Archivo por meses: febrero 2008

Otra vez Lily Cole

En el salón principal hay una mesa y sillas rojas de diseño, pero nunca he sabido reconocer los materiales. Aquí todo parece de plástico. Hay lamparitas y sillones y una pantalla plana colgada como un cuadro. Todo parece tan moderno y frágil que te extraña que lo haya podido pagar una mileurista. Eva toca un botón en un mando a distancia y se comienza a oír algo que parece de Wagner. Todas las paredes excepto una son rojas, rojo intenso como de pintalabios. En la pared que no es roja, hay una foto, un poster que cubre toda la pared. Es el rostro de una chica joven.

Eva me ve extrañado y dice:

– ¿Te gusta?

– Sí, tienes un piso…

– Digo la foto – me interrumpe.

– Ah… bueno…

– Nos gusta la… Quería que en una de las paredes hubiese un rostro bonito.

La tez de la chica que cubre toda la pared es una de esas caras que no parecen humanas, tan bella y andrógina como imaginas a los extraterrestres con una inteligencia superior o las ninfas. Una cara blanca y redonda con boquita de piñón y nariz pequeña y ojos grandes y azules, todo enmarcado por una melena naranja.

– No es que sea lesbiana ni nada de eso – dice Eva -, es que verla me transmite paz. Es una modelo. Vimos… vi su foto en una revista.

Supongo que del mismo modo en que una esvástica te produce malas sensaciones, una cara en una foto puede hacerte sentir paz. Es el poder de las imágenes, pienso, no estoy con alguien al uso. Me cuesta apartar la vista de esa pared. Esa chica. Seguro que por lo demás es demasiado delgada y enfermiza, no se puede tener todo.

– Se llama Lily Cole. Pero no te la puedo presentar, no la conozco… – dice Eva sonriente.

Salgo de mi aturdimiento.

– Perdona… bueno, enséñame el resto…

Y el resto, en comparación al salón, es aburrido, lo de siempre, el baño, la cocina, etc… Eva tiene veintidós años, hace dos que decidió independizarse, y lo consiguió hace uno. Las malas lenguas dicen que no duda en hacerte el favor que quieras si tienes dinero y estás dispuesto a pagar. Da igual si eres su jefe o un desconocido. Es la gerente de un pequeño almacén en el que cada mañana despierta fantasías sexuales entre el personal, del que formo parte. Tiene una camiseta en la que reza: La penetración anal existe, y hoy ha insistido en enseñarme su piso de soltera, de persona independiente que ya tiene la libertad de decorar sus paredes con caras.

Salimos del piso. Eva me hizo prometer que iría con ella y una de sus vecinas a dar una vuelta, a tomar algo. Tal vecina es Laura. Lo que me dijo un compañero de trabajo sobre Laura, es que cuando llega al orgasmo entra en trance y se queda rígida y con los ojos como platos; según él es multiorgásmica, pero tal compañero de trabajo tiene más bien poca fiabilidad. Me dijo que me lo juraba, que cuando yo aún no estaba en la empresa, una noche celebraron el cumpleaños de alguien en el piso de Eva, y la tal Laura se emborrachó lo suficiente como para tirarse a cualquiera que se pusiera a tiro. Al verla ahora, no puedo imaginármela en situación. Parece tímida, nada que ver con Eva. Nos invita a pasar un momento a su piso, aún tiene que arreglarse. Tal piso está justo debajo del de Eva, tiene una decoración casi igual al de Eva, y en la única pared que no es roja, hay una cara, otra vez; redonda con ojos azules, la misma boca, pelo naranja. Lily Cole. Otra vez.

Eva se percata de que ya he visto a Lily. Me dice que me parecerá una chorrada, pero que todos los pisos, los seis que forman el edificio, tienen la misma foto. En la misma pared. Eva suelta una carcajada. No puedo disimular la perplejidad. Laura sale del baño.

– Este no se cree lo de la foto, tía… – comenta Eva, divertida.

Laura, seria, no dice ni mu, me dirige una mirada de una milésima, y se pone la chaqueta. Hace ademán de que la sigamos fuera del piso. Nadie vuelve a sacar el tema, y decido no ser yo el que lo haga. Laura no parece demasiado extrovertida. Ya en la calle, es ella la que nos guía.

Está nublado. Caminamos. Entramos en una cafetería. No hay nadie.

– ¿Seguro que quieres entrar aquí, tía?… – protesta Eva.

– Sí… tengo mono de café, luego vamos donde quieras…

Los tres nos sentamos en una de las mesas. El lugar es amplio y parece bastante sucio. El tipo que hay tras la barra aún no ha levantado la vista del periódico. Apenas pasado un minuto, Eva dice que va al lavabo.

– ¿Qué queréis? – nos dice, ya de pie. Se lo decimos, y luego se acerca a la barra, para después irse al lavabo. Laura me mira, seria y escrutadora, y cuando se cierra la puerta del servicio de señoras, me cuchichea:

– ¿Quién eres? ¿Estás saliendo con ella?

– Eh… no, aún… – avergonzado – sólo soy compañero de… compañero de trabajo.

Y Laura, grave, de forma casi imperceptible:

– No sabes dónde te has metido, pero yo de ti dejaría el trabajo y me mudaría bien lejos. Hazme caso…

– ¿Qué…?

– Hazme caso, yo estoy hasta el cuello en esto por mi marido, me casé hace poco, la cagué, me fui a vivir con él a su piso… Pero tú aún no estás pillado, puedes salvarte.

– Pero… ¿de qué coño…?

– Calla, tssss….

La puerta del servicio de señoras se vuelve a abrir. Luego, continuamente, Eva, como siempre, sonriente, comienza a bromear; que si Laura está obsesionada con el café y el tabaco, que si menos mal que se casó y asentó la cabeza… Es la única que habla. Y no para; y sigue diciendo que pobre Laurita, que no ha salido de un cuadro de depresión y ya está metida en otro, que si no sabe la suerte que tiene con los amigos y los vecinos que tiene, y la envidia que le tienen todas con el marido que ha cazado… Que si Laurita por aquí y Laurita por allá… A todo esto, la susodicha saca un cigarrillo y se lo enciende con las manos temblorosas, literalmente al borde del lloro. El tipo, el camarero, al fin llega con los cafés; un cortado, un cortado y un café solo para Laura. Joder, tía, dice Eva, no quiero ni saber cuántos de esos te habrás bebido hoy… Laura se bebe el café en dos sorbos, demasiado caliente. Después del segundo sorbo su boca humea, hace una mueca. Se disculpa, se levanta y se va al lavabo.

