Cuando comencé a aceptar que solo soy una casualidad con fecha de caducidad, fue cuando comencé a tranquilizarme, a tener claras algunas cosas.
Todas las etapas supuestamente buenas a menudo empiezan a desvanecerse cuando alguien pregunta “por qué”. Y todos comenzamos desde pequeñitos, se nos adiestra para que la curiosidad se nos coma y no paremos hasta formar una familia, hacer abuelos a nuestros padres y perpetuar la especie. Y ya está, te dicen, el camino siempre va en línea recta por más que quieras creer que tras ese paisaje en bucle hay alguna escapatoria. Cuando comencé a comprender que solo existía el placer inmediato y que un disco de los Pixies podía ser mejor que la vida (y además me iba a sobrevivir), fue cuando la que comencé a considerar mi novia, se apellidaba: “16660”, lo cual era, muy a mi pesar, su número de serie.
Nací y siete años después mi madre le preguntó a mi padre si aún la quería. Él dijo sí. Y ella dijo ¿por qué?
Luego comencé a ver a mi padre sólo los sábados. Para cuando tuve doce años ya estaba deseando independizarme, darle todo mi dinero a una inmobiliaria, casarme y cometer exactamente los mismos errores que cometieron mis padres. A eso la gente lo llama Vivir, pero yo lo único que quería era huir; ya un poco antes de la adolescencia comencé a comprender que la mayoría de gente es idiota. En esencia, desde que de pequeños comenzamos a hacer preguntas, los problemas tienden al alza; la felicidad se vende en cajitas color rosa que contienen la promesa con fecha preconcebida de que la confianza y el amor se pueden comprar. Como no tenemos carácter a un nivel emocional, intentamos señalar nuestras inquietudes en el calendario, con calculadoras y celebrando aniversarios para presumir de todo lo que hemos aguantado en cada uno de nuestros íntimos y meritorios retos: mantener una pareja, creer en el nacimiento de Jesucristo y gastar dinero en su nombre, o simplemente recordar a todos con una cena que aún seguimos vivos.
Todas ellas, paradójicamente, son celebraciones potenciadas por un núcleo poderosísimo de gente que presume de optimismo a todas horas, y llama aguafiestas a cualquiera que disienta sobre la más mínima tradición.
¿Qué celebras? ¡Que he cumplido veintitrés años!… No puedo imaginar forma más palpable de pesimismo. No hay forma de que alguien pueda haber muerto a los veintidós si no es de un modo trágico y brutalmente doloroso para todos los que canten el cumpleaños feliz en esa fiesta. Por esa regla de tres, cada vez que coges el coche y llegas a destino sano y salvo, ese mismo día tendrías que llamar a todos tus amigos, comprar un pastel y emborracharos hasta el alba. Y eso sí tendría sentido; con una velita en forma de bujía y un minuto de silencio cada vez por los muertos ese día en carretera.
Pero no es económicamente viable. Tenemos que dejar que nos digan cómo y cuándo vamos a gastar nuestro dinero, y qué tenemos que hacer si no queremos quedar como unos tacaños. Es la poesía macabra de la unidad, el sentido común de la comunión establecida, la forma de chantaje emocional más sólida y retorcida que existe. Cariño, ahora es cuando tenías que hacerme el regalo, no ayer. ¿Por qué?
Y te dicen: No se trata de ser sincero, hay que ser Detallista. No tienes que ser tú, tienes que ser Normal. Pero yo fui cumpliendo años y creciendo y alimentando al monstruo de la percepción seca, sin ambages; sentimental y sensible y soñador, pero ansioso de sentido común e innumerables intentos de análisis, muchos frustrados por la compleja capacidad de la mayoría de las personas para simplificarlo todo, simplificándose a la vez a sí mismos y dinamitando su potencial.
La idea siempre es que no te pille la onda expansiva. El plan es no llegar al punto en que tu vida sea tan falsa que pueda venirse abajo con un solo “Por qué”. Y sobre todo, y lo más importante, es saber que algún día todos moriremos, y que el paso por la vida es demasiado importante como para desaprovecharlo celebrando continuamente nuestra propia mediocridad.
