Archivo por meses: noviembre 2007

Distopía

Creo que lo que me despierta realmente es la incomodidad de la postura. Estoy hecho un ovillo. Intento mover las piernas, las tengo agarrotadas. Me sorprendo, llevo ropa de calle. Miro, pero no veo, y por lo que puedo palpar y oler, compruebo que estoy dentro de un contenedor de basura, con una resaca de aquí te espero. Al salir a duras penas, veo que dentro sólo hay una bolsa de desperdicios. No reconozco la calle en la que estoy, pero es estrecha y hace cuesta. La única razón por la que no he bajado rodando ahí dentro, es una madera que alguien ha puesto bajo las ruedas que facilitan el trabajo a los basureros. Echo un vistazo a mi alrededor y no hay nadie; hay un coche volcado, un todoterreno, a unos cien metros calle abajo. La verdad es que me quedo quieto, de pie, mirando mi reloj, que sólo da la hora. Las nueve de la mañana. Lo único que hago durante diez minutos es esperar, dolorido. Sigue sin aparecer un alma. Ningún coche en marcha. Noto ese silencio de cuando vas al campo, sin haber ido al campo, sin pájaros o riachuelos. Sinceramente, de momento el único plan es esperar a despertarme.

Supongo que estoy como a una hora a pie de mi casa: mi objetivo. El último recuerdo que tengo es el de haberme ido a dormir a la cama, con mi pijama, todo era normal. Era domingo por la noche. Si me preguntas no sabría decir cuánto tiempo habrá pasado. Como me siento es como debe sentirse la gente que ha pasado algunos días en coma. Me cuesta horrores caminar. De vez en cuando paro, me apoyo en algo. Mi ropa huele a haber estado a poco de morir de inanición. Es como si el tercer mundo se me hubiera metido en el cuerpo. Yo, que iba a cambiar de móvil por acumulación de puntos. Cada vez que doblo una esquina parezco estar más solo. De golpe, dos perros me ladran desde una ventana a pie de calle. Del susto, doy un traspiés y caigo al suelo de forma estúpida. Me toco la cara, barba de no sé cuánto tiempo. Escruto lo que me rodea, intento situarme, ya convencido de que esto no se va a resolver con un pellizco. Vehículos, taxis, autobuses volcados o parados en mitad de la calle, habiendo dejado atrás las marcas de un frenazo; nadie dentro de ellos. Miro al cielo. Temo que en cualquier momento comiencen a llover cenizas. Algo así. Cualquiera de las ideas que tengo son terribles, y me sitúan en la piel de un fugitivo involuntario, un tío con suerte. Con todo, en algún lado tendrá que estar todo el mundo. Me levanto a duras penas, y decido llamar al timbre de la casa de los perros. Doy al botón haciendo sonar un ruido estridente, dos, tres veces. Nada, cero. Así que sigo caminando. Probablemente si hubiera cadáveres por el suelo, o edificios destruidos o en llamas, todo esto se acercaría un poco a tener alguna lógica. Esto, en las películas, nunca dura más de dos minutos, y siempre acaba siendo una pesadilla. Ando pensando en cómo me voy a encontrar mi casa. Y es entonces cuando veo a una figura a lo lejos. Un joven, con una barba negra. Camina en dirección contraria a la mía, con media sonrisa en los labios. Cuando está a unos diez metros de mí, ni tan siquiera hace ademán de mirarme.

-¡Perdona!… – intento hablar con él -, ¡tío!…

Cuando ya ha pasado de mí, se vuelve, me mira de soslayo, y sin dejar de sonreír, murmura:

– Carpe diem, gilipollas.

Me quedo petrificado. Aún así, grito:

– ¡Oye¡… ¡Qué ha pasado!…

Ni caso. Camina y no deja de caminar, un chándal gris, las manos en los bolsillos. Se me ocurre que la tele hablará de esto, de lo que haya pasado. Tienes que llegar a casa, me digo. Me fui a dormir y era domingo y todo era rutina, y ahora palpo los bolsillos de mis tejanos. Lo tengo todo, la cartera, las llaves, el móvil, el tabaco, el mechero. El tabaco. Saco un cigarrillo de mi paquete de Camel. Se acabe o no el mundo, necesito fumar. Camino, y a la tercera calada saco mi móvil. Los móviles deberían ser como esos enormes abrigos fluorescentes cuando te has perdido en la nieve; deberían ayudarte, ser útiles en cierto tipo de circunstancias. Pero enciendo el chisme y me dice que no hay cobertura. Paso de pensar en por qué. Así que no sé qué pasa, no hay nadie, y estoy incomunicado. Estoy aislado en medio de la ciudad. No será de extrañar que en casa, la tele, el ordenador y demás vías de información, ahora no sean más que pisapapeles muy caros. Porque no creo que haya electricidad. Los semáforos no van, y no se oyen ruidos que hagan pensar en aparatos eléctricos. Esto sí se parece a eso que alguna gente llama: <<reencontrase a uno mismo>>. Salen de excursión a una reserva natural y te dicen que eso es reencontrarse a uno mismo, por el aire puro, la naturaleza, la escasez de ruidos; y lo dicen sabiendo que cuando vuelvan a casa allí seguirán el equipo de música, la tele, la conexión a internet; flujo de información para volverse a perder a uno mismo. Droga mediática. Es como dejar de fumar a las ocho de la mañana sabiendo que a las ocho de la tarde podrás volver a hacerlo. No sé qué habrá sido de ese tipo de gente, o de toda la demás. No sé qué será de mí. Pero sí sé que ahora puede ser la primera vez que me siento vivo de verdad, sabiendo que algo va mal de verdad. Esto, para bien o para mal, sí parece realmente reencontrarse con uno mismo. Observo a mi alrededor y es como tener de repente la certeza de que Dios existe, y se ha vuelto anarquista. Nos está dando una lección. Tengo un amigo que dice que la vida es un ritual, una farsa. Me dice eso, y lo siguiente que hace casi siempre es irse de putas. Todos estamos condicionados por las prioridades personales. Para mi amigo todo lo que haces forma parte de la espera hasta volver a follar. Tu prioridad puede ser una, o más de una, claro; pero sin electricidad ni tecnología puede que todos acabemos pensando como mi amigo.

Cuando llego al centro de la ciudad, veo que hay puertas destrozadas. Entro en algunas casas y no hay nadie. Y efectivamente no hay electricidad. Ya puedes aporrear los interruptores una y otra vez… Así que sigo sin saber un pijo de por qué lo siguiente que tocaba era ir a trabajar un lunes y sin embargo estoy aquí solo. ¿Si se tratara de armas biológicas ya estaría muerto? Me miro los brazos, me subo la camisa; por lo menos la piel está normal, y no me siento diferente. Lo que sea que ha pasado ha vaciado la ciudad en cuestión de horas. Ni tan siquiera hay pintadas o grafitis que me puedan dar pistas políticas. Todo es mobiliario urbano echado a perder.