Eva me mira y dice:

– ¿Dónde quieres ir luego?

– No lo sé, donde queráis.

– No, donde queramos tú y yo, Laurita seguro que se va a casa.

– Pues…

Aun estando a cierta distancia de los servicios, se oye el ruido de alguien vomitando.

– Si quieres vamos al cine – propone Eva, relajada, como si el camarero no estuviera ya hablando a través de la puerta del servicio: ¿Estás bien, chica?… ¿Me oyes?…

– Ya veremos – digo, no sé con qué cara.

– No te preocupes por ella – murmura Eva – siempre es la misma historia, siempre está igual…

Laura sale del servicio, sudando, los ojos inyectados en sangre. Llega hasta la mesa y se sienta, le dice al camarero: ¿me pones otro café, por favor? Eva hace que no con la cabeza, con desespero;

– Lo tuyo no se va a solucionar con café, cariño.

– ¡Ya lo sé, joder!

– Tranquila, cariño…

– ¿Tranquila?

– Muy bien… No pasa nada, bebe lo que quieras. Cálmate. Saca tu foto y échale un vistazo.

– ¿Mi foto?… ¿Mi foto?… – se levanta y rompe a llorar definitivamente, se pone la chaqueta en un solo gesto -, ah, y te voy a dar mi foto de la putita… yo no soy como vosotros, entérate… ¿me has oído?

Saca la dichosa foto de la que hablan de su cartera y la deja en la mesa, sale de la cafetería. La foto es otra vez Lily Cole. Eva me mira, por primera vez seria en todo el día. Disculpa, murmura. Saca su móvil del bolso y se va a hablar fuera del local. El camarero y yo nos miramos, atónitos. Pero él hoy sólo ha visto a Lily una vez, no sabe que esto ya ha dejado de ser divertido. Eva va de un lado a otro de la calle, hablando, exaltada, gesticulando. Pensaba que iría a por Laura, pero en lugar de eso, habla con una tercera persona.

Pasados unos dos minutos, Eva entra y se va directa a la barra. Mientras paga los cafés, me dice: Vámonos, quiero enseñarte una cosa.

De camino a su piso, Eva no deja de hablar, ahora sin sonreír ni por asomo. ¿Nunca has mirado a tu alrededor con algo de curiosidad, eh?, pregunta.

– Bueno, yo… ¿Qué…?

– Cállate – suelta, tajante -, déjame acabar y luego dices lo que quieras. Lo que Laurita no entiende es que disimular con su falso altruismo es justo lo contrario de lo que su depresión necesita. Cada vez que nos levantamos por la mañana, cada vez que salimos con alguien o vemos una película o escuchamos un disco, ¿qué buscamos?, ¿eh?, lo que buscamos es algo bueno, o mejor, algo perfecto. Algo bello. Nadie quiere fealdad. Los políticos ponen detrás de ellos a gente joven en los mítines por algo. El tiro de cámara siempre debe captar belleza, futuro, ¿entiendes? No hay azafatas gorditas. No se puede ir de altruista cuando lo que a todo el mundo le fascina sólo va en una dirección. No pecaré de falsa modestia. Mis vecinos y yo llevamos a cabo el ejercicio de aceptación más sincero que haya visto la humanidad.

Ahora, me digo, debería salir corriendo en dirección contraria, pero algo me detiene; quizá el saber cómo acabará el discurso.

– Es cierto, todos necesitamos un símbolo – dice Eva -, algo por lo que ser capaz de morir. Ninguno de esos Jesucristos de yeso crucificados que se ven por doquier tienen michelines. Lo fácil es llamar a esto xenofobia, pero es justo esto lo que hace que no nos hayamos extinguido aún. Si hay un Dios, él sabe que nosotros no nos movemos como los animales, nuestro objetivo no tiene que ver con cumplir con nuestros deberes e ir tirando, sino con tener nuestros orgasmos, autosatisfacción. La belleza es la respuesta.

Sígueme, dice.

Y luego calla. Llegamos hasta el bloque de pisos. En el ascensor hay un cartelito: Averiado. Subimos cada uno de los seis pisos a pie. Yo pregunto: ¿Dónde vamos?

Al ático.

Sigo teniendo la sensación de que debería huir, pero no siempre que sabes lo que es mejor para ti actúas en consecuencia. Comienzo a resoplar en el cuarto piso. Eva me dice que no me preocupe. Murmura para sí misma que a éstas horas todos los vecinos deben estar arriba. Hoy toca reunión, dice. Reunión. Algunas ideas pasan por mi cabeza. Quizá celebren una orgía. La orgía semanal. Procuro no pensar en las palabras “sacrificio” o “secta”, aun sabiendo que ya debería estar en mi casa, sin contestar al teléfono durante una semana, haciendo mutis en el trabajo. Llegando al sexto piso comienzo a oír el murmullo tras la puerta del ático. Eva saca una llave de su bolso, la mete en la cerradura y abre. Entramos.

Hay unas veinte personas. No hay ventanas. La iluminación consiste en un fluorescente viejo que parpadea hecho polvo.

– Hola a todos…

Y todos, sonrientes, saludan a Eva, le dan dos besos; todo es como si llevaran largo tiempo sin verse. El rasgo común, veo, es la juventud. Todo son matrimonios jóvenes o solteros. Si las miras a ellas parece que estés en una convención de azafatas de televisión; y ellos parecen todos potenciales portadas de una revista de Fitness. En un rincón hay una máquina de rayos uva, hay dos bicicletas estáticas y todo tipo de máquinas para correr o hacer flexiones. En una pared hay chinchetas que sujetan fotos, con fichas. En cada una se ve el nombre de un país, la foto y el nombre de la persona de la foto. España: Lily Cole. Francia: Jordan Capri. Estados unidos: Eddie Cahill. Y así hasta unas veinte fotografías. Hombres y mujeres. Modelos, actrices, actores. Jóvenes. Referentes de belleza, deduzco. Hay una mesa llena dosieres, números de teléfono. Lo que sea que pasa aquí, está pasando de forma simultánea en muchos otros sitios.

