz al gordito, al de las gafas de culo de botella, al pecoso.

Llegada la veintena de Patricia, la cosa no cambió mucho, porque en lo esencial la cosa no solía cambiar. La vida. Patricia senior seguía subiéndose las tetas a medida que estas caían. La tecnología contra la gravedad. Tú contra la naturaleza. Las sonrisas de Patricia senior sólo eran un intento de sonrisa. Corrección de pómulos, de nariz puntiaguda, ensanchamiento de frente, la barbilla, los dientes… Los dientes eran tan blancos y rectos y cuidados que parecían ideados por un arquitecto trabajando en una central nuclear. Si te hubieran dicho que brillaban en la oscuridad hubieras asentido sin más. Cada visita al supermercado era un montón de cabezas volviéndose a mirar a Patricia senior, en la que se reflejaban todas las luces del lugar como en un coche, de tan tirante que tenía la piel a sus cincuenta años. Sus tetas eran una lucha constante por escapar de la ropa prieta. Las cajeras la atendían sin mirarla, mirando las teclas, como si la caja registradora de repente fuera fascinante.

Y Patricia junior, la niña que entristecía al ver a peluches moribundos, mi hija, ya quería seguir los pasos de su madre. Lo importante era que si tu cuerpo iba a envejecer e ibas a morir, eso era una cosa, pero pobre de ti si alguien podía calcular tu edad. A esto la gente lo llama inmadurez. Realmente sólo era una caricatura de lo que hay; de lo que somos. Morir en un quirófano no es lo que la gente confunde con un final digno. No vemos a los cirujanos como un creyente ve a Dios. Los cirujanos no parpadean y comienzan a crecer árboles de los de verdad a puñados. Ellos trabajan con sus herramientas supuestamente esterilizadas, con sus rotuladores. La cirugía robótica no da la misma confianza ciega que la que tiene un creyente en la Biblia. Y quizá por eso mucha gente se ve bien a sí misma. Por miedo. El miedo a morir aún gana al miedo a tener el pene demasiado pequeño o las tetas balanceándose delante de tu ombligo. Lo que Hitler buscaba, muchas veces parece ser lo que mucha gente desea en silencio. Llegar a una discoteca y encontrar un montón de hombres y mujeres tersos y perfectos. La raza única subrayada a rotulador. No, nadie quiere peluches mutilados. Las burlas públicas por razones físicas parecían ser los campos de extermino modernos donde mucha gente sufría. La moda es el nuevo fascismo aceptado; las venas de nuestra supuesta libertad. Piensa en la moda como en un montón de víctimas reunidas.

Lo que quería hacer Patricia junior era alzar sus glúteos, para parecerse a alguien que ella creía mejor por tener un buen culo; a cualquier mujer de foto retocada de cualquier revista. Es el colmo de la superficialidad. Eres joven y guapa y perfecta y luminosa. Y aun así la revista retoca tus fotos. Aún no eres digna de ocupar sus reportajes con tus fotos llenando sus páginas. Porque tienes un grano, o un moratón. Da igual lo pequeña que sea la imperfección. Un montón de profesionales del medio te miran y dicen: aún podrías ser mejor. Mucho mejor. Y sí, te planteas que lo que hacía Hitler tiene bastante que ver con las adolescentes anoréxicas de hoy en día. Podrías llamarlo auto dictadura. Todas esas Patricias. Esos Patricios que afeitan todo su bello y tienen como mejor amigo al tipo que ven en el espejo después de trescientas abdominales. Tu carcasa perfecta como modo de vida. Y qué penita da toda esa gente que no tiene como primera prioridad su físico. En serio. Pobrecitos.

