Archivo por meses: julio 2007

Insomnio

Es tarde de cojones y aun así me pongo a escribir. Me llaman nihilista con mucha facilidad, pero no me llamo así. De todos modos, no está demasiado bien visto no ver las cosas demasiado bien.

Llama a esto diario o como quieras, seguramente esto no tiene un nombre concreto. Los adjetivos parecen todos gastados cuando no posees un vocabulario muy amplio. Lo habrás oído más veces, pero esto no es más que otra forma de cagar, mear o vomitar. Sacas lo que tienes dentro, lo que te molesta. Suele haber muchas cosas que molestan. ¿Y a este le extraña que le llamen nihilista?, pensarás, solo que si sueles hacer afirmaciones así, seguramente no eres de los que se mira demasiado al ombligo.

Cuando escribes en una libreta a modo de desahogo siempre has de contar con la posibilidad que alguien lo lea. Mi hermana se está duchando mientras escribo esto, puedo oír el agua salpicando. Mi madre es diez años más joven que mi padre, ahora mira algún programa del corazón sin darse cuenta de que es una víctima del atontamiento catódico. Y mi padre se está muriendo, porque mi hermano independizado ya me saca quince años de edad. Bueno, no se muere técnicamente hablando, pero con su edad ya es lo siguiente que le toca. Mi hermana es un año menor que yo, tiene veinte. No sé exactamente cómo fue, pero creo que mis padres se aburrían lo suficiente como para volver a querer oír lloros de madrugada. No es nada especial, mi hermano estaba a poco de irse de casa, pasaba de ellos. Las parejas no suelen pensar en sus futuros hijos como en tíos de veintitantos años que padecen, sonríen, follan, sufren, trabajan… Cuando las personas se ponen tiernas y quieren hijos es cuando ven a otros bebés, bebés ajenos, esas criaturas que te miran desde su cochecito y te agarran el pulgar y son adorables. No todo es interés propio, pero la mayoría de veces parece acabar siéndolo. Ahora mi hermana se pasea por casa con una toalla en la cabeza. Mi madre está dormida delante de todos esos personajes que se llaman escoria por televisión. Mi padre sigue muriéndose, aunque ahora sólo da vueltas en la cama. No hay que ser demasiado lúcido para ver lo que nos mueve la mayoría de veces. Uno de los pocos motivos que encuentro razonables para que Dios exista es el sexo. Es una paradoja, pero si tú eres el que crea al ser humano y tienes que provocar su continuidad en el tiempo, su evolución, el sexo tiene que ser placentero. Si el sexo sólo fuera algo funcional y para la procreación, algo me dice que ya nos habríamos extinguido. Mi hermana no para de dar vueltas por casa, me está poniendo de los nervios. Ya no oigo la tele en el comedor, mi madre debe haber ido a acostarse. Mi padre ya ronca. Cuando mi padre ronca lo sabemos todos; lo que no sabemos es cómo mi madre consigue dormir; quizá es por tanta telebasura. El ventilador que tengo a metro y medio de mí mueve las hojas de la libreta. He apagado el móvil. Sí, no es tan difícil imaginarse a Dios con un asesor, alguien que le pusiera tetas a ellas y pectorales a ellos; alguien que dijera: lo de la semilla de él en ella está bien, pero deben sentir algo que les guste mucho en el proceso. ¿Algo?, debió decir Dios todopoderoso. Sí, debió decir su asesor. Placer físico si me lo permite, debió ser el consejo. Todo esto sería, claro, después de que Adan y Eva la cagaran con lo del jardín del Edén. Pero no sé, en mi colegio cambiaron la religión por la ética, que es como cambiar el blanco por el negro, la Biblia por la ciencia. Porque no es que las religiones se hayan dado a conocer por sus lecciones de ética. Aunque el budismo no está mal, dice mucha gente, y yo estoy de acuerdo, el budismo es guai. Buda es un tipo simpático, no alecciona demasiado y se limita a ser calvo y meditar. En comparación, el catolicismo y el islamismo han arrasado medio mundo, así que sí, el budismo mola, para ellos claro, para los que son budistas. De todos modos aquí a casi nadie le importa nada de todo eso. La gente se pone en cuclillas y miran atentamente las etiquetas de los precios en el supermercado habitual, y mientras en algún lugar mueren veinte personas en nombre de Alá, ellos dicen: estos cabrones han subido el precio de la nocilla. Cuando Neo despierta en la película y Morfeo le dice: bienvenido a la realidad, o algo así, allí por lo menos los que aguantaban sabían quién era el enemigo, y todos se unían para luchar. Tal y como yo lo veo, Matrix era un lugar falso pero reposado, todo el mundo vivía en una cárcel para su mente, pero por lo menos existía una mínima posibilidad de que la gente despertara ante la realidad que les rodeaba. Aquí esto sólo parece un lugar falso.

Cuando alguien me dice que si escribo yo le digo que chapurreo. Saramago escribe, Dan Brown es un fantasma, Stephen King una máquina. Y yo chapurreo ideas inconexas. Llámalo insomnio. Tener insomnio es estar más lúcido que nunca cuando al resto de la gente parece se le va a caer la cabeza al suelo. No hay ningún ruido en la casa: mi hermana duerme, mi madre duerme, mi padre duerme y se muere. Yo, nada, chapurreo, chapurreo, chapurreo…

 

 

 

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Muerte lenta

En la mesa de mi despacho hay un reloj de arena que me regalaron. También hay una foto de una chica. Luz creo que se llamaba. Me regaló la foto porque encontré a “su gatito”, un tío de 120 Kilos que le estaba poniendo los cuernos con otro, otro tío. En la foto sale desnuda, tumbada en su cama; la tengo que esconder cada vez que entra alguien al despacho y blablablá. Aunque en realidad Luz había sido un hombre. Debería localizar y felicitar al cirujano. Las personas comemos y amamos por los ojos. Nadie diría que Luz se llamaba Ernesto si viera esta foto. Ser detective privado no es fácil. Nada que tenga que ver con la privacidad es fácil. Se trata de esconder cosas que no quieres que nadie vea, o de las que no quieres que nadie se entere. Es algo delicado. Como en las películas, solo que sin mujeres con relucientes vestidos que entran en tu despacho para que resuelvas su vida mientras te echan el humo en la cara. Es más aburrido en la realidad; como ser bombero y no tener nada mas que hacer que bajar mascotas encaramadas en las copas de los árboles, mientras sus dueñas preocupadas te miran como si fueses Superman. Pero yo tengo fama merecida de corrupto. Me importa un huevo casi todo el mundo. He robado, he matado, y he ganado mucho dinero; como muchos políticos, pero sin su hipocresía. Doy la cara. Uso una pistola.

Hoy ha entrado Alejandro al despacho. Otro cliente. Otro caso de posible y más que probable infidelidad.
– Sí – dice –, se maquilla más, hasta se lava más, sale de casa parca en palabras, sin decir a dónde va. Se llama Miriam.
– ¿Y usted sospecha de alguien?
– No, sólo de mi mujer, ya sabe, pero no sé con quién debe estar, o si está con alguien.
Alejandro se derrumba y empieza a llorar. La gente que sospecha de una infidelidad no suele ponerse a llorar, sólo lo hace la gente que está enamorada. Los que acuden aquí para investigar a su pareja suelen hacerlo más por orgullo de posesión que por otra cosa. Son del perfil de tíos que pegan a su mujer y después lloran de rabia si pierden en las apuestas a los caballos. Pero Alejandro no, Alejandro está enamorado. Mientras habla sin parar planeo la forma en que le diré que lo siento, que el sexo le gusta más con ese otro u otra con el que esté. Porque evidentemente ella no está enamorada. Pasa mucho en las parejas, uno lo esta y el otro no, y alguien sufre. Esta es mi versión de bajar gatitos de los árboles. Alejandro se suena la nariz.
– Vale – le digo –, con lo que me ha explicado tengo para empezar a trabajar.
– Y dígame, cuánto…
– No soy muy caro, no se preocupe.
Mentira, ya se sabe, a veces hay que mentir. A veces cuela, el tipo no insiste con lo del dinero. Lo más jodido de todo en realidad es que sé que el caso está resuelto. A veces el final llega antes que el principio y el desarrollo de las cosas. Estos días fumaré más de la cuenta, es decir, un poco más. Es curioso que sólo sean hombres los que vienen por casos de parejas infieles. Enseguida perdemos el culo por dos tetas. Normal. Hasta yo. De hecho, nunca he matado a una mujer. Sólo simulaba que lo iba a hacer, en la cama, con una a la que le gustaba sentir el cañon de la pistola cargada en la cara mientras me la chupaba. Uno puede acabar teniendo gusto por las aberraciones cuando la vida es aburrida.

Decido salir del despacho e irme a ver a Belén, al bar donde trabaja. La primera vez que le empecé a encontrar cierto sentido a todo, hace dos semanas: Belén. Se lo pasa bien conmigo porque no sabe nada de mí. Yo tampoco sé nada de ella. Amor. Aunque lo pienso mejor. Cojo el coche y me voy a casa del tal Alejandro. Entre lloros me dijo dónde vive con su mujer. Y ésta debe estar apunto de salir para ir a trabajar.
Aparco enfrente de su casa, sin disimulo. La gente corriente no espera tener a un detective privado vigilando en las narices de su casa. Eso te da ventaja, la gente es precavida y confiada a la vez, pero sólo suele ser precavida por dinero. Para mí es una ventaja que todo el mundo sólo piense en el dinero.
Al cabo de un rato se abre la puerta principal. Ante mi asombro Belén y Miriam salen en un mismo cuerpo. Parpadeo rápido, me aflojo la corbata. No se me rompe el corazón ni nada parecido. Pero comienzo a sentirme muy nervioso, encolerizado. Estas cosas pasan, me digo, pero no sirve para tranquilizarme. Hace poco conseguí un silenciador, casa muy bien con la ausencia de escrúpulos. Se lo pongo a la pistola. Belén o Miriam se ha detenido e intenta encenderse un pitillo, aún muy cerca de la puerta. Salgo del coche, furioso. Ahora ya puede pasar cualquier cosa. Ni me ha visto y ya la he cogido por el brazo. Le susurro al oído:
– Abre la puta puerta y entra en casa otra vez…
Lo hace. Esto ya es algo personal. Orgullo. Una vez dentro la empujo y mientras cae al suelo recibe un una bala en la entrepierna y otra en la cabeza chocando contra el parqué. Busco la habitación en la que esté Alejandro. No hay niños. Está solo, sentado frente a la televisión. No puede haber testigos. Alguien tendrá que fregar todo esto. Caso cerrado.

Conduzco hacia casa con la camisa ligeramente salpicada de sangre. Han muerto porque me han hecho daño. Nada de esto habría pasado si no hubiera estado enamorado. Me gusta esa idea, me enciendo un pitillo. Por primera vez he matado a una mujer, además, a la única que he querido. Quizá ha salido ganando, podría haber acabado casada conmigo, o peor, habría seguido su vida con Alejandro. Puta. No les echaremos de menos. Me conozco muy bien. Tengo poco aguante para casi todo. De hecho para todo excepto para el sexo. El pitillo se me cae entre las piernas y me empiezo a quemar. Detengo el coche precipitadamente y salgo de él.
– ¡¡Joder!!
Una señora que pasa por mi lado se asusta.
– Perdone.
Me vuelvo a meter en el coche. Con un agujero en el pantalón, muy cercano a Hunter, mi polla. No hay daños.