Eva me mira, mira a todos sus vecinos, y dice: Enseñádsela. Todos se apartan de la esquina en la que estaban reunidos. Lo que veo me confirma que tienes que huir cuando tu sentido común te lo ordena. En dicha esquina hay una mujer encadenada por la cintura a un enorme clavo en la pared, vestida con un biquini y con el rímel corrido.

Otra vez Lily Cole.

Me grita, me pide ayuda en inglés. A su lado tiene una silla y una mesa pequeña de madera con un plato de comida fría y fruta. Alguien hace ademán de ponerle cinta adhesiva en la boca, y la chica deja de gritar. Eva me pone una mano en el hombro, me mira a los ojos y me dice: No te preocupes, nadie está torturándola.

Dice:

– Ella no lo sabe, pero pronto será un ejemplo a seguir. Le damos de comer justo lo que necesita; es una preciosidad, pero aún está demasiado delgada. Pronto conseguiremos dar con los patrones de belleza adecuados con los que una gran mayoría esté conforme. Lo que la gente quiere es lo que buscamos. Mírame… La gente no está preocupada por conseguir curas para enfermedades terminales a no ser que estén convalecientes. Seamos honestos, la gente quiere belleza. Esta chica no está haciendo nada que ella no haría por su cuenta, nosotros sólo la estamos ayudando. ¿Sabes el porcentaje de adolescentes que se operan las tetas hoy en día? ¿Lo sabes? Esto, chico, es un objetivo a nivel internacional. Esto no es como creer en Dios, no te confundas, aquí no hay fe ciega. Cuando pongamos de acuerdo a una mayoría en cuanto a la percepción de la belleza, la ciencia se encargará del resto. Será un paso de gigante en la evolución, todo el mundo comenzará a preocuparse por lo que cuenta de verdad. Hay que acabar con los debates superficiales para comenzar a explorarnos por dentro. No seremos una raza única, pero sí estéticamente equitativa y preocupada por los problemas reales. ¿Te das cuenta? Imagina una mujer que es tal y como quisieras, que te besa como quieres y que tiene los pechos con los que fantaseas. Imagina una chica que se corre como quieres cuando le haces el amor. La intensidad y la belleza no tendrán parangón, y tampoco fealdad con que compararlas. Y luego, por fin, pasaremos a otra cosa.

Lily comienza a comerse su comida fría sentada a su mesa. Todo el mundo me mira. Me dicen sin hablar: NO TIENES LIBERTAD DE ELECCIÓN. Soy incapaz de moverme. Eva se da la vuelta y se dirige hacia la chica. Se pone de cuclillas, saca un klinex y le limpia el rímel corrido mientras la muchacha come. Murmura sin mirar a nadie:

– Si llora todos los días nunca solucionaremos el problema de los ojos hinchados. Tenéis que estar más atentos. Contadle al nuevo cuáles serán sus tareas a partir de mañana.

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Intangibilidad

Albina creía que el sueño era real. No siempre funciona lo de pellizcarse. Llega un momento en el que despiertas, y eso es todo. Así que Albina, sudorosa, decide salir de la cama y quitar una manta. La gente dice que sí, pero normalmente no olvidas un sueño de forma inmediata, y de todos modos si es una pesadilla sigue dejándote la sensación de angustia. Angustia sin más, emoción sin más, o alegría sin más según el sueño. Sentimientos puros y auténticos provocados por una ficción sin lógica aparente, que no entiendes o ya has olvidado. Tu subconsciente. David Lynch.

Sonríes o lloras y no sabrías explicar por qué. Como cuando te enamoras, las mejores sensaciones son las que no puedes justificar. Lo que no puedes clasificar o encasillar o cerrar bajo llave; lo que no está sujeto a contratos o firmas o acuerdos legales. Todo eso es lo que parece valer la pena de verdad. A Albina le gusta soñar por eso, porque entonces la sensación es que no todo está visto y estipulado.

Albina se hurga abajo dudando en si convertir ése momento en una de esas contadas ocasiones en las que se masturba. El descontrol o la anarquía o el comunismo a veces se convierten en su sueño húmedo, imaginando un mundo en el que tales conceptos no nos llevaran nuevamente al desastre. Se comienza a humedecer su entrepierna, y no es precisamente nada abstracto esta vez lo que la acaba inspirando. Se hurga y piensa en esa broma con forma de consolador de su cumpleaños pasado, y ya no consigue recordar si lo tiró o lo perdió. Así que usa sus dedos. Dos. El sueño aún no se ha desvanecido, y tal sueño tenía que ver con esa fantasía en la que te lo montas con alguien sin cara. Follas con esa persona sin cara y prácticamente parece real. Por otro lado, a medida que avanza el sueño, te das cuenta de que nada sabe a nada, y las partes íntimas y los músculos de tu amante sin cara no tienen la textura de los de verdad. Y te despiertas.

Luego, ya masturbada, Albina camina, merodea de un lado a otro. Sólo piensa, idea, enciende la televisión, la apaga, abre la nevera. El desorden también debería mezclar realidad y sueño, no debería poder solucionarse con volver a colocar cada cosa en su sitio. Quizá algo parecido al caos ayudara a todo el mundo a comenzar a valorar lo intangible tal y como se merece. Albina, con la piel blanca cubierta por un camisón fino, abre la ventana del comedor de su piso, receptáculo inmobiliario del insomnio diario. Fuera hace demasiado frío como para hacer otra cosa que no sea dormir. La calle, desde un quinto piso, se ve estrecha y gris, del color de la luz impuesta. Los pezones de Albina, grandes y rosados, endurecen. Asomada, mira de forma insistente el semáforo que hay justo cinco pisos debajo de ella, sin interés pero sin apartar la mirada. La luz roja cede el turno a las siguientes controlando el flujo de tráfico invisible.

Algo se mueve y Albina mira abajo hacia su derecha. Un hombre con gabardina y gorro como sacado de los años cuarenta, dobla la esquina y recorre la calle caminando; un Humphrey Bogart imposible. Se detiene y se enciende un cigarrillo. Se percata de la mirada curiosa de Albina y escruta su ventana del quinto piso. Ella no hace por esconderse. Albina mira el rostro del tipo y advierte que, además de vestir como Humphrey Bogart, tiene un asombroso parecido con el actor. Cuando aún estaba vivo y era una estrella. La época de Casablanca.

