Archivo por meses: julio 2009

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Un día más, en lo que la gente suele llamar “la flor de la vida”, se me vuelven a poner por corbata de pura emoción durante los primeros cinco minutos del visionado número tropecientos de Apocalipse now, con ese tema de The Doors y el fuego comiéndose la selva.

La flor de la vida, como si los que ahora somos jóvenes pudiéramos evitar la nostalgia futura. Como si la basta experiencia de los demás sirviera objetivamente para que las nuevas generaciones no tuviéramos motivo para sufrir o tener miedo. Quizá a veces no haya nada más justificado que el corte de mangas de un veinteañero a sus padres.
Crecer es una maldición. No una maldición estética como la mayoría cree; es una maldición filosófica: la materialización de la idea de que a más años tengas más te asientas y menos te importa todo; lo que muchos, mientras arrastran sus huevos ante ti, llaman con mucha seguridad: madurar.
La versión de Madurar que impera tiene que ver con fiarte cada vez menos de tus iguales y ser cada vez más individualista. A veces formar una familia no es tanto un acto de amor como de independencia grupal; puede ser la excusa mejor vista para vivir de tal forma que todo lo que no sea tuyo -ya sean personas o cosas- puede ser arrasado a la voz de ya, que a ti tanto te va a dar. Con lo cual se podría llegar a la conclusión de que no sólo existe un concepto terrible de lo que es crecer, sino que además con el tiempo pasamos a creer que hay personas que son nuestras.

Las imágenes de la película desfilan por la pantalla plana; es por la tarde y cada vez cierro más la ventana para que el sol no moleste. Por suerte, para cuando la película se acaba ya casi es de noche. Es sábado y los planes son los de siempre: ir a tomar algo por falta de planes; lo cual si bebes lo suficiente se convierte en un plan en sí mismo. Claro, si no te importa pasarte el domingo hecho un trapo mientras el fin se semana se acaba y ya estás deseando que llegue otra vez el sábado. Para no tener planes otra vez. Debe ser por ese circulo vicioso por el que mucha gente ha convertido en una fiesta el no hacer nada, el beber sin más en un garito oscuro pensado para gente sin planes. La cultura de “ir de fiesta” puede haber nacido de eso, de la falta de ideas, de intereses, de esa edad en la que mucha gente comienza a despertar a la vida, y se dan cuenta de que no saben qué coño van a hacer con ella. Carreras prácticas, relaciones falsas, amigos interesados, un trabajo que ni te va ni te viene… Cuando te das cuenta de que seguir la corriente común es un error, puede que ya sea demasiado tarde.

Y ni tan siquiera nadie sabe catalogar qué es lo que ha llegado después de la generación X; seguramente otra hornada de postadolescentes iguales, una versión mejorada de cara a la galería, igual de perdida pero más hipócrita. Quizá la generación Facebook. Puede que algunos rompan a llorar sólo cuando están solos; saber la verdad no ayuda, los medios no ayudan, disfrazarte de gilipollas individualista y materialista a veces tampoco ayuda. A veces simplemente nada te puede ayudar. Llegado a cierto punto comienza a ser realmente difícil encontrar un trozo de ti que sea auténtico, que no se mueva por un motivo u otro, que sea libre y verdadero. Quizá Dios lo que intenta con tanta violencia y miseria es acabar con ciertas partidas defectuosas de seres humanos. Puede que quiera comenzar de cero, pero nunca sepa el modo de acabar con todo para poder volver a comenzar.

La naturaleza ha creado y ha dado poder a una especie con defectos de fábrica; seguramente porque no somos nada; somos como esos hierbajos que crecen en el arcén de una carretera: una casualidad, mala hierba espacial que tarde o temprano alguien hará arder con los demás desperdicios. Puede que no fuera Dios quien nos creó; quizá sea él el que vendrá a destruirnos llegado el momento adecuado. Dios misericordioso… Puede que haya cientos de miles de personas rezándole a una divinidad que ya sólo puede quemar rastrojos.

Después de la película y de aceptar la idea de que tendré que volver a emborracharme para olvidar que no me apetecía emborracharme, la noche pasa de forma lenta y tediosa; aunque en realidad, los garitos donde nos metemos hacen que dé igual la hora que es; fuera igual podría ser la una del mediodía. Y a eso la gente lo llama vivir la noche. Cuando vas a una zona montañosa a salvo de los ruidos y la contaminación lumínica a la misma hora en la que te meterías en una discoteca, es cuando te das cuenta de lo que es la noche. Y no tiene nada que ver con la música comercial ni el alcohol; nada que ver con aguantar empujones mientras decenas de veinteañeros perdidos sujetan sus cubatas por las esquinas, o de espaldas a la barra, sin entender muy bien por qué están allí.
Todos te hablarán de la búsqueda del sexo, de que todo ese rollo va muy bien para “desconectar”, de lo muy libres que se sienten bebida en mano y gritando por encima de la última canción con fecha de caducidad que esté de moda. Todos te querrán vender que lo que una vez tuvo sentido -y sentimiento- hoy aún sigue teniéndolo, aunque su forma ya esté demasiado adulterada. No hay que hacer un gran trabajo de investigación para darse cuenta de lo que hoy en día es para muchos elevar el espíritu, desconectar, aprender, soñar o emocionarse. Sólo ponle una canción con cara y ojos a alguien joven al azar, y no hace falta exprimirse la cabeza en sacar conclusiones si te dice algo como: “¡Esto no se puede bailar!”.

Al día siguiente me despierto y tengo que bombardear mi estómago con pastillas. El dolor de cabeza hace que hasta la luz del despertador me parezca insoportable. Todo el recuerdo que tengo de la noche es un pegote oscuro, un torrente de gente, tumultos moviéndose como las mareas, intentando ir al lavabo, a la barra, a la calle. Y a más agobiado estaba más quería beber; a más bebía menos me importaba. Y cuanto menos me importaba, en algo más falso devenía todo y menos iba a acordarme hoy de nada.

