Archivo por meses: febrero 2009

Ambiciones

Estoy escuchando a los Air. Creo que tengo ladillas, noto un picor en la entrepierna. Espero que no sea sífilis o algo peor. Resumiéndome, me rodean mis discos y los dvds, los libros, muchos libros; podría enterrarte sólo con poesía francesa; o podría darte el nombre de por lo menos tres o cuatro prostitutas de las que no lo parecen. El piso está de varias semanas sin que nadie le pase una escoba. Sale un ruido constante de golpes del lavabo. Hace días que se oyen los ruidos, pero no me atrevo a levantar la voz, a abrir la puerta. Me he acostumbrado a mear en el bar de abajo, el que hace esquina. Me tomo una cerveza, algo, y meo; o vaya, hago mis necesidades. He convencido a un vecino de que me deje usar su ducha. No me interesa lo que haya dentro del lavabo, vivo solo en el piso, y eso es todo. Hace tiempo que la panadera del barrio busca conversación conmigo. El centro de la ciudad cada vez está más atestado de asesinos potenciales. Nadie sonríe por las mañanas en el metro. La energía sexual corre vía telefónica, el amor agoniza y la panadera no lo sabe. Saco un bolígrafo e intento escribir algo bonito, entendible, que acabe bien. Los golpes del lavabo aumentan, secos, sin gritos ni bufidos; sólo golpes. Lo que sea que hay dentro ya puede aprender a abrir la puerta, porque de mí no va a obtener clemencia. O si no que pague una parte del alquiler… Ya he pensado que este rollo del lavabo puede estar sólo en mi cabeza, pero de momento prefiero la versión física de la historia.

Han pasado las horas. He apartado los muebles y me he puesto a barrer el comedor. He formado un corazón en medio de la estancia con la mierda acumulada; por algún motivo me ha parecido el corazón más acorde al amor que he visto nunca. He llenado una bolsa de basura sólo de polvo y pelusilla y cosas así. El picor de la entrepierna de ayer ha desaparecido; parece que por suerte no tendré que ir al medico a hablarle de mi polla. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales? Ya, sí. ¿Cuándo fue la última vez que cagué en unos urinarios públicos?… Cuida de tu entrepierna, no te enroles en ese tipo de conversaciones.
Voy a por el pan. Cedo. Quedamos en una cafetería a eso de las seis de la tarde. Es apetecible, sencilla, sonriente; nada de palabrería industrial, nada de frases para salir del paso. Pinta bien.
Ya en la cafetería -una atestada de mujeres mayores y jóvenes consentidas por padres de derechas-, hablamos. Alrededor las niñas hablan de sus ligues y las abuelas mezclan sus pastillas diarias con la cafeína, y piensan que no están gritando. Nos bebemos el café demasiado caliente y decidimos ir a un sitio más tranquilo, menos… humano. Toda la tarde fluye como si nada hubiera ido mal nunca.

Por la noche, ya en la cama, pienso en ella, me relaja. No me gusta eso de sentirse patas arriba; no me gusta la gente que me pone patas arriba, sino la que me relaja, a la que puedo mirar a los ojos sin más. Durante un rato su cara no se me va de la mente. Luego me meto la polla en los calzoncillos y me dispongo a dormir. Y caigo como un bebé. Como casi nunca.
Por la mañana el picor vuelve. Está claro que tienen que ser ladillas. Creo que se hacía llamar Roxana. Setenta euros. Los efectos secundarios del sexo no se solucionan necesariamente sólo con la goma.
Por la tarde voy a una farmacia y la farmacéutica es muy guapa. Por lo que sea no me siento muy incómodo al explicarle mi problema. Ella parece incluso estar aburrida mientras me cuenta cómo y cuándo tengo que usar la loción antiladillas. Parece que no tengo el copygriht de lo de llevar una doble vida. Parece que incluso es lo usual. Ya ni siquiera te sientes a contracorriente yendo a contracorriente. Ya cuesta imaginarse en una comida familiar a tus tíos mientras sonríen con sus mandíbulas seguras de sí mismas, teniendo una vida corriente, o una sola vida en todo caso. Ahora ya cualquiera posee la suficiente información vergonzosa sobre sí mismo como para tener que estar sorteando obstáculos con sus compañías en todas las conversaciones.
He decidido no ver hoy a la chica, para no acelerarme y acelerarlo todo; me alegro de que ni tan siquiera intercambiáramos teléfonos.

Al día siguiente vuelvo a verla. Está reluciente; ésa es la palabra: Reluciente. Y me dice que si quiero ir a su casa, a su piso, su piso de alquiler, su cárcel de las ambiciones. Tengo que inventarme un montón de excusas, forzadas, de las que comienzan a desgastar tu imagen, esa buena idea que se han hecho sobre ti. Porque tengo que esperar aún unos días si no quiero contagiar mi problema a nadie. Siempre acaban pagando tus miserias las buenas personas. A las buenas personas siempre hay que mentirles más, urdir planes para que no te conozcan demasiado a fondo; siempre hay que estar ofreciendo el perfil bueno, retrasando el momento en que se den cuenta de que no eres digno de su compañía. Es agotador ser siempre culpable de deshonestidad; nunca te sientes tranquilo; todo es amenazador, un ataque de todos contra ti al que tú mismo te has unido.
Llego a casa después de cenar esa noche con ella. Los ruidos siguen sucediéndose, como si comenzaran justo cuando se oye la llave en la cerradura. Paso por delante del lavabo, pego la oreja a la puerta. Y justo entonces, silencio. Decido no molestar al vecino, puedo esperar a la mañana para ducharme. A más datos, mi amable vecino es mormón, o algo por estilo. De normal nadie te dejaría entrar en su casa ni muerto, y menos para hacer uso de la ducha sin tenerte ninguna confianza. Supongo que para eso tienes que creer en algún tipo de recompensa al morir. No quisiera sonar condescendiente, pero casi me da pena; en una sociedad lúcida habría que ayudar a la gente que tiene esas creencias, orientarles, ir inyectándoles la verdad plausible poco a poco.

