Cosiendo piel muerta

Es como una cabaña, una pequeña casa de madera en medio de alguna selva idílica; a salvo de la naturaleza de índole destructivo y de los animales peligrosos. La casa tiene techo pero sólo tiene tres paredes. Es por la mañana y puedes oír cantar a los pájaros y respirar el aire siempre a temperatura estable; ningún avión comercial surca los cielos nunca apestándolos, y no hay modernidad tecnológica con la que rajar la tranquilidad. Siempre es por la mañana y a mi lado hay una mujer de aspecto indefinido que nunca envejece, a la que siempre veo durmiendo de espaldas a mí, respirando como si nadie joven en el mundo pudiera enfermar jamás. Es la mejor forma de describirlo, la paz del sueño tranquilo; la suerte de quien vive en calma, o muere mientras duerme después de haber tenido una vida áspera y provechosa.
Luego despierto. Siempre con esa sensación de felicidad inmensa que dan algunos sueños que, por más extraños e irreales que sean, no suelen tener competencia en la vida real.
De entre las cosas que mi padre muerto legó, una de ellas es una casa similar a la de mi sueño recurrente, sólo que en la vida real, con sus cuatro paredes y su peligroso aislamiento, en una de esas zonas boscosas con un pasado de riadas y hasta muertos. Vaya, que no es una de esas edificaciones de multimillonario. Ni tan siquiera es aconsejable vivir en ella. Necesita una reforma urgente e inquilinos felices. Hace dos años que mi padre murió. Mi madre aún anda por ahí de negro diciéndole a todo el mundo lo bueno que era el hombre, como en un mantra canceroso que no parece querer abandonarla hasta matarla de pena. Como si él hubiera sido un angelito. Mi madre en tiempos se convirtió en una experta en taparnos a mí y a mis hermanas los moratones con maquillaje. Y a ella misma, claro. Cuando crecimos, mis dos hermanas aún eran manejables; pero al ver que yo ya podía levantarle la mano, se limitó a atizar a mi madre cuando nadie podía oír los quejidos. Era, en esencia, un hijo de puta en toda regla, alguien que ahora debería estar sodomizado en la cárcel, y no muerto. Y de no haber sido por la enfermedad y las constantes y dramáticas escenitas de mi madre para que no le denunciáramos, podría haber sido así. De todos modos, un bendito tumor cerebral se lo llevó. Y aunque consiguió desquiciar a mi madre antes de irse, por lo menos ahora ya no tenemos que preocuparnos por que la mate o la inutilice para siempre.

Ahora la vida es más tranquila; pesarosa y manchada irremediablemente por el pasado y cierta sensación de culpabilidad. Pero tranquila. Como si lo peor ya hubiera pasado. Mis hermanas viven independizadas, casadas y con críos. Mi madre vive sola, pero cada día tiene sus charlas y sus paseos con vecinas y gente del barrio. Nos reunimos cada domingo para comer con ella, y vamos tirando. Mi trabajo como traductor me permite cierta flexibilidad horaria cuando no tengo alguna reunión o encuentro. Y a veces, cuando me siento con fuerzas, vengo unos días a la casita de madera, y sigo escribiendo esa novela que tiene que revolucionar el panorama literario algún día, (aunque en realidad me conformo con que me la publiquen).