Cuando Sony pasó a ser Pretecnotime, nadie podía imaginar que parte de la oferta en prostitución pasaría a ser un refugio para los primeros modelos Alicia. El perfeccionamiento de los cyborgs a un nivel meramente táctil y de movilidad le daba nuevos significados a la vieja relación sexual. El adulterio pasó a ser algo mucho más delicado si cabe; que tu marido te pusiera los cuernos con otra ya era jodido de por si, pero que lo hiciera con una muñeca era doblemente insultante. Debido a la amplia demanda de los servicios Alicia, Pretecnotime intentó fabricar un modelo de cyborg masculino que salió al mercado recibiendo una tibia respuesta. Debido a la enorme inversión y las pérdidas, la empresa decidió no fabricar ninguna partida más, y concentrarse en el dinero fácil: Alicia.
Cuando se consiguió dar un paso más en cuestiones como la mirada y la expresión del robot, se comenzó a utilizar a los cyborgs en otros campos, en muchas empresas en tareas de recepción y consulta. Al paso del tiempo, cualquier edificio en el que entraras tenía un cyborg detrás del mostrador con quien podías interactuar, hacer preguntas sencillas y hasta jugar una partida al ajedrez. Con el paso de los años esa imitación de veinteañera comenzó a ser tan perfecta que tenías que acercarte para llegar a saber si era de carne y hueso. Los fabricantes, dada la brutal demanda, hicieron que Alicia fuera cada día menos distante. Las recepcionistas robot comenzaron a fruncir el ceño, a salivar, y a mover la lengua y los ojos como si estuvieran coqueteando. La vida humana comenzaba a estar en tela de juicio. Comenzaba a estar pasado de moda dar explicaciones o acumular orgullo tradicional. Las manifestaciones de azafatas, conserjes y prostitutas comenzaron a ser cada vez más frecuentes. El paro escaló hasta cotas insostenibles. Y yo me enamoré del prototipo Alicia 16660.
El edificio de oficinas en el que trabajaba tenía una fuerte política de humanización de sus “empleadas a jornada completa”, el eufemismo elegante con el que les gustaba denominar a las chicas robot que se encargaban de las tareas más arcaicas. Éstas estaban preparadas para aprender y almacenar información, había una en cada planta y los primeros años fueron algo caóticos. La mayoría de las empleadas irritables no aceptaban este “avance”, las asociaciones feministas se convirtieron en una suerte de grupos anarquistas desde los cuales llegaban cartas con amenazas de muerte. Alicia -cualquiera de ellas- no tenía nunca michelines o varices, estaba siempre anclada en la flor de la vida, tenía diferentes peinados cada día y nunca protestaba. De las estáticas recepcionistas se pasó a los androides con la movilidad y soltura de cualquier mujer tranquila, mona y paciente a la que te gustaría llevar a comer cada domingo a casa de tus padres. Y de ésas, se pasó al siguiente modelo, se pasó a tener que tomar la determinación de ponerles un brazalete dorado, que te avisaba antes de que te pusieras a hablar con una para invitarla a cenar.
De lo cual, pasaron a tener también vagina.
El primer modelo de prostituta robótica se fundió con el más avanzado y expresivo. Una ley ordenó la igualdad entre androides, unificando así su reconocimiento. El hecho de que ellas también pudieran ser sexualmente activas se debía al otrora legalizado negocio de la prostitución, con lo cual, tanto si la robot era recepcionista como si era prostituta, su fisonomía tenía que responder a los mismos patrones de fabricación. Se había abierto la veda.
Las mujeres orgánicas se unieron; ahora ningún tío tenía por qué dar rienda suelta a sus trucos; con Alicia bastaban un par de órdenes sencillas. No podían salir de sus establecimientos, y en todo caso era muy aparatoso llevarse una, pero las copias de las llaves comenzaron a circular del mismo modo que las drogas duras en las discotecas. La única regla inquebrantable era usar siempre condón y limpiarla luego. No había en toda la empresa una sola Alicia virgen. La excusa de tener que quedarse trabajando hasta tarde había adquirido una nueva dimensión.