Haz lo que quieras, le dijo Patricia senior a Patricia con respecto a su proyecto de culo. Pero eso sí, le dijo, tienes que cuidarte. La gente a esto lo llama cuidarse. El nuevo concepto de cuidarse cada vez tiene más que ver con salir guapos en las fotos. No lo confundas con la salud. Claro, todas esas modelos de la tele no son el ejemplo perfecto de un cuerpo sano. Los culturistas alimentados a base de claras de huevo no es lo que un medico te vendería como la forma de llegar a viejo sano y atractivo. Tanto da si lo que quieres es inflarte o desinflarte, que mucha gente te va a poner como ejemplo de lo que es cuidarse. Unos buenos bíceps, una cintura minúscula, son sinónimo de salud; pero aún más, sinónimo de belleza. La gente no suele ir a los gimnasios para ser más sana. Mis Patricias no estaban preocupadas por llegar intactas y saludables a viejas. Simplemente no querían parecer viejas nunca. La línea que separa el patetismo de la belleza es casi invisible. Es la línea que no vio mi mujer nunca.

Patricia junior se operó el culo. Y ciertamente quedó más respingón. Dijo lo mismo que Patricia senior cuando acabó la operación: nunca más se iba a operar. Patricia senior se sentía cada vez más derrotada. Su belleza de diseño se iba apagando. La gente no sabía calcular qué edad podía tener, pero tampoco iban a decir que era guapa, que qué bien se conservaba. Su fealdad la acentuó el paso del tiempo. Daba igual si cada mes le daba un repaso al bottox de los labios, o si se ejercitaba en el gimnasio cada día hasta quedar exhausta. Porque ya solo quedaba lo que era. Una mujer mayor mal camuflada. Era mi Patricia escondida detrás de un montón de mi dinero, que no había servido para fabricar una belleza inmortal.

Ese vacío, que dejó tantos años de luchar contra el inevitable deterioro físico, la sumió en una depresión que no advertí hasta pasadas unas semanas; quizá porque ya no había cabida para más de un par de muecas en su cara, y ninguna de las dos transmitía ningún sentimiento. Al advertir su tristeza, decidimos adoptar un crío. Una niña china que buscaba padres adoptivos. El día que fuimos a buscarla, y al ver su carita de cinco años redonda y perfecta y preciosa, mi mujer comenzó a llorar. Aunque prefiero no pensar por qué.

Pasamos una buena época. La niña era un encanto, obediente, cariñosa. Era una versión china de Patricia senior, mi hija, que de vez en cuando traía a su novio a comer a casa. Era un tipo reservado, obeso, que parecía siempre alerta. El chico no tenía muy claro eso de que mi hija le quisiera. Actuaba como si fuera a despertar en cualquier momento. El tiempo pasó hasta que Gong Chang cumplió seis años. El tiempo pasó hasta que llegó la verdadera mala época. Fue unos días después de que la niña celebrara su fiesta de cumpleaños, cuando un coche la hizo trizas.

Al final todo era tan absurdo que la vida se podía reducir a una cuestión de mala suerte y diseño arquitectónico. Gong Chang murió porque las pelotas de tenis Dunlop botan más en una superficie dura. Todos hemos visto alguna vez el Tenis por la tele. Mi Patricia lanzó una pelota a la niña, demasiado fuerte. Esta botó en el camino de entrada a la casa, que estaba rodeado de césped. Que estaba flanqueado de árboles puestos en fila como militares. La pelota superó la valla y se dirigió hacia la carretera, con Gong Chang, de seis años, corriendo detrás.

Así que mi mujer, lastrada, hundida en la miseria más que yo o Patricia junior, decidió hacerse otra operación. Otra vez las tetas.

Nada se lo iba a impedir; era eso o encontrársela un día suicidada en la bañera de casa. Y ya no temíamos por ella en cuanto a la cirugía se refiere, porque pensábamos que si ya no había sucedido alguna desgracia en quirófano, ya no iba a suceder.

Y fuimos a que la operaran. Una operación de cirugía estética para aumento mamario en nuestra familia ya era casi como acudir al medico por un catarro. Estuvimos en salas de espera, Patricia junior y yo, leyendo revistas y aburriéndonos, cuando vino un cirujano, y nos dijo que “habían surgido complicaciones”.

