Al principio pensé en irme a vivir a otro sitio, fue la primera idea. Alguien me dejó un libro que se llama Nana y me guiñó el ojo. Era ficción irónica, y hablaba de mi problema: Las casas afligidas. Hay quien las llama así. Son esas casas marcadas por alguna desgracia del pasado. Nadie cree en fantasmas, pero las casas afligidas están vacías casi siempre. Es la versión inmobiliaria de no querer pasar por debajo de la escalera o derramar la sal.
Quien me dejó el libro fue un amigo de toda la vida, al que le hablé de lo que pasaba. Cada madrugada a las dos y veintidós se oye un grito femenino que acaba con una arcada, y luego suena algo así como el eco de un disparo. Todo eso se oye cuando yo intento dormir, y llega del cuarto que utilizo como trastero, a unos cinco metros de pasillo de mi habitación. La primera noche después de instalarme lo que pensé es que alguien había entrado en la casa. Abrí la puerta del cuarto trastero y no había nadie y la pared del fondo estaba llena de esputos de sangre. Me vestí y salí pitando. Fui a un hotel del que me hice cliente habitual durante un tiempo. Y días más tarde lo que hice fue investigar, hablar con gente de mi barrio. Mi primer impulso había sido llamar a la inmobiliaria, pero no lo hice. Lo que supe fue que en la habitación que ahora utilizo para guardar mi bicicleta estática y las cajas de mudanza, un tipo degolló a su mujer y luego se pegó un tiro. Hace treinta y un años. Y ni se sabe cuántas veces se habrá vendido la casa. Día sí día no estuve en el hotel, hasta que me acostumbré a mi nuevo hogar, por cabezonería. En el libro que me dejaron lo que pasaba era que después del primer fenómeno paranormal, llegaban otros, y cada vez eran peores. Pero en mi casa no. Cada día voy al trabajo, a mediodía como, por la tarde sigo en el trabajo, salgo del trabajo, voy al gimnasio, quedo con algún amigo, y cada madrugada, a la dos y veintidós oigo el degüello y el sonido lejano del disparo de suicidio. A veces me pilla aún despierto, pero últimamente si me duermo antes, ha habido noches que ni tan siquiera el grito de la mujer me ha despertado. Desde el primer día nunca he entrado otra vez en el cuarto en el que cada noche se repite la función. Y ya no voy nunca al hotel, lo cual ha convertido mi vida en un nido de investigadores y creyentes firmes. Cada cierto tiempo alguien viene y comienza a quemar salvia en el comedor, me dicen que me acerque al humo, que eso es bueno para mi campo energético. Pero no les hago pasar al cuarto trastero, porque sinceramente, ya me he acostumbrado al grito y el disparo apagado como para que alguien entre allí y cabree a los espíritus o cualquier historia así; no quiero que haya novedades a las dos de la mañana.
Voy en el coche camino a Aurora. Aurora tiene treinta y dos años y según he sabido es la hija de la gente que arma barullo en mi casa todas las noches. Por teléfono me dijo que no entendía por qué aún no me había ido de esa casa. Me dijo que ella era un bebé cuando aquello pasó y que si yo escucho a sus padres cada noche y el hecho quedó impregnado allí, también tendría que oírla a ella llorar en la cuna, ya que mi cuarto trastero era su habitación de bebé. Le dije que quizá a ella no la oigo porque aún está viva. ¿Y sabes con certeza que mis padres están muertos?, me dijo. Bueno, tengo entendido que sí. ¿Por eso quieres verme, para que te cuente qué pasó?
Estoy en la cocina de Aurora y el sol entra por la ventana y me da en la cara y Aurora es atractiva, seria y no sé si soltera. Y me mira con sus ojos marrones diciendo sin hablar: sobras aquí. Se pasa la mano derecha por el pelo de reflejos castaños y dice: ¿Quieres café o algo? Le digo que no, y que no quiero molestarla, sólo quiero resolver cuatro dudas y la dejaré en paz. Saca un cigarrillo de un paquete de Camel y deja su taza de café en la mesa y dice: Bueno, pues pregunta lo que sea…
Respiro hondo:
– Vale… ¿Qué les pasó a tus padres?
