El lugar en el que estamos es un restaurante de techos altos, lleno de candelabros y platos impolutos y enormes sobre los que hay servilletas que forman una figura que no sé que representa o si quiere representar algo y que da pena desplegar. Me sorprende que en una de las paredes llenas de apliques dorados de formas suntuosas y victorianas haya una pantalla plana enorme en la que grita un programa de sucesos. Nadie perece tener la intención de bajar el volumen mientras a la presentadora guapa y adusta se le escapa una sonrisa presentando una crónica sobre un maltratador reincidente. Me duele la cabeza y bajo la vista hasta ver a Marisa y Juan, con los que voy a cenar. Mientras alguien llora en televisión, Marisa despliega su servilleta con las manos temblorosas y Juan mastica un trozo de pan a la espera de que lleguen los entrantes; entremeses para mí y para Juan y una ensalada de espárragos para Marisa. Los detalles de Juan son: atractivo, predecible, aburrido, práctico, plano; no seas irónico o sarcástico con él. Yo varío en cuanto a lo que me caracteriza, que actualmente tiene que ver con una sensación de desazón con casi todo lo que me rodea, y una obsesión enfermiza que raya lo absurdo por la pornografía por internet. Los detalles sobre Marisa son: me gusta. Lo bueno es que ellos son hermanos. Y lo malo es que son mis primos. Lo aberrante es que hace veintiséis años el hermano de mi padre conoció a un andaluza y se casarón y tuvieron a Marisa y yo ahora me liaría con ella sin dudar. No es como cuando has vivido toda la vida con tu hermana en la misma casa, o con tu prima en la misma ciudad. Esto es más bien cuando ves a tus primos una vez a al año y tus padres insisten en que salgas a cenar con ellos porque sois primos y lleváis la misma sangre y sería una pena que siendo jóvenes no aprovecharais la ocasión anual. Y quizá sea por el exceso de pornografía o porque últimamente sólo leo a Bukowsky o porque cada vez soy menos sentimental, pero ayer soñé que Marisa daba a luz un niño de dos cabezas, y ambas eran igualitas que yo. El camarero llega con la ensalada de Marisa, y ésta, sin ningún reparo en que Juan y yo no tengamos aún nuestros platos delante, clava su tenedor y se lleva un esparrago a la boca, del que sale menos de la mitad intacto. Una gota de aceite cae en su pronunciado escote y miro la gota que está justo en el lugar en el que yo pondría la…
– ¿Qué tal en la universidad, tío? – dice Juan, interrumpiendo la ensoñación.
– Bien… – digo, con claro tono de duda. Y añado -: Bueno, la verdad es que dejé los estudios el año pasado.
– ¿Ah, sí? – murmura Marisa, sinceramente sorprendida, pasando la servilleta entre sus tetas.
– Sí… – le digo a mi reloj.
– ¿Y qué planes tienes? – dice Juan, claramente desinteresado.
Me gustaría conseguir una pistola y usarla y enterrarte y huir con tu hermana hasta que nadie consanguíneo pudiera dar con nosotros nunca.
– Aún no lo tengo claro, la verdad – digo, firme, teniendo la esperanza de que no insistan en el tema.
El camarero llega con los platos de entremeses y siento una sensación de alivio que desaparece en pocos segundos. Ella no me ve como amante porque ni tan siquiera me ve como amigo. Y es una pena porque Juan no ve una mierda y sería fácil darle esquinazo y conseguir un condón y conducir hasta cualquier descampado y…
– Este sitio no está mal – comenta Juan. Lo malo de Juan es que me irrita cuando habla, porque nunca dice nada, y además interrumpe el silencio. Marisa se levanta y dice que va al lavabo. Me veo a mí mismo levantándome y encaminándome hasta el lavabo de señoras y entrando y…
– ¿Y cómo es que dejaste la universidad?
Juan es de esos tíos que sería capaz de engancharse al tabaco para luego dejarlo y poder decirte lo fácil que ha sido, que fumas porque no tienes carácter.
– No lo sé, equivoqué la carrera…
– Pues puedes probar con otra que te guste.
Gilipollas.
– Tengo un amigo que dejó la carrera de informática y se puso a estudiar bellas artes, todo es ponerse.
No creo que tengas amigos.
– Tus padres debieron subirse por las paredes cuando dejaste los estudios…
Muérete.
De la misma forma que me fascina el optimismo sincero, odio el optimismo de postín; seguramente el de Juan, un tío que te sonríe igual un lunes que un viernes, alguien a quien sin duda no hay que darle la espalda. No digo nada después de su último comentario y Marisa vuelve y se sienta y ya llegan los segundos; algo que lleva arroz y trozos de carne y que no sé que es para Juan, bistec para mí y chuletas de cordero para Marisa. Pienso en preguntarle qué es lo que ha pedido a Juan, pero luego decido que no merece tanta atención. Marisa me mira y dice que cómo ando de novias. Lo único que me molesta de ella, que me saca seis años y aún me habla como cuando tenía veinte y yo catorce.
– Pues… no tengo novia.
Esta es una auténtica conversación entre primos en la que no debería meter la polla, y por eso me habla así. Pero la polla está metida desde hace años, quizá desde el día en que me toqué lo suficiente por primera vez como para luego tener que limpiar salpicaduras de esperma. Es desconcertante hablar con ella, sabiendo que no se entera, no sabe con quién habla.
