Claro que lo veo, lo veo. No intentes convencerme, ya sé de qué va esto. Mi alma está a salvo. No te preocupes, todo irá bien. Tú si quieres puedes tener tesón, capacidad de superación. Pero no hace falta que evoluciones como se supone que toca: puedes usar condón. Puedes elegir. De todas formas la naturaleza nos borrará cuando ella decida. No es tan malo tener un mínimo de control ya sea en cuestiones de longevidad o de autodestrucción; puedes no hacer caso a tu médico y seguir con tu vicio, aspira fuerte la nicotina y valora tu auténtica libertad; no hay ningún canal por el que llegue la inmortalidad. No dejes que nadie simplifique tu vida, deja libre lo que más quieras aunque decida alejarse de ti. La fuerza de voluntad solo es otra decisión. Rechaza órdenes directas. Piensa en ti como el pasajero de un avión estadísticamente casi a salvo de siniestros; pero no totalmente a salvo. Y si ves que las azafatas se ponen nerviosas, hazme caso, pierde el control, grita y despotrica, pero que nadie hasta ese momento te haya conseguido cambiar. Te digan lo que te digan, eso es la libertad.
Me atraganto de felicidad. Basta con mirar a mi alrededor y ver cómo todos me miran de reojo buscando mi aprobación a la vez que desaprueban mi criterio. Estoy a punto de saber cómo sois, y la idea formada es tan ridícula en el fondo que no puedo para de reír; las lágrimas me ciegan como lo haría una explosión nuclear; todo está filosóficamente encajado en una ironía enorme que dejaría moralmente a salvo al pederasta más repulsivo. Bastaría con que nadie pudiera mentir para que las cárceles se convirtieran en las nuevas zonas de ocio multitudinarias. Afuera quedarían unos cuantos niños y cuatro padres de familia cornudos mirándose entre sí, avergonzados por no ser unos cerdos para poder mojar encerrados en orgiásticas celdas.
Ah, cómo lo veo; está tan claro. Es una imagen nítida, una violación. El Demonio agarrando a La Virgen por el pelo, empujando su cabeza y ahogándola con su pene cavernoso y lleno de venas. Veo esa imagen por doquier, en todos los hombres, todas las decisiones; cada vez que un grupo de personas se reúne un sábado y se van a cenar para hacer planes. Veo a todos los apóstoles y siempre es la última cena. Y en la silla donde se supone que está Jesús, el anticristo le provoca rotundos orgasmos a María Magdalena (su autentico amor), mientras él, apartado en un rincón, asegura a todos sus colegas que no le importa, que ella se lo ha buscado, que conseguirá arrebatarle su chica a papá Demonio. Y aún no lo ha conseguido. Aún estamos esperando, y yo no puedo parar de reír, como cuando alguien fracasa y los demás podemos comentarlo en acaudaladas comidas de aniversario.
Me tienen que sujetar para que no caiga al suelo hecho un ovillo de cómo me duele el estómago de tanto reír. Me baila la mandíbula. Cuando muera, ya sabes, me encantaría convertirme en un apóstol del Diablo, echarnos unas risas mientras damos de comer a las furias. Rodeados de grandes piscinas llenas de sangre, toboganes por donde bajarían las chicas del siglo veintiuno gritando para celebrar la paridad. Todo será mucho más justo, estoy convencido. Es mi gran esperanza, sentarme en una silla abatible mientras me fumo un buen puro llamando al cáncer, a la vez que una chica me trabaja la entrepierna sin sentirse un trozo de carne por ello. Puede ser un ejemplo idiota, pero imagina un mundo a salvo de hipocresía. Confío en el más allá, y no creo en el cielo. Y no pongas esa cara tuya de circunstancias, porque para entonces no veré nada y ya estaré a punto de tener arcadas.
Es verdad. Estoy notando poco a poco subir mi última comida a medio digerir, de tanto como se indigna la gente que puede oír mis pensamientos. Católicos dignos, mujeres autoproclamadas íntegras, y demás fauna realizadora de los más mediocres logros que nadie pueda conseguir en la vida. Merecen tragarse mis vómitos, y después casi podrían darme las gracias por ayudarles a superar sus logros, véase: beber agua embotellada, tener largas e hipócritas relaciones, y hacer arriesgadas excursiones programadas al campo. Sin exceptuar aquella vez en que se bañaron de noche en la playa. En fin, auténticos aventureros.
Y no es que yo sea Indiana Jones, pero ya he retado multitud de veces a Dios. “Señor, por favor, mátame, aquí y ahora.” Y nunca pasa nada. La mitad del mundo basa su vida en lo que yo puedo convertir en un comentario mezquino. Y los creyentes dirán: “Sería una demostración demasiado superflua de su poder”. Y yo soy un perdedor y por eso Él no me quiere a su lado. Si acabaran perdonándome, en el cielo los más espabilados intentarían asfixiarme con nubes pequeñitas; meterían mi mano en un cubo de agua mientras duermo para ver si me meo en la cama. Pero de momento lo que hago es partirme la polla; la vida es demasiado divertida como para no verlo; todo es un gag sutil y desternillante, y está por todas partes.
Y como esto se supone que es una declaración de intenciones, pues sí, sigo pensando que el Demonio me llama, me quiere con él, y está en todas partes. Sigo rezándole y sigue dándome igual que no quieran soltarme. Llevo pocos días aquí, y la habitación acolchada empieza a parecerme de lo más divertida. Por las noches, entre sombras, creo ver a Belcebú en las paredes, y suelo masturbarme pensando en ti, psicóloga cachonda en secreto. Seguro que eres una de esas cuarentonas estrechas, algo que me la pone sumamente dura, si no te molesta que te lo diga. En fin, yo me lo tomaría como un piropo. Estoy convencido de que tu marido no llega al minuto y ya está resollando encima de tu culo. Perdona si te tuteo, pero creo que ya comenzamos a tener cierta confianza.
Deberías aprovechar mi punto de vista, para poder tener una visión sin filtros del mundo. Amiga mía, tus confidencias para ganar mi confianza de loco a jornada completa me enternecen. No hace falta que cojas un avión nunca más si tienes miedo a volar. Y no hace falta que tengas hijos si no te apetece. Yo lo entiendo, no todas tenéis por qué estar dispuestas a desgarrar vuestras vaginas para sacar un puto bebé por ahí. Total, para que con toda probabilidad acabe siendo como yo, sólo que con la boca cerrada en el momento justo. Es un consejo, amiga cuarentona cachonda: vive acorde a como quieras vivir, deja a ese capullo de tu marido y comienza tirarte a veinteañeros si te apetece; no te infravalores, yo me pondría el primero en la cola. No permitas que cuatro normas morales, unas cuantas tradiciones y los putos curas te coarten tus impulsos. Recuerda, amiga cuarentona -a la par que atractiva y con estudios- que acabar en un manicomio poco a poco cada vez se parece más a la cordura. (Estamos emergiendo). El papel ya está lleno de saliva y sudor de tanto como me he divertido escribiendo esto. Espero que no me tengas en cuenta las insinuaciones. Jamás te forzaría para meterte la polla si no me dejaran libre. Así que, cuídate, muchos besos, y un abrazo a tu marido. (¿No son esas soplapolleces las que decís los cuerdos a la más mínima?… Tenéis más morro que espalda…). Nos veremos en el infierno algún día, sé que en el fondo eres una ninfómana desatada. Estoy deseando que leas esto delante de mí en la siguiente reunión, y que podamos hablar. Ya me comienza a fluir de verdad la sangre con sólo pensarlo.
[Trailer y cartel de la nueva peli de Spike Jonze, uno de los directores con más cojones del panorama actual, y con un currículum poco menos que brillante hasta la fecha. La peli se llama ‘Where The Wild Things Are’. Es la adaptación de un cuento clásico de Maurice Sendak, y las imágenes del trailer a ritmo de «Arcade fire» prometen, y mucho.]
