Cuando tienes un accidente, o te pasa algo catalogable como grave, nunca es como lo hubieras imaginado. Siempre es diferente y más crudo en cierto modo, obviamente, pero además no parece que puedas acertar con la desgracia. Como buen cobarde, occidental, aprensivo y miedoso, he imaginado cientos de cosas que podrían pasarme: accidentes de coche, quedarme encerrado en ascensores, morir mientras duermo, joderme la espalda y quedarme en silla de ruedas, quedar ciego de la noche a la mañana, etc… Pero lo que nunca imaginé es que me mordería un tiburón. Un tiburón en el Mediterraneo. Y luego todo el mundo te dirá que no te atacan a no ser que se sientan amenazados, que la peli de Spielberg sólo es otra peli de terror más. Y ahora yo tengo otra razón más para vivir con miedo.
No era el típico monstruo de cinco metros con una boca como el túnel del Metro, todo sea dicho; pero era lo suficientemente grande para morderme en una pierna, zarandearme, y poder olvidarse de comer durante unas horas. Así que ahí estaba yo, con un trozo de pierna menos entre la rodilla y el glúteo izquierdo; con el hueso al aire, desangrándome semiinconsciente, mientras dos bañistas me sacaban del agua observados por la multitud de agosto desde la orilla, todos usando la mano como visera y poniendo cara de póquer.
Mientras era atendido en la arena, vi a dos chicas apartándose de mí y oí cómo vomitaban detrás del muro de voyeurs. Pornografía snuff; te da demasiado asco pero tienes que mirar. Y la gente que no miraba debía ser de ese tipo de personas que se mareaban hasta de pequeños en clase de naturales.
Durante mi estancia en el hospital, mi madre me trajo un libro que hacía tiempo que esperaba vía postal; un libro de Amy Hempel, de relatos. El primer relato se llamaba “Yendo”, y comenzaba así:
“Esta mañana hay una errata en el menú del hospital. Lo que quieren decir, creo, es que esta noche servirán el asado con rábanos importados. Pero lo que dice aquí, en la bandeja del desayuno, es que servirán el asado con rábanos amputados.
Una palabra que a nadie le gusta oír después de haber dado dos vueltas de campana a noventa para aterrizar de costado en una zanja.”
Sí, qué casualidad lo del hospital, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que Amy Hempel es tan buena, que llegas a dudar sobre si disfrutarías más follándotela o leyéndola. Despierta en ti toda clase de sensaciones, y todas, ya partan de lo escabroso o lo poético, son positivas, inspiradoras. Si me preguntaran sobre buenos motivos para vivir, Amy Hempel sería uno de ellos. Casi te acaban dando pena todos esos escritores que intentan poetizar partiendo del amor que anhelan, con esas frases larguísimas y llenas de comas, que acaban por espantar a mucha gente. Esa gente que decide leer un día para pasar a no volver a leer nunca más.
Así que ahí estaba yo, devorando a Amy, procurando no mirarme la pierna, que iba a quedar no con una cicatriz, sino con un hueco enorme donde faltarían para siempre unos tres kilos de mí. Y eso si todo iba bien. Adiós a la posibilidad de tener un buen desnudo algún día. Me estaba comenzando a sentir como esas mujeres a las que les han extirpado los pechos por culpa de un cáncer de mama. Salvando las distancias, claro; pero ellas, de tener mucho complejo, por lo menos pueden hacer el amor con una camiseta puesta, o ahorrar para silicona. Vamos, que la cuestión es que no me iba a quedar con una cicatriz de las que te hacen más interesante.
En cualquier momento, da igual la situación, siempre soy capaz de elegir el comentario menos oportuno, el paralelismo mas chorras o sádico con el que quedar mal. Soy la otra cara de la moneda del típico ligón encantador que todo el mundo adora. Sí, soy alguien que asociaría el mordisco de un tiburón con el cáncer de mama. Y los antagonistas, los antihéroes cínicos, no caen bien en el mundo real. La realidad es para quien sabe hacer un buen papel en ella. Soy un actor de pena, desfigurado y llorón, cagado e incapaz de interpretar otro papel que no sea el de hacer de mí mismo. Una combinación poco adecuada para afrontar la vida. Reúno algunos de los peores rasgos que puede haber, y encima mi mayor talento es sacarlos a relucir.
