Archivo por meses: agosto 2007

Evasión azul

Es como cuando acercas tus sentidos y fuerzas un poco tu cuello, hacia otra mesa, en la cafetería habitual, e intentas seguir una conversación ajena. No oyes bien, y acabas escuchando lo que quieres; tu mente rellena lo huecos en blanco. Mi madre me decía que muchas veces asentía sin escuchar lo que me decían cuando era pequeño, que tenía facilidad para eso. Ahora puedo substituir lo que me digas por lo que yo quiera. Para oírte en lugar de escucharte.

Es eso, cuando oyes, y solo parece que escuchas, en la cafetería. Eso, pero en tu propia mesa, con tus amigos. Sin hablar, al margen, como espiándoles aun a sabiendas de que te ven y te hablan. Te auto aíslas. Comienzas a imaginar.

Edu, al que conozco desde hace veinte años, reacciona ante la obsesión de la familia de Clara de ir cada año a buscar rovellons cuando es la época.

Y yo observo la conversación, intentando sacar algo en claro, soportable, sin saber ya dónde acaba la realidad y empieza la broma, y a la inversa. Eso que pasa aun conociendo a ciertas personas desde el parvulario.

– En mi opinión – defiende Edu –, arrancar setas del suelo es algo violento. Es…

– ¿Violento? – se asombra Clara.

– Sí, porque básicamente…

– ¿Violento, de qué coño vas? – interrumpe Clara.

– Sí, porque dentro…

Y Edu se detiene, coge aire. Y dice solemnemente:

– Dentro… viven los Pitufos.

La maquina de café suelta ese sonido, ese soplido histérico. La camarera llega con mi café con leche, la coca-cola de Clara, y el café cortado descafeinado con sacarina de Edu. Y se va.

– Los pitufos – alega Clara – no suelen vivir en setas blancas anodinas. Viven en setas de colorines. Todo el mundo lo sabe.

Y yo no sé si reírme. O qué. Es ese momento concreto de desconcierto. Cuando no entiendes nada, o no quieres entenderlo. No quieres.

– Y esas setas… – prosigue Clara -, esas setas que se pueden ver a mucha distancia, listillo, suelen ser venenosas. No sé si alguna vez has madrugado para ir al bosque. Pero si lo has hecho, habrás comprobado que esas setas nadie las coge. Y ahí es precisamente donde viven los Pitufos.

Y añade airadamente:

– Pitufina incluida.

– Dios… – suspira Edu –, no me hables de esa puta teñida.

Y Edu coge aire, y lo suelta;

– En primer lugar, no saques a relucir a esa puta Pitufa engreída. Ese es otro tema. Luego, no, ya sé que las setas de colores suelen ser venenosas, no me jodas. ¿A ti te gustaría que tu entorno natural fuese destruido? ¿Crees que los Pitufos, en su ingenua bondad, pueden saber diferenciar entre sus casas y las putas setas venenosas?

Suelto una risita nerviosa, y los dos, Clara y Edu, me miran, con tristeza.

Edu sigue hablando:

– No puede ser que tú, Clarita, la defensora de cualquier organismo vivo. Tú, que te encadenarías a un árbol por salvarlo, no sepas nada sobre la bondad sin límites de los Pitufos.

Y aquí, a Edu, se le llenan de lágrimas los ojos. Se le llenan de rabia. Pero Clara no cede. Murmura: A la mierda los Pitufos.

– ¡Oye!… – reacciona Edu –, no te metas con los Pitufos, haz el favor.

Y ya ha llegado, ese momento en el que quiero huir, porque no entiendo nada. No quiero entenderlo. Intento pensar en otra cosa i no escuchar a mis amigos. Imposible. La voz de Clara se abre paso en mi cabeza, y filtro:

– … ¿Y esa manía hacia Pitufina? ¿Qué te ha hecho? ¿Por qué no odiar a Gargamel? ¿Es el brujo, no? Coño, él es el malo.

Y Edu está apunto de explotar:

– Pitufina… es como esas tías que te están haciendo creer algo constantemente, y que al final no te dan nada…

– Oh, vamos, joder… – sonríe Clara -, no proyectes tus problemas en ella.

– ¡No!, es verdad. Ella va con unos y con otros, y no se decide. Y es obvio que eso, y el hecho de que sea la única Pitufa en ese ecosistema, hace que se tambalee el equilibrio común emocional de los Pitufos, ¿lo entiendes?

Se hace un pequeño silencio.

– Sí… la verdad es que sí… lo reconozco- dice con la boca pequeña Clara – , es verdad. Pero no va teñida, ¿verdad, tío?

Y ahora ese comentario es para mí. Y yo les miro a los dos. Intento centrarme.

-¿Cómo?

– Que si lo entiendes. No queremos hacerte daño…

Y me centro, sabiendo en el fondo que ha sido a mí al que han estado hablando todo el rato. A mí. Y no entre ellos. Y no sobre los Pitufos. Y Clara me dice:

– Tienes que entendernos, ha sido un flechazo o algo así.

Y lo dice tranquila. Y yo la sigo queriendo, a la puta Pitufina. Y dice:

– Surgió el día que él me acompañó a…

– Si ya lo sé, ya… – lloro. No puedo frenarlo.

– Oye, tío – murmura Edu -, tu novia es la última con la que me hubiese querido… Ojala en lugar de ella fuese… cualquier otra. Pero no lo hemos podido evitar. No…

Es ese momento, en la cafetería habitual, en el que intentas evadirte, pensando en cualquier otra cosa, como si te hablaran de cualquier otra cosa, porque sabes que no te va a tragar la tierra. Yo lo hago así, oigo sin escuchar. Imaginación, meter el azul donde todo es negro. Puedes intentar pensar en cualquier cosa amable. Algo que te transmita bondad sin límites. La serie de dibujos que marcó tu infancia. Es ese momento en el que ideas absurdas te pasan por la cabeza. El ecosistema de los Pitufos. Para evitar matarles. Para no pensar en cuernos mientras intentan hacerte ver que los tienes. Ahí en la cafetería, con tu ya ex novia y tu mejor amigo, diciéndote que eres la pieza que sobra una vez han vuelto a montar sus vidas. Y que sus vidas ya funcionan bien así. Aunque tú no hayas querido oír eso, y aunque por mucho que hagas volar la imaginación, para ti siga habiendo solo una mujer en el mundo.