Hoy tengo que hacer algo que no me apetece hacer (frase que muy bien podría resumir la vida de la mayoría de gente…). Tengo que hablar seriamente con alguien. O peor, tengo que hablar seriamente con alguien a quien quiero. No con un familiar o una de esas personas a quien tienes que aguantar porque es amigo de un amigo de verdad. No. Tengo que hablar con alguien de quien estoy enamorado. Supongo que es amor, ya que estoy sufriendo. Nada funciona, nadie más da el pego. Hace dos meses que para masturbarme sólo tengo que cerrar los ojos. Todo está patas arriba y me siento morir. Quiero que este sufrimiento se vaya; ya casi me da igual si es con una negativa. Esto debe ser parecido a esas madres que pierden un hijo y quieren que alguien lo encuentre de una vez, sea como sea. Necesito respirar, no puedo respirar.
Cuando estás metido en algo realmente desagradable, normalmente la única forma de salir del paso es haciendo algo que puede ser aún más desagradable. En este caso, una declaración.
En este estado, no puedo comprender a esa gente que dice ser enamoradiza; que cada año tienen una historia intensa para pasar a volver a tener otra una vez ésta se extingue. Si yo fuera así, hoy por hoy, a mis veintitantos, estaría con el pelo blanco y alguien tendría que sacarme a pasear un rato cada mañana por el jardín de algún pabellón psiquiátrico; deliraría con un vocabulario de diez palabras y tendrían que darme de comer haciéndome cucamonas.
O eso, o todos mienten, y lo que hacen es aferrarse al primero que consideren sexualmente apto para no tener que estar solos. Les comprendo, seguramente hay mucha gente alérgica a la soledad. A mí me pasa más bien al revés.

Sé dónde vive ella. Me conoce poco. Soy el tío que siempre está en segundo término. Ella es amiga de una amiga, de una chica que no quiero utilizar como celestina. No quiero alimentar la anécdota más de la cuenta, y a ciertas personas no se les debe contar nada; antes de que te des cuenta te habrán convertido en el monigote de sus chismorreos.
Así que debo hacerlo sin ayuda, con la máxima dignidad posible, y sin esperar nada bueno del asunto. No se trata de ser optimista, sino de actuar y ver qué pasa. La cautela sí es una buena amiga. Hay que entender que la mejor forma de abordar ciertas cosas, es solo.

Lo que hago es esperarla en su portal. Son las siete de la tarde y en cualquier momento debería llegar de trabajar. Hace un bochorno que hace que tenga una capa de sudor por todo el cuerpo. Tengo un aspecto nada resultón, el de alguien que seguramente va a ser rechazado, una piedra en el camino para una chica normal que llegará cansada y con ganas de ducharse y relajarse. Y encima es domingo por la tarde, debe subir el índice de suicidios los domingos por la tarde. La gente pasea en pareja o en familia, sin rumbo, con las tiendas cerradas y hablando de la nada, del tiempo, de que están contando los días para las vacaciones… En definitiva, por poco que te fijes, casi nadie está conforme, y cuando ven que la rutina se les echa encima de verdad, el filtro de contenido desde sus cerebros hasta sus bocas no funciona tan bien.
Así están las cosas. He elegido el peor momento de la semana para soltar la bomba.

Cuando la veo venir de lejos, llevo tanto tiempo esperándola que ya ni tan siquiera estoy nervioso. Son las diez de la noche. Debe haber ido a algún otro sitio después del trabajo; y ahora no sólo es domingo, además ya es de noche, la calle está casi vacía, y el bulto que debe ver ella de lejos en su portal bien podría parecerle un atracador o un mendigo. Un atracador, un mendigo, un pretendiente que surge de la nada… Ninguna de las tres opciones debe hacerle demasiada gracia.
Al llegar a donde estoy yo, la saludo unos pasos antes de que suba al escalón del portal. Por suerte se detiene, no debo parecer ni un atracador ni un mendigo. Le digo que no se acordará de mí, que no hemos coincidido muchas veces; me humillo con toda la fuerza que puedo, balbuceo lo que siento por ella. Ella me mira, atónita, y por suerte no hace nada precipitado. Toma aire y gesticula sin saber qué decir. Suelto de sopetón que lo siento, que no quería abordarla así, pero que tenía que soltar lastre. Le digo que si quiere puedo darle mi teléfono, y que decida ella si va a querer o no tomar algún día un café conmigo. Intento respirar y parecer normal después de todo el discurso. Es la primera vez que hablamos. El asunto es así de grave. En dos citas podría parecerme una gilipollas, pero ahora recibiría una bala por ella.
Finalmente ella misma saca un papel de su bolso, un trozo de folio blanco, y me dice que de acuerdo, que apunte mi número. No sé hasta qué punto lo hace para librarse de mí, pero por lo menos me ha escuchado, y quizá hasta le pique la curiosidad de verdad. Le entrego el papel con mi número de móvil apuntado, y hasta ese momento no deben haber pasado más de cuatro minutos: los más incómodos de mi vida.
Comenzamos a despedirnos; intento entablar conversación ya de un modo normal, para que empiece a verme como un tipo más en lugar de como un psicópata. Y cuando ya estamos apunto de decirnos adiós…
Una chica pasa haciendo ruido con sus tacones por detrás nuestro, y está a punto de entrar en el portal… Al mirarla sé que esto va a dejar de ser un día más. La chica se detiene un momento y saluda mirando hacia nosotros. Y es igual que la chica que yo tengo enfrente, igual que la chica por la que yo ahora haría alguna tontería. Sólo que, ahora no sé quién de ellas dos es la auténtica. Tienen el mismo tipo a simple vista, el mismo estilo al moverse, el timbre de voz… bueno, no sé qué timbre de voz es el auténtico. La hermana gemela pasa de largo y entra en el portal. La otra chica sigue frente a mí, y sonríe como si ya nos conociéramos desde hace tiempo. Para saber quién es, si es mi gemela, sólo tendría que preguntarle el nombre, con todo lo que eso comportaría.
Pero no lo hago.
No puedo más. Estoy agotado. El mundo exterior es agotador. Teniendo en cuenta lo que conozco de ella, sea quien sea de las dos, igual podría sentir lo mismo por una que por otra. Esto hace trizas el romanticismo del que todos hablan: si no puedes distinguir a la mujer amada de su hermana gemela, entonces, ¿dónde nos deja eso?
Decido que no haré nada; hasta ahora no me ha ido tan mal así, observando, viendo el mundo girar a mi alrededor. La chica se despide de mí; incluso me da dos besos. Miro su culo embutido en sus tejanos mientras mete la llave en la cerradura, y decido que me limitaré a esperar su llamada. Siento que soy una farsa. Un bulto crece en mi pantalón. Ella justo antes de cerrar la puerta me mira y sonríe, y luego desaparece en el interior del portal.