Por la noche esta casa cruje por todos lados. Tanto que se me hace indispensable poner un transistor para poder dejar de pensar en alguien que ha entrado para cortarme a trocitos con una sierra eléctrica. Si hay algo más peligroso que la gente, es la imaginación. Ya que con ésta puedes someter a la gente. Y a ti mismo.
Aquí meterse en la cama por las noches no hace ninguna gracia. La realidad es que nunca he sentido esa paz y abandono de “irse a la cama”. De pequeño por puro miedo a morir o quedarme sin madre durante la noche. En mi casa actual por miedo a que suene el teléfono de madrugada en relación a mi madre. Y en esta cabaña o como demonios se pueda llamar, por miedo a tener miedo. El terror más primitivo es el de echar de menos tu escepticismo. Basta con saber que no hay nadie a kilómetros a la redonda para que cualquier ruido te convierta en creyente.
Cualquier mueble o bulto que veas en la oscuridad, siempre parece algo agazapado esperando a que te despistes para atacar; un duende asesino, un fantasma, un psicópata, mi padre muerto… De noche todo vale, y la verdad es que, suene raro o no, siempre la he preferido al día. Sólo un buen día nublado -de esos de estética londinense-, puede competir con la noche, que potencia en mí la idea de que todo es posible. El sol te pone en evidencia, es pesado y obvio, poco sutil, nada elegante; me afecta al cerebro igual que ver el poster de una chica operada de las tetas, sin sujetador y con tanga; es llamativo, pero yo prefiero otra clase de belleza.
Por más miedo que pueda pasar en la cabaña de noche, siempre tengo la sensación de que las horas de luz se eternizan, me someten. En definitiva no estoy completamente a gusto a ninguna hora del día en la que me encuentre despierto. La sensación es la de estar constantemente esperando algo, algo más; y por más que muchos digan que ese es el motor de la vida, a mí esa perorata nunca me ha convencido, a mí lo que me gusta es beber agua fría con ansia cinco minutos después de haber cruzado la meta.

La novela que escribo es pura pornografía. Y no lo digo porque sea violenta o muy comercial, sino porque es pura pornografía; más allá del relato erótico y de esas descripciones eternas y aburridas sobre los pechos turgentes de fulanita o el monte de venus de menganita. No me interesaba eso. Lo que quiero es que la gente lea lo que nunca se suele decir en un libro. Que los adictos al sol se escandalicen a leer cosas como la textura exacta del semen salpicado en las tetas de alguien, o la forma en que el personaje principal disfruta engañando y chantajeando en busca de sexo desnudo, adultero y escabroso. La idea es escribir algo que se parezca de verdad a la vida; o más bien a lo que mucha gente tiene en la cabeza en la vida real. Lo que hay detrás de muchas citas bienintencionadas, las cenas, y hasta más de una boda.
El libro empieza con un capitulo en el que el hijo adolescente del protagonista no puede dejar de masturbarse al paso de las semanas y los meses, mirando siempre las mismas fotos de Lindsay Lohan. Un día insiste hasta el punto de que le sale sangre. Y ahí arranca la novela, en una enfurecida discusión entre el protagonista y su mujer delante del avergonzado chaval, que más adelante se convertirá en un acosador de sus primas, mucho más apetecibles para él por el sólo hecho de ser familia. Lo dicho, pornografía, de la buena, o eso intento; más allá de los focos, el atrezzo y las actrices porno estereotipadas que guiñan involuntariamente los ojos cada vez que alguien está apunto de correrse en su cara. El libro debería convertirse en algo así como un refugio para esa gente que jamás te reconocería que se masturba, o para esos padres de familia que en realidad no querían serlo. Un oasis en el desierto de esa generalizada hipocresía de clase media.

Pasan algo así como diez días y esta vez mi estancia en la cabaña está siendo muy productiva. La novela va viento en popa.
Quizá sea muy pretencioso con ella, pero no sé afrontarlo de otra manera. La vida real no siempre puede competir con la ficción; o mejor dicho, la mayoría del tiempo no puede. Sí, pasan cosas extraordinarias o terribles, pero normalmente te enteras de ellas viendo la tele o leyendo el periódico. La mayoría de gente vivirá la linealidad de su vida desde la habitación de hospital de su nacimiento hasta la de su muerte sin apenas nada que valga de verdad la pena contar. Es cierto que me refiero sólo al mundo civilizado, pero, ya sabes, ¿a quién le importa el extrarradio? A nadie, esas cosa terribles que se ven en las noticias no son más que lo que hacemos mientras comemos o cenamos. Es patético reconocerme tan rematadamente acomodado en mi mundo, pero venga, en serio, la gente se da sus caprichos, se envía mensajitos, dicen cosas como: “¡Por fin es viernes!” o “¿Has visto en Youtube ese video del niño que rompe su ordenador?”. Entramos en Facebook y ponemos cosas como: “¡Me voy a la piltraaaa! ¡Muaks a todos!”… De verdad, la miseria nos resbala; no sólo eso, casi todo el mundo en el fondo ve irrisorias, hipócritas y ridículas a las personas que se preocupan demasiado por eso. El planeta es enorme, tanto que en unos sitios es de día mientras en otros es de noche, así que, no vamos a dejar que algunas desgracias lejanas nos agrien el carácter; sería de tontos, ¿no?

