Archivo por meses: octubre 2008

Crónica oral

Isabel, administrativa: Yo creo que teníamos una relación muy bonita, en serio, aunque perdimos afinidad; supongo que a todas las parejas les pasa. Pero había cosas que estaban bien; yo nunca pensé, por ejemplo, que practicaría el sexo anal, pero olvídelo, no le voy dar detalles… Lo que pasa es que luego yo me comencé a soltar, y él no lo entendió.

David, electricista: ¿Que se soltó? No me tire de la lengua… Yo sé que hay parejas que rompen y luego quedan para tomar un café de vez en cuando, pero esto es otra cosa, no quiero entrar en detalles.

I: Bueno, puede que al final me pasara, pero es que me hizo enfadar tanto… verá, es que me hizo enfadar tanto…

D: No creo que le diera tantos motivos para encabronarse así, solo le dije que ya no me sentía como antes con ella. Ella solita fue la que acabó por romper la relación.

I: No es que no me lo esperara, sé que desde la orden de alejamiento él ya no me veía con buenos ojos. De todas formas el día que fui a la policía nunca dije que él me hubiera pegado, sólo dije que estaba asustada, pero ya sabe la sensibilidad que hay ahora con ese tema… No negaré que fue una cabronada, pero él sólo pasó una noche en el calabozo, y luego cuando volvimos a vivir juntos parecía que todo volvía a ser como antes. Los moratones sólo eran del sexo.

D: Sí, las contusiones sólo eran del sexo, al principio éramos muy cuidadosos, pero al cabo del tiempo vimos que nos iba el mismo tipo de rollo. De todas formas no se puede sostener una vida en común sólo a base de pollazos.

I: Él pensaba que yo era una ninfómana. Pero no me molestaba, eso te da libertad para dejar de ser una remilgada, ya sabe, eso de pim-pam y a dormir.

D: Nunca tenía suficiente. Y Claro, así luego acabas madrugando un día para acompañarla a una clínica abortiva. No sé ni si era legal. No quiero ni saberlo.

I: Eso fue muy desagradable, me disculpa…

D: La verdad es que no me arrepiento, los dos lo decidimos así, pero es una experiencia muy farragosa, incluso siendo un existencialista. De todas formas ahora los dos sabemos que hicimos lo correcto.

I: Me gustaría cambiar de tema…

D: De todas formas no cambiamos nuestros hábitos, sólo lo hicimos en la precaución con los anticonceptivos. Y me ponía de los nervios. Abusaba de la pastilla del día después. Uno no puede tomar pastillas como si fueran gominolas. Y creo que lo del sexo anal también vino por eso, estaba aterrorizada con la posibilidad de ser madre.

I: Creo que a él le daba igual, hay tíos que cuando se avecina el bombo hacen las maletas y no los vuelves a ver. No me malinterprete, no creo que él fuera así, pero una nunca puede fiarse, al fin y al cabo era mi cuerpo el que estaba en juego. No se puede bromear con ese asunto.

D: Lo que nunca entendí eran sus cambios de humor, ya sabe, o sus caprichos repentinos. Como eso que dicen de las embarazadas, que de repente quieren bombones, o una paella. Y a ella no le hacía falta ser dos para comer por dos, ya me entiende. No es que no me guste ser espontáneo, no soy un fanático de la planificación, pero lo del cuchillo ya fue demasiado.

I: Solo quería probar una cosa. ¿No ha visto Alien, esa escena del cuchillo? Usted pone la mano abierta  y va clavando la punta del cuchillo en la mesa entre los dedos, cada vez más rápido. Cogí un cuchillo de cocina y comencé a jugar con él, solo por curiosidad; cuando veo una cosa me gusta probarla. Solo era por diversión, por el factor riesgo.

D: No se equivoque, no fue una simple broma. Se despertó a las tres de la mañana, como no podía dormir se fue a la cocina, y no crea que cogió el cuchillo más pequeño…

I: Me corté el tendón del dedo anular, no sé ni cómo lo hice, no iba tan rápido, no fue más que una estupidez, no creo que tenga tanta importancia, así es como suceden los accidentes, ¿no?, son tonterías…

D: Tuve que llevarla a urgencias, no paraba de llorar y comenzó a gritar sólo con entrar por la puerta. Nunca he visto que atiendan a nadie más rápido. Pero ella comenzó a llamar “puta zorra” a la enfermera que nos atendió.

I: Me puse un poco nerviosa, pensaba que podía perder el dedo, cualquiera perdería los nervios…

D: Le dijimos al medico que se había cortado con el cuchillo jamonero, y estuvo como diez minutos contándonos cómo debíamos cortar el jamón para no hacernos daño… fue todo muy… sonrojante…

I: La verdad es que en el hospital fueron muy amables, acabé pidiendo disculpas a todos, armé un poco de follón con tanta sangre; pero de hecho al médico le dije la verdad, lo de la escena de Alien, ya sabe, no tenía ganas de inventarme una historia. Pero David no paraba de resoplar y poner caras, no me lo puso nada fácil esa noche. Aunque me cueste admitirlo, se avergonzaba de mí.

D: No crea que yo no la quería, de hecho en parte me gustaba por eso, porque estaba como una regadera. Durante el tiempo que estuvimos separados por el follón de mi supuesto maltrato, salí con dos mujeres, y reconozco que fue como pasar de la cocaína a la metadona, no me supieron a nada.

I: Él nunca decía que me quería, pero yo nunca le agobiaba con eso, porque sabía que no podía vivir sin mí. Nunca me preocupó el hecho de que otra mujer pudiera quitármelo. Normalmente todas huyen cuando saben lo de su pasado como drogadicto. De hecho hasta mis padres siempre estaban muy incómodos ante su presencia.

D: No soportaba esas reuniones familiares, las bodas, los bautizos. Todos me miraban como si en cualquier momento pudiera haberme lanzado a morderles en el cuello. La verdad es que no me gusta la gente, ni yo a ellos. Solo hay una persona que me admite en su vida de verdad, y a decir verdad, la echo de menos.

I: La razón por la que vivimos juntos cinco años y nunca llegamos a casarnos, es lo que está pasando ahora. Lo cierto es que los dos somos muy escépticos. La razón era ahorrarnos el papeleo. Y no crea que así no se puede disfrutar de la vida. Simplemente no nos apetecía casarnos y poner punto y final a todo esto. En ese sentido soy como un tío, entiendo los miedos a esos compromisos. No creo que a nadie le resulte cómodo firmar un papel que te liga a otra persona moral y sexualmente para toda la vida. Entiendo que es un gesto de amor, pero también puede resultar muy hipócrita…

D: Si le digo la verdad, lo que más me gustaba de ella era su facilidad para evitar ser la reina del drama; ya sabe, como esas mujeres que se ponen histéricas por dentro si miras a otra en un bar; sencillamente ella no negaba la existencia del resto de las personas, y eso la hacía muy atractiva.

I: Nunca he sido celosa, es la verdad.

D: Lo que pasa es que todo tiene un límite. Yo no podía pasarme la vida sobresaltado de esa manera. A la gente le hace gracia el día de los inocentes, pero sólo una vez al año. Con ella todo era demasiado imprevisible. No es que le pusiera picante a tu vida, es que parecía querer dinamitarla. Uno casi pensaba a veces en dejarla e intentarlo con una lerda sin emoción, que estuviese buena; una de esas chicas que arruga el ceño a la más mínima y se justifica por todo.

I: Creo que es la única manera de no acabar inmerso en la rutina. Hacer cosas nuevas cada día, tener curiosidad. Prefiero a alguien que me pinche de vez en cuando, y no ese rollo de caricias y carantoñas cada día; eso me acaba cabreando, qué quiere que le diga; una no puede estar tan enamorada todos los días.

D: Aunque supongo que lo que quiere oír es lo del accidente, ¿no?… Sólo fue otra de sus idas de olla, la verdad es que a la gente eso le pilló por sorpresa, pero yo ya hacía tiempo que sabía que ella era capaz de algo así. No me pregunte por qué sigo queriéndola, aunque ya no sea de una forma romántica. Pero tampoco se crea que voy a ir a verla a la cárcel.

I: La verdad es que yo no quería atraer la atención de los medios, pero no se puede tener todo bajo control.

D: Comprendo que es una historia fácil de vender, pero no hay que olvidar que hay una persona cumpliendo condena, y yo tampoco estoy pasando por el mejor momento de mi vida.

I: No sé por qué lo hice, no quería matarle ni nada de eso. Estaba muy enfadada, y quería darle una lección. Quería darle un susto, sin más. Aunque no lo haya dicho, aún le quiero. Le escribo desde aquí, pero no me contesta. No me malinterprete, le entiendo perfectamente, pero no puedo evitar seguir sintiendo algo por él.

D: Por suerte salí indemne, me di cuenta mucho antes de meterme en la autopista o algo así, como es lógico. Debía ir a unos cincuenta por hora. Salté del coche y éste chocó con un árbol muy grueso. El árbol estaba en un jardín privado, había unos niños jugando. Ni se imagina el altercado que tuve con los padres…

I: ¿Que por qué lo hice?… La noche anterior habíamos discutido. Me dijo que él no podía hacerlo conmigo cada noche, y que no hacía falta, que el sexo no lo era todo… Bueno, el tema ya venía de lejos…

D: La verdad es que me calenté, la llamé Puta. Ella rompió a llorar y se encerró en el lavabo. Al día siguiente tuve el accidente. Yo pensaba que se había pasado la noche metida en la bañera o algo así, pero no.

I: Está bien, si apaga la grabadora le digo lo que hice.

D: Joderle los frenos del coche a alguien ya no es aceptable, ¿no cree?

I: No es cierto que te puedas poner panza arriba debajo de un coche y cortar un cable y ya está. Lo que hice fue vaciar el receptáculo donde está el líquido de frenos. No le daré detalles, pero me puse perdida. Lo cierto es que no sabía si iba a funcionar, pero supongo que todo es así en la vida.

[Una de esas películas poco conocidas y que merece un toque de atención a los cinéfilos es «Velvet Goldmine» de Todd Haynes, retrato brutal del glam rock, grandes escenas y buena música. Hago especial mención de Ewan McGregor (Trainspotting, Moulin Rouge), actor algo infravalorado a mi entender, que interpreta a un cantante, especie de hibrido entre Kurt Cobain e Iggy Pop, y que aparece en la película como un elefante en una cacharrería (video).]

Semidiós (Revisión)

Un amigo mío decía que el noventa por ciento de una relación es el sexo. Siempre había un silencio incómodo ante esa afirmación, y yo le preguntaba que qué había del diez por ciento restante. Entonces simulaba que dudaba durante un buen rato, porque sabía que el diez por ciento que quedaba, en su caso, se reducía a la masturbación. Hay muchos tíos que son así. Y aunque yo era más bien distinto, no contaba con que también hay muchas mujeres que son como mi amigo. Hay aspirantes a putas y a gigolós. Y aspiran al servicio gratuito.
Yo trabajaba asistiendo accidentes, rondando autopistas en una ambulancia, poniendo collarines y sacando gente de coches destrozados, ayudando a los bomberos. Siempre atendiendo imprudencias llevadas al extremo, hasta la muerte o sitios peores. Te podías desquiciar, con un camión volcado, un coche chamuscado, con un chico de veinte años atrapado dentro, gritando, y su madre fuera llorando y comentando lo bueno que es su hijo, hablando en presente sin parar. A veces se tardaba tanto en desmontar la chatarra para sacar los cuerpos que a los familiares de estos les daba tiempo a venir para ver el “espectáculo”. Lo mío podía ser el infierno en la Tierra.
Aunque no era habitual tanta marcha; la mayoría de noches me aburría, jugando a las cartas o con una consola portátil, interno, colocado de tanto respirar la peste a alcohol y desinfectante.
Una noche llegó al hospital una enfermera nueva, con todo lo que eso supone. Me encargaron a mí la tarea de enseñarle el edificio porque era el que más tiempo llevaba trabajando de noche, porque siempre he estado afectado de sumisión congénita.
Esperas que la nueva sea tímida y muy apocada, muy cortada ante su primer día, y ella, Carolina, lo era. Podías perderte en su cabellera rizada y castaña. Una profesional recién salida del horno, joven, impecable y amable. Era un compendio de atención e interés. Pero el recato fue eventual, un espejismo de los primeros días. Porque acabó conociendo a Anabel, que la inició en su mundo, en lo que a priori sólo parecía oscuridad. Todo era sugestión subversiva, vicio; nada que puedas tener bajo control.