 

 

 

😦

Terminales

¿Has oído hablar de esa leyenda urbana en la que en el banquete de una boda al novio le quieren cortar la corbata con una sierra eléctrica? Pues solo es una leyenda. Pero después de ver a su novio escupiendo sangre en el suelo, después de que en urgencias no pudieran hacer nada, fue cuando Cristina comenzó con las pastillas. Es como cuando cualquier ido intenta imitar a Superman subiéndose a la cornisa de un edificio. Como si el objetivo fuera siempre hacer realidad todo lo que tiene peligro de muerte. Fue idea de cualquiera de los amigos de Ricardo: el novio muerto. Como cuando unos adolescentes se van emocionados al bosque de noche a jugar a la ouija, los amigos de Ricardo no dudaron en intentar imitar la leyenda. Todo iba a salir bien, la corbata cedería con facilidad. Y la sangre comenzó a salir a borbotones de la herida del cuello. La gente gritaba, se les tapaba los ojos a los niños, el salón de baile comenzó a vaciarse. Cuando Ricardo comenzaba a morir alguna gente huía como si algo les fuera a atrapar. Salías fuera mientras veías el tembleque de la pierna derecha del novio estirado en el suelo, poco antes de que se acabara todo para él. Fuera una mujer vomitaba en unas rosas su cena. Otros llamaban por el móvil. No tardaron en oírse sirenas.

El padre del novio cogió al portador de la sierra por el cuello, e hicieron falta cinco hombres para frenar el asesinato, mientras la sierra descansaba con carne en los dientes metálicos desconectada cerca del cadáver. Se contó con varias ambulancias. Aparte del accidente en sí, hubo un infarto, desmayos, y el hermano de Ricardo con la mirada perdida, catatónico. La madre se abrazaba a su hermana deshaciéndose en lágrimas, atragantándose. Si entrabas al rato, y antes de que llegaran todos los vehículos de seguridad y emergencias, antes de que un equipo de psicólogos hablara con la gente en el precioso jardín del restaurante, lo que veías era un cuerpo inerte encima de mucha sangre que parecía demasiado negra. Demasiado falsa de tan auténtica. Así que finalmente la leyenda fue real, aunque solo después de que alguien la ideara. La mayoría de las historias de miedo solo son historias. Pero también son un puñado de ideas.

Cristina, la novia, recurrió a la terapia de grupo. Un montón de instrucciones y pasos para superar una depresión, como si alguien te pasa una receta. Todos los integrantes del grupo de Cristina tenían alguna marca, en las muñecas, la cabeza. Mirabas dentro de aquella habitación y era un milagro que aún estuviesen todos vivos. Y Cristina entró el primer día, y tuvo que presentarse: Me llamo Cristina, mi novio murió el día de mi boda, soy adicta a los barbitúricos, los somníferos y la eroína. Y al unísono: Hola, Cristina. Sonrisas de cejas caídas, desgracias en cada mirada. Ganas de morir mal camufladas. Y la chica que animaba a hablar a cada uno de los integrantes sonreía y veía siempre grandes progresos en todos. Siempre mentía: Que estéis aquí ya es un gran paso, podéis continuar con vuestra vida, sin pastillas, sin seres queridos, sin esperanzas. Aunque no llegaba a decir todo eso. Todo era intentar desintoxicarse de querer morir. Lo contrario a la gente que tiene cáncer. La enfermedad terminal para Cristina era cada mañana después de una noche en vela. Y para todos sus compañeros. En una de las paredes del aula había un Cristo en su cruz. Cristina pensaba que quizá hubiera quien se agarrara a Dios para seguir adelante. Parecía una estrategia de Gloria, la del optimismo, la jefa del grupo, la que guiaba a las víctimas de la vida por el sendero correcto; una profesora de parvulario para gente de treinta y cuarenta años que estaba con el mono constantemente. La muerte era preciosa allí dentro, la protagonista. El limbo no asustaba a nadie. Gloria salía a veces a por café. Dejaba a todo el mundo en su silla, todos sentados, mirando al vacío, pensando. Suicidas pensando. Las malas lenguas decían que un día Gloria se cruzó con la clase al completo de terapia de adictos al sexo. Esa habitación minúscula donde se guardan las escobas estaba siempre transitada. Y uno de los sexo adictos se decía había seducido a Gloria. Seducido era la forma elegante de decirlo. Ella decía que se iba a por un café, y volvía escondiendo una sonrisa, con los mofletes sonrosados y sin café. A veces era el cuartillo de los trastos de limpieza y otras los lavabos. Y más que malas lenguas eran certezas. Cristina se fue una vez al lavabo durante una de las ausencias de Gloria. Se bajó las bragas en uno de los habitáculos, y en otro se oían suspiros femeninos acompañados de la murga habitual del sexo a trompicones. Mientras ella y todos sus compañeros miraban la habitación en busca de vigas firmes y apetitosas, Gloria multiorgasmaba con tíos que decían que no podían seguir así, que no puedes pasarte la vida buscando a alguien en quien meterla como si eso fuera vitamina C o aire que respirar. Necesidades básicas. Daba igual si era siempre querer follar o querer morir, tanto una cosa como la otra eran un obsesión que ocupaba demasiado tiempo, y las dos podían conducir a enfermedades terminales que algunos aceptarían si dudar.