Al doblar una esquina, veo cómo un tío con un delantal puesto le da a la manivela para enrollar un toldo. ¿Un bar abierto? Aligero el paso hasta llegar al local. Al final resulta ser uno de esos sitios en los que se sirven desayunos y también funcionan como panadería. Llego hasta el tipo antes de que acabe de enrollar el toldo. Es calvo y suda y su delantal parece acumular un dedo de harina. Me paro delante de él, con algo de apuro. Me mira de reojo.

– Buenos días… -le suelto, intentando confraternizar.

– No me jodas… – sonríe, condescendiente – otro igual… Vale, escucha. Entraban en las casas y os drogaban, os pinchaban con algo…

– Pero…

– ¿Has despertado en la calle, no?

– Bueno, en un contenedor.

– Sí, en un contenedor, en un callejón, da igual… Han puesto en cuarentena media ciudad. Hay un grupo que ha formado resistencia, los que han drogado a tanta gente…

– ¿Pero cuarentena por qué?

– Algunos dicen que ántrax. Dieron un comunicado de apenas minutos… el presidente. Pero cuando se comenzó a liar todo el domingo a las tantas, ningún medio de comunicación emitía ya… Así que en realidad nadie sabe muy bien qué pasa…

– Ya… ¿Qué día es?

– Miércoles.

-¿Y usted no ha querido…?

– No, no pienso dejar el negocio y que alguien me lo destroce; además, ¿me ves enfermo?… ¿Tú estás mal?

– Pues no…

– Pues eso… A saber qué se traen entre manos… De todas formas nunca lo sabremos del todo…

Me quedo en silencio. El tipo me mira. Dice:

– Bueno, ¿vas a querer algo? Algo de bollería, claro. Porque hasta que todo vuelva a la normalidad…

De puta madre, pienso, otro que no sabe qué coño ha pasado. Aunque seguramente tiene razón y nadie lo sabe bien. Entro en el local. Sin yo decir nada, el tío me trae un batido y un cruasán. Hay una chica de pie, detrás de un mostrador, como si alguien fuera a venir; quizá algún drogado cada dos horas. La chica me recuerda a una presentadora de la tele. Engullo el cruasán casi sin masticar. Dios, lo tengo en la punta de la lengua… el nombre. Aquella chica rubia, coqueta… Mierda, cómo se llamaba… Cómo se llamaba…

– Perdona… – No puedo resistirme.

– Sí… dime…

– Me recuerdas a alguien, pero no sé a quién…

– Ajá…

Puedo recordar el plató, el nombre del programa, los colaboradores. Pero nada. La chica sonríe. Sabe de qué hablo. Ya se lo han dicho más veces. Me dice:

– ¿Te saco de dudas?

Asiento.

– Patricia Conde.

– ¡Eso!… coño… eres clavada…

La mujer sale de detrás del mostrador. Miro mi reloj y ya es la una del mediodía. Ella se pone una chaqueta y coge su bolso.

– Oye – le digo, cuchicheando, el tipo está en la trastienda -, ¿tú no sabrás qué es lo que ha pasado…? ¿Qué…?

– Pues no… Sólo sé que de los que quedamos, la mitad habéis estado drogados, y los demás no nos hemos movido del sitio. Ayer la ciudad aún era un caos…

Se queda parada, mirándome. Murmura, algo tímida:

– ¿Quieres venir a comer? Me siento más sola que la una…

Y me levanto, me voy con ella. Yo, que quería cambiar mi móvil, ese era el plan antes de todo esto. Esta nueva disposición de la vida y las cosas me comienza a gustar. Estará bien mientras dure, pienso. Me viene a la cabeza la única prioridad de mi amigo. Esta parece mi excursión campestre a lo grande. Las mentiras de algún político han vaciado media ciudad; es mi única conclusión. Aún no sé cómo se llama Patricia. Tarde o temprano tendré que pasar por casa. Y por el trabajo. De todas formas, mírame. Huelo a basura. Tengo miedo. No sé qué pasa. Y soy algo parecido a alguien feliz.

 

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Bestias

Camila tiene veintiséis años y un lunar minúsculo en su cara, en la comisura derecha. Todo lo que rodea al lunar es la cara moldeada a dietas de una chica rubia, que ya ha comenzado a coger práctica en lo de vomitar después de comer. Desayunos, comidas y cenas que pasan de la cocina al plato y del plato al retrete. A la cuarta vez ya casi era capaz de devolver sin hacer ruido, dice siempre Camila. Bulimia, le reprocha Sandra. Eso es lo que eres, una bulímica rubia, le dice. Sandra también tiene un lunar como el de Camila. Se conocieron cuando un día sus madres las animaron a jugar juntas, cuando apenas aún sabían hablar. Un día en el parque, lunares, la misma edad. También rubia. ¿Has visto, cariño?, decía la madre de Camila en el parque, esta nena también tiene un lunar como tú. Tanto Camila como Sandra están arropadas por familias acomodadas por herencias; abuelos muertos y ricos. Ningún problema económico a la vista en la vida. Todo es maquillaje y espejos, sexo, impostura para conseguir compostura en ojos ajenos. Todo es pasar de la anorexia a la bulimia. Primero no comes. Luego recibes tratamiento y comienzas a comer para más tarde sentirte culpable después de las comidas; y es entonces cuando perfeccionas maneras de vomitar de madrugada sin que tus padres te oigan. Primero fue Sandra, que ya apenas piensa en vomitar, y ahora es Camila. Camila pesa sesenta kilos, y sigue viéndose gordísima donde sea que se refleje. Ahora puedes contemplar a las dos, sus piernas cruzadas desnudas, mojadas; sus toallas blancas sujetas por encima de las tetas. Están solas en la sauna. No te pongas nunca en la entrada del calor, dice Camila. Dice:

– ¿Te acuerdas de Dani?… el primer novio que tuve.

– ¿El que quería ser culturista?… hace años que no le veo, desde que cortasteis…

– Sí… Pues un día se quedó dormido aquí, solo. Le tuvieron que cortar una pierna.

– ¿Una pierna? – dice Sandra, mientras se le escapa una sonrisa. Esto es una revelación.

– Sí, por eso corté con él… ¿qué iba a hacer?

– ¿Le cortaron una pierna?… joder…

– Se recostó en la pared, se durmió, y dejó el pie justo delante de una entrada de calor. Cuando se despertó no podía caminar.