La realidad, con Anabel, parecía un dogma sin gracia que se apoyaba en teorías y conclusiones a las que no podías replicar fácilmente. No es como para reírse. Era inquietante pensar en ello, oírla hablar. Y con todo, me di cuenta de que en el fondo soy como mi amigo, y también para mí el noventa por ciento de todo se reduce al siguiente desahogo físico. La vida era una cuadrícula. Aún no sabía ver que estaba enterrado en etiquetas.

La salida de Carolina de sí misma está apoyada por varias teorías. La más popular es la de que Anabel una noche la acorraló en algún rincón oscuro.
Cunnilingus.
Y desde entones Carolina fue loca detrás de ella. El dato de si Carolina era lesbiana o no, era insignificante. Todo el mundo, hombre o mujer, sabía que era diferente cuando Anabel te miraba. Olvida tu tendencia sexual, no eres homosexual ni heterosexual; simplemente te gusta que te toquen. Todos lo supimos, no mucho después de que Carolina conociera a Anabel. Y cuando ellas, a las pocas semanas, ya eran algo así como Zipi y Zape, mi novia me dejó. Puede pasar así, de golpe. Mi trabajo, el turno de noche, dijo. Otro tío, pensaba yo. Aunque todo hay que decirlo, ella era de esas, de las de un noventa por ciento para el sexo. Y con tan sólo un diez por ciento de mí en demanda, no debía ser fácil ser mi novia por las noches seis días a la semana.
Yo aún no creía en ningún ser superior. Por aquel entonces todo lo que no tuviera una explicación cerrada era sectario, carnaza para ignorantes y desgraciados.

Con el tiempo, desconcertó el hecho de que Anabel no era una de las enfermeras del turno de noche hasta que llegó Carolina. Si le preguntabas, te decía que ella ya llevaba cinco años trabajando allí con otros horarios. El personal de los demás turnos no sabía o no contestaba. Así que, o era nueva, o había aparecido allí por arte de magia, y eso era todo.
Era Anabel: su cerebro, dentro de una cabeza rubia de raíces siempre rubias, frente ancha, ojos claros, pómulos marcados, boca pequeña, piel blanca. Cuando alguien tiene semejante aspecto imposible de soñar y te habla sin pestañear, su discurso tiene que ser especial para que te conviertas en un verdadero interlocutor; alguien que realmente escucha y no tiene en cuenta nada más que no sean tus palabras. Lo malo es que ese tipo de objetividad en las conversaciones nunca ha existido. No hablas igual con tu padre que con tu jefe. No hablas igual con la chica que te gusta que con todas las demás. Hay quien incluso habla o no según quién tenga delante. No existe ningún interlocutor que no esté condicionado. No hay ningún tipo de sinceridad formal, o ya es muy difícil reconocerla. Puedes contar cien maneras distintas de mentir, pero también de decir la verdad. Puedes decirle lo mismo a dos personas y con tan sólo cambiar el tono puedes estar engañando a una. Puedes transmitir cierta información al sujeto A, con seriedad y gravedad, y luego decirle lo mismo al sujeto B echándote unas risas. Y sabes que mientes a uno de los dos, porque el tema te preocupa o te hace gracia, pero no ambas cosas a la vez. Así que si vas por ahí vendiendo motos, al final, o eres un enfermo o un interesado. Y para Anabel los demás no éramos en absoluto unos enfermos.
Ella partía de la base de que no somos auténticos porque no queremos, porque estamos cagados, y porque no somos nosotros mismos, sino tan sólo el resultado de la suma de lo que los demás quieren. No queremos cambiar el mundo. Ninguna generación quiere ser el conejillo de indias con el que se pueda experimentar para mejorar las cosas.

Todo sonaba a eso que te niegas a aceptar. Si decides poner el grito en el cielo y la verdad va a ser demasiado dura, es muy difícil elegir el momento para que la gente no asocie tu discurso a la demagogia. Los demás te miran como diciendo: “de qué coño vas, tu también le echas gasolina al coche como todo el mundo”.

Pero daba igual, Anabel hablaba sin reparo, era un muro contra el que chocaba la doble moral occidental. Y no era una enferma, algo que ahora sé. Como tampoco era una interesada, no como la mayoría de gente, porque su frialdad apenas parecía dejarla tener más apego con unos que con otros. Para ella todo parecían ser penes, vaginas, agujeros y gritos. Conceptos que por si solos tenían más valor que las personas, que no daban ningún tipo de confianza. Ella sabía que con ella nadie fingía. Ella decía: “Hay personas de las que sólo vas a conseguir una respuesta sincera si les metes un dedo por el culo”. A priori, el dolor y el placer no mienten. Decía: “Encontrarás más sinceridad en los gritos que oyes en una montaña rusa que en los soliloquios de una sesión de terapia”. Lo máximo que se podía esperar de la sinceridad eran sonidos, monosílabos. El resto de lo que dice la gente, decía ella, ya llega demasiado filtrado a la boca como para tener algo que ver con lo que tienen en la cabeza. Si dejas hablar a cualquiera el rato suficiente, una vez crea que te ha calado, dejará de ser poco a poco como realmente es para convertirse en lo que cree que tú esperas. Cuando topan dos personas demasiado preocupadas por el “qué dirán”, la falsedad funciona en ambas direcciones, y según Anabel hay demasiada gente así, y casi todas las conversaciones se echan a perder.

Lo que hizo ella fue utilizar su cuerpo para encontrar declaraciones no filtradas. Sinceridad momentánea. Decía que estaba escribiendo un Diario, pero no sobre ella. En serio, decía: “Si te escondes en una esquina y saltas de repente para darle un susto a alguien, verás una reacción auténtica”. Lo malo es que con esos métodos ridículos apenas consigues abrir una brecha en la impostura ajena. Las formas de conseguir reacciones sinceras y duraderas en los demás, casi siempre tienen que ver con el sexo. La putada, decía, es que hay gente que finge incluso follando.

Se pasaba la mano por el pelo como acto reflejo, murmuraba cosas como que hemos inventado la mentira piadosa para tener siempre una red de salvación. Si tu reciente novio no sabe follarte y crees quererle, más vale que hagas cuento. Finge. Como si un día de repente lo fuera a hacer como a ti te gusta. Es preferible que nos pillen en una mentira a tener que solucionar el problema.
Anabel sabía que el sexo servía con los hombres. Con los hombres era fácil. Joder, estaba chupado. Alguien comenzó a difundir el rumor de que en la planta en la que se movía ella, cada noche había juerga. Al parecer, la documentación para su Diario requería el hacerles una felación a cuantas más personas mejor. Yo trabajaba en la misma planta que ella. Y al principio, todos decíamos lo mismo, que no íbamos a caer, que no estábamos tan necesitados.
Después de decirle el primer sí, y ya habiéndome corrido, le pregunté si nunca iba más allá, ¿nunca se follaba a nadie? Y dijo que ella lo que buscaba era sus ratos de recreo. Dijo que si se bajara las bragas no le duraríamos nada y que su droga era la verdad, ver sinceridad en la gente, aunque sólo fueran suspiros, gemidos. Se reía y decía que cuando salía a la superficie nuestro verdadero yo, la mayoría resultábamos ridículos. Los demás éramos onomatopeyas tridimensionales que dejaban de ser realistas cuando intentaban formar frases enteras.
No tienes nada que ver con tu pose cuando fumas, o con cómo actúas o hablas con todos. Según Anabel, tenías que aceptar que lo más fácil era que fueses una mentira andante: el sujeto A buscando la polla o el agujero del sujeto B; el sujeto A buscando el dinero y el reconocimiento del sujeto B. Interés disfrazado de buenas maneras y regalos con fecha preconcebida. Somos máquinas de buscar aceptación, decía. La cuestión no está tanto en ser tú mismo como en que te piropeen aun cuando no estás delante.

Con el tiempo comenzó a dar miedo el quedarse a solas con ella. Carolina, por otro lado, estaba encantada, y no le costaba reconocer que estaba enamorada, aunque su novia no fuera fiel. Se reunían a menudo en una habitación segura y Anabel tenía que taparle la boca a su protegida para que no oyéramos los gemidos. La enfermerita en proceso de aprendizaje parecía ser la única persona a la que Anabel consideraba algo más que un montón de moléculas desperdiciadas.

En serio, llegó un punto en el que cuando volvía a chupártela ya no sabías si en cualquier momento te la arrancaría de un mordisco. Nos provocaba rechazo. La amábamos. Éramos súbditos de ella hasta el punto de estar dispuestos a lo que fuera con tal de tener nuestra ración de ella. La mayoría de las enfermeras nunca reconocían haberse liado con Anabel, y entres ellas las que no lo habían hecho de verdad hacían preguntas a las que se negaban a reconocerlo. ¿Se puede ser gay o lesbiana de forma puntual? Piénsalo de verdad: ¿Si te ponen una venda en los ojos y alguien te come la boca, sabrás de qué sexo es? ¿O sin la apariencia son cosas como el perfume lo que nos distingue? Imagínate a todos los internos del hospital teniendo discusiones que iban más allá del fútbol o la televisión, siempre pronunciando la palabra Bisexual en un contexto ajeno a ellos. La normalidad, la rutina, todo se estaba resquebrajando, como esos edificios que un día parecen seguros y al día siguiente se derrumban durante la noche con los inquilinos dentro.

Cuando de verdad se comenzó a ir la situación de las manos fue cuando “la pirada” (que es como la comenzamos a llamar todos a sus espaldas) comenzó a asistir accidentes. Te la podías imaginar perfectamente convenciendo a las altas esferas a lengüetazo limpio para que la dejaran salir de urgencias con las ambulancias.
Lo prometo, la primera vez que vino conmigo el coche que nos encontramos estaba como un acordeón. Nunca había visto algo igual. Según el informe de lesiones, los dos niños que iban en el asiento trasero debieron salir disparados hacia delante partiéndoles el cuello a sus padres, quizá antes de que estos pudieran morir contra el parabrisas. Puede pasar si no les pones el cinturón a los críos ahí atrás, aunque a veces eso sólo varía la forma en que la gente muere. Los asientos delanteros estaban comprimidos entre el maletero y el motor. La familia ya sólo era unos ciento cincuenta kilos de algo muerto, viscoso y negro.
Después de coleccionar vivencias así y saber las consecuencias, esos anuncios dramáticos de la DGT te acababan pareciendo tópicos cuando los veías en la media hora de descanso. Lo comentabas con Anabel. Cambiaba tu perspectiva, tu ángulo de visión moral. Veías en la tele a un chico en silla de ruedas mirando la puesta de sol por una ventana, y llegabas a dudar sobre si cambiaría eso por una parálisis facial, con la que todo el mundo se reiría o apartaría la vista a su alrededor aunque tuviera las piernas sanas.
Yo, particularmente, antes de Anabel lo tenía todo más claro. Lloraba con lo que la gente llora, o era feliz o me deprimía como cualquiera. Pero después, rotundamente no. Si su droga era la verdad desnuda, la mía era ella, tanto si abría la boca para no hablar como si lo hacía para contarme algo. No sabías si te estaba lavando el cerebro o si intentaba acercarte a lo autentico sin cortapisas. Pero daba igual.
Era una sensación interesante dudar a esos niveles; casi diría adictiva. Prometo que cuando una grúa levantó eso que había sido un coche, vimos caer de él varios chorros de sangre que empaparon a dos bomberos que supervisaban. Había desperdigados dientes y vísceras que preferías no ver de cerca. Contemplabas esa chatarra solitaria convertida en estadística, y te podías preguntar: ¿contra qué ha chocado? Pasa todos los días, alguien intenta adelantar a alguien y no calcula que no va a poder esquivar al camión de carga que viene de frente. No suena a novedad el hecho de que muchos de los supervivientes de un accidente prefieren pensar que podrán seguir con todo igual que antes del mismo.