Terapia para soportar la idea de la muerte inmediata o para aceptar que la vida puede ser soportable. Terapia para conseguir estar unas horas sin follar. Para aguantar los amaneceres y las sonrisas ajenas con el amor de tu vida muerto. Cristina decía que al principio tenía claro que llenaría la bañera y usaría una cuchilla de afeitar. Pero luego tuvo miedo a sufrir demasiado. Y no tenía claro que Ricardo le esperara al final de una luz, con una cicatriz en el cuello y los brazos abiertos. Gloria decía que había que tener fuerza de voluntad, y buscar a alguien a quien querer. A alguien vivo. Y eso lo decía con el Cristo en la pared, ensangrentado y sacrificado, mirando a todos los suicidas. Y otro café esperaba, en el cuartito de las escobas, el lavabo; sexo sin más con un adicto al sexo sin más. Cristina y los demás compañeros ya se habían dado cuenta de que en aquella habitación no había ventanas. Era una caída libre de ocho pisos, productiva si sabías caer. Los detalles de la muerte de Ricardo, Cristina no los desveló hasta su décima intervención oral en la clase: ¿Habéis oído hablar de esa leyenda urbana en la que en el banquete de una boda al novio le quieren cortar la corbata con una sierra eléctrica?, empezó Cristina. Pues es verdad, dijo, ese tío era mi novio. ¿Quién le impedía a Cristina divertirse cuando podía adjudicarse el protagonismo de una leyenda sin que nadie la llamase mentirosa? Gloria tragó saliva: ¿Cómo fue? Y Cristina: La verdad es que le cortaron la cabeza y esta cayó mis pies. Lloros, hipidos. Cristina se sorprendía a sí misma con su actuación. El gilipollas de mi marido era el tío de la leyenda, decía. Era verdad, ahora ya lo sabéis. Gloria se acercó a la silla de Cristina y puso una mano en su hombro: Gracias por compartir tu experiencia con nosotros, Cristina. ¿Me perdonáis?, necesito un café.

El hermano de Ricardo, David, no volvió a decir nunca más una palabra después de la boda. Tenía diez años. Cristina a veces iba a verlo. En realidad un día visitó a la familia de su novio en busca de pastillas que robar. Y a partir de ese día se estrecharon lazos de amistad entre ella y el niño mudo. De camino al colegio Cristina le hablaba de toda su vida, de su grupo de apoyo, de que su guía espiritual se estaba convirtiendo en ninfómana, de que aún quería morir. Daba igual decirle lo que fuera al niño, porque ni se inmutaba, no miraba, no era un niño, no era nada. Era como darle los buenos días a un gato, como hablarle de tus cosas a Gloria mientras pensaba en su siguiente café. A la más mínima, Cristina se dio cuenta de que nadie la haría ni puto caso; a nadie le importaría lo más mínimo perder una mañana en el cementerio con tal de quitársela de en medio. Porque hasta sus padres la odiaban. Sus progenitores, que mientras su marido se desangraba salieron corriendo y se metieron en el coche, porque mamá se mareó. Mamaíta. Mientras su hija se convertía en una suicida potencial, y absolutamente todo se iba a la mierda.

Durante la decimo tercera intervención oral de Cristina, ella y todos los compañeros de cejas caídas y semblante tristón, conocieron a Sergio, de unos treinta años. Entró en la habitación interrumpiendo la sarta de mentiras de Cristina, ya malacostumbrada. Y al unísosno: Hola, Sergio. Hola a todos.

Sergio tenía un fuerte golpe en la cabeza, y un brazo en cabestrillo. Decía que se moría de miedo. Que no quería seguir. Por sus alucinaciones. Porque había sido tratado por los mejores y él seguía encontrándosela, viéndola, sintiéndola. Y en su primera intervención oral, antes de empezar a hablar, Sergio miraba de forma insistente a Cristina, que se alisaba la falda y sacudía el flequillo de forma constante, nerviosa, contestando a su mirada, coqueteando, olvidadiza, despistada, sin odio. Y Sergio dijo: ¿Habéis… oído hablar de esa leyenda urbana sobre la chica de la curva?

 

 

 

 

 

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[E]speranza

Lo llaman operación salida, pero da igual cómo lo llames. Es lo que me rodea aun estando en casa. Son las fechas que se repiten cada año. Mientras mucha gente ha decidido pasar su primer día de vacaciones metidos en un avión o parados en una autovía, aquí, a mi alrededor, todo permanece tranquilo. Ya no tengo demasiado gusto por viajar. Mi coche descansa encerrado en su garaje la mayor parte del tiempo. Mis padres murieron hace cinco años en un accidente de tráfico. Imagina lo típico, cuando quieres adelantar a alguien camino a tus vacaciones y lo siguiente que haces es saber si hay algo después de la muerte. Un coche que se convirtió en un acordeón de metal, interiores tapizados en cuero, lujo, cristales y carne. Y todo desde que alguien decidió que es atractivo eso de que los coches corran mucho, que la culpa es de la gente por querer ir al límite; como si el currículo colectivo nos dejara en muy buen lugar en cuanto a responsabilidades. De forma genérica, en la historia nos hemos matado entre nosotros con armas blancas y armas de fuego. Y cuando se desarrolló  el invento del automóvil alguien debió pensar: armas blancas, armas de fuego, y ahora también velocidades de vértigo; total, míranos, ¿quién se va a quejar ? Solo hay que darnos un motivo para arriesgarnos y al día siguiente podemos estar muertos o sentados para siempre. Olvida los anuncios de la DGT; es como si te aconsejan lavar una manzana que por dentro sigue podrida. Tiempo atrás eran especias, ahora se llama dinero. Y hasta puedes llamarlo fascismo moderno. Pensarás que lo que pasa es que estoy resentido, pero mejor piénsalo dos veces.

Si mis padres fueron entre otras cosas víctimas de un fabricante de coches, yo soy víctima de las tabacaleras. O eso o estúpido, aunque seguramente hay mucho de las dos cosas. Pero para qué voy a culparme si hay gente que se lucra a costa de la enfermedad y la muerte de los demás. Es como las tradiciones de años y años, por las que la gente ve algo aberrante y lo considera normal, divertido, o hasta artístico. He intentado dejar el tabaco unas cinco veces. Está  claro que quien se encargó de decidir el contenido de los cigarrillos era alguien jodidamente listo. Y macabro. Es como tener una funeraria e ir por la calle con un fusil de repetición disparando a las viejecitas. Es así, interés económico personal radical. Convence a todo el mundo de que lo que mola es conducir a doscientos por hora y acabarán cogiéndole el gusto, olvidando casi por completo el peligro. Hay quien cree que el toreo es un arte, igual que hay quien cree que lo más grande es inmolarse por Alá. Otros alucinan apretando el acelerador. Son gente distinta, países distintos y culturas distintas, pero todos venimos a ser igual de tontos. Cuando llegué al lugar del accidente de mis padres, vi cómo los bomberos intentaban abrir el coche y despedazarlo, y luego vi a mis padres, aunque bien podrían haber sido ciento veinte kilos de carne troceada y purulenta que alguien hubiera dejado entre el montón de chatarra. Luego lo siguiente que hice fue fumar. Fumé. Creo que no lloré hasta pasadas dos semanas, viendo un anuncio de la DGT.