Casi sin darme cuenta he llegado al capitulo cinco del libro, capitulo que he titulado: “Vanesa, la prostituta del rincón de Frank”. El rincón de Frank es un bar de barrio en el que Vanesa siempre tiene clientes, todos los días. Y el protagonista de la historia es uno de ellos. Mientras he dejado que mi instinto fuera dibujando todas las perversiones, he tenido otra de esas crisis de fe. Me pasa cuando se me ocurre que realmente el libro está pensado para gente que busca todo lo que estoy escribiendo, pero en la vida real, o por lo menos en video. Hay muy poca gente a la que le guste ejercitar la imaginación; la prueba está en que casi nadie lee; y de hecho el grueso de las personas que van al cine (un arte supuestamente más masticado), sólo lo hacen cuando no saben qué hacer. Entre todos hemos convertido el ocio en buscar la cosa que menos de nosotros exija a cambio del mayor placer posible. ¿Para qué hacer montañismo o leer un libro si puedes emborracharte y así hacer que todo cuanto te rodea parezca divertido y fascinante? A cambio de qué, ¿unos treinta euros? ¿Alguien se acuerda de la resaca de la semana anterior? Siempre he tenido la teoría de que a algunos simplemente no nos gusta ese concepto de diversión, pero tardamos unos años en percatarnos de ello; justo cuando vemos que sólo hemos estado haciendo esas cosas porque también las hacían todos los demás. No quiero decir que eso sea “madurar”, de hecho odio esa palabra. Pero está claro que cuando llegas a cierta edad y ves que a algunos amigos tuyos les sigue apasionando la cultura discotequera, y a ti no, es porque básicamente has estado perdiendo el tiempo sin saberlo. Hablo totalmente en serio, hay gente que de verdad cree que la mejor forma de conocer a las personas es en tugurios oscuros y gritando por encima del rollo comercial que sea que esté de moda…