Cuando ve que el tipo no deja de mirarla, Albina se dispone a cerrar la ventana. Pero justo antes, otra figura aparece en el lado opuesto de la calle. Una mujer. El tipo deja de mirar a Albina y mira a la mujer. Ella también lleva gabardina y sombrero. Y Albina cae en la cuenta. Casablanca. La mujer es exacta a Ingrid Bergman. Ella camina hacia él y él hacia ella. Albina nota cómo le sube la emoción por la garganta. Comienza a sentirse realmente bien. La doble de Bergman corre hacia el tipo, hacia Humphrey. Al llegar a donde está, le abraza. Se besan. Es un reencuentro, y Albina se da cuenta de que está llorando. La pareja se besa, sonríen, cuchichean. No hay nadie más en la calle. Y entonces los dos la miran, pletóricos, felices de verdad, y vuelven a besarse. Sin explicación o justificación alguna, eso es maravilloso, lo más esperado, un milagro. Casablanca no acabó en un aeropuerto con un diálogo ingenioso y un sabor agridulce. La historia está acabando aquí y ahora, piensa Albina, invadida por la euforia, feliz, postergando el final, quizá el pellizco.

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Flechazo

Saliste de casa como todos los días, muerto de sueño, no enfadado, pero algo… cómo decirlo… asqueado. Era martes o algo así. No lunes, pero quizá martes; miércoles como mucho. Así que saliste de casa con esa actitud de madrugón forzoso, a mitad de semana, procurando no pensar que no se trata tanto del madrugón como de tu trabajo. No te gustaba tu trabajo. Lo soportabas, pero no te gustaba. El sueldo no lo valía y sabías que eras demasiado joven como para aguantar toda la vida igual que estabas. Llevabas como tres años con una chica, de los cuales dos habías pensado seriamente en dejarla. Unas veces no lo habías hecho por cobardía y otras por pereza. Así que seguías con tu trabajo forzoso y tu relación sólida basada en la rutina, la normalidad. “Lo normal”. Sabías que mucha gente luchaba día a día por ser normales, o parecerlo. Se justificaban ante la menor de las nimiedades para convencerte de que eran rabiosamente normales, del montón, muy dignos, muy humanos. Como esos tíos que quieren ser muy tíos, y esas chicas que van por ahí con sus buenas maneras de postín exudando por todos los poros: “soy una chica”. Esos tíos que reaccionan de forma airada si hay un gay cerca, o si se pone en duda esa virilidad tan valiosa que poseen. Esas chicas que jamás te reconocerán que disfrutaron de la última de Tarantino, aunque lo hicieran. Esos chicos y esas chicas. Esos proyectos de estereotipo siempre procurando mantener el encefalograma plano. Joder, no, tú no querías eso.

Te levantaste ese día, y camino al trabajo supiste que no querías eso. No quería ser así. No te ibas a conformar con lo que los demás consideraban diversión, o dignidad. Podía ser que un sábado no te apeteciera ir a una discoteca, y puede que en lugar de ir siempre los domingos al cine fueras un día entre semana; puede que incluso solo. Sabías que sonaba ridículo y nada heroico, pero también tenías claro que para mucha gente esas estupideces son extraoficialmente sagradas. Para mucha gente es esencial mantener el encefalograma plano, la reputación a salvo. Si eres chica nunca has eructado o te has tirado un pedo; si eres chico nunca te la has meneado viendo porno. Y el pasado, ese oasis de las anécdotas vergonzosas, no existe. Seas chico o chica, comes bien, haces deporte, tienes o no pareja según convenga, te gusta la música comercial y el cine entretenido (nada de música fea y películas raras), te sabes todos los tipos de conversación prefabricada que existen (hablar sin decir nada, preguntar desinteresadamente cómo va todo, esperar ansioso tu turno para hablar y, finalmente, despedirte de forma cordial). No saques temas que vayan más allá del entorno en el que estás, no sea que la gente comience a pensar que eres un bicho raro. Hay un montón de reglas para que tu verdadero carácter o fobias o pasiones queden soterrados en una montaña de normalidad normal.

Pero tú, esa mañana, concluiste que la palabra <<normal>> no define nada. Nadie es normal. Todo el mundo disimula. De la misma forma en que miles de homosexuales a lo largo de la historia han ocultado su identidad con matrimonios e hijos, tú quisiste pensar que toda la gente tiene uno u otro carácter. Todo el mundo ha de tener carácter, gustos, miedos, pasiones. No puede ser que tanta gente haya quedado absorbida por las frases hechas y las radioformulas. Por las costumbres. Esa mañana, en tu momento de lucidez, supiste que podías ser quien eras de verdad. No es que pensaras que podrías ser lo que quisieras, porque sabías que en muchos casos eso era una autentica utopía y una frase/cliché pseudooptimista, pero sí supiste que parte de tu vida podía ser de verdad, rica, plena.

Así que llegaste al trabajo con otro ánimo; no buen ánimo, pero por lo menos otro ánimo. Te sentaste en tu mesa de trabajo delante de tu ordenador con ocho horas laborales por delante, y lo primero que hiciste fue llamar a tu novia. A su casa, a casa de sus padres, echándole huevos, a las ocho de la mañana.

– ¿Diga? – te contestó su madre, con voz de sueño, cabreada.

– Hola… Soy Dani, ¿está Gema?…

Y tu proyecto fracasado de suegra te dijo que sí, que ahora se ponía. Esperaste dos minutos al teléfono hasta que ella se puso para hablarte con voz de dormida, de sueño mutilado. Le dijiste que querías dejarlo con ella, así sin más. Ella te dijo que lo podíais hablar en otro momento, te dijo que quizá te estabas precipitando. No, dijiste, estabas seguro. ¿Seguro, cariño?, lloriqueaba. Sí, estabas seguro, lo sentías, pero estabas seguro. ¿Por qué me lo dices ahora?, continuó lloriqueando. No lo sabías, dijiste, pero hacía tiempo que lo tenías en mente. Eso dijiste. Y luego colgaste el teléfono haciendo ruido, cerrando un asunto que ya hacía años que coleaba. Te sentías genial y a la vez hecho una mierda, pero por una vez la balanza se decantaba más hacia lo positivo.

