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Semidiós

(Jordi: El semidiós no soy yo, claro. Me fui sin avisar, pero en fin, ya he vuelto. Espero que haya hambre, este es otro de esos relatos demasiado largos como para leerlos en la pantalla del ordenador. Un saludo a todos)

 

 

– Es así, tío – decía un amigo mío.

Decía:

– El noventa por ciento en una relación es el sexo.

 

Siempre había un silencio incómodo ante esa afirmación, y yo le preguntaba que qué había del diez por ciento restante. Entonces simulaba que dudaba durante un buen rato, porque sabía que el diez por ciento que quedaba, en su caso, se reducía a la masturbación. Hay muchos tíos que son así.

Yo era más bien distinto, pero no contaba con que también hay muchas mujeres que son como mi amigo. Hay aspirantes a putas y a gigolós. Y aspiran al servicio gratuito.

Yo trabajaba asistiendo accidentes, rondando autopistas en una ambulancia, poniendo collarines y sacando gente de coches destrozados, ayudando a los bomberos. Siempre atendiendo imprudencias llevadas al extremo, hasta la muerte o sitios peores. Te podías desquiciar, con un camión volcado, un coche chamuscado, con un chico de veinte años atrapado dentro, gritando, y su madre fuera llorando y comentando lo bueno que es su hijo, hablando en presente sin parar. A veces se tardaba tanto en desmontar la chatarra para sacar los cuerpos, que a los familiares de estos les daba tiempo a venir para ver el “espectáculo”. Lo mío podía ser el infierno en la Tierra. Aunque no era habitual tanta marcha; la mayoría de noches me aburría, jugando a las cartas o con una consola portátil, interno, colocado de tanto respirar la peste a alcohol y desinfectante.

Una noche llegó al hospital una enfermera nueva, con todo lo que eso supone. Me encargaron a mí la tarea de enseñarle el edificio porque era el que más tiempo llevaba trabajando de noche, porque siempre he estado afectado de sumisión congénita.

Esperas que la nueva sea tímida y muy apocada, muy cortada ante su primer día, y ella, Carolina, lo era. Podías perderte en su cabellera rizada y castaña. Una profesional recién salida del horno, joven, impecable y amable. Era un compendio de atención e interés. Pero el recato fue eventual, un espejismo de los primeros días. Porque acabó conociendo a Anabel, que la inició en su mundo, en lo que a priori sólo parecía oscuridad. Todo era sugestión subversiva, vicio; nada que puedas tener bajo control.

La realidad, con Anabel, parecía un dogma sin gracia, que se apoyaba en teorías y conclusiones a las que no podías replicar fácilmente. No es como para reírse. Era inquietante pensar en ello, oírla hablar. Y con todo, me di cuenta de que en el fondo soy como mi amigo, y también para mí el noventa por ciento de todo se reduce al siguiente desahogo físico. La vida era una cuadrícula. Aún no sabía ver que estaba enterrado en etiquetas.

La salida de Carolina de sí misma está apoyada por varias teorías. La más popular es la de que Anabel una noche la acorraló en algún rincón oscuro.

Cunnilingus.

Y desde entones Carolina fue loca detrás de ella. El dato de si Carolina era lesbiana o no, era insignificante. Todo el mundo, hombre o mujer, sabía que era diferente cuando Anabel te miraba. Olvida tu tendencia sexual, no eres homosexual ni heterosexual; simplemente te gusta que te toquen. Todos lo supimos, no mucho después de que Carolina conociera a Anabel. Y cuando ellas, a las pocas semanas, ya eran algo así como Zipi y Zape, mi novia me dejó. Puede pasar así, de golpe. Mi trabajo, el turno de noche, dijo. Otro tío, pensaba yo. Aunque todo hay que decirlo, ella era de esas. De las de un noventa por ciento para el sexo. Y con tan sólo un diez por ciento de en demanda, no debía ser fácil ser mi novia por las noches seis días a la semana.

Yo aún no creía en ningún ser superior. Por aquel entonces todo lo que no tuviera una explicación cerrada era sectario, carnaza para ignorantes y desgraciados.