Se trasladó a mi mujer a otro centro. Pero aunque la cosa se alargó unos días, no se pudo hacer nada, y murió. Fue chocante, incluso aunque pudieras esperarlo tarde o temprano. Y con el médico que me anunció su muerte delante, me vino a la cabeza una imagen de ella, cuando aún la quería de verdad, con su cara, y su sonrisa de verdad. Y me contuve y abracé a la Patricia que me quedaba, que se atragantaba en sollozos. Y a esas alturas era extraño vivir así, reaccionar así. Me culpé durante mucho tiempo porque las primeras sensaciones tenían más que ver con haber mandado tu viejo coche a una trituradora, o como haberse mudado de una casa que echarías de menos. Parecía que en realidad estaba perdiendo algo material; una mujer que se había pasado su vida pensando en sí misma hasta el punto de llegar a no pensar, si no era en nuevos materiales quirúrgicos, o en nuevos tratamientos de belleza, nuevos gimnasios abiertos, entrenadores personales, unas tetas mas grandes, unos labios más naturales. Se hizo tratamientos para rejuvenecer hasta que murió fea, desdichada, y de una forma estúpida y ridícula. Mi mujer, remozada y cortada y manipulada hasta la muerte. Sólo podía ser una víctima de todo lo que la rodeó, o una gilipollas. Y todo el mundo te dirá que sobre todo fue lo segundo. Ya llevo años planteándomelo. Y con todo, sólo me siento a gusto cuando estoy en las montañas, aislado, con mi hija, Patricia junior. Me siento bien cuando no estoy rodeado de pisos y parques y casas que han necesitado de arquitectos y planificación y futuros planes de mejora.

Contactamos con un abogado, para demandar al Hospital. Pero, sinceramente, por vergüenza y pereza, dejé de tener contacto con él. Sólo espero que mi hija, vaya poco a poco ayudándose a sí misma, con la misma voluntad con la que ayudó al gordito, o al niño con gafas, o al pecoso, o al tímido.

 

 

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Otra moda

Entramos en la tienda. Es de antigüedades. Te mueves entre las figuras y los objetos procurando no romper nada. Huele a polvo y barniz. Piensa en aquella tienda en la que compraron a Gizmo en la película. Esa es la idea. Todo está en penumbra. Desde cualquier sitio te miran animales de distintos materiales, o disecados. Hay cuadros, cuadros de atrezzo, como de película de terror. El dueño tiene fama de acumular trastos para reciclarlos y convertirlos en antigüedades. Lo que dicen las malas lenguas es que el dueño de esta tienda recupera animales atropellados, los diseca, y a los pocos días ya están a la venta con la etiqueta del precio colgando. Esa es la idea; la penumbra; leyendas. Si compras algo de lo que hay en esta tienda y te pasa algo malo, la gente pensará que te lo has buscado. Maldiciones, esa es la idea. Superstición. Credulidad. Igual que la gente cree en Dios, puede creer en cualquier cosa. La idea es que, teniendo en cuenta nuestra poca vista para la ciencia, podemos convertir cualquier cosa en pesadilla.

Hay gárgolas de distintos tamaños, con dientes afilados. Hay cajitas en las que no sabrías qué guardar, negras, con cerraduras. Ponte en lo peor. Hay telarañas, pero de verdad, en las esquinas. Es la decoración que quisieran conseguir en los túneles del terror. Esto, piensas, es auténtico. No es como la imitación de selva de un parque temático, en la que los sonidos de los pájaros provienen de altavoces escondidos en arbustos adulterados para parecer frondosos y exóticos en cuestión de días. No, esto no huele a estafa.

