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El Señor del Rincón

Hace veinticinco años mis padres decidieron llamarme Alma, más o menos en el momento en el que acababa de salir, cuando aún estaba empapada de fluidos de mi madre y berreando. Mis padres decidieron el nombre justo en ese instante. Tampoco supieron el sexo hasta que miraron entre mis piernas. Fue unos años después cuando supe que ellos querían un niño. Cuando yo tenía cinco días mis padres discutieron debido a eso. Hasta mi padre había insinuado que abortar no era una mala idea una vez el médico había vaticinado el bombo.
Todo esto lo sé porque mi tía odia a mi padre. Mi padre es de esos que quieren un hijo como mucho para poder apuntarlo al fútbol, como si en lugar de tener un hijo quisiera tener un colega de esos con los que te vas a tomar una cerveza. Lo cierto es que es un milagro que mis padres no me tiraran en una papelera pública nada más haber salido del hospital.
Dicen que las madres se sienten madres ya durante el embarazo, y que los padres se sienten padres cuando ven al bebé. Supongo que la ignorancia o quizá el optimismo hacen que la gente piense que absolutamente todos actuamos de la misma manera ante la vida. Todas las madres son cariñosas. Todos los padres se deshacen en lágrimas al reconocerse padres. Todos los franceses son gilipollas. Los catalanes, agarrados. Busca un lugar en el casillero o vas a ser un bicho raro toda tu vida. Si eso te importa.

La tercera vez que mi padre intentó matarme yo tenía trece años. Esa tercera vez fue especial.
De una forma u otra mi madre siempre conseguía evitarlo. Después se iba al hospital y decía que se había caído por las escaleras, que en el idioma de las enfermeras quiere decir: “A mí también me pega mi pareja”. Yo pasaba menos miedo del que se supondría. Mi madre hacía constantes visitas a la farmacia y me mantenía en un constante estado de postración; así que yo era una drogadicta involuntaria, mi madre no sé qué coño era, y mi padre pensaba que si yo desparecía él podría volver a tener veinte años y a mi madre volverían a subírsele las tetas.
Ella nunca le denunciaba, éramos la típica familia. O por lo menos tan típica como las que parecen felices. No había tanta diferencia, después de que mi padre hubiera intentado algo como asfixiarme con la almohada, al día siguiente mi madre aún se empeñaba en mantener la familia unida, en que comiéramos juntos y yo no dejara de hacer los deberes. Mi padre no me hablaba, obviamente, y yo casi no tenía fuerzas ni para masticar. De alguna forma, aceptábamos el hecho de que mi padre, aunque fuera un hijo de puta, vivía en una vida que no le apetecía vivir. A veces hasta rompía a llorar, y yo le oía discutir con mi madre sobre las posibilidades de envenenar algún día mi desayuno o quizá tirarme de forma “accidental” por la ventana. Ella se negaba en rotundo, decía que quizá yo no fuera un niño, pero también podía tener un gran futuro. Entonces mi padre se enfurruñaba y esa noche mi madre no mojaba.
La verdad es que la agresividad de mi padre sólo era contra mí. Los golpes que se llevaba mi madre siempre eran en forcejeos para salvar mi vida. Era otro concepto de rutina, supongo que ninguna familia lo tiene fácil.

Mi tía decía que por más que le pesara a ella, su hermana era ninfómana, que siempre lo había sido, y que si seguía con mi padre era porque creía que sería el único que conseguiría saciarla siempre. Así que mi progenitora se debatía entre la posibilidad de no volver a tener buen sexo o permitir mi muerte. Lo cierto es que me pasé años compitiendo con la polla de mi padre. Porque mi madre quería tener las dos cosas, su hija y sus orgasmos múltiples. Nunca se le pasó por la cabeza la idea de buscar a otro hombre. Creo que por su actitud conservadora y católica. O quizá por todo lo contrario, porque nunca llegué a conocerla muy bien.

Esa tercera vez de la que hablaba, en la que pude haber muerto, fue especial porque esa noche comencé a soñar con El Señor del Rincón.
Esa noche transcurría igual que las otras. Mi padre intentando convencer a mi madre sobre las ventajas de mi muerte durante la cena delante de mí, la tele puesta… Recuerdo que mi madre podía estar cortándome la carne en trocitos mientras le decía a mi padre que si yo no le parecía mona, que si no le daba penita, que pobrecita, que a quién se le ocurriría intentar acabar conmigo, que hasta los pederastas eran más cuerdos, por lo menos ellos sabrían apreciar lo mona que yo era… Y yo y mi padre evitábamos mirarnos como dos ex -novios que coinciden al cabo de meses en una fiesta. Mi infancia ha sido tan dura que podría hablar durante horas sobre las virtudes de las drogas. Viéndolo desde mi perspectiva una puede hablar sobre su pasado casi sin inmutarse. Lo único en lo que le doy la razón de verdad a un optimista es en que de todo nos podemos recuperar, levantarnos, seguir. Aunque entraríamos en conflicto si me dijeran que también se puede sin drogas. Recuerdo toda mi vida hasta la adolescencia de la misma forma en que todo el mundo recuerda retazos sueltos de cuando se tienen cuatro o cinco años. Mi tía ha sido la que me ha contado mi vida, aunque no sé si yo quería.
Después de cenar, nos sentamos en familia a ver la tele – a seguir viéndola-, a esperar que llegara el sueño. Mi madre estaba en el sillón entre mi padre y yo. A mi padre le temblaba una rodilla y de vez en cuando me miraba de reojo. Yo, a veces, aturdida por las drogas, le devolvía la mirada, y él enseguida hacía como que estaba viendo la película, como que no estaba esperando a que mi madre se durmiera para volver a intentar acabar conmigo. La verdad es que era muy torpe, o quizá nunca lo intentaba con el ánimo necesario. Yo siempre pensé que en el fondo me quería. Por muy absurdo que suene. No ha de ser tan difícil matar a una niña si de verdad lo deseas. Es verdad que él estaba desequilibrado, nos hacía daño y en apariencia me odiaba, pero yo nunca lo vi como al típico maltratador. De todos modos era mi padre, y el pobre jamás llegó a matar ni a una mosca, por más que nos hiciese creer que no cejaba en su empeño.
Cuando fui a dormir soñé con El Señor del Rincón. Le llamaba así porque siempre aparecía en el rincón de la habitación. Se le oía jadear. Y poco después siempre me decía algo, una frase. En ese primer sueño dijo: “Tienes un nombre muy bonito, él nunca se atreverá a matarte”.
Soñé con él durante algo así como dos meses. “Soñar”, por decirlo así. Pasados esos dos meses detuvieron a un vecino y encontraron muestras de semen al pie de mi cama. Mi madre se pasó dos días abrazándome como si fuera lo más peligroso que me ha pasado; un tarado que se colaba por la ventana de mi habitación y se masturbaba mirándome. Nunca llegué a verle la cara, y de todas formas estaba tan puesta hasta arriba de todo que ni se me había ocurrido gritar auxilio. Al día siguiente despertaba y no sentía ninguna sensación desagradable en el pecho, nunca hubiera dicho que eran pesadillas o que ese hombre existía de verdad; de hecho sólo me acordaba de lo que me decía. Y me encantaba lo que decía y cómo lo decía.