Con el tiempo, desconcertó el hecho de que Anabel no era una de las enfermeras del turno de noche hasta que llegó Carolina. Si le preguntabas, te decía que ella ya llevaba cinco años trabajando allí con otros horarios. El personal de los demás turnos no sabía o no contestaba. Así que, o era nueva, o había aparecido allí por arte de magia, y eso era todo.

Era Anabel: su cerebro, dentro de una cabeza rubia de raíces siempre rubias, frente ancha, ojos claros, pómulos marcados, boca pequeña, piel blanca. Cuando alguien tiene semejante aspecto y te habla sin pestañear, su discurso tiene que ser especial para que te conviertas en un verdadero interlocutor; alguien que realmente escucha y no tiene en cuenta nada más que no sean tus palabras. Lo malo es que ese tipo de objetividad en las conversaciones nunca ha existido. No hablas igual con tu padre que con tu jefe. No hablas igual con la chica que te gusta que con todas las demás. Hay quien incluso habla o no según quién tenga delante. No existe ningún interlocutor que no esté condicionado. No hay ningún tipo de sinceridad formal, o ya es muy difícil reconocerla. Puedes contar cien maneras distintas de mentir, pero también de decir la verdad. Puedes decirle lo mismo a dos personas y con tan solo cambiar el tono puedes estar engañando a una. Puedes transmitir cierta información al sujeto A, con seriedad y gravedad, y luego decirle lo mismo al sujeto B echándote unas risas. Y sí, sabes que mientes a uno de los dos, porque el tema te preocupa o te hace gracia, pero no ambas cosas a la vez. Si vas por ahí vendiendo motos, al final, o eres un enfermo o un interesado. Y para Anabel los demás no éramos en absoluto unos enfermos.

Ella partía de la base de que no somos auténticos porque no queremos, porque estamos cagados, y porque no somos nosotros mismos, sino tan solo el resultado de la suma de lo que los demás quieren. No queremos cambiar el mundo. Ninguna generación quiere ser el conejillo de indias con el que se pueda experimentar para mejorar las cosas.

Todo sonaba a eso que te niegas a aceptar. Si decides poner el grito en el cielo y la verdad va a ser demasiado dura, es muy difícil elegir el momento para que la gente no asocie tu discurso a la demagogia. Los demás te miran como diciendo: <<de qué coño vas, tu también le echas gasolina al coche como todo el mundo>>

Pero daba igual, ella hablaba sin reparo, era un muro contra el que chocaba la doble moral occidental. Y no era una enferma, ahora lo sé. Como tampoco era una interesada, no como la mayoría de gente, porque su frialdad apenas parecía dejarla tener más apego con unos que con otros. Para ella todo parecían ser penes, vaginas, agujeros y gritos. Conceptos que por sí solos tenían más valor que las personas, que no daban ningún tipo de confianza. Ella sabía que con ella, nadie fingía. Ella decía: Hay personas de las que sólo vas a conseguir una respuesta sincera si les metes un dedo por el culo. A priori, el dolor y el placer no mienten. Decía: Encontrarás más sinceridad en los gritos que oyes en una montaña rusa que en los soliloquios de una sesión de terapia. Lo máximo que se podía esperar de la sinceridad eran sonidos, monosílabos. El resto de lo que dice la gente, decía ella, ya llega demasiado filtrado a la boca como para tener algo que ver con lo que tienen en la cabeza. Si dejas hablar a cualquiera el rato suficiente, una vez crea que te ha calado, dejará de ser poco a poco como realmente es, para convertirse en lo que cree que tú esperas. Cuando topan dos personas demasiado preocupadas por el <<qué dirán>>, la falsedad funciona en ambas direcciones, y según Anabel, hay demasiada gente así, y casi todas las conversaciones se echan a perder.