Me voy aplicando la loción tal y como dijo la farmacéutica. Creo que el problema desaparecerá antes de lo que he calculado. Aguantaré un par de días más. Quizá tenga que decir la verdad si me veo muy arrinconado.
Por cierto, tengo un trabajo aburrido de chupatintas en turno de mañana. Sólo con pensar en ello resoplo, comienzo a bostezar como un perro viejo. Así que prefiero obviar eso. Lo que importa ahora es que hoy no se oyen los ruidos en el lavabo. He despertado y he estado como cinco minutos quieto, esperando a oír los primeros golpes de la mañana. Pero nada. Es curioso cómo mientras duermo no se oyen. A no ser que, como pasa a menudo, sueñe con eso.
Lo bueno de mi día a día es que pasado el mediodía me dejan en paz. Ya es jodido tener que madrugar, pero por lo menos no estoy como esa gente que no parece concebir nada más allá del trabajo hecho y el que hay por hacer.
Por la tarde vuelvo a ver a la panadera. Hasta he conocido a su madre involuntariamente; la cual es la auténtica dueña del negocio. He entrado en el local y allí estaba; una señora mayor, de esas con cara de bondad las veinticuatro horas; de las que si supieran que su hija sale con un putero hablaría con su marido para que me diera una bondadosa paliza.
La mujer parece haberme dado su aprobación. A simple vista debo parecer un tipo más bien tímido, incapaz de cometer el más mínimo error como para, por ejemplo, acabar con ladillas. Una vez he pasado el examen silencioso de la panadera madre, hemos vuelto a la cafetería del otro día. Otra vez está atestada. Debemos haber vuelto por inercia, o porque la anterior vez nos divirtió quedarnos a ratos en silencio para escuchar las conversaciones vacías de las otras mesas. A saber. El caso es que ella me ha vuelto a proponer lo de ir a su casa; que es la forma fina de decir que tengo luz verde, que ya no hace falta que siga trabajándomela, que se fía de mí. Así que tengo que hacerlo. Tengo que volver a mentir para decirle la verdad a alguien.
Pongo mi mejor cara de chico bueno, y le digo que es mejor que esperemos unos días para… Porque estoy con una pomada… Una loción. Por un picor que comencé a notar hará unos tres días. Y que son ladillas. Y que en fin, que uno nunca suele usar lavabos públicos, pero que para un día que lo hace… Ella esconde muy bien su sorpresa ante mi confesión y me dice que no pasa nada, mientras su concepto sobre mí se va devaluando un poco más en su cabeza. Pero bromea, dice que puede esperar, que debo pensar que está salida, jeje, jaja, etc. El caso es que Roxana sigue haciendo la calle, yo sigo siendo un putero, y la panadera no se ha enterado de nada.
Para suavizar la incomodidad de la tarde, ella no duda en proponerme ir a cenar. Así que volvemos al mismo restaurante oscuro para parejas de ayer.
Durante la cena, ella, contra todo pronóstico, me coge la mano entre los vasos mientras esperamos los entrantes: ensalada para mí, y algo con zanahoria y gambas para ella. Creo que intenta dejarme claro que no le importa lo de mi incidente con los lavabos públicos; al fin y al cabo eso le puede pasar a cualquiera ¿verdad? Es comprensible.
Luego, antes de separarnos, me besa, en la calle. En la boca.

Una vez llego a casa, mentalmente agotado, me alegro de haber aclarado el tema. Hemos quedado en esperar cinco días más, como para jugar sobre seguro. Quizá incluso haga una visita al médico para asegurarme de que el problema ha desaparecido. Estoy comenzando a tener algo muy parecido a una relación seria. Una vida seria, o mejor, feliz. Sólo hay una cosa que sigue sin solución. Y no es precisamente sencillo. Normalmente la gente cuando se encuentra no se saludan con cosas como: “Bien, estoy bien; bueno, ya sabes, últimamente oigo los típicos ruidos en casa, y hace un huevo que no me atrevo a entrar a mi propio lavabo. Pero bueno, ya sabes cómo son esas cosas ¿verdad? JAJA”.

Por la mañana vuelven a oírse los golpes. Parece que ahora se espacian más, pero no por ello esto es menos preocupante. Decido que dejaré pasar este día. Veré a mi panadera, me calmará, suavizará la realidad. Y al final de la jornada, más preparado, abriré la puerta del lavabo.
En el trabajo hoy todo se complica, se detiene, se eterniza, se complica un poco más, me cabreo de verdad; y una vez estoy ya en el límite de la violencia de género, me dejan ir. La verdad es que son muy habilidosos con los horarios, de alguna forma te programan para que puedas huir un poquito antes de que hagas alguna tontería, como graparle a alguien tu nombre en la frente, o matar a tu jefe a cabezazos contento de sentir tu sangre chorreando por la cara.
A eso de las tres de la tarde no puedo resistir la tentación de ir a verla. Entro con inseguridad en la panadería, y veo que su madre no está. Está sola. Me mete en la trastienda y me besa durante unos cinco minutos, hasta que una vieja a la que me dan ganas de ahogar con su puto pan integral, nos interrumpe. Me voy al cabo de diez minutos, durante los cuales charlamos, justo un poco antes de que venga su madre.
Como pollo precocinado a eso de las cuatro de la tarde. Los golpes se oyen cada veinte minutos, aproximadamente. He quedado para las seis en la cafetería ruidosa: me doy cuenta de que aún no hemos intercambiado teléfonos. Y quiero su teléfono. Me interesa cualquier cosa que me comunique con ella; hablaría con ella con dos vasos de plástico y un hilo si no quedara más remedio. Ahora ya la noto siempre en la boca.

Ya casi no siento molestias abajo. La necesidad de hacer autenticas guarradas con la panadera cada vez es más intensa.
Por la tarde damos vueltas por la ciudad y procuro contenerme para no estar todo el rato metiendo mano. Me da su teléfono, le doy el mío. Creo que de alguna forma ya me ha calado, ya ha visto que en el fondo no soy más que pajas (ya sea individuales o asistidas), otro tío que piensa alargar la adolescencia hasta que no se le levante. Pero creo que también cree que soy buena persona, lo cual no sé hasta qué punto es cierto; en rigor no sé cuántas buenas personas reales puede haber en el mundo, pero seguramente quepan en la agenda de mi móvil. De momento prefiero agachar la cabeza y disimular como todos. Así quizá nos vayamos a la mierda, pero ahora es lo más práctico. Hay demasiados placeres por ahí como para hacer cábalas lo suficientemente profundas. Lo más cerca de serme fiel a mí mismo es votar en blanco en las elecciones. Y además qué voy a hacer yo, si hasta tengo alucinaciones auditivas. Creo que no voy a volver escribir jamás una historia, siempre acaban con la sangre de alguien salpicando una americana cara…
Cenamos otra vez en la cueva de las parejas: la sala de espera del objetivo real, todo el ritual de quien ha estado vendiéndose para poder mojar. Hablamos distendidamente y procuro no usar demasiados tacos; intento compensar con estilo y elegancia el ansia cerda de cuando le meto la lengua en los besos. No sé a ella, pero a mí me van los contrastes. Igual sólo es por la fantasía erótica; la monja joven que en realidad se tira a los monaguillos, la profesora madura que le pone los cuernos a su marido… No sé, desde luego eso es mejor que la chica que luce los encantos y luego reniega de todo lo que no sea católicamente aceptable.
Vuelvo a casa intentando disimular una calentura que ya no se puede remediar a base de lengüetazos en su boca o su cuello. Creo que las putas van a tener que olvidarse de mí.

