Miro por la ventana y el sol se va detrás de edificios hechos sólo a medias, y rodeados de grúas. La tele relampaguea dentro de la oscuridad de mi piso de soltera, y un anuncio de una bebida isotónica muere en uno de un coche, que muere en el avance de una película que emiten mañana, y después, más anuncios. En la mesita que hay al lado del sillón individual en el que estoy sentada hay un libro, y sólo un poco más allá la puerta de salida, que da a la del ascensor. Todos mis esfuerzos se reducen a estas recompensas materiales. Tu esfuerzo en la vida será igual a la recompensa que recibirás: Eso te decían los adultos cuando tú aún no lo eras.
Me meto la mano por debajo de los pantalones y las bragas, para rascar ahí donde no te rascas cuando alrededor hay gente. Me huelo la mano. Sudor. Respiro hondo abrigando la esperanza de que dentro de un rato me entre sueño de verdad y no se me quite de golpe camino a la cama. Aún son solo las doce de la noche. Hace un rato comencé a ver una película, y hace diez minutos parece haber sido substituida por la publicidad. Debería haber alquilado algo en el videoclub, pero hace ya unas cuatro horas que lo que decidí fue no hacer nada.
Me voy al lavabo. Son las tres de la mañana. Me doy una ducha -aunque ya es la segunda esta noche- para ver si con el aseo me viene la morriña. Hay gente que se duerme con tan solo dos horas de viaje en avión. O incluso en un trayecto corto de coche. O veinte minutos en el metro; o hasta cinco en el autobús. Joder, hay quien se ha matado por quedarse grogui conduciendo. Pero yo, tengo suerte si me relajo en mi cama. Me siento otra vez delante de la tele, con el pelo mojado y los ojos abiertos como platos. Atisbo el libro de Kurt Vonnegut que tengo al alcance de la mano. Por suerte mañana no he de madrugar ni dar cuentas a nadie. Cojo el libro y me pongo a leer, por aquello de potenciar el cansancio y ver si se me cierran los ojos; pero sólo consigo reírme; sólo disfruto del libro. Nada del dulce reposo de antes de dormir. Nada de descansar. Es igual, me digo. Me voy a mi cuarto sin ninguna esperanza de pegar ojo. Esa puta cama se ríe de mí. Juraría que alguna vez la he oído mofarse.
Cuando llevo una hora dando vueltas encima del colchón, comienzo a sudar. El piso es caluroso. Me levanto y meto los pies en mis zapatillas. Me quedo un rato así, sentada en la cama. La luz tenue de la lamparita, el suelo, las paredes. Cada día lo mismo. Ni pastillas ni remedios naturales ni nada. Las pastillas me matarían antes de hacer que me durmiera, y los remedios naturales… en fin, no pienso caer tan bajo. Soy huésped de lujo del insomnio, y punto. Sólo yo y mi cama, cada noche. Siempre la misma partida perdida. Los días laborales llego al trabajo agotada después de haber estado intentando dormirme durante doce horas, y habiendo tenido éxito apenas cincuenta minutos.
Lo que pasa siempre es que me visto con los ojos doloridos. Me maquillo para disimular la verdad. Voy hasta la oficina y me paso el día deseando que se acabe el mismo. Esta noche va por el mismo camino. Ya serían tres noches sin dormir. Serán. Miércoles, jueves y viernes. Se dice muy rápido. En serio, haría alguna tontería por cinco horas de inconsciencia. Sólo quiero huir un rato de esto. Lo único que deseo es que todo se vuelva negro y así poder dejar de oír los ruidos de la calle. Todo es interminable. Soy mi versión en blanco y negro, apagada y descargada.
Seis y pico de la mañana. Soy aquel walkman que tenías que hacía girar la cinta con las pilas gastadas y ya no se oía nada. Miro por la ventana. El sol sube entre los edificios en obras, entre las grúas. La ciudad eternamente inacabada. No sabría decir si he llegado a dormir más de veinte minutos. Pero creo que no. Y ahora, irritabilidad, falta de concentración, reflejos defectuosos, debilidad. La gente por ahí se quiere, y va de compras y sale de fiesta. Estudian, follan, quedan, ven una película. Viven. Y yo sólo tengo sueño. Mi vista funciona como cuando intentas hacer fotocopias con una máquina escasa de tinta. Todo es borroso y desfigurado. Un colocón natural con las consecuencias lamentables de los desastres naturales. Como si un tornado bajase del cielo y destrozase sólo todo lo que tiene que ver conmigo.