Qué malas pulgas tienes, me dice alguien experimentado. Qué desastre, has convertido la poesía en novela rosa. Eres la amargura hecha verbo, la proyección continua de una masturbación fallida con el amor de tu vida viviendo en alguna realidad paralela. Un Blade Runner sin replicantes a los que atrapar, sin chica robot con recuerdos ficticios de la que enamorarte. No tienes las llaves de la naturaleza intrínseca de quien puede vivir con la conciencia tranquila en un mundo enfermo. Eres Adán comiéndose la manzana sin Eva, rodeado de rascacielos en ruinas en una fantasía palpable en la que la cordura no tiene nada que ver con coleccionar victorias.
Estoy satisfecho, me dice, no eres nada, y ya no te va a dar tiempo de ser algo. Sólo de ponerte a la cola, y así pervertir cualquier principio que pronto quedará masacrado por la alabada madurez del ciudadano que todos reclaman de ti. Sigue recto, la sala de espera está en el siguiente pasillo a la derecha. Espera a que te reclame le enfermera existencial.
En la sala de espera veo a chicos jóvenes y matrimonios de veinteañeros que piensan en el pasado. Me siento y procuro no llamar la atención. Todos los proyectos de ciudadano cubo se miran entre sí avergonzados; se despiden en silencio de las aristas y las contradicciones, de las líneas curvas y los atajos. Intentan dar la bienvenida en secreto a los ángulos rectos, la normalización del caos. Hacemos todo lo posible por olvidar la expresión de la Mona lisa e intentamos configurar una lista sencilla de estados emocionales con los que confrontar adecuadamente el futuro. Nadie habla, de aquí en adelante el conocimiento o la reflexión sólo deben servir para deslumbrar vía currículum a tus superiores; todo en acristaladas oficinas en las que ordenan en fichas el futuro, procurando hacer prevalecer un presente eterno. Todos intentamos dibujar una mueca de aceptación ante la idea de convertirnos definitivamente en un número, de forma que nuestro futuro como profesionales cristalice hasta llegar al punto de poseer lo suficiente como para recordar los tiempos de juventud como un oasis de idealismo absurdo, que sólo podía traernos la autodestrucción. Con suerte, sonreiremos en cenas de empresa y procuraremos elegir un buen vino mientras los brillantes loros que nos rodeen no dejarán de volcar cifras en la conversación que sólo nos importarán a nosotros. Nuestros iguales estarán henchidos de orgullo, y comentarán lo guapo que estoy con corbata. Yo, ciudadano cubo, ni tan siquiera podré recordar lo que fui, y me alegraré, amoldándome entre mis paredes de cristal.
Se abre la puerta y al fin la enfermera me reclama. Dice en voz alta mi nombre y al ver mi mano levantada se limita a entrar otra vez en la habitación, dejando la puerta abierta. Cuando entro la mujer ha desaparecido, sólo hay un gran escritorio tras el cual veo a un tipo de unos cincuenta años. Me invita a sentarme y me dice con una amplia y escalofriante sonrisa que si estoy preparado para crecer. Madurar. Le digo que si nadie se hace objetor de conciencia con esto. Vuelve a sonreír.
Tras el tipo hay un ventanal que da a una gran ciudad, edificios altos. Llueve. El tipo me dice que si me gustan los días de lluvia. Que si creo en Dios. Que si no quiero cambiar. Y le digo que sí, que no, y que ya me veo bien como estoy. Me comenta que la cubización es la salida. Me enseña unas fotos de sus niñas pequeñas pero ninguna de su mujer. Luego saca un contrato que al firmarlo me haría poseedor de parcos bienes materiales y navidades hasta el día de mi muerte. Al verme dudar con el bolígrafo en la mano, me dice que no me haga de rogar, y que de todos modos tarde o temprano todos ceden. El dinero se abre camino.
Al final firmo. Me dan un uniforme azul y una tarjeta con mi nombre. Mi indumentaria, supongo, me hace reconocible como ciudadano cubo. Con este uniforme, me dice, podré llevar una vida normal, podré ser feliz. Y yo asiento poco convencido. De debajo del escritorio de repente sale la enfermera existencial. Se pasa la manga por los labios y puedo oír cómo el tipo se sube la cremallera del pantalón.
Al salir de la habitación, ella me acompaña. Dejo al tipo con su sonrisa congelada. Justo antes de separarnos, la mujer me susurra: “suerte, colega”. Y creo oírla reírse por lo bajo.
[Me he enterado de tal bizarrada, que tenía que comentarla. Al parecer se ha rodado una segunda parte de «Donnie Darko», película de la que soy defensor a ultranza. Pero, ¿una secuela? Pues sí. Han cogido a la chica que interpretaba el personaje de Samantha Darko, la cría (ahora con 18 años), y la han puesto de protagonista. No sé quién dirige, creo que el tío tiene un par de series B y poco más. El trailer tiene su aquel (video), la película ya lo veo más dificil. En principio va a ir directamente al dvd, cosa que hoy en día ya no tiene por qué ser sinónimo de mala calidad, ya que el el público cinematográfico cada vez parece tener peor gusto, y películas que merecerían estrenarse en salas no suelen ser consideradas potencialmente rentables. En todo caso, cuando vea esta secuela, si me gusta, os aseguro que el nombre del director no se me va a olvidar nunca… (Abajo, una imagen de la peli).]
No era idea mía, yo me hubiera quedado en casa tranquilamente compadeciéndome de mí mismo, me hubiera fumado un paquete entero de Malboro viendo las dos primeras partes de El Padrino. No soy exigente, vale; pero hay mucha gente que considera el arte la última forma de entretenimiento útil. Así nos va. Las neuronas de todo el mundo sólo trabajan para seguir acumulando autoestima de nómina, respeto de comida de navidad familiar; los sueños de todo el mundo reducidos a materia para satisfacer ese ego que ha mandado a medio planeta al infierno.
Así que no, yo no quería venir aquí. Y ahora estamos encerrados. Se suponía que íbamos a hacer excursiones en grupo, a beber por las noches en la cabaña hasta que todo nos pareciese genial. Era un fin de semana de amigos bien avenidos. Cabe recalcar la palabra Amigos. Véase: Dos parejas y yo. Gemidos y risitas durante la noche con los que podría haberme masturbado si aún tuviera quince años. Pero tenemos veintitantos. Y el tercer día a una de las parejas le dio por montárselo de noche a la intemperie. Porque debía ser más emocionante, aun con el frío insoportable. Y Sandra -lo que vendría a llamarse el amor de mi vida si esto fuera una novela de García Márquez-, gimió hasta tal punto que ahora la casa está a varios metros bajo la nieve. Con nosotros dentro.
Cuando la nieve comenzó a bajar furiosa en tropel, la parejita entró acongojada en la casa. Y justo al cerrar la puerta todo comenzó a crujir mientras se nos pasaba la vida por delante. Aunque creo que yo fui el que menos apuros pasó, al estar familiarizado con el intenso sufrimiento de ver a cierta chica en manos de un imbécil; lo cual es a la vez el único motivo por el que estoy aquí. Hay razones muy sencillas por las cuales él me supera. Son las mismas que hacen que ella pierda muchos puntos, pero ni mucho menos los suficientes como para que yo pueda borrar su cara de mi mente. En una mala película romántica yo le vencería, me quedaría con la chica; pero la realidad es que nos deben separar unas diez mil abdominales.
No le culpo, el tío sencillamente tiene las ideas claras, aunque sólo tenga dos o tres. Sandra debe ser la primera imagen que recuerdo de mi infancia, cuando aún nos meábamos encima y no distinguíamos los niños de las niñas. Fuimos inseparables hasta que ella comenzó a tener novios. Hasta que yo comencé a tener conciencia de que le despertaba la misma pulsión erótica que un cachorro dando saltos a su alrededor, intentando jugar. Creo que a estas alturas ya pagaría sólo por dormir abrazado a ella. Si alguien alguna vez pudiera saber de las cosas que pienso, no descansaría hasta verle muerto.