– ¿Y qué hiciste?…

– Cuando fui a verle al hospital ya se la habían amputado. Es una mierda, te lías con alguien sin ánimo de ir en serio… Pero si luego le pasa algo, todo el mundo te mira a ti… Joder, no tenía pensado casarme con él…

– ¿Le dejaste allí en el hospital?

– ¡Qué va!… ¿tú lo hubieras hecho? Dejé de llamarle y no cogía el teléfono cuando me llamaba. Y ya está. Nadie se atrevió a reprocharme nada.

– Hace mucho que no hay rastro de él…

– Se mudó con sus padres, pero no sé a dónde, ni quiero saberlo…

– Ya…

– Bueno… ¿Vamos a comer?

Camila conduce a toda prisa hasta llegar a un restaurante apartado: Giorgio’s. Cinco tenedores. Sandra y Camila salen del coche y Camila le entrega las llaves a un chico sudamericano. Cuidado, le dice, no tiene ni un mes.

– Tranquila, señorita.

Sandra susurra mientras el chico entra en el coche: Putos chiuauas…

– ¿Qué día es? – pregunta Camila, mientras entran en el local y esperan a que alguien les guie hacia una mesa.

– ¿Veinticinco?

– No, digo día de la semana…

– Oh, domingo, creo…

– ¿Domingo? ¿No es lunes?

Un señor con un traje negro se dirige hacia ellas. Sandra murmura:

– No, estoy casi segura de que es domingo…

Ya sentadas en una de las mesas, en la zona de no fumadores, Camila abre la boca sin emitir sonido alguno: <<Qué asco>>

– ¿Por qué?

– ¿No ves las copas?

– ¿No están limpias?

Un camarero las interrumpe: ¿Qué van a querer para beber?

– Eh… agua natural – dice Camila. – Por cierto… ¿nos puedes cambiar las copas?

– Eh… claro… – responde el hombre, algo desconcertado, y mira a Sandra.

– Agua natural, también.

– Estupendo – murmura el hombre, cogiendo las dos copas e yéndose con ellas.

– Al principio todos estos sitios son muy bonitos y limpios – dice Camila, mirando la carta -, pero pasa un año y más vale que no entres en la cocina…

– Bueno, tampoco está tan mal aún.

Camila y Sandra piden la comida, y luego, mientras dan cuenta de ella, el lugar se va llenando de gente.

– Después… – murmura Camila, dejando a un lado su segundo plato – si quieres puedes venir a mi casa.

– ¿A qué? – pregunta Sandra, insegura.

– Joder… ya sabes a qué.

– Pues… no sé si quiero.

– ¿Por qué? ¿No lo hemos pasado bien las otras veces? ¿No te gustaba?

– Sí… pero la situación no me hace sentir muy cómoda…

Camila escruta a Sandra. Decide que al final cederá. Cambia de tema:

– Bueno… ¿vas a querer postre?

– No.

– Mejor, vamos a pedir la cuenta.

Ya en el coche, Camila no abre la boca. Conduce hacia su casa. Sandra se enciende un cigarrillo y dice:

– Por aquí no se va a mi casa.

– ¿Es que no quieres venir?

– ¿Dije que quisiera ir?

– ¿Es que quieres volver a salir con ese novio tuyo impotente?

Sandra hace ademán de decir algo, muy enfadada, pero no lo hace. Respira hondo, y deja ir el aire, para, con tono seco, decir:

– En serio… ¿Cuánto hace que no sales con un tío?

– Un año.

– ¿Y sólo…?

– Sí, exacto, y bien tranquila que estoy… Los tíos ya me han jodido bastante. Así estoy mucho mejor… Oye… es igual. Si quieres ir a tu casa, te llevo.

– No… Vamos a tu casa…

– ¿Seguro? No quiero que vengas a desgana…

– Sí, seguro, vamos a tu casa – murmura, mirándola, ya con gesto amable.

Atardece. Camila y Sandra salen del coche aparcado justo delante de la entrada, cruzan el jardín. Camila mete la llave en la cerradura y abre.

– ¿Tus padres no están, no? – dice Sandra.

– Claro que no… ¿cómo íbamos sino a…?

– Vale, vale – interrumpe – , entendido.

Ya dentro, Camila se dirige hacia la cocina: ¿Quieres algo?

– No, no, gracias… – responde Sandra, con un hilo de voz.

– Pues sube a la habitación si quieres. Vomito y ahora voy.

– Muy bien…

Sandra sube las escaleras al segundo piso. Recorre el pasillo. Entra en la habitación de Camila. Huele a rosas, a flores. Hay un cuadro de Andy Warhol, quizá auténtico, nueve veces Marilyn, dos estanterías llenas de películas, música, suelo de parqué, un escritorio, ordenador, pantalla de veinticinco pulgadas, una ventana que va del suelo al techo. Sandra comienza a quitarse la blusa. Se quita la falda. Las bragas. Espera sentada en la cama. Se oye a Camila subir por las escaleras. Y un ladrido. Un grito: ¡Cuki, ven aquí! El perro entra corriendo en la habitación. Sandra se pone a cuatro patas en el suelo mirando de soslayo al animal. Camila entra, cierra la puerta y le da a un botón para que bajen las persianas automáticas. Retiene al pastor alemán cerca de Sandra, y dice:

– ¿Hoy quieres ser la primera?

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Entre títeres

La verdad es que salía el Bolero de ravel de algún sitio en el segundo piso, y mientras aumentaba la intensidad de la marcha, todo comenzó a irse a pique. En realidad muchas veces lo sabes mientras pasa, pero no quieres sacar conclusiones hasta que ha pasado. Por ejemplo, el concepto de “homicidio involuntario” puede ser muy relativo. Vale, sí es verdad que podrías atropellar accidentalmente a alguien con el coche; pero también es cierto que si riñes con alguien  y llegas las manos, puede que entre el momento en que decides llevar a cabo la agresión y el último segundo de vida de tu oponente, haya habido alguna laguna en tu mente racional pro vida. Y no es que el resto del tiempo te haya podido preocupar mucho la muerte ajena, cada día muere gente y te la sopla; pero tampoco tenías intención de ser tú el que matara. Porque la mayor parte del tiempo de nuestra vida nos consideramos buenas personas, ¿verdad? .Quizá no ejemplos a seguir, o modelos de conducta, pero sí gente normal de la que se mezcla con otra gente normal, a la que todo lo que no la afecte directamente se la sopla…

Es obvio que morir o que te maten  muchas veces no forma parte de un plan. Empujas a alguien y se da un mal golpe, o eres mujer y te echas un novio que al principio parecía simpático… Lo jodido es que sólo hay una forma de vivir, pero hay tantas formas de morir que no es extraño que haya quien diga que la vida es un milagro.