– Mi padre mató a mi madre. Pero él no se suicidó, aunque a la gente le guste la idea. Sólo intentó suicidarse. Se disparó en el estómago…
Y añade:
– Estuvo en la cárcel y ahora está en un pabellón de enfermos terminales. Tiene cáncer y se lo están tratando, pero tiene el tiempo contado. Como comprenderás no voy mucho a verle.
Parece que su gesto se ha vuelto algo amable, y ahora me empiezo a preguntar qué hago aquí. Ella ve que no sé qué decirle y dice:
– Así que, si sólo oyes a los muertos… pues… mi padre no está muerto.
Tal y como la veo ahora me resulta imposible imaginarla con un año llorando en la cuna, y digo:
– Bueno, lo que oigo es el grito de una mujer… y luego un disparo, aunque algo lejano… Por eso pensé que tu padre también habría muerto.
– Ya, bueno, el disparo se produjo… pero él no murió… así que… O por lo menos es lo que yo sé. – Se pasa la mano por el pelo otra vez y parece que intenta no sonreír, y dice -: Si me dejas puedo ir a tu casa esta noche. Yo también quiero oírlo, son mis padres…
Contra todo pronóstico, creo que está coqueteando, y rápidamente le digo que no bromeo, que no he venido para ligar con ella.
– Vale, pues si no bromeas, esta noche iré a tu casa. ¿Has oído eso todas las noches?
– Si no estaba dormido sí.
– Y… no te da miedo.
– Al principio sí, pero ahora… no sé… lo que hago es no entrar en esa habitación y punto. De todas maneras no me va mal, no hay ningún tipo de maldición que me esté amargando la vida. Sólo es un… ruido de madrugada.
Me pide la dirección, me dice que quiere oír lo que yo oigo, que ahora ya he despertado demasiado su curiosidad. Le escribo en un papel mi calle y el número, y salgo de su casa y vuelvo conduciendo con sensación de desconcierto.
Mientras espero a que llegue ella, dudo durante mucho rato sobre si abrir el cuarto trastero y echar un vistazo. Pero no lo hago. Y estoy convencido de que la chica viene porque piensa que todo esto es un plan elaborado y siniestro para tirármela, y me la puedo imaginar jugando con ex novios a asfixiarse con una almohada. Debe ser retorcida y piensa que ha dado con alguien aún más retorcido que ella, y eso la excita. Pasan las ocho de la tarde y la situación se me comienza a antojar estúpida y peligrosa; realmente debería haber abandonado esta casa y vivir en un piso rodeado de vecinos arriba y abajo y detrás de cualquier pared. Alguien llama y me dice que era hoy cuando le daba diez minutos para bendecir la casa, que si puede venir ya. Cuelgo el teléfono sin decir nada. No necesito más velas ni piedras mágicas ni salvia; ya se han hecho mil veces esos rituales aquí y cada noche esa mujer muere allí arriba dejándolo todo perdido de sangre. Suena el timbre de la puerta principal y me da un vuelco el corazón.
Aurora se pasea por toda mi casa arrugando el ceño, murmurando: vaya choza, no me acuerdo de nada. Llega el momento en que va a entrar en el cuarto trastero, y no me veo con fuerzas para impedírselo. Me quedo fuera mirando al suelo y esperando a que salga y oigo: está todo lleno de polvo. Digo que sí, que no entro mucho en la habitación, y oigo: ¿me dijiste que vistes sangre? Le digo que sí, toda la pared salpicada como si hubieran degollado a un cerdo. Y oigo: no hacía falta que fueras tan gráfico. Y me disculpo y Aurora sale de la habitación. Cierro la puerta y ella baja las escaleras hasta el primer piso mientras me dice que tranquilo, que no ha notado malas vibraciones ni nada de eso, si es que eso me tranquiliza.
