Un día más, en lo que la gente suele llamar “la flor de la vida”, se me vuelven a poner por corbata de pura emoción durante los primeros cinco minutos del visionado número tropecientos de Apocalipse now, con ese tema de The Doors y el fuego comiéndose la selva.
La flor de la vida, como si los que ahora somos jóvenes pudiéramos evitar la nostalgia futura. Como si la basta experiencia de los demás sirviera objetivamente para que las nuevas generaciones no tuviéramos motivo para sufrir o tener miedo. Quizá a veces no haya nada más justificado que el corte de mangas de un veinteañero a sus padres.
Crecer es una maldición. No una maldición estética como la mayoría cree; es una maldición filosófica: la materialización de la idea de que a más años tengas más te asientas y menos te importa todo; lo que muchos, mientras arrastran sus huevos ante ti, llaman con mucha seguridad: madurar.
La versión de Madurar que impera tiene que ver con fiarte cada vez menos de tus iguales y ser cada vez más individualista. A veces formar una familia no es tanto un acto de amor como de independencia grupal; puede ser la excusa mejor vista para vivir de tal forma que todo lo que no sea tuyo -ya sean personas o cosas- puede ser arrasado a la voz de ya, que a ti tanto te va a dar. Con lo cual se podría llegar a la conclusión de que no sólo existe un concepto terrible de lo que es crecer, sino que además con el tiempo pasamos a creer que hay personas que son nuestras.
Las imágenes de la película desfilan por la pantalla plana; es por la tarde y cada vez cierro más la ventana para que el sol no moleste. Por suerte, para cuando la película se acaba ya casi es de noche. Es sábado y los planes son los de siempre: ir a tomar algo por falta de planes; lo cual si bebes lo suficiente se convierte en un plan en sí mismo. Claro, si no te importa pasarte el domingo hecho un trapo mientras el fin se semana se acaba y ya estás deseando que llegue otra vez el sábado. Para no tener planes otra vez. Debe ser por ese circulo vicioso por el que mucha gente ha convertido en una fiesta el no hacer nada, el beber sin más en un garito oscuro pensado para gente sin planes. La cultura de “ir de fiesta” puede haber nacido de eso, de la falta de ideas, de intereses, de esa edad en la que mucha gente comienza a despertar a la vida, y se dan cuenta de que no saben qué coño van a hacer con ella. Carreras prácticas, relaciones falsas, amigos interesados, un trabajo que ni te va ni te viene… Cuando te das cuenta de que seguir la corriente común es un error, puede que ya sea demasiado tarde.
Y ni tan siquiera nadie sabe catalogar qué es lo que ha llegado después de la generación X; seguramente otra hornada de postadolescentes iguales, una versión mejorada de cara a la galería, igual de perdida pero más hipócrita. Quizá la generación Facebook. Puede que algunos rompan a llorar sólo cuando están solos; saber la verdad no ayuda, los medios no ayudan, disfrazarte de gilipollas individualista y materialista a veces tampoco ayuda. A veces simplemente nada te puede ayudar. Llegado a cierto punto comienza a ser realmente difícil encontrar un trozo de ti que sea auténtico, que no se mueva por un motivo u otro, que sea libre y verdadero. Quizá Dios lo que intenta con tanta violencia y miseria es acabar con ciertas partidas defectuosas de seres humanos. Puede que quiera comenzar de cero, pero nunca sepa el modo de acabar con todo para poder volver a comenzar.
La naturaleza ha creado y ha dado poder a una especie con defectos de fábrica; seguramente porque no somos nada; somos como esos hierbajos que crecen en el arcén de una carretera: una casualidad, mala hierba espacial que tarde o temprano alguien hará arder con los demás desperdicios. Puede que no fuera Dios quien nos creó; quizá sea él el que vendrá a destruirnos llegado el momento adecuado. Dios misericordioso… Puede que haya cientos de miles de personas rezándole a una divinidad que ya sólo puede quemar rastrojos.
Después de la película y de aceptar la idea de que tendré que volver a emborracharme para olvidar que no me apetecía emborracharme, la noche pasa de forma lenta y tediosa; aunque en realidad, los garitos donde nos metemos hacen que dé igual la hora que es; fuera igual podría ser la una del mediodía. Y a eso la gente lo llama vivir la noche. Cuando vas a una zona montañosa a salvo de los ruidos y la contaminación lumínica a la misma hora en la que te meterías en una discoteca, es cuando te das cuenta de lo que es la noche. Y no tiene nada que ver con la música comercial ni el alcohol; nada que ver con aguantar empujones mientras decenas de veinteañeros perdidos sujetan sus cubatas por las esquinas, o de espaldas a la barra, sin entender muy bien por qué están allí.