Habías comenzado el día a lo grande, y te sentías agotado, como para volver otra vez a casa a dormir. Eso, claro está, no le importaba a tu jefe, que te miraba de reojo esperando verte resoplar mirando hacia la pantalla de tu ordenador, señal de que ya habrías comenzado a trabajar de una vez. Sabías que tu trabajo sólo consistía en evitar aburrirte, y no siempre que consigues eso significa que lo estés pasando bien o estés aprendiendo. La gente a veces se empeña en sacar grandes lecciones de la vida de lo que sea. El que no te aburras no significa que lo que estés haciendo llene algo más que tu tiempo. Puede que sea en tu trabajo o en tu matrimonio, en tu relación de pareja, o puede que en tu vida en general. Esa sensación de que no eres feliz pero por lo menos eres normal, puede aparecer en cualquier faceta de la vida. La maquinaria de tu mundo, del mundo que te rodeaba, parecía consistir en tener a toda la gente lo suficientemente ocupada y agotada, no fuera que se les desmadrara la imaginación.

Cuando pasó el día, por la noche, en tu cuarto, en la casa en la que vivías con tus padres, comenzaste a descargarte pornografía por Internet. Te iba a venir bien, pensaste. Ésa tarde les dijiste a tus padres que lo habías dejado con Gema, que lo habíais dejado, de mutuo acuerdo, sin agobios por ninguna de las dos partes. Y tu madre te dijo que Gema había estado todo el día llamando a casa, que lloraba, y que no le parecía que hubiese pasado nada de mutuo acuerdo. Tú te fuiste a tu cuarto, sin escuchar las recriminaciones de tus padres, que parecían convencidos de que eras imbécil, de que estabas con una chica que no te merecías y te quería y aun así la habías mandado a paseo, bien temprano, y por teléfono. No habías pensado que aunque te hubieses dejado el móvil en casa, tu progenitora ama de casa iba a seguir en ella.

Con todo, según tus padres, eras un gilipollas insensible. Con ese pensamiento, te fuiste a dormir, y tres horas después te dormiste.

Cuatro horas más tarde tenías que ir otra vez a trabajar. Así que sonó el reloj, y te levantaste y ése día ya sí estabas cabreado. Pusiste tu móvil y había como diez perdidas de tu ex. Quién dijo que tu vida no podía cambiar de un día para otro. Estabas enfadado de verdad, aunque no supieras exactamente por qué. Tenías ganas de irte a vivir a una puta cueva, pensabas. No entendías que tus padres se enfadaran. Ellos sabían que nunca habías estado enamorado. Pensabas que en el fondo querían que te casaras de una vez, con quien fuera, y te fueras a vivir con ella y te conformaras para toda la vida; querían que hicieras eso porque ellos hicieron eso. Pensabas todo eso porque estabas cabreado. Esa mañana después de ducharte te afeitaste viendote borroso en espejo del lavabo. Te vestiste y ni tan siquiera te peinaste. Caminaste hasta la parada del tranvía. Cogiste el tranvía. Pagaste en efectivo y echaste un vistazo al vehículo abarrotado. Todas las demás éramos mujeres. Pero durante todo el trayecto sólo me miraste a mí.

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Pasados

Por más que haga memoria, no recuerdo si fue durante la cena de Navidad o en Nochevieja. Ni tan siquiera sé exactamente cuántos años han pasado. Debe ser porque a veces intentas convencerte de que ciertas cosas no sucedieron de la forma en que sucedieron. Y no es que consigas olvidar nada, pero difuminas la tragedia de la forma más eficaz que sabes para evitar tomar decisiones drásticas, o que otros las tomen.

Mi sobrina ahora tiene unos veinticinco años. Por aquel entonces debía tener seis o siete, o quizá nueve, no sé, era pequeña, manipulable. Pero no malvada, no es malvada y nunca lo fue. Y punto. Y el recuerdo que tiene de aquella noche es confuso, o eso quiero creer. Ella siempre dice que no recuerda exactamente los hechos. Eso dice. Quedamos una vez a la semana para no hablar de aquella noche, para hablar de nuestras cosas y no mencionar nunca que nuestras familias están muertas. Lo que cuenta es el presente, y el futuro es caldo de cultivo de grandes gestas. Y repito, como con esos amigos que tienes que no quieren ni oír hablar de sus ex, el pasado no existe.

Ella se llama Faustina. Imagina a una niña que tiene que arrastrar ese nombre durante toda la educación primaria, y luego en el instituto y luego en la Universidad. Faustina. Ése tipo de nombres que te hacen evocar a sesentonas con serios problemas de azúcar. El que fue nombre de tu madre, que heredó de tu abuela, y así hasta llegar a esos antepasados tuyos que no sabían nada de cosas como la televisión. Ésa primera Faustina carismática y entrañable, que preparaba cenas a la luz de las velas escuchando explosiones demasiado cercanas, ella tuvo la culpa, sus padres tuvieron la culpa. Miro a mi sobrina y sé que basta con no saber elegir el nombre de tus hijos para enfadarles y hacerles pasar un montón de vergüenza; basta con que sus compañeros de clase hayan aprendido a hablar. Acumula unos cuantos de esos detalles como el del nombre, nimios en apariencia, y con el tiempo sabrás que eso de que del amor al odio hay un paso, es uno de los pocos tópicos que pueden convertirse en el denominador común de toda una vida. Olvida lo inteligente y maduro que seas, esas gilipolleces te pueden carcomer por dentro.

Faustina demostró algo antes de que nuestras familias murieran que no era del montón. Quiso ser una niña normal, pero pronto papá y mamá (mi hermana) la apuntaron a una academia para superdotados. En aquella academia no sobresalía, llegaba apenas a poder hacer sus deberes como es debido, aprobaba por los pelos, se enfadaba minuto a minuto. Siempre que quedamos para no hablar de nuestras familias muertas, Faustina me dice que ella sólo quería ser una niña de entre tantas, empollona quizá, pero del montón, con amigas íntimas, novietes, quizá un embarazo prematuro, problemas con las drogas… Ella, decía, no quería ser astronauta, no quería innovar en el mundo de la física o filosofar o escribir un gran bestseller. Ella quería ser una niña normal con un nombre normal, un nombre de niña.