La situación aún no es grave, físicamente hablando (porque yo hace años que rezo por morir de una forma espectacular). Sólo llevamos unas diez horas aquí dentro. No sabemos del grosor que hay hasta la superficie de la avalancha, pero lo que está claro es que la gente va a echar de menos la cabaña cuando atisben el paisaje. Tenemos comida, aún. Y lo más inteligente es no ponernos nerviosos. Alguien dijo que lo mejor era no traer móviles, y a todos nos pareció una buena idea. Es como si la naturaleza hubiera aprovechado para vengarse y ponernos en nuestro sitio. Nos ha hecho pagar nuestro desapego con lo que nos da la vida en un sentido primitivo. Dentro de la casa tampoco hay un teléfono fijo. Aunque sí hay televisión. Bien, ha pensado el ser superior, no os podéis quejar, esto es más o menos lo que hacéis con vuestra vida ahí fuera. Lo cierto es que para el mundo ahora mismo somos igual de útiles que antes. Tanto aquí dentro como afuera, sólo nos importa una cosa, y ahora sólo desearíamos tener un móvil para poder salvar nuestros culos acomodados gracias al veneno que intoxica al vecino lejano.
Las chicas están cada vez más nerviosas. Los tíos nos limitamos a callar de momento. Un detalle interesante y extraño es que no se ha ido la luz. Así que la tele, en la que apenas se pueden ver un par de canales, aún nos conecta con el exterior. Todo sigue su curso. Y algo hace que se nos ponga la piel de gallina al pensar que la programación no variaría mañana un ápice si hoy muriéramos, si la casa cediera. Si eso pasara, yo dejaría de preocuparme. Nadie reconoce nunca la parte del alivio al morir, sea mayor o menor. Entiendo yo que ahora el novio de Sandra y supuesto amigo mío, esté preocupado. Cuando se machaca en el gimnasio debe pensar en las ventajas a largo plazo. Esto no entraba para nada en sus planes, la muerte no tenía lugar en ninguna de sus dos o tres ideas claras. Sólo espero que nos vengan a rescatar a tiempo y su cuerpo no tenga que llegar al límite de comenzar a quemar músculo.
El hambre ahora es el mayor miedo. Aunque nos sacaran de aquí dentro de cuatro días, eso significaría que tendríamos que pasar por lo menos dos sin comer. Comenzaríamos a sentir algo parecido a lo que experimentan en ciertos países, y además con nuestros Ipods en el bolsillo. Un estilo de vida y sus consecuencias globales en pocos metros cuadrados. Y míranos, sólo podemos pensar en llegar a casa y conectarnos a Internet mientras nos comemos un buen filete. Para recordar lo que somos, y olvidar lo que significamos de verdad.
Con nuestra televisión y nuestros centros neurálgicos de diversión de diseño, nuestra literatura barata y nuestro arte de rápido consumo. Hemos minimizado nuestras cualidades a favor de nuestras colecciones caprichosas de casas en pueblos costeros, coches, aparatos de última generación y cenas en restaurantes de a treinta euros por cabeza. Un día alguien se desmaya en medio de la calle y todo se paraliza. Para cuando ha llegado la ambulancia ya está todo el barrio rodeando la escena. No nos ha bastado con estar arriba en la cadena alimenticia; ahora además también queremos demostrar que ni tan siquiera nos importan una mierda nuestros compañeros de especie, a no ser que el charco de sangre pueda alcanzarnos y estropear nuestros bonitos zapatos permanentemente nuevos.
Todo esto no me parece injusto. Estas cosas son las que me hacen pensar en que Dios existe de algún modo. Como cuando algo terrible pasa en el centro del lujo; como cuando cayeron las torres gemelas y todo el mundo se quedó hipnotizado ante la tele durante dos días por la pura fascinación plástica de las imágenes. Y el ser superior debía darse golpes en la cabeza mientras pensaba: Yo no quería dar espectáculo, sino haceros pensar, cretinos… Mientras suceden ese tipo de cosas, siempre imagino a ese Dios, a alguien, nivelando la balanza para intentar hacernos despertar. Esa es mi creencia atea, mi religión final. Cada uno se aferra espiritualmente a lo que puede, mientras intenta conseguir a la chica, o buscando novedades pornográficas, o intentando superarse en el contexto occidental, mientras por dentro pensamos en dónde coño nos hemos metido, y cómo vamos a salir para reivindicarnos como seres independientes de la inmundicia vital predominante.
Sandra dice que tiene los ingredientes necesarios para hacer una tarta Waldorf. Cuando ya llevamos veinte horas aquí, sin dormir, cada vez nos da más miedo comer, agotar los recursos. Parece que se ha hecho una especie de efecto iglú, no hace frío. Intento no mirarle el culo a Sandra mientras va de un lado a otro. Su novio le da una palmada cada vez que ella pasa por delante de la silla en la que él ensaya posturas con su sudadera ajustada. Él se llama Héctor. La otra pareja son Fran y Mónica. Ellos llevan juntos como desde los quince años. Ya han pasado por cualquier crisis de pareja que cualquier revista -ya sea para adolescentes o del corazón- pueda haber tipificado. Si en la tele ven anunciada una mesita de caoba ideal dormitorios para parejas jóvenes y avanzadas, ellos van y se la compran. Hace dos años que tienen un piso de alquiler, y lo más parecido a una conversación interesante que les he oído fue una vez que él le dijo a ella por qué quería salir todas las semanas de compras, a lo que ella contestó arrugando el ceño y bebiendo un sorbo de su Nestea en la cafetería habitual. Yo sé por qué él está con ella, lo que no sé es qué tiene ella en la cabeza, o si tiene algo. Es fascinante la capacidad que tienen algunas personas para parecer completamente insípidas y vacías, sin más motivación que la de hacer una pirueta pendientes de que les miren; ya sea con dinero o con cualquier cosa que puedan canjear por reconocimiento ajeno: parejas agradables a la vista, ropa agradable a la vista, una buena decoración, colonia, complementos… Y el misterio más grande de todos, es el de que personas con inquietudes puedan acabar con esas otras. Al final la única respuesta seguramente es el sexo, las cubanas de Mónica, las mamadas de Mónica, lo permisiva que sea Mónica una vez le has hecho las veces de secretario durante el paseo. Todo va a parar al hecho de que al final la vida se reduzca a la fricción carnal y los datos impactantes en delicados papeles impresos con el logotipo de alguna empresa importante. Y la magia que impregna todo ese despropósito plenamente justificado por el sistema, supongo que es el hecho de que un orgasmo haya convertido en presos a los mismos que pretendían seguir adelante sólo con sexo y dinero. Si en cierto momento del pasado Fran hubiese cortado con Mónica como tantas veces me dijo que haría, ahora quizá la vida no se reduciría a aguantar la siguiente hora sin desquiciarnos. La magia de la vida, hela aquí. Dios existe, y no está en la bragueta de nadie, pero mucho menos en la cabeza de gente como Mónica o Héctor. Supongo que está en la última página de cada libro, en todos, quizá excepto en la Biblia.
Cuando te has dado cuenta el futuro te ha dado en los morros, y el pasado se te antoja demasiado abrupto. Cinco días después, o quizá seis, alguien rasca en una de las ventanas. Estamos salvados. Habrán cavado hasta llegar a la casa, le digo a Sandra. Y ella asiente, acurrucada en un sillón. ¿No estás contenta? No me contesta en modo alguno. Tengo una idea de por qué. Uno puede hacer ciertas cosas cuando cree que puede morir pronto. Al paso de las horas acabas pensando que nadie se acordará de ti. Que aquella cabaña, en fin, allí no había nadie. ¿Quién pagaba la estancia? Aquellos chavales ¿Y ya se fueron, no? Oh sí, creo que sí. Imaginas un malentendido, a alguien que se ha ido de vacaciones en un mal momento, informaciones erróneas, documentos perdidos. Te desesperas.
Paso por encima del cadáver de Héctor y golpeo la ventana con mis nudillos: ¡Estamos aquí!
No era idea mía. Yo llevaba mucho tiempo diciendo que todos tenemos un límite. Esa palmadita de Héctor en el culo de Sandra, una y otra vez. Esas dos parejas. Hector: “¿Y tú qué, tío? Tendrías que haberte traído a una zorrilla contigo”. Mónica: “Creo que está coladito por ella”. Dijo eso, mirándose la uñas, señalando con la barbilla a Sandra: “¿Qué dices?” Y Sandra reaccionó como si nada, cambiando de tema. Dos tíos apartan la nieve de la ventana y el pasado reciente me sacude. Sandra se arrodilla ante el cadáver de Mónica y rompe a llorar, desesperada por tener que vivir con esto de aquí en adelante. Cuando el hambre nos comenzó a molestar de verdad, me convertí en el objetivo de las pullas: el soltero entre parejas, el anarquista entre profesionales. Héctor y Mónica no dejaron de hablar hasta que yo vi la figura de un perro en una esquina de la casa, un mamotreto de metal de unos treinta kilos.