Lo que hizo ella fue utilizar su cuerpo para encontrar declaraciones no filtradas. Sinceridad momentánea. Decía que estaba escribiendo un Diario, pero no sobre ella. En serio, decía: Si te escondes en una esquina y saltas de repente para darle un susto a alguien, verás una reacción auténtica. Lo malo es que con esos métodos ridículos apenas consigues abrir una brecha en la impostura ajena. Las formas de conseguir reacciones sinceras y duraderas en los demás, casi siempre tienen que ver con el sexo.

La putada, decía, es que hay gente que finge incluso follando.

Se pasaba la mano por el pelo como acto reflejo, murmuraba cosas como que hemos inventado la mentira piadosa para tener siempre una red de salvación. Si tu reciente novio no sabe follarte y crees quererle, más vale que hagas cuento. Finge. Como si un día de repente lo fuera a hacer como a ti te gusta. Es preferible que nos pillen en una mentira a tener que solucionar el problema.

Anabel sabía que el sexo servía con los hombres. Con los hombres era fácil. Joder, estaba chupado. Alguien comenzó a difundir el rumor de que en la planta en la que se movía ella, cada noche había juerga. Al parecer, la documentación para su Diario requería el hacerles una felación a cuantas más personas, mejor. Yo trabajaba en la misma planta que ella. Y al principio, todos decíamos lo mismo, que no íbamos a caer, que no estábamos tan necesitados.

Después de decirle el primer , y ya habiéndome corrido, le pregunté si nunca iba más allá, ¿nunca se follaba a nadie? Y dijo que ella lo que buscaba era sus ratos de recreo. Dijo que si se bajara las bragas no le duraríamos nada, y que su droga era la verdad; ver sinceridad en la gente, aunque sólo fueran suspiros, gemidos. Se reía y decía que cuando salía a la superficie nuestro verdadero yo, la mayoría resultábamos ridículos. Los demás éramos onomatopeyas tridimensionales que dejaban de ser realistas cuando intentaban formar frases enteras.

No tienes nada que ver con tu pose cuando fumas, o con cómo actúas o hablas con todos. Según Anabel, tenías que aceptar que lo más fácil era que fueses una mentira andante; el sujeto A buscando la polla o el agujero del sujeto B; el sujeto A buscando el dinero y el reconocimiento del sujeto B. Interés disfrazado de buenas maneras y regalos con fecha preconcebida. Somos máquinas de buscar aceptación, decía. La cuestión no está tanto en ser tú mismo como en que te piropeen aun cuando no estás delante.

Con el tiempo comenzó a dar más miedo el quedarse a solas con ella que cualquier otra cosa. Carolina, por otro lado, estaba encantada, y no le costaba reconocer que estaba enamorada, aunque su novia no fuera fiel. Se reunían a menudo en una habitación segura y Anabel tenía que taparle la boca a su protegida para que no oyéramos los gemidos. La enfermerita en proceso de aprendizaje parecía ser la única persona a la que Anabel consideraba algo más que un montón de moléculas desperdiciadas.

En serio, llegó un punto en el que cuando volvía a chupártela ya no sabías si en cualquier momento te la arrancaría de un mordisco. Nos provocaba rechazo. La amábamos. Éramos súbditos de ella hasta el punto de estar dispuestos a lo que fuera con tal de tener nuestra ración de ella. La mayoría de las enfermeras nunca reconocían haberse liado con Anabel, y entres ellas las que no lo habían hecho de verdad hacían preguntas a las que se negaban a reconocerlo. ¿Se puede ser gay o lesbiana de forma puntual? Piénsalo de verdad: ¿Si te ponen una venda en los ojos y alguien te come la boca, sabrás de qué sexo es? ¿O sin la apariencia son cosas como el perfume lo que nos distingue? Imagínate a todos los internos del hospital teniendo discusiones que iban más allá del fútbol o la televisión, siempre pronunciando la palabra <<bisexual>> en un contexto ajeno a ellos. La normalidad, la rutina, todo se estaba resquebrajando, como esos edificios que un día parecen seguros y al día siguiente se derrumban durante la noche con los inquilinos dentro.

