Una noche me quedé mirando por la ventana como un idiota. Como cuando estás equivocado y estás haciendo el ridículo presumiendo algo de lo que los demás ya saben la respuesta correcta.
Se veían unas luces a lo lejos, en una colina, pero eran luces de navidad. Y yo, como un niño de teta, me quedé mirándolas, mientras pensaba en los titulares copando las portadas: ¡Extraterrestres! (Puto idiota…) La curiosidad te puede perder, te puede atontar como la mitificación de una persona que piensas mejor que las demás; la curiosidad es como un estado de enamoramiento constante, muy peligroso en combinación con la inocencia. En definitiva, puede potenciar la ignorancia transitoria, y ésta puede ser como un condón roto; durante un rato estás de maravilla, hasta que descubres la verdad.
Años atrás, cuando aún me meaba en la cama y era un criajo pesado, tuve un trauma con la ropa interior femenina. Fue la época en que comenzaba a ver mis erecciones como algo más, un extra que el Señor nos había dado para vete a saber qué. Por aquel entonces, cuando aún creía en Dios y lloriqueaba en el parvulario protestando por todo, fue cuando descubrí que la ropa interior que veía colgada en la ventana de enfrente de mi casa -sujetadores, bragas y picardías- era de un señor. Creo que eso retrasó bastante mi primera masturbación. Cada vez que veía una película en la que una señorita muy guapa enseñaba cacho, no podía evitar pensar en aquel hombre, el vecino, actor de teatro y vergüenza del barrio.
Fue gracias a la visión de los bikinis en la playa cuando comencé a tener el concepto lógico de la ropa interior femenina, algo a priori provocativo, el último pedazo de tela débil y suave antes de la meta.
Justo poco después de los ovnis, volviendo al día idiota, leí un relato en el que un hombre y una mujer se enamoraban de verdad y decidían ser sinceros con ellos mismos. Así que ambos tenían que divorciarse de sus respectivos cónyuges, llegar a los acuerdos económicos adecuados, hacer repartición de bienes, decidir qué pasaría con los niños… Y para cuando ya lo tenían todo listo y preparado para poder vivir su amor con cierta plenitud, ambos volvían a enamorarse de otras personas. Luego, toda la historia de veinte páginas, se convertía en un bucle en el que la más mínima amenaza de rutina acababa con las parejas, con la frescura y la novedad de los primeros encuentros amorosos de los personajes. El relato llevaba por título: “Bienvenido a la vida”. Era encantador, como si el mismísimo escritor llegara a tu trinchera vital y te sacara a patadas ante los nidos de ametralladora existenciales.
Después de leer aquella historia no podía parar de reír, pensaba en todos esos matrimonios que lucen siempre tan unidos en las fotos. Y en que son las personas que dinamitan ese momento de pose tan a menudo falso los que podrían cambiar el mundo si quisieran, si de tan patético que puede llegar a ser no fuera tan divertido.
Somos números. Imagíname como a un icono más del perfil sin foto de una red social, o como al muñequito de una señal de tráfico. Cualquier cosa le puede pasar a cualquiera. Suele condicionarnos la época en la que vivimos; cualquier secretaria de hoy en día podría haber aceptado un puesto administrativo a las órdenes de Hitler de haber nacido en el lugar y momento adecuados. Obvio. Todos somos susceptibles de colaborar en algo como un genocidio, y de hecho en cualquier caso todo funciona para que en cierto modo estemos colaborando ya.
Todos somos hijos de puta potenciales. Lo cual dista bastante de la teoría popular que dice que a priori todos somos buenos. En realidad siempre he pensado que es al revés: la mayoría de gente solo es buena cuando la bondad solo te exige una actitud de cara a la galería durante una rutina soportable; pero si hay que demostrar esa valía en una situación límite, la mayoría de gente se convertirá al nazismo. Es el espíritu de la propiedad privada, yo seré bueno justo hasta que los bombarderos sobrevuelen los pueblos; entonces, procuraré ser uno de los pilotos y salvaguardar a mi familia y mi país, amparado por su bandera. Cuando nos interesa, todo se reduce a trapitos y papeles.
Y sí, lo que pasó es que un día yo tuve uno de esos ramalazos nazis, a pequeña escala: un hartazgo sencillo y contundente, representativo y patético.