Mi hermana se llama Beatriz, y siempre está bebiendo de alguna lata de refrescos. Y pobre de ti que la llames Bea. Si abres su armario te costará encontrar alguna prenda que no sea negra. Hace años que no la veo sin su rimel. Todo negro; sus uñas, sus labios. Y por algún motivo, eso siempre nos ha acercado. Quizá porque nuestra madre siempre ha querido verla disfrazada de muñequita, siempre ha habido miradas de complicidad entre nosotros, y de condescendencia hacia nuestra madre. Es como si no tuviera una hermana. Es como si fuera una compañera de piso. Pero con cinco años menos. Lo cual nos lleva a ahora. Si ella quiere venir a toquetear cachivaches polvorientos, yo tengo que acompañarla. Sus diecisiete años no son aún fiables para mis padres. Aún, la idea que tiene esta chica de un sueño erótico se parece mucho a matar zombis con un rifle de repetición. Ya se le pasará, piensa mi madre. Mi padre pasa del asunto, no sé si porque la ha dado por perdida o porque realmente no le da importancia a su aspecto. O quizá piense también que se le va a pasar. Ya puede Beatriz ser todo lo cariñosa que quieras, que mi madre la ve como el demonio. Son cuestiones prácticas. Y en eso tiene algo de razón mi madre. Triste razón. Si vas a buscar trabajo con unas medias de red y un anillo en la nariz y lo labios pintados de negro, pues ya sabes, ya te llamaremos.

Una de esas cajas negras, que parecen hechas para guardar joyas antiguas, le llama la atención a Beatriz. Tiene una pestaña metálica camino de oxidarse; Beatriz abre la caja, que es de madera, del tamaño de un puño cerrado, y dice: me gusta. Está a precio de ganga. Nos vamos hasta el mostrador cerca de la puerta de salida; el anciano dueño nos mira. Beatriz comienza a remover su mano derecha dentro de su bolso negro. Saca una cartera negra, desgastada en los bordes. Saca cinco euros, y se los da al anciano. El hombre, sin decir nada, los coge. Y no esperes a que aquí te den una bolsita con el nombre de la tienda impreso en tinta en los dos lados. Beatriz, contenta con su adquisición, toquetea la caja mientras salimos a la calle. Le digo que qué va a guardar ahí. Da igual, dice, me encanta. Podría beber de ella, dice. La caja es negra y barnizada, claro, y cuadrada; en dos de sus caras sonríe la cara de un payaso en relieve. Lo que me viene a la mente es que ahí se podrían guardar dedos cercenados, ojos humanos. No me viene a la cabeza nada positivo. ¿Te acuerdas de aquella caja que salía en Mulholland drive?, me dice mi hermana. Me dice que esta caja le ha hecho pensar en aquella. Le digo que sí, pero que creo que la de la película era azul. David Lynch es otra obsesión de mi hermana, aun en la adolescencia. Mi madre siempre me recuerda que yo fui quien la animó a ver Carretera perdida, que no debí hacerlo. Un día la chica se puso muy pesada con comprar unas cortinas rojas que cubrirían todas las paredes en su cuarto. Y mi madre dijo que no, el cuarto de su hija no iba a parecer la habitación de un burdel. En lugar de eso, las paredes de la habitación son negras. Hay un poster de Posesión infernal, el único que a mi madre no le parece ofensivo o de mal gusto.

Cuando llegamos a casa, mi padre le dice a Beatriz que no, ella no va a dormir en un ataúd. ¿Qué más da?, ruega Beatriz, ¡ocupa menos que la cama! Pero mi padre dice que no, no le van a comprar un ataúd, a menos que se muera. Mi hermana sube las escaleras hacia su habitación, maldiciendo en susurros. Mi madre me dice al oído que esto ya es demasiado, que ayer encontró un consolador bajo el colchón de la cama de mi hermana; un consolador negro, me especifica. ¿Si fuera rosa sería distinto?, digo. ¡Hablo en serio!, me dice, y me dice que si yo sé si ella ya… si ella… Y yo le digo que no tengo ni idea. Le miento.

