En el salón principal hay una mesa y sillas rojas de diseño, pero nunca he sabido reconocer los materiales. Aquí todo parece de plástico. Hay lamparitas y sillones y una pantalla plana colgada como un cuadro. Todo parece tan moderno y frágil que te extraña que lo haya podido pagar una mileurista. Eva toca un botón en un mando a distancia y se comienza a oír algo que parece de Wagner. Todas las paredes excepto una son rojas, rojo intenso como de pintalabios. En la pared que no es roja, hay una foto, un poster que cubre toda la pared. Es el rostro de una chica joven.
Eva me ve extrañado y dice:
– ¿Te gusta?
– Sí, tienes un piso…
– Digo la foto – me interrumpe.
– Ah… bueno…
– Nos gusta la… Quería que en una de las paredes hubiese un rostro bonito.
La tez de la chica que cubre toda la pared es una de esas caras que no parecen humanas, tan bella y andrógina como imaginas a los extraterrestres con una inteligencia superior o las ninfas. Una cara blanca y redonda con boquita de piñón y nariz pequeña y ojos grandes y azules, todo enmarcado por una melena naranja.
– No es que sea lesbiana ni nada de eso – dice Eva -, es que verla me transmite paz. Es una modelo. Vimos… vi su foto en una revista.
Supongo que del mismo modo en que una esvástica te produce malas sensaciones, una cara en una foto puede hacerte sentir paz. Es el poder de las imágenes, pienso, no estoy con alguien al uso. Me cuesta apartar la vista de esa pared. Esa chica. Seguro que por lo demás es demasiado delgada y enfermiza, no se puede tener todo.
– Se llama Lily Cole. Pero no te la puedo presentar, no la conozco… – dice Eva sonriente.
Salgo de mi aturdimiento.
– Perdona… bueno, enséñame el resto…
Y el resto, en comparación al salón, es aburrido, lo de siempre, el baño, la cocina, etc… Eva tiene veintidós años, hace dos que decidió independizarse, y lo consiguió hace uno. Las malas lenguas dicen que no duda en hacerte el favor que quieras si tienes dinero y estás dispuesto a pagar. Da igual si eres su jefe o un desconocido. Es la gerente de un pequeño almacén en el que cada mañana despierta fantasías sexuales entre el personal, del que formo parte. Tiene una camiseta en la que reza: La penetración anal existe, y hoy ha insistido en enseñarme su piso de soltera, de persona independiente que ya tiene la libertad de decorar sus paredes con caras.
Salimos del piso. Eva me hizo prometer que iría con ella y una de sus vecinas a dar una vuelta, a tomar algo. Tal vecina es Laura. Lo que me dijo un compañero de trabajo sobre Laura, es que cuando llega al orgasmo entra en trance y se queda rígida y con los ojos como platos; según él es multiorgásmica, pero tal compañero de trabajo tiene más bien poca fiabilidad. Me dijo que me lo juraba, que cuando yo aún no estaba en la empresa, una noche celebraron el cumpleaños de alguien en el piso de Eva, y la tal Laura se emborrachó lo suficiente como para tirarse a cualquiera que se pusiera a tiro. Al verla ahora, no puedo imaginármela en situación. Parece tímida, nada que ver con Eva. Nos invita a pasar un momento a su piso, aún tiene que arreglarse. Tal piso está justo debajo del de Eva, tiene una decoración casi igual al de Eva, y en la única pared que no es roja, hay una cara, otra vez; redonda con ojos azules, la misma boca, pelo naranja. Lily Cole. Otra vez.
Eva se percata de que ya he visto a Lily. Me dice que me parecerá una chorrada, pero que todos los pisos, los seis que forman el edificio, tienen la misma foto. En la misma pared. Eva suelta una carcajada. No puedo disimular la perplejidad. Laura sale del baño.
– Este no se cree lo de la foto, tía… – comenta Eva, divertida.