Todos te hablarán de la búsqueda del sexo, de que todo ese rollo va muy bien para “desconectar”, de lo muy libres que se sienten bebida en mano y gritando por encima de la última canción con fecha de caducidad que esté de moda. Todos te querrán vender que lo que una vez tuvo sentido -y sentimiento- hoy aún sigue teniéndolo, aunque su forma ya esté demasiado adulterada. No hay que hacer un gran trabajo de investigación para darse cuenta de lo que hoy en día es para muchos elevar el espíritu, desconectar, aprender, soñar o emocionarse. Sólo ponle una canción con cara y ojos a alguien joven al azar, y no hace falta exprimirse la cabeza en sacar conclusiones si te dice algo como: “¡Esto no se puede bailar!”.
Al día siguiente me despierto y tengo que bombardear mi estómago con pastillas. El dolor de cabeza hace que hasta la luz del despertador me parezca insoportable. Todo el recuerdo que tengo de la noche es un pegote oscuro, un torrente de gente, tumultos moviéndose como las mareas, intentando ir al lavabo, a la barra, a la calle. Y a más agobiado estaba más quería beber; a más bebía menos me importaba. Y cuanto menos me importaba, en algo más falso devenía todo y menos iba a acordarme hoy de nada.
Hoy tengo que hacer algo que no me apetece hacer (frase que muy bien podría resumir la vida de la mayoría de gente…). Tengo que hablar seriamente con alguien. O peor, tengo que hablar seriamente con alguien a quien quiero. No con un familiar o una de esas personas a quien tienes que aguantar porque es amigo de un amigo de verdad. No. Tengo que hablar con alguien de quien estoy enamorado. Supongo que es amor, ya que estoy sufriendo. Nada funciona, nadie más da el pego. Hace dos meses que para masturbarme sólo tengo que cerrar los ojos. Todo está patas arriba y me siento morir. Quiero que este sufrimiento se vaya; ya casi me da igual si es con una negativa. Esto debe ser parecido a esas madres que pierden un hijo y quieren que alguien lo encuentre de una vez, sea como sea. Necesito respirar, no puedo respirar.
Cuando estás metido en algo realmente desagradable, normalmente la única forma de salir del paso es haciendo algo que puede ser aún más desagradable. En este caso, una declaración.
En este estado, no puedo comprender a esa gente que dice ser enamoradiza; que cada año tienen una historia intensa para pasar a volver a tener otra una vez ésta se extingue. Si yo fuera así, hoy por hoy, a mis veintitantos, estaría con el pelo blanco y alguien tendría que sacarme a pasear un rato cada mañana por el jardín de algún pabellón psiquiátrico; deliraría con un vocabulario de diez palabras y tendrían que darme de comer haciéndome cucamonas.
O eso, o todos mienten, y lo que hacen es aferrarse al primero que consideren sexualmente apto para no tener que estar solos. Les comprendo, seguramente hay mucha gente alérgica a la soledad. A mí me pasa más bien al revés.
Sé dónde vive ella. Me conoce poco. Soy el tío que siempre está en segundo término. Ella es amiga de una amiga, de una chica que no quiero utilizar como celestina. No quiero alimentar la anécdota más de la cuenta, y a ciertas personas no se les debe contar nada; antes de que te des cuenta te habrán convertido en el monigote de sus chismorreos.
Así que debo hacerlo sin ayuda, con la máxima dignidad posible, y sin esperar nada bueno del asunto. No se trata de ser optimista, sino de actuar y ver qué pasa. La cautela sí es una buena amiga. Hay que entender que la mejor forma de abordar ciertas cosas, es solo.
Lo que hago es esperarla en su portal. Son las siete de la tarde y en cualquier momento debería llegar de trabajar. Hace un bochorno que hace que tenga una capa de sudor por todo el cuerpo. Tengo un aspecto nada resultón, el de alguien que seguramente va a ser rechazado, una piedra en el camino para una chica normal que llegará cansada y con ganas de ducharse y relajarse. Y encima es domingo por la tarde, debe subir el índice de suicidios los domingos por la tarde. La gente pasea en pareja o en familia, sin rumbo, con las tiendas cerradas y hablando de la nada, del tiempo, de que están contando los días para las vacaciones… En definitiva, por poco que te fijes, casi nadie está conforme, y cuando ven que la rutina se les echa encima de verdad, el filtro de contenido desde sus cerebros hasta sus bocas no funciona tan bien.
Así están las cosas. He elegido el peor momento de la semana para soltar la bomba.
Cuando la veo venir de lejos, llevo tanto tiempo esperándola que ya ni tan siquiera estoy nervioso. Son las diez de la noche. Debe haber ido a algún otro sitio después del trabajo; y ahora no sólo es domingo, además ya es de noche, la calle está casi vacía, y el bulto que debe ver ella de lejos en su portal bien podría parecerle un atracador o un mendigo. Un atracador, un mendigo, un pretendiente que surge de la nada… Ninguna de las tres opciones debe hacerle demasiada gracia.