Tomaba café en un bar leyendo el periódico. Un niño de cinco o seis años correteaba gritando y maldiciendo (lo prometo, como un jodido energúmeno), corría de un lado a otro de la cafetería sin que sus padres hicieran nada por contenerlo. En una de sus carreras puse el pie y le hice la zancadilla. El niño histérico cayó de cabeza (si Dios existe creo que fue él el que intentó matarlo), y básicamente se puso a sangrar como un cerdo, y a gritar aún más que antes. Me señalaba desde el suelo para que quedara claro que había sido yo. Le hubiera rematado con toda la alegría de mi alma. En ese momento yo era Hitler, Himmler y Eva Braun todo en uno, y el niño era judío, negro, gitano e intelectual.
Y el caso es… ¿Somos así? Vale, me pasé, pero ¿debería haber recurrido al diálogo para con el niño odioso? ¿La violencia forma parte de nosotros? ¿El día que creí -o quise- ver ovnis en lugar de luces de navidad, fue por el mismo motivo por el que zancadilleé al crío por pura rabia?
¿Y la ropa interior femenina… qué papel juega en todo esto?
La filosofía puede ser divertida, de acuerdo, y más la barata. Pero el hecho de que ninguna conversación de ese calado tenga salida alguna es angustioso. He conocido a gente que evita leer según qué libros para no tener que plantearse más ciertas cosas. Y no es que la ignorancia sea la felicidad, pero en eso debe estar ahí ahí con el dinero. Según algunos lo ideal sería ser de repente analfabeto y estar en un aeropuerto sujetando siempre dos maletas a rebosar de billetes de quinientos, mientras tu secretaria llama por teléfono para tener al día tus cuentas en algún paraíso fiscal.
Así que, cuando no sabes muy bien de qué va todo esto, lo que te quedan son los recuerdos, las historias que puedes contar. Del mismo modo que el escritor se ríe de la monogamia, todos podemos reírnos de la vida. O jactarnos de nuestra suerte: si hubieran sido ovnis quizá habrían destruido la Tierra; si el niño se hubiese dado un golpe más duro podría haber muerto por un coágulo de sangre.
Aunque eso sí, si la ropa interior hubiera sido de una mujer, mis primeras erecciones me hubieran dado un mensaje más claro…
Y por otro lado, se puede hilar fino, se puede retorcer el hilo, y podría ser que todo lo que te cuentan fuera una puta película. Podría resultar que yo, el muñequito de mentira del Messenger y las señales de tráfico, fuese aquel niño que gritaba en aquella cafetería. Y que el tío que le puso la zancadilla fuese su padre, siempre rabioso las veinticuatro horas porque su mujer le ponía los cuernos con un actor de teatro afeminado. Podría ser que mamá después del actor se hubiese relacionado con un escritor que el niño de la cafetería llegaría a admirar con el tiempo. Aunque en realidad quizá mamá nunca se conformaba, y cambiaba de pareja como de blusa, mientras papá a sus cincuenta años comenzaba a obsesionarse con los fenómenos paranormales, hasta el punto de organizar quedadas para avistamientos de ovnis. Así que, el niño de la cafetería quizá quería seguir los pasos del escritor que llegó a admirar, para tener la oportunidad de exorcizar su hastío escribiendo textos que pudieran dinamitar la falsedad imperante. Probablemente añadiendo el picante ficticio necesario a esos relatos, y adornando los finales con la atractiva duda de si todo lo contado era verdad, para pugnar por acabar dejando la conclusión en el lector de que, al final, lo único que cuenta a veces, es la belleza de un buen acabado.
[Hoy en el video he querido poner una escena de impacto. O al menos mí siempre me lo pareció. Es de la peli “El indomable Will Hunting”, cinta de la vertiente supuestamente mainstream de Gus Van Sant. La peli está plagada de diálogos potentes, como este del video, en que el personaje de Matt Damon, en un bar, sale en defensa de su amigo, que está a punto de sufrir las pedanterías de un malvado universitario.
Y para la foto, bonita instantánea de Katherine Heigl, amor platónico de cualquiera que tenga sentimientos y haya visto más de cinco minutos de “Anatomía de Grey”. He dicho.]