Por las mañanas las chicas robot amanecían peinadas de cualquier forma y vestidas igual que encontrarías a la víctima de una violación. Los encargados del cambio de look a veces también tenían que limpiar manchas de esperma. Todo el mundo era siempre sospechoso, todos los mandatarios eran siempre hombres, y todas las mujeres estaban siempre indignadas. Pero por otro lado, matrimonios que llevaban décadas en curso se habían suavizado, y la tasa de divorcios estaba disminuyendo. Las conversaciones entre parejas cada vez eran más parcas. Y nada de todo eso hacía más feliz a nadie. Simplemente se estaba imponiendo poco a poco un nuevo tipo de estabilidad, y si a una cosa estaba acostumbrado todo el mundo, era al conformismo. Todos juntos criticábamos a esos puteros follamuñecas y todos juntos éramos unos hipócritas. Todos queríamos mucho a nuestras parejas de carne y hueso.
En la séptima planta de mi empresa, el modelo Alicia 16660 cada vez estaba más suelto. Sonreía y marchaba de una mesa a otra dando los buenos días a todo el mundo, como si no hubieran tenido que reparar su ano y su vagina ya varias veces. Comencé a darme cuenta de mi obsesión con ella cuando pasé de penetrarla nervioso y excitado los días que me quedaba hasta tarde, a enseñarle nuevas palabras y hasta gestos. Al paso de los días ella misma se acercaba hasta mi escritorio y se sentaba en una silla; repetía sus frases hasta que yo le prestaba atención, y luego comenzábamos a practicar con el diccionario. Su belleza de fábrica parecía totalmente humana a la luz del flexo; señalaba con su dedo índice las palabras impresas y las repetía formando cada letra con sus labios como una niña aprendiendo a leer. Con ella podías ser un violador o un profesor de escuela; era, en esencia, la única pareja ideal posible del hombre corriente: una mujer que cambiaba de aspecto a diario y con la que nunca te peleabas. Era la cita perfecta; no podía ser tu mujer o ir al cine contigo, pero los ratos que pasabas con ella valían su peso en oro en comparación con las relaciones normales, que a menudo acababan con gente agobiada evitando mirarse cenando en restaurantes italianos o comprándose regalos cuando la tradición lo ordenaba. Yo sabía que en parte estaba equivocado, alienado, pero era un error bello, un relato inédito romántico de Philip K. Dick en el que yo era el protagonista. En el momento en que me acostumbré a ver la inmortalidad y la belleza tan de cerca, comencé a vivir de la forma que quise.
Alicia, la mía, parecía ser cada vez más consciente de sí misma. Comenzó a distinguir entre los empleados y ya no sonreía a todo el mundo por las mañanas. Ese cambio llegó a altas instancias, y un grupo de científicos, después de varias investigaciones, llegaron a la conclusión de que no pasaba nada peligroso, que simplemente su evolución se debía al cúmulo de información. Luego se subieron la bragueta y se fueron. O eso se comentaba. Alicia 16660 ya era la más popular, la robot sentimental, que sonreía de forma selectiva y a veces hasta parecía enfurruñarse. De modo que, con el tiempo, ningún hombre la tuvo en cuenta para desahogarse. Lo cual la dejó en exclusiva para mí.
Me pasé noches enteras con ella en el sillón de tres plazas que había en el despacho del jefe de planta. Con el diccionario y coito tras coito. Cuando amanecía, despertaba y ella estaba acurrucada encima de mí, como si ya hubiera vivido eso muchas otras veces. Nació en mí ese instinto de protección que se tiene cuando se quiere a alguien de verdad. Era oficial. Se corrió la voz. Todos los compañeros de trabajo se reían a mis espaldas.