Una vez leída Amy, le dije a mi madre que me trajera el ordenador portátil. Al día siguiente me lo trajo. Y comencé a escribir, que es la manera más efectiva para que las horas pasen a toda leche. Y es que eso del Carpe Diem siempre lo he hecho al revés; esa filosofía debe hacer que mucha gente se pase la vida corriendo de un lado a otro pensando que se están desangrando de algún modo, que se acaba el tiempo. Hay un trasfondo de pesimismo salvaje en todo eso; a mí todo ese rollo vitalista me parece un truco que tienen los optimistas para ocultar su miedo a morir.
Es verdad, a todos nos gusta pensar que son los demás los que se equivocan, pero cuando estás a la espera de que alguien te diga si te van a amputar la pierna, eso se amplifica, surge tu versión más cabrona.
Rábanos amputados. Me pasé varios días soñando con rábanos amputados, con Amy Hempel de jovencita y en bikini buceando en aguas demasiado limpias para ser el mar. Sí, casualidades; mi vida se comenzaba a parecer a un primer borrador de Paul Auster.
Había una enfermera que siempre me atendía sonriente, me daba los buenos días y se comportaba como si su trabajo no consistiera en la enfermedad y la muerte. Blanca. Pero lo realmente desconcertante era su edad. No era la típica señora mayor amable a la que le recuerdas a su hijo. Era una chica de veintitantos que parecía no saber que los hombres sólo vemos tetas y culos por doquier. Llevaba esa especie de camisa banca y esos pantalones del mismo tejido que la camisa. Era una de esas chicas guapas y jóvenes que quisieras llevar algún domingo a casa de tus padres para darles la buena noticia. Lo que decía, tetas y culos. Ves belleza y ya estás pensando en compromiso (aunque no te lo creas ni tú), como si los pechos de las mujeres nunca cayeran; como si las mujeres guapas nunca envejecieran. Si ves lo suficiente la tele, ya habrás visto a esos millonarios que se arrugan cada año un poco más, de una década para otra engordan y les salen canas como a cualquiera; pero sus parejas siempre son jóvenes. Da igual si tienes cuarenta o setenta años, tu novia nunca puede pasar de los treinta. Para que luego todo el mundo por ahí se harte de escribir canciones de amor. Que ya es como escribir sobre fantasmas.
De haber sido un tío al uso, alguien normal y amable, puede que mi vida hubiese sido un coñazo, pero por lo menos yo ahora no viviría con sentimiento de culpa. Me explico. No hay que menospreciar el poder de las palabras. Vale, es verdad que estoy dando rodeos. Cuando le cuento esta historia a la gente, siempre procuro ir poco a poco, para confraternizar, para que al llegar al final no me odien. Pero pocas veces resulta. Siempre empiezo dando detalles sobre cómo me mordió el tiburón, que me desangraba, que soy un desastre, que siempre la cago; cuando en realidad todo eso sólo son las casualidades que me llevaron a conocer a Blanca. La enfermera vitalista, alguien que me podría haber hecho feliz si no fuera por mi manía de hablar sin parar soltando dardos venenosos. Y vale, sí, sigo dando rodeos. Y qué.
Llegó el día en que Blanca se decidió por hablar más a allá del saludo cordial. Quizá porque estaba aburrida, o quizá porque yo ya llevaba unos días en esa habitación y se sentía moralmente obligada. O quizá se sentía atraída por mí, pero eso no tiene mucho sentido, para qué me voy a engañar.
Cada día ella pasaba más rato en la habitación, así que cada vez la charla era más larga. Cada vez me sentía más suelto, así que cada vez estaba más cerca de comenzar a decir tonterías. Lo malo de la confianza es que el filtro de contenido que actúa entre tu cabeza y tu boca es más y más débil a medida que pasa el tiempo. Cuanto más estrecho es el lazo de amistad, más posibilidades hay de que se rompa en pedazos. Esto puede sonar a contracorriente, pero preguntad a todas esas parejas que se separaron y ahora no quieren ni saludarse. Esos grupos de amigos, compañeros de trabajo, matrimonios, hermanos. Es la historia de la humanidad, y sí, apesta.
No sé si fue al quinto o sexto día cuando me dijeron que casi con toda seguridad perdería la pierna. Había infecciones de todo tipo de mierdas que la gente tira en el mar, en la arena. Me dijeron que si comenzaba a oler realmente mal la herida, tendrían que echar mano de esa especie de motosierra quirúrgica. El discurso del doctor fue más fino, pero venía a decir lo mismo. Me decía: No te hagas ilusiones.