Subo las escaleras, llamo a la puerta de Beatriz, la abro, asomo la cabeza y digo:

– Ya saben lo del consolador.

– Me da igual…

– ¿Para eso es la caja? ¿Para guardar el consolador?

– No – dice, mientras bebe sorbos largos de una lata de Pepsi -, no seas capullo, ahí no cabe…

La primera vez que maté a una rata fue asqueroso. Me salpicó la sangre a la cara; la exprimí haciendo que el líquido cayese dentro de una botella de agua. Digamos que yo antes lo daba todo por sentado. Eso era antes, sí. A mi hermana no la dejan salir de casa a según que horas, que es cuando en ciertas zonas las ratas salen a pasear. Esto es lo que llamarías hacer el trabajo sucio. La mente enferma de mi hermana la salvó. Si es locura o no, pues bueno, es un tema complicado. A partir de los quince años mi hermana caminaba pálida por casa. Enfermaba de forma habitual. Quien más quien menos hemos leído alguna novela de Anne Rice. Pero si te documentas, la mitología recoge una veintena de clases de vampiros distintos. Si eres los suficientemente crédulo y te informas, acabas descubriendo que mi hermana es una vampira Sucubo, que en su mayoría se han encontrado entre gente eslava, y también entre las comunidades gitanas. O es todo eso, o mi hermana está loca, como una puta cabra. Y yo también.

Así que cuando una vez ingresó en el hospital sin parar de decir que tenía sed y que se moría, lo que hizo fue robar una muestra de sangre, y se la bebió cuando no había enfermeras delante. Y el resto te lo puedes imaginar. Inexplicable. Un milagro de la medicina, decían los médicos. Una enfermedad desconocida que viene y se va igual que ha venido. ¿Así es como son los milagros?, pensé yo, el único que supo la verdad.

Y al parecer fue el primer novio de mi hermana el culpable de todo. Un chico que estaba en las últimas, que no sabía lo que le pasaba, y que una noche besó a mi hermana. Basta con un corte en el labio. Ella me contó que él comenzó a absorber su labio cortado por el frío, hasta que consiguió zafarse de él. Y unas semanas después yo me vi buscando ratas que matar; mirando cómo podía colarme en los hospitales para robar sangre, porque mi hermana se apagaba lentamente sin su dosis diaria. Estas son ese tipo de cosas que no le cuentas a la gente. Ese primer novio suyo, acabó lanzándose por la ventana del décimo cuarto piso en el que vivía con sus padres, quizá por haber descubierto la verdad, o porque aún no.

Las estadísticas recogen cada año decenas de muertes sin explicación. Un vampiro te dirá que muchas de esas muertes las provoca la búsqueda de una explicación racional. Un vampiro te dirá que sí es probable que exista el demonio, pero que de Dios aún no se sabe nada. Piensa en todos esos adolescentes que huyen de casa sin motivo aparente. Si crees que has visto un ovni, pues es igual, lo olvidas y no se lo cuentas a nadie; puedes vivir con ello. En cambio, si descubres que tu dieta consta sólo de sangre, pues puede que hoy en día el sexo ya no sea el tema tabú estrella entre padres y adolescentes.

Es una elección sencilla. Muchas veces he soñado con mi hermana mordiéndome. Todo el mundo se pregunta cómo es que Beatriz no crece. O por qué lleva siempre el mismo peinado. Nadie asocia esas cosas a la inmortalidad. La gente cambia de residencia, se muda y no vuelves a saber nada de ellos. Pero mi hermana no. Así que si no quiero que salga en plena noche un día y mate a los vecinos, la elección es sencilla: los animales.

