Me despierto. Descolocado. Miro el reloj y en un minuto tengo que levantarme. En el sueño cenaba en un restaurante, con una chica que me recordaba a mi ex. El local parecía estar en la última planta de un rascacielos. Estábamos justo al lado de un ventanal que daba a una ciudad enorme, iluminada. La chica, con el pelo casi blanco de tan rubio y la cara casi transparente de tan blanca, no me transmitía nada con la mirada. En la mesa había dos platos y palitos de pan rancio para picar. En el resto de mesas todo el mundo cenaba, pero ningún camarero venía a atendernos. Miré a mi alrededor, algo acongojado por mi compañía. De golpe, las luces de la ciudad comenzaron a apagarse, como en una ola de oscuridad que venía hacia nosotros. Hasta que nuestro edificio también quedó en penumbra. Estábamos de repente a oscuras, pero nadie reaccionó de manera alguna. Continuaba oyendo el ruido de los cubiertos, el mismo murmullo apagado de restaurante de cinco tenedores. Y la chica albina, seria, tiznada de una luz roja de emergencia, comenzó a mirarme a los ojos. Susurró algo, y yo no la escuché bien. ¿Perdona? Y la chica volvió a susurrar. Seguía sin oírla. Así, una y otra vez, hasta resultar desesperante. Ella cogió su bolso, sacó un papel y un bolígrafo. Escribió algo, pero, al darme el papel, éste estaba en blanco. La miré, hice que no con la cabeza. Resopló. Volvió a susurrar. No has escrito nada y sigo sin entenderte, le iba diciendo yo todo el tiempo. Un camarero vino a atendernos por fin, y nos sonrió como si no estuviéramos todos a oscuras y todo fuera según lo previsto. ¿Qué va a querer, caballero? Yo miré a la chica y dije: pide tú antes, aún no lo he decidido. ¿Cómo?, reaccionó el camarero. Miré a la chica, al camarero, nuevamente a la chica. Y ésta volvió a susurrar, sin yo oírla. Si quiere, vuelvo en un par de minutos, dijo el hombre, visiblemente intranquilo. Me concentré en la chica, mientras el tipo desaparecía en la oscuridad, y le dije, ya mosqueado: Si no hablas más alto, no me entero de nada. Ella se levantó de su silla, apoyó las manos en la mesa, me escrutó fijamente, y justo antes de que me despertara, dijo: ¡Que estoy muerta, gilipollas!
Mi estado de humor de treintañero, hoy, hasta que llegue la hora de salir del trabajo, puede estar condicionado por el hecho de que se me ha acabado el café en casa. Me rio cada vez que la gente habla de los pequeños detalles que te alegran la vida, sin tener en cuenta los pequeños detalles que te la joden; y que suelen ganar por goleada. Salgo de casa y el sol pone en evidencia mi nihilismo, mientras me extraño de recordar aún con tanta claridad el sueño que he tenido. Tengo que dejar de leer a Ellis una temporada, añade un componente demasiado palpable a mi subconsciente. Me ascendieron y me dieron despacho propio, y desde entonces no dejo de tener pesadillas, o la sensación de que mucho de lo que me pasa ya lo he vivido; como si ya hubiera agotado mi cupo de sorpresas. Me desvanezco en lugares públicos como si fuera un anciano con insolación, pero mi médico me ha dicho que sólo tengo que controlar mis niveles de azúcar. Como si fuera un anciano sin más.
Entro en un bar en busca de café. Los pequeños detalles, si quieres llamarlo así. Dependo del café, de la nicotina, de mi reloj, de que me quieran. Me siento en un taburete en la barra, y la camarera me recuerda a la chica de mi sueño, aunque ésta sonríe y me saluda. Café solo, le digo, intentando suavizar mi semblante, inútilmente. La chica se pone manos a la obra. Me pongo a ojear sin ganas un diario, desde la última página; televisión, deportes, cultura, política internacional… Voy a cerrar el diario, pero al manipularlo veo de refilón la portada, y algo llama mi atención. Entonces un hombre alarga su brazo hacia mí: ¿Has acabado? Sí, le digo, y le paso el diario. El tipo se va a una de las mesas. La camarera me pone el café, y doy un largo sorbo mientras veo cómo intenta acabar los pasatiempos de un librito verde con un niño sonriente en la portada. Apoya el libro cerca de mí, y me mira. Dice en voz alta: Seis letras… final, destino común. Mientras pienso en la palabra, el tipo del diario vuelve a dejarlo donde estaba, con la portada visible. ¿Te la sabes?, dice la camarera. En la portada del diario el titular destacado reza: La Tierra en la trayectoria de un meteorito. Muerte, le digo a la chica. Ella escribe la palabra. Muy bien, dice, encaja. Suena el móvil en mi bolsillo. Lo saco y es mi madre.
– ¿Si?
– Hola… – dice, con voz apagada.
– Sí… dime, qué pasa…
– Sonia ha tenido un accidente de coche, ha llamado su madre…
Los pequeños detalles. Sonia, mi ex.
– ¿Está grave?
Silencio al otro lado de la línea, hasta que ya no sé si se ha cortado o mi madre no sabe qué más decir. Así que cuelgo y apago el móvil, poniéndome histérico. Claro que está grave, pienso. Tendré que hablar con mi médico sobre los sueños premonitorios alguna vez. Le hará gracia, se monda conmigo. Me dispongo a salir del bar, y oigo a la camarera diciendo: ¿Crees que es verdad que se va a acabar el mundo?
Qué intrigante 🙂 Para esto de las «historias de miedo»… siempre todas me parecen originales y nunca se me ocurre ninguna que me parezca interesante xD Feliz día de los muertos 😉
Inquietante, emotivo, crudo. Grandes relatos, sí señor. Y gracias por visitar mi rincón altovolteño. Saludos
Yo no creo en las premoniciones, como no creo en Dios o en el más allá. sin embargo… mola dejarse llevar por el tema, y sobre todo mola sobrecogerse, y el escalofrío… verdad?
un señor me dijo una vez: -Mira, niña. El día que veas un muerto puede que entiendas, como yo, que los muertos no existen-.
Hoy es el dia de las ánimas del purgatorio… eso si que tiene que ser fuerte. Estar muerto y no saber aun a que atenerse… je je…
Bueno, ciao!
Me has hecho estremecer, y transpirar.
Muy buen trabajo de nuevo. Me alegra leerte.
Un abrazo
Conozco esa sensación extraña… y no sé por qué, me suele acechar los lunes 🙂
Un saludo!