Laura, seria, no dice ni mu, me dirige una mirada de una milésima, y se pone la chaqueta. Hace ademán de que la sigamos fuera del piso. Nadie vuelve a sacar el tema, y decido no ser yo el que lo haga. Laura no parece demasiado extrovertida. Ya en la calle, es ella la que nos guía.
Está nublado. Caminamos. Entramos en una cafetería. No hay nadie.
– ¿Seguro que quieres entrar aquí, tía?… – protesta Eva.
– Sí… tengo mono de café, luego vamos donde quieras…
Los tres nos sentamos en una de las mesas. El lugar es amplio y parece bastante sucio. El tipo que hay tras la barra aún no ha levantado la vista del periódico. Apenas pasado un minuto, Eva dice que va al lavabo.
– ¿Qué queréis? – nos dice, ya de pie. Se lo decimos, y luego se acerca a la barra, para después irse al lavabo. Laura me mira, seria y escrutadora, y cuando se cierra la puerta del servicio de señoras, me cuchichea:
– ¿Quién eres? ¿Estás saliendo con ella?
– Eh… no, aún… – avergonzado – sólo soy compañero de… compañero de trabajo.
Y Laura, grave, de forma casi imperceptible:
– No sabes dónde te has metido, pero yo de ti dejaría el trabajo y me mudaría bien lejos. Hazme caso…
– ¿Qué…?
– Hazme caso, yo estoy hasta el cuello en esto por mi marido, me casé hace poco, la cagué, me fui a vivir con él a su piso… Pero tú aún no estás pillado, puedes salvarte.
– Pero… ¿de qué coño…?
– Calla, tssss….
La puerta del servicio de señoras se vuelve a abrir. Luego, continuamente, Eva, como siempre, sonriente, comienza a bromear; que si Laura está obsesionada con el café y el tabaco, que si menos mal que se casó y asentó la cabeza… Es la única que habla. Y no para; y sigue diciendo que pobre Laurita, que no ha salido de un cuadro de depresión y ya está metida en otro, que si no sabe la suerte que tiene con los amigos y los vecinos que tiene, y la envidia que le tienen todas con el marido que ha cazado… Que si Laurita por aquí y Laurita por allá… A todo esto, la susodicha saca un cigarrillo y se lo enciende con las manos temblorosas, literalmente al borde del lloro. El tipo, el camarero, al fin llega con los cafés; un cortado, un cortado y un café solo para Laura. Joder, tía, dice Eva, no quiero ni saber cuántos de esos te habrás bebido hoy… Laura se bebe el café en dos sorbos, demasiado caliente. Después del segundo sorbo su boca humea, hace una mueca. Se disculpa, se levanta y se va al lavabo.
Eva me mira y dice:
– ¿Dónde quieres ir luego?
– No lo sé, donde queráis.
– No, donde queramos tú y yo, Laurita seguro que se va a casa.
– Pues…
Aun estando a cierta distancia de los servicios, se oye el ruido de alguien vomitando.
– Si quieres vamos al cine – propone Eva, relajada, como si el camarero no estuviera ya hablando a través de la puerta del servicio: ¿Estás bien, chica?… ¿Me oyes?…
– Ya veremos – digo, no sé con qué cara.
– No te preocupes por ella – murmura Eva – siempre es la misma historia, siempre está igual…
Laura sale del servicio, sudando, los ojos inyectados en sangre. Llega hasta la mesa y se sienta, le dice al camarero: ¿me pones otro café, por favor? Eva hace que no con la cabeza, con desespero;
– Lo tuyo no se va a solucionar con café, cariño.
– ¡Ya lo sé, joder!
– Tranquila, cariño…
– ¿Tranquila?
– Muy bien… No pasa nada, bebe lo que quieras. Cálmate. Saca tu foto y échale un vistazo.