No eres lo que comes, no hagas caso de las frases hechas. Eres lo que te pasa. Recuerdo que cuando tenía dieciocho años fui un día a casa de mi primer novio de verdad, su madre me dejó entrar, y al abrir la puerta de su habitación le pillé tocándose, con una revista porno. Creo que fue mi comprensiva reacción ese día lo que hizo que pillara tal cuelgue por mí, que el día que quise dejarle a los dos años se derrumbó llorando y abrazándose a mis rodillas.
Mi padre murió de un cáncer de pulmón cuando yo tenía diecinueve años. Para entonces ya hacía cuatro que no había intentado hacerme daño. Antes de morir me preguntó si le quería.

Mi madre conoció a un hombre al cabo de dos años, más o menos mientras mi primer novio me llamaba sin parar para que le diera otra oportunidad. Yo aún no me había independizado, y por algún motivo no tenía intención de hacerlo a pesar del pasado familiar.
El día que mi madre me lo presentó, cenamos los tres en casa. Cuando me fui a dormir mi madre fue a mi habitación y me preguntó que qué me parecía, que si él me caía bien. Le dije que sí, que no se preocupara por mí. Justo después ella rompió a llorar.
– ¿Qué te pasa?
– ¿No le has reconocido?
Resultó que él era el Señor del Rincón. Mi madre decía que era tan amable que no supo resistirse, y que aunque estuvo varios días dubitativa, le quería, no podía evitarlo. Decía que él ya no sentía atracción por los niños, que había superado esa etapa de su vida. Psicólogos, medicación… Además nunca había abusado de nadie más allá del voyeurismo. Yo me limité a tratarlo de forma distante. Aunque en mi etapa infantil él me ayudó, una vez consciente de lo que pasaba de verdad, cuando ya sabía la historia completa, no es que me volviera loca la idea de vivir en la misma casa que él. Aunque pudiera conservar su mismo encanto sin sus costumbres pajillero-pederastas. Como ya he dicho, creo que nunca llegué a comprender cómo funcionaba la cabeza de mi madre.

Pasados unos dos meses de convivencia con mi madre y él, una noche el Señor del Rincón entró en mi habitación y dijo que no podía evitarlo, que había conquistado a mi madre para poder estar cerca de mí. Curiosamente lo dijo desde el mismo lugar desde el que años atrás se masturbaba cuando yo aún no tenía tetas. Le dije que saliera de mi habitación, por favor. Entonces él hizo una pausa y me soltó que si no podía tenerme me mataría, que tenía que elegir. Yo respondí que si mi padre no me había matado, él tampoco se atrevería. Le dije que ya había pasado por eso, que los asesinos de verdad están en la tele, en los periódicos, en las películas, no en mi vida. Y fue entonces cuando lloriqueó y desde su rincón de siempre me pidió permiso para sacársela, para tocarse. Decía que era lo único que me pedía, y mientras yo dormía, que el resto del día sería el padre ejemplar, que quería hacerlo… tres veces a la semana, por favor. Una. Dos, por favor. Una o voy a hablar con mi madre. Vale, una. Le dije que no hiciera ruido, y que fuera rápido.

Esa situación se sostuvo durante cuatro semanas. A la quinta un día me senté a hablar con mi madre. No sé por qué aguanté cuatro semanas esa situación, debe ser que me parezco a mi madre más de lo que creo. El hecho de haber dejado de tomar más y más pastillas, calmantes y ansiolíticos, hizo que comenzara a tener cierto apego por la realidad, e incluso por mí misma. Así que le dije a mi madre lo que pasaba, a quién se estaba follando y que puede que mientras lo hacía él no estuviera pensando precisamente en ella.
– Hija… – titubeó.
– …
– ¿No puedes hacerlo por él? No lo hace con mala intención, sólo te tiene cariño…
No, le dije, ¿estás loca? No iba a dejar que ese tío se masturbara una vez a la semana viéndome dormir y con el consentimiento de mi madre.
– Él es tan dulce… no tiene maldad…
Me levanté y me fui a mi habitación, comencé a hacer las maletas. Sabía de una amiga que me acogería unos días en su casa. Ya sabía que mi madre era rara, pero no que su vicio llegara a esos extremos. El Señor del Rincón la tenía grande, realmente grande. Ya se la había visto, sí. La tenía gorda. Y mi madre siempre ha puesto su placer por delante de todas las cosas. Siempre ha sido la capitalista del orgasmo, pero supongo que todo tiene un límite, así que huí de ella y del Señor del Rincón. Cada noche les oía hacerlo, cómo mi madre, Doña Adicta al sexo anal, gritaba mientras se convertía en un túnel de metro. A partir de los cincuenta dejó de gustarle la penetración vaginal. Pregúntale a mi tía. Mi madre estaba tan dada de sí, tan magullada psicológicamente y tan ida, que mientras salía yo de casa maletas en ristre, rompí a llorar como nunca lo había hecho en mi vida.

Al cabo de dos semanas conseguí un piso para mí. Un cuchitril. Pero estaba sola, y la verdad es que nadie ya sabía valorar la soledad como yo. Me preguntaba si mi madre pensaría en mí entre polvo y polvo, o qué planes tendría el Señor del Rincón, teniendo en cuenta que mi madre no le daba nada que no pudiese conseguir en un prostíbulo o incluso solo.
Pocos días después, cuando mi madre me localizó y exigió mi paradero, todo comenzó a irse otra vez a la mierda. Porque el Señor del Rincón volvía a tenerme localizada. La primera visita que me hizo fue durante el día. Una tarde llamó con los nudillos a la puerta de mi piso; justo el día siguiente de que mi madre apuntara mi dirección en un papelito. Como le veía venir, le abrí la puerta y le di una de mis bragas. No dijo nada, se las metió en el bolsillo y se fue. Solo era una solución provisional. Le esperaba al día siguiente.
Poco a poco yo me fui convirtiendo en mi padre, y el Señor del Rincón en mí. Tenía que hacer todo lo posible por dejar a mi madre sola. Me la imaginaba envejeciendo, conforme, viendo la tele día tras día sin ganas de nada ni de nadie, ¿no podía ser ella una anciana ociosa más? ¿No podía dejar de joderme la vida por no poder contener su absurda lívido? O eso, o conocer a un tío normal, aburrido, monótono, un cincuentón de los que cuentan chistes malos y no tienen más metas que la de morir tranquilos. Todo eso y una buena polla.

Al día siguiente preparé una cena para dos. Daba igual lo tarde que llegara él, con tal de saciar su calentón haría lo que yo le dijera. Hice sopa de almejas. Tan espesa que daba igual lo que echara de más.
Cuando llegó y vio el panorama, se puso en plan amable, sacó su encanto a relucir. Me contó cómo fueron algunas de sus estancias en la cárcel, y yo sonreía como una zorra. Ahora ya estaba limpio, decía, era inocente. Este tipo de cosas te las puede decir la misma persona que hace cuatro días te amenazó de muerte. Si el caos iba a invadir mi vida, no iba a ser yo la chica buena. Puede que ya tuviera el cerebro echo polvo de tanta drogadicción infantil y gemidos en la habitación de al lado, pero no pretendo justificar mi acto. Supongo que Dios puso en nuestras manos la sosa cáustica por algún motivo.
Así que saqué los platos de sopa y los cubiertos y le dije al Señor del Rincón que quería jugar, que la sopa de almejas no era mi especialidad, pero que por cada una de sus cucharadas me quitaría una prenda.