Al día siguiente, en el despacho, juego un solitario tras otro desviando la vista a la foto de Ernesto de vez en cuando. Hunter ha disfrutado mucho gracias a Ernesto en los días solitarios, y es que Ernesto está realmente buena, ya sea Ernesto o Luz. Da igual. Porque lo que importa es lo que parece, eso es lo que le importa a todo el mundo. Alguien llama a la puerta;
– ¡Adelante!
La puerta se abre y un pipiolo de quince años asoma la cabeza con extrañeza.
– ¿Es aquí lo de las putas?
– No, chico, es arriba, el piso de arriba.
– Oh, perdón…
La puerta se cierra con delicadeza. El chico no durará ni veinte segundos. Hunter endurece al pensar de repente en el burdel que hay arriba. Una de las chicas se hace llamar Lana; una vez me lo hizo tan bien que, aún sudando, con Hunter dentro de ella, le pedí matrimonio. Iba totalmente en serio en aquel momento, jamás he ido tan en serio en mi vida. No me hizo ni caso. Pensé en matarla, pero no. Para qué. No la quiero, no quiero a nadie. Bueno, quise a mi madre, pero nada más. Mi padre era bastante debilucho; murió cuando yo tenía diecinueve años mientras intentaba ahogar a mi madre. Yo estaba en casa, pero no era debilucho. El suelo era de parqué, quizá por eso recuerdo ahora aquello.

En los días que transcurren pienso bastante en mi padre, y en ese día en que le tuve que partir el cuello. Aquel día crecí de repente. Mi padre era un cabrón como yo, pero en un solo día me dio la madurez que muchos padres jamás conseguirán inculcar a sus hijos con toda la bondad del mundo. Fue sin querer, sí, pero fue.
Estoy empezando a sentir desapego por todo. Llegará el día en que Hunter ya no se me levante, y entonces, se acabó.
Dos semanas después de acabar de forma drástica con mi primer amor verdadero me cae otro caso en las manos. Esta vez es una mujer, Laura, que sospecha de su marido. Es atractiva y yo no tengo ganas de trabajar. Una vez me entero de que sólo lleva un año de matrimonio, pongo a Hunter a trabajar. Al principio se resiste, pero al final la tengo sobre la mesa recibiendo sacudidas de Hunter, por detrás y por delante. Me corro en su boca, y al final se lo traga enseñándome la lengua para que vea que lo ha hecho. Me paga y se olvida de su marido. Se va. Laura, lo más perverso con lo que me he cruzado. Tal y como están las cosas debe ser mas perverso tragarse un poco de semen que matar a alguien. En todo caso… caso cerrado. Nunca he sido un Casanova, o bueno, nunca me lo he planteado. Pasa que me estoy cansando de este trabajo. Podría ser gigoló, pero mejor no.

Pasan los días y los meses. Resuelvo casos anodinos de infidelidad. De infelicidad, orgullos heridos. Fumo mucho. Follo lo que puedo. Como mal. Fumo más.
Todo esto es ridículo. No soy Humprey Bogart. Ni tan siquiera soy Rita Hayworth, lo cual estaría bastante bien. Esos orgasmos tan bestias que dicen que tienen las mujeres. Hunter se anima cuando pienso en la masturbación femenina, en Rita, y poco más, ya no es tan fácil, antes Hunter era mucho menos exigente.
Estoy esperando ese caso que me distraiga más allá de vigilar a gilipollas infieles, pero no llega, como pasa en la vida con las cosas buenas. Es demasiado corriente que no pase nada bueno, interesante. No tengo ganas de vivir. Vivir es cansado y estresante. Tanta gente no puede estar equivocada.

Al cabo de días de aquel polvo repentino con Laura, vuelve a pasar algo. Lo último.
La puerta del despacho se viene abajo. Dos hombres entran con sendas pistolas. Uno se acerca y me encañona la cabeza. El otro empieza a hablar.
– ¿Usted mató a Alejandro Gillespie?
¿Alejandro Gillespie? Es posible que aquel tipo fuera un mafioso, alguien importante. Peligrosamente importante al parecer. Pero jamás lo sabré. El tipo que me apunta con la pistola a la cabeza, la cambia de lugar, la pone encima de mi estomago, y dispara. Enseguida noto como la sangre moja a Hunter, y el dolor se hace insufrible. Me dejan solo, desangrándome. Esto puede durar horas. Dicen que los momentos destacables de tu vida se te pasan por la cabeza antes de morir. Creo que yo tengo por delante un buen rato muriéndome, y no tengo tantos momentos destacables. Puedo ver cómo se forma un charco de sangre en el suelo. Y todo oscurece.

Despierto al cabo de no sé cuánto, con un dolor terrible, sentado en la misma silla en mi despacho. Lo único que ha cambiado es que el charco de sangre ahora es más grande. Se vuelve a apagar todo. Ahora quisiera haber tenido algo de lo que me arrepintiera que hubiera estado escondiendo a la gente, y así sentir algo de alivio, pero no hay nada y voy a morir como el hijo de puta que soy. Como mi padre. No hay diapositivas de mi vida; no hay nada a destacar. Ya no va a haber nadie aquí que se encargue de bajar a las mascotas de los árboles.

 

 

 

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1000 kilómetros

Entre otras cosas, aquella noche alguien llamó a la radio para contar una anécdota. Anécdota, por decirlo así. Recordaré la historia de aquel tío toda la vida. Era de esos programas de radio donde la gente se siente extrañamente a salvo describiendo sus trapos sucios. Pero antes situémonos. Sabes cómo me sentía entonces si alguna vez has hecho un viaje de mil kilómetros sin nadie más, sólo tú en el coche. Y aún podrás ponerte en mi piel mejor si el viaje lo hacías para ir a ver a alguien querido; olvida a tus abuelos, a tus familiares, mejor piensa en alguien que te la ponga dura, o que moje tus bragas. Lo que hacía era atravesar el país para ir a ver a una chica. El comentario misógino de un amigo rezaba que era mejor tener un polvo a mil kilómetros a no tener nada. Pero claro, las cosas no son siempre tan simples, no todo se reduce a pollas duras y bragas mojadas. Mil kilómetros no se recorren porque sí. Y recuerdo cosas sueltas. Recuerdo que el viaje fue una experiencia inclasificable. Y claro, una de las cosas que recuerdo es la llamada de aquel tipo a la radio. Volvamos a aquel tipo. Piensa en cualquier programa de llamadas nocturnas con una locutora de voz tranquilizadora y provocativa en partes iguales. Podían ser las tres de la mañana, porque había decidido viajar de noche. Y aquel tío dejó caer la bomba del día en la radio; esas cosas sin relevancia que luego le cuentas a la gente. La locutora le dio paso, y el hombre comenzó a hablar de forma pausada, utilizando adjetivos y expresiones sencillas, pero hilando un gran soliloquio. Contó que un día había salido con sus amigos un sábado por la noche y su novia ese día no tenía ganas de salir. Ella se quedó en casa. Así que el plan era hacer el loco, emborracharse, porque era muy fiel y esa noche no iba a tener sexo. No iba a mojar. Llegó con sus amigos a una discoteca que nunca habían pisado antes. El lugar era oscuro y sonaba rock duro que provenía de arriba en cualquier parte. Tanto las tías como los tíos iban con atuendos góticos, atravesados por todas partes con piercings. No era una discoteca pachanguera de las que abundan como el hambre en el tercer mundo. Aquello era otro rollo, y cuando sales de tu rollo, decía el tipo, puedes esperar cualquier cosa. Las realidades paralelas están todas aquí, decía, basta con coger un desvío que nunca antes cogiste. Decía que en la discoteca también había monitores, pantallas, pantallas de plasma. El local estaba plagado de esas pantallas que nadie mira cuando tiene un cubata en la mano y a los amigos alrededor. Pero míralas siempre, por si acaso, decía el hombre. Hay que estar al loro de todo, decía. Cuando él miro, su vida se hizo trizas. Nadie prestaba atención a esas imágenes porque como decía el tipo, aquello era otro rollo. Una chica rubia le hacía una mamada a un caballo en todas y cada una de las pantallas de plasma. Cuando me fijé bien, dijo el tipo, me di cuenta de que la chica rubia era mi novia. Y en medio de la autovía, por la radio, a setecientos kilómetros de mi destino, oí cómo el tipo comenzaba a sollozar. Mi novia con un caballo, repetía. Mi novia con un caballo. Un caballo. La locutora esperó, alimentó el silencio. El tipo debía estar empapando el aparato. Un caballo, decía cada pocos segundos. Y luego: soy una persona normal, te lo aseguro, esto le puede pasar a cualquiera. Y la locutora comenzó a repetir el nombre de pila del tipo, para finalizar su intervención, voz tranquilizadora y provocativa: Fulano, gracias por llamar. Gracias a ti por escucharme.

Hay veces que no te queda más remedio que meterte en otra vida, ponerte en el lugar de otro. La gente tiene tendencia a odiar eso. Mejor el individualismo, todo bajo control, yo, mi trabajo, mi pareja, o no, pero sobre todo yo. Aquí cuando ves destellos en el horizonte es por los incendios de verano, o alguna fiesta mayor. Nunca son bombas. Así que yo, yo, yo, joder, y para qué más. Una de las frases que más oirás será: bastante tengo yo ya con lo mío. Yo y se acabó.

Paré el coche en una estación de servicio, poco después de ver en mi cabeza imágenes terribles de mi novia haciendo eyacular a todo tipo de mamíferos. Su cara llena de… Tenía que quitar esas ideas de mi cabeza. Se me estaba revolviendo el estómago.

Hay que decir que el motivo del viaje tenía que ver con que era el cumpleaños de mi novia. No es que lleváramos una relación a distancia. Éramos de la misma ciudad. Lo que pasaba era que ella había salido a pasar unos días fuera, y yo trabajaba. Quería darle la sorpresa y presentarme donde ella estaba el sábado por la mañana, pasar el día con ella y volver a coger el coche el domingo para volver. Todo muy romántico, y muy alejado a mi estilo. Ella tenía una idea muy <<práctica>> de lo que yo era, así que se me ocurrió darle una lección. Era una lectora empedernida, así que en el asiento llevaba una bolsa con su regalo, dos libros. Poe y Kafka. Cuando abrí la puerta del coche una chica pasó justo por mi lado. Una prostituta. Atisbó al interior del coche. Luego supe que vio uno de los libros.

Entré en el local. Apenas un par de camioneros, la prostituta y yo. La chica fue a sentarse en la mesa que había al lado de la mía. Era una especie de Helena Bonham Carter, muy delgada, pelo negro y raído hasta los hombros. Ojazos oscuros, dos redondeles perfectos, enormes, rodeados de rimel rodeado de colorete. Una de esas personas que suelen incomodar a las familias, pero no a los tipos solos con un mínimo de curiosidad. Aunque claro, fue ella la que habló antes. Yo no hubiera dicho nada. Me dijo que si viajaba solo y le dije que sí. Pensaba que intentaba captarme como cliente. Y fue después cuando me contó la historia sobre Kafka; el libro que había atisbado. Una puta que lee a Kafka, pensé. Joder, pensé. Se sentó en mi mesa. Olía bien, de cerca era más guapa. Tardé un poco en abrirme del todo a ella, pero sólo le costó un par de minutos captar toda mi atención. Me dijo que si conocía la historia de Kafka y la niña. No, dije.