Cuando de verdad se comenzó a ir la situación de las manos, fue cuando “la pirada” (que es como la comenzamos a llamar todos a sus espaldas) comenzó a asistir accidentes. Te la podías imaginar perfectamente convenciendo a las altas esferas a lengüetazo limpio, para que la dejaran salir de urgencias con las ambulancias.
Lo prometo, la primera vez que vino conmigo el coche que nos encontramos estaba como un acordeón. Nunca había visto algo igual. Según el informe de lesiones, los dos niños que iban en el asiento trasero debieron salir disparados hacia delante partiéndoles el cuello a sus padres, quizá antes de que estos pudieran morir contra el parabrisas. Puede pasar si no les pones el cinturón a los críos ahí atrás, aunque a veces eso sólo varía la forma en que la gente muere. Los asientos delanteros estaban comprimidos entre el maletero y el motor. La familia ya sólo era unos ciento cincuenta kilos de algo muerto, viscoso y negro.

Después de coleccionar vivencias así y saber las consecuencias, esos anuncios dramáticos de la DGT te acababan pareciendo tópicos cuando los veías en la media hora de descanso. Lo comentabas con Anabel. Cambiaba tu perspectiva, tu ángulo de visión moral. Veías en la tele a un chico en silla de ruedas mirando la puesta de sol por una ventana, y llegabas a dudar sobre si cambiaría eso por una parálisis facial, con la que todo el mundo se reiría o apartaría la vista a su alrededor aunque tuviera las piernas sanas.

 

 

 

 

Yo, particularmente, antes de Anabel lo tenía todo más claro. Lloraba con lo que la gente llora, o era feliz o me deprimía como cualquiera. Pero después, rotundamente no. Si su droga era la verdad desnuda, la mía era ella, tanto si abría la boca para no hablar como si lo hacía para contarme algo. No sabías si te estaba lavando el cerebro o si intentaba acercarte a lo autentico sin cortapisas. Pero daba igual.

Era una sensación interesante dudar a esos niveles; casi diría adictiva. Prometo que cuando una grúa levantó eso que había sido un coche, vimos caer de él varios chorros de sangre que empaparon a dos bomberos que supervisaban. Había desperdigados dientes y vísceras que preferías no ver de cerca. Contemplabas esa chatarra solitaria convertida en estadística, y te podías preguntar: ¿contra qué ha chocado? Pasa todos los días, alguien intenta adelantar a alguien y no calcula que no va a poder esquivar al camión de carga que viene de frente. No suena a novedad el hecho de que muchos de los supervivientes de un accidente, prefieren pensar que podrán seguir con todo igual que antes del mismo.

La vida no deja de pillarte en fuera de juego. Y no te lleves las manos a la cabeza, pero prometo que, al margen de todo el horror humano, la sangre y la chatarra; al margen de el xoc que produce eso, lo que hizo Anabel fue meterse en la parte trasera de la ambulancia después de ver de cerca todo aquel infierno, y al ir yo, pude verla sentada con los ojos cerrados hacia el techo, apretando las piernas, mordiéndose el labio inferior, hurgándose con las manos bajo las bragas.

Atender accidentes o ver a la gente atenderlos, le daba a Anabel una prueba tangible de lo que somos, y de que no duraremos para siempre. Estás cenando o jugando a las cartas, y en un momento estás viendo a alguien morir. Ya podías estar desangrándote o corriéndote, que ambas cosas hacían que pusieras cara de imbécil; o en todo caso, la cara que sea que tienes cuando te expresas de verdad. Anabel decía que ella no era peor que los demás por el hecho de que un accidente la pusiera cachonda. En el escenario de un accidente no verás impostura; no habrá nadie que no esté sufriendo o llorando o muriéndose o trabajando. Eso, decía Anabel, me hace tener orgasmos múltiples. Era satisfacción emocional que le enviaba señales directas a la entrepierna. Me decía que antes de avergonzarme de ella, me fijara en la gente que pasa con sus coches cerca de los siniestros que atendemos. Esa gente que te mirará mal si te tiras un pedo o eructas comiendo a su lado, no pueden evitar mirar cómo han quedado los cuerpos después de un accidente de tráfico. Es verdad que a veces la educación en cuanto a las buenas maneras sólo es otro modo de coartarte. Pero esa gente que intenta ver cadáveres desde su coche quizá no siempre lo hace movida por el morbo. Quizá lo que intentan es ver algo de verdad por primera vez en sus vidas. Y no hay nada más real y auténtico que la muerte, aunque se ajena.