Al llegar a donde estoy yo, la saludo unos pasos antes de que suba al escalón del portal. Por suerte se detiene, no debo parecer ni un atracador ni un mendigo. Le digo que no se acordará de mí, que no hemos coincidido muchas veces; me humillo con toda la fuerza que puedo, balbuceo lo que siento por ella. Ella me mira, atónita, y por suerte no hace nada precipitado. Toma aire y gesticula sin saber qué decir. Suelto de sopetón que lo siento, que no quería abordarla así, pero que tenía que soltar lastre. Le digo que si quiere puedo darle mi teléfono, y que decida ella si va a querer o no tomar algún día un café conmigo. Intento respirar y parecer normal después de todo el discurso. Es la primera vez que hablamos. El asunto es así de grave. En dos citas podría parecerme una gilipollas, pero ahora recibiría una bala por ella.
Finalmente ella misma saca un papel de su bolso, un trozo de folio blanco, y me dice que de acuerdo, que apunte mi número. No sé hasta qué punto lo hace para librarse de mí, pero por lo menos me ha escuchado, y quizá hasta le pique la curiosidad de verdad. Le entrego el papel con mi número de móvil apuntado, y hasta ese momento no deben haber pasado más de cuatro minutos: los más incómodos de mi vida.
Comenzamos a despedirnos; intento entablar conversación ya de un modo normal, para que empiece a verme como un tipo más en lugar de como un psicópata. Y cuando ya estamos apunto de decirnos adiós…
Una chica pasa haciendo ruido con sus tacones por detrás nuestro, y está a punto de entrar en el portal… Al mirarla sé que esto va a dejar de ser un día más. La chica se detiene un momento y saluda mirando hacia nosotros. Y es igual que la chica que yo tengo enfrente, igual que la chica por la que yo ahora haría alguna tontería. Sólo que, ahora no sé quién de ellas dos es la auténtica. Tienen el mismo tipo a simple vista, el mismo estilo al moverse, el timbre de voz… bueno, no sé qué timbre de voz es el auténtico. La hermana gemela pasa de largo y entra en el portal. La otra chica sigue frente a mí, y sonríe como si ya nos conociéramos desde hace tiempo. Para saber quién es, si es mi gemela, sólo tendría que preguntarle el nombre, con todo lo que eso comportaría.
Pero no lo hago.
No puedo más. Estoy agotado. El mundo exterior es agotador. Teniendo en cuenta lo que conozco de ella, sea quien sea de las dos, igual podría sentir lo mismo por una que por otra. Esto hace trizas el romanticismo del que todos hablan: si no puedes distinguir a la mujer amada de su hermana gemela, entonces, ¿dónde nos deja eso?
Decido que no haré nada; hasta ahora no me ha ido tan mal así, observando, viendo el mundo girar a mi alrededor. La chica se despide de mí; incluso me da dos besos. Miro su culo embutido en sus tejanos mientras mete la llave en la cerradura, y decido que me limitaré a esperar su llamada. Siento que soy una farsa. Un bulto crece en mi pantalón. Ella justo antes de cerrar la puerta me mira y sonríe, y luego desaparece en el interior del portal.
Comienzo a caminar hacia mi casa mientras intento evitar un pensamiento que pugna por abrirse camino en mi cabeza. Ella tiene mejor culo, tiene más pecho; eres cuerdo, el autoengaño no funciona, no te puedes mentir a ti mismo. Ella tiene un bonito tono de voz, la misma cara y mejor cuerpo. Y, objetivamente, no conozco a ninguna de las dos. Pasa muy a menudo, pero esta vez además es una victoria épica: mi polla le ha ganado la partida a mi cerebro, y lo ha hecho pensando. Porque ahora me apetece madurar al viejo estilo. Y porque a veces basta con notar el mismo olor a colonia para caer en la misma trampa.
[Hace tiempo que tenía pendiente poner el trailer de “District 9”, película de Nell Blomkamp producida por Peter Jackson cuyas imágenes promocionales y videos “virales” hacen que se nos haga la boca agua a los aficionados a la buena ciencia ficción. El video habla por sí solo. Y abajo, foto en plan blanco y negro urbano guarrete de Kirsten Dunst, que tiene en cartelera “Nueva York para principiantes”, película que tras ese repugnante título esconde algunos momentos brillantes que la colocan por encima de la media, aun dejando esa sensación de podía-haber-sido-mucho-mejor. Además podréis ver a la pizpireta chica de New Jersey (que nació tan solo dos días después que yo, este dato es gratis…) formar pareja con Simon Pegg, actorazo cómico, guionista etc, etc. (Y sí, vuelve a salir Megan Fox haciendo de Megan Fox…).]