Ahora sólo pienso en comer. A Sandra parece poderle más el asesinato, su plan de declaraciones para inculparme, la depresión futura y todas las veces que me girará la cara cada vez que nos crucemos por la calle. No tengo ni idea de lo que va a pasar, pero me ha dolido tanto vivir afuera sin ella que no creo que note la diferencia encerrado, ya que la libertad cuando no tienes lo único que quieres, se te antoja algo cruel, una broma sin gracia que tienes que aguantar cada vez que despiertas por la mañana.
Los dos tíos me dicen con señas que me aparte de la ventana, que van a romperla. Entrarán y verán al perro tumbado, con la cabeza llena de sangre. Llamarán a la policía si no está ya aquí, y yo comenzaré a planear formas indoloras de suicidio. Y tiene gracia, ya que es la primera vez que he tenido un acceso de rabia en mi vida, la primera vez que he alzado la voz, que me he revelado. Y me pregunto si no hará más falta esto en el mundo. Explotar. Me quedo mirando a Sandra mientras los cristales se rompen a mi espalda. Y recuerdo que esto no era idea mía. Quiero comer algo caliente. Tengo muchas ganas de fumar. Y ya no siento nada a nivel emocional, me invade cierta paz; me noto saliéndome de la raya, separándome de lo normal; me voy convirtiendo poco a poco en el enemigo de la gente que más odio. Y no exageraría un ápice si dijera que por primera vez en mi vida siento algo parecido a la felicidad.
[Nuevo amor platónico: Malin Akerman. Una de las protagonistas de Watchmen. Película que ya he visto y de la que podría escribir sin darme cuenta cinco páginas de crítica; cosa que no pienso hacer ya a estas alturas. Sólo diré que la disfruté de lo lindo y que el cómic está ahí para releerlo cuantas veces uno quiera. Zack Snyder, sé que otros no, pero yo te saludo. Y como no he encontrado la magistral escena de los créditos iniciales, me he decidido por una entrevista a Malin Akerman, algo así como una de esas bellezas celestiales que llegan a hacerte pensar que vivir a veces vale la pena tan sólo por que personas como ella nos iluminen con su épica perfección (sí, soy un flipado; la perfección existe, está en el video). He dicho. (Y en la foto).]
Pablo sube al autobús, cansado. Y mentalmente agotado. Se sienta en uno de los primeros asientos, dando la espalda a toda esa gente, siempre los mismos. Estudiantes y jubilados. Toda esa gente que no le importa, y a la que casi odia, en parte, piensa, por la pura pulsión del sueño mutilado. Esos rostros te quitan las ganas de seguir adelante. Pablo quería alguna buena cara, alguien vocacionalmente satisfecho. No podía creer que aquellas caras de hastío fueran provocadas sólo por el madrugar. Es imposible. ¿Es que no hay nadie? Son todos espectros, proyectos de inquilino con parcela segura en el cementerio. Siempre lo son. Pablo ya sabe todo eso a sus trece años. Sólo un poco después de haber experimentado la primera paja. Lo cual le daba otro sentido a aquellas mañanas. Porque generalizar va bien para exponer los hechos. Porque Pablo ha subido al autobús, cansado, es verdad, como todas las mañanas. No infeliz, pero sí cansado. Y del autobús el resumen es la amargura de vivir, al margen, eso sí, de la chica de siempre del asiento de atrás.
Cuya edad debe superar a la de Pablo en cuatro o cinco años. Una mujer. Esa muchacha para Pablo, todas esas mañanas de tedio infantil contagiado por el futuro, esa chica, es una isla. Una torre de marfil tras cuyos muros vive una princesa, a salvo de los madrugones y la antesala de la muerte de ticket de autobús. Ella sonríe, cada día.
Como hoy y como ayer, ella se sienta en uno de esos asientos que vibran de verdad, a unos palmos por encima del motor. Siempre con el mismo libro. Es la alegría de Pablo, su única esperanza, la única conexión con el milagro de vivir en un medio de transporte en el que, a esas horas, todos parecen a punto de echarse a llorar; rostros enjutos; te miran y parecen decir: sacrifícame. Pero durante esos minutos camino a sus propios mataderos espirituales, toda esa gente ignora a la princesa que, sin levantar la vista de su libro, sonríe. De verdad, no como al saludar a alguien a quien no te apetece ver, o en una cena que no te apetecía celebrar; sino de verdad.
Y hoy, cuando Pablo ha llegado a su parada, en la cual se bajan algunos depresivos junto a la chica isla. Cuando ha esperado a bajar justo detrás de ella, para ver cómo se marca su voluptuosidad en la ropa. Entonces, a la muchacha se le ha caído el libro al suelo, fuera del vehículo. Pablo ha visto su oportunidad de cortesía y no la ha desaprovechado. Se ha agachado hábilmente antes que ella, ha mirado un momento la tapa del volumen y se lo ha dado a la muchacha. Ella le ha respondido con su épica sonrisa matutina, y Pablo se ha quedado satisfecho. Se ha ido casi dando saltitos hacia los portones del colegio, mientras en su cabeza no ha parado de repetirse el nombre del escritor que le ha dado tiempo a atisbar en la tapa del libro: Friedrich Nietzsche. Tengo que conseguir algún libro de ese tío, se ha dicho.
[De entre toda la mierda denigrante para el espectador que hay en la tele, aún hay algúnos genios. Uno de ellos sin duda es Berto, del programa de Buenafuente. Os aconsejo ver cualquiera de sus videos en youtube. Es simplemente demoledor. Y empieza programa propio, creo que semanal. Espero que funcione.]
Estaba exultante, esta mañana me he levantado de buen humor, con el pie derecho, a las diez, involuntariamente empalmado. Me he dado una ducha y he desayunado como la gente en las películas: de día, tostadas, zumo. Siempre me tengo que levantar de noche y amargado. Pero hoy me he levantado de buen humor, con el pie derecho, y de día y las tostadas… Y luego he salido a la calle, descansado, es decir, de verdad descansado, sin ganas de volver a la cama como cuando me levanto a las cinco y media. Y en lugar de ir a desempeñar un trabajo que odio en secreto y que me está secando por dentro, en lugar de eso, he ido a dar una vuelta, tranquila y relajadamente. De verdad, hasta he sonreído solo sin saber por qué, sin querer morirme diez minutos después de haber despertado, sin querer volver a la cama. Es decir, feliz, creo, como la gente de los telefilms de sobremesa que prosiguen con secuestro y madre hundida. Como esos telefilms pero sin la parte del drama. No me he sentido mal, ni un mal presagio, ni por un momento me ha deprimido el pensamiento del lunes; de los lunes que quedan hasta la muerte. Y con ese ánimo de sábado, definitivamente condicionado pero optimista, me he sentado en un banco, en un parque, uno de ellos, de los que hay por la ciudad; no sé, nunca sé las direcciones ni los nombres de las calles. Era un parque, ya sabes, un puto parque de esos donde algunos ancianos dan de comer a las palomas para combatir la soledad. Todo irradiaba vida y color, no había sufrimiento. Ahí, en ese parque soleado empapado de fin de semana, he esperado sin más al mediodía. Y luego, mientras miraba sin observar, imbuido en mi propio bienestar, ha pasado algo.
Al volver a casa le he dicho a mi madre cómo he visto desvanecerse al anciano allí en medio, y que su mujer ha comenzado a llorar arrodillada pidiendo ayuda, y que el señor parecía haber muerto, y cómo yo he dejado de sentirme bien, y lo del tumulto y la ambulancia. A lo cual ella, ha asentido y me ha dicho: ¿Quieres patatas fritas con la ternera?
