Estoy escuchando a los Air. Creo que tengo ladillas, noto un picor en la entrepierna. Espero que no sea sífilis o algo peor. Resumiéndome, me rodean mis discos y los dvds, los libros, muchos libros; podría enterrarte sólo con poesía francesa; o podría darte el nombre de por lo menos tres o cuatro prostitutas de las que no lo parecen. El piso está de varias semanas sin que nadie le pase una escoba. Sale un ruido constante de golpes del lavabo. Hace días que se oyen los ruidos, pero no me atrevo a levantar la voz, a abrir la puerta. Me he acostumbrado a mear en el bar de abajo, el que hace esquina. Me tomo una cerveza, algo, y meo; o vaya, hago mis necesidades. He convencido a un vecino de que me deje usar su ducha. No me interesa lo que haya dentro del lavabo, vivo solo en el piso, y eso es todo. Hace tiempo que la panadera del barrio busca conversación conmigo. El centro de la ciudad cada vez está más atestado de asesinos potenciales. Nadie sonríe por las mañanas en el metro. La energía sexual corre vía telefónica, el amor agoniza y la panadera no lo sabe. Saco un bolígrafo e intento escribir algo bonito, entendible, que acabe bien. Los golpes del lavabo aumentan, secos, sin gritos ni bufidos; sólo golpes. Lo que sea que hay dentro ya puede aprender a abrir la puerta, porque de mí no va a obtener clemencia. O si no que pague una parte del alquiler… Ya he pensado que este rollo del lavabo puede estar sólo en mi cabeza, pero de momento prefiero la versión física de la historia.
Han pasado las horas. He apartado los muebles y me he puesto a barrer el comedor. He formado un corazón en medio de la estancia con la mierda acumulada; por algún motivo me ha parecido el corazón más acorde al amor que he visto nunca. He llenado una bolsa de basura sólo de polvo y pelusilla y cosas así. El picor de la entrepierna de ayer ha desaparecido; parece que por suerte no tendré que ir al medico a hablarle de mi polla. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales? Ya, sí. ¿Cuándo fue la última vez que cagué en unos urinarios públicos?… Cuida de tu entrepierna, no te enroles en ese tipo de conversaciones.
Voy a por el pan. Cedo. Quedamos en una cafetería a eso de las seis de la tarde. Es apetecible, sencilla, sonriente; nada de palabrería industrial, nada de frases para salir del paso. Pinta bien.
Ya en la cafetería -una atestada de mujeres mayores y jóvenes consentidas por padres de derechas-, hablamos. Alrededor las niñas hablan de sus ligues y las abuelas mezclan sus pastillas diarias con la cafeína, y piensan que no están gritando. Nos bebemos el café demasiado caliente y decidimos ir a un sitio más tranquilo, menos… humano. Toda la tarde fluye como si nada hubiera ido mal nunca.
Por la noche, ya en la cama, pienso en ella, me relaja. No me gusta eso de sentirse patas arriba; no me gusta la gente que me pone patas arriba, sino la que me relaja, a la que puedo mirar a los ojos sin más. Durante un rato su cara no se me va de la mente. Luego me meto la polla en los calzoncillos y me dispongo a dormir. Y caigo como un bebé. Como casi nunca.
Por la mañana el picor vuelve. Está claro que tienen que ser ladillas. Creo que se hacía llamar Roxana. Setenta euros. Los efectos secundarios del sexo no se solucionan necesariamente sólo con la goma.
Por la tarde voy a una farmacia y la farmacéutica es muy guapa. Por lo que sea no me siento muy incómodo al explicarle mi problema. Ella parece incluso estar aburrida mientras me cuenta cómo y cuándo tengo que usar la loción antiladillas. Parece que no tengo el copygriht de lo de llevar una doble vida. Parece que incluso es lo usual. Ya ni siquiera te sientes a contracorriente yendo a contracorriente. Ya cuesta imaginarse en una comida familiar a tus tíos mientras sonríen con sus mandíbulas seguras de sí mismas, teniendo una vida corriente, o una sola vida en todo caso. Ahora ya cualquiera posee la suficiente información vergonzosa sobre sí mismo como para tener que estar sorteando obstáculos con sus compañías en todas las conversaciones.
He decidido no ver hoy a la chica, para no acelerarme y acelerarlo todo; me alegro de que ni tan siquiera intercambiáramos teléfonos.