Lo que yo sabía era que Kafka había muerto a los cuarentaiun años por enfermedad. No mucho antes de morir, Kafka conoció a una chica en Praga, me dijo la prostituta. Cada día salían a pasear por el mismo parque. Todo está sujeto a especulaciones, me dijo, pero en principio estaban enamorados, tenían una relación. Un día, durante su paseo, se encontraron con una niña pequeña, cuatro o cinco años. Vete a saber, me dijo, pero la historia es preciosa. Aquella niña estaba llorando. Kafka se acercó y se interesó por ella. La niña decía que había perdido a su muñeca. Y no paraba de llorar. Imagina por un momento a Kafka cavilando, pensando. Le dijo a la niña que su muñeca no se había perdido, que sólo se había ido de viaje. Kafka le dijo a la niña que él tenía una carta que le había mandado la muñeca. ¿Dónde está la carta?, debió decir la niña. Y Kafka escribió ese día en casa una carta en la que una muñeca tenía que convencer a su dueña de cuatro o cinco años que era mejor haber hecho ese viaje que haber continuado junto a ella. Todos los porqués. Y al día siguiente se la dio. La leyenda, me dijo, es que Kafka estuvo todo un mes escribiendo cartas. Cartas de la muñeca. Novios, aventuras amorosas, baches. Y un final feliz, o bueno, me dijo, lo que una niña de cuatro años puede confundir con un final feliz. En la última carta la muñeca se despedía, se iba a casar por amor. Y la niña se olvidó de volver a ver a la muñeca. ¿Qué te parece?, me dijo la prostituta. Alguien se asomó a la puerta del local y dijo: ¡oye, chica, que hay que seguir rodando! Joder, pensé. Puta no, actriz. Encantada, me dijo, pagó su café y se largó sonriente ante mi cara de pasmo. No sé si la historia era real, pero ya no pensaba en caballos y lloros.

Volví al coche. No pude evitar coger el libro de Kafka, tocarlo, hojearlo. Había una foto en el interior de la cubierta, y hablando en rigor, en esas fotos parece un pederasta. No es nada, sólo es narcisismo. Dejé el libro a un lado y arranqué el coche, había que continuar.

Lo malo de leer a gente como Poe o Kafka es que sabes que tú nunca podrás llegar a tener su talento en ninguna de las facetas de tu vida. Te entran ganas de ser un genio y morir a lo cuarentaiun años de tuberculosis, o alcoholizado perdido como Poe. Ya puedes vivir cien años, que jamás dejarás el legado que dejaron ellos. Es el narcisismo, la envidia. Todo eso a veces sale.

Me quedaba mucho viaje por delante aún. Pero aún quedaba una historia, sólo que lo que quedaba era algo que me iba a pasar a mí. Y en este caso, y al contrario de la anécdota zoofilica, esto no es de las cosas que vas por ahí contándole a la gente.

Quizá habían pasado como dos horas de trayecto desde que la actriz que yo pensaba puta me había hablado de Kafka y la niña. Me pasó como cuando ves una luz brillante en el cielo y piensas: un avión. Llevaba la radio puesta, más gente sacando sus trapos sucios en directo. Y vi la luz en cuestión, brillante, arriba. Tenía que alzar la barbilla para poder atisbar. Primero la luz ganó en intensidad. Lo suficiente para que aquello resultara extraño. No se perdía de vista, estaba arriba, intensa, creciendo. A los lados de la autovía daban vueltas esos chismes de la energía eólica. Pero yo sólo podía mirar a la carretera y a la luz. No sé si lo que sentí fue miedo. Quizá intranquilidad. Comencé a estar intranquilo cuando aquella luz brillante, como un sol minúsculo y sin fuerza, parpadeó y se puso roja con un chasquido de la radio, en la cual dejé de oír nada. Me encontré conduciendo con la luz roja arriba y estática en la radio. Silencio. Había coches que se habían parado en la cuneta. Había familias que estaban fuera del coche, señalando con el dedo hacia el cielo. Así que tomé la decisión de compartir aquello con alguien. Tenía que sacarlo de dentro. Al siguiente coche que vi parado, aminoré. Aparqué a unos metros de un tipo que estaba fuera de su vehiculo. Me acerqué a él con cautela. Miraba hacia arriba, a la luz. Me presenté con cordialidad, como con la libertad de quien va a compartir algo inusual con alguien, como esos vecinos del bloque que apenas se hablan pero luego ganan en confianza si se encuentran en un país extranjero de vacaciones. Dije: Hola… Y nada…El tipo continuaba mirando hacia el cielo, como no habiéndose percatado de mi presencia. Dije: Hola, que tal… Lo dije con más voz, más convencido. Pero el tío nada, miraba hacia arriba. He ido a pararme al lado del tipo más raro, pensé. Puta suerte. La luz seguía arriba, roja intensa. Decidí alejarme del tipo, con precaución, intentando ir a mi rollo. Yo también puedo mirar un Ovni sin compañía, pensé, que coño. Así que allí estaba, al lado de aquel tío que parecía un zombi, lo dos mirando la luz roja. En el horizonte comenzaba a haber claridad del sol. En la autovía cada vez había más coches parados, con gente fuera, esperando. Los había incluso con prismáticos. Y al cabo de los minutos, el hombre que tenía apenas a unos metros, se movió, comenzó a caminar hacia mí, dejando atrás su coche. Comencé a retroceder, ya sí asustado, y cuando iba a rodear mi coche para meterme en él, el tipo comenzó: ¡tío! ¡tío!… ¿tienes fuego? Me quedé quieto, mirándole. Tenía un porro hecho en la mano.

¿Tienes fuego? Con el corazón a mil por hora saqué el mechero de mi bolsillo. Le encendí el porro. Él dio una calada, muy larga. Y entonces vi que los coches comenzaban a circular. Miré hacia el cielo y ya no había nada. Y el tipo me dijo: ¿tú también has visto eso?

 

 

 

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Punto de partida

Nunca he hecho bien este trabajo. No sé si me gusta esto de estar todo el rato pendiente de todo. Cuando eres vigilante nocturno lo mejor es que no pase nada. Si tu turno dura diez horas y se te ha hecho eterno es que la jornada ha ido bien, no ha pasado nada. Es un parking, lugar de paso. No hay mucha gente que meta su coche con cara de felicidad en un parking. Normalmente lo que pasa es que has estado media hora de reloj buscando aparcamiento fuera, y ya estás hasta las narices. Luego, el tío que ves dentro de la cabina al entrar y coger la tarjeta, soy yo. Lugar de paso. Quizá no es la mejor forma de definir esto, pero si alguien pusiera una bomba aquí, en la primera planta, sólo moriría yo, y habría un montón de coches calcinados, de propietarios cabreados, que me odiarían aun muerto, porque “el coche estaba nuevecito, joder”. No es que haya que estar aquí diez horas cada día para saberlo, pero acabas dándote cuenta de que la mayoría de gente adora su coche, lo observan con veneración, se vuelven a mirarlo cuando ya están lejos y van a meterse en el ascensor para subir al centro comercial. Te hace pensar en el medioevo, cuando los guerreros cuidaban sus espadas, las respetaban, y luego morir en el campo de batalla era digno, glorioso. Claro, no era igual que hoy día morir en la autopista, y seguramente un guerrero era más consciente de que su herramienta podía matar.

Lo que hago es llevar siempre libros encima. El turno de noche es permisivo para eso. También tengo siempre una radio a mano. Ya no recuerdo cuánto tiempo llevo aquí trabajando. Quizá dos años, o cuatro. Me da igual. Lo cierto es que he aprendido a valorar esto. Puedes aprender cosas incluso aquí. En este caso, en un parking, de lo que se puede aprender mucho es de lo siniestra que puede ser la gente. Siniestra. Esa es la palabra que se me pasó por la cabeza cuando conocí a Antonio. Y a su novia, entonces sólo era su novia. Ni tan siquiera sé por qué recuerdo el nombre del tipo, quizá me lo dijo un compañero.

Antonio venía con su novia una o dos veces a la semana. Pelo al rape, engominado, pantalones vaqueros apretados, como al vacío. Y camisas, debía tener muchas camisas. Es fácil de imaginar, hay un montón de tíos así por la calle. Aunque claro, cada uno es como es. Antonio era gilipollas. Lo bueno de los gilipollas es que raramente hace falta conocerlos a fondo para darte cuenta de que lo son. Si miras a tipos como Antonio durante el tiempo suficiente, tarde o temprano harán algo que les delate, es su naturaleza de gallitos. Puede ser cuestión de minutos. La primera vez que vi a Antonio iba discutiendo con su novia mientras salían del coche. Todo en el parking, siempre en el parking. La conversación acabó cuando Antonio le pegó tal hostia a la chica que esta cayó al suelo. Él miró hacia mi cabina. Yo bajé la cabeza hacia mi libro. Pasaron como dos o tres días, y cuando la pareja volvió ella tenía aún un moratón curándose en su ojo derecho, y el labio partido. Yo era al único al que no podían decir que “se había caído por las escaleras”. Porque Antonio era gilipollas, pero no tan tonto como para no saber que lo que yo había hecho era la vista gorda.

Era sutil, pero te dabas cuenta de que el tipo, después de aquello, pasó a ser mucho más cuidadoso cuando se paseaba por el parking. Si al hijo de puta del parking se le cruzaban los cables y llamaba a la policía, la acusación era de maltrato. Miren su ojo, aún no se ha curado; miren el labio partido. El hijo de puta, yo. Pero lo último que me pasaba por la cabeza era enzarzarme en un follón legal con ese tipo. Lo siguiente que haría él sería coger su coche y estamparlo contra la cabina conmigo dentro. Recordemos que era gilipollas. Es lo malo de la gente que actúa así, no vas a poderles hacer entrar en razón. Están ellos, sus coches, sus pantalones, y el orgullo, toneladas de orgullo. Había más gente que llamaba la atención, pero en este parking Antonio siempre se llevaba la palma.

Pasadas un par de semanas, la novia de Antonio ya prácticamente estaba curada. Un poco más de maquillaje de la cuenta y sólo yo podía saber que parte del colorete en su moflete derecho era producto de la violencia de genero. Ese día, con la cara de su chica hecha un mapa cortesía de Margaret Astor, Antonio volvió a sacar todo su orgullo para mostrarnos a todos lo grande que la tenía. Arrancó su coche para salir del parking, a su modo, siempre dejando atrás el ruido de los neumáticos, y parte de ellos en el suelo. Pero ese día tenía un coche delante que no tomó tan rápido la curva de camino a la salida. Así que Antonio arremetió contra la parte trasera del otro coche por un costado, dejando raspones en ambos vehículos. No era uno de esos accidentes que dejan dudas a la hora de valorar de quién ha sido la culpa. Pero díselo a Antonio. El propietario del otro vehiculo era un tipo de unos cincuenta años. Toda una oportunidad para Antonio, para demostrar toda su virilidad. Al salir del coche lo primero que escuché aun desde dentro de mi cabina, fue: ¡Mecagoentuputavida! El otro tipo intentaba hablar con normalidad. Antonio miraba los daños en su coche mientras insultaba a ráfagas al señor. Al cabo de una media hora, el señor de cincuenta años convenció a Antonio para hacer el parte. Mientras el tipo miraba los papeles encima del capó del coche de Antonio, la chica, con la cara hecha un mapa, comentó algo. Antonio la empujó y esta cayó al suelo. El hombre hizo de pantalla entre Antonio y la chica. El resto fue normal, el parte, aunque no se dieran la mano. Era siempre así, un festival. Antonio y la chica continuaron juntos, siempre continuaban juntos. La chica nunca acababa de cicatrizar. Para cuando comenzaban a cerrase las heridas, Antonio tenía un nuevo motivo para golpearla. No siempre sucedía en el parking, pero siempre sucedía. No sé si me gusta esto de estar todo el rato pendiente de todo.