Cuando llamé a la puerta de su casa, desde fuera ya podía oír la música y los gritos. Sólo he salido con ella cinco o seis veces, y la verdad es que estábamos muy compenetrados. La cosa tenía futuro, por lo menos hasta hoy. Cuando ella abrió la puerta y vi sus manos manchadas de sangre, supe que hasta el porvenir más radiante se puede convertir en mierda a la voz de ya; y no siempre es romántico o emocionante actuar por impulsos cuando se trata de contentar a tu novia, o a tu polla. Me dijo que pasara, y vi a su nuevo padre de reemplazo tirado en el suelo del salón, acostado boca arriba en un charco de sangre. Su madre era viuda, y cada cierto tiempo tenía un novio distinto. Éste último le echaba miradas extrañas a Clara. Eso decía ella. Hoy su madre se fue a la compra, y el tipo la arrinconó y le metió la mano bajo las bragas. Entonces… bueno, ella le empujó. La esquina de una mesa, un mal golpe. Homicidio involuntario. Y, en serio, ella es muy buena persona, como yo. Mi abuelo en ocasiones decía que muchas veces los malos lo acaban pagando, pero para entonces los buenos ya conocen la cárcel. Lo repetía sin cesar. Creo que lo decía porque había estado en la guerra, y esa era su lógica de posguerra. Quizá esa máxima podía acabar extrapolándose a lo que estaba pasando, aunque nosotros aún no fuéramos convictos.

Ella quería irse de allí, y que yo me fuera con ella. No sabía a dónde, dijo, simplemente quería alejarse de la casa. Montamos en su coche, y ahora conduce. La ciudad se acaba. Cada dos por tres rompe a llorar y yo le digo si está bien y dice que sí y se calma. Hasta que vuelve a romper a llorar. Conduce demasiado rápido, y le digo que si lo que quiere es suicidarse, quizá podría aminorar y dejarme saltar. Sonríe. No me quiero suicidar, dice. Se hace un silencio, y tomamos el desvío hacia una zona de servicios. He matado a ese tío, farfulla, pero ha sido sin querer, y era un desconocido. Esto me suena a cuando alguien sobrevuela una aldea bombardeándola. Ella tiene bastante razón, pero la excusa que dan los que acaban destruyendo colegios e iglesias debe ser bastante parecida. De otro modo, lo que hace occidente con el tercer mundo quizá sea un buen símil de lo que un tipo grande y abusón puede forzar a hacer a una chica indefensa. Ya sea meter la mano bajo las bragas de alguien en contra de su voluntad, o bombardear aldeas, se intuye, hay algo que apesta en nuestro yo, que es lo que parece guiarnos como a marionetas. Que la chica indefensa dé un empujón con rabia al tipo grande y abusón podría ser también un símil del motivo por el que cayeron las torres gemelas. Ya puedo darle vueltas a la cabeza, que mientras bajamos del coche y nos dirigimos al local punto de reunión de viajeros, lo cierto es que ya me he convertido en algo así como cómplice de asesinato. La pena que me caiga no debe distar tanto de la que le debe caer al tío que espera fuera con el coche mientras sus colegas roban el banco. Aunque tampoco sé hasta qué punto tengo la mierda al cuello. Cualquiera debería ser experto en leyes para poder calibrar las estupideces potenciales. Lo único que me tranquiliza es que en el mejor de los casos Clara podrá alegar defensa propia. Lo problemático es que no tiene el cuello amoratado o contusiones vaginales. Está perfecta, una más que probable asesina potencial. Puede que lo más cuerdo ahora, teniendo en cuenta los mecanismos que hacen girar la rueda, sería autolesionarse. Pruebas. Eso nos salvaría. Aunque obviamente no digo nada de esto en voz alta. Acaba siendo ella la que cae en la cuenta.

Estamos sentados en la zona de fumadores, con una ventana que da a la autopista. Sin yo decir nada, Clara me propone ir fuera, a la parte de atrás del local. Se levanta, pagamos. Esto es lo que la gente debe llamar telepatía o coincidencia. Una vez sin estar a la vista de nadie, con sólo campo y colinas a lo lejos, le tengo que decir a Clara que no voy a atizarla. ¿Quieres que vaya a la cárcel?, me grita.

– ¡No!… ¿Es que no entiendes que se me podría ir la mano?

– Sólo necesito una contusión, un ojo morado, algo de sangre…

Esta debe ser la sexta vez que quedamos, y ahora se me ocurre que el amor a primera vista puede ser inevitable, pero también es el error más grande que puedes cometer. Ahora quisiéramos ser menos ignorantes. A la más mínima nos queremos dar de hostias para solucionar la papeleta. Hablando en rigor, la primera vez que la vi me quedé prendado de ella; su dulzura me hacía sentir como Indiana Jones; y ahora me acusa de no tener huevos para darle un puñetazo. Parecía la princesa del cuento, y llegados a este punto me mira como si fuera Tomb Raider.

– Alguien nos puede ver… – digo, desesperado por hacerla entrar en razón.

– Pero… – Se echa a llorar – No quiero… ir a la cárcel, no sé de qué me pueden acusar, o qué puedo alegar a mi favor – Frena el llanto de golpe, me mira a los ojos -: ¿Quieres que lo haga sola? Vale…

Echa a andar campo a través.

– Que… ¿Qué vas a hacer? – Camino detrás de ella.

– Buscar una roca, una piedra, algo…

– Seguro que hay otra salida.

– No había testigos. Es mi palabra contra la de un muerto.

– Yo declararé…

– Tú no estabas delante…

– Diré que lo estaba…

– ¿Sí? ¿Estabas delante y no hiciste nada por defenderme? Vaya novio…  No te das cuenta de que si mientes tendrás que inventarte una historia mucho más complicada? Nos pillarán por todos lados…

Algo se enciende en mi cabeza.

– Pero es que…  ¿Qué… qué pasó de verdad? ¿Por qué estás tan neurótica de repente? – Ella se para, me mira.

– ¡Ya te he dicho lo que pasó! ¿No te fías…?

– Pues vamos a la policía y les cuentas la verdad, no podemos hacer nada más. Nos vamos a complicar la vida…

Ella hace que no con la cabeza.