Dos días después se me ocurrió una cosa, justo después del funeral. Al llegar cogí un papel y redacté un anuncio para poner en el periódico: Cincuentona de buen ver busca hombre de aficiones sencillas, educado, amable y dispuesto para una relación seria…
Lo cierto es que mi madre se habría conformado con pedir el tamaño del pene, pero ya se sabe que a todos nos gusta parecer normales. La pobre se pasó horas llorando cuando le dije lo que había hecho (incluí una violación en la historia). Luego nos deshicimos del cadáver y llevé a mi madre a un Sex Shop.
Hablando con franqueza, no me importaría pasar el resto de mi vida viendo crecer el césped. Literalmente.

[A los quince o dieciseis años dejé de escuchar la música que los señores de la radio y de la tele me decían que tenía que escuchar para formarme un criterio propio, y por tanto abrirme a nuevos grupos y estilos musicales. Esto no es ninguna tontería, hay mucha gente a la que no llega a pasarle nunca, no sé si tiene que ver con la gente que te rodea, la curiosidad personal o qué.. pero aún hay mucha gente que realmente cree en las listas de exitos o que los discos que se anuncian por la tele son los mejores, y por eso los anuncian… Uno de los grupos que me enseñó a valorar la música de verdad fue Oasis. Y ya tienen nuevo disco. La canción del video es el primer single: The Shock of the lightning.]

Mi vibrador

Ahí fuera hace tres días que no sale el sol. Cada vez que salgo siento ese olor de antes de llover. Pero no ha llovido. Y por mí bien, el gris es mi color favorito, es el color que define más cosas. Los días soleados están sobrevalorados; joder, tanto que es ridículo; tanto, que el solo hecho de decirlo ya sólo suena a tópico, por muy cierto que sea.
Y es que me pone a parir que la gente tenga tan asociadas las nimiedades a la felicidad. No te confundas, tu felicidad depende de algo grande, no basta con que los prados florezcan.
Hoy sólo me quedaban unas bragas limpias en el cajón. Así que tendré que hacer colada.
Cuando decidí independizarme y vivir sola, no sabía que mi propio piso se convertiría en mi cárcel. El alquiler me mantiene en un zulo bajo llave. Y bueno, no es que no sospechara esta esclavitud, pero era esto o convertirme en otro de esos posadolescentes que matan a sus padres sin motivo aparente. Era convertirme en la veinteañera parricida o sumarme al inmenso tráfico de occidentales hasta arriba de pastillas para evitar la ansiedad y tener bajo control la depresión. Y yo estoy evitando elegir. Hoy en día ser buena persona puede significar sangrar por el culo hasta el último día de tu vida. Sí, se puede exagerar o hiperbolizar de mil maneras, pero la mayoría de la gente que se levanta todos los días temprano de verdad, se siente violada; cuando suena el despertador e interrumpe tu único rato de relajación, sabes de forma clara y sin filtros que no eres libre.

Ayer le supliqué sin ninguna vergüenza a mi jefe un día de descanso, hoy. En serio, estuve al borde de la mamada. No sé de los motivos por los cuales la gente consigue esas bajas tan largas por depresión, pero yo probablemente necesite una.
Me he levantado a las diez de la mañana, cuatro horas después de lo habitual. Ahora son las once. Fuera sigue gris y sin llover. He desayunado, por primera vez quizá desde los once o doce años. Seguramente la falta de costumbre haga que ahora no tenga hambre hasta las tres de la tarde.
Me ha llamado un medio novio, un pesado. Le he dicho que estoy ocupada y que no, que no estoy enferma, pero que no puedo verle. Le he mandado a la mierda con eufemismos, al más puro estilo occidental. Hipocresía al poder. O bueno, no es que haga falta esa reivindicación, la hipocresía ya gobierna desde que yo tengo uso de razón. Se ha perfeccionado hasta tal punto el eufemismo y la mentira elegante, que ya casi no distinguimos lo falso de lo real. Soy (somos) la versión virtual de una persona de verdad. Las buenas excusas encajan en nuestro contexto social igual de bien que un condón, como mi vibrador. Soy asocial, mentirosa y apolítica. Estoy perfectamente integrada en apariencia. Podrían correr ríos de sangre ajena por las calles y me daría igual siempre y cuando la mía no se añadiera a esa Venecia apocalíptica.
Justo después de comprobar que en la tele sólo hay tertulias en las que más que analizar la actualidad los cerebritos parecen intentar chupársela a sí mismos, vuelve a sonar el teléfono.
– ¿Si…?
– Vuelvo a ser yo…
– …
– ¿Me oyes…?
– Dime…
– ¿Estás enfadada conmigo?
– No.
– …
– …
– ¿Me oyes…?
– Sí.
– Es que antes me ha parecido que estabas enfadada…
– Pues no.
– Ya… bueno…
– Bueno… pues ya hablaremos…
– Ya, espera… no cuelgues…
– …
– Es que…
– …
– Nada, es igual, ya hablaremos…
– Muy bien.
– Hasta luego.
– Hasta luego.
Y colgamos. Mi “hasta luego” iba acompañado de un suspiro de desespero. Mi esperanza es que esos pequeños detalles le ahuyenten, pero ya parece considerarme su siguiente meta, el siguiente peldaño, el siguiente motivo para vivir. La mayoría de gente hace eso, dejan de considerar si las cosas que hacen tienen sentido; al final lo convierten casi todo en una cuestión de orgullo. Se olvidan de la practicidad o de la utilidad de sus acciones, o de si están enamorados realmente… Hay gente que se bebería un vaso de bromuro con tal de demostrarte que se atreven a hacerlo. Aún somos una especie subdesarrollada, seres que hacen que prevalezca la libertad de expresión para poder seguir haciendo programas del corazón. Si a otro nivel actuaras igual, al llegar a un restaurante cogerías tu tenedor y en lugar de usarlo para comer se lo clavarías a tu acompañante en la cabeza.

Al llegar las dos de la tarde sigo sin hambre. Antes he mencionado mi vibrador. Fue un regalo de cumpleaños. Es el típico detalle que te convierte en una guarra. Al principio pensé que nunca recurriría a él, y ahora no gano para pilas… Como si el hecho de no comprar un recargador me eximiese de ser una salida. El último novio que tuve siempre evitaba hablar de sexo con sus amigos cuando yo estaba delante. Esto es lo que te venden como evolución. Si actúas igual que ellos eres una puta, pero si actúas como “una chica”, entonces eres igual que todas las demás. No me extraña que haya gente que decida ponerse polla, o cambiarse de sexo, o ser mitad y mitad. Ellos saben que hagas lo que hagas todos te etiquetarán.
Llamo a una pizzería. Me dicen que si quiero el regalo sorpresa o las bebidas. Las bebidas. La chica me dice que el chico tardará cuarenta y cinco minutos. Esto se debe a la promesa que me hice a mí misma de no aprender nunca a cocinar. Prefiero tener una mente sana a ser una gilipollas con una dieta sana. La mayoría de gente elige la otra opción. Algunos/as ni tan siquiera saben que se puede elegir. Y los más optimistas te dirán que se pueden hacer ambas cosas. Pero a quién le importan los optimistas. ¿Esa gente ve el telediario?

