Hace veinticinco años mis padres decidieron llamarme Alma, más o menos en el momento en el que acababa de salir, cuando aún estaba empapada de fluidos de mi madre y berreando. Mis padres decidieron el nombre justo en ese instante. Tampoco supieron el sexo hasta que miraron entre mis piernas. Fue unos años después cuando supe que ellos querían un niño. Cuando yo tenía cinco días mis padres discutieron debido a eso. Hasta mi padre había insinuado que abortar no era una mala idea una vez el médico había vaticinado el bombo.
Todo esto lo sé porque mi tía odia a mi padre. Mi padre es de esos que quieren un hijo como mucho para poder apuntarlo al fútbol, como si en lugar de tener un hijo quisiera tener un colega de esos con los que te vas a tomar una cerveza. Lo cierto es que es un milagro que mis padres no me tiraran en una papelera pública nada más haber salido del hospital.
Dicen que las madres se sienten madres ya durante el embarazo, y que los padres se sienten padres cuando ven al bebé. Supongo que la ignorancia o quizá el optimismo hacen que la gente piense que absolutamente todos actuamos de la misma manera ante la vida. Todas las madres son cariñosas. Todos los padres se deshacen en lágrimas al reconocerse padres. Todos los franceses son gilipollas. Los catalanes, agarrados. Busca un lugar en el casillero o vas a ser un bicho raro toda tu vida. Si eso te importa.
La tercera vez que mi padre intentó matarme yo tenía trece años. Esa tercera vez fue especial.
De una forma u otra mi madre siempre conseguía evitarlo. Después se iba al hospital y decía que se había caído por las escaleras, que en el idioma de las enfermeras quiere decir: “A mí también me pega mi pareja”. Yo pasaba menos miedo del que se supondría. Mi madre hacía constantes visitas a la farmacia y me mantenía en un constante estado de postración; así que yo era una drogadicta involuntaria, mi madre no sé qué coño era, y mi padre pensaba que si yo desparecía él podría volver a tener veinte años y a mi madre volverían a subírsele las tetas.
Ella nunca le denunciaba, éramos la típica familia. O por lo menos tan típica como las que parecen felices. No había tanta diferencia, después de que mi padre hubiera intentado algo como asfixiarme con la almohada, al día siguiente mi madre aún se empeñaba en mantener la familia unida, en que comiéramos juntos y yo no dejara de hacer los deberes. Mi padre no me hablaba, obviamente, y yo casi no tenía fuerzas ni para masticar. De alguna forma, aceptábamos el hecho de que mi padre, aunque fuera un hijo de puta, vivía en una vida que no le apetecía vivir. A veces hasta rompía a llorar, y yo le oía discutir con mi madre sobre las posibilidades de envenenar algún día mi desayuno o quizá tirarme de forma “accidental” por la ventana. Ella se negaba en rotundo, decía que quizá yo no fuera un niño, pero también podía tener un gran futuro. Entonces mi padre se enfurruñaba y esa noche mi madre no mojaba.
La verdad es que la agresividad de mi padre sólo era contra mí. Los golpes que se llevaba mi madre siempre eran en forcejeos para salvar mi vida. Era otro concepto de rutina, supongo que ninguna familia lo tiene fácil.
Mi tía decía que por más que le pesara a ella, su hermana era ninfómana, que siempre lo había sido, y que si seguía con mi padre era porque creía que sería el único que conseguiría saciarla siempre. Así que mi progenitora se debatía entre la posibilidad de no volver a tener buen sexo o permitir mi muerte. Lo cierto es que me pasé años compitiendo con la polla de mi padre. Porque mi madre quería tener las dos cosas, su hija y sus orgasmos múltiples. Nunca se le pasó por la cabeza la idea de buscar a otro hombre. Creo que por su actitud conservadora y católica. O quizá por todo lo contrario, porque nunca llegué a conocerla muy bien.
Esa tercera vez de la que hablaba, en la que pude haber muerto, fue especial porque esa noche comencé a soñar con El Señor del Rincón.