Y la realidad es que todo esto, el parking, físicamente, está lleno de cámaras. Ahora, hace como un año que estoy esperando que me echen. Hace como un año que cada día viene a verme la chica, Mabel, la novia de Antonio, tardé bastante en saber su nombre. Habla en pasado y deja caer tu vida a cuenta gotas, lo más mundano puede convertirse en interesante. Pero hubo un punto en que mi vida en el parking dejó de ser del montón. Una noche Antonio volvió a las andadas. Eran como las tres de la mañana, una hora poco usual para ver a la pareja. Antonio aparcó su coche. Debía ser un mes después del accidente. Por supuesto el vehiculo ya estaba en perfecto estado. Mabel no. A esas alturas la cara de Mabel tenía hasta puntos de sutura. De vez en cuando miraba hacia la cabina, me miraba. No era algo a lo que yo le diese importancia. Esa noche también me miró. Todo ocurrió muy rápido. Mabel le dijo algo a Antonio. Antonio se volvió hacia mí con la mirada. Comenzó a caminar hacia mi cabina. Abrió la puertecita de acceso con gesto amenazante, y lo único que hice yo fue lanzar mi pierna derecha contra su barriga; él se tambaleó perdiendo el equilibrio, y se golpeó con la cabeza en el suelo. Grogui, pensé. Pero estaba muerto. Y todas las cámaras grabando. Comenzó a crecer un charco de sangre bajo su cabeza. Mabel se acercó y me dijo que venga, que había que esconder el cadáver. ¿Qué le has dicho? ¿Qué…? ¿Cómo…? Daba igual la pregunta. Mabel tenía un plan. Mabel me dijo: No pretendas saberlo todo siempre, nadie lo sabe todo, agárrale por los pies. Me dijo: Era yo o él. Me dijo que Antonio peleaba hasta desfallecer, que esperaba que le hubiera dado con una porra en la cabeza, algo así. En realidad, dijo, no pensaba que esto saliera tan bien, la idea era que acabara en el hospital, yo le asfixiaría o desconectaría las máquinas. Metimos el cadáver en el maletero de mi coche. Conseguí las cintas que me delataban. Esperaba a que cualquier día alguien se percatara de que faltaban grabaciones, pero nadie lo hizo. O nadie dijo nada. Da igual. Conducimos el coche hasta donde ella me dijo. Me llevó a las afueras de la ciudad, a una zona de árboles y latas de Coca cola aplastadas. Tenía hasta el agujero hecho en el suelo, esperando, camuflado con ramas. No sabes lo que sudé para hacer esto, me dijo. Nos iluminaban los faros del coche mientras echábamos tierra encima del cuerpo, y sudábamos y mi vida ya era otra vez un caos. Mi plan no era ese. Mi plan era leer y tener un trabajo tranquilo. Lo que hacía antes del parking era planear implosiones. Mi vida era ser experto en explosivos. Lo de destruir para crear, pero desde el punto de vista más capitalista. Diseñar planes de implosión para tirar abajo edificios que ya no hacían falta. Llenar media ciudad de polvo. Como lo contrario a ser arquitecto. Era mi trabajo. Mi vida a cuenta gotas. Todos esos videos en los que se ven estadios hundiéndose, rascacielos, edificios de oficinas, empresas que cierran; nuevos planes para hacer pisos nuevos. Lo importante es que el edificio no caiga hacia un lado como un saco. Pero siempre es mejor no entrar en detalles sobre cuáles fueron mis irresponsabilidades en la última implosión. Mejor no contar quién murió. Imagínate un trauma, estado de xoc, depresión, pastillas, quizá algún intento de suicidio. Y coges y te vas a trabajar de vigilante nocturno. En serio, a veces entrar en detalles es lo más aburrido; todo son nombres, equivocaciones, vergüenza, lloros, un coñazo.

Así que enterramos a Antonio, el gilipollas. Y después nuestro mundo fue mejor. Ella era una asesina y yo un desgraciado. No siempre tu vida cambia como quieres o cuando quieres. Hay gente que se muda, cambia de pareja, tiene un hijo; yo me equivoqué en el cálculo para los planes de un empresario, mate a un gilipollas. Son distintos puntos de partida, pero puntos de partida al fin y al cabo. La gente no suele ser buena o mala porque sí. Se trata más bien de las circunstancias. Los niños que disparan rifles de repetición en países tercermundistas no lo hacen por que sean malos por naturaleza.

Mabel me viene a ver a diario al parking, me ha cogido cariño. No es que sea algo platónico. Follamos, vamos al cine. Y hace unos días que ella me anima a dejar el parking, para buscar otra cosa. Lo cierto es que no es una persona equilibrada. No es la mujer con la que tus padres sueñan verte. Al cabo de dos meses de haber matado a su novio, ella comenzó a leer mi diario. Es la única persona a la que se lo dejaría leer. Piensa en esos momentos cuando conduces e insultas a otro conductor, quizá piensas en pegarle patadas hasta desfallecer, o en matarlo. Mucha gente piensa esas cosas de forma fugaz y puntual. Pues bien, yo esas cosas las apunto. Gente que se acerca a mi garita con exigencias, porque han perdido el tiquet y no quieren pagar la multa de diez euros, o porque se encuentran su coche con una raya que antes no estaba ahí; todos esos tocapelotas acaban torturados en mi diario durante páginas y páginas. Es mi diario del odio. Mabel lo lee siempre con la sonrisa congelada. Son vínculos muy fuertes entre ella y yo, mucho más de lo que comparten algunos matrimonios. Es algo sicótico, pero es nuestro algo.

Lo que acontece es que hoy dejo el trabajo. La idea es irse muy lejos. Ella me ha convencido. Nosotros no es lo que el mundo necesita. Quizá sólo somos desesperados. Pero el mundo tampoco necesita a gente como Antonio, con sus coches. Hay gente que prefiere ver un corte en la cara de su novia a ver un rasguño en el capó de su coche, su moto, el mueble nuevo. Otros no sabemos controlar nuestra vida y nos la pasamos entera haciendo tonterías para auto complacernos. Llamo a mi jefe para decirle que se acabó. Cortamos los accesos que hay a la primera planta, para que no haya nadie. Cuando has matado cuesta más que surjan los remordimientos. A veces cuanto menos sentido tienen las cosas, más te sugestionan. Y quizá no es la mejor forma de definir esto, pero si alguien pusiera una bomba aquí, en la primera planta, sólo moriría yo. Sin mí, sólo quedan unos veinte coches perfectos, casi nuevos, simbólicos, y ya mismo calcinados.

 

 

 

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Él

– ¿No será que usted no existe como la gente piensa que existe? – dice el hombre.

– Bueno, hay diferentes formas de verlo.

– Sí, eso ya lo sé. Pero, ¿existe?…

– ¿Quién? ¿Yo?

– …

– ¿Qué pasa?, tranquilízate.

– La gente hace bien en cagarse en usted de vez en cuando.

– ¿Eh? pero… ¿La gente?

– Sí, nosotros, sus corderos, ovejas o como narices le guste vernos…

– ¿Es que tú no crees?

– Es usted exasperante. ¿Así es como atiende a los rezos de la gente?

– ¿Eh…?

– Que si… – suspira el hombre -, que si este es el caso que hace a todo el mundo.

– ¿Este?

– Dios…

– ¿Si?, disculpe, no es mi mejor día…

Silencio.

– Dudo mucho que usted sea capaz de nada de lo que se comenta por ahí abajo, sinceramente.

– ¿Qué se comenta?

– ¿No lo sabe?

– ¿El qué?

– Lo que… lo que se comenta de usted y sus colegas.

– ¿Mis colegas?

– Ya sabe…  en los evangelios.

– Oh… los evangelios…

– Sí.

– ¿Y bien?

– Bueno, ¿lo sabe o no?

– ¿Lo que… se comenta?

El hombre asiente con la cabeza.

– Bueno… a veces me llegan rumores – prosigue Él.

– Ya… En fin, hay gente que le está entregando su vida. Están enclaustrados. Estudian la palabra de Dios y todo eso, ¿me capta?

– Ya… disculpa.

Él abre un cajón blanco y saca un tarro de porcelana. Se mete una pastilla en la boca. Dice:

– Disculpa, es mi medicación.

– Tranquilo…

– ¿Qué me decía?

– No, simplemente que… hay gente que le venera, han rechazado el sexo, no cometen ningún pecado. Se confiesan pensando en usted… Mucha gente le está entregando su vida, por completo.

– Ya…

– ¿…?

– Bueno, lo cierto es que no pensé que fuera para tanto.

– ¿No?

– La verdad es que no.

Silencio.

– Ya… bueno. Y… dígame, ¿existe el Diablo?

– Bueno… – largo silencio – sí, pero es ella, no él.

Silencio.

– ¿El Diablo es una mujer?

Asiente.

– Es… Teresa, así se llama.

– ¿Teresa?

– Sí. Es una mala influencia. Practica el sexo de forma enfermiza… Fuma… Bebe…

– ¿Y? ¿Ya está?

– Antes era mi secretaria… La eché.

– El diab… ¿ella era su secretaria?

– Sí.

– Bueno y… ¿dónde está?

– Nunca se sabe… va y viene. Estuvimos…

Silencio. Él se echa la melena hacia atrás, suspira.

– ¿Sí…?

– Tuvimos una relación…

– ¿…?

Él rompe a llorar.

– Está bien, vale… – solloza -, no… no se llama Teresa…

– ¿…?

– Es por Maria… es Maria.

– Maria… ¿…?

Él suspira, mira al techo blanco.

– Maria Magdalena, ¿vale?… – sentencia sollozando.

– Entonces es verdad.

– ¿El qué?

– Corrían rumores por ahí abajo, la gente…

– Ya, la gente siempre se va de la lengua por ahí abajo…

– Pero… ¿entonces existe el Diablo o no?

– No lo sé. Dicen que sí. Es lo más probable…

Él vuelve a abrir el cajón blanco. Tarro de porcelana. Se traga otra pastilla.

– ¿Qué toma…?

– ¡Puedo dejarlo cuando quiera! ¿Entendido?

– No he dicho que no.

– Me llegan cada día cientos de peticiones – murmura, como para sí mismo -, ¿entiende? Voy de un lado para otro sin parar. Me duele la cabeza… me duele todo el cuerpo…

Mira hacia el tarro de pastillas, calmándose.

– Solo las tomo para tranquilizarme, no abuso de ellas…

– Ya… no pensaba que las cosas fuesen así por aquí…

– Pues bienvenido al paraíso, o como lo llamen por ahí abajo.

– Y… ¿entonces por aquí no saben de la existencia de un infierno?

– Solo sabemos lo mismo que cualquiera, casos de exorcismos, sospechas sobre si realmente el Diablo es el que parte y reparte. Solo sabemos que si existe, está claro que no se deja ver.

– Bueno, usted tampoco da señales a lo vivos.

– Ya lo se, pero luego todos pasáis por aquí, ¿verdad?

– La verdad es que aún no tengo claro si estoy con usted o estoy soñado o estoy en coma.

– No, los casos de coma solo son fallos de papeleo, la nueva secretaria suele equivocarse con frecuencia. Si alguien no tenía que morir el coma suele ser una tapadera medica, es largo de explicar…

– …

Él saca una botella de un cajón. La abre y pega un trago, largo.

– ¿Qué es? ¿Qué bebe?

– Se te está acabando el tiempo…

– ¿Es alcohol?

– También puedo dejarlo cuando quiera…

– Todo esto se parece demasiado a cuando estaba vivo.

– Esto solo es tu segunda oportunidad. No morirás, eres inmortal, pero si mueres se acabó, es largo de explicar, pero ya lo irás aprendiendo. Quizá es después cuando viene el infierno.

Él sigue hablando y blandiendo la botella. Una puerta blanca se abre en la estancia. Entra una mujer de blanco. Al verle a Él, camina con ligereza, le arrebata la botella;

– No puede seguir así, señor. No podemos tapar cada una de las tonterías que hace.

– Eso ya lo sé yo…

– Perdone, disculpe – dice la mujer de blanco mirando al hombre  -, se acabó su tiempo.

El hombre se levanta, dispuesto a irse.

– ¡Eh!, perdona – dice Él.

– Dígame – dice el hombre.

– Eres joven… ¿Cómo has muerto? Tengo que escribir un informe, pura rutina.