Llega el momento clave. Una vez en casa me pongo cómodo y me dispongo a entrar en el lavabo. Sólo espero poder enfrentarme a algo; y no encontrarme lo de siempre pero más sucio. Necesito enfrentarme a lo que sea que pega esos golpes. Me pongo la ropa de andar por casa y, mientras el ruido sigue su curso, me acerco a la puerta.
– ¡Quién hay ahí!
Los golpes cesan. Pongo la mano en el pomo. Abro la puerta del todo. Y hay un hombre sentado en la taza del vater. Viste con un traje aparentemente caro, con corbata. He visto a gente en el trabajo que viste así a diario. Al volverse hacia mí comienzo a temblar, se me saltan las lágrimas. El tío soy yo. Soy yo mismo. Estoy a punto de salir corriendo de allí. No se refleja en el espejo. Ni en la pared.
– Vamos. No te lo tomes así – dice. Y sonríe. Se pone de pie, me comienza a temblar todo el cuerpo. Está impecablemente peinado, hasta puedo oler su loción de afeitar; no tiene la pinta de nadie que haya pasado días encerrado en ningún sitio. Está claramente más en forma que yo. Tiene la cara más delgada.
– Ya pensaba que te había comido la lengua el gato, tío. – dice. Creo que nunca en mi vida he dicho esa frase.
– ¿Quien eres? – consigo decir, entre hipidos, llorando como un niño de diez años. No puede ser. Puedes normalizar un problema de ladillas, pero esto ya es demasiado, esto no lo va a poder encajar la panadera.
– No te preocupes por ella – me dice.
– ¿De quién hablas….?
– ¿De quién? No me jodas… Como si hubiera alguien más que te soportara…
– Quién eres…
– Joder… ¿es que nunca te has mirado al espejo?
– Me voy a ir…
– No, espera… ¿Oye, esto no está tan mal, no? No todo el mundo tiene la oportunidad de verlo.
– ¿De ver el qué?
– Coño… ¡El futuro, tío!
– No te entiendo… creo que…
– Y por cierto – me interrumpe -, eso de los bichitos… Ya sé que te sientes culpable por lo de las putas. Pero ¿no has pensado que cagas cada día en váteres ajenos? Pues no, tú tenías que echarle la culpa a Roxana la colombiana. Deberías pedir disculpas, es el oficio más antiguo del mundo, tío. JAJA.
Cierro los ojos con fuerza. Pero al abrirlos sigue allí. Mi yo gilipollas; no hay en él rastro de mi timidez, ni de cualquiera de las pocas cualidades que me enorgullecen.
– No le des tantas vueltas a todo, compañero. Deberías alegrarte. Todo va a ir de fábula. Vas a integrarte. Todos van a estar orgullosos de ti. Lo de la panadera… bueno. Olvídalo. Creo que ya que puedes, te voy a decir que cortes por lo sano. Esa tía no te interesa. Mírame.
No soy capaz de mirarle.
– ¡Mírame! – grita; me atraganto con las lágrimas -, no lo eches todo por la borda. Te van a ascender, tío. Vas a hacer lo que quieras; vas a tener lo que quieras. Te vas a dejar de tonterías de una puta vez y vas a vivir como es debido.
No quiero, no quiero ser así. No quiero acabar siendo un pincel con ínfulas. Quiero a la panadera, quiero pasar muchos años con ella, quiero…
– ¡Olvídalo! ¿Qué te he dicho sobre la panadera?
Se mezcla. Se está mezclando la idea que tengo de ser feliz con la idea de lo que creo que es patético y esclavizante. Todo se está complicando aún más si cabe. No quiero ser yo y no quiero ser él. Esta no es la idea que yo tenía sobre eso de que el futuro llame a tu puerta….
– ¿¡Aún estás así!? – me grita/o
Me vuelvo y me dispongo a cerrar la puerta.
– ¿En serio no quieres saber más?
– ¡No!
– Si cierras, no vas a volver a verme ¿¡Me has oído!?
Doy un portazo. Ipso facto vuelvo a abrir. Y él ya no está.
Cojo mi móvil y llamo a la panadera. Necesito oír la voz de la panadera. Y necesito drogas, muchas drogas. Mudarme. Necesito…
– ¿Si? – Su voz.
– Oye… Creo que vas a tener que tener un poco de paciencia conmigo…

[Los videoblogs personales (seguramente igual que los blogs) tienen mucho de patético, y a la vez son un pozo de sinceridad, un reflejo de la incapacidad de comunicación cara a cara. La mayoría suelen ser de chicas, por lo general muy jóvenes, sin problemas para tener amigos o novios, y que no parecen tener tapujos para hablar de éstos y colgar las miserias por internet. Al topar con estos videos uno se siente primero como un voyeur, y casi siempre algo de vergüenza ajena; pero por otro lado cierto grado de curiosidad, morbo, y finalmente ridículo, cuando ves que según cómo hasta puede engancharte. Un buen ejemplo de lo que es esto es la chica del video. No he investigado, pero parece americana. Padres católicos y un novio que seguramente ande desesperado por hacerle de todo… Es patético y fascinante por igual, algo seguramente muy representativo de lo que es internet.]

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Suicidia

Una vez me quedé grogui una mañana en la playa y luego no pude dormir en dos semanas. Detalles. Ni si quiera importa cómo me llamo: eso en esta vida sólo es el número identificativo. Mis padres llevan tantos años juntos que ya casi se puede considerar incesto. Ya cuando tenía quince años y me despertaban con el ruido durante la noche, no podía soportarlo. Y de más pequeña era como oír meterse mano a Heidi y Pedro. No podían jugar conmigo durante el día como si nada y luego por la noche no tener la mínima consideración de follar callados. Quemada, avergonzada. Una recuerda con nitidez sobre todo los momentos malos. Con trece años le di calabazas a un chico delante de mis amigas para hacerme la dura. Culpabilidad. Detalles. Stop. Podría resumir los treinta años de mi vida en un telegrama. Y no dejaría tantas cosas fuera. No creo que haya tantos matices, no en la vida de todo el mundo. Por ejemplo, mi abuelo: Trabajo. Stop. Boda. Stop. Trabajo. Stop. Me lo dijo poco antes de irse, creo para que yo no hiciera lo mismo. No quería a mi abuela, no era feliz, y se murió. Dijo que sólo recordaba una tarde en la que se quedó parado mientras araba el campo, viendo atardecer, en la que sintió algo parecido a un buen momento. No te digas constantemente que eres feliz si no lo eres, me dijo. Y desde entonces he seguido esa regla a rajatabla.

No pude dormir en dos semanas, ni tampoco hacer vida normal. Cualquier nimiedad como vestirme o caminar, era de un sufrimiento agotador. Un dolor físico lo suficientemente intenso te pone de mal humor, te quita las ganas de vivir, te mata. Me río yo de los que dicen sufrir por amor, o de los que tienen celos, o culpa, o un pasado farragoso; me río: todo eso no puede competir con un dolor crónico, una buena hernia, una parálisis, o quemaduras de tercer grado. Por suerte lo mío no fue tan allá, pero decidí que los sentimientos a veces están muy sobreestimados, y que cuando la gente da gracias simplemente por tener salud, eso es algo más que un dicho por inercia. Cuando me enamoré con veinte años mis padres siempre querían hablar conmigo sobre si estaba segura, sobre si no sería mejor dejarlo pasar, que a lo mejor no era para tanto y que una no siempre sabe si es amor. Luego yo les decía que se perdieran (sin hablar, al más puro estilo adolescente), y que el hecho de que él estuviera en silla de ruedas sólo me concernía a mí. Duramos sólo tres meses porque, bueno, porque realmente hay muy pocos sitios con las instalaciones adecuadas. Pero yo no fui la que se rindió; él me dijo que mejor continuara con mi vida, que aún éramos muy jóvenes; y entonces yo respiré hondo, fui y aproveché para liarme con un idiota, un capullo, pero de los que por lo menos no pueden aparcar en zonas para minusválidos; en fin, uno de esos que parecen fabricados por el ayudante torpe de Dios, con sus abdominales y su vocabulario de veinte palabras, al que sólo recurren para convencerte de lo bien que se siente sin condón. La vida tipo de la joven necesitada, la autobiografía de mis hormonas; valía la pena aguantar la vergüenza de verle hablar delante de mis amigos con tal de que luego me la metiera bien hasta el fondo, a lo bruto, a cuatro patas, agarrándome del pelo: su única virtud. Para mis padres era todo un avance, había pasado de buscar rampas por todos lados a disfrutar como es debido de los veintitrés centímetros de un hombre sano y preparado, que podía morir en cualquier momento ahogado en su gilipollez.