La familia que nos unía como Tío y Sobrina tenía unos treinta miembros. Aquella noche en que todos nos reunimos –la mayoría para morir- el comedor de la casa de mis padres parecía el vagón de uno de aquellos trenes llenos de judíos del Holocausto. Es irónico.

Mi madre se pasó todo el día cocinando. Faustina se pasó todo el día siendo besuqueada por todas aquellas tías y tíos y primos, etc, ect, etc , a los que ella apenas veía en todo el año. Era otra reunión familiar en la que todo eran miradas a Faustina, la niña superdotada con nombre de vieja. Ella era graciosa porque era inteligente. Había algo que ella notaba en el ambiente, algo muy parecido a la condescendencia, que se podría haber cortado con un cuchillo. Lo cierto, era que la futura niña astronauta pasaba por un calvario cada vez que alguien le hacía una pregunta; esas preguntas que se te hacen cuando eres pequeño como si además de pequeño fueras imbécil; y Faustina además de no serlo, era más espabilada que todos ellos. Tenía todas esas caras mirándola de cerca y sonriendo y salpicando saliva, mientras la agarraban por sus mofletes dejando roja la zona del pellizco, mientras le pasaban las manos por la cabellera rizada y rubia que la hacía parecer otra niña tierna de anuncio.

Fue durante el postre, cuando ya todos habíamos brindado, cuando mi madre se desmoronó encima de la mesa. Fue la primera.

Me había extrañado el hecho de que Faustina abriera personalmente las botellas de cava y sirviera a toda la familia, animándolos a brindar con ella, poniendo esa cara de niña tierna de anuncio. Me extrañó que me dijera justo antes de brindar que bebiera coca-cola igual que ella, por favor.

Así que mi madre murió en cuestión de minutos. Y mi padre y mi hermana y mis tíos y mis abuelos, primos, etc, etc, etc. Hubo quien quiso llamar a una ambulancia. Pero también hubo quien había escondido los móviles y cortado el cable telefónico. Todas esas parejas que tenían los móviles guardados en el bolso de ellas, no pudieron llegar hasta la habitación en la que Faustina había guardado todas las chaquetas y los bártulos. Así de rápido es el cianuro. Así de trágica fue la Navidad del… de aquel año.

Cianuro, eso me dijeron después de las autopsias. Era un misterio la manera en que Faustina podía haber conseguido veneno. Nunca me lo ha dicho. Aquella noche el comedor quedó sembrado de cadáveres, conmigo absorto, sujetando mi copa cara de coca-cola. El motivo por el cual yo no fui asesinado por aquella nazi rubia infantil, fue que yo no le caía mal. Así me lo dijo unos años después, cuando yo ya no quería matarla por lo que hizo, la primera vez que quedamos después de que ella se pusiera a vivir con una familia de acogida, mientras era tratada por una psicóloga, primero infantil, y luego al uso. Nunca más ha vuelto a hacer nada malo. Se ha limitado a ser una chica guapa y callada, inteligente, y sin un ápice de arrepentimiento a primera vista. Ha estado unos años trabajando de administrativa, el tipo de trabajo poco exigente que ella quería, teniendo en cuenta su coeficiente intelectual.

Es como si alguien te diera carta blanca para matar a quien te me moleste, y una vez todos muertos, tu continuaras por fin satisfecho con tu vida. Nunca le he preguntado directamente por qué lo hizo, y ella siempre ha actuado como si aquello hubiese sido una fechoría de la infancia. Siempre me ha mirado con sus ojos verdes como diciendo: “¿En serio me tienes en cuenta aquello?”. Así que sigo viéndola cada semana, a veces sintiéndome como si mi pareja me hubiera puesto los cuernos y yo continuara comportándome de forma amable con ella, sin saber muy bien por qué.

Procuro que nunca me sirva bebidas, que nunca pida ella en la barra mientras yo espero sentado; no me monto en coche con ella, y siempre procuro verla en lugares públicos. Y se me pone la piel de gallina en las cafeterías y los bares viendo como muchas veces nos rodean esas parejas que, sentadas ante sus cafés, no se dicen nada, y sólo parecen esperar y aburrirse. Incluso nosotros nos llevamos mejor que esa gente. Que la mayoría de gente. Es como si hubieran muchos más pasados terribles de los que crees. Es verdad, se me ponen los pelos de punta, y al mirar a Faustina -que actualmente está en trámites para cambiarse el nombre- , al mirar su cara bella de exasesina infantil, y desprovista de emoción, su comportamiento frío y aséptico parece ser el mejor para moverse en la vida que algunos dicen se nos ha regalado.

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La muerte de Aquiles

Conduzco del trabajo a casa, justo por debajo del límite de velocidad; lo suficientemente tarde para que apenas haya tráfico. Llego como por inercia. Meto el coche en el garaje.

Al entrar en mi piso noto un olor extraño. <<No es el gas>>, digo en voz alta. Me tranquilizo. Abro la puerta de mi cuarto y el olor se intensifica. Miro al suelo.

Mi gato está muerto. Había sido un regalo de hace dos navidades, justo al independizarme. No era nada cariñoso, aunque no sé si hay gatos cariñosos. Se pasaba el día durmiendo o dormitando, sólo moviéndose si por error te ibas a sentar encima de él.

Ni tan siquiera tenía un nombre. No le puse nombre. Pensé que si le pones nombre a un animal le estás dotando de una personalidad que probablemente no tiene. Esperé a ver en él alguna redundancia que lo asociara a algún adjetivo, pero nunca hacía nada. Para no ser injusto, creo que con algunas personas no es muy distinto.

A la larga, el animal domestico parece convertirse en un ser desprovisto de sus instintos. El concepto <<animal de compañía>> hace de los animales otro capricho para el ser humano, que es tan capaz de quererlo intensamente como de abandonarlo una vez le ha robado el poco ánimo de supervivencia que pudiera tener. No se trata de si es un ser vivo, se trata de si hay espacio en casa. Con las mascotas pasa como con los niños, nadie te puede impedir tener una si quieres. Para recetar un jarabe o construir un puente has tenido que estudiar una carrera. Pero los seres vivos tan solo son eso, mortales. Un puente, o la medicina, o tu dinero, te sobrevivirán. La pregunta está en si es más cruel no dejar tener mascotas a ciertas personas, o dejar que las tengan.