– Ese tío… Tiene demasiada pasta, su familia tiene demasiada pasta, el abogado será de los de verdad… No, no puedo ir a la poli y ya está…

Camina hacia el Local otra vez, rodeándolo, y me hace ir detrás de ella. Vamos a entrar, y durante un momento pienso que ha entrado en razón. Dos chicas salen abriendo las puertas de cristal, charlando. Dan unos cinco pasos, y Clara empuja a una de ellas, la tira al suelo. La chica, estupefacta, no reacciona. Pero la amiga empuja a Clara: ¿Eres gilipollas o qué?, grita. Clara le da un tortazo. Se enzarzan y comienzan a tirarse del pelo. Justo cuando voy a separarlas, la muchacha suelta un derechazo en la cara de Clara, que cae como un saco, y comienza a recibir patadas. Agarro por detrás a la mujer antes de que comience a pisotearle la cabeza, aprisionando sus brazos. Clara se levanta del suelo. Sangra por la nariz.

Una vez que consigo que las dos chicas se marchen, entramos al local atrayendo miradas, y vamos a lavabo de señoras. Clara se mira a un espejo. Se levanta la falda vaquera. Tiene un moratón en la cadera, varias contusiones por la cintura, aparte de la cara echa un mapa. Perfecto, murmura, ¿ves como no era tan difícil? En lo siguiente que pienso es en cómo reaccionará cuando le diga que no quiero salir más con ella. Tanto plan perfecto me supera, y esto sólo podría ser el principio del caos para mí si seguimos teniendo contacto. Volvemos al coche. Recorremos el trayecto para volver a la ciudad. Miro al asiento del conductor y parece que hay un muerto viviente. Clara tiene la nariz rota. La sangre cubre toda su cara desde el puente de la nariz hasta la barbilla. Su blusa también está hecha un Cristo. Ni tan siquiera se queja. Insisto en acompañarla al hospital, pero ella no para de disculparse, de decir que ya puede resolver el resto del asunto sola. Apenas tardamos media hora de coche para volver.  Me deja en la puerta de mi casa. Por suerte no menciona nada sobre si aún me gusta después de todo esto. Tan sólo una broma de ese tipo me habría hecho dudar en la respuesta, porque ya la tengo muy clara.

Durante la tarde no salgo de casa. No me apetece. No paro de pensar. Pongo la televisión para intentar desconectar. Espero una llamada telefónica que me diga que todo se ha solucionado. Quiero sentirme fuera de la ecuación. Dudo sobre si llamarla al móvil. Y estoy a punto de hacerlo. Hasta que algo de lo que veo en uno de los programas de sucesos de media tarde, capta mi atención. Hay un coche volcado en la cuneta a no muchos kilómetros de donde he pasado el día con Clara. Reconozco la zona. La voz que relata la noticia dice que han muerto dos chicas jóvenes en el accidente. Reconozco el coche. Los dos cadáveres salen tapados, pero reconozco la zona y el coche. Accidente en circunstancias extrañas, dice la voz; respuestas, quizás, para después de las autopsias, dice. Culpa del alcohol, quizás. Eso dice. No consigo ordenar las ideas en mi cabeza, o no me las quiero creer. Alguien llama a la puerta. Tres golpes muy fuertes. Abro, ya pensando en qué historia puede salvarme. Dos policías me miran, uno de ellos saca unas esposas. Está usted detenido, dice, está acusado de asesinato y agresión.

 

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Biografía de mi entrepierna

Ayer Juan me dijo que no, por primera vez. Todo esto irá enterrado en una montaña de cinismo, o pesimismo, o nihilismo, o quizá de las tres cosas. O de ninguna. Porque hoy estoy en casa, en el sótano. Mi padre está atado de pies y manos a una silla. No se puede mover y le he puesto esparadrapo en la boca. Y yo sonrío, con un bate de madera en la mano, llena de rabia u odio, o lo que sea. Mi madre está en la peluquería y mi padre corre peligro. La tragedia en la vida suele caer a cuentagotas, hasta que un día todo revienta. Hablo de mí, está claro. Pero para que la situación presente coja sentido, debo explicar la historia de la vida de mi entrepierna. Porque pensaba que Juan si aguantaría mi ritmo, pero no. Todos me acaban dejando porque no pienso en nada más. Y ayer Juan, en su piso, después de tres meses de diversión, me dijo que no, que no le apetecía. Y yo me fui de su casa, y fue un final repentino. Después me llamó por teléfono y me habló de sus amigos, y de lo que piensan de mí, y le dije que no se preocupara, que se acabó. Él dijo con risas de fondo que vale, que lo sentía. Y no me hables. Me da por culo ese discurso de los muchos peces que hay en el mar. Una vez le conté a mi madre lo de mi ansiedad si no lo hago con frecuencia. Me dijo que eso tiene tratamiento, que no me preocupe. Me dijo que es una adicción más. Y sí, hablo de sexo, y es verdad, no es original. Normalmente me apoyo en mi madre porque ella sí me quiere, claro. Mi padre, bueno… mi padre siempre ha pensado que soy una puta. Lo mío no es un mito. Ser ninfómana es real y crudo en partes iguales. Para los demás pasas a ser una puta más, se adapte el término a lo mío o no. Eres una puta, y punto. Por eso no tengo amigos. Y por eso los hombres que se me acercan en la discoteca lo hacen borrachos, para evitar el sentimiento de culpa. Lo cierto es que suelen conseguir su objetivo. Cuando no sabes mantener las piernas cerradas la frustración es algo vano en comparación a la sensación que te invade. Puta, piensas, eres una puta, y ni tan siquiera cobras. Una ninfómana con sentimientos. A veces preferiría ser adicta a la cocaína, o ir todo el día liándome porros en cualquier esquina. La gente sentiría pena, te pedirían una calada. Y no me sentiría muerta en vida, en una celda de doble moral.

Muchas veces pienso que la vida debería ser como el cine porno: tíos con polla grande sin línea de diálogo, y tías gilipollas. Yo encajaría, y nadie se metería conmigo. Además, si incluyeras todas las variantes del cine marrano, podrías tirarte a un caballo, y la gente hasta daría su aprobación. No sé si sería un mundo mejor, pero yo ahora no sentiría este picor entre las piernas. No tendría que aguantarme; pero aun así no aguanto mucho. Quizá un par de días. Los hombres tienen suerte. Es fácil reconocer a las prostitutas, cualquiera las distingue. Pero no me va hacerlo con mujeres. Aunque, ni que decir tiene, lo he probado. Las mujeres tendemos a ser más suaves al tacto. Dormiría abrazada a una, pero no me va el sexo lésbico con juguetes. Lo mío son las pollas de verdad.

La masturbación es una solución, pensareis. Y es cierto. Pero cuando puedes conseguir sexo real con cierta facilidad, la masturbación pasa a ser un producto muy light. Es como comer arroz hervido sin tener problemas de estómago. Yo prefiero la paella.