Siempre los detalles, son necesarios. Sé lo de los veintitrés centímetros porque de verdad un día cogió una regla conmigo delante y se la midió. Disfrazó el tema de broma divertida, pero lo que en realidad quería decir era: “Esto es mejor que lo de hacerte reír, ¿a que sí?” Al cabo de dos años, le dejé, cuando mis hormonas se dieron por satisfechas, o vete a saber. Dos años, que en una escala de razonamiento moral vendrían a ser unos veinte. Creo que dejé algunas neuronas por el camino, y durante varias semanas seguí notando el culo dolorido.
Me han motivado muchas cosas en la vida, pero ninguna productiva; cualquier tarea que tenga que ver con avanzar o ganar algún dinero a corto plazo y para ir tirando, para mí resulta ser insoportable, trabajos y responsabilidades que no me hacen sentir más llena ni más adulta, sino tan sólo más amargada y llena de rabia; un hastío que luego proyecto en los demás. Creo que represento bastante bien a mucha gente; sobre todo a los que más afirman no sentirse nunca así… Lo peor de que todo pueda ir mal, es que nadie quiera aceptarlo; es como si el ser extraterrenal que sea que nos representa y condiciona, tuviera graves problemas de erección y llevara milenios sin atreverse a ir al médico.
Una vez, mi novio sobre ruedas (su apelativo cariñoso), me dijo que el odio es el sentimiento más puro y duradero. No tiene rival, decía, porque a menudo lo alimenta la ignorancia, y ésta casi siempre es alimentada por la política. Además la mayoría de veces la gente sólo deja de odiarse cuando están seguros de que en el trato el rival ha salido perdiendo; lo cual no es más que otra demostración de odio. Suena exagerado porque no parece tan palpable en la calle, o entre la gente o en las tiendas y supermercados, etc… pero eso sólo es porque donde se fraguan los planes de desgaste que inmiscuyen a toda la gente sencilla, es en los despachos, en las reuniones de la junta directiva, en los encuentros de los mandatarios, en las iglesias. Es en la trastienda donde siguen subiendo los precios y te congelan el sueldo; donde se atusan el bigote rumiando sobre la forma de volver a exprimirte a la vuelta de los días señalados a base de chantaje emocional.

Es una pelota de baloncesto que se te va haciendo más grande cada vez. En el estómago. Un cúmulo de incomprensiones que va creciendo cada año que pasa. Es estar embarazada de escepticismo, en relación a la idea de que lo que te rodea algún día pueda estar cerca de sostenerse en algo más que miseria ajena.
Bienvenido/a a Suicidia.
A lo mejor ya has oído hablar de nosotros. Nunca tuvimos en realidad ánimo autodestructivo; sólo nos gustó el nombre porque invitaba a la confusión, aludía a un tema tabú, y porque llegados a este punto de la historia, preferimos confundir que engañar, ya que por lo menos sembrar la duda invita a pensar. Como creadora de este grupo de revuelta, con este texto tan autobiográfico sólo pretendo captar a aquellos que se sientan identificados y estén dispuestos a dar una patada a su vida, para luchar por comenzar a desasentar lo asentado.
Así dicho quizá sólo suena a cuatro descerebrados que cortan la autopista de vez en cuando, o deshinchan las ruedas de los coches más caros; debe parecer la gamberrada de unos inadaptados que se niegan a trabajar o que simplemente buscan pelea. Pero nada más lejos. En realidad somos mucho más sutiles; lo que intentamos ser es el veneno mezclado en la sopa. Queremos ser la muerte disfrazada de chica Playboy; y quizá no una solución, pero sí una oportunidad de redención en un mundo que consideramos enfermo.
Si llegado a este punto, sigues leyendo, aunque sólo sea por curiosidad, es porque al igual que nosotros quizá tú tampoco eres un conformista. Quiero que me conozcas, que nos conozcas. Que sepas que soy humana igual que tú, que he tenido decepciones, que soy lo suficientemente del montón como para avergonzarme de mis padres, desechar lo que vale la pena, u olvidarme de ponerme crema protectora en la playa. Queremos que sepas que no somos desquiciados, que somos ya más de dos mil personas que simplemente están hartas de tragar, de las clases sociales y de los imperativos aceptados que nunca parecen molestar a la mayoría. Puedes llamarlo Secta si quieres, pero entonces no podrás negar que al fin y al cabo esa vida normal tuya no está asentada más que en otra gran secta, en la que nos han hecho creer -entre muchas otras cosas- que los derechos humanos sólo los merece quien nace en el lugar adecuado. Y eso sólo sería para empezar. No hace falta que intente convencerte; lo que necesitas es despertar.
Hay tíos como mi exnovio el pollilargo, mujeres machistas, homófobos… Hay una larga lista de víctimas de su propia incultura, que nutren el mundo civilizado llevando en volandas a unos pocos que mantienen la miseria a raya para con sus ambiciones; mientras una gran mayoría trabajan por su sustento y otros simplemente mueren, y los cuatro jinetes del Apocalipsis financiero se nutren y fardan en nuestra cara sin que nadie haga nunca nada de verdad. Hay una revolución por allí, una pequeña vaga por allá, una guerra religiosa en el telediario…; todas las protestas y reclamos entrechocan, son distintos y hasta absurdos; quien sabe de qué va esto nos enfrenta entre nosotros constantemente, y al final siempre salimos perdiendo los mismos.
Tenemos infiltrados en grandes empresas, gente preparada que sabe lo que tiene que hacer para que todo comience a ir lo suficientemente mal para que la gente comience a sentirse interesada por un cambio, uno de verdad, al margen de los pequeños logros del día a día; para que las metas personales se conviertan en la persecución sin descanso de los logros comunes. Nuestra gran desventaja es lo podrido que ya está todo de por sí, y que hacer que aún empeore más hasta el punto de que todos se revelen no es cosa de niños. Dicho de una forma sencilla, la idea es poner a la gente a salvo, y luego cambiar el paisaje. Queremos arrancarte de tu piso de alquiler, quemarlo y darte la oportunidad de darle un sentido a tu vida; algo que vaya más allá de la supervivencia. Si eres libre en el sentido contemporáneo de la palabra; es decir, si no tienes hijos ni ataduras que te imposibiliten viajar o hacer una vida a salvo de los horarios y el futuro, nos interesas.
Tanto si has sacado esta carta de tu buzón, como si la has encontrado en el hueco del tronco de un árbol, vuelve a fijarte en la dirección del sobre. Ahí es donde el día diez de cada mes, durante las veinticuatro horas, encontrarás a alguien que te podrá hablar sobre nuestras actividades, nuestro modo de sustento y la forma en que según tus habilidades podrás sernos útil. Ahora que tienes este papel en la mano, te pido que lo consideres como un desvío, una oportunidad, algo con lo que ya no cuentan los que hayan tirado la carta a medio leer o crean realmente que ya todo está bien tal y como está. En Suicidia estarás a salvo de ideologías y ordenes directas; se te aconsejará pero no se te dirá qué es lo que tienes que hacer; podrás combinar tu vida normal con tu labor aquí si no estás seguro de abandonarlo todo de golpe. Podrás irte y venir y nadie intentará cambiarte, ya que nuestra idea es que seas tú el que atisbe un nuevo horizonte. Es tu decisión; otra decisión más; con la diferencia de que de ésta no depende sólo tu futuro. Podrás unirte con trabajadores sencillos y empresarios, gente joven y mayor de todos lados que ya viven para nosotros contentos de haber conseguido salir del rebaño. Si haces este cambio lo pasarás mal, te preocuparás, te arrepentirás a ratos, serás feliz, entristecerás; pero a diferencia de tu vida actual, sabrás que con nosotros todo lo que harás será para un bien común.
Pon a prueba tu cinismo, tu escepticismo, a tu entorno. Demuéstrate que no sólo eres bueno de boquilla. Reconócete a ti mismo que podríamos mejorar, reducir el egoísmo; y que para que un cambio notorio sea posible la primera regla es llenar de explosivos los cimientos de la vida.