Si veías a mi hermana con catorce años, aún no te hacía pensar en tumbas y cadáveres. Sólo era otra niña más con ropa al uso, que se miraba al espejo para ver si le crecían ya de una vez los pechos. Pero luego su primer novio la besó. Y, veamos, dijimos, si esto hay que mantenerlo en secreto, ¿cuál es la mejor forma de hacerlo? ¿Cuál es la vía más rápida para alimentar los prejuicios de la gente? Y enseguida pensamos en Marylin Manson, la ropa negra. Monta un show en casa; vístete un día de vampiresa urbana y diles a tus padres que ese es tu nuevo look. Di a la gente que tu ilusión es poder dormir por las noches en un ataúd. Empapela tu habitación de posters tan provocadores y sangrientos que tus padres tendrán que quitarlos. Todo ese truco de renovación fue provocado por una palidez en el rostro de Beatriz, que no casaba bien con los tonos pastel. Había que tapar el hecho de que ella, realmente, ya estaba muerta; pero la muerte, en el mundo en el que vivimos, puede no ser más que otra moda.

 

 

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Poder

Tenía esa pinta de no haber vivido casi nada. De piel tan blanca, impoluta y suave, que casi pensarías que estaba embalsamada. Cuello fino, cabello siempre recogido en un moño. Siempre los hombros al descubierto. Al verla te venía a la mente un armario repleto de kimonos. Era una muñeca de porcelana viva de metro sesenta. Era china.

En su escote siempre revoloteaba un colgante; un símbolo; regalo de su abuela, decía ella. Su casa tenía ese olor característico de restaurante chino. Las paredes estaban llenas de apliques y adornos; todo era dorado o rojo. Las copas y la vajilla y los cuadros y todos los objetos, podían sumar un centenar de dragones dibujados o cosidos o moldeados. Su padre era un señor callado y amable. Su madre era ella con veinte años más, y callada y amable. La belleza exótica que tenía esta mujer en cuestión; esta chica de dieciocho años, te hacía reaccionar como cuando ves a un cachorro, o algo demasiado bonito y caro tras el cristal de un escaparate. Ella era ese primer contacto visual en el que tienes que prestar atención para creer lo que ves, eso, pero constantemente.

Casi te extrañaba que su padre no la tuviera atada, enjaulada, en casa. Si la veías caminar sola por la calle, te destrozaba el corazón. Hay estudios que dicen que si los hijos son guapos, los padres son más tiernos con ellos, y cuando la mirabas a ella te lo creías. Dolía.

Substituía las erres por eles como en todas esas bromas rancias de la gente. Decía, medio en inglés medio en castellano, que añoraba su país. Decía que había venido aquí porque sus padres la habían obligado.

La conocí porque un amigo conocía a alguien que la conocía. Todos me decían: Tienes que verla. Y la veías y te entraban ganas de ponerte a escribir en vertical. Te veías casándote con ella en medio de una lluvia de pétalos a miles de kilómetros de tu vida. Luego desaparecía. Te quedabas con unas ganas enormes de volverla a ver. La belleza se antojaba como algo demoledor e injusto; la mayoría de todas las demás mujeres, a su lado, se las podía haber tragado la Tierra.

Como muchas chicas chinas en España, ella había cambiado extraoficialmente su nombre. En lugar de decirte su nombre, te decía que se llamaba Cristina. Para no avergonzarse y ser más próxima, prefería que la llamaras así. Nunca decía dónde trabajaba su padre. Los rumores decían que era una familia de mucho dinero. Ella te contaba sin atisbo de vergüenza que ya había sido abordada en discotecas por tíos mucho mayores que ella. Eran ofertas. Podría haber sido actriz o modelo. Podría haber sido una estrella del porno. Tal y como es el mundo, y echándola un vistazo, podría arrasar el planeta sólo con sonreír, coqueteando. Podría haber amasado cifras millonarias con los contactos adecuados sólo con quitarse la ropa. Decía que ella tenía una amiga prostituta. Y decía que se parecía a ella. Dicha amiga se abría de piernas sólo en hoteles de lujo, en mansiones, en condiciones de higiene inmejorables. Dicha amiga se sacaba, mínimo, unos cinco mil euros al mes. Y traduce ese mismo dinero a monedas de otros países, los que se te ocurran, ya que la demanda de su sexo se elevaba a categoría internacional. La amiga en cuestión hablaba de millonarios célebres mayores de cincuenta años que estaban casados, y sus mismas mujeres le abrían la puerta a ella; le decían: <<Está arriba, en el dormitorio, esperándote>>. Así de importante es el dinero para mucha gente, decía dicha amiga.