– ¿Mi foto?… ¿Mi foto?… – se levanta y rompe a llorar definitivamente, se pone la chaqueta en un solo gesto -, ah, y te voy a dar mi foto de la putita… yo no soy como vosotros, entérate… ¿me has oído?
Saca la dichosa foto de la que hablan de su cartera y la deja en la mesa, sale de la cafetería. La foto es otra vez Lily Cole. Eva me mira, por primera vez seria en todo el día. Disculpa, murmura. Saca su móvil del bolso y se va a hablar fuera del local. El camarero y yo nos miramos, atónitos. Pero él hoy sólo ha visto a Lily una vez, no sabe que esto ya ha dejado de ser divertido. Eva va de un lado a otro de la calle, hablando, exaltada, gesticulando. Pensaba que iría a por Laura, pero en lugar de eso, habla con una tercera persona.
Pasados unos dos minutos, Eva entra y se va directa a la barra. Mientras paga los cafés, me dice: Vámonos, quiero enseñarte una cosa.
De camino a su piso, Eva no deja de hablar, ahora sin sonreír ni por asomo. ¿Nunca has mirado a tu alrededor con algo de curiosidad, eh?, pregunta.
– Bueno, yo… ¿Qué…?
– Cállate – suelta, tajante -, déjame acabar y luego dices lo que quieras. Lo que Laurita no entiende es que disimular con su falso altruismo es justo lo contrario de lo que su depresión necesita. Cada vez que nos levantamos por la mañana, cada vez que salimos con alguien o vemos una película o escuchamos un disco, ¿qué buscamos?, ¿eh?, lo que buscamos es algo bueno, o mejor, algo perfecto. Algo bello. Nadie quiere fealdad. Los políticos ponen detrás de ellos a gente joven en los mítines por algo. El tiro de cámara siempre debe captar belleza, futuro, ¿entiendes? No hay azafatas gorditas. No se puede ir de altruista cuando lo que a todo el mundo le fascina sólo va en una dirección. No pecaré de falsa modestia. Mis vecinos y yo llevamos a cabo el ejercicio de aceptación más sincero que haya visto la humanidad.
Ahora, me digo, debería salir corriendo en dirección contraria, pero algo me detiene; quizá el saber cómo acabará el discurso.
– Es cierto, todos necesitamos un símbolo – dice Eva -, algo por lo que ser capaz de morir. Ninguno de esos Jesucristos de yeso crucificados que se ven por doquier tienen michelines. Lo fácil es llamar a esto xenofobia, pero es justo esto lo que hace que no nos hayamos extinguido aún. Si hay un Dios, él sabe que nosotros no nos movemos como los animales, nuestro objetivo no tiene que ver con cumplir con nuestros deberes e ir tirando, sino con tener nuestros orgasmos, autosatisfacción. La belleza es la respuesta.
Sígueme, dice.
Y luego calla. Llegamos hasta el bloque de pisos. En el ascensor hay un cartelito: Averiado. Subimos cada uno de los seis pisos a pie. Yo pregunto: ¿Dónde vamos?
Al ático.
Sigo teniendo la sensación de que debería huir, pero no siempre que sabes lo que es mejor para ti actúas en consecuencia. Comienzo a resoplar en el cuarto piso. Eva me dice que no me preocupe. Murmura para sí misma que a éstas horas todos los vecinos deben estar arriba. Hoy toca reunión, dice. Reunión. Algunas ideas pasan por mi cabeza. Quizá celebren una orgía. La orgía semanal. Procuro no pensar en las palabras “sacrificio” o “secta”, aun sabiendo que ya debería estar en mi casa, sin contestar al teléfono durante una semana, haciendo mutis en el trabajo. Llegando al sexto piso comienzo a oír el murmullo tras la puerta del ático. Eva saca una llave de su bolso, la mete en la cerradura y abre. Entramos.
Hay unas veinte personas. No hay ventanas. La iluminación consiste en un fluorescente viejo que parpadea hecho polvo.