Puede que todo esto huela a demagogia moralista, pero ponte en mi lugar. Durante un tiempo, cualquiera me podría haber convencido de ir con explosivos a reventar concesionarios. No es por dar pistas, pero mi padre era de los que veía la Formula 1 cada fin de semana, compraba revistas sobre el mundo del motor, y hasta tenía alguna camiseta de Ferrari. Combina todo eso con los planes de una gran marca. Está todo muy bien pensado. Son solo unos ejemplos, pero un cigarrillo puede ser delicioso después de una comilona, y hay plazas de toros muy bonitas. Mírame. Da igual si es la velocidad, la nicotina o la estupidez, normalmente siempre hay alguien que te ha puesto la pistola en la mano después de convencerte. Que sepa, nadie ha calculado aún qué porcentaje de culpa tiene un conductor cuando se mata. Vete a la raíz. En lugar de cuestionar la potencia de los coches, todo el mundo te dice: que lástima… ¿a qué velocidad iban? Porque a estas alturas criticar la velocidad máxima de un coche ya parece irrisorio, estúpido. Es como si alguien te regala una planta y tienes que cuidar de ella, solo que en lugar de regar la planta lo que haces es mojar la maceta por fuera. Eres tonto y la planta no sabe ir a por agua y se muere. Fabricar coches menos veloces es una idea que aún parece ridícula, de nenazas. Aún no somos conscientes de que somos limitados como especie, y por eso aún morimos pronto y de forma absurda. Quizá sea verdad que tenemos lo que nos merecemos. Quizá seamos plantas que dependen de gentuza que no sabe regarnos.

En la tele todos los telediarios muestran kilómetros y kilómetros de coches parados, conductores fumando de pie en el arcén. La gente duerme en los aeropuertos por los retrasos. Medio mundo sigue en guerra o muriéndose. El fútbol sigue con la pretemporada. Y ahora, vamos con el tiempo… Yo sigo nervioso y aburrido, con mis padres muertos, y con mi novia a más de cuatrocientos kilómetros. Quizá de ahí el cabreo actual. A lo mejor es que masturbarse no es suficiente y proyecto mi furia contra las mafias legales. No es como cuando ella se ha ido a pasar una semana con sus amigas a… Lo que pasa es que ella vive en… ¡Vive! No basta con cargarse de paciencia. Tienes que llenar el coche de gasolina y tomar cada fin de semana una decisión: ir a verla o no. Y es verdad, podrías decirme: ahora se entiende todo, lo que pasa es que no follas. Y después irte a las carreras ilegales. Pero bueno, cuenta ya dos meses desde que la vi por primera vez. Una terraza de un bar. Ella con sus amigas en la mesa de al lado. Alguien de mi grupo conocía a alguien del suyo. Y después, en otro sitio, todos juntos, yo la conocí a ella. Es como cuando en el parvulario un niño es pelirrojo igual que tú, o le gusta dibujar igual que a ti, y os hacéis amiguitos. Los padres de ella habían muerto también en un accidente de tráfico, hace cinco años. Otro acordeón de lujo. No es tan raro, echa un vistazo a las estadísticas. La noche avanzó y nos fuimos todos a la playa. Y allí fue donde llegamos a hablar a solas, tanto rato como para acabar comentando si  habían sido muertes al acto o las ambulancias llegaron demasiado tarde. La versión truculenta de cogerse de la mano en el parvulario. Lo cierto es que pasamos un mes noche tras noche en un hotel. Basta con cierta atracción física y un vínculo fuerte. Y aquel día en la playa, rodeados de sonrisas y juventud feliz y alocada, era como estar solos. Porque todo el mundo habla de la navidad en lo que a las depresiones se refiere, pero ella y yo caemos en verano. Un verano entero viendo coches destrozados por la tele ya es desagradable de por si, pero piensa en nosotros.

Cuando cada movimiento requiere tanto esfuerzo, la ilusión estúpida de mejorar se convierte en un dolor de cabeza detrás de otro. Mejorar tu vida, ganar más dinero, ascender, tener siempre una relación de pareja… La gente quiere todo eso, y es lícito, aunque solo hasta cierto punto. Porque se pierde la perspectiva de lo que somos. A medida que te obsesionas por mejorar es muy posible que pierdas poco a poco la humildad. Sobre todo si lo consigues; cada vez más dinero y cada vez más respeto muchas veces suele significar ser cada vez más capullo.  Y si tocas techo lo más fácil es que seas un cabrón; de hecho haber tocado techo no es buena señal. Todo depende de la clase de persona que seas. No recuerdo qué película de Woody Allen era, pero hubo una escena que me puso la piel de gallina. El personaje protagonista sufre una crisis amorosa; pasea por la calle parando a las parejas para preguntarles algo sobre el éxito de su relación. En una de las parejas, él, muy serio, dice: Yo soy simple y superficial. Y ella: Yo soy igual que él. Y el protagonista, el propio Allen, observándolos, se lleva las manos a la cabeza. Ahí parece residir el secreto: simplificación. Lo cual no tiene nada que ver con mejorar, pero tampoco con ser mejor persona. Me gusta mi coche, tengo dinero para ir tirando y mi novia tiene tres agujeros. Punto. Todo lo demás son complicaciones; compromisos, conocimiento, información adulterada, cuatrocientos kilómetros, guerras, enfermedad, dictaduras, altruismo, dieta sana… Y así durante cientos de cuestiones que hay que obviar para no plantearse la vida desde el punto de vista incómodo, desde el cual ya te estás preocupando por algo más que no sea tu ombligo y tu cuenta corriente. Según los parámetros morales establecidos tu deber para con la especie es la de tener una familia. Si relegas tu vida a una soltería prolongada hasta la muerte, o no consideras seriamente la idea de que morir solo es tristísimo, entonces pégate un tiro. Esta es mi vida, pero en gran parte también la tuya, y yo de momento lo más cerca que estoy de pasar a formar parte de ese perfil de persona feliz, es hablar cada día cuarenta minutos por teléfono con una chica desde un piso que apenas puedo pagar, solo, y envejeciendo por momentos. Quiéreme, te lo ruego. Cuando muera quiero que me entierren al lado del amor de mi vida, pero no sin antes haber dejado a nuestros hijos en una colocación privilegiada que les permitirá ser prácticos para siempre y tener vidas simples, superficiales y felices. Pon el listón de tu humanidad por los suelos y nunca estarás insatisfecho. Concentra tu mejora en las cosas que te rodean; muebles, el coche, la vivienda. No dudes. No te plantees nada. Pragmatismo ante todo y para siempre.  No olvides que mejorar tiene que ver sobre todo con tener un color bonito en las paredes de la sala de estar. Y tranquilo, las bombas solo explotan en la tele.