Pero no, no quiero recibir tratamiento. Lo mío puede ser un problema, sí, pero sólo de tiempo. Lo mío no es peor que estar todo el día con los videojuegos. Es sólo la cuestión de que, mientras tanto, podía haber estado haciendo otra cosa. Follo y después sigo follando, y eso es lo malo, que casi no hago nada más. Sería como una droga, si no fuera por los condones. Al final sólo es una cuestión de tiempo y de moral. Y eso es muy triste. Y por eso mi madre quiere que me someta a tratamiento. Quizá no sea mi adicción lo problematico, sino la hipocresía de toda la demás gente. Mejor no entraré a hablar de los hombres promiscuos. Ellos simplemente se divierten.

Hace poco salí a hacer algo que llevo pensado desde hace tiempo. Compré un consolador. Como ya dije antes, prefiero la carne, los surcos, las venas y las características propias del sexo real. Pero la verdad es que hace dos meses que empecé a leer un libro, y me gusta, pero no soy capaz de terminarlo. Quiero demostrarme a mí misma que puedo sacar tiempo para hacer otras cosas. Y quizá el hecho de tener un consolador a mano me ayude, si no voy demasiado caliente, claro está.

En “Monstruos invisibles”, Chuck Palahniuk escribe:

“ Por mucho que creas que quieres a alguien, te echas atrás cuando el charco de su sangre se acerca demasiado”

Es el libro que me estoy leyendo. Y quiero acabarlo. Es curioso que el trauma inicial de la protagonista sea el de tener la cara destrozada. Yo soy guapa, nunca me ha costado reconocerlo. Y sin embargo hace tiempo que soy invisible para la gente que me quería, exceptuando a mi madre. Para todos soy la putilla del barrio. Aciertas, me reconocerás por mi ropa. Pero no te confundas, pasa página. Chuck Palahniuk me gusta porque es visceral, triste, crudo, divertido. Es bastante parecido a la vida. Aunque no a la mía, claro. Más bien hablo de la vida en general; de la vida de los que se me follan.

Todo esto está resultando muy discursivo. En mi vida cuando pasa algo fuera del terreno de lo sexual no suele ser bueno. Quizá por eso procuro estar siempre “ocupada”. Verás, cuando tenía quince años mi padre me tocó el culo. No soy de esas personas que almacenan fechas y recuerdan fácilmente los cumpleaños de todo el mundo. Pero ese día si lo recuerdo. Ya con quince años era una chica de curvas. Fue un 14 de Octubre de hace doce años. Pasé muy cerca del sillón donde él estaba sentado. Alargó su mano derecha y amasó mi glúteo izquierdo: Te estás haciendo mayor, nena. Fue el momento más asqueroso de mi vida, si tenemos en cuenta que fue el primero. Al día siguiente, en el colegio, un chico me dio una palmada en el culo, y le partí la nariz y empezó a sangrar como un cerdo. Parecía que el mundo me estaba diciendo a gritos que a qué esperaba para usar mi cuerpo. Me estaban diciendo: No seas egoísta, comparte. Pero después de ver toda aquella sangre ningún chico se atrevió a nada conmigo. Hasta tal punto, que cuando me gustaba alguien siempre era yo la que tenía que dar el primer paso.

Es fácil que surja la condescendencia al oírme, pero oye, aunque te niegues a escuchar. Cuando tenía diecisiete años me partieron el corazón. Él se llamaba Pablo y me dejó después de dos meses juntos. Lloré mucho, y debí gastar las lágrimas, porque ese mismo año mi padre me violó, y ni me inmuté. Fue un 3 de Agosto. Desde entonces, más valía que te apartaras de mi camino. El problema es que todo se acumula. Nada malo se olvida. No se pueden seleccionar los recuerdos. El amor caduca, o se corrompe. Pero el odio y la frustración se amontonan en ti. Ese es el problema, cuando el nihilismo se enamora de ti y te resulta demasiado atractivo. En mi vida me he despertado todos los días pensando en cómo seguir adelante, sin encontrar respuestas. Mucha gente habla de eso, pero yo no las encontraba, y en mi caso era verdad, ninguna respuesta.

Mi madre lo sabía todo. Era religiosa, reservada, sumisa. Mi madre sabía que mi padre ya no quería sexo con ella. Lo quería con todas las demás y conmigo. Desperté temblando de miedo todos los días desde los diecisiete años hasta los diecinueve. A esa edad tenía cuerpo de muñequita. Soy de baja estatura y sin fuerza para casi nada. Eso facilitó que por aquel entonces mi padre me volviera a violar: 13 de junio. Y en serio, ese día dejé de temblar. Lo tengo marcado en el calendario, aunque ya no recuerdo si con sangre o pintalabios. Al final llegó esa sensación de desidia, de que ya nada tiene arreglo, y de que absolutamente todo va a acabar mal. El resto de días me he levantado sin buscar respuestas, una luz, Dios, Buda, la paz. Y ahora frena, respira, vuelve al presente. Tengo veintisiete años, un libro sin acabar, recuerdos de mierda, a mi madre en la peluquería y a mi padre atado en una silla con esparadrapo en la boca. La eterna incomunicación entre mi padre y yo tiene como resultante el increíble hecho de que él se piense hoy que esto es sadomasoquismo. En serio, así es mi padre, es problema mío; sigue mirándote al ombligo si quieres, no hay que darle vueltas a la cabeza. Lo que él piensa es que le voy a hacer una mamada. Que le voy a follar. Piensa que le he atado para eso. Y yo sonrío, con el bate en la mano. El bate ha entrado en escena una vez mi padre inmovilizado. Y no me puedo resistir, el primer golpe lo recibe en la boca. Grita debajo del esparadrapo. No sé si la violencia es la salida, o si así se va a arreglar algo o no. Ni tan siquiera sé qué harían otras chicas en mi lugar. Pero sé que al golpearle por segunda vez me siento bien. Muy bien. Además estoy en el sótano. Me doy cuenta de ello, no se oirá nada en la calle y yo podré oírle gritar. Al quitarle el esparadrapo escupe dos dientes. La sangre le mancha la camisa. Nadie le puede ver ni oír excepto yo. Este es mi momento favorito, la muerte lenta: Señoras y señores, mi padre. Le vuelvo a pegar en la cara con el bate, le parto la nariz, y aquello se convierte en una fuente. Es la segunda nariz que parto en mi vida; como ninfómana resentida debo tener el record. Espero a mi madre sin saber cuál será su reacción como mujer beata y asustadiza. Mi bate trabaja ahora las rodillas, parte que debe ser especialmente dolorosa. Mi padre grita tanto que comienza a tener arcadas. Fíjate cómo se le contrae la cara. Oigo un ruido detrás de mí. Se abre la puerta del sótano y aparece en escena mi madre: Señoras y señores, mi madre. Se acerca hacia donde estamos y observa. La mujer mira a mi padre, me mira a mí, y luego al bate ensangrentado. Se va sin inmutarse; mi madre beata. Mi padre sigue gritando poco antes de su final. Se me ocurre traer algo para drogarle; si se desmayara esto dejaría de ser divertido. Ejem… Señoras y señores, yo, para servirles. Porque en la vida la tragedia cae a cuentagotas, y puede que un día todo reviente. La buena noticia es que mi padre aún está consciente. Las malas aún están a tu alrededor.