A decir verdad, cuando era pequeño era precioso; un peluche vivo y adorable; se aferraba al biberón con un entusiasmo que casi te hacía sentir importante. Me siento culpable, porque no sé si debería haberme dado cuenta de que podía estar enfermo. Quien me lo regaló fue una amiga, veterinaria, de esas personas que saben que no somos mejores que los animales. La llamo y le digo si puede pasarse por casa, que es urgente, que es por… el gato. Lo cierto es que no sé adónde se acude cuando tu mascota muere. Esto es convertir en literal esa expresión de pasarle el muerto a alguien. Pero no le digo que ha muerto, sólo que estoy preocupado.

Ahora soy como esas personas que no deberían haber tenido hijos porque se han pasado la vida puteándolos. La conclusión que saco es que si quieres hacerte responsable de algo que esté vivo, tienes que ser responsable por defecto. Normalmente, nadie se hace responsable si ya no lo era.

Tienes que saber cuidar de los demás, aunque sólo sea para conservar tu autoestima. Esa podría ser la moraleja.

Si esto fuera una película ya habría enterrado al gato en el jardín; habría dicho unas palabras en voz alta en su nombre. Diría algo en su nombre, porque creería en Dios, y porque lo tendría, algo así como <<Brutus>>. Habría enterrado a Brutus en el jardín, rodeado de mis hijos, algo así como Ricki, Samy B. y el pequeño Tim. Los tres llorosos, mientras mi mujer, algo como Kimberly (sorprendentemente bien conservada aun después de tres embarazos, y a la que habría conocido en el baile de graduación), pensaría en algunas sabias palabras que decirles a sus pequeños, seguramente relacionadas con algún cielo para los gatos.

Pero como esto es la realidad, estoy solo, no tengo ningún puto jardín, y tampoco mujer e hijos. Y de todas maneras esa idea de felicidad sólo suele tener total validez por la tele, alguna de esas tardes de sábado en las que nada más te apetece hacer nada.

Mi amiga tarda. Esperar, en sí, ya es algo que me saca de quicio, pero ahora además tengo que soportar este hedor. Tápate la nariz y mira el mueble a rebosar de libros que tengo en el comedor. Mi trabajo remunerado y respetable a ojos del prójimo, consiste en vender libros puerta por puerta. Soy promotor, captador de socios para el club de lectores de cierta editorial; una de esas editoriales enormes que publicaría a Dan Brown aunque su siguiente libro fuera un recetario de explosivos caseros. Con este trabajo consigues un montón de libros gratis, y también aprendes que el capitalismo no solo tiene que ver con la televisión o la política. Si vendiera exprimidores de zumo, o cinturones, la gente podría hacer chistes sobre mí, pero al menos no tendría que ensayar mi sonrisa falsa cada mañana ante el espejo. Necesito muecas, corbatas y simpatía a raudales para ser convincente, porque sé que la oferta que publicito no tendrá validez en cuestión de días, y que en realidad ya no se ofrece gratuitamente la “biblioteca completa” de Michael Crichton que se muestra en los folletos de promoción. Cada nueva oferta es una nueva tentación con inminente fecha de caducidad. Mi profesión se basa en perfeccionar las mentiras a medias. Es algo que luego va bien para ligar, pero hay poca gente a la que se pueda convencer para leer.

Miro por la ventana y veo el coche de mi amiga, de Claudia. Da vueltas a la manzana buscando aparcamiento. Dejo la ventana abierta a pesar del frío, intentando resolver el tema del olor. No he movido al gato de sitio, ni lo he tocado. Sigue muerto en el suelo de mi habitación, tirado de costado. Debe llevar horas así. Mientras yo estaba trabajando y comiendo fuera a mediodía y otra vez trabajando por la tarde, el animal ha debido estar maullando durante horas hasta morir. La metáfora viviente perfecta de hasta qué punto tu casa puede llegar a ser tu cárcel; ya sea por una hipoteca o porque eres un gato, ese pisito puede exprimirte hasta acabar contigo. Ya sea porque te echan del trabajo o porque tu dueño es imbécil, puedes estar acabado de un día para otro. Tus imprescindibles posesiones parecen poseer cien mil maneras de joderte.

Fíjate. Cuanto más recta quieras hacer la línea, más posibilidades hay de que se tuerza. No pongas tus esperanzas en nada de lo que tengas que se pueda romper o estropear o quemar. No asientes tu vida en eso. Las posesiones materiales no deberían ser la masa de la pizza industrial en que hemos convertido la vida. Lo que yo quería era un amor, falso y precioso como los de las canciones, pero en lugar de falso, verdadero. Parece ser que la gente anda demasiado ocupada acumulando cosas y engordando el ego. El triunfo personal está asociado con edificios rectilíneos de cristal, con banqueros que te reciben sonrientes en su sucursal cada vez que la visitas. Si se muere tu gato o si tu novia te deja, ya sea mayor o menor el revés, simplemente tienes que tragar y después seguir tragando. Y eso es justo lo que hago. Prometer ser bueno.

Pongo cara de cordero degollado cuando Claudia llega y descubre que el gato ya está fiambre. El olor ya no se nota, o eso creo. Le digo que ha dejado de respirar cuando ella venía de camino. Utilizo mi verborrea de vendedor experimentado… <<Se lo aseguro, señor, si se hace socio podrá disfrutar de todas las novedades mensuales de la editorial, y además obtendrá gratis la biblioteca completa de Michael Crichton. Véase: El hombre terminal, Parque Jurasico, El mundo perdido y Estado de miedo>>.

Murmuro apesadumbrado sin mirar a Claudia que le prometo que no sabía si Aquiles (improviso el nombre) estaba enfermo, y me sorprendo a mí mismo diciendo una verdad. Ella acuna al gato como si aún estuviera vivo, y me escruta como cualquier socio potencial que sabe de sobras cuántos libros ha escrito Michael Crichton.

Claudia se ha traído sus propios guantes de látex. Se ha puesto a abrirle los ojos y la boca al gato, mirándolo muy de cerca. Me ha dicho que probablemente sufría el síndrome de inmunodeficiencia felino, que a veces la gente no se da cuenta de eso. Me ha dicho: ¿Aquiles era muy activo? No, he contestado. ¿Era cariñoso? Pues no. ¿Nunca? La verdad es que no.