[Ya circula por la red un trailer de lo nuevo de Tarantino. «Inglorious Basterds» tiene pinta de ser una película bélica distina a las que hemos visto en los últimos años, cargadas de drama y realismo. Todo parece apuntar a que Tarantino va a cargar las tintas del humor negro y la violencia, algo típico en él, sólo que en el contexto de la segunda guerra mundial. Sólo en poco más de minuto y medio, queda claro que no veremos una película bélica a uso, y que los detractores de Tarantino se pondrán las botas, así como los defensores podremos volver a defender una de sus películas con energía, cosa que no pudimos hacer tan a gusto con «Death Proof», al estar ésta concebida para un programa doble que el dinero nos quitó… En el reparto, entre otros, Brad Pitt y Diane Kruger, ésta última en la foto de abajo (muy desaprovechada por cierto como Helena de Troya en aquel semifiasco épico que fue «Troya»).]

dianekrugerrc6

Toma de decisiones

Ahora vivo en una casita de madera aislada y mis sonrisas son sinceras por primera vez en toda mi vida. Porque un camionero se durmió un día al volante y mi marido murió de camino al trabajo dejándome tanto dinero como para no tener que volver a hacer jamás una suma. Al mes de estar sola aquí contraté a un jardinero que antes venía sólo una vez a la semana, y que ahora viene todos los días porque a él mi cuerpo desnudo no le disgusta tanto como a mí. Y me folla y luego arregla el jardín y me vuelve a follar, porque el amor tiene edad, pero el sexo para muchos no, y porque morir es importante ahora que vivir merece la pena. Cualquier oportunidad es de oro cuando sabes que aprovecharla no significará tener que ahorrar, suplicar por un día libre, o llegar tarde al futuro.
Ahora que podría coleccionar coches o fabricar y ponerle mi nombre a mi propio parque temático, por fin he aceptado que el dinero en este mundo significa libertad, y que tener dignidad sólo es la salida de quien sigue cuadrando cuentas a fin de mes. Ahora, y desde siempre, el mundo está patas arriba, y no iba a ser yo quien lo desaprovechara. La felicidad consiste en aceptarte a ti mismo como una piedra, enorme y solitaria, que no tiene más preocupaciones que las de un posible Apocalipsis. Cuando lo único que podría joderte de verdad sería una invasión marciana o un cataclismo inexplicable, poco a poco vas olvidándote de todo eso de ser comprensiva o buena con los demás niños de la clase.
Enamoré a un señor que creía en el amor y ahora la muerte y yo somos íntimas. Cuando bajo al pueblo a comprar a veces le propongo sexo a alguien; o me pongo a correr sin motivo o me levanto la falda delante del ayuntamiento. A veces compro todos los montones de periódicos del día sólo para ver qué cara pone el tío del quiosco; a veces me tiro al tío del quiosco, y de vez en cuando dejo un fajo de billetes en medio de la calle y desde una esquina grabo con una cámara la reacción de la gente: se pelean, lo llevan a la policía, lo esconden en sus bolsos, miran los billetes a contraluz, buscan cámaras de televisión a su alrededor, cogen el fajo y corren… Sufren, en definitiva. La infelicidad está de moda, siempre es tendencia; sólo que a diferencia de las demás modas la gente no presume de estar al día.
Algunas mañanas doy paseos a caballo. No duermo nunca menos de diez horas. Dos veces a la semana me machaco en mi gimnasio para no oxidarme, y de vez en cuando me llega por mensajero algún nuevo aparato, consolador, manubrio, o conjunto de lencería para que el jardinero no pierda sus erecciones. Casi cada día, de hecho, llega algún paquete a casa, un montón de cosas caras que encargo por catálogo porque antes no podía. Quiero comprarme un yet privado y no usarlo nunca. Tener reservada permanentemente una habitación en cada hotel de cinco estrellas de este planeta. Quiero dar la vuelta al mundo con un avión comercial para mí sola. Quiero tirarme a un cura. Quiero. Porque. Puedo.
Quiero llegar a los ochenta y escribir una autobiografía en la que poder reírme de todo el mundo por gastar su dinero en esos reportajes que las revistas hacen en mi casa de multimillonaria. Quiero mofarme en la cara de todas esas madres que se casaron con un buen tío y que ya sólo encuentran consuelo en hablar de gente como yo en la peluquería. Quiero mentir sobre lo feliz que me hace tirar el dinero en ONG’s de todo tipo gestionadas por grandes empresas que se la cascan con el altruismo de la gente para tapar sus propios agujeros económicos. Me gusta mi mundo, el mundo, el sistema; el sistema me ha hecho libre; la injusticia es mi novia lesbiana, el amor de mi vida. El hambre en el mundo es una bendición; el aire que me da en la cara de buena mañana me inspira para escribir mala poesía que alguien me publicará sí o sí cuando sepa que soy el nuevo ídolo de la ama de casa corriente. Un orgasmo dura lo que tu banquero tarda en poner tus cuentas al día; todos esos ceros… No se preocupe, señor banquero; soy yo otra vez, señor banquero; ¿me podría follar encima de la mesa de su despacho?; ¿no es maravillosa la vida?; usted lo sabe tan bien como yo, señor banquero, esto sólo es un cúmulo de atrocidades por las que algún ser divino nos recompensa con placer. Sólo se trata de dar el golpe de tu vida, de robarle las preguntas del examen a Dios cuando se despiste.
Ahora me da gusto todo, disfruto de verdad de los pequeños y los grandes detalles sin tener que dejar constancia de ello a todo el mundo; no tengo que presumir de ser feliz porque soy feliz de verdad; no tengo que esconderme porque no me hace falta; no necesito ser vanidosa. El alma me sobra porque ahora el cielo está en la Tierra, y el paraíso no puede ser mejor que poder comparar mi vida con la del teatro cabronazo y sacrificado de la de los demás. No voy tirando, no necesito justificarme, no hay domingos por la tarde, no necesito desistir, ahora no quisiera morir mañana, ¿no ves que a la más mínima mojo las bragas? Entrada en edad mi entrepierna sigue funcionando, tengo salud y sé controlar los vicios; siempre cuadran las cuentas, siempre encaja todo, siempre es viernes. Todos los días son iguales o todos los días son diferentes, sólo tengo que elegir. Me he deshecho de la moral de necesitar sentirme útil; ahora sé que eso es el alimento con el que la gente como yo premia a los que siempre están hablándote de la importancia de los pequeños placeres de la vida: autojustificación mileurista; ya que están liberadamente esclavizados, haz que sepan encontrar algo bueno incluso en ese estilo de vida. Todo sopla a mi favor, la ley de la oferta y la demanda, el narcisismo atroz, la piel tersa y joven del capitalismo; la religión tirando de todos hacia atrás, las generaciones que beben de generaciones que se regocijan en tradiciones que ayudan a las religiones a tirar de todo el mundo hacia atrás. El mar, los pájaros, los bosques, la belleza, las vacaciones de verano, la Navidad; ah, la navidad, bendita navidad; toda esa gente reuniéndose y besándose y lamiéndose las heridas para decirse lo bien que les va porque están hasta arriba de trabajo. Es la perfección, porque la perfección existe; hay una vida feliz posible, y yo la estoy viviendo, al margen de la fe, de las relaciones serias, las responsabilidades inevitables y las autoimpuestas. Ser libre aquí es esto, es poder hacer descarrilar un tren volcando en la vía una tercera parte de tu capital.