La vida no deja de pillarte en fuera de juego. Y no te lleves las manos a la cabeza, pero prometo que, al margen de todo el horror humano, la sangre y la chatarra; al margen de el xoc que produce eso, lo que hizo Anabel fue meterse en la parte trasera de la ambulancia después de ver de cerca todo aquel infierno, y al ir yo, pude verla sentada con los ojos cerrados hacia el techo, apretando las piernas, mordiéndose el labio inferior, hurgándose con las manos bajo las bragas.

Atender accidentes o ver a la gente atenderlos le daba a Anabel una prueba tangible de lo que somos, y de que no duraremos para siempre. Estás cenando o jugando a las cartas, y en un momento estás viendo a alguien morir. Ya podías estar desangrándote o corriéndote, que ambas cosas hacían que pusieras cara de imbécil, o en todo caso, la cara que sea que tienes cuando te expresas de verdad. Anabel decía que ella no era peor que los demás por el hecho de que un accidente la pusiera cachonda. En el escenario de un accidente no verás impostura, no habrá nadie que no esté sufriendo o llorando o muriéndose o trabajando. Eso, decía Anabel, me hace tener orgasmos múltiples. Era satisfacción emocional que le enviaba señales directas a la entrepierna. Me decía que antes de avergonzarme de ella, me fijara en la gente que pasa con sus coches cerca de los siniestros que atendemos. Esa gente que te mirará mal si te tiras un pedo o eructas comiendo a su lado, no pueden evitar mirar cómo han quedado los cuerpos después de un accidente de tráfico. Es verdad que a veces la educación en cuanto a las buenas maneras sólo es otro modo de coartarte. Pero esa gente que intenta ver cadáveres desde su coche quizá no siempre lo hace movida por el morbo. Quizá lo que intentan es ver algo de verdad por primera vez en sus vidas. Y no hay nada más real y auténtico que la muerte, aunque sea ajena.

La moral se iba al garete. Cada nueva salida de emergencia era motivo de emoción para muchos. Cada vez que alguien destrozaba su coche para quedar invalido o morir, Anabel podía dar el pésame a quien fuera en el mismo escenario del accidente, y después no podía evitar mojar las bragas. Luego, pasado un tiempo, la gran novedad fue que comenzó a bajárselas.
Si alguna vez has deseado la muerte de alguien en secreto, esto no debería asquearte en exceso. Sencillamente, alguien pedía una ambulancia y sabías que esa noche la pirada se te podía tirar. Así consiguió ganarse un lugar fijo en el asiento del copiloto. Lo que consiguió Anabel de buenas a primeras fue tener a un montón de gente deseando inconscientemente el sufrimiento de los demás. Consiguió invertir en cierto modo el objetivo del personal hospitalario. Porque no siempre se bajaba las bragas. Lo hacía cuando había visto a alguien morir.

Se te revolvía el estómago ante la situación si olvidabas tu narcisismo durante un momento, pero Anabel decía que si era así como éramos realmente, sencillamente estábamos mejorando, antes no éramos honestos. Ella decía que si podíamos comer tranquilamente sabiendo que otros no pueden, no debería sorprendernos el hecho de que deseáramos que hubiera llamadas a urgencias para poder echar un polvo con ella. Si negábamos nuestra naturaleza de depredadores sexuales y además cubríamos con un manto de falsa bondad nuestra hipocresía, ¿nos extrañaba que pudiera haber injusticia o guerras interminables? La hipocresía, decía, es extrapolable a cualquier asunto que dependa de la opinión en voz alta de un ser humano. Lo más cómodo era no consultar nunca nada con la almohada.

Cuando ibas por la noche al comedor a veces te la encontrabas con su ensalada, en ocasiones viendo Crash de David Cronenberg, con ese dvd que nadie había utilizado hasta que llegó ella. Y su escena favorita la veía una y otra vez. Esa en la que la chica protagonista tiene un accidente, y sale de su coche arrastrándose ensangrentada, para acabar haciéndolo allí mismo con el tipo que se para a atenderla. Lo bueno del cine, decía Anabel, es que por lo menos tienes la seguridad de que lo que ves es falso. No da pie a discusión.
Anabel también contó que había tenido dos novios. Que uno era actor de teatro y el otro, mudo. Solo facilitó esos datos. Decía que el que era actor salía muy cansado de los ensayos y no le quedaban tantas ganas de fingir en su tiempo libre; de todos modos, si lo intentaba, ella podía cotejar sus gestos con los que hacía en el escenario. Por otro lado, el que era mudo, pues eso… por lo menos ya tenía una herramienta menos con la que poder engañarte. Esta revelación de sus relaciones fue importante, ya que a ella nadie se la imaginaba preocupada por un hombre. Si le preguntabas te decía que lo de tener novio te ahorra algunos trámites en cuanto al sexo, y además raramente significa que estés enamorada.
Puta loca, decían todos. Enferma. Demagoga. Ninfómana. Todos mirábamos hacia el suelo con media sonrisa en la boca y murmurábamos: vaya pirada. Todos la escuchábamos con atención por si luego le apetecía chupártela, pero después en las conversaciones sobre ella no se nos escapaba un detalle de lo que nos había dicho. Te iba grabando con fuego todo ese montón de teorías sobre lo patéticos que éramos realmente. Te hablaba, y entre líneas te llamaba cerdo capitalista, mentiroso, egoísta, narcisista. Y tú sólo podías pensar en si había condones a mano por si esa noche moría alguien.
Carolina se quedó sola, a excepción de cuando obtenía los favores de Anabel. Repudiada. Ella era la única a la que no le importaba lo que la pirada dijera. Era la única que no la llamaba pirada. La única que reconocía abiertamente la fascinación que Anabel le provocaba. Para ella no era tanto lo que decía como cómo la miraba mientras lo decía. Había intensidad, era innegable. La pirada te podía haber leído la guía telefónica y te la hubieras quedado mirando embobado. Era algo que todos pensábamos mientras cambiábamos. Porque sí, nos cambiaba, nos estaba cambiando.
Era una extraterrestre, bella y novedosa como sólo podías concebir el tipo de mujer que imaginabas cuando te hacías las primeras pajas. Llegamos a dudar sobre si íbamos a mejor gracias a ella, o si tan solo éramos más misóginos.

Y sí, todo el mundo había estado criticándola a medida que tomaban nota de lo que decía. Todos fuimos convirtiéndola en nuestro gurú secreto común. Podías cambiar tu forma de ser, pero no podías reconocer que la pirada, en cierto modo, te había enseñado el desvío que debías coger.

Y después de todo eso, de toda esa belleza, de todas la mamadas y de aquel único coito que pudiste disfrutar con ella; después de toda la crítica a todo lo que somos y hacemos; cuando la gente ya follaba al margen de Anabel por todo el hospital, y hablaban de política, y de la muerte; cuando los cirujanos ya se lo montaban con las enfermeras a conciencia en las mismas camas en las que poco antes había fallecido alguien; una vez nadie parecía tener problema para decir lo que pensaba; entonces, la pirada desapareció.

Pero no habíamos sucumbido al cambio hasta el punto de no acordarnos de lo cómodo que era no consultar nada con la almohada. Hablando en rigor, nuestro gurú no había conseguido cambiar nada para siempre en nuestro entorno. Solo lo logró mientras estuvo en el hospital. Un año completo. Luego, una vez se largó, todo volvió gradualmente a ser lo que era antes de ella. Ya no había nadie que pusiera su cuerpo en manos de quien toma las decisiones, y por tanto, ya no valía todo. Ése noventa por ciento prioritario en cuanto a la carne por una vez había jugado a nuestro favor.
Ella se fue y lo desagradable volvió a ser tan sólo desagradable, eso en lo que tenías que evitar pensar. Se acabó para muchos, entre otras cosas, la justificación del morbo de ser uno mismo de verdad. Todo el mundo volvió a cubrirse de buenas maneras de forma gradual. Todo el que criticaba a Anabel pero había acuñado su forma de ser, pasó a criticarla sin más, para volver a ser como antes. Una vez nos faltó ella fuimos conscientes en silencio de que con ella habíamos sacado la cabeza del agua para respirar hondo, y nos sentíamos genial, pero luego volvimos a zambullirnos para buscar monedas de oro.
Teníamos claro que la gente no es como ella decía, que hay más gente sincera y buena de lo que parece. Pero también sabíamos que es el tipo de actitud que criticaba ella el que nos tenía maniatados a cierto nivel; el tipo de actitud que envenena la posibilidad de que este mundo no sea tan habitualmente un lugar horrible en el que sólo cabe malvivir mirándose al espejo.

Supimos que se había ido cuando encontramos a Carolina en una habitación, llorando, acurrucada en un rincón. Supimos que Anabel había estado con ella toda esa última noche, abrazándola y besándola, después de haberle dicho que se iba. Al dejarla sola, aquel hospital se quedaba vacío lleno de gente para ella. Al dejarnos solos, al principio nos sentimos desamparados, íbamos a disimular hasta topar con otra persona igual. Sin ella, nuestras palabras iban a provocar un eco absurdo sin el interlocutor adecuado, aunque tan sólo las susurráramos. Incluso aunque nos hubiera dejado una vaga sensación de esperanza. Porque no parece haber Dioses eternos a los que rezar, pero quizá sí semidioses terrenales a los que hablar, tocar o escuchar.

[De vez en cuando iré dedicando el video de cada post a escenas de películas que por un motivo u otro me fascinaron. En este caso son los primeros tres minutos de Sin city, una escena con lo mejor del cine negro de antaño y el mejor resultado estético posible, tres minutos tan sencillos a la vez que potentes, que quizá hasta dejan demasiado alto el listón para el resto de la película. Esto en pantalla grande y con la predisposición adecuada es otra cosa claro, pero es lo que hay.]