– Pues eres muy atractivo, alguna chica habrá, que siempre haces reír a las chicas, que lo sé yo…
– Deja al chavalín, tía… – salta Juan, mirándome -, que se está poniendo rojo. No te pongas rojo, colega…
Me miro el reloj mientras Juan me deja en ridículo delante de ella sin parar de hablar, y creo que le odio ahora más que nunca, y para siempre. Seguro que Juan es de ese tipo de personas que, indirectamente, provocan esas matanzas en los institutos; esas personas capaces de devorar tu paciencia de posadolescente, para que quizá un día, armado hasta los dientes, acabes desahogándote. Quizá el único motivo por el que ahora él sigue vivo es que aquí no puedo comprar un arma en la tienda de la esquina. Yo, que me considero pacifista, contrario a la pena de muerte, tranquilo, tímido. Porque imaginar a veces es la única forma de desahogarse; véase Juan torturado lentamente, mientras me pide perdón meándose en los pantalones…
– Qué… ¿cuántas novias has tenido?
Te la estás buscando.
– Qué cabrón, no suelta prenda…
Por tu bien.
– Déjale, anda – le salva Marisa. Muy pocas veces me quedo con ganas de matar a alguien con mis propias manos, o quizá ninguna vez me ha pasado, excepto hoy. No hay muchas personas que me cabreen, y de hecho hay que hacer un esfuerzo titánico para conseguir mosquearme, pero está claro que este tío tiene un don. Creo que no me peleo desde que tenía catorce años, cuando por cualquier tontería acababa revolcándome por el suelo con cualquiera, con ganas de matarle, hasta que alguien nos separaba. Casi siempre era jugando al fútbol en el barrio. La adolescencia, cuando no hacía más que jugar al fútbol y el día en que venían mis tíos hacía lo que fuera por impresionar a…
– Oye… – dice Juan -, ¿no te habrás mosqueado, no?
Que te jodan.
Intentaba impresionar a Marisa, que ya era una mujer mientras yo aún era un niñato y aún no había oído hablar del…
– ¿Te has mosqueado?
– Que te jodan – … del incesto.
– ¿Pero qué os pasa? – interviene Marisa.
– Que dice que me jodan… se ha mosqueado el colega…
Marisa me mira, se levanta de su silla.
– Acompáñame afuera – me dice. Y no me lo tiene que decir dos veces. Salimos afuera, bajamos la escalinata de cinco tenedores con alfombra roja de pelo largo incluida. Llegamos casi hasta el aparcamiento lleno de coches que sumados deben valer el presupuesto general de un país pobre, dejando atrás el bullicio del restaurante, y ella me dice que por qué me he enfadado. Miro por encima de su hombro y puedo ver a Juan bastante lejos, por una ventana, cómo mira su plato, y parece seguir cenando.
– Ni idea, no sé… me he picado.
Ella se me queda mirando, y yo no puedo evitar apartar la mirada y vuelvo a ver a Juan, que esta vez está rodeado de gente. Miro a Marisa y a Juan a lo lejos. Alguien le da golpes en la espalda. Marisa me sigue hablando y yo ya no la escucho porque disimulo y Juan se está atragantando con algo. Y mientras veo a Juan convulsionar a lo lejos decido que no se lo voy a decir a Marisa. Alguien sale del restaurante y saca su móvil. Vuelvo a tener catorce años y estoy en mi barrio intentado matar a alguien. Igual no tienes pistola, pero puedes tener un golpe de suerte.
– ¿Me vas a decir lo que te pasa o no?
Ahora lo importante es que Marisa no mire hacia atrás. Nada de ponerse a correr hacia el restaurante. Marisa sigue hablando y por encima de su hombro veo a gente llevándose las manos a la cabeza, a lo lejos, a una mujer tapándose la boca, mirando hacia el suelo de cinco tenedores.
– Estoy… Me gustas, desde siempre. Lo siento, no lo puedo evitar –digo, serio.
Si te has enamorado, confiesa, es lo mejor. Y confesar también es la mejor forma de captar la atención de otra persona al cien por cien. Para que sólo te mire a ti. Más gente sale del restaurante resoplando y sacando un cigarrillo, hablando por el móvil. Pero Marisa sólo me mira a mí. Y aun cuando entre dos tíos sacan el cuerpo de Juan del restaurante y lo dejan en la alfombra de la entrada, ella sólo me mira a mí. Aunque ya se oye el bullicio de la gente que antes estaba dentro y ya está fuera porque ha muerto alguien y necesitan aire, ella no presta atención. Vuelvo a tener catorce años y esta vez nadie ha venido a separarme de mi oponente. Es como si le hubiera matado por telepatía, de la manera en que un católico dirá que ha sido Dios el que se lo ha llevado y un científico no podrá decir nada aparte de enseñar el trozo de carne después de la autopsia.
– Pero, ¿cómo te voy a gustar? Soy tu prima.
– Ya lo sé…
Comienza a oírse la sirena de la ambulancia.
– Apenas nos vemos, cariño – me dice -. Puedo caerte bien, pero de ahí a gustarte…
No digo nada. Porque la verdad es que ya no sé qué decir y no puedo seguir distrayendo su atención. Miro al suelo, desentendiéndome de la situación, y es entonces cuando ella depara en los ruidos y en la sirena de la ambulancia, cada vez más cerca. Se da la vuelta y escruta la situación.
– Hay un hombre en el suelo…
Se pone a correr hacia el restaurante, ya sabiendo que es su hermano el del suelo. La oigo lloriquear mientras corre. Yo no reacciono y me quedo parado, decidiendo si lo que he hecho ha sido declararme o asesinar a alguien, sin llegar a ninguna conclusión. El lugar en el que estoy me hace parecer diminuto bajo el cielo estrellado, entre arboles y cerca de los coches aparcados, con gemidos familiares de dolor a lo lejos. Veo una estrella fugaz. No pido ningún deseo.