– Hola a todos…
Y todos, sonrientes, saludan a Eva, le dan dos besos; todo es como si llevaran largo tiempo sin verse. El rasgo común, veo, es la juventud. Todo son matrimonios jóvenes o solteros. Si las miras a ellas parece que estés en una convención de azafatas de televisión; y ellos parecen todos potenciales portadas de una revista de Fitness. En un rincón hay una máquina de rayos uva, hay dos bicicletas estáticas y todo tipo de máquinas para correr o hacer flexiones. En una pared hay chinchetas que sujetan fotos, con fichas. En cada una se ve el nombre de un país, la foto y el nombre de la persona de la foto. España: Lily Cole. Francia: Jordan Capri. Estados unidos: Eddie Cahill. Y así hasta unas veinte fotografías. Hombres y mujeres. Modelos, actrices, actores. Jóvenes. Referentes de belleza, deduzco. Hay una mesa llena dosieres, números de teléfono. Lo que sea que pasa aquí, está pasando de forma simultánea en muchos otros sitios.
Eva me mira, mira a todos sus vecinos, y dice: Enseñádsela. Todos se apartan de la esquina en la que estaban reunidos. Lo que veo me confirma que tienes que huir cuando tu sentido común te lo ordena. En dicha esquina hay una mujer encadenada por la cintura a un enorme clavo en la pared, vestida con un biquini y con el rímel corrido.
Otra vez Lily Cole.
Me grita, me pide ayuda en inglés. A su lado tiene una silla y una mesa pequeña de madera con un plato de comida fría y fruta. Alguien hace ademán de ponerle cinta adhesiva en la boca, y la chica deja de gritar. Eva me pone una mano en el hombro, me mira a los ojos y me dice: No te preocupes, nadie está torturándola.
Dice:
– Ella no lo sabe, pero pronto será un ejemplo a seguir. Le damos de comer justo lo que necesita; es una preciosidad, pero aún está demasiado delgada. Pronto conseguiremos dar con los patrones de belleza adecuados con los que una gran mayoría esté conforme. Lo que la gente quiere es lo que buscamos. Mírame… La gente no está preocupada por conseguir curas para enfermedades terminales a no ser que estén convalecientes. Seamos honestos, la gente quiere belleza. Esta chica no está haciendo nada que ella no haría por su cuenta, nosotros sólo la estamos ayudando. ¿Sabes el porcentaje de adolescentes que se operan las tetas hoy en día? ¿Lo sabes? Esto, chico, es un objetivo a nivel internacional. Esto no es como creer en Dios, no te confundas, aquí no hay fe ciega. Cuando pongamos de acuerdo a una mayoría en cuanto a la percepción de la belleza, la ciencia se encargará del resto. Será un paso de gigante en la evolución, todo el mundo comenzará a preocuparse por lo que cuenta de verdad. Hay que acabar con los debates superficiales para comenzar a explorarnos por dentro. No seremos una raza única, pero sí estéticamente equitativa y preocupada por los problemas reales. ¿Te das cuenta? Imagina una mujer que es tal y como quisieras, que te besa como quieres y que tiene los pechos con los que fantaseas. Imagina una chica que se corre como quieres cuando le haces el amor. La intensidad y la belleza no tendrán parangón, y tampoco fealdad con que compararlas. Y luego, por fin, pasaremos a otra cosa.
Lily comienza a comerse su comida fría sentada a su mesa. Todo el mundo me mira. Me dicen sin hablar: NO TIENES LIBERTAD DE ELECCIÓN. Soy incapaz de moverme. Eva se da la vuelta y se dirige hacia la chica. Se pone de cuclillas, saca un klinex y le limpia el rímel corrido mientras la muchacha come. Murmura sin mirar a nadie:
– Si llora todos los días nunca solucionaremos el problema de los ojos hinchados. Tenéis que estar más atentos. Contadle al nuevo cuáles serán sus tareas a partir de mañana.