Efectivamente, la moral se iba al garete. Cada nueva salida de emergencia era motivo de emoción para muchos. Cada vez que alguien destrozaba su coche para quedar invalido o morir, Anabel podía dar el pésame a quien fuera en el mismo escenario del accidente, y después no podía evitar mojar las bragas. Pasado un tiempo, la gran novedad, fue que comenzó a bajárselas.

Si alguna vez has deseado la muerte de alguien en secreto, esto no debería asquearte en exceso. Sencillamente, alguien pedía una ambulancia y sabías que esa noche la pirada se te podía tirar. Así consiguió ganarse un lugar fijo en el asiento del copiloto. Lo que consiguió Anabel de buenas a primeras, fue tener a un montón de gente deseando inconscientemente el sufrimiento de los demás. Consiguió invertir en cierto modo el objetivo del personal hospitalario. Porque no siempre se bajaba las bragas. Lo hacía cuando había visto a alguien morir.

Se te revolvía el estómago ante la situación si olvidabas tu narcisismo durante un momento, pero Anabel decía que si era así como éramos realmente, sencillamente estábamos mejorando, antes no éramos honestos. Ella decía que si podíamos comer tranquilamente sabiendo que otros no pueden, no debería sorprendernos el hecho de que deseáramos que hubiera llamadas a urgencias para poder echar un polvo con ella. Si negábamos nuestra naturaleza de depredadores sexuales, y además cubríamos con un manto de falsa bondad nuestra hipocresía, ¿nos extrañaba que pudiera haber injusticia o guerras interminables? La hipocresía, decía, es extrapolable a cualquier asunto que dependa de la opinión en voz alta de un ser humano. Lo más cómodo era no consultar nunca nada con la almohada.

Cuando ibas por la noche al comedor a veces te la encontrabas con su ensalada, en ocasiones viendo Crash de David Cronenberg, con ese dvd que nadie había utilizado hasta que llegó ella. Y su escena favorita la veía una y otra vez. Esa en la que la chica protagonista tiene un accidente, y sale de su coche arrastrándose ensangrentada, para acabar haciéndolo allí mismo con el tipo que se para a atenderla. Lo bueno del cine, decía Anabel, es que por lo menos tienes la seguridad de que lo que ves es falso. No da pie a discusión.

Anabel también contó que había tenido dos novios. Que uno era actor de teatro, y el otro, mudo. Sólo facilitó esos datos. Decía que el que era actor salía muy cansado de los ensayos, y no le quedaban tantas ganas de fingir en su tiempo libre; de todos modos, si lo intentaba, ella podía cotejar sus gestos con los que hacía en el escenario. Por otro lado, el que era mudo, pues eso… por lo menos ya tenía una herramienta menos con la que poder engañarte. Esta revelación de sus relaciones fue importante, ya que a ella nadie se la imaginaba preocupada por un hombre. Si le preguntabas te decía que lo de tener novio te ahorra algunos trámites en cuanto al sexo, y además raramente significa que estés enamorada.

Puta loca, decían todos. Enferma. Demagoga. Ninfómana. Todos mirábamos hacia el suelo con media sonrisa en la boca y murmurábamos: vaya pirada. Todos la escuchábamos con atención por si luego le apetecía chupártela, pero después en las conversaciones sobre ella no se nos escapaba un detalle de lo que nos había dicho. Te iba grabando con fuego todo ese montón de teorías sobre lo patéticos que éramos realmente. Te hablaba, y entre líneas te llamaba cerdo capitalista, mentiroso, egoísta, narcisista. Y tú sólo podías pensar en si había condones a mano por si esa noche moría alguien.