Y la tele significa lejos. Significa inaccesible. Es una abstracción, lo que haces cuando no quieres pensar en tu vida, para observar la de los demás, con la oportunidad única de no tener que intervenir para solucionar nada. La misma razón por la que nunca te tirarás a Cameron Diaz es lo que te salva de morir ametrallado, por una bomba, o una picadura de mosquito. Así que tranquilo, todo eso está en la tele, el cine, los documentales. Puedes tener todas las desgracias ajenas en dvd. Puedes coleccionar historia y juzgarla sin entrar en ella. Desde tu sillón. Por la misma razón por la que nunca cenarás con Scarlett Johanson.  Porque no es que tu país viva en paz, es que la paz es, como la guerra, producto de intereses, circunstancial, coyuntural y territorial. A ti te ha tocado la lotería. Sí, esto es una forma de pesimismo que casi puedes palpar, pero, sinceramente, no creo que la paz no esté capitalizada. La paz es otra vez el dinero, es otro fondo de inversión. Hay guerra en algunos sitios porque donde hay paz nos gusta ver los fuegos artificiales. O llámalo petróleo, por ejemplo. La paz es producto de lo que somos como individuos. Es otro interés a largo plazo en occidente, con Navidad todos los años y regalos con fechas preconcebidas. Calcula las pérdidas de los centros comerciales si el día de los enamorados nos pusiéramos de acuerdo y nadie hiciera regalos. Y ya he mencionado la Navidad; comilonas, papá Noel, los reyes magos… La gente muere de hambre en la tele por la misma razón por la que aquí podemos repetir postre viéndola. En paz. Esto suena tan simple y repetitivo que no dan ganas de aceptarlo. Y no lo haremos.

Se te quitan las ganas de hablar de esperanza en cuanto a las posibilidades que tenemos de “salvarnos”.

Yo en mi caso lo que hago es hablar con ella. Porque ella se llama Esperanza, y al contrario de la otra, existe cada día, y no es inalcanzable la mayoría de veces como la abstracta. Ya sabes, cuatrocientos kilómetros. Tres agujeros. Pragmatismo. No profundices, y si lo haces, que sea de ese modo en que el lubricante ayuda.

Me la saco, solo, en mi piso de mierda, que no me permite hacer casi nada más que mantenerlo. Me la saco y solo puedo pensar en ella. Esperanza, que está a tomar por culo de aquí. Que dice que me quiere. Y cuando comienzo a tocarme, el teléfono suena. Y es ella. Porque llama cada día. Porque dice que me quiere. Porque no es la esperanza abstracta con e minúscula. Y con tan solo oír su voz recuerdo cómo huele. Recuerdo que el sexo con ella me hace sentir pena por los violadores. Comprensión. Con ella rodeándome con sus piernas entiendo que haya quien quiere conseguir eso aunque sea a la fuerza. Es mi versión de volverse loco, desquiciado. Por ella. Y lo primero que me dice es: ¿Aún no te has cortado las venas, cariño? Y sonríe. La quiero. Si alguien puede bromear incluso con el suicidio, y ese alguien es chica, yo comienzo a oír campanas de boda. No hablamos de absolutamente nada relevante, pero la llamada dura más de una hora. Es cuando hablas sin parar porque no puedes mirar a los ojos a la otra persona, y tienes que hacerte notar, decir cosas humillantes, para que ella sepa que la adoras.

En el momento antes de colgar ella le da un beso sonoro al auricular, después de decir: cuídate. Es lo mío, no tener esperanza, pero que Esperanza pueda tenerme a mí. En la salud y en la enfermedad, en los accidentes y en la precaución, navegando en el capitalismo, los dos, en el futuro, hasta el cuello en algún piso de mierda, procurando ser prácticos y felices para siempre.

 

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Ellos

La mayoría de las cosas, tanto si son buenas o malas, empiezan en algún momento concreto. Y todo acaba cuando te mueres. Luego, quién sabe. Y basta.

Basta de obviedades. Él inició una conversación interesante y profunda, pero de forma involuntaria. No es como si te acercas a una chica y hablas de según qué para impresionarla, es más bien cuando no recuerdas cuándo la conversación empezó, ni por qué, ni cómo. Así que él se vio inmerso en la charla con ella, y supo que había una cosa que le apetecía hacer. Con ella. Y ella sonreía. Descarada. Ellos, los dos, sabían que todas las palabras se iban a transformar en líquido muy pronto. Ella sacó el tema de las novelas eróticas, y de cómo se leen de forma impaciente por llegar a la parte tórrida, siempre veinte páginas enterrada. Él dijo que nunca había leído literatura erótica. A ella le dio igual, dijo: ten paciencia, todo llega. Al cabo de media hora en la barra del bar, con las rodillas de ambos chocando desde los respectivos taburetes, a él ya se le notaba algo luchando en el pantalón. Y ella seguía sonriendo y él intentaba recordar cuál fue el último polvo, con quién. Dónde. El porqué daba igual. Miraba la falda corta de ella. Cuero. Miraba su escote, algo como una blusa, palabra de honor. Algunos cubatas después ella seguía como antes, era todo dientes. Sonrisas sin sonrisas. Da igual cómo lo mires, la ropa que haya, el lugar, y todo lo que tengas en la cabeza, porque llega un momento en que ya todo se ha convertido en sexo. Las sonrisas y la amabilidad y el alcohol ya no lo son. Da igual en qué idioma hables, porque llega un momento en que lo único que tiene sentido es correrse con alguien. Todo se puede traducir en sexo, al sexo y por sexo. Todo lo que hacían él y ella ya sólo hablaba un dialecto, comprendía una cosa. Y un hotel barato esperaba. Ella era un cuerpo de los cincuenta, carne, tetas, caderas, todo de los cincuenta. Él era delgado, algo más alto que ella.