Al día siguiente vuelvo a verla. Está reluciente; ésa es la palabra: Reluciente. Y me dice que si quiero ir a su casa, a su piso, su piso de alquiler, su cárcel de las ambiciones. Tengo que inventarme un montón de excusas, forzadas, de las que comienzan a desgastar tu imagen, esa buena idea que se han hecho sobre ti. Porque tengo que esperar aún unos días si no quiero contagiar mi problema a nadie. Siempre acaban pagando tus miserias las buenas personas. A las buenas personas siempre hay que mentirles más, urdir planes para que no te conozcan demasiado a fondo; siempre hay que estar ofreciendo el perfil bueno, retrasando el momento en que se den cuenta de que no eres digno de su compañía. Es agotador ser siempre culpable de deshonestidad; nunca te sientes tranquilo; todo es amenazador, un ataque de todos contra ti al que tú mismo te has unido.
Llego a casa después de cenar esa noche con ella. Los ruidos siguen sucediéndose, como si comenzaran justo cuando se oye la llave en la cerradura. Paso por delante del lavabo, pego la oreja a la puerta. Y justo entonces, silencio. Decido no molestar al vecino, puedo esperar a la mañana para ducharme. A más datos, mi amable vecino es mormón, o algo por estilo. De normal nadie te dejaría entrar en su casa ni muerto, y menos para hacer uso de la ducha sin tenerte ninguna confianza. Supongo que para eso tienes que creer en algún tipo de recompensa al morir. No quisiera sonar condescendiente, pero casi me da pena; en una sociedad lúcida habría que ayudar a la gente que tiene esas creencias, orientarles, ir inyectándoles la verdad plausible poco a poco.
Me voy aplicando la loción tal y como dijo la farmacéutica. Creo que el problema desaparecerá antes de lo que he calculado. Aguantaré un par de días más. Quizá tenga que decir la verdad si me veo muy arrinconado.
Por cierto, tengo un trabajo aburrido de chupatintas en turno de mañana. Sólo con pensar en ello resoplo, comienzo a bostezar como un perro viejo. Así que prefiero obviar eso. Lo que importa ahora es que hoy no se oyen los ruidos en el lavabo. He despertado y he estado como cinco minutos quieto, esperando a oír los primeros golpes de la mañana. Pero nada. Es curioso cómo mientras duermo no se oyen. A no ser que, como pasa a menudo, sueñe con eso.
Lo bueno de mi día a día es que pasado el mediodía me dejan en paz. Ya es jodido tener que madrugar, pero por lo menos no estoy como esa gente que no parece concebir nada más allá del trabajo hecho y el que hay por hacer.
Por la tarde vuelvo a ver a la panadera. Hasta he conocido a su madre involuntariamente; la cual es la auténtica dueña del negocio. He entrado en el local y allí estaba; una señora mayor, de esas con cara de bondad las veinticuatro horas; de las que si supieran que su hija sale con un putero hablaría con su marido para que me diera una bondadosa paliza.
La mujer parece haberme dado su aprobación. A simple vista debo parecer un tipo más bien tímido, incapaz de cometer el más mínimo error como para, por ejemplo, acabar con ladillas. Una vez he pasado el examen silencioso de la panadera madre, hemos vuelto a la cafetería del otro día. Otra vez está atestada. Debemos haber vuelto por inercia, o porque la anterior vez nos divirtió quedarnos a ratos en silencio para escuchar las conversaciones vacías de las otras mesas. A saber. El caso es que ella me ha vuelto a proponer lo de ir a su casa; que es la forma fina de decir que tengo luz verde, que ya no hace falta que siga trabajándomela, que se fía de mí. Así que tengo que hacerlo. Tengo que volver a mentir para decirle la verdad a alguien.
Pongo mi mejor cara de chico bueno, y le digo que es mejor que esperemos unos días para… Porque estoy con una pomada… Una loción. Por un picor que comencé a notar hará unos tres días. Y que son ladillas. Y que en fin, que uno nunca suele usar lavabos públicos, pero que para un día que lo hace… Ella esconde muy bien su sorpresa ante mi confesión y me dice que no pasa nada, mientras su concepto sobre mí se va devaluando un poco más en su cabeza. Pero bromea, dice que puede esperar, que debo pensar que está salida, jeje, jaja, etc. El caso es que Roxana sigue haciendo la calle, yo sigo siendo un putero, y la panadera no se ha enterado de nada.
Para suavizar la incomodidad de la tarde, ella no duda en proponerme ir a cenar. Así que volvemos al mismo restaurante oscuro para parejas de ayer.
Durante la cena, ella, contra todo pronóstico, me coge la mano entre los vasos mientras esperamos los entrantes: ensalada para mí, y algo con zanahoria y gambas para ella. Creo que intenta dejarme claro que no le importa lo de mi incidente con los lavabos públicos; al fin y al cabo eso le puede pasar a cualquiera ¿verdad? Es comprensible.
Luego, antes de separarnos, me besa, en la calle. En la boca.