Mis padres

Un día papá vino y me dijo que yo era adoptado. Luego me explicó lo que quería decir “adoptado” y yo oía llorar a mamá en la cocina. Así que no conozco a mis padres verdaderos.
Mis padres adoptivos son muy buenos, mamá dice que para ella es como si yo fuera su hijo de verdad. Un día me dijo que ella y papá no pueden tener hijos propios, pero no recuerdo por qué. Papá dice que eso da igual porque aunque yo no sea su hijo de verdad él está muy orgulloso. Una vez le oí decir que además así él no tenía que usar ninguna goma y mamá se puso a reír y yo pregunté: “¿Qué goma?”, y mamá me dijo que ninguna y que me acabara la sopa.
Me gustan mis padres adoptivos. Me gustan porque siempre me compran lo que quiero. Casi siempre. Y además no me regañan tanto como si fueran mis padres de verdad, porque mis compañeros tienen padres de verdad y siempre les regañan mucho. Isabel me dijo que se llaman padres biológicos, y yo le dije que qué quería decir eso, y me dijo que es cuando tus padres cierran la puerta de su habitación con pestillo y pasa un año y tienes un hermano nuevo, dice que su hermano David vino así.
Mis padres, aunque no son biológicos, también cierran su habitación con pestillo a veces por las noches. Una vez llamé a la puerta y mamá abrió y me dijo que estaban jugando pero que a ese juego solo podían jugar ellos, y creo que hacían lo mismo que los padres de Isabel.
Mi papá trabaja hasta muy tarde y a veces llega a casa muy cansado. Yo siempre estoy sentado con mi madre en el sillón y estamos viendo la tele, y mi padre siempre le da un beso a mi madre y ella le aparta enseguida si ve que yo les miro. Y mi madre siempre se ríe cuando pasa eso. Mientras mi padre se pone a cenar mi madre siempre me dice que me acueste, y como siempre se porta bien conmigo nunca digo nada, aunque me gustaría ver más rato la tele. Luego me cuesta un poco dormir, y mi madre siempre está diciéndole a mi padre en voz bajita que cuándo le va a traer caballo, o más caballo, y piensan que no les oigo pero sí les oigo, y me da miedo lo del caballo porque hace dos años mi padre me montó en uno en el pueblo de sus padres y casi me caigo.

Cuando llegan los viernes mi padre sale un poco antes del trabajo, y como yo salgo del cole a las cinco los tres nos vamos de paseo. Me gusta salir de paseo con mis padres porque mi padre siempre está muy contento los viernes. Mi madre siempre le dice que no le pegue con la mano en el culo cuando yo estoy delante y a mí me hace gracia cómo me mira él cuando mi madre le dice eso. En el parque me lo paso bien porque me encuentro con un niño que se llama Pablo y siempre tiene un balón de cuero. Y nos ponemos a jugar hasta que se hace de noche o hace mucho frío. Mi madre siempre está sentada en el mismo banco y mi padre a veces va a un lavabo de esos, Isabel dice que se llaman lavabos públicos. Son como de plástico y a veces mi padre se mete en esos lavabos y sale siempre muy animado y se pone a jugar con nosotros. A veces le sale sangre por la nariz y enseguida viene mi madre y le da un pañuelo porque dice que papá está mal de la nariz a veces.

El fin de semana con mis padres también está bien. Los sábados a veces vamos de barbacoa con unos vecinos y hay dos niñas que son gemelas, se llaman Patri y Vanesa y mi madre siempre se ríe mucho cuando las ve porque siempre llevan coletas y van vestidas igual. Lo que no me gusta es que no quieren jugar al fútbol, pero su madre siempre trae algún juego y a veces una consola y nos vamos turnando para jugar. Cuando no vamos a la barbacoa a veces vamos por la mañana a dar un paseo y por la tarde a comprar. Me gusta ir a comprar al supermercado, pero antes me gustaba más porque mi madre dice que ya soy muy mayor para ir dentro del carro cuando está vacío.
Los sábados por la noche mis padres salen y me dejan con Irene. Irene es una chica muy simpática que vive cerca de mi casa. Me deja acostarme un poco más tarde que mis padres si ellos llegan muy tarde, y siempre me trae películas y a veces me regala alguna. Por ejemplo el sábado pasado me regaló una y cuando llegaron mis padres mi madre se fue a la cocina y mi papá le dio un beso a Irene muy largo para darle las gracias. Irene se fue un poco enfadada y mi padre me dijo si me gustaba Irene. Yo le dije que sí, y él me dijo que a él también le gustaba. Y le pregunté que por qué Irene le había dicho antes de irse que ella no quería nada más con él, porque pensaba que estaba enfadada conmigo. Pero Irene siempre viene otra vez al siguiente sábado. Mi padre me dijo que Irene es muy buena y que seguro que viene otra vez.
Los domingos a veces mis padres discuten. Papá está de mal humor sobre todo después de comer. Ayer por ejemplo no me gustó, porque vinieron por la tarde los vecinos, los padres de Patri y Vanesa, y la madre estaba muy enfada y decía que papá había violado a sus hijas hace dos semanas en el lavabo del colegio la tarde de la reunión de padres. Luego le preguntaré a Isabel qué quiere decir “violado”. Por la noche unos señores se llevaron a mi padre y mamá me decía todo el rato que no pasaba nada. Esta mañana papá no estaba en casa y mamá estaba subida a la mesa del comedor atando una cuerda al gancho grande del techo donde siempre está la lámpara grande que tenemos. La lámpara estaba en el suelo. La mesa estaba llena de harina, a veces los sábados también hay y mi padre dice que es para las magdalenas que prepara mi madre. Me acuerdo que el día que compramos la lámpara hacía una semana que me habían dicho que era adoptado. Mi madre esta mañana me miraba igual que aquella semana. Antes de venirme al colegio me ha dado dos besos y me ha dicho que no me preocupe.

[Para aquellos que como yo gusten de leer un buen cómic de vez en cuando, pero se vean desbordados por la cantidad de variedad que hay y lo desinformado que puede llegar a sentirse uno, aquí va una recomendación: Ghost World de Daniel Clowes. Cómic muy bien adaptado al cine por Terry Zwigoff. El video dura unos seis minutos y muestra algunas de las escenas de la peli; que cada uno lo pare cuando guste.]

Cita anual (Revisión)

El lugar en el que estamos es un restaurante de techos altos, lleno de candelabros y platos impolutos y enormes sobre los que hay servilletas que forman una figura que no sé que representa y que da pena desplegar. Me sorprende que en una de las paredes llenas de apliques dorados de formas suntuosas y victorianas haya una pantalla plana enorme en la que grita un programa de sucesos. Nadie parece tener la intención de bajar el volumen mientras a la presentadora guapa y adusta se le escapa una sonrisa presentando una crónica sobre un maltratador reincidente. Me duele la cabeza y bajo la vista hasta ver a Marisa y Juan, con los que voy a cenar. Mientras alguien llora en televisión, Marisa despliega su servilleta con las manos temblorosas y Juan mastica un trozo de pan a la espera de que lleguen los entrantes: entremeses para mí y para Juan y una ensalada de espárragos para Marisa. Los detalles sobre Juan son: atractivo, predecible, aburrido, práctico, plano; no seas irónico o sarcástico con él. Yo varío en cuanto a lo que me caracteriza, que actualmente tiene que ver con una sensación de desazón con casi todo lo que me rodea, y una obsesión enfermiza que raya lo absurdo por la pornografía en internet. Los detalles sobre Marisa son: me gusta, es cirujana, soltera, y me gusta, desde siempre. Lo bueno es que ellos son hermanos, y lo malo es que son mis primos. Lo aberrante es que hace veintiséis años el hermano de mi padre conoció a un andaluza y se casarón y tuvieron a Marisa y yo ahora me liaría con ella sin dudar. No es como cuando has vivido toda la vida con tu hermana en la misma casa, o con tu prima en la misma ciudad. Esto es más bien cuando ves a tus primos una vez a al año y tus padres insisten en que salgas a cenar con ellos porque sois primos y lleváis la misma sangre y sería una pena que siendo jóvenes no aprovecharais la ocasión anual. Y quizá sea por el exceso de pornografía o porque últimamente sólo leo a Bukowsky o porque cada vez soy menos sentimental, pero ayer soñé que Marisa daba a luz un niño de dos cabezas, y ambas eran igualitas que yo. El camarero llega con la ensalada de Marisa, y ésta, sin ningún reparo en que Juan y yo no tengamos aún nuestros platos delante, clava su tenedor y se lleva un esparrago a la boca, del que sale menos de la mitad intacto. Una gota de aceite cae en su pronunciado escote y miro la gota que está justo en el lugar en el que yo pondría la…
– ¿Qué tal en la universidad, tío? – dice Juan, interrumpiendo la ensoñación.
– Bien… – digo, con claro tono de duda. Y añado -: Bueno, la verdad es que dejé los estudios el año pasado.
– ¿Ah, sí? – murmura Marisa, sinceramente sorprendida, pasando la servilleta entre sus tetas.
– Sí… – le digo a mi reloj.
– ¿Y qué planes tienes? – dice Juan.
Conseguir una pistola y usarla y enterrarte y huir con tu hermana hasta que nadie consanguíneo pueda dar con nosotros nunca.
– Aún no lo tengo claro, la verdad – digo, firme, teniendo la esperanza de que no insistan en el tema.