Corría el riesgo de convertirme en la risotada recurrente, en el comentario favorito de las cenas de empresa, de cualquier empresa: “Un oficinista se ha enrollado con una androide, duerme con ella”. Iba a ser el mail en cadena que la gente se manda cuando está aburrida. Una cosa era follarte a un robot, pero las mujeres también merecían un mínimo respeto… Llegaba por las mañanas a la oficina y todos hacían como que daban besitos a su impresora, o abrazaban a sus pantallas de ordenador. La situación estaba comenzando a ser insostenible. Alicia venía a mi mesa cada dos por tres, y no veía dónde estaba el problema. Ya no era tan solo un hombrecillo patético más; para las compañeras humanas era aún peor, era despreciable, patético, alguien tan cutre que ni tan siquiera era capaz de intimar con una mujer real. No es que mi reputación se estuviera devaluando, es que ya no tenía de eso. Era el calzonazos del modelo 16660, mis hijos serían electrodomésticos con vísceras por dentro, mi vida sería como una pesadilla de David Cronenberg.
Continué viéndola por las noches. Su sonrisas cada vez parecían ser más amplias. Algo escalofriante estaba pasando. Ya parecía cualquier cosa menos un robot. Sus ojos se movían como los de alguien real. Me daba besos sonoros en el cuello. Utilizaba su vocabulario de una forma que ninguna de las otras Alicias jamás haría. Negaba a todos los demás, durante el día pasó a ser una mujer más, seria y recta, que no ofrecía la amabilidad que de un androide se espera. Estaba enamorada, mostraba exactamente los mismos impulsos de una mujer alerta y concentrada que estuviese enamorada. Y en ese momento parecía tener todas las virtudes de una humana y las ventajas de un robot. Sería fiel siempre, jamás me decepcionaría ni envejecería. Y yo, sencillamente, no podía seguir así.
Un día salí a la calle en la hora de descanso, evitando así que ella me siguiera hasta el comedor. Tenía la costumbre de sentarse en frente de mí y simplemente observarme mientras yo comía. Así que bajé en el ascensor, salí y me senté en un banco cercano a la entrada, las puertas de cristal que se abrían al acercarte, pero que no respondían si lo hacía una de las Alicias.
Desenvolví el papel de plata de mi bocadillo y comencé a comérmelo, esperando que ningún compañero de planta me viera allí. El edificio estaba situado cerca de un polígono, así que no había demasiado movimiento. Cuando llevaba tres mordiscos dados y me disponía a dar un trago de agua, atisbé a mi izquierda una figura tras las puertas de cristal cerradas. Alicia estaba de pie, con su habitual traje de chaqueta azul, mirándome fijamente. Algo en su rostro parecía intentar discernir lo que veía, o por qué yo estaba allí fuera en lugar de haber ido al comedor de la séptima planta como siempre. De alguna manera, había conseguido bajar, y ahora se limitaba a mirarme desde su cárcel de cristal. Sin entender nada. Quizá incluso echándome de menos, y quiero decir quizá. Evité mirarla, no podía soportar verla así. Ella no sabía por lo que yo estaba pasando, y no había forma de que lo entendiera.
Puso una mano abierta en el cristal, abría la boca, hablaba, pero yo no podía oírla, y ella no lo entendía. En la recepción no había más que otra Alicia, que obviamente permanecía ausente, sin reacción alguna. La mía continuó hablando, y yo no pude ignorarla más. Me puse de pie y caminé hacia las puertas. Me preguntaba qué me diría, cómo reaccionaría. A esas alturas podía incluso insultarme, o hasta abrazarme. No podía negarla, no si seguía trabajando allí.
Pero justo un poco antes de que llegara a abrirse la puerta a mi paso, tres mujeres cogieron a Alicia y la sacaron a la calle. Una de ellas le dio un empujón justo al abrirse la puerta. Alicia se estrelló contra el suelo. Me quedé paralizado. Otra mujer apareció, ya eran cuatro. Dos más me agarraron para que no pudiera intervenir. Una alarma sonaba, lo hacía siempre si un androide salía del edificio. Las dos mujeres que me sujetaban no eran de la empresa, pero las otras sí. Me decían al oído que mirara fijamente a “mi novia”. Enseguida supe que formaban parte de esos grupos feministas que se congregaban siempre a puertas de las empresas.