En el sexo, como en el dinero, lo que importaba era ir bien servido. Cristina, con su falso nombre y su espiritual carácter, sabía muy bien de lo que te hablaba. Sabía muy bien hasta dónde tenía que llegar, y por qué. Llegabas a comprender la confianza que tenían sus padres en ella. Siempre manipulaba piedras de todo tipo, anillos, colgantes. Era aficionada a la reflexologia. En casa movía los muebles de sitio, y afirmaba que podía hacer variar la cantidad de energía positiva de una habitación; podía alegrarte o hacerte enfermar a su antojo sólo con mover una mesa, cambiando la televisión de sitio; eso decía. Y con todo, creyeras lo que quisieras creer, sus padres siempre estaban tranquilos y relajados en casa; era una balsa. Cualquier modo de masaje o truco místico era conocido por ella. Te podía hablar de sexo tántrico, y echar pestes de la gente que folla en los asientos traseros de sus coches; ¿Quién puede disfrutar así?, decía con su acento. Sacaba a colación cómo perdió su virginidad a los catorce años con el mismo tono con el que te recomendaría una receta de cocina.

Tenía debilidad por esas blusas que siempre dejan un hombro al descubierto, con el tirante del sujetador a la vista.

¿Cuánto rato se puede hablar de una mujer? Mucho. Pero pensar, puede que no dejes de pensar en una durante toda tu vida. Aunque sólo sea belleza. La gente se puede estar durante horas hablando de un coche, de un edificio, de formas bonitas y sugerentes. Por la culpa indirecta de gente como Cristina, somos los causantes de nuestra propia dictadura individual. La palabra victima se acerca a lo que somos si alguien como Cristina te presta atención; y si te habla, aunque digas que no, vas a pasar a ser su esclavo.

Durante una época, muchos, sólo veíamos en ella mucho donde tocar, lamer, morder. La amiga que iba siempre con ella se llamaba Eva. Y Eva era invisible. Es decir, si lo hubiese sido no hubiésemos notado la diferencia. Belleza cruel, demoledora, injusta. Si Dios reparte la belleza, está claro que lo hace igual que todo lo demás.

Pero luego comenzamos a conocer a Cristina. Y si la gente se obsesiona tanto por la superficie de todo, es porque quizá nos da miedo lo que podamos descubrir. Quizá no es tanto superficialidad como cobardía.

En el periódico se sucedían las desapariciones de hombres adinerados. Y ninguno de nosotros, los que conocíamos a Cristina, podíamos haber pensado nunca en lo que estaba pasando de verdad; la realidad. No pensabas ni en Cristina, ni en Eva, ni en la amiga prostituta de lujo de ambas cuando leías las noticias sobre los nuevos desaparecidos.

Cristina y Eva y Violeta, la puta, montaron un centro de reflexologia. Era su centro improvisado y desprovisto de titulaciones, que financió el papá de Cristina, se llamara como se llamara. La fachada de la casa tenía una pinta estupenda. El tirón era el efecto de la prostitución internacional; la fama. Sólo un anuncio en los periódicos y se corrió la noticia de que aquella putita oriental de lujo había dejado de viajar, para montarse un centro neurálgico de “masaje”. Los clientes no se hicieron esperar. Llegaban allí y Eva los recibía en un mostrador. Les decía que esperaran, que enseguida Cristina y Violeta les atenderían. Y muchos decían: ¿Es Violeta de verdad? Violeta, la puta de lujo; la que al parecer hacía maravillas si podías pagarla. Y Eva decía que sí, era Violeta de verdad.