– Bueno – digo bajando detrás de ella – , es que no quiero que… ya me he acostumbrado a esos ruidos cada noche, así que no entro nunca ahí para que no… cambie nada
A la una y media de la madrugada estamos los dos en mi habitación y ella parece realmente interesada por ver qué pasa cuando llegue la hora marcada. Al final eso de que yo le gusto parece no ser más que otra fantasía autoinsatisfecha. Me pregunta una y otra vez la hora y repito una y otra vez que es a las dos y veintidós. Yo estoy repantingado en la cama viendo la tele que compré para esta habitación hace menos de un mes, y ella va de un lado a otro revolviendo mis libros, los dvd´s. ¿Vives solo y no tienes porno?, murmura. El ordenador lo tengo abajo en el comedor, digo yo. Igual no lo tienes tan presente porque eres chica, le digo, pero teniendo internet ya se acabó lo de esconder revistas debajo del colchón. Ella no dice nada mientras ojea un libro sobre Ted Bundy. Me dice que pensaré que está enferma, pero que de adolescente su fantasía era tirarse a un asesino en serie. Y miro el reloj y ya son las dos y diez de la mañana. En la tele sólo hay programas del tarot con la parte inferior de la pantalla llena de gente que se muere por follar a un euro con veinte por sms. Nadie cree en nada y yo tengo que escuchar cada noche la misma película de hace treinta y un años. Dos y veintiuno, aviso a Aurora. Queda un minuto y ella se sienta en la cama a mi lado y yo cojo el mando y le doy al mute. Joder, murmura ella, ahora sí me estoy cagando. Pero justo cuando se suele oír el grito de la mujer… contengo el aliento y… no pasa nada. Durante meses he oído ese grito y después el disparo. Y hoy que hay alguien más… no pasa nada, nanay, cero. Dos y media, y nada. Y Aurora ya no debe creerme, pero lo que hace para animarme es decirme que deberíamos dejar puesta una grabadora, por aquello de las sicofonías. Quizá no es cada día a la misma hora, me dice. Y yo no sé calificar este momento y sólo atino a decirle que puede dormir en la habitación del fondo del pasillo. Ella me mira, y duda y no sé si le gusto o qué coño pasa, y acaba diciendo: vale, gracias. De todas formas, pienso, ya he perdido toda la credibilidad, y probablemente ni se me levantaría.
Despierto como a las diez de la mañana, sobresaltado, hasta que recuerdo que es sábado. Salgo al pasillo en calzoncillos y voy hasta la habitación de Aurora y ya no hay nadie. La cama está hecha y aún huele bastante a ella. Por más que lo pienso no se qué impresión debí causarle, aunque sé seguro que ella no es precisamente alguien del montón. Veo que hay una nota en la mesilla al lado de la cama; en ella hay escrito un número de móvil y debajo de éste pone: mi móvil. Así que supongo que al final no le debí parecer gilipollas del todo. Se me pasa por la cabeza llamarla justo en ese momento, pero me echa atrás el miedo a parecer ansioso. Salgo a la calle y no quiero pensar en el hecho de que quizá esta noche tampoco se oirán los ruidos. La verdad es que la idea no me gusta un pelo.
A mediodía decido ir a comer fuera y le ahorro el viaje a algún pizzero. Entro en un restaurante italiano que no tiene pinta de ser de lujo, pero hay sitio de sobras y bastante calma, así que me quedo. A dos mesas de la mía hay una familia, echo un vistazo. Luego trago saliva con fuerza. Tengo a los padres de espaldas a mí, y una chica de unos veinte años y un crio de cuatro o cinco de cara. Y aunque los padres me tapan algo de visión, veo cómo la chica me mira y sonríe un segundo cuando sin querer tiro mi tenedor al suelo. Me traen una pizza cuatro quesos y ataco procurando que los padres de la chica no noten mi presencia en exceso. Después de acabar el primer trozo de pizza comienzo a sentir pena de mí mismo por querer quedar siempre bien con todo el mundo. Pero cada vez que miro en esa dirección la chica hace ademán de absorber mi atención y no le importa nada que sus padres puedan advertir su comportamiento. Esto es cuando te pasa algo y quieres negarte que está pasando. La chica no me miraría si supiera que su madre es Lidia y me conoce y le puso los cuernos a papá. Mi única aventura con anillos de por medio. Ahora mismo vendería mi alma al diablo por no tener escrúpulos. Cuando llevaba un mes oyendo cada día el grito y el disparo, decidí hacer una lista de nuevas prioridades. La primera fue ir a la iglesia de forma regular. Pero no he ido. Y creo que si Dios ya es un cabrón cuando tienes todos los motivos para ser escéptico, si te ha pasado algo que te pueda dar pistas sobre lo intangible y sigues pasando de él, entonces ya no debe tener piedad. Me concentro en el plato, la pizza, mi tenedor. Y cuando no puedo evitar volver a mirar a la familia, la chica le da golpes en la espalda al crío, que se está poniendo blanco. Mi tenedor comienza a temblar y el padre del crío se levanta, pero el crío ya tiene la cara acostada en su plato de pasta. Mi única aventura y su hija se llevan la mano a la boca y el padre golpea al niño en la espalda y yo noto que no puedo estar aquí, me da vueltas la cabeza, me levanto de mi silla y camino sin atender a los gritos de alguien a mi espalda hasta salir del restaurante.