¿Estoy simplificando?… mira el reloj, creo que llegas tarde al trabajo… Ya no recuerdo ni el tacto de los billetes, todo son talones y tarjetas de crédito de preciosos horizontes infinitos. Todo es susceptible de ser mío. Llego a un centro comercial y lo mismo me da comprar dos barras de pan que toda la sección de electro.
Un día me levanto a alguna hora antes del mediodía y salgo al balcón del segundo piso de mi casita con gimnasio, piscina, sala de cine y establo. Y abajo, junto a la puerta de entrada, veo a un tío simple, un tío más de los que tiene que estar mirando el reloj a todas horas. Y lleva un paquete en la mano. Seguramente algo obscenamente caro que no recuerdo haber comprado. El materialismo puede ser de lo más espiritual cuando el tiempo libre se convierte en tu modo de vida. Bajo a abrir la puerta, le doy los buenos días a otro amante de esas pequeñas cosas que hay que valorar cuando las grandes no están a tu alcance. Me da el paquete, y me dice que firme la entrega. Pero también comienza hacerme preguntas. ¿Tengo mucho personal trabajando en esta casa? Le miro. Y él insiste: Es una casa muy grande, para limpiarla, para mantenerla… No le digo nada, y sigo esperando a que se vaya a la mierda de donde ha venido. Lo cierto es que hay más personal además del jardinero, pero este tío no tiene por qué hacerme estas putas preguntas. Cuando le voy a cerrar la puerta en las narices coloca un pie delante para impedírmelo. ¿Soy la rica esa, no?
– ¿Eres gilipollas?
Me dice que si no tengo familia, que qué pasa con ellos.
– Vete a la mierda, tío.
Le saqué la pasta a aquel cretino que ya tenía un pie en la tumba cuando me casé con él, dice.
– ¿Quieres que llame a la policía?
Soy una furcia, sé dónde están todos, mi familia, todo el que pudiera juzgarme. Eso dice.
– ¿Te vas a ir o no?
Añade que si me siento orgullosa de vivir como vivo. La gente que no se atreve a echarle huevos a este juego siempre viene a decirte lo muy íntegros que son por tener que madrugar cada día. Que eres inferior, indigna, una mafiosa. Abro la puerta otra vez del todo y le digo que si quiere sexo. Lo que sea con tal de cerrarle la boca.
– La orquesta ya viene hacia aquí – me dice.
¿Qué orquesta?
El tipo es muy raro, ya que cualquiera asiente y se calla a cambio de sexo o dinero; o por el suficiente sexo o dinero. Ya que tampoco hace caso a las sumas demenciales que le ofrezco por largarse de mi casa. casa. propiedad. jardín. Sencillamente no tiene derecho a estar aquí si yo no quiero, lo pone bien claro en mi imponente fachada. fachada. Que él quiera luchar por su dignidad o por la justa distribución de la riqueza o por su ridículo propósito anárquico, no tiene nada que ver conmigo: yo no hice las reglas, sólo las he seguido a rajatabla; sólo les he sacado partido. El tipo se limita a quedarse de pie, a unos metros, dentro de mi jardín. Y sonríe, sin dejar de mirarme. Dudo sobre si cerrar la puerta y vigilar mirando por una ventana. Pero no me muevo, espero.

Llega un autobús lleno de músicos. Salen todos y comienza a darme mala espina todo este asunto. Comienzan a tocar una melodía alegre y el tipo se acerca a mí y me dice:
– ¿Qué te parecen? ¿Buenos, no? Me ha costado la tira convencerles para que vengan.
El tipo saca el móvil de su bolsillo y dice que va a llamar a la policía, que prepare una maleta pequeña, que quizá tenga que pasar un tiempo fuera.
– Yo no he hecho nada – digo.
Ahora vivo en una casita de madera aislada y mis sonrisas eran sinceras por primera vez en toda mi vida. Porque un camionero se durmió un día al volante y mi marido murió de camino al trabajo dejándome tanto dinero como para no tener que volver a hacer jamás nada. Un camionero, porque eso es lo que todo el mundo iba a pensar. Para mí era perfecto, la vida perfecta. Provocaba el accidente, huía a pie y todo el mundo imaginaría a un tipo gordo y grasiento. Y no a mí. Las mujeres de los grandes hombres sólo tienen que saber llorar en el funeral. El tipo me dice que es investigador privado, y que no le extraña que no quiera saber nada de mi familia. Mis hijos, dice. Mis hijos nunca me quisieron. Los hijos de mi marido y su anterior matrimonio, claro. Yo no pensaba parir a nadie jamás.
Llega un coche de policía y la orquesta deja de tocar. El tipo me pone unas esposas. La injusticia me ha abandonado, me ha puesto los cuernos con la clase media. Justo cuando me mete en el coche patrulla la orquesta vuelve a arrancarse. El detective sonríe de camino a su coche. Mi mente no reacciona, capto los detalles y soy consciente de lo que pasa, pero eso es todo. Cuando miro hacia los asientos de delante veo que al volante hay un tío con el pelo largo y barba, con una túnica blanca. En el asiento del copiloto hay una mujer con otra prenda similar; le cubre la cabeza y no logro verle la cara. Cuando nota mi mirada en su nuca, se vuelve. Su cara no es de piel y carne corriente; tiene la cara como de yeso, pintada, los ojos azules, de muñeca, como la Virgen de una iglesia. Porque es ella. Porque él es Jesús, el cual, sin ni tan siquiera volverse, dice con voz neutra:
– No lo hagas. – Y veo cómo me enseña la mano, y chasquea sus dedos.
Despierto con un dolor de cabeza inmenso, dentro de la cabina del camión. He tardado demasiado en decidirme, igual que de pequeña con un problema en clase de matemáticas. Hoy he madrugado y me ha costado horas hacerme con este cacharro. Y ahora simplemente el plan me parece una gilipollez, insensato y poco sutil, aunque por la carretera de marras sea casi imposible toparse con más coches. Me bajo del vehículo, estacionado a unas tres manzanas de casa. Decido que será mejor esperar a que él muera.

