Distopía

Creo que lo que me despierta realmente es la incomodidad de la postura. Estoy hecho un ovillo. Intento mover las piernas, las tengo agarrotadas. Me sorprendo, llevo ropa de calle. Miro, pero no veo, y por lo que puedo palpar y oler, compruebo que estoy dentro de un contenedor de basura, con una resaca de aquí te espero. Al salir a duras penas, veo que dentro sólo hay una bolsa de desperdicios. No reconozco la calle en la que estoy, pero es estrecha y hace cuesta. La única razón por la que no he bajado rodando ahí dentro, es una madera que alguien ha puesto bajo las ruedas que facilitan el trabajo a los basureros. Echo un vistazo a mi alrededor y no hay nadie; hay un coche volcado, un todoterreno, a unos cien metros calle abajo. La verdad es que me quedo quieto, de pie, mirando mi reloj, que sólo da la hora. Las nueve de la mañana. Lo único que hago durante diez minutos es esperar, dolorido. Sigue sin aparecer un alma. Ningún coche en marcha. Noto ese silencio de cuando vas al campo, sin haber ido al campo, sin pájaros o riachuelos. Sinceramente, de momento el único plan es esperar a despertarme.

Supongo que estoy como a una hora a pie de mi casa: mi objetivo. El último recuerdo que tengo es el de haberme ido a dormir a la cama, con mi pijama, todo era normal. Era domingo por la noche. Si me preguntas no sabría decir cuánto tiempo habrá pasado. Como me siento es como debe sentirse la gente que ha pasado algunos días en coma. Me cuesta horrores caminar. De vez en cuando paro, me apoyo en algo. Mi ropa huele a haber estado a poco de morir de inanición. Es como si el tercer mundo se me hubiera metido en el cuerpo. Yo, que iba a cambiar de móvil por acumulación de puntos. Cada vez que doblo una esquina parezco estar más solo. De golpe, dos perros me ladran desde una ventana a pie de calle. Del susto, doy un traspiés y caigo al suelo de forma estúpida. Me toco la cara, barba de no sé cuánto tiempo. Escruto lo que me rodea, intento situarme, ya convencido de que esto no se va a resolver con un pellizco. Vehículos, taxis, autobuses volcados o parados en mitad de la calle, habiendo dejado atrás las marcas de un frenazo; nadie dentro de ellos. Miro al cielo. Temo que en cualquier momento comiencen a llover cenizas. Algo así. Cualquiera de las ideas que tengo son terribles, y me sitúan en la piel de un fugitivo involuntario, un tío con suerte. Con todo, en algún lado tendrá que estar todo el mundo. Me levanto a duras penas, y decido llamar al timbre de la casa de los perros. Doy al botón haciendo sonar un ruido estridente, dos, tres veces. Nada, cero. Así que sigo caminando. Probablemente si hubiera cadáveres por el suelo, o edificios destruidos o en llamas, todo esto se acercaría un poco a tener alguna lógica. Esto, en las películas, nunca dura más de dos minutos, y siempre acaba siendo una pesadilla. Ando pensando en cómo me voy a encontrar mi casa. Y es entonces cuando veo a una figura a lo lejos. Un joven, con una barba negra. Camina en dirección contraria a la mía, con media sonrisa en los labios. Cuando está a unos diez metros de mí, ni tan siquiera hace ademán de mirarme.

-¡Perdona!… – intento hablar con él -, ¡tío!…

Cuando ya ha pasado de mí, se vuelve, me mira de soslayo, y sin dejar de sonreír, murmura:

– Carpe diem, gilipollas.

Me quedo petrificado. Aún así, grito:

– ¡Oye¡… ¡Qué ha pasado!…

Ni caso. Camina y no deja de caminar, un chándal gris, las manos en los bolsillos. Se me ocurre que la tele hablará de esto, de lo que haya pasado. Tienes que llegar a casa, me digo. Me fui a dormir y era domingo y todo era rutina, y ahora palpo los bolsillos de mis tejanos. Lo tengo todo, la cartera, las llaves, el móvil, el tabaco, el mechero. El tabaco. Saco un cigarrillo de mi paquete de Camel. Se acabe o no el mundo, necesito fumar. Camino, y a la tercera calada saco mi móvil. Los móviles deberían ser como esos enormes abrigos fluorescentes cuando te has perdido en la nieve; deberían ayudarte, ser útiles en cierto tipo de circunstancias. Pero enciendo el chisme y me dice que no hay cobertura. Paso de pensar en por qué. Así que no sé qué pasa, no hay nadie, y estoy incomunicado. Estoy aislado en medio de la ciudad. No será de extrañar que en casa, la tele, el ordenador y demás vías de información, ahora no sean más que pisapapeles muy caros. Porque no creo que haya electricidad. Los semáforos no van, y no se oyen ruidos que hagan pensar en aparatos eléctricos. Esto sí se parece a eso que alguna gente llama: <<reencontrase a uno mismo>>. Salen de excursión a una reserva natural y te dicen que eso es reencontrarse a uno mismo, por el aire puro, la naturaleza, la escasez de ruidos; y lo dicen sabiendo que cuando vuelvan a casa allí seguirán el equipo de música, la tele, la conexión a internet; flujo de información para volverse a perder a uno mismo. Droga mediática. Es como dejar de fumar a las ocho de la mañana sabiendo que a las ocho de la tarde podrás volver a hacerlo. No sé qué habrá sido de ese tipo de gente, o de toda la demás. No sé qué será de mí. Pero sí sé que ahora puede ser la primera vez que me siento vivo de verdad, sabiendo que algo va mal de verdad. Esto, para bien o para mal, sí parece realmente reencontrarse con uno mismo. Observo a mi alrededor y es como tener de repente la certeza de que Dios existe, y se ha vuelto anarquista. Nos está dando una lección. Tengo un amigo que dice que la vida es un ritual, una farsa. Me dice eso, y lo siguiente que hace casi siempre es irse de putas. Todos estamos condicionados por las prioridades personales. Para mi amigo todo lo que haces forma parte de la espera hasta volver a follar. Tu prioridad puede ser una, o más de una, claro; pero sin electricidad ni tecnología puede que todos acabemos pensando como mi amigo.

Cuando llego al centro de la ciudad, veo que hay puertas destrozadas. Entro en algunas casas y no hay nadie. Y efectivamente no hay electricidad. Ya puedes aporrear los interruptores una y otra vez… Así que sigo sin saber un pijo de por qué lo siguiente que tocaba era ir a trabajar un lunes y sin embargo estoy aquí solo. ¿Si se tratara de armas biológicas ya estaría muerto? Me miro los brazos, me subo la camisa; por lo menos la piel está normal, y no me siento diferente. Lo que sea que ha pasado ha vaciado la ciudad en cuestión de horas. Ni tan siquiera hay pintadas o grafitis que me puedan dar pistas políticas. Todo es mobiliario urbano echado a perder.

Al doblar una esquina, veo cómo un tío con un delantal puesto le da a la manivela para enrollar un toldo. ¿Un bar abierto? Aligero el paso hasta llegar al local. Al final resulta ser uno de esos sitios en los que se sirven desayunos y también funcionan como panadería. Llego hasta el tipo antes de que acabe de enrollar el toldo. Es calvo y suda y su delantal parece acumular un dedo de harina. Me paro delante de él, con algo de apuro. Me mira de reojo.

– Buenos días… -le suelto, intentando confraternizar.

– No me jodas… – sonríe, condescendiente – otro igual… Vale, escucha. Entraban en las casas y os drogaban, os pinchaban con algo…

– Pero…

– ¿Has despertado en la calle, no?

– Bueno, en un contenedor.

– Sí, en un contenedor, en un callejón, da igual… Han puesto en cuarentena media ciudad. Hay un grupo que ha formado resistencia, los que han drogado a tanta gente…

– ¿Pero cuarentena por qué?

– Algunos dicen que ántrax. Dieron un comunicado de apenas minutos… el presidente. Pero cuando se comenzó a liar todo el domingo a las tantas, ningún medio de comunicación emitía ya… Así que en realidad nadie sabe muy bien qué pasa…

– Ya… ¿Qué día es?

– Miércoles.

-¿Y usted no ha querido…?

– No, no pienso dejar el negocio y que alguien me lo destroce; además, ¿me ves enfermo?… ¿Tú estás mal?

– Pues no…

– Pues eso… A saber qué se traen entre manos… De todas formas nunca lo sabremos del todo…

Me quedo en silencio. El tipo me mira. Dice:

– Bueno, ¿vas a querer algo? Algo de bollería, claro. Porque hasta que todo vuelva a la normalidad…

De puta madre, pienso, otro que no sabe qué coño ha pasado. Aunque seguramente tiene razón y nadie lo sabe bien. Entro en el local. Sin yo decir nada, el tío me trae un batido y un cruasán. Hay una chica de pie, detrás de un mostrador, como si alguien fuera a venir; quizá algún drogado cada dos horas. La chica me recuerda a una presentadora de la tele. Engullo el cruasán casi sin masticar. Dios, lo tengo en la punta de la lengua… el nombre. Aquella chica rubia, coqueta… Mierda, cómo se llamaba… Cómo se llamaba…

– Perdona… – No puedo resistirme.