El hombre señala la botella casi vacía que la mujer de blanco tiene en la mano.

– Aja… – dice Él -, no te preocupes, no eres el primero, ya me entiendes.

La mujer de blanco tira del brazo del hombre, para sacarlo de la estancia. La puerta se cierra, y Él se queda solo.

– No se preocupe, no se crea la mitad de lo que dice la Biblia… – dice para sí.

 

Al cabo de unos minutos la puerta vuelve abrirse. La mujer de blanco acompaña a otra mujer. La mujer de blanco dice;

– Le corresponden quince minutos con Él.

La puerta se cierra. Él dice;

– Siéntate… Tú también eres muy joven.

La chica toma asiento. Él se acomoda. La escruta de arriba abajo. De un cajón saca otra botella, llena.

– Dime – dice Él, después de pegar un trago -, ¿de qué has muerto?

– De… de hambre… creo.

– Oh, no te sientas mal, aquí vas a hacer muchos amigos.

 

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Última media hora

Salí ayer y me dije que no me emborracharía. Funciono así. Ayer era viernes y hoy es sábado. Me duele tanto la cabeza que más vale que me leas en susurros. La luz es terrible, molesta. Agonizo lentamente. Salí ayer y me dije que no me emborracharía. Pero me emborraché. Me he levantado de la cama porque necesito ir de compras. La nevera es lo que esperarías de mí, que ayer no me tenía que emborrachar; lo juré y lo perjuré. Ya no recuerdo por qué me independicé para vivir solo, pero tampoco recuerdo la comodidad de vivir con mamá y papá. Lo mires como lo mires, no. Nunca se llega al equilibrio. Camino por los pasillos del supermercado odiando a cualquiera que haga ruido, odiando la luz artificial. Mi plan era levantarme cada día en camas distintas, no recordar los nombres de las chicas. El plan era ser libre. Y al parecer recorrer los pasillos de un mercadona cualquiera es lo más cerca que voy a estar de la libertad personal. Occidente, mira abajo, las salsas baratas las ponen abajo. Claro que, depende del lugar. La libertad está en saber elegir los condimentos. Lo suyo es saber cocinar. Libertad, cocinar. Algo. No. Funciona. Pero no puedo vivir siempre de mierdas precocinadas, de pizzas sabor cartón. No puede ser que una chica se enamore de mí y tenga que cocinar ella siempre. Aún no la conozco, pero ella no tiene la culpa.

En el carrito hay pan de molde, pizzas de mierda, un pollo asqueroso, bollicaos (cojonudos), paté, más pan de molde. Hay recursos para un par de días. Voy a la cajera de “diez productos o menos”. Detrás de la chica sentada y cobrando hay otra. Una aprendiz. Su primer día. Me cobran el sustento alimenticio y salgo de allí. No soporto ir de compras. Es como si no tuvieras nada mejor que hacer. Si la gente viviera vidas apasionantes no irían de compras cada día. Parezco un Holden Caulfield con la veintena superada. Pesimismo de ir por casa. Una chica una vez me preguntó que por qué era así. Le dije que ser demasiado optimista tal y como está el mundo es casi una falta de respeto. Ahora apenas nos saludamos cuando nos vemos. Su novio es imbécil. Son tal para cual.

Voy a pasar por un paso de cebra. Y, en serio, no lo veo venir. Reboto contra el capó del coche. Caigo al suelo detrás del vehiculo. Pasa un momento. No noto el cuerpo. Detrás, en el suelo, está húmedo. Sangre. Veo cómo una chica me mira. Detrás hay otra. La aprendiz. Oigo un murmullo de gente. Y acabo.

 

 

 

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Carta de amor

Hola.

Perdona por esto. La idea es darte pistas y no escribir ningún piropo. Pero lee. Últimamente no me convence nada de lo que hago. Me voy a dormir cuando sale el sol y paso las noches entre el tabaco y los libros de Ellis, Palahniuk, Auster… Un tocho de Tom Spanbauer es el que leo últimamente. Y me digo: no pienso leer Cien años de soledad, no pienso leer La Biblia ni El Quijote. Aunque sí despierta mi curiosidad el “Mein Kampf”. Me enamoro de mujeres que hablan en otros idiomas, que viven en otros países, que tienen novio, de ti. Se llama no tener salida, o no querer procurarse una. No se llama conformismo. Odio a Fito, el músico, por ser tan rematadamente previsible siempre. Amo a Pj Harvey. Miro el reloj y ya son las tres de la mañana. Y sí, la mano derecha y la pornografía. Estamos rodeados de pornografía, aunque no tenga que ser siempre con lo de ver a gente depilada follando rodeada de focos en Internet o en un canal de pago. Si tienes televisión no dejes que la vean tus hijos de día, ya no dan dibujos animados en los canales del uno al siete. La pornografía carnal es lo de menos. Una vez estaban mi padre y mi tío jugando a las cartas y yo tenía siete años. Mi tío sacó un calendario de su cartera y me lo dio. Era una chica morena con el pelo rizado y abundante de los ochenta, mirándome como si se hubiera portado muy mal. Estaba desnuda. Mi padre me arrebató el calendario y se lo dio a mi tío, no fuera que esa chica de la fotografía me corrompiera. Y luego si me portaba mal me daba un bofetón. Era maravilloso suplir el miedo por el respeto. ¿Por qué tenía mi padre que ganarse mi respeto cuando lo más fácil era ganarse mi miedo? Yo seguía sin entender por qué unas cosas estaban mal y otras bien, pero sabía que si hacía las que estaban mal mi padre podía darme un bofetón. Así que era miedo al dolor; como los cimientos de muchos matrimonios, las dictaduras, los cimientos de la humanidad: miedo, dinero. Y hay gente que habla del amor, pero cuando lo hacen se les ilumina la mirada de felicidad como colocados, y da la sensación de que no tienen ni puta idea de qué están hablando, así que no sé si el amor cuenta. Puedes contar dinero, o las palizas que te da tu marido, las bofetadas que te da tu padre, pero ¿el amor?, ¿la gente sabe seguro si alguna vez se ha enamorado, o cuántas veces se ha enamorado? Puede que haya gente que lo tenga muy claro. Y en ese caso, en eso sí se parece el amor al dinero, los dos se acaban fácilmente. Pero el miedo, el miedo puede no tener límites. El miedo puede gobernarlo todo y todo el mundo tiene miedo. Sí, venga, va… di que tú no tienes miedo, pero si algo explota cerca de tu casa, si te llaman a las cuatro de la mañana, si tu pareja te ha dicho que tiene que hablar contigo, si no sabes si te renovarán el contrato… en serio, no te creo, estás cagada, como todo el mundo. Se llama disimular. No hay porqué estar aterrorizado, no hay que ser capullo, pero a nadie le gustan los contratiempos. Se hace más tarde. He mirado el reloj y son las cuatro de la mañana. Las cuatro y media. Cinco. Escribo a ráfagas.

Hay demasiada gente que cree que si para de hacer cosas se morirá sin haber aprovechado su vida, y luego llega el momento de morir y se arrepienten de no haber parado, para atender a sus parejas, sus hijos, los hobbies, viajar. Yacen en la última cama en la que van a estar, en un hospital, y se dan cuenta de que lo único que han hecho ha sido trabajar, ambiciones, metas… y se mueren. En silencio a las tantas de la madrugada es escalofriante analizar las cosas fríamente. Puede que solo sea un punto de vista, pero todos los puntos de vista deben tenerse en cuenta. Y no se llama democracia, sino sentido común. En democracia muchas veces solo puedes elegir entre el negro y el oscuro; eso dirían los extraterrestres si bajaran aquí. Dirían que había gente con pancartas de bienvenida, y otros con armas nucleares. Dirían: adivina cómo van a acabar.

Los marcianos se echarían unas risas si bajaran aquí. Si bajaran aquí pasaría como cuando hay que pegarle un tiro a un animal herido de muerte. Pensarían que de todos modos solo es cuestión de tiempo, y nos masacrarían para tomar el planeta y ahorrarnos una muerte lenta.

Aunque sí, es verdad; está el arte, la belleza, los animales, la naturaleza. Y la gente. La gente es buena en el fondo. Me gusta pensar eso. Y otros días pienso que casi todos somos unos cabrones resentidos porque la mayoría no podremos hacer lo que queramos con nuestra vida. Hace falta más dinero, más belleza, más ,más… Y bueno, en este caso haces falta tú.

Lo que haré ahora es imprimir la carta y meterla en un sobre. He querido hacerlo así, a la antigua usanza (excepto por lo del ordenador). Alguien cercano a ti me dijo que no me conoces mucho, así que con esta carta ya me conoces más. Lo cual te da cierta ventaja a la hora de decidir si vas a darme alguna oportunidad. He querido ser justo. Soy silencioso, escribo más que hablo. Mi timidez puede ser extrema, y no soy nada violento, tranquila.

Esta es mi versión de estar embobado por el amor, aunque no tenga claro si esto es amor. Me encanta dudar, es lo que me distancia de mi padre. No hay nada que odie más que a la gente que no duda. Porque mienten. Como la gente que dice no tener miedo. Es una cuestión de extremos, los odio. Y además, ya he dicho que últimamente no me convence nada de lo que hago. Y eso incluye esta carta. Te la voy a mandar, aunque tengo alguna esperanza de que se pierda por el camino.

 

PD: Creo que te quiero.

 

 

 

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Cosas divertidas

Ciento veinte por hora. Rafa conduce y Cesar ocupa el asiento del copiloto. Tres horas desde el inicio del viaje, y siete por delante; camino a las vacaciones. El paisaje se reduce al amarillo y el marrón desérticos. Son las tres y pico de la tarde. En las páginas centrales de la revista Penthouse una chica pelirroja acerca su lengua al modo de los fotógrafos de moda erótica al pubis depilado de una morena sonriente y espatarrada; las dos están desnudas, claro. La revista la hojea en el asiento de atrás Charlie, apodado así desde que a alguien sustituyó su nombre, José Carlos, por Charlie. Con las ventanas cerradas, el aire acondicionado hace que el coche sea una nevera ambulante; esa costumbre de combatir el calor con demasiado frío artificial, y Charlie dice:

– Baja el aire, tío.

De la radio sale una canción seca y estridente de los Quens of the stone age, y Rafa grita por encima de ellos que no, que no hace frío, joder. Charlie resopla. Rafa toma un desvío al ver un cartel indicativo: zona de servicios.

Es lo que se llama coger una bandeja y poner lo que quieres en ella, comida, bebida. Son esos locales que encuentras aún muy lejos de donde sea, rodeados de camiones aparcados. Dentro del local el aire artificial también está demasiado presente; el frío. Los tres viajeros comen en una mesa sus bocadillos de fotografía, hacen muecas al masticar mientras el hambre intenta suplir lo que no aporta la comida en calidad. Rafa deja medio bocadillo en su bandeja con ligero desespero:

– Qué asco…

– ¿No tienes hambre, tío? – murmura con la boca llena Charlie.

– Ya no.

Cesar deja también su bocadillo a medias. Apostilla:

– Se me está resecando la garganta.

– Aquí sí que hace frío, y no en el coche – protesta Rafa.

En la mesa de al lado se sientan cuatro chicas, rubias, delgadas, ojos claros, ni una palabra en español. Con sus respectivas bandejas, cuchichean en lo que parece alemán y sueltan sonrisitas vacacionales. Los tres viajeros se miran entre sí. Escotes pronunciados, piel blanca, pelo rubio de verdad, y los tres viajeros se miran entre sí pensado: joder. Una de las cuatro chicas se levanta de su silla. Entorna sus ojos azules hacia los tres viajeros de forma momentánea. Charlie la mira, sonriendo. La chica da un traspiés, tropieza con una silla y cae en el suelo como un saco. A Charlie se le escapa una carcajada. Las tres amigas corren a socorrer a la accidentada mientras de reojo miran malhumoradas a Charlie, que ha cambiado el semblante. La chica tiene un rasguño en el codo, y se queja de un fuerte golpe en la cabeza. Dos de las chicas se sientan en la mesa otra vez, y la otra acompaña a la accidentada al lavabo.