Comienzo a caminar hacia mi casa mientras intento evitar un pensamiento que pugna por abrirse camino en mi cabeza. Ella tiene mejor culo, tiene más pecho; eres cuerdo, el autoengaño no funciona, no te puedes mentir a ti mismo. Ella tiene un bonito tono de voz, la misma cara y mejor cuerpo. Y, objetivamente, no conozco a ninguna de las dos. Pasa muy a menudo, pero esta vez además es una victoria épica: mi polla le ha ganado la partida a mi cerebro, y lo ha hecho pensando. Porque ahora me apetece madurar al viejo estilo. Y porque a veces basta con notar el mismo olor a colonia para caer en la misma trampa.

[Hace tiempo que tenía pendiente poner el trailer de “District 9”, película de Nell Blomkamp producida por Peter Jackson cuyas imágenes promocionales y videos “virales” hacen que se nos haga la boca agua a los aficionados a la buena ciencia ficción. El video habla por sí solo. Y abajo, foto en plan blanco y negro urbano guarrete de Kirsten Dunst, que tiene en cartelera “Nueva York para principiantes”, película que tras ese repugnante título esconde algunos momentos brillantes que la colocan por encima de la media, aun dejando esa sensación de podía-haber-sido-mucho-mejor. Además podréis ver a la pizpireta chica de New Jersey (que nació tan solo dos días después que yo, este dato es gratis…) formar pareja con Simon Pegg, actorazo cómico, guionista etc, etc. (Y sí, vuelve a salir Megan Fox haciendo de Megan Fox…).]

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Cítricos existenciales

Marga se da la vuelta en la cama; la radio/despertador está puesta y un chico cualquiera ha llamado a uno de esos programas nocturnos.
Como si hablara de un mal día corriente en el trabajo, cuenta cómo una noche de hace tres semanas su hermana le pilló de madrugada viendo una película porno en su habitación. Según narra el chico, ella entró sin más y cerró la puerta, se unió a él; y poco después hicieron el amor. Esa expresión utiliza: “Hicimos el amor”. Pero en silencio, añade, para no despertar a sus padres.
Y ahora, murmura ya más preocupado, la relación entre ellos es inexistente, casi ni se miran a los ojos. La locutora asiente a la anécdota con un parco “uhm”, antes del “Gracias por llamar/Gracias a ti por escucharme”. Luego una voz elegante pronuncia el nombre del programa y la emisora, entra el informativo de las tres en punto de la madrugada, y al cabo de dos minutos parece que, radiofónicamente, hace siglos que alguien contó una historia de incesto.
Marga, en cambio, es hija única; Dios en lugar de familia numerosa le concedió horas y horas de insomnio, y un apetito sexual fuera de lo común. Durante el informativo se cambia de bragas con la cabeza llena de hermanos fornicando, se pone una camiseta más fina y vuelve a la cama, como si ahora ya sí fuera a poder dormirse enseguida.

Irremediablemente, media hora después decide volver a quitarse la ropa y la deja cuidadosamente colocada en la mesilla. Comienza a jugar con dos dedos entre sus piernas, con la esperanza de poder sacudirse el tema de los hermanos sin tener que cambiar las sábanas después. Ella aún tiene diecinueve años, piensa; si sus padres decidieran darle una hermanito, para cuando fuera mayor de edad ella tendría… treinta y siete.
Treinta y siete aún es buena edad. Claro que, él tendría que acceder a tener sexo con ella. Marga dedica veinte minutos al onanismo, por suerte más seco de lo habitual; poco después consigue dormirse, convencida de que ella sí se beneficiaría a un familiar. Además, piensa, la gente en el fondo te adora si haces cosas así: les das de qué hablar.

Marga comenzó a posar como modelo de catálogo a los diecisiete. Y desde hace un año recibe como dos o tres cartas semanales, de amor o de sexo, o inclasificables, pegajosas, perfumadas, sospechosas…. Una vez incluso un sobre dentro del cual había un bote con esperma, sin nada más; sólo el semen. Marga sabe cómo es la gente: hay quien puede hacer algo así y luego llevar a sus hijos al colegio sin problema. La mayoría de las cartas son de tíos ya mayores, mayores en comparación con ella, y a veces mayores sin más: tíos de cuarenta años largos que dicen tener mujer e hijos, pero que ya sólo son algo felices mientras se tocan viendo sus fotos. Marga presume tener el suficiente material como para poder hacer una radiografía cercana a la auténtica naturaleza del ser humano. Todo son penes nómadas y coños desorientados. Tal y como ella lo ve, además las mujeres están demasiado lejos de poder comprender cómo funciona todo. En realidad no son más inteligentes, sólo están más perdidas.

Durante una sesión de fotos al día siguiente, hace un esfuerzo por no mojar la ropa interior de marca con la que posa de espaldas a un panel blanco. Mira hacia una cámara flanqueada por dos focos, mientras el fotógrafo dice cosas como: “Más intensa”, o, “Ahora en plan guarro”, o, “No creo que sea buena idea que se te vea el vello púbico”.
Marga no está tan cómoda como en otras sesiones, ya que el tipo de hoy no parece gay. Normalmente suele posar ante tíos con pluma, con mucha pluma, esos tíos que parecen querer ser más femeninos que las mujeres, y que para ello adoptan las poses y las expresiones más características de éstas; con la diferencia de que, en ellos, dichas “monerías” dan la sensación de ser totalmente forzadas.
La sesión se alarga hora y media. Hay problemas técnicos y el fotógrafo hetero no está contento con la iluminación. Una vez la dejan marchar, en el vestuario ve cómo sus bragas ya tienen un cerco húmedo en la zona de la vagina. Marga ha tenido el mismo problema desde adolescente: el más mínimo pensamiento morboso hace que comience a mojarse. Suele vestir faldas y tejanos oscuros, intentando evitar que se vea la mancha húmeda en la entrepierna, igual que el cerco de sudor que se ve a veces en la zona de las axilas en las camisetas.