Y esta es la parte en la que cuando estás solo detienes el video porque has pasado el principio de la película, para llegar hasta la primera escena. Esto es cuando ya has leído las primeras veinte páginas. Los preámbulos no le interesan a nadie. Este es el verdadero principio que hay antes de tu muerte. Otro principio. Y todo comenzó cuando ella se quitó la falda y él pudo ver que sus bragas blancas tenían una parte húmeda justo en medio. No es sudor, dijo ella. Sonrió. Y se las quitó. Él se quitó los pantalones y los calzoncillos al tiempo, cuando vio el pubis depilado de ella. Luego, la página veintiuno, los dos completamente desnudos. La erección de él la recorría ella con su lengua. Busca sinónimos elegantes si quieres, pero ella se metía la polla en la boca, todo lo que podía; ella se hurgaba abajo con la mano izquierda. Ya sabes, sinónimos; ella se hurgaba el coño, dos dedos dentro. Él tuvo que hacer que ella parara de chupar. De lamer. Le tocaba a él, dijo. Ella se abrió de piernas con confianza, con ganas. Él comenzó a pasear su lengua alrededor del coño, lamía, besaba. Ella protestaba, decía que la quería dentro, quería la lengua dentro. Sonreía y protestaba. Las palabras ya eran líquido. Él comenzó a lamer el ano de ella, espatarrada en la cama, y fue subiendo. Lamió los pliegues del coño. Con dos dedos lo abrió, y trabajó el clítoris. Sigue buscando la elegancia, los sinónimos, hazlo si quieres. Él daba mordisquitos allí abajo. Mordisquitos no suena mal. Ella se retorcía. Eres bueno, decía. Eres muy bueno. Y la lengua masculina pasó a lamer con ansia todo el coño de arriba abajo. La lengua se fue al ano y desde allí subió lamiendo hasta donde antes había habido vello. Repite. Ano, coño, vello sin vello. Y repite. Hasta que ella dijo que se corría, se co… rría. Él se incorporó. Y ahora si te hace sentir mejor, adelante, puedes llamarlo pene. Él acomodó su capullo hinchado en los pliegues rosados de ella. Fue metiéndolo a cámara lenta. Comenzaba a aparecer sudor. La polla ya toda dentro de ella. Él agarró sus tetas, pechos, mamas. Las apretó, sacó su polla del todo del coño, luego envistió con fuerza, hasta dentro, y ella gimió entre el gusto y la sorpresa. Él la sacaba del todo, era lo que hacía, y la metía del todo, hasta que los huevos se oían chocar contra el perineo. Estrujaba las tetas, las masajeaba, y el ritmo de la follada al principio era constante, lento. Constante. Ella sudaba ya por la frente y entre las tetas. Lento. Él decidió sacar su polla del todo y esperar. Ella le miró, ansiosa, dijo sin hablar: métela. Joder, métela. Él golpeó con su capullo la zona del clítoris, constante y rápidamente. Ella se mordió el labio inferior, enseñó los dientes, soltó una carcajada. Y él volvió a meter su polla dentro, de golpe, hasta follar otra vez, lentamente, esta vez sin sacar la polla del todo en cada envestida. Con el ruido siempre de fondo, los huevos contra el perineo, casi contra el ano, <<plap… plap… plap…>>. Ella jugaba con las piernas, las apoyaba en el pecho de él, que cogió la pierna derecha y la lamió, lamió los dedos de los pies. Puso las piernas de ella de manera que tenía los pies de uñas pintadas pegados a sus orejas. Y <<plap… plap… plap>>. El mismo mecanismo siempre desde el principio de los tiempos. Pasa a los planos quirúrgicos; la polla entrando en el coño desde tan cerca que puedes ver que ya está empapada de los fluidos de ella; las tetas sudadas moviéndose arriba y abajo cuando él no las estruja; el hilillo de baba de ella en la comisura de los labios; las uñas pintadas de las manos que hacen que arañan el pecho de él. Y abre el plano: él acelera el ritmo agarrándose a las piernas femeninas, y ella suelta pequeños gemidos pellizcándose los pezones. Luego ella diciendo que se va a correr, que se corría, se corría, <<plaplaplaplap>>. Y las venas del cuello femenino se hincharon, un temblor en la espalda, sonrisa congelada, gemidos entrecortados. Él disminuyó el ritmo, sacó su polla del coño, lo golpeó. Pericia. Ella sonreía tontamente pos orgasmo, el pelo empapado en la raíz, la piel mojada en casi todo el cuerpo, las gotas de sudor cayendo de la nariz de él encima de ella, por todas partes. Él decidió volver a lamer el coño, metió la lengua, la removió dentro, la sacó, metió dos dedos para sacarlos y meterlos mientras la lengua sacudía el clítoris. Ella agarró la cabeza de él, empujándola hacia sí, los ojos como platos, la boca entre abierta, balbuceando sonriente: joder… joder…. Él se incorporó, la cogió a ella por la cintura, la levantó y la puso cuatro patas, puso las manos en los glúteos de ella, el culo, trasero, pandero, mientras ella cogía la almohada y se la ponía debajo, pegada a las tetas. La polla comenzó a pasearse por la entrepierna mojada, daba golpecitos en el ano, el capullo se metía un poco en el coño, solo la punta, y salía, golpeaba. Él sudaba a chorros y ella sonreía, ojos cerrados, abrazada a la almohada ya mojada. La polla se metía un poco más adentro y salía. Ella sacudió el culo, ansiosa. Él golpeaba los glúteos con el glande, jugando. Metía otra vez el glande, el capullo, y lo sacaba. Hasta que decidió meterla del todo, otra vez envistiendo, por sorpresa, y la polla entró entera; los huevos chocaron contra la zona del clítoris, el vello sin vello, el pubis. Y un gemido, sorpresa y gusto. Y otra vez follada lenta para empezar. Él la metía y la sacaba casi del todo, acariciaba toda la silueta ya mojada de ella, dio una palmada en el culo, sonora, y ella soltó un gritito. Él cogió las bragas mojadas que aún estaban encima de la cama, una parte húmeda de cuando esto empezó. Se puso las bragas en el cuello, como collar. Ella se volvió a mirarle, sonrisa momentánea, frente brillante de sudor, la lengua fuera en gesto obsceno, provocativo; y él aumentó el ritmo. La polla apenas salía, sólo entraba, entraba y entraba. Ella se incorporó un poco, apoyó las manos en la cama, las tetas se volvían locas a cada envestida y ella gemía cada vez más fuerte. Él le tapó la boca y ella mordió su mano. Luego una envestida tan fuerte que ella casi perdió la compostura; él dejó la polla dentro y se quedó quieto. Ella comenzó a mover el culo en círculos para notarla en todos los rincones, paredes vaginales, cavidades, o el soneto que se te ocurra. Se relamió los labios y él volvió a follar, esta vez más rápido.