La pizza está bien, casi tan bien como el momento de tomarme mi café, fumar mi cigarrillo y sentir como las drogas legales hacen que todo mejore aunque solo sea durante unos minutos. Lo que yo soy acaba con la idea de princesa rebozada en sonrisitas estúpidas y ropa nueva casi a diario que los tíos tienen sobre las mujeres. Muchos de ellos quieren a la tonta que se convierte en puta cuando accionas el interruptor adecuado. A veces miro a mi alrededor y la idea de morir sola cada vez resulta menos triste. Yo sé que esto es pesimismo de diseño, y no me gusta ser así, pero hay actitudes peores, y en número ganan por goleada.

Por la tarde la cosa se anima. Después guardo mi vibrador y salgo a la calle. Afuera todo el mundo va a toda leche hacia todas partes. Entro en una cafetería. Saco un paquete de tabaco. Justo cuando voy a sentarme en una mesa, veo a mi pretendiente, al fondo, sentado con dos amigos. Salgo de la cafetería.
Ando lo suficiente como para asegurarme de que no volveré a verle hoy. Mi móvil suena y es él, pero decido que le diré que salí y me lo olvidé en casa. O que no, que no le vi en la cafetería. Lo siento, no puedo estar con un tío que no puede competir con un libro de chistes o mi vibrador. Por muy sentimental que sea. Por mucha penita que dé. Ya hay demasiadas parejas por ahí en las que él o ella se preguntan cada día qué coño están haciendo.
Cuando consigo encontrar un buen bar, me siento al lado de la ventana y comienzo a hojear el diario desde la última página. Desde aquí sigo teniendo una buena vista del objetivo. Tengo un aspecto bastante al uso, pantalón baquero, el pelo recogido en una cola de caballo, una blusa blanca, gafas de alta graduación… Soy la encarnación de lo normal, la mujer al uso, lo suficientemente atractiva como para conseguir sexo con cualquier hombre y lo suficientemente distante para que ninguno lo intente. Sólo alguien que revolviera los cajones de mi habitación, sabría que la mitad de mis braguitas llevan el símbolo anarquista en el pubis. Presta atención. Abajo en las cloacas sólo huele peor.
A dos manzanas estalla la sucursal bancaria y desde aquí puedo oír gritos y coches pitando. La explosión es como a cámara lenta. Todo el mundo sale del bar. El humo sube gris y decidido para apestar el centro atestado de la ciudad. Suena mi móvil y el número es desconocido.
– ¿Si…?
– ¿Lo ves o no?
– Lo veo. Pero la próxima vez te calzas tú las gafas de sol y yo me encargo de fabricarla.

Hoy de diez a once tenía una tarea. Mi paraguas era la confianza, las prisas de la gente, elegir al más torpe de seguridad, esconder un explosivo barato detrás de esa planta que da ambiente al lugar y esperar… Lo bueno de destruir es que basta con tener maña. Basta con tener mi aspecto. El intelecto se ha utilizado más para ir menguando poco a poco nuestra capacidad de análisis. Cuando te pones a hacer una torre con las cartas o las fichas del dominó, muchas veces la destruyes al segundo piso para volver a comenzar. Tú también eres un anarquista a pequeña escala. Da demasiado miedo pensar a lo grande.
De camino veo los desperfectos. La policía intenta separar a la gente viva de la muerta. Es curioso cómo demandan orden cuando muchas veces son ellos los que provocan el caos. Miro a mi alrededor y a lo lejos veo un rostro familiar. Mi pretendiente. Me acerco. Está en el suelo y le falta un brazo. Un policía me coge por detrás y me aparta del cuerpo; me llama “señorita”. Cuando hablo con desconocidos es fácil que se me caliente la boca. Cuando la conversación se vuelve política siempre saco a colación mi vibrador. Eso hace que la conversación se focalice tan sólo en los eufemismos que me sueltan para no llamarme puta, y así ya no se vuelve a hablar de orden o concierto.
Cuando llego por la noche a casa, duermo como un bebé, el caos es el nuevo orden que hay en mi cabeza. He hecho la colada, he cenado cereales y me he ido a dormir con todas las ventanas abiertas.

[Hace cuatro días, entro en un blog de cine y me encuentro con la noticia de que Russell Crow quiere interpretar a Bill Hicks en una peli. ¿Y quién coño es Bill Hicks?, le pregunté a Wikipedia. Pues es un señor que murió en el 94 (32 años) de cáncer de páncreas, monologuista, y que cuando ya sabía que iba a morir joven, se subía a los escenarios y hacía monólogos como el que podeis ver en el video. No os lo perdais. (Abstenerse los alergicos al humor negro).]

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Día 24.

Hace ya siete días que no salgo de casa. Escribo más que como. O escribo para no pensar tanto en comer, entre otras cosas. En el sótano quedan tres latas de atún y varios yogures caducados. No he dejado de oír ruidos ahí fuera a través de las ventanas tapiadas. Gruñidos. Muy de vez en cuando algún grito humano. El miedo a morir ha hecho que no me quede nada.
Mi hija hoy cumpliría quince años, acabo de darme cuenta.
Estoy llorando. No he podido evitar que mi hermana se suicide, no soportaba el hambre y mucho menos el miedo; esta mañana me la he encontrado muerta en la bañera. Ha sabido adivinar dónde escondí las navajas y las cuchillas de afeitar. Eso significa que ahora estoy solo, y no puedo hacer turnos durante la noche para hacer guardia. Sólo podré echarme a dormir sin más, y despertar de sopetón si comienzan a golpear la puerta.
Desde que cortaron la electricidad ni tan siquiera tengo la compañía de las interferencias de la tele durante el día. De haberme arriesgado a salir ayer a por provisiones mi hermana podría seguir viva, pero no creo que por mucho más tiempo. Ya no sabía ni lo que decía.
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Día 25.

Desde que no puedo producir hielo los cadáveres de mis padres han comenzado a apestar. Por más que evite abrir la habitación hacia la que los arrastré, la podredumbre se cuela por debajo de la puerta. Esta mañana he llevado a mi hermana a la misma habitación. Da la sensación de que ya sólo existen los insectos que buscan a mi familia muerta. Ellos y yo.
El cadáver de mi hija está a dos manzanas de aquí, tirado en el suelo. Puedo verlo por la rendija entre dos maderas de las que clavé para convertir la casa en lo contrario a un hogar. Aún no me he atrevido a salir a recogerlo. Ya no sé ni cuantas veces al día me quedo mirando por esos huecos esperando a que me den un respiro. Cada dos minutos pasa uno de ellos corriendo de un lado a otro de la calle, tan rápida y ágilmente que a veces ni deparan en el cuerpo de mi hija. Pueden oírse esos gruñidos y gritos agudos que sueltan desde kilómetros. Por más lejos que puedan estar, siempre te sientes rodeado.
Está anocheciendo. No he dormido en cincuenta horas. Me he pasado el día buscando el modo de matarme, pero no tengo la convicción ni el arrojo que tenía mi hermana. Me ha costado horas comprenderlo. Sigues siendo el mismo estés bajo las circunstancias que estés. Sólo eres tú multiplicado por cien – tus miedos, defectos, manías-, pero sigues siendo tú. Y ése el motivo por el que mis padres salieron de casa intentando huir y ni tan siquiera llegaron a andar diez metros, o por lo que mi hermana claudicó. Y aún tengo pesadillas en las que veo sin poder hacer nada cómo destriparon a mi hija. Las posibilidades de volver a empezar se están agotando a marchas forzadas. Camino del mes de reclusión, ahora también tendré que ver si puedo soportar la soledad. La sola idea de salir de aquí cada vez se hace más utópica.
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Día 26.