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Heroicidad

Ahora me llama y me dice que vaya a su casa. Que está sola. Que es muy tarde y alguien ha entrado. Que puede oír ruidos en el piso de abajo y no pueden ser sus padres porque están en las Bahamas. Se pone histérica y comienza a llorar en susurros, y dice que está metida en la cama con una linterna, temblando, iluminándose los pies descalzos. Así que no me queda más remedio que ir, para que encima algún chiflado me clave una navaja por aguarle la fiesta. Ella vive a cinco minutos a pie de mi casa, y esta tarde cuando vinimos del cine, me dijo que me dejaba. Es muy creativa: Déjame un poco de bizcocho y nata, y contigo cerca podré hacer pastel de hipocresía. Eso fue lo último que salió de su boca esta tarde; siempre parece que se prepara los sermones. Y ahora quiere que vaya al rescate. El hipócrita al rescate, como si no pudiera haber llamado a la policía. Justo al salir de mi casa, vuelve a llamar. Ven, joder, dice, estoy oyendo a alguien subir las escaleras.

– ¿No has llamado a la policía? – le susurro a mi teléfono.

– No me jodas, tardarían más que una pizza, y tú estás aquí al lado… – balbucea, muy nerviosa.

– Estoy de camino.

Cuelgo y aligero el paso. Intento llamar a la poli, pero comunica. Miro el reloj y son las tres de la mañana. Ya puedo ver su casa a unos cien metros. Hay una luz encendida en el piso de abajo. La calle es estrecha y no hay nadie. Estoy cagado. Nunca la he odiado tanto como ahora. A medida que gano visibilidad y ángulo, veo que la puerta de entrada tiene destrozada la cerradura. Está claro que quien sea, debe pensar que la casa está vacía. Como mucho serán dos. Me detengo a unos veinticinco metros de la entrada. Y pienso en qué coño voy a hacer. Ni tan siquiera he cogido un cuchillo de cocina. Está claro que ellos irán armados. O a lo mejor sólo es uno. Si sólo es uno, podré reducirle. Pero lo más probable es que sean dos. ¿Tendrán pistolas? No, me digo, seguro que no. Seguro que son niñatos que han entrado a robar. ¿Pero entonces por qué llevan tanto rato en la casa? Deben llevar unos veinte minutos. O quizá saben que ella está ahí. Y quieren violarla. Robo y violación. Es probable. Miro hacia un lado y a hacia el otro de la calle, y dudo sobre si avisar a algún vecino para que me acompañe. Pero quien sea querrá llamar a la policía, y ella tenía bastante razón en esa cuestión. Si alguien te quiere violar lo hará dos o tres veces antes de que llegue un coche patrulla despertando a todo el barrio. Muévete, me digo, podrían haber descubierto que la casa no está vacía. Comienzo a caminar y compruebo que me tiemblan las piernas; sudor frío en la espalda. En el peor de los casos, me digo, te matarán, o la matarán a ella, o nos matarán a los dos; en el mejor, como mucho tendré un polvo de agradecimiento, y el miedo en el cuerpo durante una buena temporada. Es una mierda de negocio. Lo más probable es que te enfrentes de forma más fácil al funeral ajeno, que a la opción de evitar ese funeral. Porque entonces puede haber dos funerales, y todos somos egoístas hasta la medula en el fondo. El afán de protagonismo, para muchos, sólo desaparece en los velatorios. No siempre es divertido ser el centro de atención. Estoy a pocos pasos de la puerta de entrada. Está entreabierta, y parece que le hayan pegado un hachazo a la cerradura. Hago acopio de valor, abro la puerta del todo. La luz que está encendida viene de la cocina. No oigo hablar a nadie, ni gritos o ruidos extraños. Pero quien sea aún está aquí, porque si no, le hubiera visto salir. Huele extraño. Entro en la cocina y no hay nadie, todo está en orden. Nada desvalijado. Respiro hondo. De repente, algo así como un gemido, llega del piso de arriba. Quien sea está arriba, pienso. Con ella. Se me va a salir el corazón por la boca, pero me obligo a cruzar el salón para llegar hasta las escaleras. Otro ruido. Es como si ella gritara, con algo en la boca, amordazada. Subo las escaleras una a una, intentando no hacer el menor ruido. No se oye hablar a nadie; quizá sólo hay un tío. Desde donde estoy aún veo la luz de la cocina. Mierda, pienso, otra vez estoy con las manos vacías, sin arma alguna. Pero sigo subiendo escaleras. Me suda la frente. Oigo otro gemido, esta vez más claro. No noto la polla, y estoy a punto de sufrir una taquicardia. ¿Qué le están haciendo, pienso, para que grite sin que se oiga antes un golpe, un ruido, algo? Se acaba el tramo de escalera, y se oye un claro y femenino: No, por favor. Camino torpemente por el pasillo, apoyándome en la pared. Desde donde estoy puedo ver cómo la puerta de la habitación está totalmente abierta, y en esa parte del pasillo parpadea una luz tenue que sale de la habitación, que claramente no es luz eléctrica. Son velas, pienso. Y oigo: Esto ya no me hace gracia, por favor. Y un grito brutal que muere en una arcada, hace que me detenga. Ella llora ahora de forma desesperada. La están torturando, pienso. Me quedo helado, quieto. Dudo sobre si bajar a por algo, un cuchillo, algo. Al final, muevo el culo escaleras abajo, atravieso el salón y entro en la cocina, mientras oigo un nuevo grito. Me tiembla todo. Antes de buscar un arma, algo que pueda utilizar, lo que hago es llamar otra vez a la poli. Esta vez al segundo tono una mujer me coge el teléfono. Para atajar la historia digo que alguien ha entrado en mi casa, que creo que me están robando. La mujer me pide el nombre y un sinfín de datos que tengo que susurrar, incluida la dirección de la casa, y al final me dicen que enseguida llegará un coche, que me esconda y espere. Sin pensar, cojo un mazo de amasar que veo, bastante grande, para evitar coger un cuchillo. Prefiero atizar a quien sea que atravesarlo, decido. Cruzo otra vez el salón, voy subiendo las escaleras y oigo súplicas y lloros, ininteligibles. Quien sea, pienso, debe estar cortándola con algo, o quemándola, quizá con las velas. Sea lo que sea que pasa sólo deja salir de la habitación los gritos de ella. Me