Ruidos femeninos sin abrir la boca, sin parar de mover el culo, todo el cuerpo empapado. Él paraba dejando siempre la polla dentro, quieto, para no correrse aún. Luego ella quiso ponerse encima. Cabalgar, dijo. Él la sacó y se echó en la cama boca arriba. Ella, aprovechando el sudor general, paseó sus tetas por el cuerpo de él, desde la polla hasta la boca, dejándose caer, resbalando. Al llegar a la cabeza él comenzó a chupar los pezones, a morderlos mientras su polla resbalaba entres las piernas femeninas y el pubis depilado subía y bajaba en su vientre. Los dedos de él bajaron para acariciar el coño. Ella se dejó caer aplastándole con sus tetas la cabeza mientras él sacaba la lengua regocijándose. Tres dedos hurgaban en el coño. Se escuchó la sirena de una ambulancia en la calle, un móvil comenzó a sonar en la habitación, cinco tonos, se oía un avión comercial que volaba demasiado bajo; ella se sentó en la cara de él, removió el culo, cogió una cinta para el pelo de la mesilla y se lo recogió en una cola de caballo mientras él hurgaba con la lengua dentro de ella, que no dudaba en apretar su culo, aplastando, gimiendo. Alguien golpeó el suelo desde el piso de abajo, quizá con el palo de una escoba, tres golpes fuertes, un grito. Que se jodan, dijo ella, y se acomodó para comenzar a cabalgar. Bajó con parsimonia su coño encima de la polla, y acoplados se arqueó hacia atrás y comenzó a moverse, agitando su culo en círculos. Despacio, dijo él, despacio…. Y más golpes en el suelo, en el techo, los vecinos de abajo.

Él se la apartó de encima y ella dijo que se corriera en sus tetas. Él se puso de pie en la cama, y ella de rodillas. Y la leche, o esperma, o semen, salpicó con tres chorros el pecho de ella, que se lo esparció por las tetas, respirando hondo, muy hondo.

Luego ninguno de los dos había muerto aún, pero sí, algo que había tenido un principio real había acabado de algún modo. Aunque solo de forma simbólica, en serio. Era algo bueno que había comenzado en un momento concreto, pero que no acabaría hasta que los dos murieran. Un principio real, y un final momentáneo, de pega. Piensa en tus ex novias, antiguos compañeros de clase, el recuerdo de un ser querido muerto; todos esos principios que no llegarán al final hasta que mueras.

La ventana de la habitación la abrió ella. Entró brisa nocturna. Él, vistiéndose, dijo: He perdido el avión… Ella no hizo ni caso. Volvían a golpear abajo. Ella dijo: Tranquilo, son mis padres. ¿Tus padres viven abajo? Pues sí, dijo ella, mis padres viven abajo. Cogió el móvil y llamó. Se oía cómo sonaba abajo el teléfono. Ella le habló enfadada al auricular, y después se quedó callada, tardó en colgar, y al colgar dijo: Mi padre ha tenido un infarto, hace un rato que se lo ha llevado la ambulancia. Ý él no supo qué responder. Pero ella, poniéndose la chaqueta para otro principio, murmuró: ¿Me darás tu número de teléfono?… ¿Me lo darás?

 

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Elisa Cuthbert y la muerte

En la pantalla de mi televisión plana y grande y cara que te cagas, Elisa Cuthbert se baña en una piscina dentro de un jardín privado para darle una lección de vida a un estudiante americano reprimido y cobarde, que se está bañando con ella. Según el tono de la película, eso es una auténtica gamberrada, casi terrorismo. Hace tres años que un compañero de trabajo murió aplastado por el cartel inmenso de la película que desfila ahora por la pantalla de mi tele grande y cara que te mueres. La película es: “La vecina de al lado”.

Cuando sus padres me vieron en el funeral, al principio no me reconocieron. Luego me reconocieron, y me odiaron. No les debí caer bien la última vez que me vieron, alguien les debió hablar de mí. Pasa cuando la gente habla de mí, no suelo ser más que un capullo en sus conversaciones. Y todo lo que orbita a mi alrededor rebosa dignidad en comparación conmigo. No es que yo sea un capullo, pero no se me ocurren demasiados argumentos para defenderme. Llevar la autoestima arrastrando no suele ser bueno para uno mismo, pero a los demás a veces parece molestarles incluso mucho más que a ti. Vas caminando por la calle y si te encuentras con alguien que hace mucho que no ves, basta con ser uno mismo; sueltas un par de comentarios sarcásticos y la mayoría de gente te borra de su lista de probables amigos. En serio, a mí me parece ridículo, acabo viendo a esas señoras de época de las novelas de Jane Austen, esas que se ofenden a la más mínima y se les cae el monóculo cuando abren los ojos mostrando su absoluta desaprobación. Suena retrógrado, pero hay gente en la actualidad a la que les basta con verte con barba de cuatro días. Y se les cae el monóculo. Al suelo. Capullos.