[En el video, una bonita canción, de la bonita «Russian red». Y en la foto, inquietante imagen de la película «Déjame entrar», o en su título original:Le the right one in, adaptación de la novela del mismo título, que recomiendo a los que busquen algo más (mucho más) que Crepusculos.]
Todo esto no va a rimar. Oí a alguien decir una vez que la gente se empareja para poder reencontrarse en los aeropuertos. Para poder echarse de menos; para escribirse o hablar a los demás de su relación. Lo que gusta es eso, idealizar; lo de convivir o estar también a las duras ya es otra cosa. Lo de hacer un ejercicio introspectivo sobre si están los dos a gusto juntos… Olvídalo. Llega un momento de confusión en la vida, en la que unos te dirán que lo bueno llega a cambio del sacrificio, y otros te dirán que te dejes llevar; otros que no madures, otros que madures, que planifiques, que improvises, que vueles, que no te subas a la parra. Y a todos juntos te darán ganas de mandarlos a la mierda por pensar que puedes funcionar con filosofías encontradas, combinando esa amalgama de frases populares que sólo sirven para dejarte aturdido, y tan colapsado que ni tan siquiera sabes ya qué es lo que tú quieres hacer. Adolescentes, no pidáis consejo a nadie; esas dudas… en fin, nunca se resuelven bien. Funciona más o menos así: Uno se la pega y luego puede decir que la experiencia es un grado. Y después te la pegas otra vez y dices que el hombre es el único ser humano que tropieza blablablá, y sonríes estúpidamente. Y a la tercera y la cuarta y la quinta vez que te la pegas. Después de la sexta y la séptima, cuando ya estás harto de no saber qué puto desvío coger, entonces vas y te pones a dar consejos de sabio a todo el mundo.
Mírame a los ojos, colega: no eres yo. Desde tu ventana se ve otro paisaje; así que cierra la boca o muérete.
Porque está claro que todos esos consejos no sirven. A no ser que las cosas sean propicias para que tus planes salgan bien. Pero no, es obvio que toda esa gente que va por ahí vendiendo su modo de vida como el más inteligente, se está cargando el mundo. Luego los hay que son capaces de agarrarse a un modo de acción sólo porque es tradición en su familia, en su ciudad, su país. Es casi un milagro que ya no se celebren circos romanos.
Al final de la clase, siempre se sentaba una chica rubia, como salida de una película para adolescentes. Entre otras cosas, ya puede contar que con tan sólo catorce añitos dejó tan embobado a un chico de su clase, que un tiempo después éste decidió un día atar una cuerda a una mesa del comedor de su piso, para lanzarse por la ventana con el otro extremo atado en un nudo corredizo alrededor de su cuello. Crak.
Después de dos años de negativas por parte de la chica, este chico no vio salidas en su vida. Los siguientes días en el colegio todo el mundo parecía tener respuestas; todos sabían por qué el chico se había matado, todos buscaban un culpable, ya fuera en la estupidez del propio chaval o en la mala gestión educativa de sus padres. O en la chica, esa chica: debía ser una zorra, una zorrilla cruel, una guarra que debía estar tirándose a veinteañeros y no tenía tiempo para ir un día al cine con el chico muerto. Todos sabían lo que había pasado, estaba clarísimo; todos eran inteligentes y seguirían vivos e intoxicando el mundo mientras Romeo criaba malvas. Y en cualquier caso, lo que nunca pensé, es que yo pudiera llegar a posicionarme en todo este asunto.
– Esa gente estúpida que es infeliz, que se suicidan… Esa gente… Perdona, ¿me pasas el pan?
Así reaccionó mi padre cuando le conté la historia. Mis padres no han tenido tiempo en la vida de hacer otra cosa que preocuparse. El día que les dije que no quería casarme nunca, me dijeron que por qué quería envejecer sola. Es así, si no te vas a casar quiere decir no sólo que no quieres casarte, sino que además eres asexual, odias a los hombres y quieres morir sola. O peor, quizá lo dices porque eres lesbiana. Mis padres son de esos sextuagenarios autoproclamados de izquierdas que por pura cuestión de edad no podrían entender jamás algo como la homosexualidad. Simulan aceptarla, pero la quieren lejos de su familia. Del mismo modo que no se consideran racistas pero se quedarían con la boca abierta si, un domingo, llevara a comer a casa a alguien lo suficientemente oscuro como para hablar con acento o llamarse algo como Abdel. Mi madre lloraría. Mi padre repetiría sin parar que la hago llorar. Y yo acabaría dejando a Abdel. Mis padres siempre me han educado por el método de la presión; cuando era pequeña a bofetadas, y de mayor con chantaje emocional. Y yo siempre he sido muy obediente y digna de acción, y una insolente desgarrada de pensamiento. De algún modo, esa incapacidad de ellos para formarme de un modo coherente -a salvo de esa aplaudida violencia educativa del bofetón y de la lágrima materna de cocodrilo-, ha hecho crecer en mí a alguien que se ha revelado, alguien que sabe que sus padres sólo son seres humanos de posguerra; por más que pudieran tener hijos y mantenerlos con cierta soltura. La pobreza del hambre te jode en tu mala época, pero la intelectual te jode para siempre; a ti y a los que te rodeen, incluidos consanguíneos.
Ahora Julieta tiene dieciocho años. Trabajo por casualidad en el instituto en el que ella estudia. Se llama Gloria. La llaman“Glo”, por petición expresa. Y cada vez que algo le duele o se siente inferior o vencida, mira al vació y cuenta cómo aquel chico se mató por amor. Entonces todo el mundo baja la cabeza y ella ensaya su postura en el pupitre con el tanga por fuera mientras dice: “Perdonad, perdonad, es que…”. Y se le quiebra la voz, para poco rato después flirtear con algún profesor o pedir la repetición de un examen. Los malpensados -entre los que me incluyo-, creemos que Glo, a su modo de Julieta occidental postadolescente, no tiene nada por dentro que valga la pena. Aparte de interés. Pero tiene otras cosas; como dos que siempre te señalan detrás de sus suéters y su ropa de marca. Y un culo por el que cualquiera podría olvidarse del amor y de su familia y de la moral. Los hombres no cambian, es sólo que a algunos les da pereza aceptarse como lo que son. Pero al final muchos caen. La prueba está en Narciso, un respetado profesor y padre de familia de cuarenta y cinco años que trabajaba conmigo, y que ahora está en el paro.
Es una plaga, el sexo, algunas mujeres. Las profesoras del instituto comenzamos a reunirnos en mi casa con el tiempo. Seis mujeres de distintas edades patas arriba. Comenzamos a ver el mundo sin filtros. A las Lolitas del mundo. A las futuras mujeres que denostan nuestro sexo, esas chicas que perturban la paz en la bragueta de nuestros novios, nuestros maridos; alborotan la sangre de los hombres a priori buenos, para convertirlos en órganos sexuales romos que sólo pueden pensar en deshacerse de nosotras: las mujeres listas y preparadas que luchan por evolucionar.
El tema de los planes de acción surgió de la frustración de tener ciertas ideas sin que nadie las oyera. La gran putada era tener una solución y no hacer nada por miedo a las consecuencias. A veces puede ser una acción preventiva y otras no. Pero en cualquier caso, estamos convencidas de que el hecho de que el mundo mejore o empeore sólo depende de los habitantes que lo pueblen. Es la plaga de la que hablaba, y cuando las plagas invaden tu casa lo que haces es llamar al exterminador. La noche que decidimos comenzar a actuar daban Cazafantasmas por la tele. Y comenzamos a bromear, a alimentar las fantasías de un grupo exterminador de busconas. Porque si una chica diez años más joven que tú está intentando quitarte a tu pareja, ¿a quién vas a llamar?
Obviamente no podíamos comenzar a publicitarnos. Pero sí se corrió la voz en ciertos círculos. La mayoría de las mujeres vemos a los tíos como seres algo torpes, que igual pueden serte fieles que pueden caer en brazos de tu mejor amiga en menos que canta un gallo.