Salgo a dar una vuelta. Alguna gente me mira. Es poco femenino caminar haciendo eses. Y tener los ojos entreabiertos, rojos y en exceso rodeados de rímel. Llevo un vestido floreado y mi pelo está brillante y saludable como en los anuncios. Así que lo que llevo genial es la parte de mi que podría decirse está muerta. Mi vestido, mi pelo. Todo lo demás es cansancio. Setenta y dos horas renegando. No sé cuánto tiempo tiene que pasar hasta que lleguen las alucinaciones. Desde la calle puedo oír las carcajadas de mi cama. Sólo son las once de la mañana, pero todo llegará. El sol me provoca migraña. Me siento en un banco. Un tío se sienta a mi lado. Comienza a hablar. Ahora sólo podría gustarme un tío si pudiera hacer que me durmiera. Le digo que se vaya, o que me voy yo, y debe pensar que estoy con la regla. La sinceridad está a flor de piel cuando has visto anochecer y amanecer tres días seguidos sólo parpadeando. El hombre se va.
Según dónde, a mediodía en Diciembre puedes caminar por la calle con tu chaqueta, pensando que debería hacer más frío, porque en realidad hay unos veinte grados de temperatura. Los meses del año nos dicen la ropa que debemos llevar. La misma gente a la que ves bañarse en la playa en semana santa, puedes encontrártela paseando con abrigos y bufandas con tan solo cinco o seis grados menos. Es psicológico. Eso me dice la gente. Todos me dicen que ya no duermo porque estoy convencida de que no podré. Sólo que la gente que se abriga con veinte grados de temperatura no lo hace por convencimiento, sino por inercia. Y esa misma inercia alimentada por la despreocupación, era la que hacía que durmiera como un tronco cuando aún discutía con mi madre sobre cuándo me iba a dejar ponerme sujetador. Está claro que es la intranquilidad lo que no me deja avanzar, la calma que tiene toda esa gente a la que sólo le hace falta mirar el calendario para tomar una determinación, sin tener nada más en cuenta, sin sacar una mano por la ventana. Lo mío es lo que se ha dado a llamar <<tener la cabeza llena de pájaros>>. Hay cientos de formas sutiles de faltar al respeto a quienes tenemos problemas como el insomnio o similares. La gente te mira y te dice: pues haz deporte. Levantan una ceja y murmuran: mastica raíz de valeriana. Y todos esos consejos van acompañados casi siempre de un encogimiento de hombros, como si tú te lo hubieras buscado. Un encogimiento de hombros y un <<joder>>. Pues haz deporte, joder. Mastica raíz de valeriana, joder. Siempre te estás quejando, joder.
Anochece y noto un pinchazo en el estómago. Sonrío. Durante una época el insomnio sólo me atacaba de noche. A veces aún me pasa. Solía ser estando de vacaciones. Me pasaba la noche en vela, y por la mañana, cuando los pájaros ya llevaban horas de árbol en árbol, caía rendida hasta las tres o las cuatro de la tarde. Al despertar me parecía increíble haber dormido tanto. Eso sí, quedabas con algún amigo y no entendía a qué venían las ojeras a las cinco de la tarde.
El dolor de estómago se intensifica. Mi estómago es mi otro gran “amigo”. Se me olvida lentamente el tema del sueño. Cada visita al médico sólo es otra visita al médico. Por más pruebas que me hagan, la conclusión científica es que estoy fingiendo. Pero donde las pastillas fracasan, el dolor a la altura del vientre, triunfa. No es un desmayo ni nada parecido. Lo que hago es caminar doblada hasta mi cuarto. Me pongo en posición fetal en la cama. Una vez así, no es fácil, pero lo que hay que hacer es encontrar esa postura concreta con la que el dolor disminuye ostensiblemente. Una vez has dado con ella, espera. Tengo ya bastante práctica. Y mientras me duermo de verdad, me digo que no hace falta que me curen. De no ser por mi estómago no conseguiría apartar el pensamiento de esas cosas de las que no se preocupa la gente que actúa por inercia, y se me haría aún más difícil conseguir el placer de dejar de existir para mí misma.
Comentario hecho antes de leer el relato: a veces creo que lo tuyo sería irte a un lugar desierte, en el que la sociedad no te embadurnase con su basura. Pero entonces ya no tendrías nada contra lo que replicar, nada que te inflamase la aorta y te empujase hacia adelante. Un desierto… o que mas? me apuesto algo a que ya tienes ese lugar predilecto elaborado en tu cabecita, no es verdad?
saludos
Foto bonita. Me pasa lo mismo con lo de la ropa. Llevo la misma ropa a veces, con 8 grados de diferencia pero en cambio pasa de septiembre a octubre y ya creo que toca ponerse botas. xD
Un relato muy descriptivo. Me estaba hastiando yo con ella. 😛
El insomnio yo diría que es una especie de enfermedad ¿ te pasa de verdad ? he conocido gente que la ha tenido.. a veces se puede tratar con éxito, depende del caso.
Gracias por pasearte por nuestro blog.
Un saludo Jordim.
Inercia alimentada por despreocupación. Me ha dejado tildada este relato, como si al fin hubiese recordado eso que tanto quería y era una boludez.
Me encantó «Soy aquel walkman que tenías que hacía girar la cinta con las pilas gastadas y ya no se oía nada».