Era mi vida de entonces, con aquel pesado hoy ya en los huesos. Cada día me daba la bara camino al trabajo. Cada día me hablaba de Elisa Cuthbert. Todo el currículo de la mujer estaba en la cabeza de aquel imbécil del que aún no he llegado a saber ni el nombre. Era Elisa Cuthbert y la rutina, todos los días, cada minuto, hasta que el mamón murió. Si conoces a más de tres o cuatro personas aparte de a ti mismo, seguro que por lo menos hay una que sólo sabe hablar de una cosa, sólo hay un tema en su cabeza, una obsesión, normalmente por algo absolutamente banal y absurdo. Es fascinante, pero la felicidad personal para algunos es tan asequible que uno hasta se alegra de no ser así y llevar la autoestima arrastrándose y llenándose de mierda.

Y la gente me miraba en el entierro. Tuve que ir, no es agradable ser siempre el capullo, y en el trabajo los comentarios hubiesen sido constantes. La gente se aburría tanto en el trabajo que tener un blanco para sus críticas hubiera sido un oasis en el desierto que eran nuestras vidas, y que siguen siendo casi al cien por cien. Aunque no me hagas caso, pero hay desiertos muy bonitos. Otra vez la vuelta de tuerca, el sarcasmo, no lo puedo evitar. No lo pude evitar, cuando bajaban el ataúd para meterlo en el agujero pensaba en todos esos gusanos hambrientos, en lo que iban a tener que aguantar si el muerto despertaba y comenzaba a arañar la tapa del el ataúd. Hay gente que si tuviera que elegir una última cosa que hacer antes de morir, por pereza, verían un programa del corazón.

El plan era saludar a los padres, darles el pésame, procurar no soltar ningún taco, no sonreír, no pensar en voz alta. La idea era parecer como todos los demás. Había que simular una tristeza inmensa, como la mayoría de todos los demás. Pensé que era sorprendente la cantidad de gente que rodeaba la existencia de aquel inútil. Todos estaban allí, con gafas de sol, y seguramente a casi todos les importaba un huevo cómo le iba antes de morir, qué pasaba con él. De haberle conocido como yo, le habrían enterrado con una foto de la Cuthbert metida en la bragueta del pantalón. Indiferencia era la palabra que flotaba en el ambiente. Su madre lloraba. Su padre estaba rígido. Y a todos los demás aquello nos importaba un pepino. Si a medio camino de bajar el ataúd se hubieran oído golpes dentro, la mayoría de los que estábamos allí hubiésemos pensado: No me jodas, he perdido una mañana a lo tonto.

Pero todo fue según lo previsto. No hubo sorpresas. El muerto continuó muerto y su madre continuó llorando. El padre continuó rígido. Tengo entendido que era el único hijo que tenían. Según mis informaciones no han tenido ninguno más. Y el siguiente apunte podría ser sangrante hasta cotas insospechadas, así que, cambiando de tercio, me limitaré a decir que sí: Elisa Cuthbert está muy buena. Viendo la película y observando a la chica con detenimiento, hasta entiendo un poco a aquel friki; y quizá hasta sea mejor morir joven aplastado por un cartel con esa cara impresa que no morir viejo con la sensación general de haberla cagado. Lo que es patético lo es según tu grado de exigencia. Muchos de los jóvenes americanos que murieron en el Vietnam querían ir a la guerra, querían ser héroes. Si tu única obsesión es Elisa Cuthbert y mueres aplastado por su cara en una foto gigante, supongo que eso también es una muerte digna. Depende dónde te pongas el listón. No es que el chaval quisiera morir, pero tampoco querían hacerlo los que fueron al Vietnam, ¿no? ¿Es un paralelismo estúpido? Mucha gente piensa en ciertas hipótesis, cosas sobre lo que aprovecharían para hacer “antes”, porque morir de golpe y sin saberlo es terrible. ¿Qué es lo que harías si supieras que sólo te queda una hora de vida? ¿Follar? ¿Seguro que se te levantaría? Vaya, otra vez el sarcasmo. Y luego fuimos a comer.

Fuimos a comer todos juntos. No vi manera de escaquearme porque si me iba me criticarían, y quedándome también, pero evitaría que me pitaran lo oídos en el trabajo. Era como elegir entre morir ahogado o quemado.

Aunque no era exactamente ir a comer. Acabamos en una habitación que tenía dos mesas alargadas llenas de platos con cosas para picar, olivas, patatas, ya sabes…

Era entonces cuando la gente pasaba a saludar a los padres. Me armé de valor. Me puse detrás de un matrimonio que procuraba gastar todos los tópicos mientras daban la mano al padre y besos a la madre: No somos nada. Era demasiado joven. Tenía toda la vida por delante. Qué desgracia. Lo sentimos mucho. Hay que seguir adelante. Perro ladrador poco mordedor. A caballo regalado no le mires el diente. Y así todo el tiempo, alargando mi agonía antes de poder dar mi pésame. Quizá fueron quince segundos, pero fueron eternos. Dije: Lo siento mucho. Le di la mano al padre. Y también le di la mano a la madre. Ellos no me dijeron nada, asintieron de forma casi imperceptible. Yo era al único al que se le notaba que aquello le resbalaba, no lo podía evitar, los monóculos iban cayendo al suelo a mi paso.

Por supuesto, en cuanto pude, me fui de allí. No crucé palabra con nadie. Fuera de la casa, que estaba próxima al cementerio, había un parque. Había una niña de uno seis años. Cuando correteaba delante de mí por vete a saber qué motivo, la niña tropezó, y antes de que cayera de bruces al suelo, la cogí por los brazos. La puse de pie. La niña me miró un momento, pasó de mí y salió corriendo. La madre salió al parque y llevó a la niña para dentro. Antes de entrar dijo algo así como: hasta luego. Me sentí un poco más humano, era la primera persona que me dirigía la palabra ese día. Y la última.

Y divagando, sólo presto atención a la película cuando sale la protagonista. Viéndola sonreír, y haciendo el papel de tía buena capaz de volverte majareta, por primera vez he sentido pena por la muerte de aquel inútil.

 

 

 

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