La primera en caer fue una tal Mabel, una chica de diecinueve años que estaba en la agenda del móvil del marido de una de las mujeres del grupo. Al principio pensamos que no iba a ser fácil matar con impunidad; pero al cabo del tiempo hasta nos comenzamos a divertir haciendo planes. Hay una primera fase en la relación entre mujeres, un poco antes de que llegue la competitividad y la desconfianza, en que no parece haber amistad más fuerte en el mundo. En ese lapso de tiempo es cuando nos trabajábamos el contacto con la víctima. Y después siempre es pan comido. Un viaje a la costa, un día en la playa, un día en el bosque… Daba igual. Nadie nos miraba y podía imaginarnos degollando y enterrando a Lolita. En cualquier caso, vayas en la dirección que vayas a las afueras de la ciudad, verás tierra removida. Y después de Mabel llegó Laurita, una niña de dieciséis que iba tras su casado profesor de gimnasia. Tras la cual murió Ana, una chica adorable que ya había empezado a salir con cierto director de escuela. Y Vanesa, Claudia, Tania, María, Esther… Todas muertas por encargo de mujeres de cuarenta años, cincuenta, en incluso alguna anciana. Por tan sólo quinientos euros tu pareja podía volver a ser tan sólo tuya, aunque se tratara más de engordar tu orgullo que de amor propiamente dicho.
Al llegar a las cincuenta víctimas, hicimos una celebración. Cincuenta jovencitas en siete años era una cifra muy respetable. No debe ser fácil atar cabos en una investigación cuando las asesinas son tan parecidas a esas mujeres que lloran en la tele cuando se enteran de que su niña ha desaparecido. El hecho de que una gran mayoría hayan sido jóvenes, nos da siempre una fuerte coartada de programa de sucesos; siempre son desapariciones típicas, y cuando el asunto pasa de moda ya nadie indirectamente afectado se acuerda de nada. La deformación profesional además nos ha demostrado cómo funciona todo el sistema de investigación, moda y medios: a más guapa es la desaparecida más tiempo en horario de máxima audiencia tiene; con un video de ella puesto en bucle, mientras los invitados del programa amarillista de turno intentan provocar un drama en directo con los padres protagonistas. Si antes ya sospechábamos que todo se estaba desmoronando, ahora ya tenemos una clara idea de lo que hay. Objetivamente no hay demasiadas personas moralmente mejores que nosotras.
Y nuestro plan ahora es matar a Glo. Julieta. La Lolita satélite de mi vida. Hay una serie de chicas jóvenes que viven o trabajan cerca de nuestros hombres; chicas sospechosas, amantes probables a las que llamamos “Lolitas satélite”. Hace cinco años que vivo con mi novio, al que considero razonablemente fiable. A excepción de que ahora la señorita “se mataron por mí” se ha mudado con sus padres al piso de abajo (aquí, en mi barrio, mi casa, mi vida); demasiado cerca; algo que casi la pone a un paso por delante de la Lolita satélite común.
La mudanza fue hace apenas un mes. Ella ya sabe que vivo aquí, e irremediablemente se fijará en mi novio, le saludará, coincidirán en el ascensor, con ese botón que lo bloquea… Analizándolo fríamente, podría bastar con que ella apretara un día ese botón entre dos pisos. Una relación es así de frágil; así de fácil se puede ir al garete cualquier promesa.
He tenido pesadillas con esa imagen del ascensor; con mi novio lanzado irremediablemente a morderle y chuparle los pezones a esa niñata, con los vecinos abajo con sus bolsas de la compra preguntándose qué coño pasa. Esas cosas se pueden evitar, es una tontería no salvar mi relación por dejar viva a una chica que seguramente se pase el resto de su vida subiendo peldaños profesionales a base de mamadas. El mundo puede vivir sin eso. Si nos uniéramos las mujeres dignas del mundo, quizá dentro de unos años tener pareja fuera algo más que un pasatiempo en permanente estado de interrogación. Podríamos hacer que la vida conyugal fuera algo más que periodos de felicidad tras un abrazo en un aeropuerto; esto podría ser mejor que la idealización del amor; un estado de convivencia a medio camino de la actual realidad y la fantasía de novela rosa. Si desaparece la tentación, tu pareja sabrá que la verdad la tiene en casa, y que todo lo demás es traición y mentira. En un mundo coherente, nadie se atrevería a dar un paso con otra sin antes arrodillarse ante nosotras para decirnos que ya no nos quieren. No buscamos un mundo de fantasía, sino una vida a salvo de dolorosas mentiras. Y claro, para eso, sencillamente no podemos confiar en los hombres; lo más seguro siempre es despejar la “x” de la ecuación.
Es tan sencillo como que no vamos a fallar. Glo va a ser la víctima sesenta y seis. Mientras yo paso mi sábado tranquila en casa, las chicas se encargarán del asunto. La más joven, el gancho, lleva como un mes trabajándosela. Así que después de haberla convencido para que se vaya con ellas a la montaña sin decir a sus padres dónde, mis cinco amigas de la justicia sólo tendrán que acercarla a algún barranco, o aplastarle la cabeza con una piedra o… en fin, hay tantas formas fáciles de hacerlo. Tantos atajos para que una pareja siga siendo estable, duradera. Todos esos que dicen que para mantener una relación hace falta paciencia y esfuerzo mutuo, lo dicen de verdad, y tienen razón. Y no voy a ser yo la que lo fastidie todo. Estoy enamorada, a las duras y a las maduras, rodeada de Lolitas satélite que tendrán que morir a la primera sospecha. Los consejos no sirven, sólo sirve la acción. Nada será duradero si en este planeta no comienzan a desaparecer los despojos. Ahora sólo somos unas pocas, pero esto crecerá, tenemos un plan; la actitud correcta se contagiará. Cuando demos ejemplo y nos sigan todas las que están esperando algo así, las arterias de la poligamia comenzarán a atascarse. Y la criba habrá comenzado.
[Uno de mis grupos fetiche es Air, unos franceses que a menudo me pongo para escribir. Pop y electronica a la que el propio nombre del grupo le viene al pelo. Los descubrí viendo esa pequeña gran película que es «Las virgenes suicidas». En el video, un tema de ellos (quizá el primero que me llamó la atención) con imagenes de la peli.
Y abajo una de esas fotos que me encantan. La he encontrado en una de esas visitas de un minuto que hago en facebook. Con buenos contactos uno se lleva sorpresas en los álbumes de fotos. Hace falta una peli de terror en un parque acuático abandonado ya.]
Es como una cabaña, una pequeña casa de madera en medio de alguna selva idílica; a salvo de la naturaleza de índole destructivo y de los animales peligrosos. La casa tiene techo pero sólo tiene tres paredes. Es por la mañana y puedes oír cantar a los pájaros y respirar el aire siempre a temperatura estable; ningún avión comercial surca los cielos nunca apestándolos, y no hay modernidad tecnológica con la que rajar la tranquilidad. Siempre es por la mañana y a mi lado hay una mujer de aspecto indefinido que nunca envejece, a la que siempre veo durmiendo de espaldas a mí, respirando como si nadie joven en el mundo pudiera enfermar jamás. Es la mejor forma de describirlo, la paz del sueño tranquilo; la suerte de quien vive en calma, o muere mientras duerme después de haber tenido una vida áspera y provechosa.
Luego despierto. Siempre con esa sensación de felicidad inmensa que dan algunos sueños que, por más extraños e irreales que sean, no suelen tener competencia en la vida real.
De entre las cosas que mi padre muerto legó, una de ellas es una casa similar a la de mi sueño recurrente, sólo que en la vida real, con sus cuatro paredes y su peligroso aislamiento, en una de esas zonas boscosas con un pasado de riadas y hasta muertos. Vaya, que no es una de esas edificaciones de multimillonario. Ni tan siquiera es aconsejable vivir en ella. Necesita una reforma urgente e inquilinos felices. Hace dos años que mi padre murió. Mi madre aún anda por ahí de negro diciéndole a todo el mundo lo bueno que era el hombre, como en un mantra canceroso que no parece querer abandonarla hasta matarla de pena. Como si él hubiera sido un angelito. Mi madre en tiempos se convirtió en una experta en taparnos a mí y a mis hermanas los moratones con maquillaje. Y a ella misma, claro. Cuando crecimos, mis dos hermanas aún eran manejables; pero al ver que yo ya podía levantarle la mano, se limitó a atizar a mi madre cuando nadie podía oír los quejidos. Era, en esencia, un hijo de puta en toda regla, alguien que ahora debería estar sodomizado en la cárcel, y no muerto. Y de no haber sido por la enfermedad y las constantes y dramáticas escenitas de mi madre para que no le denunciáramos, podría haber sido así. De todos modos, un bendito tumor cerebral se lo llevó. Y aunque consiguió desquiciar a mi madre antes de irse, por lo menos ahora ya no tenemos que preocuparnos por que la mate o la inutilice para siempre.