Las dos que quedan comen sus bocadillos sin pronunciar ni una palabra, sin mirar a los tres viajeros. Pasan unos cinco minutos y las otras vuelven. La accidentada dice algo incomprensible, y las dos que estaban sentadas se levantan y las cuatro se disponen a abandonar el local. En su mesa quedan dos bocadillos intactos y otros dos a medias. Rafa mira a Charlie y susurra:

– De puta madre, tío.

Los tres viajeros salen del local. El sol les da en la cara. De lejos, en el aparcamiento, Charlie ve a las cuatro chicas. La accidentada está sentada en el capó de un coche, fumando un cigarrillo. Las otras tres están de pie, cerca del mismo coche. Cuando Rafa se dispone a abrir la portezuela del conductor, una de las tres chicas, a los lejos, toca a la accidentada en el hombro. Las cuatro se meten en el vehiculo. Rafa: ¿Nos estaban esperando?

– Esto va a ser divertido… – murmura Charlie.

– Querrán un pique… – apostilla Cesar.

Zorras alemanas, nazis, guarras de las SS. Los tres viajeros se divierten soltando pullas mientras arrancan el coche. El otro vehiculo, con todas ellas dentro, aún no ha arrancado. Rafa maniobra para volver a la autovía, y es justo en ese momento cuando Charlie vuelve su cabeza en el asiento de atrás y ve que el coche de las chicas ya está en marcha. Y está a pocos metros de ellos. Charlie observa que es la chica que tropezó la que conduce. Los dos coches retoman el viaje; uno, y justo después el otro, ellas. Cincuenta por hora, sesenta, setenta. Charlie alerta:

– Estas tías nos siguen…

Rafa mira por el retrovisor. Cesar se vuelve a mirar hacia atrás.

– Se te querrán follar… – bromea Rafa.

Cien por hora.

El coche de las cuatro chicas se dispone a adelantar. Rafa deja que pasen. Cesar murmura: se van. Pero el coche no coge más velocidad, se queda a pocos metros. Una mano sale por la ventanilla del conductor. Un dedo se mueve: venid, seguidnos.

– Qué les pasa a estas ahora… – se queja Rafa.

– ¡Tú síguelas! – se anima Charlie.

– Tío, ¿tú sabes lo que nos queda aún de viaje? – se queja Cesar -, ¿y por qué te vas a fiar de ellas?

– ¿Y por qué no? Nunca nos pasan cosas así – argumenta Charlie.

– ¿Cosas así? – dice Rafa.

– ¡Cosas divertidas, tío!

Ciento veinte por hora.

Rafa sigue detrás del coche de las alemanas, unos cinco metros por detrás.

– Si se desvían de nuestro camino, allá ellas – murmura Rafa -, yo no pienso perseguirlas por todo el país…

– No me jodas – dice Charlie -, vamos a un puto pueblo. Beberás todos los días hasta quedarte gilipollas, y no mojaremos.

– ¿Y quién te dice que no te van a cortar los huevos? – dice irritado Cesar – ¿quién te dice que te las vas a tirar? Tú, además, que te has cachondeado de ellas… ¿Y si te quieren putear? ¿Te crees que vamos a pagar el pato todos?…

– A tomar por culo, nos vamos – decide Rafa. Se dispone a adelantar a las chicas, para dejarlas atrás. Maniobra y se pone delante de ellas. Ciento treinta por hora. Ciento cuarenta. Y las chicas, detrás, siguen, se acercan, aceleran, no se pierden en los retrovisores.

– Esto me está dando por culo… – dice entre dientes Rafa. Cesar mira hacia atrás, sin saber qué decir. Charlie tiene una sonrisa en los labios.

– Te vamos a abandonar en una puta gasolinera, para que te arregles con ellas… – dice Rafa, señalando con el pulgar a Charlie.

Ciento cuarenta. La música sigue sonando pero nadie la escucha. El sol se refleja en la luna delantera del coche de ellas, y no se ve nada, como si ya solo fuera un vehiculo, como si no hubiera nadie dentro. Y ciento cincuenta por hora.

Rafa saca su mano izquierda por la ventana: pasad, adelantadnos, joder.

No.

El coche sigue detrás, viene detrás, el sol lo conduce. Charlie mira por el espejo retrovisor, sin atreverse a volver la cabeza, ya serio. Te has reído de mí, os habéis reído de nosotras, piensa. Y estamos como putas cabras. Me duele la cabeza, el codo, estoy enfadada. Soy la que conduce. Tu nuevo Dios. No te rías.

Rafa resopla. Cambia de carril y aminora y ellas cambian de carril y aminoran. Detrás. Acelera otra vez. Da igual. Ciento cincuenta otra vez.

– No te preocupes, tío – dice Cesar mirándose las rodillas -, que se vengan si quieren. Nosotros a nuestro rollo.

– Están demasiado cerca – dice Charlie.

– ¿Ya no te ríes, gilipollas? – explota Rafa -, en la próxima estación de servicio vamos a parar, y te las vas a arreglar para que dejen de tocar los huevos…

Ciento cincuenta, cincuenta y uno.

– ¿Es que es culpa mía? ¿Porque se me ha escapado la risa antes…?

Silencio. Rafa apaga la radio. El otro coche está tan cerca que llega un sonido de guitarras que sale por las ventanas abiertas. Rafa se va al otro carril. Ídem alemán.

– En inglés o como coño puedas, vas a ser tú el que nos saque del atolladero.

– Igual estás exagerando, tío – interviene Cesar -. Seguro que se hartan y se van. Tocarán un rato los huevos y se irán.

Rafa aminora. Ciento veinte. El otro coche permanece detrás, sí, demasiado cerca. La música grita en alemán, quizá los Rammstein, por encima del aire, de la velocidad. Y ya las cinco de la tarde. Desierto, marrón, amarillo. Si sacas la mano por la ventanilla el aire caliente azota como nunca. La aventura se alarga, mira el reloj una y otra vez. La carretera desierta, los dos coches tan cerca que te acuerdas del coche fantástico cuando estaba apunto de subirse a su camión en marcha. Los dos en marcha. Ellas detrás. <<Venid>>. Procura no pensar en películas sangrientas americanas, dice Charlie. No lo hagas. Tenéis demasiada imaginación, dice.

– Vete a tomar por culo – murmura Rafa. Cuando pare luego, vas a conducir tú, o cualquiera de los dos. Ya llevo dos horas con esa tía pegada al culo.

Cesar permanece en silencio. Charlie coge el Penthouse y comienza a hojearlo. Proceso de normalización. Luego el coche, detrás, hace por adelantar. Rafa suspira, deja paso. Cuando los dos coches circulan en paralelo, los tres viajeros bajan la cabeza; proceso de normalización. No pasa nada, no hay miedo; está todo bajo control. Ni tan siquiera sabíamos que andabais por detrás, piensa Rafa, ¿sois las chicas que vimos antes? ¿las alemanas? El coche, que parece lleva los cristales tintados por el reflejo del sol, se pone delante, cinco metros delante. Nada de despedidas. Rafa saca el aire por la nariz, con fuerza. Ciento veinte, cien, ciento cincuenta, da igual; siempre juntos. El circuito acaba en unas cinco horas. La parte trasera del coche de las alemanas está diciendo: no tenemos prisa; casi parece que se abre el maletero, como la boca del muñeco de un ventrílocuo: no tenemos prisa. No hay nadie dentro del coche. El muñeco de Dios. Sí creó el universo, también puede jugar a esto. No puede ser que aquella chica angelical de pelo rubio natural y ojos azules pueda convertirse en tu ser supremo durante doscientos kilómetros; y sigue contando. El Dios que se te quiere llevar con él. Sigue, vamos. Los pensamientos se arremolinan en la cabeza de Rafa. Esto no es más que una anécdota que contarás, se dice. Esto es la broma de cuatro alemanas con un sentido del humor al que no estamos acostumbrados. No, en serio, piensa Rafa, vamos a echarnos unas risas. Somos tres. Más fuertes. Ellas son cuatro, pero fuera del coche podrías darles un empujón y tirarlas al suelo y hacerlas picadillo a patadas. Mira, un cartel: zona de servicios.

Rafa toma el desvío. Las chicas siguen en línea recta; tocan dos veces el claxon. Rafa grita: ¡me cago en Dios, a tomar por culo, joder!… Chirrido. El coche de las chicas derrapa, provocando el chirrido de los neumáticos, de golpe. Los tres viajeros miran hacia el coche de Dios, el Sol. Como si hubieran oído blasfemar a Rafa, se detienen. No dudan en dar marcha atrás unos metros y coger el desvío. Todos a la zona de servicios.

– No te pares, tío… – ruega Charlie. Cesar mira a Rafa. Rafa mira por el espejo a Charlie.

– Que te den… ahora paro y te vas a pedirle perdón a la rubia. Nosotros ni vamos a salir del coche. Así que ves preparándote el discurso…

Rafa deambula conduciendo por la zona de aparcamientos. Ellas, detrás. Charlie blasfema en susurros.

Finalmente Rafa aparca. El otro coche para a unos quince metros por delante. Los dos bañados por el sol y cerca de un local que parece exacto al anterior. Charlie sale del coche. Rafa y Cesar se quedan dentro. La puerta del conductor del coche de ellas se abre; la chica rubia con un rasguño en el brazo la cierra a sus espaldas y mira a Charlie, que se encamina hacia ella. La chica saca un cigarrillo y se lo enciende. No sonríe, se ve confiada, sin atisbo se inseguridad. Rafa y Cesar están atentos a la escena. Cuando está a un par de metros de ella Charlie junta las manos como si fuera a rezar. La chica le dice algo, con cara indignada.

– Hablarán en inglés, supongo – dice Cesar.

– O eso o ellas son españolas. Y ellas no son españolas – afirma Rafa.

– Pues con la bronca que le está echando ella, veremos si este se entera de algo…

Cerca del edificio hay aparcado un coche patrulla. Dos policías salen del local. La chica rubia se vuelve a meter en su coche. Pero no arrancan, siguen esperando. Charlie se queda de pie, quieto, pensativo. Luego se vuelve caminando al coche donde Rafa y Cesar esperan.

– ¿Qué mierda pasa? – masculla Rafa. Charlie se va hasta la ventanilla, donde Rafa le mira, inquisitivo, y Charlie dice:

– Dicen que las hemos estado siguiendo todo el camino. Que las dejemos en paz.

– ¡¿Qué…?! – al unísono.

– Como lo oyes, dicen que van a llamar a la policía.

– ¡¡…!!

El coche de las chicas arranca y se acerca al coche patrulla, donde los dos policías comen sendos bocadillos. Los tres viajeros se vuelven a mirar la escena.

– ¿Qué hacen? – pregunta Charlie -, ¿eh?

La chica del rasguño en el brazo señala hacia el coche en el que están los tres viajeros.

– Joder, joder… – Charlie se monta en el asiento de atrás -, joder, joder, tío, joder…

Los dos policías dejan sus bocadillos y sus botellas de agua dentro del coche patrulla y se encaminan hacia el coche con la rubia, la accidentada, Dios, el Sol.

– A la mierda…, no tengo por qué aguantar esto…

Rafa arranca el coche de golpe, levantando el polvo del aparcamiento. Los dos policías se ponen a correr hacia su coche.

– ¡Estás siendo un capullo, tío! – suelta Cesar

– Charlie permanece mudo, mirándo hacia atrás. Cuando el coche retoma la autovía ya se oye la sirena del coche patrulla. Detrás.