Marga lleva un par de meses con un chico, un chico que le gustaba al principio, y por el que ahora comienza a sentir cierta sensación de hastío, como si cada vez que él hablara le diesen ganas de darle un puñetazo bien fuerte en la nariz, sin que se lo espere, sin venir a cuento, en público, en cualquiera de las cafeterías o bares en los que se ven.
Los primeros días parecía muy comprensivo, muy cachondo, abierto, gracioso. En fin, no alguien con quien ella se casaría ni nada parecido, pero sí quizá un novio con el que aguantar un par de nocheviejas; alguien con quien tener lo que la gente llama: “una relación larga”.
La cosa entre ellos se comenzó a torcer cuando él descubrió sobre ella lo que nunca nadie se atreve a catalogar en público como: “correrse a chorro”. Una de esas cosas de las que mucha gente no se atreve a hablar ni en susurros. Algo sobre lo que en internet ya debe haber más páginas temáticas de las que puedan tener muchas religiones y grandes marcas.
Un día, “Romeo” descubrió cómo Marga comenzaba a convulsionar mientras soltaba la carga lúbrica, después de lo cual ella se llevó dos dedos a la boca para chuparlos, para probar sus propios fluidos. Él entonces le recriminó el gesto con un comentario escueto y muy seco; y ella determinó para sí misma que probablemente estuviera tirándose a un tipo esencialmente patético, y tan mediocre como la gran mayoría de todos los hijos de vecino existentes.
Se dijo a sí misma que ya debería haber descubierto esa mediocridad cuando él dejó claro en sus primeros encuentros que no hacía sexo oral. Él, dijo, no chupaba coños.
¿Los límites nos los ponemos nosotros?, se pregunta siempre Marga, o ¿nos los ponen los demás sin consultarnos? ¿Alguien que no chupa coños no lo hace porque… le da asco?

Con el tiempo Marga ha empezado a comprender que hay pocas personas que sepan desquitarse de ciertas ataduras morales o sociales, y de ese pánico brutal que se le tiene a veces al sexo como festín de carne sin más. Normalmente esos remilgos parecen ser más propios de algunas mujeres, que enseguida utilizan el machismo contra sí mismas llamando putas a otras porque han tenido más chicos, o porque saben separar en cierto modo su vida sexual de todo lo demás. Así que esas mismas cotorras hipócritas luego no quieren hacer según qué practicas sexuales, por mucha curiosidad que tengan, porque saben que la cultura misógina machista que ellas mismas alimentan se les podría volver en contra.

Al acabar el día, agotada después aguantar a fotógrafos, modistos y demás fauna primermundista, según ella resultantes del erróneo individualismo que nos ha convertido a todos en gilipollas potenciales, Marga vuelve a enfrentarse al insomnio.
Cada vez está más harta de ser un símbolo, un reflejo típico y manido en el que se miran otras chicas que jamás se ven lo suficientemente delgadas en el espejo. La respuesta siempre es el dinero. Era una forma fácil de compaginar los estudios con un trabajo obscenamente bien pagado, siempre y cuando parezcas una muñeca de porcelana.
Para ella es eso, se lucra con ese cáncer social, el individualismo erróneo imperante; se está aprovechando de un agujero en la capa de ozono moral, en la que ser moderno significa acatar las reglas y arrugar el ceño ante cualquier vestigio de auténtica personalidad ajena. La Moda es el ejemplo perfecto: un solo modelo de mujer. Punto. Los nuevos fascismos están implantados en lo más profundo de la conciencia colectiva. Algunas chicas quieren adelgazar por el mismo motivo por el que jamás le harán una mamada a nadie; lo cual convierte a muchas en seres raquíticos, con esa piel morena brillante de máquina, lo que en muchas ocasiones es una proyección exterior de lo muy hipócritas que pueden llegar a ser por dentro; creen tener una gran personalidad, cuando en realidad ésta está formada por retazos de spots televisivos y artículos de revistas de moda.
Lo que Marga no sabía, era que esa actitud también afectara tanto a algunos tíos; tanto como para no dejar de meterte mano en el cine, y luego negarse a hacerte sexo oral.

Después de haber pasado la noche con mucha dificultad, horas de sudor, tres pajas, y dos sábanas empapadas, Marga decide por la mañana que dejará a ese tío. No tiene por qué aguantar con alguien que la considera un bicho raro por sentirse orgullosa de querer disfrutar plenamente del sexo, y a la vez ser mujer. No quiere estar con alguien que quiere verla acurrucada en un lado de la cama en cada encuentro sexual, esperando solventar la cuestión en dos minutos con la postura del misionero.
Mientras come a mediodía, le llama. Le dice que quiere cenar con él esta noche, que se venga a casa, que sus padres están de viaje, que ella misma preparará la cena. Que tienen que hablar.

A eso de las nueve Marga no puede evitar sonreír mientras cocina. No se siente nerviosa. Todo fluye correctamente, tiene la ropa seca, se siente bien. Mañana comienza una nueva etapa, ella espera que polígama; planea estar una buena temporada sin ataduras; planea utilizar internet para lo que mejor sirve: los encuentros sexuales; con toda su emoción, con la tensión de quedar con un desconocido en un hotel, y no saber si al acabar de follarte va a intentar rajarte el cuello con un cuchillo. La mayoría de tipos con los que se ha citado así suelen ser habituales del medio, convencidas maquinas de follar que no quieren oír hablar de novias, compromiso, suegros o álbumes de fotos. Es la polla perfecta, la que no te pide explicaciones, la que cuando despiertas ya ha cogido un tren para no volver a verte.
Cuando “Romeo” llega, parece poner cara de circunstancias, como si se lo viera venir. Y se sienta a la mesa desconcertado por la sonrisa de Marga, quizá porque desde que está con ella aún no la había visto sonreír de verdad. Marga ha preparado una mesa llena de suculento marisco, de carne, canapés y todo tipo de salsas. Le mira y no para de cavilar, los pensamientos se amontonan en su cabeza. No vas a ser nunca feliz, eres un desgraciado, vas a morir demasiado viejo sin haber hecho nada que valga la pena. Das pena, alérgico a los coños, reprimido. Te han lavado la cabeza, te crees normal porque la calle está llena de tíos como tú, pero eres mediocre y nunca lo sabrás porque un montón de tías estarán encantadas de autoengañarse contigo. Y jaja… te ahogarás en tu propia y falsa y común autocomplacencia. Adiós, capullo…
– ¿Cómo estás? – dice Marga, mientras le invita con un gesto a llenar su plato con lo que quiera.
– ¿De qué querías hablar?
Ni tan siquiera saluda, este tipo de tíos no puede soportar sospechar que hay algo fuera de su control; capullo, gilipollas, engreído…
– Bueno, quería decirte algo, pero puede esperar… A los postres. Vas a sufrir, gilipollas, no siempre vas a obtener lo que quieras de la gente, para eso hay que ser totalmente sincero con la gente y con uno mismo… Imbécil…
Marga mastica y saborea cada vez con más placer. Observa cómo él apenas come; bebe de su copa de vino y hace muecas sin parar. Está incómodo, irritado.
– Está bien -dice ella-, quiero cortar contigo… Pero quería hacerlo de una forma agradable, cenando… Tampoco llevamos tanto tiempo juntos, y no nos parecemos una mierda, reconócelo…
Él se lo toma con calma. Se le ve más irascible por la situación y por la espera, que por la noticia. El resto de la cena reina el silencio. Marga sigue disfrutando de la escena, y “Romeo” sigue arrugando el ceño cada vez que bebe de su copa de vino.
Para Marga lo peor de correrse a chorro es la perdida del control, las convulsiones. Sobre todo si lo que haces es meterte en la cocina para masturbarte de forma que, cada vez que sueltas un chorro de fluidos, tienes que apuntar a un vaso que sujetas con la mano izquierda, y que también tiembla.
Luego Marga vació media botella de vino y la rellenó mezclando el que quedaba con lo que ella llama, y muchos llamarían: “zumo de coño”. Una bebida que, aunque no sirva para rehabilitar a reprimidos, sí da buen resultado para echarte unas risas, mientras ves las caras que ponen al beberse bien fresquita tu filosofía sobre la vida.