El camarero llega con los platos de entremeses y siento una sensación de alivio que desaparece en pocos segundos. Ella no me ve como amante porque ni tan siquiera me ve como amigo. Y es una pena, porque Juan no ve una mierda y sería fácil darle esquinazo y conseguir un condón y conducir hasta cualquier descampado y…
– Este sitio no está mal – comenta Juan. Lo malo de Juan es que me irrita cuando habla, porque nunca dice nada, y además interrumpe el silencio. Marisa se levanta y dice que va al lavabo. Me veo a mí mismo levantándome y encaminándome hasta el lavabo de señoras y entrando y…
– ¿Y cómo es que dejaste la universidad?
Juan es de esos tíos que sería capaz de engancharse al tabaco para luego dejarlo y poder decirte lo fácil que ha sido, que fumas porque no tienes carácter.
– No lo sé, equivoqué la carrera…
– Pues puedes probar con otra que te guste.
Gilipollas.
– Tengo un amigo que dejó la carrera de informática y se puso a estudiar bellas artes, todo es ponerse.
No creo que tengas amigos.
– Tus padres debieron subirse por las paredes cuando dejaste los estudios…
Muérete.
De la misma forma que me fascina el optimismo sincero, odio el optimismo de postín; seguramente el de Juan, un tío que te debe sonreír igual un lunes que un viernes, alguien a quien sin duda no hay que darle la espalda. No digo nada después de su último comentario y Marisa vuelve y se sienta y ya llegan los segundos: algo que lleva arroz y trozos de carne y que no sé que es para Juan, bistec para mí y chuletas de cordero para Marisa. Pienso en preguntarle qué es lo que ha pedido a Juan, pero luego decido que no merece tanta atención. Marisa me mira y dice que cómo ando de novias. Lo único que me molesta de ella, que me saca seis años y aún me habla como cuando tenía veinte y yo catorce.
– Pues… no tengo novia.
Esta es una auténtica conversación entre primos en la que no debería meter la polla, y por eso me habla así. Pero la polla está metida desde hace años, quizá desde el día en que me toqué lo suficiente por primera vez como para luego tener que limpiar el estropicio. Es desconcertante hablar con ella, sabiendo que no se entera, no sabe con quién habla.
– Pues eres muy atractivo, alguna chica habrá, que siempre haces reír a las chicas, que lo sé yo…
– Deja al chavalín, tía… – salta Juan, mirándome -, que se está poniendo rojo. No te pongas rojo, colega…
Me miro el reloj mientras Juan me deja en ridículo delante de ella sin parar de hablar, y creo que le odio ahora más que nunca, y para siempre. Seguro que Juan es de ese tipo de personas que, indirectamente, provocan esas matanzas en los institutos; esas personas capaces de devorar tu paciencia de posadolescente para que quizá un día, armado hasta los dientes, acabes desahogándote. Quizá el único motivo por el que ahora sigue vivo es que aquí no se puede comprar un arma en la tienda de la esquina. Yo, que me considero pacifista, contrario a la pena de muerte, tranquilo, tímido. Porque imaginar a veces es la única forma de desahogarse; véase Juan torturado lentamente, mientras me pide perdón meándose en los pantalones…
– Qué… ¿cuántas novias has tenido?
Te la estás buscando.
– Qué cabrón, no suelta prenda…
Por tu bien.
– Déjale, anda – le salva Marisa. Muy pocas veces me quedo con ganas de matar a alguien con mis propias manos, o quizá ninguna vez me ha pasado, excepto hoy. No hay muchas personas que me cabreen, y de hecho hay que hacer un esfuerzo titánico para conseguir mosquearme, pero está claro que este tío tiene un don. Creo que no me peleo desde que tenía catorce años, cuando por cualquier tontería acababa revolcándome por el suelo con cualquiera, con ganas de matarle, hasta que alguien nos separaba. Casi siempre era jugando al fútbol en el barrio. La adolescencia, cuando no hacía más que jugar al fútbol y el día en que venían mis tíos hacía lo que fuera por impresionar a…
– Oye… – dice Juan -, ¿no te habrás mosqueado, no?
Que te jodan.
Intentaba impresionar a Marisa, que ya era una mujer mientras yo aún era un niñato y aún no había oído hablar del…
– ¿Te has mosqueado?
– Que te jodan – … del incesto.
– ¿Pero qué os pasa? – interviene Marisa.
– Que dice que me jodan… se ha mosqueado el colega…
Marisa me mira, se levanta de su silla.
– Acompáñame afuera – me dice. Y no me lo tiene que decir dos veces. Salimos afuera, bajamos la escalinata de cinco tenedores con alfombra roja de pelo largo incluida. Cruzamos la larga entrada, y llegamos casi hasta el aparcamiento lleno de coches que sumados deben valer el presupuesto de un país pobre, dejando atrás el bullicio del restaurante, y ella me dice que por qué me he enfadado. Miro por encima de su hombro y puedo ver a Juan bastante lejos, por una ventana, cómo mira su plato, y parece seguir cenando.
– Ni idea, no sé… me he picado.
Ella se me queda mirando, y yo no puedo evitar apartar la mirada y vuelvo a ver a Juan, y esta vez su mesa está rodeada de gente. Miro a Marisa y a Juan a lo lejos. Alguien le da golpes en la espalda. Marisa me sigue hablando y yo ya no la escucho porque disimulo y Juan se está atragantando con algo, una mujer le agarra por detrás y parecen gritarle algo. Y mientras veo a Juan convulsionar a lo lejos decido que no se lo voy a decir a Marisa. Alguien sale del restaurante y saca su móvil. Vuelvo a tener catorce años y estoy en mi barrio intentado matar a alguien. Igual no tienes pistola, pero puedes tener un golpe de suerte.
– ¿Me vas a decir lo que te pasa o no? – dice Marisa, la cirujana. ¿Hay un medico en la sala?
Ahora lo importante es que ella no mire hacia atrás. Nada de ponerse a correr hacia el restaurante. Marisa sigue hablando y por encima de su hombro veo a gente llevándose las manos a la cabeza, a lo lejos, a una mujer tapándose la boca, mirando hacia el suelo de cinco tenedores.
– Estoy… Me gustas, desde siempre. Lo siento, no lo puedo evitar – digo, serio.
Si te has enamorado, confiesa, es lo mejor. Y confesar también es la mejor forma de captar la atención de otra persona al cien por cien. Para que sólo te mire a ti. Utiliza el orgullo ajeno. Más gente sale del restaurante resoplando y sacando un cigarrillo, mirándose entre ellos con gravedad. Pero Marisa sólo me mira a mí. Y aun cuando entre dos tíos sacan el cuerpo de Juan del restaurante y lo dejan en la alfombra de la entrada, ella sólo me mira a mí. Aunque ya se oye el bullicio de la gente que antes estaba dentro y ya está fuera porque han visto morir a alguien y necesitan aire, ella no presta atención. Vuelvo a tener catorce años y esta vez nadie ha venido a separarme de mi oponente. Una muerte por omisión, una versión a pequeña escala de occidente y el tercer mundo; de la manera en que un católico dirá que ha sido Dios el que ha actuado, y un científico no podrá decir nada aparte de enseñar el trozo de carne después de la autopsia.
– Pero, ¿cómo te voy a gustar? Soy tu prima.
– Ya lo sé…
Comienza a oírse la sirena de la ambulancia.
– Apenas nos vemos, cariño – me dice -. Puedo caerte bien, pero de ahí a gustarte…
No digo nada. Porque la verdad es que ya no sé qué decir, y no puedo seguir distrayendo su atención. Miro al suelo, desentendiéndome de la situación, y es entonces cuando ella depara en los ruidos y en la sirena de la ambulancia, cada vez más cerca. Se da la vuelta y escruta la situación.
– Hay un hombre en el suelo…
Se pone a correr hacia el restaurante, ya temiéndose lo peor, sabiendo que es su hermano el del suelo. La oigo lloriquear mientras corre; mira un momento hacia atrás, hacia mí, creo que con odio. Por un momento pienso si eso no es mejor que la indiferencia anterior. No reacciono y me quedo parado, decidiendo si lo que he hecho ha sido declararme o asesinar a alguien, sin llegar a ninguna conclusión. El lugar en el que estoy me hace parecer diminuto bajo el cielo estrellado, entre árboles y cerca de los coches aparcados, con gemidos familiares de dolor a lo lejos. Veo una estrella fugaz. No pido ningún deseo.

[Alan Ball, el guionista de «American Beauty» y creador de «A dos metros bajo tierra» vuelve a la carga con otra serie: «True Blood»; quizá la primera serie de vampiros no adolescente, y por lo tanto interesante de ver. Me he zampado dos capitulos y pienso ver el resto. A los que no sepan quién es Alan Ball (algo comprensible, por otra parte), pueden ver la serie porque sale una actriz llamada Anna Paquin (oscar por «El piano»), que está más buena cada segundo que pasa; y para las chicas hay un mocetón que hace de vampiro misterioso que supongo que os molará. Los primeros cinco capitulos los podeis ver aquí:
http://www.seriesyestrenos.com/index.php?ind=news&op=news_show_single&ide=425
Y en el video podeis ver la cabecera de la serie, ya más molona y atrayente que temporadas enteras de según qué series españolas.]

Desnuda y sola

La mujer, la actriz, la estrella, la celebridad, duerme en su casa de Los Ángeles y al despertar nota la claridad de las ventanas abiertas traspasar sus párpados. Nota su pelo grasiento y que ayer no se desmaquilló.
Al abrir los ojos ve que está desnuda y sola.
Se desarropa. Tiene algunos moratones por el cuerpo del sexo de ayer y no consigue recordar la cara de él, sólo que era un doble de escenas de riesgo, o eso decía. El caso es que el tipo no ha querido saber nada más de ella y la estrella de Hollywood respira tranquila mientras piensa que lo último que necesita ahora es que un tío de usar y tirar se cuele por ella. Mira a su alrededor y no hay ninguna nota, ningún número de teléfono, y eso confirma el hecho de que la celebridad esta noche no ha sido nada más que un agujero para alguien sin cara.
La actriz se pone de pie y se mira en el enorme espejo del tocador que tiene en la habitación y cuenta los meses que faltan hasta que cumpla treinta años; demasiado mayor para un chico de veinte, piensa, y demasiado mayor para un ricachón de cincuenta y demasiado mayor, en definitiva. En algún cajón hay dos gramos de coca que alguien le regaló ayer en una de las fiestas por las que pasó, porque algunos camellos buscan sexo de esa manera, pero no los encuentra. De todos modos la actriz renuncia a colocarse y contesta al móvil, que lleva sonando desde que se levantó de la cama. Y es Rita.
–Sí…
–¿Tía?… Coge el teléfono de una puta vez, ¿qué te pasa?
–Me duele todo.
Pausa.
–¿Qué?
–Que me duele todo.
–¿Y a mí qué me importa? ¿Cómo fue ayer?
–Todo el rato colocada. ¿Qué hiciste tú?
–Estuve por ahí… ¿No fuiste a la fiesta de los Trump?
–Creo que no…
–¿Sigues enchochada con aquel tío?
–¿Qué tío?
–No te hagas la dura conmigo, aún no voy puesta.
–Ya sabes que sí, es una pregunta estúpida.
–¿Tienes material?
–Sí, pero no lo encuentro.
–Ya… ¿no será que te lo has metido ya?
–No, joder, tengo dos gramos… creo. Oye, voy a colgar.
–¡Qu…
La estrella encuentra finalmente los dos gramos totalmente a la vista encima del tocador y decide hacerse una raya antes de desayunar. Luego el sol brilla demasiado en la calle y la estrella nota punzadas leves e insistentes en su cabeza. Rebusca en su bolso algo de amobarbital, aunque no está segura de si provoca somnolencia y acaba por cerrar el bolso.
Entra en Moxie’s y se bebe un café dejando los bollos que ha pedido a un lado. En la mesa de al lado alguien comenta que una tal Minnie murió hace tres días de sobredosis y la mujer piensa un rato en si conocía a alguien llamada Minnie. El camarero se acerca y dice que quiere un autógrafo, si es tan amable, por favor, que se llama Frank. Con todo mi cariño, para Frank, cuídate. El camarero coge su bloc y se va. La estrella deja el dinero en la mesa y sale a la calle y su dolor de cabeza sigue presente. Dos surfistas rubios de unos quince años van hacia la playa con sus tablas y silban a la celebridad, que se pone sus gafas de sol y muestra media sonrisa sin mirarles.
Cuando vuelve a su casa la cama está hecha, la muchacha ecuatoriana recoge la ropa del suelo de la habitación; un chico limpia la piscina y la actriz mira la hora. Las doce del mediodía. El teléfono suena en tres puntos distintos de la casa; la estrella, aún agotada y dolorida, entra en la cocina y descuelga un inalámbrico y es Julia;
–Sí…
–Tía…
–Tía…
–Ayer no te vi en la fiesta de los Trump.
–No fui, creo.
–¿Conociste a Muerte?
–El jueves pasado.
–¿Pillaste?
–Sí.
–¿Y qué tal?… es nuevo por aquí.
–No me convenció, tiene mucho material, pero está muy cortada con novocaína, o eso me han dicho, no conseguí colocarme ni a la tercera raya…
–Pues a mí me vendió una hierba brutal. Ha sido levantarme y liarme un porro. ¿Quieres salir a comer? Mis padres están en Santa Mónica y mi hermano se pasa todo el día viendo porno en su habitación.
–Dónde quieres ir…
–Han abierto un Dorsia hace dos semanas y está vacío casi siempre, la gente no se entera de nada. No tenemos que reservar mesa.