Mis cuatro compañeras arrastraron a Alicia por el suelo; ella pedía ayuda con voz neutra. Le lanzaban patadas en la cabeza y por todo el cuerpo. Alicia me miraba cuando podía, fruncía el ceño, ignorante de lo que estaba pasando. Esperaba mis respuestas, mi explicación, la salida que yo siempre le proporcionaba. Aguanté con todas mis fuerzas para no echarme a llorar mientras me sujetaban y me cogían de la coronilla para que viera la tortura. Más gente se congregó alrededor, y lo que para ellos era cómico, para mí estaba siendo una tragedia. Casi había conseguido huir de la vida real. Alicia estaba integrándose, aprendiendo, y por tanto convirtiéndose en un peligro para las mujeres de carne y hueso, mis compañeras. Entre las cuatro la cogieron cada una por una extremidad, y comenzaron a tirar. Primero le arrancaron el brazo derecho. Había chicas jóvenes grabando la escena con sus móviles. Un grupo de feministas, el resto, coreaban desde cerca. Alicia ya no tenía expresión alguna en la cara. Le arrancaron el otro brazo y ambas piernas; quedaron expuestos circuitos y soluciones viscosas. Una de las feministas apareció con una lata de gasolina, y juntó todos los trozos y los roció. Alguien echó una cerilla encendida. Pude ver cómo se quemaba su cara; pude verme con ella acurrucada en el sillón, pasando las páginas del diccionario, a ella sonriendo y esperando mi reacción, quitándose sola la ropa, caminando entre las mesas de la oficina, y preguntando por qué una y otra vez, sin que eso supusiera el desencadenante de la verdad.
[He descubierto un grupo llamado «black rebel motorcycle club», al parecer nacientes con grupos de la ola de The strokes o similares. Estos sin embargo parecen sostenerse más en la consistencia de sus temas y en la experimentación con bases clásicas de rock y country que con efectismo discotequero o esas guitarras machaconas en plan indie, que a veces no llevan a ningún sitio más que al exito pasajero con reseñas en cuatro revistas especializadas, (y que conste que The strokes en concreto, me encantan). Con temas como el del video, estos demuestran estar al margen de modas y, obviamente, capacitados para crear temas de esos que perduran. Por otro lado, en la foto, una bonita instantanea de Mila Kunis, actriz de interesante proyección, nuevo amor platónico de medio mundo y regalo para los ojos de aquellos tíos, lesbianas y bisexuales que entren al blog sin ganas de leer.]
¡Excelente relato! Me da miedo, no es tan descabellado que ocurra en un futuro más cercano de lo que pensamos.
¡Un saludo!
MIGUEL
Qué puede decir una simple replicante de este relato???…Pues dos cosas, creo…Una… que me ha gustado, mucho, aunque me ha producido un puntito de ¿tristeza? o algo parecido, algo que pueda «sentir» o simular sentir una replicante…Otra…. que ya me vengo diciendo a mí misma que eso de desarrollar emociones y sentimientos no compensa…
Un abrazo
Crazy-Pris
– ¿Cielo, qué haces que no estás en casa?
– Estoy teniendo sexo
– ¿Cómo dices?
– Que estoy trabajando, que es lo que más me jode!
Impresionante relato…como siempre…directamente he decidido copipastearlos en word y leérmelos tranquilamente.
Un abrazo.
Agradecido, Mr Insustancial. Yo seguiré en ello…
Un saludo a todos.
Doncel sufriente, Alicia te quiere, no dejes a las feministas el trabajo sucio, paladea el sabor de su boca. «Alrededor de la Hembra solar aún sigue girando oscuro el universo»
Magistralmente llevado y construido el punto de vista y registro del protagonista y narrador. Ha conseguido que le coja cariño a Alicia y sienta su cruel asesinato.
Muy bueno.
Por mas imaginación, a veces o frecuentemente , se vuelve realidad la imaginación del hombre. La tecnología nos deshumaniza, es nuestra realidad oscura , actual… La grandeza del ser humano es que él puede sobrepasar esta realidad actual que está borrando los valores éticos y humanos de este mundo.
Wow.. ¡