Ahora la vida es más tranquila; pesarosa y manchada irremediablemente por el pasado y cierta sensación de culpabilidad. Pero tranquila. Como si lo peor ya hubiera pasado. Mis hermanas viven independizadas, casadas y con críos. Mi madre vive sola, pero cada día tiene sus charlas y sus paseos con vecinas y gente del barrio. Nos reunimos cada domingo para comer con ella, y vamos tirando. Mi trabajo como traductor me permite cierta flexibilidad horaria cuando no tengo alguna reunión o encuentro. Y a veces, cuando me siento con fuerzas, vengo unos días a la casita de madera, y sigo escribiendo esa novela que tiene que revolucionar el panorama literario algún día, (aunque en realidad me conformo con que me la publiquen).
Por la noche esta casa cruje por todos lados. Tanto que se me hace indispensable poner un transistor para poder dejar de pensar en alguien que ha entrado para cortarme a trocitos con una sierra eléctrica. Si hay algo más peligroso que la gente, es la imaginación. Ya que con ésta puedes someter a la gente. Y a ti mismo.
Aquí meterse en la cama por las noches no hace ninguna gracia. La realidad es que nunca he sentido esa paz y abandono de “irse a la cama”. De pequeño por puro miedo a morir o quedarme sin madre durante la noche. En mi casa actual por miedo a que suene el teléfono de madrugada en relación a mi madre. Y en esta cabaña o como demonios se pueda llamar, por miedo a tener miedo. El terror más primitivo es el de echar de menos tu escepticismo. Basta con saber que no hay nadie a kilómetros a la redonda para que cualquier ruido te convierta en creyente.
Cualquier mueble o bulto que veas en la oscuridad, siempre parece algo agazapado esperando a que te despistes para atacar; un duende asesino, un fantasma, un psicópata, mi padre muerto… De noche todo vale, y la verdad es que, suene raro o no, siempre la he preferido al día. Sólo un buen día nublado -de esos de estética londinense-, puede competir con la noche, que potencia en mí la idea de que todo es posible. El sol te pone en evidencia, es pesado y obvio, poco sutil, nada elegante; me afecta al cerebro igual que ver el poster de una chica operada de las tetas, sin sujetador y con tanga; es llamativo, pero yo prefiero otra clase de belleza.
Por más miedo que pueda pasar en la cabaña de noche, siempre tengo la sensación de que las horas de luz se eternizan, me someten. En definitiva no estoy completamente a gusto a ninguna hora del día en la que me encuentre despierto. La sensación es la de estar constantemente esperando algo, algo más; y por más que muchos digan que ese es el motor de la vida, a mí esa perorata nunca me ha convencido, a mí lo que me gusta es beber agua fría con ansia cinco minutos después de haber cruzado la meta.
La novela que escribo es pura pornografía. Y no lo digo porque sea violenta o muy comercial, sino porque es pura pornografía; más allá del relato erótico y de esas descripciones eternas y aburridas sobre los pechos turgentes de fulanita o el monte de venus de menganita. No me interesaba eso. Lo que quiero es que la gente lea lo que nunca se suele decir en un libro. Que los adictos al sol se escandalicen a leer cosas como la textura exacta del semen salpicado en las tetas de alguien, o la forma en que el personaje principal disfruta engañando y chantajeando en busca de sexo desnudo, adultero y escabroso. La idea es escribir algo que se parezca de verdad a la vida; o más bien a lo que mucha gente tiene en la cabeza en la vida real. Lo que hay detrás de muchas citas bienintencionadas, las cenas, y hasta más de una boda.
El libro empieza con un capitulo en el que el hijo adolescente del protagonista no puede dejar de masturbarse al paso de las semanas y los meses, mirando siempre las mismas fotos de Lindsay Lohan. Un día insiste hasta el punto de que le sale sangre. Y ahí arranca la novela, en una enfurecida discusión entre el protagonista y su mujer delante del avergonzado chaval, que más adelante se convertirá en un acosador de sus primas, mucho más apetecibles para él por el sólo hecho de ser familia. Lo dicho, pornografía, de la buena, o eso intento; más allá de los focos, el atrezzo y las actrices porno estereotipadas que guiñan involuntariamente los ojos cada vez que alguien está apunto de correrse en su cara. El libro debería convertirse en algo así como un refugio para esa gente que jamás te reconocería que se masturba, o para esos padres de familia que en realidad no querían serlo. Un oasis en el desierto de esa generalizada hipocresía de clase media.
Pasan algo así como diez días y esta vez mi estancia en la cabaña está siendo muy productiva. La novela va viento en popa.
Quizá sea muy pretencioso con ella, pero no sé afrontarlo de otra manera. La vida real no siempre puede competir con la ficción; o mejor dicho, la mayoría del tiempo no puede. Sí, pasan cosas extraordinarias o terribles, pero normalmente te enteras de ellas viendo la tele o leyendo el periódico. La mayoría de gente vivirá la linealidad de su vida desde la habitación de hospital de su nacimiento hasta la de su muerte sin apenas nada que valga de verdad la pena contar. Es cierto que me refiero sólo al mundo civilizado, pero, ya sabes, ¿a quién le importa el extrarradio? A nadie, esas cosa terribles que se ven en las noticias no son más que lo que hacemos mientras comemos o cenamos. Es patético reconocerme tan rematadamente acomodado en mi mundo, pero venga, en serio, la gente se da sus caprichos, se envía mensajitos, dicen cosas como: “¡Por fin es viernes!” o “¿Has visto en Youtube ese video del niño que rompe su ordenador?”. Entramos en Facebook y ponemos cosas como: “¡Me voy a la piltraaaa! ¡Muaks a todos!”… De verdad, la miseria nos resbala; no sólo eso, casi todo el mundo en el fondo ve irrisorias, hipócritas y ridículas a las personas que se preocupan demasiado por eso. El planeta es enorme, tanto que en unos sitios es de día mientras en otros es de noche, así que, no vamos a dejar que algunas desgracias lejanas nos agrien el carácter; sería de tontos, ¿no?