Mientras escribo, cuanto más pienso en aquellas cosas que me indignan, más guarras son las escenas que se me ocurren. Llevo días reflexionando sobre el modo de incluir heces femeninas en alguna escena sexual sin que resulte demasiado asqueroso. Cuando ya llevo como dos semanas alienado y escribiendo y cavilando sobre cómo minimizar los lapsos de tiempo entre polvo y polvo, cada vez me siento más apegado a este lugar. La cabaña, el bosque. Ya no me da miedo la noche. Incluso he salido un par de veces con una linterna a dar una vuelta sin alejarme demasiado. Una mañana he cogido y he lanzado mi reloj todo lo lejos que he podido; odio el tiempo, el tiempo siempre me lleva de culo. Esa misma mañana me he dado cuenta de que hace una semana que debía haber vuelto a trabajar. Y además también he recordado que ese ruido apagado que sale de dentro del bolsillo interior de mi chaqueta siempre, es el móvil. Lo cual significa que mi mujer y mis dos hijos ya deben estar muy preocupados. Ya sé, ya sé, es que no me gusta mucho hablar de esa faceta de mi vida. Si ella, mi querida, leyera algunas de las cosas que escribo, pensaría que quiero matarla junto a los niños y comenzar una nueva vida. Y la verdad es que para ese tipo de deducciones, suele ser muy lúcida.
No es que fuera algo planeado, pero la mañana que decidí venir aquí, a quinientos kilómetros de mi vida, no avisé a nadie. Basta con levantarse un día más temprano que los demás y asegurarte de estar a unos doscientos kilómetros para cuando despierten. Mi mujer sabe que existe esta casa, pero como mi comportamiento siempre ha sido recto y fiel y hasta sumiso, ni siquiera sospecha que pueda estar aquí. Para ella ahora debo ser algo así como esas niñas pequeñas que desparecen y luego encuentras sus fotos hasta en las cajas de cereales, (incluso habiéndome llevado el coche y mis tarjetas de crédito). Yo achaco mi espantada a que hemos corrido demasiado, antes de los treinta (mucho antes), cansándonos, dos críos, hipoteca, ¡dos críos! En fin, quizá es mejor frenar ese tipo de comportamiento; parece que una buena parte de las nuevas generaciones tenemos unas prisas terribles por vivir; no nos ha dado tiempo de habituarnos a la postadolescencia y ya hemos querido organizarnos como si tuviéramos cuarenta años. No bromeo, el último recuerdo que tengo de soltero despreocupado creo que es de cuando tenía catorce años, cazando ranas en un río con mi padre.
Escribir la novela era en parte un acto de amor a la literatura, pero también una forma de huir. Cuando tienes hijos a ciertas edades, te pasas el tiempo falseando la voz (aunque hace poco que te ha cambiado) y jugando con ellos, mientras de reojo ves a tu mujer de un lado a otro de la casa como si ya tuviera cincuenta años. No digo yo que estar así sea contraproducente para toda la gente joven; pero quizá sí haya que agotar otras ambiciones, vicios y curiosidades antes de montar el nido independiente. Te pasas años abriendo el pico con toda tu energía mientras mamá deja caer los gusanos en tu boca, y para cuando aún no has acabado de masticar ya eres tú quien tiene que conseguir la comida. No sé, creo que podría habérmelo montado mejor.

Así que tuve aquel sueño, el sueño recurrente. Yo y una chica misteriosa en una casa de madera, en esa selva preciosa, sin niños alrededor, como unos Adán y Eva ateos que saben que la vida es lo suficientemente larga como para querer vivirlo todo en treinta años. Y desperté con una sensación de euforia tal, que cogí el coche y no paré de conducir hasta llegar aquí. Una mala imitación de la cabaña del sueño, sí, pero suficiente para hacerme sentir mejor y portarme mal durante una temporada.
A excepción de que…
Cuantos más días pasan menos ganas tengo de volver. A más largo es mi libro más aumenta mi negación. Sencillamente, cada vez estoy mejor solo. Voy al pueblo a comprar, a pie, está a unos tres kilómetros. Y enseguida me vuelvo al bosque. Por las noches ya no sólo siento esa sensación de que todo es posible, sino que además me siento seguro, mejor que nunca.
Fuera he construido una barbacoa. La he montado bastante bien para no haber cogido un ladrillo en mi vida. Me estoy asentando; estoy fabricándome un nido propio, arreglando la casa, imaginando lo que debe ser la juventud libre de quien sabe esperar; intentando notar esa sensación aun a sabiendas de que tengo hijos y algunos de mis amigos hace poco aún vivían con sus padres. Intento con todas mis fuerzas ser la persona que hubiera sido si las circunstancias hubieran sido otras.