– ¿Y no notaste nada raro en él últimamente?

– ¿Como qué?

– Pues…

– No –interrumpo-, es que siempre estaba durmiendo o… en el sillón…

– ¿Y no le notabas triste?

Los gatos siempre tienen cara de gato, ¿no? Me esfuerzo por no contestar pronto y mal:

– No, que yo sepa.

– Qué raro… debe ser eso que te he dicho.

El sida de los gatos. La enfermedad que aún no ha podido con Magic Johnson se ha cargado a Aquiles. Claudia me hubiera abofeteado si digo eso en voz alta. Solo imagínatela dos meses en Guatemala, con los niños, por ejemplo. Su concepto de irse de viaje tiene más que ver con enfermedades terminales que con playas o montañas de postal.

Delante de ella no te atrevas a decir que los gatos son <<ariscos>>, di que son <<independientes>>. Que no te vea fregar los platos con el grifo abierto. Nunca menciones tu coche o tu escaso sueldo. No coleccionas nada, no quieres nada más de lo que tienes, ¿el telediario? buf… te deja hecho polvo cada vez que lo ves. Delante de ella, en fin… no te muestres como todo el mundo. No dejes que vea tu ropa de marca y quítate ese reloj de plata que te regalaron cuando veas que se acerca.

De pronto, Claudia, con el gato aún en brazos, rompe a llorar. Se pone de pie y se lleva a Aquiles al comedor. El gato bautizado postmortem. Le digo a Claudia con la boca pequeña que tengo que salir a tirar la basura, que se quede todo el rato que quiera. Y ella asiente.

Salgo del piso bolsa en mano y comienzo a bajar escaleras. Tres pisos de cinco, sin ascensor, que hacen que maldigas cada vez que sales de compras.

Llego a la calle y no hay nadie. Voy hasta los containers, y al echar la bolsa dentro me doy cuenta de que si hubiera tirado al gato junto a los otros desperdicios, ahora no tendría a Miss Voluntariado llorando en casa. Aunque en realidad no hubiera sido capaz de hacerlo aunque se me hubiera ocurrido. Tengo un amigo que cuando te oye jurar o prometer algo, te suelta: ¿Pero lo dices de verdad, o como cuando la gente piensa en suicidarse?

Al subir, me topo con una vecina. Lorenza, una mujer de sesenta años que vive con su marido en el cuarto piso. Me dice que hoy olía mal al pasar junto a mi puerta. Le digo que era mi gato, que se ha muerto;

– Oh… qué lástima, hijo. ¿Y qué le ha pasado?

Pues no lo sé, me lo he encontrado muerto. Blablá blablablá. Pues sí. Y blablablá blablá, ¿no? Sí, sí, a saber qué tenía. Bueeeno, pues blablablá, hijo. Muy bien, hasta luego. Sí… ¡ay!, espera, ¿tú no sabrás si blablá blablablá blablá, ¿no? Pues no, no lo sé, creo que se mudaron, yo no oigo ruido. Pues blablablá blablá blablá, ale, hijo, no te entretengo más. Muy bien, hasta luego…

Cuando me instalé en el piso una vez le di conversación a esta mujer, y desde entones cada vez que me la cruzo tardo más de cinco minutos en quitármela de encima.

Consigo llegar hasta la puerta de mi piso. Abro. No hay nadie en el comedor…

Recorro el pasillo que va hasta mi cuarto…

Al abrir la puerta, la cabeza de Claudia, que estaba apoyada en esta, cae chocando contra el suelo, quedando fuera de la habitación. Claudia está tirada en mi parqué en posición fetal, abrazada al gato muerto, con los ojos cerrados y la cara blanca. Intento encontrarle el pulso…

Cuando soy consciente de lo que pasa, de que está muerta, descuelgo el teléfono y llamo a la policía. Sea lo que sea que ha pasado, seguro que ha tenido que ver con toquetear y abrazar a Aquiles sin parar. Lo curioso es habérmela encontrado en el suelo, en la misma posición e igual de muerta que me encontré al gato. Mientras tomo la decisión consciente de salir del piso y esperar abajo al coche patrulla, recuerdo lo que me dijo la nieta de Lorenza hace poco, con sólo doce años. Dijo que si Dios existe no cree que elija a la gente que ha de morir. Dijo: Yo creo que lo hace de otra forma, de forma arbitraria. Me dijo que Dios señala un lugar, y por una u otra circunstancia todo el que pase por allí cierto día, ha de morir. Si no, es como haber vuelto a nacer. Localizaciones letales; Iroshima, la playa de Normandía, ciertas calles de Londres mientras Jack el Destripador estaba vivo. Mi habitación. Dios manejando mensajeros que te traen tu kit mortal, o los desastres naturales. Para ser la ocurrencia de una niña, da que pensar. Trato de recordar si he llegado a entrar del todo a mi habitación o si sólo he visto lo acontecido desde el quicio de la puerta. Lo que está claro es que la noche pasada no dormí aquí.

La niña se llama Paloma, y siempre, al igual que su abuela, se pone a hablar conmigo a la más mínima ocasión. Sus adinerados padres murieron hará unos cinco años en un accidente de avión (quizá una localización letal). Lorenza, madre de su padre, se quedó con ella, y ahora junto a todos los vecinos ella está mi lado en la calle, mientras Lorenza no para de cotorrear. Los vecinos tienen miedo de la infección que pueda haber en el edificio. La policía ha venido y luego ha llamado a personal sanitario. Ahora están bajando al gato, Aquiles. Mi gato bautizado para toda la eternidad. Y Claudia, con un paraíso que debe estar a sus pies si al morir topas con algo más que la nada y los gusanos.

Paloma llama mi atención: ¿Qué ha pasado?

– Eh… pues aún no lo sé, pero seguro que tengo que ir a dormir a un hotel.

– Seguramente nosotros también… ¿puedo ir contigo?

– No, no creo que tu abuela te deje.

La niña incordia a Lorenza, y esta le dice que no, que qué va a pasar si le pasa lo del brazo. Paloma me mira y dice:

– Es que de pequeña se me dislocaba el hombro todo el rato. Hasta mi padre aprendió a recolocármelo. Pero ya no me pasa, por lo menos desde hace tres años…

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