Lo malo de los supermercados es que están lo suficientemente lejos como para morir varias veces por el camino. Lo bueno es que ellos no comen nada de lo que nosotros comemos. Sólo nos comen a nosotros. Esta noche tendré que dormir con un ojo abierto y mañana salir a por alimentos si es que aún queda algo en los almacenes.
Estoy convirtiendo esto en mi diario de Anna Frank, no sé si ya me he vuelto loco o si soy mucho más fuerte de lo que pensaba. Ya casi no tengo la esperanza de ver tanques circulando por las calles. Creo que por eso las pesadillas son pesadillas, sabes que no van a acabar bien, y mucho menos si no puedes despertar de ellas. Si estuviera a merced de un ejército de vampiros por lo menos podría convertirme en uno de ellos y acabar de una vez.
Mi hermana trabajaba creando retratos robot para la policía. El segundo día de enclaustramiento se pasó las horas mirando por las ventanas, intentando hacer un esbozo de las criaturas. No tengo en casa nada con lo que pueda luchar cuerpo a cuerpo con ellas. He visto como seguían dando sus zancadas después de haber recibido ráfagas de ametralladora a quemarropa. Todo hace pensar que los pocos humanos que quedemos vivos tendremos que asumir que ya no somos la especie dominante. Así que si ahora somos segundos en la cadena alimenticia lo único que queda es esperar. Lo peor sobre no saber las respuestas en cuanto a lo que pasa es que las preguntas puedan arrancarte la cabeza de cuajo de un mordisco. Esto tenía que pasar algún día. Como el gallito del colegio, la humanidad algún día tenía que topar con alguien más fuerte. La única esperanza que me queda es la ignorancia, el no saber qué planes hay o si los hay, evasivas, contraataques. Ahora lo más parecido a un sueño erótico tiene que ver con mandatarios mundiales metidos en un bunker preparando contraofensivas.
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Día 27.

Duermo a ráfagas de media hora. Tengo que haber perdido varios kilos, no tengo ánimo para afeitarme o asearme, empiezo a tener la pinta de un naufrago aun con los armarios llenos de ropa y en mi casa, en medio de la ciudad. Tengo sueños en los que voy a comprar el pan por las mañanas o entro en una discoteca o un cine. Aunque no tenga valor para hacerlo adrede, sigo queriendo morir.
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Día 28.

Hoy he salido. Pero no he cogido el cadaver de mi hija, no sé por qué. He caminado unos diez minutos oyendo gruñidos y gritos lejanos, algunos quizá humanos. El objetivo era el primer bar, establecimiento o almacén. Cuando llevas un mes sin apenas salir, comer y dormir, empiezas a olvidarte hasta de tu edad. Cuando han matado a tu familia unos seres que igual pueden haber llegado del espacio que del centro de la Tierra, dejas de contar y celebrar cada puñetera banalidad para preocuparte por lo auténticamente preocupante. Mucha de la gente que ahora debe estar encerrada en casa, de seguir todo igual que antes estarían igualmente encerrados en casa, pero con la televisión puesta. No es que merezcamos morir, es que quizá muchos ya estábamos muertos, y ahora que no podemos vivir nos damos cuenta.
Así que hoy, andando deprisa y aterrorizado, he llegado hasta un conocido bar, he levantado la persiana metálica (extrañamente cerrada), y sin mirar las partes de un camarero descuartizado que en los buenos tiempos siempre me daba los buenos días, he comenzado a dar patadas a la máquina de tabaco.
He conseguido sacar unos paquetes de Camel a la fuerza y he vuelto corriendo a casa. Cuando he llegado y he cerrado la puerta me he sentido absurdamente a salvo. Y luego he pensado en que eso de antes, lo de trabajar y repetir día sin parar hasta la muerte, ahora se me antoja el jardín del Edén. He deshojado el plástico de uno de los paquetes y sacado un cigarrillo, y durante las dos primeras caladas, mientras mis pulmones se llenaban de humo apestoso y mi estómago seguía vacío, he sentido que era feliz.

[Hace ya los suyo me topé con este video. Una especie de ejercicio de trailer freak para anunciar el próximo libro de Chuck Palahniuk. Aún no se ha publicado en España (porque ya lo habría leído) y esta vez el amigo Chuck se adentra en el mundo de la pornografía a traves de Cassie Wright, una chica que pretende batir un record de coitos en un solo día (o algo de eso). El video se las trae, uno no sabe qué narices está viendo hasta que sale el título del libro: «Snuff».]

Trituradora de papel

Querido diario:

Esta es la última vez que le escribo al viento. Te he mentido y tergiversado hechos para sentirme mejor conmigo mismo. En absoluto he sido transparente. Siéntete importante, si yo esta noche muriera la policía podría considerar esto mi carta de suicidio. Pero no lo es. Lo cierto es que ni tan siquiera tú sabes nada de mí. A duras penas yo sé algo… Alguna vez le oí decir a alguien que prefería ser mediocre, que así dormía más tranquilo. Pues bien, eso a mí no me funciona. Sea como sea, suelo tener la actitud ociosa de un drogadicto, pero sin tomar drogas. Tú no lo sabes, porque sólo eres papel roñoso, pero sentir conlleva tener que aceptar las dos caras de la moneda.
No te voy a contar lo que he hecho hoy, porque no he hecho nada digno de contar, como casi siempre. El motivo por el que voy a dejar de escribir en tus hojas tiene mucho que ver con la inutilidad del acto en sí. De qué sirve un diario si cuando revises lo que has escrito sólo vas a conseguir mentirte a ti mismo. Esto siempre ha sido la versión literaria de los álbumes de fotos. Da igual lo bonitas que sean tus imágenes congeladas si no tienes un buen recuerdo, si no recuerdas qué sentías antes de sonreír durante esa fracción de segundo. Pero da igual, hay amas de casa que ojean sus fotos de boda para no tener que tomar antidepresivos. Lo cierto es que en un mundo inteligente tú aún seguirías siendo árbol. Lo que es yo, me contento con sentirme culpable cada vez que tiro una colilla al suelo.
Como Diario que eres, te diría que avisaras a los de tu gremio, que hay un montón de gente por ahí adornando sus vidas día a día. Gente que podría estar leyendo o llevándose a sí mimos de viaje, deciden escribir tonterías para poder salvar el día, para no sentir que lo único que han pasado han sido veinticuatro horas. Escribiendo en tus hojas amarillentas del reciclaje, me he dado cuenta que de que la felicidad no existe para quien no cree en ella. Y no es que yo me considere ateo en ese aspecto, pero tiendo a comprender mucho más a la gente que rompe a llorar sin motivo.