Llegan al Dorsia a eso de las dos y por alguna razón la mujer no puede dejar de pensar en tirarse al chico que limpia la piscina de su casa. Imagina a la muchacha ecuatoriana beneficiándoselo y le entra un escalofrío. Mientras se sientan en una mesa junto a la ventana recuerda que tiene dos guiones por leer y que ambos son películas de animadoras. Y le entra otro escalofrío como estrella porque recuerda que le quedan cuatro meses para los treinta, y Julia chasquea los dedos en su cara.
–Tía…
–Qué.
–¿Has oído lo del accidente de avión?
Julia explica que un avión se ha estrellado al aterrizar en el JFK. Lleno, todo los pasajeros pulverizados.
–¿Te lo imaginas?
–Qué fuerte –murmura la actriz, intentando parecer preocupada.
Pausa.
Julia se enciende un cigarrillo y mira hacia fuera, al aparcamiento, comenta algo sobre que las astrólogas piensan que sólo hay doce clases de personas y vuelve a sacar el tema del avión.
–¿Crees que habrán sufrido?
No obtiene respuesta y llega al fin un camarero, moreno y muy alto. Ambas eligen algo de la carta y suena un móvil y es Rita. La estrella se levanta y sale a la calle para hablar, Julia arruga el ceño.
–Rita…
–¿Por qué coño me has colgado antes?
–Estaba… ocupada
Pausa.
–Es igual… ¿qué haces?
–Estoy en el Dorsia, voy a comer con Julia.
–¿Con esa petarda? ¿Han abierto un Dorsia por aquí?
–Sí… es un poco neurótica pero… oye, me ha dicho… ¿has oído algo de un accidente de avión?
–Sí, llevan todo el día dando por culo con eso, esa cabrona es una mentirosa pero eso ya hubiese sido demasiado… Un pez gordo de la Fox estaba en el avión y mi padre lleva dos horas discutiendo con mi madre porque ella no quiere que vaya a ver a su familia. Dice que le está poniendo los cuernos o yo qué sé…
–Ya… oye tengo que dejarte, luego te llamo, adiós.
–¡Qu…
La celebridad entra de nuevo al local y tras firmar unos autógrafos a dos cocineras vuelve con Julia. Julia remueve su ensalada sin comérsela y la actriz se limita a apartar el plato a un lado. El camarero pasa cerca de la mesa y Julia le pide que anule los segundos, por favor. Luego se mete un trozo de tomate en la boca y murmura:
–¿Sigues colada de aquel tío?
Pausa. La mujer va a decir algo, pero en lugar de eso, asiente.
–Deberías hacer algo.
–No sé cómo entablar conversación con él, parece muy distinto a mí, con ese rollo del teatro…
–¿Y qué que él sea dramaturgo?
–Debe pensar que soy una chica mona del cine, una chica mona… ya sabes…
–¡Pero tú has ganado un Globo de Oro, tía!
–Él debe despreciar eso, seguro que es más de festivales…
–¿Y él qué mierda ha hecho, la enésima versión de Hamlet?… Tú eres actriz, ¿qué más quieres tener en común con él?
–Da igual, sólo hemos hablado un par de veces en el Coco Bongo y no me ha prestado atención, más bien me evitaba…
–No puedo creerlo.
–Él debe buscar algo del tipo Christina Ricci o Chloe Sevigni… seguro que acabará haciendo cine independiente…
–Christina Ricci es anoréxica, parece anoréxica.
–Christina Ricci no parece anoréxica.
–Pues a mí me lo parece.
–¿Tú conocías a una tal Minnie?
–Sí, es la chica que te regaló aquella máquina de ejercicios en tu cumpleaños.
–¿Minnie? ¿Aquella máquina para hacer abdominales?
–Sí…
–Oh… pues murió hace tres días de una sobredosis.
–¿En serio? Pues a mí esta mañana me han dicho que iba en el avión hoy, viva, ya sabes… no sabía si decírtelo.
–¿Es aquella de las rastas? ¿Se llamaba Minnie?
–Oh, no, la llamaban Minnie, se llamaba Laura, creo. Pero siempre llevaba aquellos zapatos rosas horribles… y la llamaban Minnie, por Minnie Mouse.
La actriz piensa en si alguna vez ha usado aquella máquina de hacer abdominales. Saca su móvil y busca en su lista de teléfonos alguna Minnie, o alguna Laura. El camarero se acerca y ofrece la carta de postres. Julia hace que no con la cabeza por las dos y pide dos cafés con sacarina, por favor. La estrella guarda su móvil y respira más tranquila por algún motivo después de comprobar que no tiene a esa chica en la lista.
–¿Entonces iba en el avión? –murmura.
–Oh, sí, eso creo.
La mujer medita la posibilidad de que Julia esté mintiendo y resuelve que es más fácil que la chica haya muerto por sobredosis hace tres días. Saca un cigarrillo y se lo enciende y los cafés llegan sospechosamente pronto. Aun así Julia bebe un poco y da su aprobación con un elocuente asentimiento.
–¿Entonces irás a por el dramaturgo o vas a seguir con ese rollo de quinceañera cagada…?
Pausa.
–¿Es esta noche la fiesta en tu casa?

Son las once de la noche y la mansión de Julia está atestada de adolescentes y veinteañeros. La celebridad camina por un pasillo del segundo piso y oye gemidos través de algunas puertas mientras busca a Julia. Un chico rubio demasiado joven fuma sentado en el suelo y la celebridad le pregunta si sabe dónde está la anfitriona.
–Oh, ¿pero esta chabola es de Julia? ¿Ella no estaba en el avión?
La estrella sigue por el pasillo sin contestar al chico y llega hasta la habitación de Julia. Abre la puerta y Rita está en la cama besando a otra chica que parece igual que ella, la cual pregunta:
–¿No quieres quedarte?
La celebridad cierra la puerta y se pregunta por qué está buscando a Julia. Luego baja pausadamente hasta el piso de abajo y se sirve algo de ponche. Rita se pasa toda la fiesta en aquella habitación y Julia no aparece. La estrella esnifa un poco en el lavabo y luego en el salón mira a su alrededor durante unas dos horas y bebe y firma algunos autógrafos hasta que decide probar suerte con algún chico.
Hay un tío de unos treinta años sentado en un sillón, bebiendo solo. La mujer rebusca en su bolso intentando localizar un condón. Hay una caja y solo queda uno. Se acerca al chico y sonríe y se lo muestra con disimulo. La frase que le susurra al oído es:
–Vamos arriba, pero luego no quiero complicaciones.
Una vez arriba, en uno de los cuartos de invitados, el tipo y la mujer se desnudan de forma mecánica. Luego ella se echa en la cama. El tipo se muestra muy ansioso y ella pierde las ganas poco después de la primera embestida. Piensa en decirle que se ha arrepentido, pero decide esperar a que acabe. A los dos minutos el tipo eyacula en el condón y murmura algo. La mujer le dice que sí, que ella también se ha corrido.

Al día siguiente despierta sola en la cama y las ventanas están abiertas y siente que necesita una raya. Alguien llama a la puerta y luego la abre. Y es Julia.
–Tía…
–Ayer te estuve buscando.
–Me fui con ese tío, el Inversor; no quería follar en otro sitio que no fuera su coche.
–Ajá…
–Pero valió la pena… sí.
Pausa.
–Lo siento –murmura la actriz–, quería irme pero me quedé dormida.
–¿Viste a Rita? Seguro que sí…
–Sí, la vi.
–Luego va diciendo que ella no es bisexual, que le gusta “experimentar”. Y lo mejor es que la chica con la que estuvo jodiendo es su prima.
–¿En serio?
Pausa.
–¿Tienes algo de material? –pregunta Julia, como si todo lo que hubiera dicho no tuviese sentido hasta esa pregunta.
–Pues no.
Alguien del servicio grita desde el piso de abajo:
–¡Ha venido una amiga suya, señorita!
Justo un minuto después alguien golpea con los nudillos la puerta entornada y la abre. Julia se da la vuelta, y al ver a la chica grita:
–¡Minnie!, pensábamos que habías muerto…

Minnie cuenta que sólo tuvo un susto al mezclar demasiadas pastillas. Cuenta con detalles cómo los médicos le metieron un tubo por la traquea y que ayer salió del hospital y que tiene un “mono de la hostia”.
–¿Te has enterado de lo del avión? –dice Julia, exagerando un gesto de pena.
–¡Sí! Los padres de una enfermera estaban en el avión, dicen que se encerró en un cuarto e intentó suicidarse con pastillas.
–¿En serio? –murmura la actriz.
–Sí, tía… Por cierto, ¿qué tal la máquina de abdominales?
–Bien, supongo.
–¿Cómo llevas lo de aquél tío? Dicen que estabas muy colada… En cuanto lo supe pensé en llamarte, pero…
–¿Cómo? –interrumpe la mujer, por primera vez verdaderamente despierta hoy.
–¿No lo sabes?
Pausa.
–¿Qué pasa? –susurra Julia.
–Ese tío estaba en el avión –dice Minnie, con un hilo de voz.
–¿En serio? –balbucea la mujer, ya entre pucheros, con los ojos brillantes–, ¿no puede…? ¿No puede ser que haya tenido una sobredosis…?

La mujer, sin sentirse ya con fuerzas para adoptar la pose de actriz, la actitud de la estrella, o el carácter distante de la celebridad, dice que es posible que haya habido un malentendido. Piensa que quizá ni haya habido un accidente de avión, quizá no hay nadie pulverizado. Y ahí, en casa de Julia, siente la urgencia de ver algún informativo, quiere pruebas, un agujero en una colina y butacas chamuscadas, cadáveres envueltos en ese papel plateado, una rueda de prensa del responsable de las líneas aéreas.
–Lo siento mucho, cariño –dice Julia.
–Oye, en serio, ¿tenéis material? –dice Minnie.

[Aviso que con este tema me chino y digo muchos tacos. De unos años a esta parte, me da la sensación de que el tema de la música en España se ha ido a la mierda definitivamente. No porque no haya buenos grupos o artistas, que los hay, pero por lo general la mayoría de gente no les hace ni puto caso. Hasta en las discotecas más grandes ahora la mierda ya no solo es lo que venden los camellos como toda la vida, ahora normalmente la mierda también sale por los altavoces. Estamos tan ocupados con triunfitos y derivados y cantantes pop de los cojones que serían incapaces de escribir una canción, que ya no sólo damos la espalda a los buenos artistas que hay en nuestro país, tampoco parecen existir los internacionales, a no ser que, como Amy, se metan de todo y se emborrachen y den la nota (¿alguien ha escuchado algún disco de esa mujer?.. puede que se muera mañana, pero ya ha demostrado tener más talento que las cien cantantes pop famosas de su país.. ¿y cuánta gente va a hacer algo más con ella aparte de escuchar sus canciones?). Otro ejemplo de artista (ARTISTA, no tía buena sin más u hortera políticamente correcto y mojabragas de catorceañeras) internacional que en España conocerán cuatro gatos: Fiona Apple (video) ].

Así comienza

Estoy sentado en una mesa y nadie me atiende. Necesito café para calmar lo irritada que tengo la garganta debido al tabaco en exceso y mi siempre desacertada forma de vestir en época de entretiempo. Me levanto y cojo un diario, lo comienzo a ojear desde la última página y no paro de sudar porque que estoy solo y me duele la garganta y nadie me atiende.
Al final una camarera se acerca y murmura algo, la miro y tiene un ojo verde y otro azul. Le digo que quiero un cortado y ella se va y al mirar hacia el diario cae una gota de sudor de mi frente en una foto de Salma Hayek. Entra una pareja joven en la cafetería, antes sólo monocliente. Son las siete de la tarde, murmuro, mientras miro mi móvil, aunque no me importa qué hora sea, y la chica bicolor me trae el café y ahora parece que sus ojos han intercambiado sus tonos. La mujer se va hacia la mesa en la que se ha sentado la pareja. Ella debe tener unos diecisiete años y él unos veinte. La camarera quizá treinta y cinco. Pienso que ambas son follables aun con la diferencia de edad e incluso siendo menor una de ellas, y tomo un sorbo de café y me quemo. Paso una página hacia atrás y llego a la sección de economía y cierro el diario. Me levanto y cojo la primera revista que toco de encima de la máquina de tabaco. Me siento y es una revista de moda y comienzo a ojearla desde la portada. Cada dos páginas hay una de publicidad, hay un índice enterrado en la página quince. Una chica tan delgada que sólo parece viva porque intenta sonreír enseña unos zapatos de Manolo Blahnik en la página veinte. Lo aberrante también es fascinante. La pareja comienza a hablar en susurros y comienza a tocarme las narices que el café no se acabe de enfriar nunca.
Decido apagar el móvil y comienzo a beber mi café cuando por fin se puede. Estoy sentado de cara a la puerta, a unos cuatro metros, y fuera hay un paseo por el que no para de pasar gente con cara de no querer volver a repetir este día jamás y a sabiendas de que les toca otra vez justo mañana. El café está mejor de lo que parecía y me relajo un poco, me dispongo a fumarme un cigarrillo. La chica de diecisiete años viene y me toca en un hombro y se disculpa y me dice que si puede coger la revista. Se la cedo aunque no he llegado ni a la mitad e imagino a esta misma chica tan delgada como la modelo de los zapatos de Manolo Blahnik y me pregunto por qué después parece leer la revista con tanta atención. Se me pone la piel de gallina y doy otro sorbo al café. Miro mi móvil y de repente me extraño del porqué lo he apagado y he seguido con la esperanza de que alguien llamara. Pero aun así lo dejo apagado, esperando a que alguien me llame.