Casi sin darme cuenta he llegado al capitulo cinco del libro, capitulo que he titulado: “Vanesa, la prostituta del rincón de Frank”. El rincón de Frank es un bar de barrio en el que Vanesa siempre tiene clientes, todos los días. Y el protagonista de la historia es uno de ellos. Mientras he dejado que mi instinto fuera dibujando todas las perversiones, he tenido otra de esas crisis de fe. Me pasa cuando se me ocurre que realmente el libro está pensado para gente que busca todo lo que estoy escribiendo, pero en la vida real, o por lo menos en video. Hay muy poca gente a la que le guste ejercitar la imaginación; la prueba está en que casi nadie lee; y de hecho el grueso de las personas que van al cine (un arte supuestamente más masticado), sólo lo hacen cuando no saben qué hacer. Entre todos hemos convertido el ocio en buscar la cosa que menos de nosotros exija a cambio del mayor placer posible. ¿Para qué hacer montañismo o leer un libro si puedes emborracharte y así hacer que todo cuanto te rodea parezca divertido y fascinante? A cambio de qué, ¿unos treinta euros? ¿Alguien se acuerda de la resaca de la semana anterior? Siempre he tenido la teoría de que a algunos simplemente no nos gusta ese concepto de diversión, pero tardamos unos años en percatarnos de ello; justo cuando vemos que sólo hemos estado haciendo esas cosas porque también las hacían todos los demás. No quiero decir que eso sea “madurar”, de hecho odio esa palabra. Pero está claro que cuando llegas a cierta edad y ves que a algunos amigos tuyos les sigue apasionando la cultura discotequera, y a ti no, es porque básicamente has estado perdiendo el tiempo sin saberlo. Hablo totalmente en serio, hay gente que de verdad cree que la mejor forma de conocer a las personas es en tugurios oscuros y gritando por encima del rollo comercial que sea que esté de moda…
Mientras escribo, cuanto más pienso en aquellas cosas que me indignan, más guarras son las escenas que se me ocurren. Llevo días reflexionando sobre el modo de incluir heces femeninas en alguna escena sexual sin que resulte demasiado asqueroso. Cuando ya llevo como dos semanas alienado y escribiendo y cavilando sobre cómo minimizar los lapsos de tiempo entre polvo y polvo, cada vez me siento más apegado a este lugar. La cabaña, el bosque. Ya no me da miedo la noche. Incluso he salido un par de veces con una linterna a dar una vuelta sin alejarme demasiado. Una mañana he cogido y he lanzado mi reloj todo lo lejos que he podido; odio el tiempo, el tiempo siempre me lleva de culo. Esa misma mañana me he dado cuenta de que hace una semana que debía haber vuelto a trabajar. Y además también he recordado que ese ruido apagado que sale de dentro del bolsillo interior de mi chaqueta siempre, es el móvil. Lo cual significa que mi mujer y mis dos hijos ya deben estar muy preocupados. Ya sé, ya sé, es que no me gusta mucho hablar de esa faceta de mi vida. Si ella, mi querida, leyera algunas de las cosas que escribo, pensaría que quiero matarla junto a los niños y comenzar una nueva vida. Y la verdad es que para ese tipo de deducciones, suele ser muy lúcida.
No es que fuera algo planeado, pero la mañana que decidí venir aquí, a quinientos kilómetros de mi vida, no avisé a nadie. Basta con levantarse un día más temprano que los demás y asegurarte de estar a unos doscientos kilómetros para cuando despierten. Mi mujer sabe que existe esta casa, pero como mi comportamiento siempre ha sido recto y fiel y hasta sumiso, ni siquiera sospecha que pueda estar aquí. Para ella ahora debo ser algo así como esas niñas pequeñas que desparecen y luego encuentras sus fotos hasta en las cajas de cereales, (incluso habiéndome llevado el coche y mis tarjetas de crédito). Yo achaco mi espantada a que hemos corrido demasiado, antes de los treinta (mucho antes), cansándonos, dos críos, hipoteca, ¡dos críos! En fin, quizá es mejor frenar ese tipo de comportamiento; parece que una buena parte de las nuevas generaciones tenemos unas prisas terribles por vivir; no nos ha dado tiempo de habituarnos a la postadolescencia y ya hemos querido organizarnos como si tuviéramos cuarenta años. No bromeo, el último recuerdo que tengo de soltero despreocupado creo que es de cuando tenía catorce años, cazando ranas en un río con mi padre.
Escribir la novela era en parte un acto de amor a la literatura, pero también una forma de huir. Cuando tienes hijos a ciertas edades, te pasas el tiempo falseando la voz (aunque hace poco que te ha cambiado) y jugando con ellos, mientras de reojo ves a tu mujer de un lado a otro de la casa como si ya tuviera cincuenta años. No digo yo que estar así sea contraproducente para toda la gente joven; pero quizá sí haya que agotar otras ambiciones, vicios y curiosidades antes de montar el nido independiente. Te pasas años abriendo el pico con toda tu energía mientras mamá deja caer los gusanos en tu boca, y para cuando aún no has acabado de masticar ya eres tú quien tiene que conseguir la comida. No sé, creo que podría habérmelo montado mejor.
Así que tuve aquel sueño, el sueño recurrente. Yo y una chica misteriosa en una casa de madera, en esa selva preciosa, sin niños alrededor, como unos Adán y Eva ateos que saben que la vida es lo suficientemente larga como para querer vivirlo todo en treinta años. Y desperté con una sensación de euforia tal, que cogí el coche y no paré de conducir hasta llegar aquí. Una mala imitación de la cabaña del sueño, sí, pero suficiente para hacerme sentir mejor y portarme mal durante una temporada.
A excepción de que…
Cuantos más días pasan menos ganas tengo de volver. A más largo es mi libro más aumenta mi negación. Sencillamente, cada vez estoy mejor solo. Voy al pueblo a comprar, a pie, está a unos tres kilómetros. Y enseguida me vuelvo al bosque. Por las noches ya no sólo siento esa sensación de que todo es posible, sino que además me siento seguro, mejor que nunca.
Fuera he construido una barbacoa. La he montado bastante bien para no haber cogido un ladrillo en mi vida. Me estoy asentando; estoy fabricándome un nido propio, arreglando la casa, imaginando lo que debe ser la juventud libre de quien sabe esperar; intentando notar esa sensación aun a sabiendas de que tengo hijos y algunos de mis amigos hace poco aún vivían con sus padres. Intento con todas mis fuerzas ser la persona que hubiera sido si las circunstancias hubieran sido otras.
Pasado un mes y medio, ya no tengo móvil (lo tiré), y me las he arreglado para trabajar desde aquí. No he llamado a mi mujer. Noto un dolor agudo en el estómago al pensar en mis hijos. Si no fuera por ellos esto estaría chupado. Me río yo de la gente que titubea para dejar a sus parejas, sus rolletes. He hecho buenos arreglos en la casa; por lo menos hasta el punto de que no parezca que está abandonada.
El sol está apretando estos últimos días (ese chulopiscinas impertinente). Me estoy habituando a hacer un horario en que me voy a dormir un rato después de amanecer y me levanto unas dos horas antes de que se vaya el sol. El sol de la tarde no me parece tan antipático, pero debe ser porque a medida que se va, se va acercando más y más la noche, la calma, mis horas de trabajo y tranquilidad en este bosque cada día más cerca de mi sueño idílico.
Una mañana despierto a eso de las diez, y me parece un oír ruido afuera. Pero me doy la vuelta y sigo durmiendo. Sin haber notado el olor. Porque cuando vuelvo a despertar, miro por la ventana y veo el incendio. Se me enciende una bombilla. No suele quemarse el bosque en esta época del año. Pero fue en esa dirección en la que tiré el reloj; nuevecito, con una gran esfera, brillante y caro como una puta de lujo.
Por algún motivo no me voy enseguida afuera. Me quedo viendo cómo un árbol contagia al siguiente la destrucción. Aprovecho para ver la tragedia en directo por una vez; y no diez horas después en el telediario en forma de verdad filtrada por un tío de corbata respetado y sobreestimado.
Así que probablemente el sol se ha aliado con el tiempo; mis dos mayores enemigos se han unido para joderme en serio. Y mientras las lenguas de fuego ya están a unos pocos metros de la casa, entre el humo y los troncos calcinados parece que se ve una figura de espaldas, que se asemeja la chica del sueño. Que después se revuelve con el aire y se une al caos. Me pasa por la cabeza una segunda oportunidad; recuerdo la imagen de mi hijo el mayor contándome en susurros en la cocina que le había salido sangre por el pito. Y cómo eso provocó mis planes de literato mojabragas. La idea de provocar una soltería por asilamiento.
Doy un paso atrás y es entonces cuando tomo conciencia de que tengo que empezar a moverme, antes de que el humo me deje atontando, y muera en este lugar que en un buen sueño jamás se quemaría.
[En el video, single del primer disco de “She and Him”, dueto con cara reconocible en Zooey Deschanel, actriz vista en “Casi famosos” y “Guia del atoestopista galáctico” entre otras. Cualquiera que le vaya el rollo Beatles, el folk De Dylan, y en general la música de los cincuenta y sesenta, que no deje de escuchar este disco.
Y por otro lado, he visto el musical “Mamma mia!” El cual no me ha fascinado, de hecho me ha parecido algo chusco, y simple (en el peor sentido). Quizá el único motivo por el cual apruebe la película (aparte de Meryl Streep, que parece que pasaba por allí y le apetecía cantar…) sea el eje central de la misma, Amanda Seyfried, que al margen de ser una belleza espatarrante, actuando es como un libro abierto. Le auguro a la moza un futuro más que prometedor (foto de la muchacha abajo).]