Llego a mi casa de los nervios y me doy una ducha. No paro de pensar en que no debo pensar que el hecho de que ayer no hubiera ruidos tiene algo que ver con lo que ha pasado. Las coincidencias existen, pero mi voz me dice que también existen los fantasmas. Y quizá hasta Dios. Recuerda tu lista de prioridades, me digo. Ir a la Iglesia. Dejar de fumar. Dejar de ser sarcástico con la gente. Etc. Recuerda la lista, me digo, tu vida ya no es igual que antes. Y ahora me aterra salir a la calle. Suena el teléfono y se me ocurren cosas terribles, mis padres han muerto, me echan del trabajo, descuelgo:
– ¿Si?
– Soy Aurora.
– Ah… hola, dime.
Se hace un silencio que se me hace eterno. Respiración, un sollozo;
– Pues… Me han llamado del hospital. El cáncer de mi padre ha remitido. No quiero ir a verle ni nada parecido, en principio, pero no me gusta… no sé, ahora no me encuentro bien, estoy muy chafada. Tengo ganas de verte… si quieres…
Le digo que sí, que ningún problema. Y ella justo antes de colgar me dice que se va a coger el coche y viene hacia aquí. Cuelgo y me viene la jaqueca con fuerza. Voy dando pasos cortos hasta la ventana, se oye barullo de gente en la calle. Una ambulancia intenta aparcar frente al edificio de enfrente. Una mujer de mediana edad sale del portal con una niña de seis o siete años en brazos, que tiene los ojos cerrados y está blanca. La mujer rompe a llorar con la niña aún en brazos, a la que comienzan a atender. Aparto la vista y me voy al lavabo y me trago dos aspirinas. Voy a poner la tele, pero me da miedo topar con el telediario del canal local. Y sin querer rebobino y me veo levantándome de la cama con la cabeza a punto de explotar y luego en el restaurante me topo con Lidia y su hija me mira y su hijo quizá ya esté muerto, y ahora me llama Aurora y dice que el cabrón de su padre está bien y a una niña del barrio tiene que venir a buscarla la ambulancia como si fuera una anciana con dolores crónicos. Y no paro de pensar en que no debería pensar tanto. Son las cinco de la tarde y el sol entra en mi casa, y más que dar alegría parece agua entrando en un submarino. La gente que se acaba suicidando debe hacerlo cuando paulatinamente deja de entender las cosas que le pasan. Deben matarse cuando ya no entienden absolutamente nada. Sigo pensando en no pensar. No pienses. Sólo recuerda que ahora tu vida ya es nueva. Tus prioridades han cambiado. Más que pensar, me digo, recuerda tiempos mejores; cuando había ruidos fantasmagóricos en casa y todo iba bien; como mucho la madre de Aurora gritaba muriéndose y yo me perdía un momento si estaba leyendo un libro, o subía el volumen de la tele si estaba viendo una película, o intentaba grabarlo y no se grababa nada. Cuando pasas a creer en los fantasmas para dejar de creer en las psicofonías, piensas que quizá sí hay vampiros u ovnis, pero tenemos un concepto equivocado de lo que son. Prometo ir más a la Iglesia y ser un ejemplo positivo para la sociedad. Pero por favor, Dios, que no sigan pasando desgracias a mi alrededor. Sólo ha sido una noche de silencio y este está siendo el día más largo y áspero de mi vida.
Eres un capullo, me dice Aurora, el rey de las neuras. Eso dice. Cuando ha llegado y ha llamado al timbre, cuando he abierto la puerta, ha puesto sus manos en mis hombros y me ha dado un beso en los labios. Como si nada. Y ahora, con la tarde convirtiéndose en noche y mis nervios a flor de piel, me dice que no le venga con mamonadas, que un mal día lo tiene cualquiera. De vez en cuando, me dice, nos toca ver cosas desagradables, y eso no quiere decir que hayas perturbado el mundo de los muertos y ahora te estén puteando. Yo misma, dice, buscando aparcamiento por el barrio, he visto a un tío espachurrado en el suelo porque se había tirado desde no sé qué piso. ¿Y eso dónde ha sido?, pregunto.