Esa noche transcurría igual que las otras. Mi padre intentando convencer a mi madre sobre las ventajas de mi muerte durante la cena delante de mí, la tele puesta… Recuerdo que mi madre podía estar cortándome la carne en trocitos mientras le decía a mi padre que si yo no le parecía mona, que si no le daba penita, que pobrecita, que a quién se le ocurriría intentar acabar conmigo, que hasta los pederastas eran más cuerdos, por lo menos ellos sabrían apreciar lo mona que yo era… Y yo y mi padre evitábamos mirarnos como dos ex -novios que coinciden al cabo de meses en una fiesta. Mi infancia ha sido tan dura que podría hablar durante horas sobre las virtudes de las drogas. Viéndolo desde mi perspectiva una puede hablar sobre su pasado casi sin inmutarse. Lo único en lo que le doy la razón de verdad a un optimista es en que de todo nos podemos recuperar, levantarnos, seguir. Aunque entraríamos en conflicto si me dijeran que también se puede sin drogas. Recuerdo toda mi vida hasta la adolescencia de la misma forma en que todo el mundo recuerda retazos sueltos de cuando se tienen cuatro o cinco años. Mi tía ha sido la que me ha contado mi vida, aunque no sé si yo quería.
Después de cenar, nos sentamos en familia a ver la tele – a seguir viéndola-, a esperar que llegara el sueño. Mi madre estaba en el sillón entre mi padre y yo. A mi padre le temblaba una rodilla y de vez en cuando me miraba de reojo. Yo, a veces, aturdida por las drogas, le devolvía la mirada, y él enseguida hacía como que estaba viendo la película, como que no estaba esperando a que mi madre se durmiera para volver a intentar acabar conmigo. La verdad es que era muy torpe, o quizá nunca lo intentaba con el ánimo necesario. Yo siempre pensé que en el fondo me quería. Por muy absurdo que suene. No ha de ser tan difícil matar a una niña si de verdad lo deseas. Es verdad que él estaba desequilibrado, nos hacía daño y en apariencia me odiaba, pero yo nunca lo vi como al típico maltratador. De todos modos era mi padre, y el pobre jamás llegó a matar ni a una mosca, por más que nos hiciese creer que no cejaba en su empeño.
Cuando fui a dormir soñé con El Señor del Rincón. Le llamaba así porque siempre aparecía en el rincón de la habitación. Se le oía jadear. Y poco después siempre me decía algo, una frase. En ese primer sueño dijo: “Tienes un nombre muy bonito, él nunca se atreverá a matarte”.
Soñé con él durante algo así como dos meses. “Soñar”, por decirlo así. Pasados esos dos meses detuvieron a un vecino y encontraron muestras de semen al pie de mi cama. Mi madre se pasó dos días abrazándome como si fuera lo más peligroso que me ha pasado; un tarado que se colaba por la ventana de mi habitación y se masturbaba mirándome. Nunca llegué a verle la cara, y de todas formas estaba tan puesta hasta arriba de todo que ni se me había ocurrido gritar auxilio. Al día siguiente despertaba y no sentía ninguna sensación desagradable en el pecho, nunca hubiera dicho que eran pesadillas o que ese hombre existía de verdad; de hecho sólo me acordaba de lo que me decía. Y me encantaba lo que decía y cómo lo decía.
No eres lo que comes, no hagas caso de las frases hechas. Eres lo que te pasa. Recuerdo que cuando tenía dieciocho años fui un día a casa de mi primer novio de verdad, su madre me dejó entrar, y al abrir la puerta de su habitación le pillé tocándose, con una revista porno. Creo que fue mi comprensiva reacción ese día lo que hizo que pillara tal cuelgue por mí, que el día que quise dejarle a los dos años se derrumbó llorando y abrazándose a mis rodillas.
Mi padre murió de un cáncer de pulmón cuando yo tenía diecinueve años. Para entonces ya hacía cuatro que no había intentado hacerme daño. Antes de morir me preguntó si le quería.
Mi madre conoció a un hombre al cabo de dos años, más o menos mientras mi primer novio me llamaba sin parar para que le diera otra oportunidad. Yo aún no me había independizado, y por algún motivo no tenía intención de hacerlo a pesar del pasado familiar.