– Sí… dime…

– Me recuerdas a alguien, pero no sé a quién…

– Ajá…

Puedo recordar el plató, el nombre del programa, los colaboradores. Pero nada. La chica sonríe. Sabe de qué hablo. Ya se lo han dicho más veces. Me dice:

– ¿Te saco de dudas?

Asiento.

– Patricia Conde.

– ¡Eso!… coño… eres clavada…

La mujer sale de detrás del mostrador. Miro mi reloj y ya es la una del mediodía. Ella se pone una chaqueta y coge su bolso.

– Oye – le digo, cuchicheando, el tipo está en la trastienda -, ¿tú no sabrás qué es lo que ha pasado…? ¿Qué…?

– Pues no… Sólo sé que de los que quedamos, la mitad habéis estado drogados, y los demás no nos hemos movido del sitio. Ayer la ciudad aún era un caos…

Se queda parada, mirándome. Murmura, algo tímida:

– ¿Quieres venir a comer? Me siento más sola que la una…

Y me levanto, me voy con ella. Yo, que quería cambiar mi móvil, ese era el plan antes de todo esto. Esta nueva disposición de la vida y las cosas me comienza a gustar. Estará bien mientras dure, pienso. Me viene a la cabeza la única prioridad de mi amigo. Esta parece mi excursión campestre a lo grande. Las mentiras de algún político han vaciado media ciudad; es mi única conclusión. Aún no sé cómo se llama Patricia. Tarde o temprano tendré que pasar por casa. Y por el trabajo. De todas formas, mírame. Huelo a basura. Tengo miedo. No sé qué pasa. Y soy algo parecido a alguien feliz.

 

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10 comentarios en “Distopía

  1. quiza tengamos que desprendernos de absolutamente todo e einstalarnos en la completa confusión para poder saborear cada minuto que vivimos, y sentirnos felices por un instante… quizá todo es demasiado

    quiza…

  2. Me ha gustado. Argumento de ciencia ficción pero luego introduces ese hálito mundano. me recuerda a uno tuyo anterior, de una chica que aparecía metida en un búnker y allí se preocupaba más por sus crisis adolescentes románticas que por la situación desesperada. Lo recuerdas?

    Pergueñas buenas historias, Jordi. Un placer leerte. Un abrazo!

  3. «Dios existe, y se ha vuelto anarquista.Nos está dando una lección.» Qué buena. 🙂 Te has buscada una bien guapa 😉 jajaja
    Me ha gustado mucho este relato, diferente a lo que hacías últimamente. Ha sido como un golpe de aire fresco y limpio.
    Al principio me ha recordado al relato de una chica o un chico que despierta en un hoyo. Era drogadicta/o, creo.:) Pero, en fin, que nada que ver 🙂

  4. Llevo largo rato pensando en cuál es mi prioridad.No se me ocurre ni una.Bueno, quizás seguir respirando, que me quede como estoy, virgencita.Hoy me vendría pero que muy bien la compañía, siquiera fuese virtual, de una amiga.Un email.Unas migas de virtualidad gratificante.Hubo un largo período en mi vida en que mi prioridad era huir.Llegué a un país muy lejano y un barman me preguntó qué deseaba.Pedí una cerveza.Luego me disculpé por no haber usado «las palabras mágicas» que me había recomendado mi casera.Por favor, gracias, ese rollo.Un cliente borracho se giró y me dijo en su idioma «Nos importan un coño tus palabras mágicas».Empecé a temblar.Me sentí escrutado por todos en el bar.Estaba atrapado.Aunque viajase al fin del mundo, no había manera de huir.Mis obsesiones iban siempre conmigo.Eso me desesperanzó.La huida tampoco era solución.Así que convivo con mis obsesiones.No les hago frente, porque sería una batalla perdida.Simplemente, procuro llevarme bien con ellas.
    Jordi, ignoro si padeces neurosis obsesivas y paranoias como yo.Si no es así, te remito al consejo que me dio el wizard, mi colega taxista: «Sal, emborráchate y echa un polvo».Para celebrarlo, claro.
    Gracias por dejarme este espacio.Creo que sólo ANA me conoce y no se llevará ninguna sorpresa al leer esto.

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