Carolina se quedó sola, a excepción de cuando obtenía los favores de Anabel. Repudiada. Ella era la única a la que no le importaba lo que la pirada dijera. Era la única que no la llamaba pirada. La única que reconocía abiertamente la fascinación que Anabel le provocaba. Para ella no era tanto lo que decía como cómo la miraba mientras lo decía. Había intensidad, era innegable. La pirada te podía haber leído la guía telefónica y te la hubieras quedado mirando embobado. Era algo que todos pensábamos mientras cambiábamos. Porque sí, nos cambiaba, nos estaba cambiando.

Era una extraterrestre, bella y novedosa como sólo podías concebir el tipo de mujer que imaginabas cuando te hacías las primeras pajas. Llegamos a dudar sobre si íbamos a mejor gracias a ella, o si tan solo éramos más misóginos.

Sí, todo el mundo había estado criticándola a medida que tomaban nota de lo que decía. Todos fuimos convirtiéndola en nuestro gurú secreto común. Podías cambiar tu forma de ser, pero no podías reconocer que la pirada, en cierto modo, te había enseñado el desvío que debías coger.

Y después de todo eso, de toda esa belleza, de todas la mamadas y de aquel único coito que pudiste disfrutar con ella; después de toda la crítica a todo lo que somos y hacemos; cuando la gente ya follaba al margen de Anabel por todo el hospital, y hablaban de política, y de la muerte; cuando los cirujanos ya se lo montaban con las enfermeras a conciencia en las mismas camas en las que poco antes había fallecido alguien; una vez nadie parecía tener problema para decir lo que pensaba; entonces, la pirada desapareció.

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Pero no habíamos sucumbido al cambio hasta el punto de no acordarnos de lo cómodo que era no consultar nada con la almohada. Hablando en rigor, nuestro gurú no había conseguido cambiar nada para siempre en nuestro entorno. Sólo lo logró mientras estuvo en el hospital. Un año completo. Luego, una vez se largó, todo volvió gradualmente a ser lo que era antes de ella. Ya no había nadie que pusiera su cuerpo en manos de quien toma las decisiones, y por tanto, ya no valía todo. Ése noventa por ciento prioritario en cuanto a la carne, por una vez había jugado a nuestro favor.

Lo desagradable volvió a ser tan sólo desagradable, eso en lo que tenías que evitar pensar. Se acabó para muchos, entre otras cosas, la justificación del morbo de ser uno mismo de verdad. Todo el mundo volvió a cubrirse de buenas maneras. Todo el que criticaba a Anabel pero había acuñado su forma de ser, pasó a criticarla sin más, para volver a ser como antes. Una vez nos faltó ella, fuimos conscientes en silencio de que con ella habíamos sacado la cabeza del agua para respirar hondo, y nos sentíamos genial, pero luego volvimos a zambullirnos para buscar monedas de oro.

Teníamos claro que la gente no es como ella decía, que hay más gente sincera y buena de lo que parece. Pero también sabíamos que es el tipo de actitud que criticaba ella la que nos tenía maniatados a cierto nivel; el tipo de actitud que envenena la posibilidad de que este mundo no sea tan habitualmente un lugar horrible en el que sólo cabe malvivir mirándose al espejo.

Supimos que se había ido cuando encontramos a Carolina en una habitación, llorando, acurrucada en un rincón. Supimos que Anabel había estado con ella toda esa última noche, abrazándola, besándola, después haberle dicho que se iba. Al dejarla sola, aquel hospital se quedaba vacío lleno de gente para ella. Al dejarnos solos, al principio nos sentimos desamparados, íbamos a disimular hasta topar con otra persona igual. Sin ella, nuestras palabras iban a provocar un eco absurdo sin el interlocutor adecuado, aunque tan sólo las susurráramos. Incluso aunque nos hubiera dejado una vaga sensación de esperanza. Porque no parece haber Dioses eternos a los que rezar, pero quizá sí semidioses terrenales a los que hablar, tocar o escuchar.

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(Foto dedicada a Tyler, claro)