– No te lo pienso decir para que lo añadas a tu lista de desgracias. Si yo no te lo hubiera dicho, ni te habrías enterado… Pasan cosas malas todos los días, lo que pasa es que hoy has tenido la mala pata de estar donde no hubieras querido.
– No lo sé, puede ser casualidad…
– Claro, tonto… ¿Podré quedarme esta noche? – dice, acabando la frase con un hilo de voz.
– De hecho te lo agradecería… Y tú cómo estás, por teléfono se te oía muy chunga.
– Bien, ya estoy bien… no te preocupes.
Mientras cenamos me dice que le jode que su padre esté bien, porque ella no quiere ocuparse de él, aunque no sabe de hecho si tiene que volver a la cárcel. ¿Soy una cabrona por pensar así?
– No, la familia no la elegimos…
– ¿Vistes mi nota con el teléfono?
– Sí, la vi.
– No quería despertarte.
Comenzamos a oír de forma insistente los ladridos de un perro en la puerta de entrada. Al principio esperamos a que alguien llame al perro, el dueño, alguien. Pero el perro sigue ladrando. Voy hasta la puerta y la abro. Con tan solo una rendija, el perro, un pastor alemán, se me cuela en casa. Sube corriendo las escaleras hasta el piso de arriba. Cuando Aurora y yo subimos, el perro está ladrándole a la puerta del cuarto trastero. Olisquea y ladra. ¿Qué hacemos?, digo. El chucho se calla y ya sólo olisquea. Aurora se acerca a él y comienza a acariciarlo. El perro le lame la cara. Oímos un silbido que viene de la calle, y el perro sale corriendo escaleras abajo. Miro el reloj y ya son las once de la noche. Desde que mi vida se ha convertido en un mal relato de Stephen King el tiempo parece medirse a su antojo. Bajamos al piso de abajo y el perro ya ha salido a la calle, por suerte había dejado la puerta abierta. Echo un vistazo fuera y veo una camioneta parada, con una salpicadura roja en el capó. Salimos. El pastor alemán está a unos cinco metros, tirado en el asfalto, sangra por la boca. El tipo de la camioneta sale con apuro del vehículo y se acerca al perro, que tiene a su dueño al lado, de cuclillas. Me meto en casa. Aurora aún se queda fuera. Me voy a la cocina y la pizza ya está fría.
Más tarde repetimos la jugada de ayer y nos metemos en mi cuarto, casi a las dos de la madrugada. Aurora ya no se atreve a rebatir mis neuras, y antes en la cocina se ha sentado en mis rodillas y hemos estado como una hora besándonos. En lo que a mujeres se refiere siempre he sido un títere; si se le hubiese antojado azotarme en el culo con una sartén no hay garantías de que yo me hubiera negado. Cuando nos hemos separado me ha dicho que prefería pegarse el lote a estar dos horas escuchándome decir: ¿ves como tenía razón? Estando ya en mi habitación todo es igual que ayer; ella revuelve mis cosas y yo miro la tele, hoy ya todo el rato con el mute puesto. La hora se nos echa encima. Nos sentamos en la cama de cara a la puerta cerrada de la habitación. A falta de un minuto ella me coge la mano. Treinta segundos. Respiro agitadamente. Llega un ruido pero es un coche en la calle. Miro mi reloj y ya son las dos y veintidós pasadas: dos y veintidós y treinta segundos. Sigo conteniendo el aliento. Aurora hace que no con la cabeza. La miro. Puede ser que sea porque estás tú aquí, le digo. ¿Entonces quieres que me vaya?, murmura, soltándome la mano. ¿No quieres que esté contigo?, dice. Y justo después oímos tres golpes secos en la puerta, como si alguien quisiera que le abriéramos. Se me va a salir el corazón por la boca, y Aurora, sorprendentemente tranquila, dice: ¿quién es…? Pero nadie contesta nada aún al otro lado, cinco segundos, seis, siete, y una voz potente y orgullosa, dice: ¿Os pensáis que basta con disfrazarse de humanos?