[Un colega de contrastado criterio me envió hace unos días el video de arriba. A partir del cual he constatado que Chris Cunningham, su realizador, sigue en forma; y además he descubierto al grupo “The Horrors”, desconocidos para mí hasta ahora, y que tienen un discurso brutal, oscuro y muy llamativo. El tema del video quizá no es especialmente representativo, pero sí lo es en cuanto lo cadavérico y tétrico que es todo lo relacionado con este grupo. Recomiendo encarecidamente su disco “Strange House”, para todos los que busquen buen garage rock, punk, pop, y todas las etiquetas que abarquen… Abajo la foto es de Samantha Morton, la chica del videoclip, que igual trabaja con Spielberg o Woody Allen, que se sube la falda para unos punkies.]

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Drogas duras

Puta no es la palabra correcta, pero es la primera que te viene a la mente. Hay por la calle unas quince chicas entrechocando y llamando la atención con diademas polla en la cabeza. De vez en cuando alguna dice lo que sea y las otras estallan en risas. La que parece la futura novia va ya como una cuba aun siendo las siete de la tarde. Un día más se le escurre a todo el mundo de las manos, y ninguno hemos aprendido nada.

El calor me aprieta contra la depresión en mi bonito piso modelo caja de zapatos para futuros muertos sin gloria. El tabaco me vuelve a salvar el día. Quizá vale la pena vivir unos años siendo un vicioso en lugar de vivir toda la vida cabreado. Estoy de pie, mirando por la ventana, en lo que sería mi despacho, una habitación en la que apenas cabe una mesa escritorio y un pequeño mueble archivador. De no tener ventana esto casi se podría considerar un cuarto trastero. Tiras de paciencia en momentos así. Lo más que podría tener aquí conmigo es un pez, pero siempre he creído que es como tener que dar de comer a un cuadro. Cuando viene visita procuro ocultar mi nacional-cinismo; les sonrío a todos de oreja a oreja mientras se dan cuenta de que aquí no habrá una habitación para el bebé. Y además las prostitutas no cuentan como relación estable, por muy fiel que seas al servicio.
La realidad no suele encajar con la idea de la vida que la gente tiene en la cabeza: de ahí muchos fracasos. Ser feliz siempre es la meta, de modo que casi es normal que todo el mundo pierda el culo por creerse que la felicidad está en el camino. Supongo que se trata de disfrutar a cualquier precio; esos capullos deben referirse a eso. Dan ganas de llamarles los lunes por la mañana y reírse de ellos hasta que te cuelguen. La felicidad está en el camino, sí, en el de baldosas amarillas. Todos hablan de lo muy placentero que es aguantar y aguantar sin correrse, pero ninguno de ellos se pondría a ello si jamás pudieran llegar al orgasmo.
Blá. Blá. Blá.
Todos hablan sin parar amontonando idioteces aprendidas de la sección basura de cualquier librería; u oídas a otros que, como ellos, son incapaces de hacer un análisis cercano a la realidad sobre lo que viven, sobre lo que ven y lo que hacen. Algunos suicidios deben llegar cuando uno de esos ilusos abre un día de repente los ojos.

Suelto el humo con un soplido y sin querer esparzo la ceniza del cenicero por toda la mesa y el suelo. Todo el piso huele a tabaco como un bar mal ventilado. Pero lo bueno de tener un piso versión zulo moderno, es que lo limpias en apenas unos minutos.
Dejo la escoba y el recogedor y me siento y abro el ordenador portátil; me pongo a escribir; aún le debo un texto a una revista, una de esas revistas semi-eróticas que nadie lee, y que ya nadie en la era de internet utiliza tampoco para masturbarse. Pero por algún misterioso motivo sigue vendiéndose. Es una de esas publicaciones que la gente hojea cuando están esperando el turno en la peluquería y cosas así. El caso es que mi columna de la penúltima página solo sirve para cuadrar la maquetación. Mi foto corona siempre el texto; es una de esas instantáneas en las que ni siquiera te reconoces. Salgo sonriendo, de esa forma en que enseñas los dientes cuando te vas a hacer las fotos de carné, cuando lo último que te apetece es reír delante de la dependienta. Ya sea con los demás o a cámaras fotográficas, tienes que pasarte la vida haciendo muecas. Mucha gente no debe estar agotada por el trabajo o las responsabilidades, o los hijos o por cuadrar números; más bien deben estar hartos de fingir. Supongo que una vez empiezas en la vida, ya no hay marcha atrás. La apariencia es una de las peores drogas, y ni tan siquiera acaba contigo a los treinta; además, si te metes esa mierda desde tu adolescencia, quizá tengas que recurrir a ella para siempre, ya sea a la hora de vestir o para tomar decisiones.
Lo he visto, llega un punto en que debes creerte tanto tu personaje que ya estás totalmente convencido de que eres así. Es el destino manifiesto, sólo eres todo lo libre que los demás te dejen ser; aunque eso sea en gran parte mentira.