Y esa misma noche, después de la visita del doctor, ya hundido y sin ganas de nada, Blanca vino a verme. Y con su mismo tacto de siempre me comenzó a hablar de las ventajas de las piernas ortopédicas. Sí, lo bueno de las piernas ortopédicas es que no se pueden gangrenar. No me dijo eso, pero vamos, fue lo que yo entendí. Y entonces, me desaté. Fue cuando Blanca me habló de su depresión, de que estaba saliendo de ella. Nunca lo hubiera dicho.
Y dije que no me extrañaba que anduviera deprimida rodeada de escoria como yo. Que el mundo es un sitio cruel. Y ella me miraba, sin pestañear. Sí, decía yo, la felicidad surge del autoengaño. Por Dios, nunca nos acordamos de todos esos niños que caen muertos por culpa de armas fabricadas en el seno de nuestro mundo occidental feliz. Le dije que no es que ella estuviera deprimida, que eran los demás los que estaban ciegos. Adelante, le dije, llora. Y ella echó a llorar. Y continué explicándole mi teoría sobre la humanidad, sobre cómo unos repetimos postre mientras otros tienen que comer tierra. Piénsalo, Blanca, piensa en toda esa miseria concentrada en nuestro planeta. Eso que no nos ha tocado vivir por haber tenido suerte geográfica. Piensa en todas esas madres que dan a luz niños muertos; ten en cuenta que miles de personas viven aún en una Edad Media forzada mientras nosotros llevamos cientos de canciones en nuestro Ipod. ¿Te das cuenta, Blanca?, decía, tú no estás deprimida, los psicóticos son todos los demás. Tú eres una mujer amable y generosa que mira a su alrededor con curiosidad y que no entiende lo que ve, le dije, pero no lo entiendes porque no se entiende.
Blanca salió de la habitación, llorando. Y yo habría seguido hablando de no ser porque ya no tenía interlocutor. La realidad era que iba a perder la pierna izquierda a cambio de un muñón asqueroso, y eso me reventaba. Odiaba a todo el mundo por decirme que tenía que ser más feliz, que no podía tomarme la vida tan a pecho. Como si todos ellos tuvieran respeto por la vida más allá de sus coches y sus putos fondos de armario. La realidad, era que estaba enfadado, y puede que en ese momento esa fuese la única realidad fiable en mí.
Me pinchaban en la pierna cada dos por tres, y estaba medio aturdido por las drogas al día siguiente. Al verme despertar, el doctor sonrió. Capullo de mierda, pensé. Y él me dijo:
– Siento haberte asustado ayer, me precipité. Lo siento.
Dijo:
– Esto está en franca mejora, dentro de unos días saldrás por tu propio pie de aquí, y con las dos piernas.
Mis padres estaban en la habitación. Cuando miré hacia ellos, vi una sombra pasar junto a la ventana, cayendo. La ventana estaba justo detrás de mis padres. Mi madre se sobresaltó. El doctor corrió hacia la ventana, la abrió y miró hacia abajo durante unos dos minutos, llevándose las dos manos a la cara. Y yo, en mi sensación de cabreo mezclada con alivio, pensé: Te está bien empleado, matasanos. Y lo pensé aun sin saber por qué el hombre lloraba.
Salí del hospital al cabo de unos días, algo cojo. Me acerqué a la zona donde había caído Blanca. Aún había algún resto de sangre seca que los servicios de limpieza no habían conseguido derrotar. Y todo por mis cometarios chorras y sádicos, mis discursos de cobarde occidental aprensivo y egoísta.
Luego me dirigí hacia el coche con mis padres, y mi madre me dijo si esa chica era mi enfermera. Le dije que no.
A menudo paso por la zona. Ya habiendo pasado casi medio año, paso por allí cada vez que me siento mal, cada vez que me enfado con mis padres. Y la sangre sigue allí hasta que alguien decida levantar la calle para hacer obras, haciendo desaparecer para siempre cualquier vestigio de Blanca. Cuando tienes un accidente, nunca es como lo hubieras imaginado. No. Y quizá en un mundo justo yo ahora no tendría pierna izquierda y ella seguiría viva. Todos los viernes como rábanos, mi madre no sabe a qué viene el empeño. Y si algo sé seguro es que nunca seré feliz del todo, porque aunque sólo pueda tener razón parcialmente en cuanto a esta vida, eso no va conmigo.
(Si tuviera que hacer una lista de mis diez artistas favoritos de cualquier campo, Pj Harvey entraría de cabeza en ella. Este video no es apto para esa gente que cree que OT es un programa musical. El resto, disfrutadlo. El tema se llama: «The Devil». Y es del disco: «White Chalk»)