Una vez llego a casa, mentalmente agotado, me alegro de haber aclarado el tema. Hemos quedado en esperar cinco días más, como para jugar sobre seguro. Quizá incluso haga una visita al médico para asegurarme de que el problema ha desaparecido. Estoy comenzando a tener algo muy parecido a una relación seria. Una vida seria, o mejor, feliz. Sólo hay una cosa que sigue sin solución. Y no es precisamente sencillo. Normalmente la gente cuando se encuentra no se saludan con cosas como: “Bien, estoy bien; bueno, ya sabes, últimamente oigo los típicos ruidos en casa, y hace un huevo que no me atrevo a entrar a mi propio lavabo. Pero bueno, ya sabes cómo son esas cosas ¿verdad? JAJA”.
Por la mañana vuelven a oírse los golpes. Parece que ahora se espacian más, pero no por ello esto es menos preocupante. Decido que dejaré pasar este día. Veré a mi panadera, me calmará, suavizará la realidad. Y al final de la jornada, más preparado, abriré la puerta del lavabo.
En el trabajo hoy todo se complica, se detiene, se eterniza, se complica un poco más, me cabreo de verdad; y una vez estoy ya en el límite de la violencia de género, me dejan ir. La verdad es que son muy habilidosos con los horarios, de alguna forma te programan para que puedas huir un poquito antes de que hagas alguna tontería, como graparle a alguien tu nombre en la frente, o matar a tu jefe a cabezazos contento de sentir tu sangre chorreando por la cara.
A eso de las tres de la tarde no puedo resistir la tentación de ir a verla. Entro con inseguridad en la panadería, y veo que su madre no está. Está sola. Me mete en la trastienda y me besa durante unos cinco minutos, hasta que una vieja a la que me dan ganas de ahogar con su puto pan integral, nos interrumpe. Me voy al cabo de diez minutos, durante los cuales charlamos, justo un poco antes de que venga su madre.
Como pollo precocinado a eso de las cuatro de la tarde. Los golpes se oyen cada veinte minutos, aproximadamente. He quedado para las seis en la cafetería ruidosa: me doy cuenta de que aún no hemos intercambiado teléfonos. Y quiero su teléfono. Me interesa cualquier cosa que me comunique con ella; hablaría con ella con dos vasos de plástico y un hilo si no quedara más remedio. Ahora ya la noto siempre en la boca.
Ya casi no siento molestias abajo. La necesidad de hacer autenticas guarradas con la panadera cada vez es más intensa.
Por la tarde damos vueltas por la ciudad y procuro contenerme para no estar todo el rato metiendo mano. Me da su teléfono, le doy el mío. Creo que de alguna forma ya me ha calado, ya ha visto que en el fondo no soy más que pajas (ya sea individuales o asistidas), otro tío que piensa alargar la adolescencia hasta que no se le levante. Pero creo que también cree que soy buena persona, lo cual no sé hasta qué punto es cierto; en rigor no sé cuántas buenas personas reales puede haber en el mundo, pero seguramente quepan en la agenda de mi móvil. De momento prefiero agachar la cabeza y disimular como todos. Así quizá nos vayamos a la mierda, pero ahora es lo más práctico. Hay demasiados placeres por ahí como para hacer cábalas lo suficientemente profundas. Lo más cerca de serme fiel a mí mismo es votar en blanco en las elecciones. Y además qué voy a hacer yo, si hasta tengo alucinaciones auditivas. Creo que no voy a volver escribir jamás una historia, siempre acaban con la sangre de alguien salpicando una americana cara…
Cenamos otra vez en la cueva de las parejas: la sala de espera del objetivo real, todo el ritual de quien ha estado vendiéndose para poder mojar. Hablamos distendidamente y procuro no usar demasiados tacos; intento compensar con estilo y elegancia el ansia cerda de cuando le meto la lengua en los besos. No sé a ella, pero a mí me van los contrastes. Igual sólo es por la fantasía erótica; la monja joven que en realidad se tira a los monaguillos, la profesora madura que le pone los cuernos a su marido… No sé, desde luego eso es mejor que la chica que luce los encantos y luego reniega de todo lo que no sea católicamente aceptable.
Vuelvo a casa intentando disimular una calentura que ya no se puede remediar a base de lengüetazos en su boca o su cuello. Creo que las putas van a tener que olvidarse de mí.
Llega el momento clave. Una vez en casa me pongo cómodo y me dispongo a entrar en el lavabo. Sólo espero poder enfrentarme a algo; y no encontrarme lo de siempre pero más sucio. Necesito enfrentarme a lo que sea que pega esos golpes. Me pongo la ropa de andar por casa y, mientras el ruido sigue su curso, me acerco a la puerta.
– ¡Quién hay ahí!