[Últimamente sólo escucho a «Arcade fire», grupazo con dos discos publicados impresionantes, y directos aún mejores si cabe. El video habla por si solo.]

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Falta de ideas

Sobre formas espectaculares de perder, de cagarla, claudicar, hundirse y morir en el intento, casi todo el mundo tiene muchas cosas que decir. Basta con haber ido tirando, con continuar hacia delante. A más tiempo recorrido más suele empeorar tu concepto de ti mismo si te paras a pensarlo. Viví sola con mi madre desde niña porque mi padre se dedicaba a la caza y, por decirlo finamente, un día decidió dejar en paz a los animales para, con su escopeta en la mano, pensar un rato con el suficiente detenimiento sobre sí mismo.
Lo peor del suicidio es que casi nunca suele haber una explicación que lo justifique. Tiramos sus cenizas por el bosque y luego hicimos cuentas restando un sueldo para el futuro. O las hizo mi madre más bien, porque yo aún hacía cosas como mirarme la entrepierna con curiosidad o mojar la cama. Los domingos mis abuelos hablaban del infierno durante la comida y mi madre echaba a llorar y yo también por pura inercia. Mi padre no sólo había muerto, además ardería para toda la eternidad. Mis abuelos llevaron a tales cotas su fe, que sólo hablaban mierda sobre cualquier cosa que les rodeara que pudieran ver o tocar.

Un chico, en mi época del colegio, quizá para ayudarme o porque quería verme desnuda, me miraba directo a los ojos y decía cosas como que el suicidio suele ser producto de la falta de ideas. Piensa en esa gente que olvida cómo debe tragar y es alimentada con paciencia o vía intravenosa. Al final lo que cuenta es la incapacidad, lo que nos definen son las limitaciones, lo que somos es todo lo que los libros de autoayuda nos reprochan con delicada palabrería de best-seller; como si sacar fuerzas de flaqueza dependiera de cosas como hacer yoga o amueblar tu casa acorde a la filosofía feng shui. Deja correr la energía por el cauce correcto, déjate aconsejar por la sección basura de la librería más grande de tu ciudad. Basta con creérselo, que es algo así como decir que basta con tener fe. Durante mi adolescencia tenía amigas que leían no sé qué Biblia satánica, algo insólito en aquella época; se pasaban con el rimel y odiaban con toda su alma el futuro que ya mismo tendrían que comenzar a vivir. Me caían bien; por lo menos se limitaban a aprenderse citas de memoria y no iban todo el día por ahí intentado meterle su rollo en la cabeza a todo el mundo. Cosa que sí hacían los curas de mi colegio. Ejemplo: Recuerdo a Paco, que era homosexual, y que acabó babeando en un psiquiátrico antes de llegar a los veinte porque sus padres querían curarle. Durante cierta época se pensaba que a base de electroshocks podían convertir a cualquiera en hetero; un hetero más, digno de Dios. Cuando aún estaba en condición de decir algunas palabras, dijo que quería morir, arrasado por la culpabilidad. Hablo, claro, de cuando aún en algunos colegios te obligaban a escribir con la derecha si eras zurdo, también para curarte. Todo el mundo estaba enfermo, los gays, las lesbianas, los zurdos, y de hecho en cierto modo hasta las mujeres (por no ser hombres), pero supongo que como éramos necesarias para perpetuar la especie, nos dejaron hacer las labores de la casa y soportar a los críos, condicionadas, eso sí: heteros, diestras y católicas.

Mis amigas, góticas prematuras involuntarias de la historia, con sus uniformes y siendo las únicas que se atrevían a maquillarse, eran azotadas habitualmente: una regla de madera. Hasta que un día monseñor descubrió que a una de ellas le gustaba. Si ponerse rimel ya era algo así como mearse en la cara de la Virgen Maria, el sadomasoquismo era algo tan perverso que los curas ni tan siquiera lo tenían etiquetado. Tipos entre los que por cierto hubo algún pedófilo reconocido; pero por lo que sea, se les escapaba el tema del dolor placentero.

Tengo la suficiente edad como para no querer mirarme al espejo si no es estrictamente necesario. Soy una vía de tren en desuso, un adolescente responsable, un lunes feliz; soy rara hasta la extenuación. Ya entrada en años comencé a devorar a Burroughs, comencé a leer lo que aún hoy se consideran provocaciones literarias, escritores a los que no te imaginarías levantándose siempre a las ocho de la mañana y dándole los buenos días a todo el mundo. Kerouak, Céline, Bukowski… Ácido para las niñas bien. Cosa que yo nunca fui, porque donde los demás veían misoginia y pornografía, yo veía alta comedia, material de primera para leer con una mano metida en las bragas.
La alergia a la lectura de la mayoría de la gente me convierte a mi ya arrugada edad en una extraterrestre; soy a la vista una señora de las que suelen devorar telebasura, controlarse la tensión, y como mayor trasgresión añadir algún ingrediente nuevo a la sopa. Pero no. Malgasto el dinero de mi jubilación, bebo más de la cuenta y jamás me he arrepentido de no tener hijos. Yo sé lo que es ser hija de alguien, no se pierden nada.
La vida vista desde la atalaya de la tercera edad, junto al vodka solo, los libros y unas aficiones más propias de alguien que aún tuviera toda la vida por delante, es deprimente. Pero auténtica.
Estoy sola, soy la muerte de mi apellido, mi estirpe se acaba aquí, dentro de poco, espero que durante una noche: no quiero morir sufriendo. Ya sé que no soy original, pero pasa que a ciertas edades lo más parecido a un sueño erótico tiene que ver sobre todo con la idea de morir sin enterarse. Eso sí es una victoria.