Comienzo mi columna quejándome por todo, como siempre, por mi vida, por la de los demás y por cómo otros que piensan igual que yo deciden fingir que tal y como está todo ya les va bien. Y una vez cierro el primer párrafo, decido hablar sobre el optimismo, el optimismo sincero. Sobre esas personas deliciosas que son luminosas por fuera porque lo son por dentro. Recuerdo una revelación importante con un amigo mientras hablábamos de mujeres. Una vez superada con mucha dificultad la parte sexual de la conversación, él me comenzó a hablar de alguien en concreto, de que se había enamorado “o algo así”. Me habló de una taquillera de cine a quien conoció; una de las pocas personas en su vida, me dijo, que cuando sonreía no estaba intentando librarse de ti de algún modo, ya fuera acelerando la llegada de su turno para hablar o para fingir cualquier otro sentimiento. Así que cuando ella estallaba en carcajadas la vida cobraba sentido, había una persona que de algún modo conseguía irradiar luz natural, en contraste con el buen humor de batería que luce la mayoría. Tanto me habló mi amigo de la muchacha milagrosa, que comencé a formarme una idea de ella en la cabeza; una idea física, por supuesto.

Al rato, releo lo que llevo escrito y me doy cuenta de que el texto está derivando en algo demasiado personal; además de que estoy incluyendo en él a un amigo que quizá no quiere que esos detalles íntimos se publiquen.
Decido llamarle, aunque hace siglos que no hablamos. Sé muy bien que estuvo saliendo con la taquillera, demasiado bien. Me lo imagino viviendo con ella; hace ya cinco años que la conoció, y aun así me lo imagino viviendo con ella; quizá no tan enamorado o feliz como en tiempos, pero junto a ella, sin remedio, aferrado a un trozo de autenticidad que no es fácil encontrar en la vida.
Me coge el teléfono al tercer tono. Le digo que soy yo, que cómo está, que qué tal le va, etc. Y una vez superada la comedia del falso interés, le hablo sobre mi columna. Y al otro lado del teléfono alguien rompe a llorar. Le digo que qué pasa, qué ha pasado, por qué llora.
Sorbe, titubea, sorbe otra vez: ella ha muerto, me dice. Murió hace dos años. Intenta recuperarse y me cuenta cómo la taquillera una noche se dirigía a casa con el coche y dos chicos de veinte años se saltaron un stop. Ellos apenas se rompieron algún hueso, y ahora siguen por ahí vivitos y coleando, libres y absueltos por la justicia. Me dice que no llamó a nadie, que era para él muy doloroso tan sólo dar esa información, que le entienda. Mi amigo intenta sonreír, adoptar una pose telefónica menos apesadumbrada. Dice que ahora está con otra chica, pero que, honestamente, le parece una estúpida de diseño, una adicta a la ropa nueva, consumidora televisiva aficionada al mal cine y la música basura. Y nuevamente rompe a llorar. Está destrozado, dice, ahora todas la demás mujeres le parecen igual de previsibles, de simples, de bobas; ahora sólo distingue unas de otras por el físico. Me he convertido en alguien del montón, murmura moqueando el auricular. Durante una milésima de segundo estoy a punto de intentar bromear, de decirle que se case, que su actual pareja parece un buen partido; pero, inteligentemente, me callo.

Después de hablar un rato más por teléfono, me despido y le deseo mucha suerte a mi colega, mi amigo de la infancia, la adolescencia y la edad adulta, aunque ahora ya sólo sea hablando cada dos años por teléfono para contarnos desgracias. Me siento en mi silla de oficina cutre, gris y a punto de desmontarse; y después del shock inicial noto un infinito y glorioso alivio. Noto cómo por mis venas corre una de las drogas más fuertes que hay en la vida: la desgracia ajena. Borro todo el texto que llevaba escrito, ya no quiero escribir nada especial. No es que desee la muerte ajena, en realidad sólo esperaba que la taquillera ya no estuviera con él; que estuviera liada con otro, o casada con otro, o incluso con críos, de cualquier manera siempre y cuando no estuviera en mi órbita social. Ahora yo no la tengo, pero ya no la puede tener nadie. Pensaba centrar el artículo en todas sus virtudes, en lo que hizo que me pasara mucho tiempo odiando a todo el mundo por su culpa, por culpa de su luz, porque mi amigo el suertudo estaba follándose a Helena de Troya a espaldas de Paris. El gran artículo, de escribirse, sería la verdad, la que siempre se esconde para no dañar, porque no queremos que nadie piense que a veces la desdicha de los demás nos da placer. Como si eso fuera una aberración puntual, como si no pudiera observarse en cualquier faceta de la vida, en una familia, entre amigos, en una comunidad de vecinos, en el barrio, la ciudad, el país, el planeta. No me siento culpable, me siento tan sólo humano, y me estoy regodeando en mi humanidad, mientras recuerdo ahora sin lágrimas en los ojos la única noche que pasé con ella, a espaldas de él, hoy cornudo para siempre sin saberlo. Recuerdo cómo su primigenia perfección se desmoronaba en la cama de mi piso de mierda, y cómo aun así seguía siendo perfecta para mí. No puedo ser más feliz, he vivido una parte de Verdad, mientras mi amigo llevará por siempre sus cuernos imaginarios. La mejor etapa de su vida era en parte una gran mentira, una farsa, dos orgasmos que yo había provocado y que su querida se había llevado a la tumba. No puedo sentirme mejor, él la conquistó pero yo he ganado la guerra. Tengo mi verdad, y un arma arrojadiza brutal que podría lanzarle si hiciera falta, y dejarle humillado en un rincón quizá para el resto de su vida.

Miro por la ventana y veo pasar otra vez a la comitiva, la despedida de soltera, que viene de hacia donde iba. Una de las chicas se apoya en la pared y comienza a vomitar. Me doy cuenta de que estoy empalmado, erecto después de haber pasado como una hora pensando en el amor de mi vida. Me siento y decido escribir mi artículo de relleno habitual, poniendo a parir a todo el mundo: demagogia apoyada en una buena base de retorcida retórica.
Luego apago todas las luces y me bajo la cremallera del pantalón. Pero que quede claro, Puta sigue sin ser la palabra correcta.
Comienzo a masturbarme pensando en ella, que una vez estuvo entre mis brazos y ahora está pudriéndose, lo cual es trágico y delicioso a la vez. Y lo que más enfermo me pone, a la par que cachondo, es que en ningún momento hemos hablado en nombres propios por teléfono, y soy del todo incapaz de recordar cómo narices se llamaba.