El día que mi madre me lo presentó, cenamos los tres en casa. Cuando me fui a dormir mi madre fue a mi habitación y me preguntó que qué me parecía, que si él me caía bien. Le dije que sí, que no se preocupara por mí. Justo después ella rompió a llorar.
– ¿Qué te pasa?
– ¿No le has reconocido?
Resultó que él era el Señor del Rincón. Mi madre decía que era tan amable que no supo resistirse, y que aunque estuvo varios días dubitativa, le quería, no podía evitarlo. Decía que él ya no sentía atracción por los niños, que había superado esa etapa de su vida. Psicólogos, medicación… Además nunca había abusado de nadie más allá del voyeurismo. Yo me limité a tratarlo de forma distante. Aunque en mi etapa infantil él me ayudó, una vez consciente de lo que pasaba de verdad, cuando ya sabía la historia completa, no es que me volviera loca la idea de vivir en la misma casa que él. Aunque pudiera conservar su mismo encanto sin sus costumbres pajillero-pederastas. Como ya he dicho, creo que nunca llegué a comprender cómo funcionaba la cabeza de mi madre.
Pasados unos dos meses de convivencia con mi madre y él, una noche el Señor del Rincón entró en mi habitación y dijo que no podía evitarlo, que había conquistado a mi madre para poder estar cerca de mí. Curiosamente lo dijo desde el mismo lugar desde el que años atrás se masturbaba cuando yo aún no tenía tetas. Le dije que saliera de mi habitación, por favor. Entonces él hizo una pausa y me soltó que si no podía tenerme me mataría, que tenía que elegir. Yo respondí que si mi padre no me había matado, él tampoco se atrevería. Le dije que ya había pasado por eso, que los asesinos de verdad están en la tele, en los periódicos, en las películas, no en mi vida. Y fue entonces cuando lloriqueó y desde su rincón de siempre me pidió permiso para sacársela, para tocarse. Decía que era lo único que me pedía, y mientras yo dormía, que el resto del día sería el padre ejemplar, que quería hacerlo… tres veces a la semana, por favor. Una. Dos, por favor. Una o voy a hablar con mi madre. Vale, una. Le dije que no hiciera ruido, y que fuera rápido.
Esa situación se sostuvo durante cuatro semanas. A la quinta un día me senté a hablar con mi madre. No sé por qué aguanté cuatro semanas esa situación, debe ser que me parezco a mi madre más de lo que creo. El hecho de haber dejado de tomar más y más pastillas, calmantes y ansiolíticos, hizo que comenzara a tener cierto apego por la realidad, e incluso por mí misma. Así que le dije a mi madre lo que pasaba, a quién se estaba follando y que puede que mientras lo hacía él no estuviera pensando precisamente en ella.
– Hija… – titubeó.
– …
– ¿No puedes hacerlo por él? No lo hace con mala intención, sólo te tiene cariño…
No, le dije, ¿estás loca? No iba a dejar que ese tío se masturbara una vez a la semana viéndome dormir y con el consentimiento de mi madre.
– Él es tan dulce… no tiene maldad…
Me levanté y me fui a mi habitación, comencé a hacer las maletas. Sabía de una amiga que me acogería unos días en su casa. Ya sabía que mi madre era rara, pero no que su vicio llegara a esos extremos. El Señor del Rincón la tenía grande, realmente grande. Ya se la había visto, sí. La tenía gorda. Y mi madre siempre ha puesto su placer por delante de todas las cosas. Siempre ha sido la capitalista del orgasmo, pero supongo que todo tiene un límite, así que huí de ella y del Señor del Rincón. Cada noche les oía hacerlo, cómo mi madre, Doña Adicta al sexo anal, gritaba mientras se convertía en un túnel de metro. A partir de los cincuenta dejó de gustarle la penetración vaginal. Pregúntale a mi tía. Mi madre estaba tan dada de sí, tan magullada psicológicamente y tan ida, que mientras salía yo de casa maletas en ristre, rompí a llorar como nunca lo había hecho en mi vida.