Si alguien te descubriera y me leyera, bueno, no quiero ni pensarlo. Del mismo modo en que la gente no suele fiarse del todo de lo que les dicen, con un diario darán por hecho que todo es verdad: la verdad con pelos y señales. Y nada más lejos de la verdad. Hay que estar mal de la cabeza para creer que se puede describir un sentimiento. La gente puede llamar Depresión a mil estados de ánimo distintos. La gente llama Amor a cualquier relación en la que dos personas se importen el uno al otro lo más mínimo. Y luego, una vez creen que pueden etiquetarlo todo en la vida, hablan de las relaciones de Amor/Odio, de que si la vecina del cuarto segunda está Loca, de que si todas las mujeres son Complicadas, o todos los hombres Simples… No es que Dios no exista, es que siempre ha sido en la ignorancia donde ponemos toda nuestra fe. Y mírame, contándote esto a ti, que ni tan siquiera puedes tener turno de réplica.

En esta última parrafada que te estoy escribiendo, en la que intento no contar nada para contarlo todo, es en la única en la que me estoy acercando a decir alguna verdad. Tiendo a no ser nadie, o peor, soy esa pieza del puzzle de cinco mil que perdiste cuando ya casi estabas acabando. Me encontrarán barriendo y me tirarán a la basura.
Pero no te voy a engañar, la verdad es que tengo la esperanza de que algún día me pase algo importante, y ya sea buscado o casual recibiré ese hecho con alegría, sin importarme a cuento de qué ha llegado. Si llega ese día, ya sea en forma de persona, oportunidad o final, tú ya no estarás para deformar mi historia.

[…]

Estrella fugaz

La novia de Raúl pensaba que si observaba lo suficiente podía encontrarle el sentido a cualquier cosa. No había que conformarse con el cielo o los bonitos prados de postal. No sólo se trataba de cataratas o recién nacidos. Ella podía encontrar belleza y positivismo en todo cuanto la rodeaba. Esto es así, sólo depende de quién mire. Cualquier mendigo te podría hablar sobre lo atrayentes que pueden ser cuatro contenedores de basura puestos en fila. Un asesino en serie podría hablarte de lo sugerente que es alguien indefenso y solo durante la noche, podría disertar un buen rato sobre su sangre o su último grito. No es lo que se ve, sino la percepción del publico. En este mundo hay un buen espectáculo para cualquiera. Sólo hay que saber buscar.
La novia de Raúl un día bajó las escaleras de su bloque de pisos, y cuando llegó a la calle se encontró con el cadáver del huésped del quinto segunda espachurrado en la acera, rodeado de gente, suicidado. La novia de Raúl miró hacia arriba y vio la ventana del muerto abierta, y unas cortinas rosas ondeaban al viento. Al día siguiente se compró unas cortinas idénticas.
Sí, su vecino se había matado, pero si no llega a ser por eso ella aún hubiera seguido con las mismas cortinas grises y sucias, que por algún motivo nunca había pensado en quitar. Constructivismo. El vaso medio lleno.
Otro día la novia de Raúl se vio en medio de un bosque ardiendo y se puso a pintar un cuadro. Porque nadie lo haría, y sin embargo a todo el mundo le gusta mirar. Ella siempre llevaba un cuaderno y unas acuarelas en su bolso. En él también llevaba una cámara fotográfica. Cuando el día del incendio estaba acabando su obra, un bombero se la llevó del lugar mientras se acercaban las lenguas de fuego. Ella comenzó a hablar con él, y esa noche salieron juntos. El bosque se había quemado y el fuego había acabado con varías casas y extraviado decenas de propiedades privadas. Pero ella había sacado un novio de eso. El Amor había triunfado.
Si no hubiera sido por ese fuego ella hubiera continuado sola, y los bomberos se hubieran pasado otra semana entera encerrados y aburridos, algunos incluso pensando en cambiar de profesión. La vida era para quien sabía ver el lado positivo. Despierta los lunes con una sonrisa, hasta el trabajo más soso y repetitivo puede ser revitalizante. La novia de Raúl era reponedora. Tu mayor responsabilidad es la de mantener la fantasía estética de los clientes a salvo; que cuando entren a comprar a las nueve de la mañana parezca que un montón de pequeños robots han alineado a la perfección sus productos favoritos en otro nuevo día radiante y coherente. La novia de Raúl sabía que esas pequeñas tareas que nadie considera importantes son las que hacen que la gente crea en el orden y el concierto. Ella sabía que, aunque todo pudiera estar yéndose a la mierda, a la gente le gustaba ver su mundo acicalado. Era cuestión de saber presentar las cosas con elegancia. En lugar de querer convencer a todos sobre las ventajas de la legalización de las drogas o la prostitución, enséñales una cajetilla elegante de porros o viste a las prostitutas de Gucci. Si hay guerras en el mundo pero la cabecera del telediario es sobria y agradable, todos pueden respirar tranquilos.
Y sí, Raúl era el bombero. Y ella se llamaba Estrella. Raúl era mi amigo hasta que el piso cuco y femenino en el que vivió con Estrella una noche estalló matándolos a ellos y a parte de los vecinos. Uno puede ver las cosas de color de rosa y ser feliz y hasta algo descuidado. Pero nunca puedes dejarte el gas abierto. La reacción de éste con una llama no entiende de optimismo. La aleatoriedad de Dios, o la casualidad, no hace distinciones con los vitalistas. La vida está sujeta a las casualidades; cualquier sensación que te haga creer que lo tienes todo bajo control es igual que cuando entras al supermercado y todo está en orden. A todas horas dependes de todos. Tanto, que cuando sólo dependes de ti, para cuando te des cuenta ya puede ser demasiado tarde.

Estrella salió la tarde justo antes de morir de paseo con Raúl. Vivían en un pueblo costero porque decían que preferían tener el mar cerca. Ni tan siquiera habían llegado a los treinta. Ese día habían estado cocinando juntos, haciendo la cena después del paseo y de ver la puesta de sol desde su terraza. Raúl estaba tan enamorado que ya no se ponía nervioso ni cuando tenía que salir pitando en el trabajo por alguna emergencia. Estaba tan enamorado, y él fue el último en salir de la cocina esa noche. Y después, a las tres de la mañana, se fue la luz.
Si entrabas en ese piso, podías ver enseguida que lo había decorado Estrella. Todas las paredes tenían acuarelas o murales llenos de fotografías. Le fascinaba lo que todo el mundo veía antiestético. La acuarela del incendio, un perro muerto, fotos de gente esperando en el aeropuerto durante un retraso de varias horas… El lado oscuro del arte, el absurdo.
Y todas sus obras, los muebles y todo cuanto habían logrado reunir, se quemó cuando Estrella se despertó, encendió una vela, abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo camino a la cocina.
Detonación.
La vida explotó en trocitos mientras algunas parejas deambulaban tonteando muy cerca por el paseo marítimo. Toda esa gente de vacaciones vio cómo tres pisos volaban por los aires en mitad de agosto. La misma gente que hubiera visto absurdo el arte de Estrella sacó sus cámaras de fotos o sus móviles y comenzó a grabar. El veneno de la imprevisibilidad. Parecía que al final daba igual si tu vida era aburrida o no. Sólo tenías que dar gracias por estar vivo, conectar y desconectar los interruptores adecuados, y no dejarte cegar ni tan siquiera por el amor. Ninguna clase de amor. Estrella pintaba lo que nadie pintaba porque vivía como nadie vivía. Tal y como yo lo veo, Raúl fue una víctima. Yo reuní todas las versiones sobre la historia que me contaron y procuré montar una verdad propia. Y no sé muy bien por qué, pero desde entonces dejé de preocuparme por ir a dormir cada noche con mi vaso medio vacío.
Lo que ves o te cuentan te hacer pensar. Si paseas por un bosque y notas ese aire perfumado de pino, nunca te viene a la cabeza que ese mismo aire es el que alimenta los incendios, los hace crecer y devorar todo cuanto te rodea, quizá incluido tú. Es la naturaleza que se mata a sí misma. Es la versión natural de lo que te pasaría a ti si te duermes al volante. Es la lección del ser superior que te está diciendo que no puedes ordenar el caos. No puedes pretender creer que no naciste de la misma casualidad que todos los demás. Mi manía favorita es la de no fiarme de la gente que se muestra segura de sí misma. Cuando por las noches doy mil vueltas en mi cama haciendo el amor con mi insomnio, imagino a Estrella fotografiando a ángeles drogadictos, a estrellas del rock muertas que no buscaban seguir en ningún otro lugar. Imagino a Estrella hablando con Dios sin hacerle ninguna de las preguntas que yo le haría. Puedo llegar a ver otro mundo postmortem en el que todas las personas pueden llegar ser ellos mismos sin necesidad de subrayar su personalidad con disfraces y pinturas. Y estirando mucho mi fantasía erótica postanarquista, me veo volviendo a nacer, reencarnado en otro cuerpo y en un mundo en el que todo son ruinas, donde sólo queda la posibilidad de volver a empezar.