– ¡Callaos los dos! ¿Me oís? ¡¡Iros a la puta mierda!! – grita Rafa, sudando, fuera de sí.

El coche de policía se acerca por detrás, aullando, haciendo señas: parad, aparcad, la vida es muy bonita, en serio.

El coche de las chicas desaparece en el retrovisor, aparcado, en la zona de servicios. Y Rafa no para de repetir: nos hemos librado de ellas, ya está, nos hemos librado de ellas…

 

 

 

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Alma gemela

Detalles aburridos: el día es caluroso, es verano y la humedad hace que sudes sin ni tan siquiera moverte. La casa en la que está Leo es una casa de permanencia circunstancial. Puede ser por las vacaciones o porque alguien necesita huir de la ciudad, por la muerte de un familiar, para escribir un libro. Aislarse para alejarse del ruido. La casa se adentra en el bosque. Se accede a ella por un camino sólo apto para todoterrenos y excursionistas. La idea es no tener a demasiada gente cerca, o mejor, estar solo. Leo está solo. Todo lo que rodea a Leo es susceptible de arder si alguien tira una colilla. La casa es tan de madera como el bosque. Todo es rudimentario y encantador, y en soledad, todo es aburrido. El plan de Leo es entretenerse al máximo con lo que ha ido a hacer; no quedarse mirando las musarañas.

Leo está en la casa para estudiar. Nada de fin de semana de sexo con una recién conocida a la que le has caído bien. Lo que pasa es que puede que te queden algunas para septiembre y a tus padres se les haya ocurrido la idea de que la casa de veraneo es el sitio idóneo para pasar un par de semanas de enclaustramiento intensivo. Así que Leo cogió el coche y condujo una hora hasta la casa. Quitó el polvo y lo dejó todo listo para poder ponerse a lo suyo.

Son las siete de la tarde y parece que hace menos calor, o ya no es insoportable. El primer día en la casa está resultando un éxito, productivo, tranquilo, según lo previsto. El único sonido es el de los pájaros, el de las hojas de los libros al pasarlas, el de las hojas de los árboles al moverse; lo más parecido que hay al silencio natural. No vale taparse los oídos con fuerza. Leo toma apuntes y los repasa. Frente a su improvisado escritorio tiene una ventana. De vez en cuando algún excursionista curioso pasa por allí y se queda mirando la casa. Pero hasta ahora Leo no ha visto a nadie. Cuando le empieza a doler la cabeza, cierra los libros, guarda los apuntes y se dispone a dar una vuelta por el bosque antes de que anochezca. Cierra la puerta con llave, por costumbre más que por riegos de ningún tipo, y camina pisando la hierba alta que rodea toda la casa. Entre árboles y arbustos ve cómo el sol comienza a enrojecer. Se mira la muñeca izquierda y recuerda que ha dejado el reloj en la mesilla justo al lado de la cama en la que dormirá. Mejor, piensa, el tiempo no ha de estar siempre poniendo barreras. Mientras camina y divaga con sus cosas, a lo lejos ve a alguien. Hay alguien. Parece una chica. Esta tirada en el suelo, no hay nadie más con ella. Leo acelera el paso, nervioso. Se teme lo peor. Cuando gana visibilidad ve que la cabeza de la muchacha está apoyada en una roca bañada en sangre. La chica está pálida. Leo enseguida comprende que está muerta. Decide quedarse al lado del cuerpo inerte, sin moverlo, esperando. Piensa que seguramente iba acompañada y alguien ha ido a buscar ayuda. Aunque no, piensa, no tiene sentido. Si alguien hubiera ido en busca de ayuda, hubiera ido a su casa, visible desde esa posición, aunque sea entre árboles y a lo lejos. Es como si la chica hubiese tropezado y dado con la cabeza en la piedra muriendo en el acto. O eso o la han empujado, y quien la ha empujado ha huido evitando responsabilidades. Ahora quien sea se estará inventando una película para exculparse. Lo que sea, pero ha muerto y algunas moscas rondan el cadáver, aún fresco, del día. Sin duda ha muerto hoy, piensa Leo. Si no, hubiera visto el cuerpo desde el coche al venir por la mañana, apenas está a unos metros del camino. Se pone en cuclillas y mira su cara con los ojos cerrados, como si en lugar de estar muerta durmiera tranquila, en paz. No parece tener más de veinte años. Tiene la cara redonda, y aun muerta hace unas horas, se nota que ha sido una chica guapa. Joven y guapa. Leo aparta la mirada de su cara. Aun sin conocerla comienza a sentirse realmente mal. Eres estúpido, se dice a sí mismo, si el cadáver fuera el de un cincuentón obeso te daría igual.

Leo decide cargar con el cuerpo. La coge como un novio coge a su novia en la luna de miel y se la lleva, comienza a andar hacia casa. El cadáver aún huele a colonia femenina. No parece haber atisbo de putrefacción. No debe pesar más de sesenta kilos y su ropa apenas está manchada de sangre. Leo la mira otra vez a la cara, le intenta encontrar el pulso varias veces, ve su cuello femenino perfectamente perfilado; en él hay un colgante que parece de plata y que acaba en una bellota. Leo coge el cuerpo con más seguridad, acomodándoselo; nota que en el bolsillo de los pantalones cortos de la chica hay un bulto, una cartera. Lleva una blusa amarilla sin mangas y el pelo rubio y corto recogido en una cola de caballo. Una belleza ya como un cuadro o una escultura, piensa Leo. La chica más guapa a la que ha tocado, piensa, y está muerta.

Deja el cuerpo en el suelo, con cuidado, como si pudiera dañarla, y abre la puerta. Entra en casa y deposita con esmero el cadáver en el sillón. Se queda de pie, otra vez, mirándola. Sin ver la mancha de sangre seca de su nuca, piensa Leo, dan ganas de despertarla y comenzar a hacerle preguntas.

Leo se sienta en el mismo sillón donde está ella, y no puede evitar rebuscar en su cartera. Tan solo su nombre, se dice a sí mismo. Saca del bolsillo de los pantalones grises la susodicha, de cuero marrón, la abre. En la foto de su carné se la ve muy despierta, claro, en comparación; tiene los ojos verdes. Leo lee con atención el nombre. Y la muerta pasa a ser alguien; Belén. Leo ni tan siquiera presta atención a los apellidos. Como con sentimiento de culpa, cierra la cartera y la vuelve a guardar en los pantalones grises.

Cenando, en la misma estancia que ella, Leo apenas puede apartar la vista del cadáver. Come cerca de la chimenea apagada. Comienza a notar el olor a descomposición, pero no le molesta; no lo suficiente. Tiene que llamar a la policía, piensa, debería alertar a las autoridades y dejar de mirar a un cadáver, ¿qué será lo siguiente? Leo se levanta de su silla, abandonando la mesa, su cena. Se sienta en el sillón y acomoda la cabeza de Belén en su regazo. Le dice a los ojos cerrados de Belén:

– ¿Tú crees que alguien se puede enamorar de una muerta? Joder… – suspira, exasperado – , casi entiendo más a los que se tiran a los cadáveres… Estoy tan necesitado, Belén, que la metería en una sandía… Sí, no me mires así. Dicen que hay quien mete media sandía en el microondas; la sandía reblandece y… se la follan. Nunca le he contado esto a una mujer. Alguna ventaja tendrá que tener lo tuyo…

La cena de Leo se enfría en la mesa. Belén se enfría aún más si cabe entre sus brazos. Leo pasa los dedos por sus mejillas pálidas, muertas, pero aún bellas. Leo pasa su mano izquierda por la cadera de Belén, por su trasero; la abraza atrayéndola hacia sí.

– Tranquila, no te voy a quitar la ropa ni nada de eso. No soy así. Esto es un poco raro, no lo negaré, pero te va a tratar peor la empresa a la que tu familia pague para enterrarte. Te maquillarán y ningún amigo te reconocerá si hacen el show de enseñarte durante el velatorio. Y luego serás como un maniquí bajo tierra…

Se hace una pausa, Leo se mira la muñeca desprovista de reloj. Resopla;

– No he visto qué edad tienes, pero sólo con mirarte me doy cuenta de que esto es terrible. Que tú hayas muerto es terrible, una cabronada. Cuando llame y lo sepan tus padres, les habré destrozado la vida.

Nadie llama a la puerta de la casa. No hay gente con linternas paseando por la zona. No parece que nadie haya denunciado nada. Leo palpa los bolsillos de los pantalones de Belén concienzudamente. No tiene llaves, ni un móvil. Sólo tiene la cartera y toda la eternidad por delante. Leo no se aparta de Belén;

– Si fueras de esos cadáveres que despiertan de repente y comienzan a arañar el ataúd, estarías teniendo mucha suerte ahora… Me resulta casi difícil que viva pudieras ser más guapa… en serio… Y no te pienses… es la primera vez que hablo solo.

Silencio.

– Había venido aquí para estudiar, pero me has quitado las ganas. Hay otras cosas que necesito antes de los títulos académicos… O pasaré de ser un depresivo a ser un depresivo licenciado… No siempre ha sido así. Espero que sea la edad.

Silencio.

– En algún momento hoy he pensado que si es verdad que todos tenemos a nuestra pareja ideal, la mía ya se ha muerto…

Se hace otro silencio, Leo se acomoda un poco más.

– Menos mal que no creo mucho en esos rollos… Necesito a alguien parecido a ti. Así, muerta, ya eres mejor que muchas tías, porque algunas ni tan siquiera saben escuchar, y no creo que haya muchas físicamente como tú… Joder… – llevándose la mano a la cabeza -. No sé qué mierda estoy haciendo…

Leo se levanta del sillón apartando el cadáver de Belén. Se pone a buscar el teléfono móvil. Lo revuelve todo. Belén permanece en posición fetal muerta en el sillón. Leo vuelve a quedarse de pie y quieto frente a ella, y murmura:

– ¿Qué hacemos? ¿Crees que algún cura accedería a casarnos? Le podría decir que eres algo tímida, callada, que te cogen entre dos tíos porque estás cansada.

Se oyen tres golpes en la puerta de entrada. Leo da un respingo. Mira a Belén mientras se dirige a la puerta:

– ¿Crees que será la figura con la capucha negra y la azada? Joder…

Leo abre la puerta dejando tan solo una rendija para ver. En el umbral hay una chica. Rubia. Ojos verdes, joven, guapa. Leo la escruta mientras ella, llorosa, dice:

– ¿Has visto a una chica? Es como yo, es mi hermana gemela. Esta tarde salió a dar una vuelta y no la hemos vuelto a ver. Estamos en una cabaña como a veinte minutos de aquí… ¿la has visto?

– Pues no, lo siento mucho… – dice Leo, impostando la voz, apagando su estado de xoc -, pero espérame aquí, te ayudo a buscarla.

– Gracias… – contesta derrotada. Leo entra a al cuarto de estar, ve a Belén. Luego mira hacia la chimenea, se detiene un momento. Hace que sí con la cabeza. Se pone las botas y vuelve a la puerta de entrada. La chica le espera. Leo cierra la puerta con llave a sus espaldas, y pregunta:

– ¿Bueno… cómo te llamas?

 

 

 

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Purpurina

La mayoría de gente no sabe que existe una isla diminuta y sin nombre, en un punto del planeta. Un trozo de tierra que no es más que un punto en el cielo sin referencia en los mapas. Y no esperes creer en él. La mayoría de gente no sabe que de esa isla provienen los mitos; los elfos, los gnomos, las sirenas, los gigantes, y un largo etcétera de seres, entre los cuales están las hadas. Y sí, las brujas también existen.
Algo que tampoco sabe la mayoría de gente es que casi ningún hada tiene alas. Aunque sí es cierto que todas son grandes protectoras de la naturaleza. Las que vuelan lo ven todo, desde arriba, y saben que lo importante es mantener a salvo el bosque. La inocencia es la primera característica que se puede observar en un hada, después de la belleza. Las hadas se pueden reconocer por sus ojos grandes y bocas de cereza. Hay quien las confunde con las elfas, ya que ambas son mujeres, y de gran belleza. Además no son insectos como especulaba Shakespeare. Tienen el tamaño normal de una mujer, y algo curioso, las pobres suelen ser víctimas de los motes.