[Es el décimo aniversario de “El proyecto de la bruja de Blair”, película infravalorada, sobrevalorada, malinterpretada, influyente, y tantas otras cosas que cuesta resumirlas en un parrafito. En cualquier caso, servidor, que la vio años después de su estreno en cines, en casa, en dvd, solo y predispuesto, la disfrutó de lo lindo. Hay muchos motivos por los cuales esta película merece los halagos que recibió en su momento, en contra de las críticas de los que fueron al cine a ver una película “al uso” que era más bien una especie de video casero en un contexto muy concreto, publicitado hasta la saciedad por internet, y que sólo los muy abiertos de mente debieron disfrutar a las primeras de cambio. Entre otras cosas, me parece una película brillantemente dirigida, brutalmente interpretada (hasta el punto que muchos aún sentados en el cine querían creer que era un video real); la película tiene momentos brillantes, un final chocante y premeditadamente indefinido (o sea, malrollero en el mejor de los sentidos), y vuelvo a decirlo: actores increíbles. Siempre habrá quien se queje de los movimientos de cámara y otras lindezas técnicas que de haber sido de otra forma le hubiesen restado todo el sentido a la película (véanse “REC”, “Monstruoso” y otras hijas de la Bruja), pero a mí particularmente no suele marearme una película; me suelo marear en las atracciones de feria que solo dan vueltas, por ejemplo. Así que en el video podéis ver los primeros diez minutos de la peli, por si alguno le echa un vistazo y con el empujoncito decide verla, o revisarla un día de estos. En fin, quede constancia de mi Cumpleaños feliz para ella.
Y abajo, cartel de “Jennifer’s body”, cuyo trailer ya publiqué. Porque… pff… porque tenía que ponerlo.]

kjfr

Semidiós (Revisión)

Un amigo mío decía que el noventa por ciento de una relación es el sexo. Siempre había un silencio incómodo ante esa afirmación, y yo le preguntaba que qué había del diez por ciento restante. Entonces simulaba que dudaba durante un buen rato, porque sabía que el diez por ciento que quedaba, en su caso, se reducía a la masturbación. Hay muchos tíos que son así. Y aunque yo era más bien distinto, no contaba con que también hay muchas mujeres que son como mi amigo. Hay aspirantes a putas y a gigolós. Y aspiran al servicio gratuito.
Yo trabajaba asistiendo accidentes, rondando autopistas en una ambulancia, poniendo collarines y sacando gente de coches destrozados, ayudando a los bomberos. Siempre atendiendo imprudencias llevadas al extremo, hasta la muerte o sitios peores. Te podías desquiciar, con un camión volcado, un coche chamuscado, con un chico de veinte años atrapado dentro, gritando, y su madre fuera llorando y comentando lo bueno que es su hijo, hablando en presente sin parar. A veces se tardaba tanto en desmontar la chatarra para sacar los cuerpos, que a los familiares de estos les daba tiempo a venir para ver el “espectáculo”. Lo mío podía ser el infierno en la Tierra.
Aunque no era habitual tanta marcha; la mayoría de noches me aburría, jugando a las cartas o con una consola portátil, interno, colocado de tanto respirar la peste a alcohol y desinfectante.