Ha pasado media hora y hace diez minutos que me acabé el cortado. Salí del trabajo hace diez cigarrillos. Hago un cálculo rápido y sé que aún me fumaré unos cinco antes de irme a dormir hoy. Abro mi paquete de tabaco y solo quedan tres dosis y me levanto a sacar tabaco. Mientras me desactivan el control de menores y meto las monedas me pregunto por qué le digo a todo el mundo que estoy intentando dejarlo. Me acuclillo para coger el paquete y decido pedir otro café, esta vez solo. La pareja lleva unos diez minutos seguidos mirándose a los ojos sin hablar y agradezco el estar sentado de espaldas a ellos y me debato entre si me dan más envidia o más ganas de hacerles daño de verdad. Al final prefiero pensar que me dan envidia y la mujer de los ojos bonitos me trae el café y sólo con tocarlo sé que tendré que esperar unos cinco minutos. Y podría seguir indefinidamente, pero no pasa nada más. Esto es todo, ya sea solo o acompañado todo lo que hay es lo que tengo en la cabeza; en estos momentos la camarera, la pareja y yo sólo somos compañeros de aire; en lo que se refiere a lo felices o no que podamos ser, puede que estemos en planetas distintos, el Planeta Yo, el Planeta Horario intensivo y el Planeta Sexo.
Enciendo el móvil justo después de salir de la cafetería y hay un mensaje. De mi compañía telefónica. Me dice que tengo tropecientos mensajes gratis siempre y cuando sea lo suficientemente rápido para usarlos en quince días. Carpe Omnius.

Pero no se puede disfrutar a tope si eso choca con tu sistema de valores. Este no es el camino, pero es la ruta secundaria más interesante. Si sigues una rutina típica te pasarán cosas buenas a veces, pero teniendo una vida atípica te podrían pasar cosas extraordinarias. O también podría no pasar nada, que de hecho es lo que suele pasarle a la mayoría de gente. Todos viviendo en su propio planeta y orbitando algunos alrededor de Dios y otros alrededor de sus pollas o sus fondos de armario. El planeta Mí, por ejemplo, ha ardido siempre en deseos de acoger a Dios en su corazón, pero luego comienzas a pensar por ti mismo y decides que allí arriba hay poco más que contaminación y una disminución progresiva de la presión parcial del oxígeno. Siendo estrictos, si Dios hubiera estado viviendo en el cielo, hace mucho que habría caído asfixiado hasta chocar contra la tierra que él mismo creó. Dios, Papá Noel, Catherine Z. Jones…, todos mitos inalcanzables, coitus interruptus emocionales. No es que no exista lo que no se puede tocar, es que la mayoría de cosas que puedes tocar tampoco existen para ti.

Camino hacia casa y me enciendo otro cigarrillo, aspirando tranquilo porque tengo de sobras hasta mañana a estas horas. Tengo un corte en la mano que no recuerdo cómo me hice. Paso por delante de la frutería de mi barrio y una señora mayor se desmaya ante el estante de los melones; aligero el paso. Se oye una sirena de la policía o tal vez de los bomberos y quizá alguien se está muriendo en este momento. Me chupo el corte de la mano, no acaba de cerrarse. Me acuerdo de cuando era pequeño y me enfadaba con mis padres y para no romper nada me mordía con fuerza la muñeca derecha. La marca de la mordedura podía durar días, y hasta que no desaparecía del todo no se me pasaba del todo el cabreo.
Veo un mendigo en una esquina y me siento generoso y cuando le voy a dejar una moneda en la bandeja veo que está recostado y le sale sangre por la boca. Aligero el paso. Y la sirena de la ambulancia o la policía o los bomberos se sigue oyendo de lejos. Llego al portal de mi bloque de pisos y tiro el cigarrillo en la acera. Abro la puerta y el ascensor está roto y tengo que subir cinco pisos a pie, y se sigue oyendo la sirena igual de lejos. Y de repente me entra el miedo en el cuerpo ante la idea de volver a soñar esta noche con que este edificio se derrumbe mientras todos dormimos. Un sueño infantil que me ha seguido hasta la mediana edad. No es que importe, pero el motivo por el que tengo cuarenta años y vivo solo podría deberse a que rehuyo la vida conyugal o soy un bohemio, pero lo único que pasa es que me divorcié hace dos meses y ella se quedó con la casa. Y me entra una sonrisa cada vez que pienso que no tuvimos hijos a los que torturar. Bienvenido al Planeta Yo, el Planeta Mí. Moi. Y yo pedí el divorcio, yo quise esto, estar solo, solo en mi planeta, aligerando el paso por la calle y yendo a lo mío. Aprovecho como nunca mi conexión a Internet y me estoy planteando iniciar una colección de pornografía en dvd. Estoy tan tranquilo que podría decirle que no a Helena de Troya. Y éste no es el camino, pero a quién le importa el camino teniendo la ocasión de ver nuevos paisajes; nuevas grutas en el Planeta Yo. Todo esto me convierte en algo ajeno a los objetivos comunes. Mis secretos más terribles son que mi piso minúsculo me gusta y no quiero dejar de fumar.

En una de las tres habitaciones que conforman mi piso, tengo una especie de escritorio, donde tengo el ordenador, y donde de hecho suelo desayunar, comer y cenar. Tal y como estoy sentado tengo la ventana justo a la altura de mi codo. Puedo ver toda la calle e incluso un bonito amanecer si a esas horas estoy despierto. Ahora ya es noche cerrada y son las nueve y media según mi móvil y las nueve y veinticinco según el reloj del ordenador. Supongo que las nueve y cuarto si voy a la cocina y miro el reloj de pared. Pero da igual quince minutos más o quince minutos menos, de todos modos no sabes cuándo el tiempo que pasa sería más productivo si hicieras otra cosa, o cuándo el tiempo juega en tu contra y lo mejor sería que lo estuvieras perdiendo. Y hasta ahora nunca he llegado tarde al trabajo.
Echaría de menos a mi mujer si no fuera por cómo se ven las partículas de polvo en esta habitación cuando entra el sol en ella a las siete de la tarde.

Siempre me ha fascinado lo minúsculo, algo tan frágil que desaparece o muere con un soplido, ya sea hablando textual o metafóricamente.
En el piso contiguo al mío vive un matrimonio joven, de hecho casi adolescente. La única obsesión que permanece en mi cabeza últimamente es ellos. Están casados y se le oye discutir a menudo. Un bebé llora histérico muchas veces y a veces sus llantos se mezclan con los de su madre, que tiene edad para estar acabando el instituto; pero en lugar de eso ha tenido que renunciar a su juventud porque sus padres creen que cualquier aborto es un asesinato y que ella es una zorra y tiene que pagar por haberlo sido. Y hasta que se rompió el ascensor hace dos semanas, cuando coincidía con ella dentro me hablaba de cómo le iba sin casi dejarme replicar. El Planeta Desolación. Rompía a llorar y salía del ascensor y si su marido descubría que había estado llorando volvían a discutir. Él parecía el maltratador potencial, y ella tenía toda la madurez de alguien que se juega la vida en un examen pero no ha tenido la oportunidad de preparárselo. Justo ahora se vuelve a oír al bebé llorar. Puede que ni tan siquiera haya nadie en el piso. Miro por la ventana y veo una luz extraña e intensa en el cielo: la sirena sigue escuchándose aullar por toda la cuidad, de hecho ahora se oyen varias. El bebé sigue llorando y de repente oigo un rugido entre los lloros (sí, “rugido” es la palabra que me viene a la mente), algo que no parece salido de una garganta humana. Alguien grita en el piso de arriba, una mujer; algo, también arriba, cae haciendo mucho ruido, quizá un mueble. La luz en el cielo se hace aún más intensa. Y algo me dice que mis planes de soltería se van a venir abajo, el futuro. Ya no me importa lo que pase en el piso contiguo. Y entre los lloros del bebé y los sonidos guturales de quien sea, paralizado ante la ventana, mientras la gente mira hacia el cielo sin moverse o palpando sus bolsillos en busca del móvil, me viene una sola frase a la cabeza: Así comienza.

[Ayer me topé con un video que ya había visto en «Sé lo que hicisteis…». El video produce una mezcla de asco, intensa vergúenza ajena y risa floja. El caso es que este tipo (se hace llamar Delfín Quishpe), con la canción del video, ha tenido nosécuantasmil visitas por estos lares. Este es el tipo de cosas que triunfan en internet, no sé si me hace gracia o me deprime mucho, pero en todo caso no está de más comprobar por uno mismo qué debe ser lo que atre a tanta gente.
El blog ha superado las setenta mil visitas. No sé si en dos años eso es mucho o poco, pero en todo caso gracias a los lectores habituales (que no sé cuántos deben ser), e incluso gracias a los que llegaron aquí por casualidad desde Google y salieron huyendo despavoridos ante tanta letra junta.]

Mal rato

He vivido luciendo ese comportamiento distante que hace que casi todo cuanto veas en la vida te parezca efectista, falso o interesado. Con esa actitud consigues que mucha de la gente que considera su vida perfectamente organizada te deje de tomar en serio; hasta tal punto que cuando muestras verdadera pasión por algo sólo consigues miradas de condescendencia a tu alrededor. Eres un ser de extremos cobijado en el sarcasmo. Da igual si llevas razón, todo el mundo tomará tus argumentos siempre como una treta para hacerte notar otra vez, para alimentar tu yo frío y obstinadamente misterioso, sin sentimientos que salgan a la superficie ni ganas de mejorar nada. He mandado a tomar por culo a muchos amigos sin hablar. Soy un formalismo andante, predestinado a interpretar siempre el mismo papel por falta de oportunidades para cambiar de obra. Soy la caricatura malsana de mí.

La verdad es que me gustaría tener enemigos visibles. Hecho en falta que alguien me escupa en la cara en lugar de hacer muecas cuando no miro. La crueldad de los niños para con sus compañeros de clase es auténtica. Eso sí que era vivir sin dudar; cuando le gustabas a una chica era de verdad, y cuando alguien se metía contigo lo hacía para dejarte claro que no le caías bien. Pero la misma educación que te enseñó a leer y escribir es la que te hizo cada vez más falso, la que te enseñó a odiar la lectura después de haber aprendido a leer. La que te hace entender que es mucho más práctico rajar a los demás cuando no tienen la oportunidad de defenderse. La lección que mejor aprendes al crecer es la del individualismo. Eso que falta en nuestra formación es lo que hace que hoy en día se reúnan grupos de niños para pegarle una paliza a algún compañero mientras alguien graba con su móvil. Si no te labras un carácter tú solito puedes acabar siendo un individuo que es capaz de querer clasificar hasta sus sentimientos.

El colegio en el que ejerzo no pasa de la enseñanza de E.S.O. No es que sea la jungla, pero si un día encuentras las ruedas de tu coche pinchadas no te llevas la sorpresa de tu vida. Hay días que uno acaba tan quemado que llega a reconciliarse en silencio con secuestradores y pederastas; desearías por un segundo ver sufrir de verdad a esos padres que creen que la educación de su hijo es un trabajo a tiempo parcial.
Cuando a las niñas les comienzan a nacer curvas y comienzas a vislumbrar esa especie de responsabilidad femenina que las caracteriza, la comparativa con los chicos es sangrante; verlas en clase con ellos es como haberlas metido en la jaula de los monos.