Estuve casada durante décadas. Durante los últimos dos años de su vida, no se acordaba de nadie; igual vivía conmigo que podía haber vivido con Marlene Dietrich. Al final era como estar sola, tenía cuadros de naturalezas muertas, tenía plantas, una pecera enorme, y tenía a mi marido. Pasó de ser el hombre de mi vida a formar parte del mobiliario. Y nadie se compraría una preciosa mesita de caoba si ésta se cagara encima dos veces al día. Así de negra puede ser la vida.
Aun así, como ya he dicho, nunca me arrepentí de no tener hijos; sólo de pensar en un treintañero visitándome con su pareja los domingos quizá sólo por obligación para seguir sosteniendo la fantasía de que aún somos una familia unida (y por tanto necesitamos vernos), me vienen arcadas. Aceptémoslo, la gente se disgrega. Cuando la gente se independiza lo hace sobre todo para desconectar, para separarse. Entiendo perfectamente que los jóvenes a veces odien a sus suegros, o no puedan ni ver a sus padres; y lo que alimenta ese odio, ese probable hastío y esa desgana, es el hecho de que todos se sienten obligados a seguir unidos; porque no es que no puedas elegir a tus padres, es que tampoco puedes elegir a tus hijos. Si las parejas de libre elección a duras penas se aguantan en las relaciones sentimentales y se aburren los unos de los otros con tanta frecuencia, ¿qué nos dice que en el núcleo familiar tiene que haber amistad y unión siempre? Puede haberla, sí. Pero también puede que no; y la cuestión supongo que es: ¿Por qué lo segundo ha de ser malo?
Creo que en lo que al amor se refiere, nos dieron la mano y nos cogimos el brazo. No puede haber amor por todas partes, y no lo hay.

Durante la mayor parte de mi vida me he dedicado a Estar. En la cocina, de paseo, durmiendo, en la cocina, de paseo, durmiendo… Y así hasta que mi hombre enfermó, que fue cuando pasé a estar siempre en casa, con mis plantas, a las que se había unido mi marido, una televisión y un buzón atestado de publicidad. Conocí a mi marido cuando de joven era lo suficientemente lerda como para aguantar cierto grado de machismo siempre que de vez en cuando me regalaran flores y me provocaran algún tímido orgasmo. Cuando lo hacíamos antes de casarnos nos sentíamos como terroristas, encapuchados entrando en el jardín del Edén con latas de gasolina y cerillas. Nos corríamos y luego dudábamos sobre si ir haciendo las maletas para irnos de cabeza al infierno. Así de perjudiciales pueden ser tus padres. Cada vez que oigo a alguien joven decir que cree en Dios me entran ganas de llorar, y muchas veces lo hago. Pasada la cincuentena me dediqué a escribir un diario, y cuando vi que no había manera de hacerlo sin acabar profundamente deprimida, opté por la ficción. Gané un par de certámenes a nivel nacional en la categoría de Relato Erótico y gasté todo el dinero de los premios en bebida y sexo de pago. Lo bueno de los gigolós es que no esperan nada de ti; les dejas hacer su papel y a cambio te dan lo que ninguno de los hombres con los que has estado a sido capaz de darte. Un par de veces llegué a montármelo con alguno en el mismo sillón en el que mi marido babeaba. La menopausia casa muy bien con los orgasmos múltiples. Lo único que siempre he esperado de la tercera edad es que jamás nadie se atreva a llamarme “la abuela rockera”; soy mayor, pero no soy el guiñol de nadie. De todos modos, por muy de moda que esté la condescendencia, supongo que nadie iba a ver bien eso de los cuernos durante el alzheimer.
Sólo me he limitado a intentar compensar la falta de ideas del pasado; contrarrestar la ignorancia con la que, entre mis padres y la religión, me esclavizaron durante toda mi juventud y mi matrimonio. Obviamente me casé por la Iglesia; cuando veo fotos de ese día me dan ganas de zarandear a esa chica joven y darle un puñetazo.

No quiero que esto resulte largo y confuso, pero entiéndeme, necesito desahogarme. Esto tenía que ser una carta de amor, pero ya ves cómo me gusta alardear de pasado y tetas caídas. Hablo sobre mí porque aunque sabes quién soy, sé que apenas me conoces; porque me voy a morir ya mismo y porque sé que a tu mujer no le va a molestar que una moribunda le tire los tratos vía postal al viejales de su marido. Estoy en París, mi intención es morir fuera de un hospital, donde sea; no me importa estar asistida, pero no quiero tener un final de diseño, con máquinas a mi alrededor pitando y enfermeras guapas para las que sólo pase a significar lo que hicieron un día antes de irse a comer. Mi mayor esperanza es que Dios exista y así poder tener una pelea con él, revolcarlo por suelo y ahogarlo con mis propias manos. Te aseguro que si ese cabrón existe pondré a prueba su inmortalidad.

Por si no lo sabes bien aún, tienes que tener la certeza antes de que a ti también te diagnostiquen un cáncer o algo peor, de que yo quería a mi marido, pero más bien como se quiere a un hermano mayor o a una amiga. Tú siempre has sido a quien yo quería en el sentido romántico, pero como al parecer hiciste tu elección a conciencia, me he tenido que conformar con la inercia de vivir. Si tu mujer lee esta carta, tiene que saber que no tengo nada en contra de ella, pero le agradecería un mínimo sentimiento de culpabilidad; dile que no pasa nada, que a veces es sano sentirse culpable. Tiene que saber que he llegado a odiarla, pero que al paso de los años, cuando he podido ver que ambas hemos perdido cualquier atisbo de belleza, ese odio se ha ido mitigando de algún modo. No quiero mentir, es un placer saber que tus enemigos también se pudren.
He llegado a la conclusión de que somos como somos por la falta de ideas; aquel chico del colegio tenía razón; malvivimos y nos suicidamos y somos malvados y materialistas por la falta de ideas. Porque no sabemos más. Somos inútiles, y vivimos en una maqueta que la cómoda providencia de la rutina pisotea cada día para avisarnos de cuán agradecidos tenemos que estar por poder vivir, aunque no merezca la pena para todos por igual.
Te quiero. Y eso tiene que quedar claro, ya que no he tenido ocasión de demostrártelo con acciones. Y me voy de este mundo sin saber si eres lo que prometes, o si lo bueno que deduzco podía haber tenido esta vida sólo son cosas de mi imaginación. Y eso es todo. Acuérdate de mí en tu lecho de muerte. Y no olvides que, probablemente casi todo lo que he escrito aquí, sólo sean gilipolleces.

[Se estrena la nueva película de David Fincher: uno de mis directores predilectos, un tipo que sale brioso de las apuestas más clásicas y de los retos más complicados, aunque la taquilla no siempre le comprenda. Después de ese consciente y gran ejercicio de narración del camino a la desesperación que supone Zodiac (que nadie en busca de películas inteligentes y arriesgadas deje de verla), Fincher mete mano a un relato de F. Scott Fitzgerald: «El curioso caso de Benjamin Button». Material que pinta que muy bien podría haber dirigido Tim Burton, pero que en manos de Fincher puede resultar incluso mejor parada, con más matices y recovecos de los que el enfoque del amigo Tim hubiese proporcionado. O eso creo yo. En todo caso, veremos qué ha hecho el director del Club de la lucha. (Trailer en video).]

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