Pasado un mes y medio, ya no tengo móvil (lo tiré), y me las he arreglado para trabajar desde aquí. No he llamado a mi mujer. Noto un dolor agudo en el estómago al pensar en mis hijos. Si no fuera por ellos esto estaría chupado. Me río yo de la gente que titubea para dejar a sus parejas, sus rolletes. He hecho buenos arreglos en la casa; por lo menos hasta el punto de que no parezca que está abandonada.
El sol está apretando estos últimos días (ese chulopiscinas impertinente). Me estoy habituando a hacer un horario en que me voy a dormir un rato después de amanecer y me levanto unas dos horas antes de que se vaya el sol. El sol de la tarde no me parece tan antipático, pero debe ser porque a medida que se va, se va acercando más y más la noche, la calma, mis horas de trabajo y tranquilidad en este bosque cada día más cerca de mi sueño idílico.
Una mañana despierto a eso de las diez, y me parece un oír ruido afuera. Pero me doy la vuelta y sigo durmiendo. Sin haber notado el olor. Porque cuando vuelvo a despertar, miro por la ventana y veo el incendio. Se me enciende una bombilla. No suele quemarse el bosque en esta época del año. Pero fue en esa dirección en la que tiré el reloj; nuevecito, con una gran esfera, brillante y caro como una puta de lujo.
Por algún motivo no me voy enseguida afuera. Me quedo viendo cómo un árbol contagia al siguiente la destrucción. Aprovecho para ver la tragedia en directo por una vez; y no diez horas después en el telediario en forma de verdad filtrada por un tío de corbata respetado y sobreestimado.
Así que probablemente el sol se ha aliado con el tiempo; mis dos mayores enemigos se han unido para joderme en serio. Y mientras las lenguas de fuego ya están a unos pocos metros de la casa, entre el humo y los troncos calcinados parece que se ve una figura de espaldas, que se asemeja la chica del sueño. Que después se revuelve con el aire y se une al caos. Me pasa por la cabeza una segunda oportunidad; recuerdo la imagen de mi hijo el mayor contándome en susurros en la cocina que le había salido sangre por el pito. Y cómo eso provocó mis planes de literato mojabragas. La idea de provocar una soltería por asilamiento.
Doy un paso atrás y es entonces cuando tomo conciencia de que tengo que empezar a moverme, antes de que el humo me deje atontando, y muera en este lugar que en un buen sueño jamás se quemaría.

[En el video, single del primer disco de “She and Him”, dueto con cara reconocible en Zooey Deschanel, actriz vista en “Casi famosos” y “Guia del atoestopista galáctico” entre otras. Cualquiera que le vaya el rollo Beatles, el folk De Dylan, y en general la música de los cincuenta y sesenta, que no deje de escuchar este disco.
Y por otro lado, he visto el musical “Mamma mia!” El cual no me ha fascinado, de hecho me ha parecido algo chusco, y simple (en el peor sentido). Quizá el único motivo por el cual apruebe la película (aparte de Meryl Streep, que parece que pasaba por allí y le apetecía cantar…) sea el eje central de la misma, Amanda Seyfried, que al margen de ser una belleza espatarrante, actuando es como un libro abierto. Le auguro a la moza un futuro más que prometedor (foto de la muchacha abajo).]

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9 comentarios en “Cosiendo piel muerta

  1. Me haces ver esa casita de madera donde escribes y escribes pero, sobre todo, me queda esa nostalgia que cubre tus letras. Qué linda tu madre, se parece a la mía, con amigas y siempre en asuntos ocupada y haciendo el bien.

    Envidio tu horario flexible, pero envidia sana.

    Besitos amistosos en total armonía!

  2. No sé si de tu relato la primera parte es verdad. Pero, quizás intuyo que algo con respecto a tu padre pudiera ser cierto.

    La casita en el bosque, tiene ese punto de inflexión en uno mismo, donde nos saltan los miedos más intimos, donde sólo nos tenemos a nosotros mismos y es ese el mayor miedo.

    Me ha gustado tu relato.

    Saludos Anaisay

  3. Más allá de que el uso de la primera persona cree confusión entre tus lectores; te aseguro que coloco directamente este relato entre los mejores que he leído.
    Envidio tu lenguaje como el corredor que observa desde la pista cómo el vencedor ya disfruta con ansia de un buen trago de agua fría. En verdad me parece tan genial como «apabullante».

    Ni esta mañana ni esta tarde conseguí entrar aquí. Cuando esta noche he visto cómo por fin cargaba la página, mi sorpresa ha sido más que agradable. (Yo si tengo Jazztel).

    ¡Enhorabuena!

  4. Jajaja! Veo que a la gente le resulta fácil identificarse con tus personajes. Supongo que eso es bueno.

    Buen relato. La frase en la que unes a los dos enemigos del tío: el sol y el tiempo, es genial!

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