Los golpes cesan. Pongo la mano en el pomo. Abro la puerta del todo. Y hay un hombre sentado en la taza del vater. Viste con un traje aparentemente caro, con corbata. He visto a gente en el trabajo que viste así a diario. Al volverse hacia mí comienzo a temblar, se me saltan las lágrimas. El tío soy yo. Soy yo mismo. Estoy a punto de salir corriendo de allí. No se refleja en el espejo. Ni en la pared.
– Vamos. No te lo tomes así – dice. Y sonríe. Se pone de pie, me comienza a temblar todo el cuerpo. Está impecablemente peinado, hasta puedo oler su loción de afeitar; no tiene la pinta de nadie que haya pasado días encerrado en ningún sitio. Está claramente más en forma que yo. Tiene la cara más delgada.
– Ya pensaba que te había comido la lengua el gato, tío. – dice. Creo que nunca en mi vida he dicho esa frase.
– ¿Quien eres? – consigo decir, entre hipidos, llorando como un niño de diez años. No puede ser. Puedes normalizar un problema de ladillas, pero esto ya es demasiado, esto no lo va a poder encajar la panadera.
– No te preocupes por ella – me dice.
– ¿De quién hablas….?
– ¿De quién? No me jodas… Como si hubiera alguien más que te soportara…
– Quién eres…
– Joder… ¿es que nunca te has mirado al espejo?
– Me voy a ir…
– No, espera… ¿Oye, esto no está tan mal, no? No todo el mundo tiene la oportunidad de verlo.
– ¿De ver el qué?
– Coño… ¡El futuro, tío!
– No te entiendo… creo que…
– Y por cierto – me interrumpe -, eso de los bichitos… Ya sé que te sientes culpable por lo de las putas. Pero ¿no has pensado que cagas cada día en váteres ajenos? Pues no, tú tenías que echarle la culpa a Roxana la colombiana. Deberías pedir disculpas, es el oficio más antiguo del mundo, tío. JAJA.
Cierro los ojos con fuerza. Pero al abrirlos sigue allí. Mi yo gilipollas; no hay en él rastro de mi timidez, ni de cualquiera de las pocas cualidades que me enorgullecen.
– No le des tantas vueltas a todo, compañero. Deberías alegrarte. Todo va a ir de fábula. Vas a integrarte. Todos van a estar orgullosos de ti. Lo de la panadera… bueno. Olvídalo. Creo que ya que puedes, te voy a decir que cortes por lo sano. Esa tía no te interesa. Mírame.
No soy capaz de mirarle.
– ¡Mírame! – grita; me atraganto con las lágrimas -, no lo eches todo por la borda. Te van a ascender, tío. Vas a hacer lo que quieras; vas a tener lo que quieras. Te vas a dejar de tonterías de una puta vez y vas a vivir como es debido.
No quiero, no quiero ser así. No quiero acabar siendo un pincel con ínfulas. Quiero a la panadera, quiero pasar muchos años con ella, quiero…
– ¡Olvídalo! ¿Qué te he dicho sobre la panadera?
Se mezcla. Se está mezclando la idea que tengo de ser feliz con la idea de lo que creo que es patético y esclavizante. Todo se está complicando aún más si cabe. No quiero ser yo y no quiero ser él. Esta no es la idea que yo tenía sobre eso de que el futuro llame a tu puerta….
– ¿¡Aún estás así!? – me grita/o
Me vuelvo y me dispongo a cerrar la puerta.
– ¿En serio no quieres saber más?
– ¡No!
– Si cierras, no vas a volver a verme ¿¡Me has oído!?
Doy un portazo. Ipso facto vuelvo a abrir. Y él ya no está.
Cojo mi móvil y llamo a la panadera. Necesito oír la voz de la panadera. Y necesito drogas, muchas drogas. Mudarme. Necesito…
– ¿Si? – Su voz.
– Oye… Creo que vas a tener que tener un poco de paciencia conmigo…
[Los videoblogs personales (seguramente igual que los blogs) tienen mucho de patético, y a la vez son un pozo de sinceridad, un reflejo de la incapacidad de comunicación cara a cara. La mayoría suelen ser de chicas, por lo general muy jóvenes, sin problemas para tener amigos o novios, y que no parecen tener tapujos para hablar de éstos y colgar las miserias por internet. Al topar con estos videos uno se siente primero como un voyeur, y casi siempre algo de vergüenza ajena; pero por otro lado cierto grado de curiosidad, morbo, y finalmente ridículo, cuando ves que según cómo hasta puede engancharte. Un buen ejemplo de lo que es esto es la chica del video. No he investigado, pero parece americana. Padres católicos y un novio que seguramente ande desesperado por hacerle de todo… Es patético y fascinante por igual, algo seguramente muy representativo de lo que es internet.]