Luego los clientes entraban en una habitación. Y allí acababan.

Cristina tenía esa pinta de no haber vivido casi nada. Y sabía lo que la gente era capaz de hacer; y de la importancia del sexo. Sabía un buen rato sobre el dinero. Podía haber arrasado el mundo sólo con sonreír, coqueteando, y eso fue lo que intentó. Cristina quiso arrasar el mundo de la belleza y la superficie y las conversaciones interminables sobre interiores y coches y peinados. Arrasar el mundo de la belleza y el dinero, con belleza y dinero. La Robin Hood de los no tocados por el Dios material. Cristina abría la puerta cuando los clientes decían desde la sala de espera: ¿Se puede?

Los clientes entraban en la habitación, y en ella estaban Cristina y Violeta esperando sonrientes y esbeltas con sus minifaldas y maquillajes. El cliente miraba desconcertado a su alrededor y veía todo tipo de mesillas y lamparitas y muebles. Energía negativa. Había una televisión, el suelo era de parqué. Y el cliente comenzaba a sentirse mal. Se apoyaba donde podía. Cristina y Eva llevaban diversos colgantes, pulseras, piedras en los bolsillos, y el cliente las miraba y ellas comenzaban a sonreír; las veía cada vez más borrosas. ¿Se siente mal, señor? ¿Está usted bien? ¿Trajo el dinero en metálico como acordamos por teléfono?

Era espiritualidad filtrada, manipulada, a expensas de la muerte, en contra del escepticismo. Si algo iba mal, una de las dos movía una mesita, un mueble sueco, cambiaba de sitio el televisor. El cliente acababa empeorando tarde o temprano, notando cómo la erección inicial iba menguando, cómo el aire dejaba de entrar en los pulmones. Era como una muerte por anoxia; como los bebés que despiertan un día muertos sin motivo aparente. Los clientes se apagaban. Un tembleque o la posibilidad de resurrección se solucionaba dando la vuelta al cuerpo inerte, tapándole la nariz y haciéndole tragar algo de cianuro. Aunque la mayoría de veces el veneno era como intentar matar a quien fuera dos veces.

Cristina y Eva llevaban su vida con normalidad occidental. Abrían su centro dos veces por semana, martes y jueves. Y eso bastaba. Violeta hacía trabajos por su cuenta, a nivel local. Los sábados salían las tres, bebían, fumaban. Eran las chinas divertidas, inocentes. Las chinas que todo el mundo veía así. Mientras lo cadáveres se amontonaban en un cuarto trastero, cubiertos de café en polvo para disimular el olor. Daba igual si eran trucos policiales o espirituales. La muerte no es exigente. El físico humano es débil. Quizá no sea espiritualidad envenenada, se decía a sí misma Cristina. Quizá la gente está tan obsesionada con la cáscara de todo que se mueren si no es como esperan. Se desvanecen. Pero es igual si luego van a resucitar, si tienen un tembleque; unas gotas de cianuro y… glu, glu, glu…

Eran chinas. Al verlas te imaginabas armarios enteros llenos de Kimonos. Veías sus ojos rasgados y que siempre sonreían, y pensabas: mira, las chinas.

Cuando un día la policía tiró la puerta del centro de reflexologia abajo, ellas se entregaron sin demasiado apuro. La cárcel sólo iba a ser otro lugar en el que ser chinas y estar muy buenas. Sólo más gente preocupada por las mismas cosas, pensaban, pero metidas en celdas. Cristina, en uno de los múltiples interrogatorios, con su frente amplia, impoluta y suave, y sus labios minúsculos, con ese aspecto que te hace pensar en bodas y parajes maravillosos en los que el mundo es perfecto y justo, le dijo a uno de los policías: ¿De verdad cree que vamos a estar mucho tiempo encerradas?

 

 

 

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