[Algún día tenía que hacer mención de Ángel Martín. Uno de los poco motivos por los que aún se puede poner la televisión. Un hurra por él.]

Color sepia

La historia de mis bisabuelos fue la de un chico de veinte años que se enamoró de una mujer de cuarenta y siete. En aquel momento, en el pueblecito donde vivían, eran el Diablo. Ella aún era soltera.
Mi bisabuela era de joven una chica de cara agradable, esbelta, una chica de la época que jamás se bajó las bragas para mear si no podía disimular el sonido del chorro con cualquier otro ruido. Había tenido novios, pero no se había casado enseguida con cualquiera para conseguir llegar virgen al matrimonio. Para ella Dios no existía, y aunque la misa los domingos era un buen motivo para reunirse con sus amigas, eso era todo. Aun con todo su recato, eso de no ser virgen sin haberse casado y sobre todo la manía de tener opiniones propias, la convertían en la chica que todas las madres querían alejar de sus hijas. Cosa que no conseguían. Se llamaba Remedios. “Reme”. La furcia. La libertina. Era considerada la zorra del pueblo, y sin embargo cuando la mirabas sus ojos estaban cargados de cinismo, tristeza. Cuando ves fotos de ella en blanco y negro, se te pone la piel de gallina de pensar en que algunas chicas de hoy en día aún son más retrógradas de lo que lo era ella. Ella era la chica del futuro, un extraterrestre. La puta del lugar con mesa reservada junto a la ventana en el infierno.
Hablamos prácticamente del siglo XIX, y la realidad es que las cosas no han cambiado tanto. Lo mejor que hemos conseguido en tropecientos años son cosas como la bombilla o las drogas con receta. Por lo demás nos las hemos arreglado para adaptar nuestros prejuicios; hay gente a la que aún no le hace ninguna gracia descubrir que su hija de dieciocho años lleva un condón en el bolso. Realmente hay gente que aún piensa que sus hijos son suyos, cuando sólo son su responsabilidad. La mayoría de gente considera a su pareja un accesorio más, junto al Ipod o el coche. Un accesorio emocional. Presumimos de seres queridos diciendo cuánto les amamos, y después lo primero que queremos quitarles es lo más preciado. La mayoría de personas pensamos que nuestra libertad es más importante que la de los demás.

Mi bisabuelo de joven no era un tipo especialmente apuesto, no tenía dinero ni era carismático. Mi bisabuelo no era nadie de quien recordar grandes citas. No pintaba o escribía, no era un bohemio pero tampoco pensaba demasiado en lo tangible. No tenía sentido del humor. Según tengo entendido era un hombre de quien podías haber estado acompañado durante largo rato sin haber advertido su presencia. Era una pluma que se te posa en la cara mientras duermes; con él, te limitabas a darte la vuelta para seguir con tu vida. Mi bisabuelo no era nada, o menos que nada; de no ser por mi bisabuela, hubiera caído en el olvido. De no ser por ella yo no existiría. Y digo ella, porque según dicen, cuando él se enamoró, murió de algún modo. Si ella no le hubiera correspondido, ahora yo seguiría postrado sin sentir nada en la negrura de lo que hay antes de nacer y seguramente después de morir. Mi bisabuelo habría muerto solo y aburrido, probablemente suicidado de saber lo poco que importaba a nadie. Si investigas te darás cuenta de que la mayoría de tus antepasados ahora descansan en paz aliviados de haber muerto. Pero al final mi bisabuelo sorteó en parte ese malvivir, algo que seguro nunca había previsto cuando veía que no tenía amigos y mis tatarabuelos sentían poco más que vergüenza por él. Por desgracia esos tatarabuelos, sus padres, murieron en una riada antes de poder verle emparejado con Remedios. O por fortuna. O vete a saber. El caso es que un día de fiestas en el pueblo, mi bisabuelo de algún modo engatusó a Remedios, y desde ese día no volvieron a separarse. No se sabe lo que ella vio en él, y lo cierto es que nadie puso a trabajar su imaginación; él cambió de ser nada a ser feliz, pero para la gente seguía sin ser nadie, muerto por dentro, el vacío hecho ser humano.

Vivieron humildes y se dice que felices, aun con los veintisiete años de diferencia. Y con todo, es verdad que el amor no tiene edad, pero la muerte sí.
A Remedios le llegó con ochenta y dos. La causa, desconocida. Mi bisabuelo tenía cincuenta y cinco años para entonces, y jamás buscó otra mujer. Murió a los noventa y siete, cuarenta y dos años después. Otra vida entera en la que lo único que hizo fue recordar. Viudo durante lo que fue una entrega absoluta al alcohol, pasó de ser nadie a ser el borracho del pueblo, de que no le hicieran caso a que la gente evitara hacerle caso.
Buscas la historia de lo acontecido, del pasado, de los muertos, e intentas deducir por qué aún somos tan retrógrados, qué nos empuja a no evolucionar. Y nunca hay respuestas. La verdad es que la vida de la gente suele ser tan absurda que sólo puedes reírte para dejar tu sonrisa congelada. Si me apuras, te diría que no saber es la única respuesta.

Hace un año mi padre empujó a mi madre durante una discusión. Mi madre dio con la cabeza en el suelo y al día siguiente celebramos su funeral. Mi padre nunca había maltratado a mi madre. Dos días más tarde mi padre bajó a las vías del tren sin que nadie lo impidiera, y comenzó a caminar hasta que, dentro de un túnel, se topó con el tren de las ocho de frente. Murió, claro, y supe que el maquinista, afectado de problemas cardiacos, sufrió una crisis, debido al susto de ver esa figura caminando de frente hacia su tren.
Mi madre le sacaba quince años a mi padre. Las mujeres de mi familia siempre han sido mayores que los hombres. Mis tatarabuelos, los que murieron ahogados, pues bien, ella tenía dieciocho años más que él.