En octavo curso hay una chica llamada Mónica. No le podría negar nada. Tiene esa mirada perdida de quien el ochenta por ciento de la clase no atiende, porque ya hace rato que pilló el concepto. Es callada y ni los chicos más estúpidos se atreven a dirigirle demasiado la palabra. Ya en su adolescencia tiene la virtud de salir airosa de cualquier disputa; casi la puedes imaginar defendiéndose a sí misma en un tribunal, o señalando sin miedo a su violador detrás del cristal que te separa de los sospechosos. Es un reto del profesorado y los compañeros el poder sorprenderla. Se sienta en una esquina de la clase y lleva ese pelo negro recortado por los hombros cuyo flequillo apenas te deja ver sus ojos. Tiene una de esas caras de piel blanca y labios rosados por los que milagrosamente aún no ha pasado ningún tipo de maquillaje. Y en su currículum ya hay el despido de dos profesores que intentaron embaucarla a una edad en la que sólo podían invitarla a un batido y llevarla a casa antes de las ocho. Piensa en Lolita y ni siquiera te harás una idea.
Su magnetismo es tal que a veces estás seguro de que cualquier objeto que pudieras lanzarle se detendría a cinco centímetros de su cintura y comenzaría a orbitar a su alrededor. No pienses en términos de sexo, edad o romanticismo. Pero tampoco creas que podrás apartar la vista de ella. Hace un año una profesora cayó en una depresión de la que aún se recupera, porque Mónica no quiso comenzar a labrase una carrera musical.
Cada vez que se celebra alguna festividad tienen que convencerla para que cante una canción en el teatro del colegio. Dicha profesora se obsesionó con su talento, comenzó a darle clases particulares y dicen que hasta la habían visto algunas veces salir llorando del aula una hora después de haber estado con su alumna. La niña bonita, la criatura celestial alrededor de la cual gira el microcosmos anodino de la educación secundaria.

Una amiga mía siempre dice que hay pocas personas así, y que normalmente impresionan por ser tan solo tal como son. Son personas que no suelen sonreír y parecen estar por encima de cualquier formalismo a nivel de educación o tradiciones. Lo que impacta más es que no ves dónde está el problema en que ella actúe así. No esperas que te dé las gracias o los buenos días, pero te da igual. Más que una persona, es tu ideología política, tu derecho a ser feliz. Nadie puede tocarla. El sentimiento que provoca la convierte en el estandarte de lo intrínsecamente bello sin un porqué concreto.
Hay quien sabe cerrarse en sí mismo hasta provocar un enamoramiento masivo. Mónica sabía el efecto que causaba en los demás. Al verla moverse y reaccionar uno se plantea si ella simplemente no será lo que deberíamos ser todos. Economizando palabras, acciones. Puede que sólo destaque por su facilidad para acertar, para no inmiscuirse en nada o nadie más allá de lo necesario, y así vivir en paz con todos para poder vivir en paz consigo misma. Y quizá por eso a ella no le hace falta llenar su vocabulario de saludos protocolarios y frases hechas, ya que su propia naturalidad te hace sentir cómodo sin la necesidad de esa educación preestablecida. Nadie necesita oír un “buenos días” seco y rutinario, necesitamos sentir que no estamos atrapados en esa maquinaria que nos hace actuar siempre de la misma forma. No necesitas oír “te quiero”, necesitas que te quieran.

Después de haber estado un año corrigiendo sus exámenes y escrutando sus movimientos tal y como hace todo el mundo, Mónica, por primera vez, va a intercambiar conmigo más de dos palabras. Es más, Mónica espera a que la clase se vacíe por la tarde para que podamos hablar tranquilos. Esto es así, y suena ridículo, desconcertante y hasta escabroso, pero nunca he estado más nervioso. Mientras todos los alumnos salen maldiciéndome en susurros y soltando pestes entre risas como viernes que es, Mónica espera sentada en su pupitre al final de la clase. No parece inquieta o cohibida. No parece humana, y quizá sea eso lo que la hace mejor, superior.
Recuerdo que el colegio para mí era un suplicio, un esfuerzo agotador y una obligación de la que no entendía del todo el beneficio a largo plazo; no era para mí nada más importante que hacer la comunión o celebrar los cumpleaños; tan solo era otra rutina que me obligaban a seguir, era lo que todos los niños hacían, y la verdad es que hasta cierta edad las personas no somos más que ovejas, bajamos la cabeza cuando alguien se enfada y procuramos no separarnos del rebaño. Realmente la relación Profesor-Alumno no es tan distinta a la de Empresario-Trabajador, al final siempre se trata de cumplir ordenes; casi llegas a entender a esa gente que se pone a estudiar empresariales con el objetivo a corto plazo de ganar cinco mil euros al mes. Puedes acabar deseando según qué vida gris, una vida con la que poder ir por tus raíles sin excesivas complicaciones o ensimismamientos filosóficos. Pero yo no soy así, y ahora gano más bien poco y paradójicamente soy profesor de escuela y una cría de dieciséis años me pone nervioso. Imagino un amplio despacho y nóminas plagadas de datos obscenos, imagino mi contribución a la estabilidad pro-occidental del tercer mundo. La caricatura sana de mí en un mundo podrido. Y aun siendo profesor y teniendo la penúltima palabra de lo que se decide en mi clase, Mónica me reduce a nada. Ella es un inmenso meteorito cruzando el espacio y yo soy el planeta indefenso en su trayectoria, plagado de una especie que merece desaparecer.
Yo represento a la raza humana y ella probablemente tan solo a sí misma. Me gustaría pensar que exagero, que poetizo. Pero mientras ella se levanta de su pupitre y camina sosegada hacia mi mesa, parece que la ropa, su peinado y sus manos de cinco dedos solo sean un disfraz. Me gustaría pensar que es ella quien aprende de mí en esta clase. Arrastra un pupitre hasta ponerlo justo en frente de la mesa del profesor y se sienta en él. Y si no es Mónica la que decide romper el hielo creo que vomitaré. Esto no suena profesional, pero normalmente lo que sentimos no suele estar sujeto a etiquetas. Hay quien se casa por mucho menos de lo que yo siento ahora. Y cuando ya he reunido el suficiente valor para mirarla a los ojos, ella pronuncia mi nombre, dejando un espacio de tiempo para mi reacción:
– Dime, de qué quieres hablar.
De su futuro, dice.
– ¿No sabes qué es lo que quieres estudiar?
Sí que lo sabe -claro que lo sabe, joder-, pero quiere esclarecer otra cuestión, dice, no puede hablar con sus padres de esto, tampoco con su tutor, y mucho menos con un compañero de clase.
– Ajá… – comienzo a flotar. Sólo una vez me dijeron “te quiero”. Me sentí avergonzado, inquieto por no poder contestar lo mismo si no era mintiendo. Ahora me siento mucho más halagado que en aquella ocasión. Mónica dice que sabe lo que quiere estudiar, pero no sabe si va a poder vivir de forma que no sienta que sigue los mismos pasos que todo el mundo. Es su modo de hablar mi idioma, un eufemismo elaborado para preguntar qué sentido tiene la vida.
– No sé si te entiendo – digo, aterrorizado, perfectamente consciente de que ella busca una frase inspiradora. Se ha desnudado y ha sido para mí, y no me veo capaz de ponerme a ese nivel. Yo nunca me he planteado qué sentido tiene la vida, porque nunca le he visto ningún sentido potencial. Podría recurrir a una cursilería y decirle que son cosas como ella las que dan sentido a la vida de la gente, podría decirle eso si no me importara que me considerara un salido o un psicópata a partir de ahora. O podría ganar tiempo, que es lo que decido hacer.
– Es que… – dice ella – creo que me parezco un poco a ti… y no sé si preguntando a un igual es más fácil…
Y se queda ahí. No, pienso, no me parezco a ti, no levanto ampollas a mi paso, no te equivoques, yo soy el planeta indefenso. Pero ese comentario a medias me da la oportunidad de hacer tiempo mientras pienso qué sentido tiene la vida.
– ¿Por qué crees que me parezco a ti?
Creo notar un ligero rubor en su expresión que dura algo así como una centésima de segundo, con un poder destructivo. Ella, solo existiendo, puede hacer que para los demás el día a día no sea tan gris, ¿pero quién va a hacer eso por ella? ¿Quién hace reír a los payasos? Mónica no sabe qué contestar, pero al final decide explicarse;
– No te relacionas mucho con los otros profesores, eres el único que no parece un profesor… sólo sabes ser tú mismo.
– Ya… pero eso aún se te da mejor a ti… – . Lanzo ese amago de piropo y ella se limita a sacudir el flequillo, y otra vez el silencio. Estoy entre la espada y la pared, contra las cuerdas, jodido, enterrado en frases hechas hasta que se encienda alguna bombilla en mi cabeza, tiene que haber algo útil que decir. O resultaré ser una gran decepción. Con ella no valen la pseudofilosofía del carpe diem o los consejos sobre la importancia de los pequeños detalles, o hacerle entender que es muy joven y que tiene toda la vida por delante, porque además es justo eso lo que le preocupa. A una persona a todas luces inteligente y despierta no puedes darle un abrazo y decirle que todo va a ir bien. Ella espera algo más que la típica reprimenda humana sobre la suerte que tiene de estar viva.
– ¿Por qué te hiciste profesor?
No tengo ni idea, me digo.
– No parece que sea tu vocación.
No lo es.
– Sé que quiero seguir siendo como soy, pero me gustaría poder hacer algo bueno en el futuro, bueno para los demás…
– ¿Para la gente pobre…?
– Para los demás… para todos.
Quiere ser la Virgen María, una que exista de verdad, a la que puedas dar la mano; tiene su lógica, si alguien normal se iría a una O.N.G. o de misiones, ella lo que quiere ser es un símbolo, algo que una a la gente y revolucione la vida. Le diría que lo olvidara, que se buscara un buen novio y se limitara a seguir deslumbrando a compañeros de clase y de trabajo en el futuro. Le diría que no puede hacer nada, que ya estamos todos pillados, demasiado ocupados manteniéndonos a nosotros mismos como para ser altruistas. Le diría que, por más que le pese, ella sola no puede hacer nada. Pero si le quito la poca inocencia que le queda, podría cambiar.
– ¿Has pensado en meterte en política en el futuro? Estudiar algo de eso…
– No, no quiero ser así.
No, eso no encajaba.
– ¿Te puedo contar una cosa? Quiero pedirte permiso para algo…
Sí, por favor, lo que quieras, lo que sea.
– Sí, claro – acabo señalando, con la voz más disonante y estúpida que nunca me ha salido.
– Quiero escribir un relato para Literatura, en primera persona. Quiero saber si puedo darle credibilidad haciéndome pasar por hombre, por un profesor como tú.
– ¿Como yo?
– Sí, serás mi modelo. En el relato hablarás sobre ti, sobre cómo te sientes respecto a los demás, sobre cómo finge la gente para esconder lo que piensa de ti. Y también montarás todo un discurso para no reconocer que estás enamorado de una de tus alumnas; la describirás de forma que parezca una divinidad, y te excusarás alegando que todos admiran su genio, su actitud. Lo titularé: “Mal rato”.
– ¿Sí…?
– Sí, y será fenomenal acabar describiendo cómo no has sabido corresponderle a tu chica con un mensaje positivo sobre la vida.
– Y… en fin… ¿cómo lo describirás?
– Con un diálogo, me basaré en esta conversación. Es un experimento… ¿Me dejarás?

[Estoy totalmente enganchado a la serie «Dexter». La idea es simple pero jugosa, un tipo que trabaja para la policía investigando escenas del crimen, analizando las salpicaduras de sangre, y que en su tiempo libre se dedica a matar a los asesinos. El video es un fragmento de la serie, por internet están disponibles las dos primeras temporadas, y la emiten en Cuatro los miercoles por la noche (si no te molestan los anuncios).]