pregunto si se oirán en la calle, aunque estoy casi seguro que no. Cuando ya me encuentro en el segundo piso, yendo paso a paso hasta la habitación, noto un fuerte olor a éter, ese olor extraño. Llevo el mazo agarrado con la mano derecha. Ella ya debe haber pensado que me he desentendido de hacer ninguna heroicidad, que he llamado a la poli y me mantengo a una distancia prudente de la casa. Y, joder, pienso, es lo que haría cualquiera. Ni tan siquiera he tenido una pelea de barrio o en el colegio cuando era niño, y ahora se me ocurre que voy a poder salvar a mi flamante ex de quien sea que está torturándola. De quien sea, o de lo que sea, me dice una voz. ¿De lo que sea?, joder, no desvaríes, me digo. Tengo la puerta a un metro de pared y la palabra que me viene a la mente es: asómate. Pero me quedo quieto, con la piel de gallina. Me quedo un momento escuchando; ella no para de suplicar y pedirle a quien sea que pare, que deje de… hacerle lo que sea que le está haciendo. Oigo cómo alguien trastea, y enchufa algo en la base que hay cerca de una de las mesillas que flanquean la cama; el ruido inconfundible de las clavijas entrando. Por lo que oigo, sospecho que ella ha estado sin mordaza un rato, y ahora se la han vuelto a poner, e intento convencerme de que no estoy haciendo tiempo para que llegue la poli y no tener que enfrentarme a esto. Ella comienza a gritar como un animal debajo de lo que lleve en la boca, y lo siguiente que oigo es el primer intento de alguien de hacer arrancar una motosierra. Pienso en huir enseguida, pero al hacer ademán de moverme oigo los pasos de ese alguien hacia la puerta abierta. Quieto, no respiro, blandiendo el mazo. La puerta se cierra de un portazo tal que oigo algo astillarse. La ha cerrado para tapar algo el follón, pienso. Siento una punzada de alivio, hasta que oigo como, segundos después, la motosierra se pone en marcha definitivamente, convirtiéndose en el sonido que tapa los gruñidos de terror de mi ex. Y yo con un mazo, sin un cuchillo enorme de cocina y con un mazo. Sin pensar, le doy un golpe a la puerta con el puño izquierdo. Doy cinco pasos atrás y me digo que le atraeré, ganaré tiempo. Deja de sonar el ruido de la motosierra; aún no ha podido cortarla con ese trasto; han pasado sólo unos segundos. Mientras alguien en la habitación da un paso tras otro hasta la puerta, puedo oír a mi ex amordazada; por lo menos aún no le ha cortado la cabeza. La puerta se abre, y veo a un chico que lleva una chaqueta con capucha, no le veo la cara. Mira hacia mi dirección, hacia la otra, y vuelve a cerrar la puerta. Estoy demasiado lejos para que pueda verme en un pasillo a oscuras, pienso. Sólo he dado un golpe en la puerta, apenas lo habrá oído y ha pensado que serían imaginaciones suyas. Pantalones de chándal grises y chaqueta azul con capucha; poco más de metro setenta. Oigo cómo esta vez le cuesta más hacer arrancar la motosierra, y compruebo cómo ella tenía razón con lo de la poli. Quizá debería haber dramatizado mucho más en la llamada, aunque creo que el tono de pánico estaba bien conseguido; era real. La motosierra no acaba de arrancar. Ella llora con la mordaza puesta. Voy a perder cinco kilos de una tacada, digo en voz alta, y le doy tres golpes fuertes a la puerta con el mazo. Ella grita más fuerte debajo de su mordaza; esta vez los dos saben que hay alguien más que ellos en la casa. Dejo de oír los tirones de motosierra a medio arrancar. Esta vez no oigo los pasos de antes dirigiéndose a la puerta. ¿Qué pasa? ¿Qué hace? ¿Debería entrar? No oigo ningún ruido, ni de ella ni de quien sea. Dudo sobre si abrir la puerta, e imagino la motosierra clavándose en mi cuello de un golpe. No, espera, tú sólo tienes un trozo de madera. Dios santo, él podría haberla degollado ya, haber saltado por la ventana; no se haría daño, hay un tejado del que sólo tiene que descolgarse. Podría no haber nadie dentro de la habitación, teniendo en cuenta la calma. No pasa nada, no llega la poli, no me despierto. Esto está pasando. Doy dos pasos hacia la puerta: Ábrela y apártate, rápido, no le des la oportunidad de abalanzarse sobre ti, me convenzo. Y cuando voy a poner la mano en el pomo, suena mi móvil. Esto no me puede estar pasando. En la pantallita: el nombre de mi ex. Le doy al botoncito verde. La voz de un chico, no demasiado convencida, dice: ¿Quién eres? No contesto. Ahora a ella puedo oírla a través de la puerta y por el teléfono, volviendo a suplicar. Se corta la comunicación. Vuelve el silencio total. Noto cómo el pomo comienza a girar. Me aparto de la puerta, unos seis o siete pasos. La puerta se abre. Asoma la capucha, un paso y ya lo tengo de cuerpo entero. No me ve, otra vez está a ciegas. En un impulso, corro y me abalanzo sobre él. Lo tiro al suelo con facilidad. Me coloco encima, inmovilizándole los brazos con mis rodillas, cara al suelo. Le doy golpes en la cabeza sin parar, con toda mi fuerza, respirando a trompicones. Sólo es uno, ahora lo sé seguro, sonrío. Niñato de mierda, grito, y descargo por última vez contra su cráneo, cuando hace ya como un minuto que no se mueve. Respiro hondo dos, tres veces. Miro hacia el interior de la habitación, y no quiero entender lo que veo. Hay un chico de unos veinte años, de aspecto común, en calzoncillos, empuñando una pistola. Se pone a caminar hacia mí, y soy incapaz de moverme por culpa de la verdad. Sale de la habitación y pasa de mí, recorre el pasillo y baja las escaleras, y sigo sin moverme por culpa de la verdad. Destapo la cabeza de mi adversario y veo la cabeza de mi ex, destrozada. Puedes ver el pasado sin máquina del tiempo. “Ponte la ropa y sal. Si haces algún ruido, disparo”. Me aparto de encima de ella, en trance. Miro al interior de la habitación, la cama empapada, roja, cuerdas, velas. Seguimos a la luz de las velas. El resto de la ropa del chico está ensangrentada, cubriendo éste cuerpo femenino que conozco de sobras. Oigo a la policía a lo lejos.

 

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