Esta es la historia del hada Purpurina. El hada Purpurina enrojecía cada vez que un gigante o un troll la piropeaba. Su cabellera era lisa y clara y llegaba casi hasta su cintura. Sus ojos eran grandes y su boca pequeña. Su figura era estilizada. Tenía todos los rasgos típicos de un hada. Pero Purpurina comenzó a perder uno de esos rasgos típicos y eso generó un referente en esa isla de la que antes hablaba. Esa isla que es como un punto en el cielo y que no existe para nadie.

Las hadas, contrariamente a lo que se podría pensar, no son asexuadas. Purpurina comenzó a sentir cierto picor entre las piernas, y eso generó en ella la curiosidad de qué era lo que provocaba ese picor. Estaba apunto de convertirse en el primer hada con deseo sexual. Esto era como intentar abrir un cuento infantil pero no poder porque las páginas están enganchadas. Demasiado sórdido. Todo lo que sentía Purpurina chocaba con su estilo de vida. Vivía en una cabaña perfectamente construida en un árbol. Las hadas son los seres más mimados del bosque. Lo tenía todo, que allí, era igual que tener todo lo que necesitas. Su mejor amiga era el hada Colibrí.
Purpurina le contó a Colibrí que durante la noche se había tocado, allá donde también las hadas tienen bello. Le contó que le había gustado tocarse. Purpurina le dijo a Colibrí que quería irse de la isla. Colibrí se quedó atónita. Ellas nunca habían oído hablar del sexo o del amor. Solo tenían apego por un profundo sentimiento de cariño, que nunca iba más allá. Colibrí le comentó a Purpurina que tendría que renunciar a sus poderes, y también que debería cortarse las alas. Y sólo una bruja podía convertir a Purpurina en una mujer normal. El hechizo de una bruja era el que te echaba del cuento real que era la isla.

Un día las más de cien criaturas de la isla se reunieron, como hacían cada mes, para hablar sobre los asuntos concernientes o de actualidad que afectaban a los habitantes de la misma. Después de tratar el asunto de los gigantes que devoran seres humanos desperdigados en lanchas o barcos, que por casualidad llegan a la isla, Purpurina levantó el dedo con timidez. Y se le cedió la palabra:
– Quiero ir a la civilización. Quiero marcharme de aquí y seguir viviendo como una mujer, allá… entre humanos.
Sus palabras escandalizaron a más de uno. Todos comentaron algo, excepto el hada Colibrí, que admiraba a su amiga por lo que quería hacer. Purpurina se marchaba. Lloró su marcha de la isla, pero estaba convencida, y en el fondo hasta contenta. Una de las brujas de la isla hizo que un conjuro cayera sobre ella. Haría efecto en unas siete horas. Era más o menos el tiempo que necesitaba Purpurina para volar hasta la civilización. Una vez allí sus alas y sus poderes desaparecerían, y Purpurina sería una mujer más.

El viaje fue duro, agotador. Cuando avistaba la playa, Purpurina no tenía ni idea de adónde estaba llegando. Sólo sabía que allí habría humanos. Sólo quería descubrir por qué su entrepierna protestaba en demanda de algo que en su isla no podía conseguir. Ella siempre había asociado lo humano a lo depravado y a lo superficial, que era de lo que se hablaba en la isla cuando salía a relucir el comportamiento de los hombres y las mujeres de la civilización. Y por alguna razón sabía que su inquietud actual tenía mucho que ver con lo humano, con lo depravado y con lo superficial, de lo que tanto había oído hablar, y que no entendía demasiado. Los humanos eran la respuesta. El hombre era la respuesta. Purpurina descendió el vuelo y se hundíó bajo el agua cien metros antes de la orilla. La tarde caía. Era la hora. Sus alas desaparecieron en un destello de luz brillante subacuático. Tuvo que nadar los cien metros y durante su camino se deshizo del modelo de fino camisón que llevaba y había llevado toda su vida.
Purpurina era humana y estaba desnuda. Ya casi era de noche. Descansó en la playa; en la arena. Y durante unas horas fue el ser más indefenso del planeta. El futuro se cernía sobre ella, aterrador, inevitable. A nuestra hada le costó dormirse. Colibrí no la despertaría al día siguiente bromeando.

A las seis de la mañana abrió los ojos. Estaba perdida desde el punto de vista práctico. No tenía ropa, ni dinero, ni un sitio a donde ir. No se había traído nada parecido a un equipaje porque habría entorpecido su vuelo. Era la versión a la inversa de un naufrago. Llegó a la civilización sin defensa alguna. Tan solo era un trozo de carne precioso y vulnerable que no sabía lo que era una televisión. Ahora sólo cabía esperar. No podía adentrarse en la ciudad debido a su desnudez, aunque por otra parte tampoco podía quedarse en la playa. A lo lejos avistaba a gente que paseaba por el paseo marítimo. Llevaban sus camisas o camisetas y sus pantalones cortos, y algunos iban acompañados por sus perros. Purpurina observaba extrañada. No sabía qué hacer. Y por primera vez en su vida experimentó lo que es el miedo.
Pensó en volver nadando a su hogar, pero era imposible, incluso siendo una experimentada nadadora. Era uno de esos momentos en los que ya no hay vuelta atrás. Purpurina no sabía que la vida está plagada de esos momentos. Al cabo de un rato, se volvió a dormir en la arena.
Al volver a despertar ya eran las nueve de la mañana. Había gente con sus toallas. La playa comenzaba a estar habitada por seres humanos. Un hombre de mediana edad se acercó a Purpurina, sonriente, gafas de sol.
– Hola… buenos días.
– …
– ¿Cómo te llamas?
– Me llaman Pu… Purpurina.
– ¿Purpurina?

Silencio. Y Purpurina parpadeó, confusa, una, dos veces, escrutando al tipo.
– Yo me llamo Toni. Soy director de cine.
– …
– De… cine para adultos – mira a su alrededor -. ¿No tienes ropa?
Purpurina hizo que no con la cabeza.
Y pasaron un buen rato hablando, sobre todo él. Cuando el tipo se iba a marchar, ella le siguió. De todos modos no tenía otra salida. Toni le puso una toalla encima y los dos se fueron al apartamento de Toni. Allí, Purpurina comenzó a vivir entre humanos.
Pasaron unos minutos, y ya en el apartamento, Toni preguntó:
– ¿Lo has hecho alguna vez con una cámara delante?
– …
– ¿No? Podríamos hacer una prueba de video. Tú… conmigo. Yo he sido actor, no te preocupes. Puedes ducharte, al fondo del pasillo está el baño.
Purpurina accedió a lo que quería aquel hombre. A la ex hada le costó familiarizarse con el mecanismo de la ducha. Después volvió a la sala de estar, donde Toni la esperaba, ya desnudo y con una cámara y un trípode. Purpurina se puso cómoda en el sillón y Toni comenzó a besarla. Cuando estuvo erecto, Toni intentó penetrarla. Notó cómo Purpurina resoplaba y vio una mancha roja en el sillón entre sus piernas. Toni dijo: ¿Eres virgen?

Al paso de los días Purpurina rodó videos porno que después se publicaban por Internet. Lo hacía porque le gustaba. La promesa de placer que albergaba su entrepierna se hizo realidad, y el dinero, que era la moneda de cambio de los humanos, nunca le faltaba. Sólo tenía que “follar”, que es como lo llamaban los humanos. A veces lo hacía con un hombre, a veces con dos, a veces con una mujer; y casi siempre resultaba placentero. Su cuerpo estaba viviendo una experiencia que ninguna otra hada podría ni imaginar. No tenía que dar explicaciones a nadie, pero eso era algo que ella ignoraba. La habían acogido en un nido de placer y dinero. Purpurina era feliz.

Estuvo de un lado para otro rodando videos, películas; entraba el dinero a espuertas. Se aficionó a las discotecas. Trabajaba apenas tres horas al día. Todo el mundo la adoraba. Un director de cine le ofreció algo de heroína en una fiesta, y Purpurina cogió un billete tal y como se lo había visto hacer a muchos, lo enrolló y utilizó su nariz respingona de hada. Comprobó que el dinero podía comprar incluso el placer. Toni decidió educarla en el mundo de las drogas. Purpurina se hizo adicta a la heroína, que el mismo Toni procuraba que no se metiera en vena para que no tuviera marcas en los brazos. Aquello se convirtió en una rutina. Purpurina se corrompió cuando se dio cuenta de que en el fondo sólo la respetaban porque nunca decía a nada que no. Fueron los telediarios, los libros, la demás gente que veía por la calle. Cuando estaba sobria entre colocón y colocón veía una realidad que nunca antes de haber tomado drogas había visto. Purpurina se corrompió a medida que fue cada vez menos ignorante. Una noche Toni la forzó porque ella no quería follar con él. Consiguió escapar del apartamento y se fue a la policía. Todo iba demasiado rápido en el mundo de los humanos.

Ella aún no sabía lo que era la dignidad, pero comenzaba a sospechar; sospechaba de todo el mundo.
La policía no hizo caso a su denuncia porque ella no tenía ningún moratón. Nada que inculpase a nadie. Y aquella fue la noche más triste de su vida. Pasó de ser un hada inocente en una isla perdida a ser una drogadicta adaptada a la civilización que se ganaba la vida vendiendo su cuerpo. Aquella noche, aunque sin ser consciente del todo, Purpurina pensó por primera vez en el suicidio. Se encontró a Colibrí, su mejor amiga, sin sus alas, muerta, con la ropa desgarrada, tirada en un callejón. Colibrí había seguido sus pasos. Todo era tan terrible que daba escalofríos. Pero no se mató. Intentó volver al apartamento de Toni y él no la dejó entrar con el cadáver de Colibrí. Otra vez estaba como al principio. Volvió a la policía y dos polis la interrogaron, más por diversión que por otra cosa. No volvió a ver a Colibrí.
– No tiene DNI…
No.
– ¿Ningún documento identificativo?
No.
– ¿De donde ha salido usted?
Soy un hada.
– ¿Una hada?
Sí, soy un hada.
– Joder…
Uno de los dos polis hizo una llamada telefónica.
– Soy un hada dríode, una hada del bosque. Quise venir a vivir con los humanos. Puedo llevarles hasta la isla en la que vivía.
– ¿Pero…las hadas no tienen alas? – se mofó.
Algunas sí y otras no.
– Usted no.
Yo las tenia, pero me las quitó una bruja.

Purpurina hablaba sin demasiado convencimiento, como si supiera lo que iba a pasar en el futuro, que es una de las sensaciones mas terribles que hay, pensó. No se inmutó cuando llegaron dos hombres y le pusieron una camisa de fuerza. La metieron en un vehiculo. Oía los comentarios de los tipos que la llevaban hacia el futuro.
>>Dice que es un hada.
>>Ya.
>>Joder, tío.
>>Está buena la cabrona… si no estuviera loca…
Las brujas también existen. Sí. La mayoría de gente no sabe que… La llevaron a un edificio blanco. La metieron en una celda acolchada. Purpurina pensaba en su isla. En Colibrí. En gigantes. En el sexo. Seguía sin saber nada del amor. Pensaba en la heroína.
La heroína. La heroína. La mayoría de la gente, pensaba, no sabe nada.

 

 

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