Parece que cuando el amor no tiene edad, sí conlleva un castigo. Cuando mis abuelos se conocieron, ella ya estaba casándose con otro. Mi abuelo era uno de los invitados a esa boda, tenía dieciséis años menos que ella. Y si has oído hablar de esa leyenda urbana en la que los amigos del novio le quieren cortar la corbata con una sierra eléctrica, pues bien, el novio murió. Y mi abuelo se pasó toda la noche consolando a la novia, sujetándola para que no hiciera una locura y aguantando sus lloros incontenibles. Ella fue al cabo de una semana a su casa a agradecerle el apoyo, y poco a poco comenzaron a verse con más frecuencia. Ella a menudo soñaba con su difunto marido en el suelo con el cuello desgarrado. Al despertar sudando, llamaba a mi abuelo y él hablaba con ella hasta que se tranquilizaba.
Mi abuela había tenido una hija fuera del matrimonio con su difunto marido. Pero ésta murió en un accidente de avión con su novio mientras viajaban hacia su luna de miel. El novio tenía quince años más que ella.
Así que mi abuelo tuvo la oportunidad de comenzar una nueva vida con esa mujer, que se había quedado sola. Con el tiempo, ella comenzó a contarle a mi abuelo confidencias sobre la habitual impotencia de su difunto esposo, que su mal humor a veces le perdía, y que en su familia todos los hombres eran siempre mucho mayores que las mujeres; hasta un hermano suyo había muerto en la cárcel asesinado mientras cumplía una condena por pederastia. Si no quieres descubrir que no existen familias normales, no investigues, no preguntes, no ojees álbumes de fotos acompañado de quien sepa qué se esconde detrás de esas instantáneas. Sigue creyendo que lo que hay que saber ya se ve a simple vista.
De vez en cuando mi abuelo acompañaba a mi abuela a ver la tumba del hombre de la leyenda. El difunto tenía trece años más que ella. Ella le quería tanto que mi abuelo muchas veces se ponía celoso de su lápida, deseando acompañarla a ver la tumba de la hija para no sentirse así. Si esa noche hacían el amor, mi abuelo se empleaba a fondo, intentando dejar su mensaje claro.

Siguiendo el ejemplo absurdo y trágico de mi familia, o quizá de todas las familias, mis abuelos murieron, pero a lo grande, al estilo de los álbumes de fotos antiguos, alimentando leyendas, dejando cuatro posesiones y un montón de versiones sobre lo que ocurrió.
La versión más popular cuenta que a mi abuelo, en una edad aún relativamente temprana, le dio un infarto durante un coito. Durante una de sus lecciones de virilidad en competición con su rival legendario, se le paralizó el brazo izquierdo y cayó inerte encima de mi abuela.
Lo que sigue, o la versión más popular, es que mi abuela a los dos días buscó un buen lugar para ahorcarse por el pueblo. Hay vecinas aún hoy día que cuentan que la vieron pasearse con una cuerda y dando los buenos días a quien se le cruzara. Quién o cómo la encontraron muerta son misterios o cosas que prefiero no saber. Con la palabra SUICIDIO me basta.

Me he pasado semanas investigando sobre el árbol genealógico de mi familia. He descubierto que la sencillez y la felicidad no viajan en el tiempo. La gente que fue tirando más o menos conforme hasta su muerte no ha dejado nada que merezca la pena contar.
Más o menos sabes que algo así como la mitad de lo que has descubierto es mentira. A la gente mayor se le llena la boca hablando del pasado. Puedo imaginar a un bisnieto mío convirtiéndome en símbolo de mi época. En víctima consumista. Me lo imagino hablando sobre una época de zombis que sólo estaban contentos con tener todo aquello que pudieran tocar. De ir el mundo a mejor, me lo imagino protestando por tener que pasarse su futuro limpiando la mierda dejada por mi presente. Pero también puedo imaginarlo muriendo de forma absurda, en una tercera guerra mundial por la lucha de lo poco material que quede.

En tiempo presente, llevo diez días quedando con una chica por la tarde en una cafetería céntrica de la ciudad. Nueva York. Al saber de los delirantes destinos de mis antepasados, me siento más cómodo entre rascacielos. Ya no me impresiona nada la zona cero. Cuando murieron mis padres tuve que huir antes de quedar enterrado en la compasión ajena.
Apuro mi café con la cabeza llena de desgracias y gente muerta. Veo llegar a Raquel, la miro mientras entra en la cafetería y se sienta en la silla que hay justo frente a mí. Y sí, es española. Mi inglés aún deja mucho que desear, y quedar con ella está suponiendo un descanso para mí. Cuando ella ve los dos álbumes de fotos que tengo delante, empezamos a hablar sobre mi familia. Todos los muertos. Raquel tiene nueve años más que yo, pero la verdad es que eso ya no me impresiona nada. Sus treinta y dos años no pueden competir con mis antepasados. Comienza a ojear los álbumes y yo comienzo a hablarle por encima sobre esos fiambres congelados, esas fotos en blanco y negro de desconocidos. Lo único que ella sabe de mí es que me gusta, y ahora, mientras imagina cómo debía ser Remedios, o mis abuelos, o a mí abuelo muerto durante su boda… Mientras ella decide hasta qué punto miento o digo la verdad, podría ser un buen momento para contarle lo de mis padres. Esas muertes absurdas… Elegir el momento para contar algo así es cómo decidir cuándo vas a besarla, puede no ser fácil. Para cualquier cosa, sólo dame un grano de arena y en un periquete te devolveré la montaña.
Pero Raquel, interrumpiendo mi ensayo mental de cómo le voy a contar la historia, dice:
– A mí me han contado cosas de mis abuelos, pero no tan fuertes.
Y me dice que hace como un año se llevó un buen susto, que su padre es maquinista y lleva muchos años metido en la cabina de un tren. Me dice que tenía problemas de corazón. Que aún los tiene. Ya sabes, dice.
Y mientras me cuenta cómo su padre estuvo apunto de morir por haber matado al mío, decido que no. Ahora no puedo contar nada. La peor verdad es la que te podría convertir en un acosador o un psicópata. O en un fanático de la venganza. Me dice dónde y cómo pasó, y luego me pregunta que por qué me he quedado blanco, que igual no debería habérmelo contado. Puedes imaginar a Dios jugando a estas cosas. Cuando ella deja de hablar, suelto un par de frases hechas y me quedo en silencio, esperando que se disipe el infarto. Luego, para evitar el pasado y aniquilar cualquier posibilidad de que ella abunde en eso, le digo que hace mucho que me apetece besarla, y que no se preocupe, si a ella no le hace sentir incómoda la diferencia de edad, a mí tampoco.
Y ella murmura:
– ¿Ahora?

[Yo soy un flipado de Lynch. Soy de los que ha visto varias veces Carretera perdida y Mulholland drive, y cada vez que las veo disfruto, me río, paso miedo y me emociono con más intensidad. Inland Empire, su última película, vuelve a ser alucinante y pesadillesca, lo más parecido a que alguien hubiera podido grabar un sueño de los que despiertas sudando y necesitas lavarte la cara. Un servidor ya planea verla por tercera vez. El video es una de sus escenas, ya por si sola más oscura e inquietante que muchas películas enteras.]