Al cabo de dos semanas conseguí un piso para mí. Un cuchitril. Pero estaba sola, y la verdad es que nadie ya sabía valorar la soledad como yo. Me preguntaba si mi madre pensaría en mí entre polvo y polvo, o qué planes tendría el Señor del Rincón, teniendo en cuenta que mi madre no le daba nada que no pudiese conseguir en un prostíbulo o incluso solo.
Pocos días después, cuando mi madre me localizó y exigió mi paradero, todo comenzó a irse otra vez a la mierda. Porque el Señor del Rincón volvía a tenerme localizada. La primera visita que me hizo fue durante el día. Una tarde llamó con los nudillos a la puerta de mi piso; justo el día siguiente de que mi madre apuntara mi dirección en un papelito. Como le veía venir, le abrí la puerta y le di una de mis bragas. No dijo nada, se las metió en el bolsillo y se fue. Solo era una solución provisional. Le esperaba al día siguiente.
Poco a poco yo me fui convirtiendo en mi padre, y el Señor del Rincón en mí. Tenía que hacer todo lo posible por dejar a mi madre sola. Me la imaginaba envejeciendo, conforme, viendo la tele día tras día sin ganas de nada ni de nadie, ¿no podía ser ella una anciana ociosa más? ¿No podía dejar de joderme la vida por no poder contener su absurda lívido? O eso, o conocer a un tío normal, aburrido, monótono, un cincuentón de los que cuentan chistes malos y no tienen más metas que la de morir tranquilos. Todo eso y una buena polla.
Al día siguiente preparé una cena para dos. Daba igual lo tarde que llegara él, con tal de saciar su calentón haría lo que yo le dijera. Hice sopa de almejas. Tan espesa que daba igual lo que echara de más.
Cuando llegó y vio el panorama, se puso en plan amable, sacó su encanto a relucir. Me contó cómo fueron algunas de sus estancias en la cárcel, y yo sonreía como una zorra. Ahora ya estaba limpio, decía, era inocente. Este tipo de cosas te las puede decir la misma persona que hace cuatro días te amenazó de muerte. Si el caos iba a invadir mi vida, no iba a ser yo la chica buena. Puede que ya tuviera el cerebro echo polvo de tanta drogadicción infantil y gemidos en la habitación de al lado, pero no pretendo justificar mi acto. Supongo que Dios puso en nuestras manos la sosa cáustica por algún motivo.
Así que saqué los platos de sopa y los cubiertos y le dije al Señor del Rincón que quería jugar, que la sopa de almejas no era mi especialidad, pero que por cada una de sus cucharadas me quitaría una prenda.
Dos días después se me ocurrió una cosa, justo después del funeral. Al llegar cogí un papel y redacté un anuncio para poner en el periódico: Cincuentona de buen ver busca hombre de aficiones sencillas, educado, amable y dispuesto para una relación seria…
Lo cierto es que mi madre se habría conformado con pedir el tamaño del pene, pero ya se sabe que a todos nos gusta parecer normales. La pobre se pasó horas llorando cuando le dije lo que había hecho (incluí una violación en la historia). Luego nos deshicimos del cadáver y llevé a mi madre a un Sex Shop.
Hablando con franqueza, no me importaría pasar el resto de mi vida viendo crecer el césped. Literalmente.
[A los quince o dieciseis años dejé de escuchar la música que los señores de la radio y de la tele me decían que tenía que escuchar para formarme un criterio propio, y por tanto abrirme a nuevos grupos y estilos musicales. Esto no es ninguna tontería, hay mucha gente a la que no llega a pasarle nunca, no sé si tiene que ver con la gente que te rodea, la curiosidad personal o qué.. pero aún hay mucha gente que realmente cree en las listas de exitos o que los discos que se anuncian por la tele son los mejores, y por eso los anuncian… Uno de los grupos que me enseñó a valorar la música de verdad fue Oasis. Y ya tienen nuevo disco. La canción del video es el primer single: The Shock of the lightning.]