Una noche llegó al hospital una enfermera nueva, con todo lo que eso supone. Me encargaron a mí la tarea de enseñarle el edificio, porque era el que más tiempo llevaba trabajando de noche, porque siempre he estado afectado de sumisión congénita.
Esperas que la nueva sea tímida y muy apocada, muy cortada ante su primer día, y ella, Carolina, lo era. Podías perderte en su cabellera rizada y castaña. Una profesional recién salida del horno, joven, impecable y amable. Era un compendio de atención e interés. Pero el recato fue eventual, un espejismo de los primeros días. Porque acabó conociendo a Anabel, que la inició en su mundo, en lo que a priori sólo parecía oscuridad. Todo era sugestión subversiva, vicio; nada que puedas tener bajo control.
La realidad, con Anabel, parecía un dogma sin gracia que se apoyaba en teorías y conclusiones a las que no podías replicar fácilmente. No es como para reírse. Era inquietante pensar en ello, oírla hablar. Y con todo, me di cuenta de que en el fondo soy como mi amigo, y también para mí el noventa por ciento de todo se reduce al siguiente desahogo físico. La vida era una cuadrícula; aún no sabía ver que estaba enterrado en etiquetas.
La salida de Carolina de sí misma está apoyada por varias teorías. La más popular es la de que Anabel una noche la acorraló en algún rincón oscuro.
Cunnilingus.
Y desde entones Carolina fue loca detrás de ella. El dato de si Carolina era lesbiana o no, era insignificante. Todo el mundo, hombre o mujer, sabía que era diferente cuando Anabel te miraba. Olvida tu tendencia sexual, no eres homosexual ni heterosexual; simplemente te gusta que te toquen. Todos lo supimos, no mucho después de que Carolina conociera a Anabel. Y cuando ellas, a las pocas semanas, ya eran algo así como Zipi y Zape, mi novia me dejó. Puede pasar así, de golpe. Mi trabajo, el turno de noche, dijo. Otro tío, pensaba yo. Aunque todo hay que decirlo, ella era de esas, de las de un noventa por ciento para el sexo. Y con tan sólo un diez por ciento de mí en demanda, no debía ser fácil ser mi novia por las noches seis días a la semana.
Yo aún no creía en ningún ser superior. Por aquel entonces todo lo que no tuviera una explicación cerrada era sectario, carnaza para ignorantes y desgraciados.
Con el tiempo, desconcertó el hecho de que Anabel no era una de las enfermeras del turno de noche hasta que llegó Carolina. Si le preguntabas, te decía que ella ya llevaba cinco años trabajando allí con otros horarios. El personal de los demás turnos no sabía o no contestaba. Así que, o era nueva, o había aparecido allí por arte de magia, y eso era todo.
Era Anabel: su cerebro, dentro de una cabeza rubia de raíces siempre rubias, frente ancha, ojos claros, pómulos marcados, boca pequeña, piel blanca. Cuando alguien tiene semejante aspecto y te habla sin pestañear, su discurso tiene que ser especial para que te conviertas en un verdadero interlocutor, alguien que realmente escucha y no tiene en cuenta nada más que no sean tus palabras. Lo malo es que ese tipo de objetividad en las conversaciones nunca ha existido. No hablas igual con tu padre que con tu jefe. No hablas igual con la chica que te gusta que con todas las demás. Hay quien incluso habla o no según quién tenga delante. No existe ningún interlocutor que no esté condicionado. No hay ningún tipo de sinceridad formal, o ya es muy difícil reconocerla. Puedes contar cien maneras distintas de mentir, pero también de decir la verdad. Puedes decirle lo mismo a dos personas y con tan sólo cambiar el tono puedes estar engañando a una. Puedes transmitir cierta información al sujeto A con seriedad y gravedad, y luego decirle lo mismo al sujeto B echándote unas risas. Y sabes que mientes a uno de los dos, porque el tema te preocupa o te hace gracia, pero no ambas cosas a la vez. Así que si vas por ahí vendiendo motos, al final, o eres un enfermo o un interesado. Y para Anabel los demás no éramos en absoluto unos enfermos.
Ella partía de la base de que no somos auténticos porque no queremos, porque estamos cagados, y porque no somos nosotros mismos, sino tan sólo el resultado de la suma de lo que los demás quieren. No queremos cambiar el mundo. Ninguna generación quiere ser el conejillo de indias con el que se pueda experimentar para mejorar las cosas.
Todo sonaba a eso que te niegas a aceptar. Si decides poner el grito en el cielo y la verdad va a ser demasiado dura, es muy difícil elegir el momento para que la gente no asocie tu discurso a la demagogia. Los demás te miran como diciendo: “de qué coño vas, tu también le echas gasolina al coche como todo el mundo”.
Pero daba igual, Anabel hablaba sin reparo, era un muro contra el que chocaba la doble moral occidental. Y no era una enferma, algo que ahora sé. Como tampoco era una interesada, no como la mayoría de gente, porque su frialdad apenas parecía dejarla tener más apego con unos que con otros. Para ella todo parecían ser penes, vaginas, agujeros y gritos. Conceptos que por si solos tenían más valor que las personas, que no daban ningún tipo de confianza. Ella sabía que con ella nadie fingía. Ella decía: “Hay personas de las que sólo vas a conseguir una respuesta sincera si les metes un dedo por el culo”. A priori, el dolor y el placer no mienten. Decía: “Encontrarás más sinceridad en los gritos que oyes en una montaña rusa que en los soliloquios de una sesión de terapia”. Lo máximo que se podía esperar de la sinceridad eran sonidos, monosílabos. El resto de lo que dice la gente, decía ella, ya llega demasiado filtrado a la boca como para tener algo que ver con lo que tienen en la cabeza. Si dejas hablar a cualquiera el rato suficiente, una vez crea que te ha calado, dejará de ser poco a poco como realmente es para convertirse en lo que cree que tú esperas. Cuando topan dos personas demasiado preocupadas por el “qué dirán”, la falsedad funciona en ambas direcciones, y según Anabel hay demasiada gente así, y casi todas las conversaciones se echan a perder.
Lo que hizo ella fue utilizar su cuerpo para encontrar declaraciones no filtradas. Sinceridad momentánea. Decía que estaba escribiendo un Diario, pero no sobre ella. En serio, decía: “Si te escondes en una esquina y saltas de repente para darle un susto a alguien, verás una reacción auténtica”. Lo malo es que con esos métodos ridículos apenas consigues abrir una brecha en la impostura ajena. Las formas de conseguir reacciones sinceras y duraderas en los demás, casi siempre tienen que ver con el sexo. La putada, decía, es que hay gente que finge incluso follando.
Se pasaba la mano por el pelo como acto reflejo, murmuraba cosas como que hemos inventado la mentira piadosa para tener siempre una red de salvación. Si tu reciente novio no sabe follarte y crees quererle, más vale que hagas cuento. Finge. Como si un día de repente lo fuera a hacer como a ti te gusta. Es preferible que nos pillen en una mentira a tener que solucionar el problema.
Anabel sabía que el sexo servía con los hombres. Con los hombres era fácil. Joder, estaba chupado. Alguien comenzó a difundir el rumor de que en la planta en la que se movía ella, cada noche había juerga. Al parecer, la documentación para su Diario requería el hacerles una felación al máximo número de personas posible. Yo trabajaba en la misma planta que ella. Y al principio todos decíamos lo mismo, que no íbamos a caer, que no estábamos tan necesitados.
Después de decirle el primer sí, y ya habiéndome corrido, le pregunté si nunca iba más allá, ¿nunca se follaba a nadie? Y dijo que ella lo que buscaba era sus ratos de recreo. Dijo que si se bajara las bragas no le duraríamos nada y que su droga era la verdad, ver sinceridad en la gente, aunque sólo fueran suspiros, gemidos. Se reía y decía que cuando salía a la superficie nuestro verdadero yo, la mayoría resultábamos ridículos. Los demás éramos onomatopeyas tridimensionales que dejaban de ser realistas cuando intentaban formar frases enteras.
No tienes nada que ver con tu pose cuando fumas, o con cómo actúas o hablas con todos. Según Anabel, tenías que aceptar que lo más fácil era que fueses una mentira andante: el sujeto A buscando la polla o el agujero del sujeto B; el sujeto A buscando el dinero y el reconocimiento del sujeto B. Interés disfrazado de buenas maneras y regalos con fecha preconcebida. Somos máquinas de buscar aceptación, decía. La cuestión no está tanto en ser tú mismo como en que te piropeen aun cuando no estás delante.
Con el tiempo comenzó a dar miedo el quedarse a solas con ella. Carolina, por otro lado, estaba encantada, y no le costaba reconocer que estaba enamorada, aunque su novia no fuera fiel. Se reunían a menudo en una habitación segura y Anabel tenía que taparle la boca a su protegida para que no oyéramos los gemidos. La enfermerita en proceso de aprendizaje parecía ser la única persona a la que Anabel consideraba algo más que un montón de moléculas desperdiciadas.
En serio, llegó un punto en el que cuando volvía a chupártela ya no sabías si en cualquier momento te la arrancaría de un mordisco. Nos provocaba rechazo. La amábamos. Éramos súbditos de ella hasta el punto de estar dispuestos a lo que fuera con tal de tener nuestra ración de ella. La mayoría de las enfermeras nunca reconocían haberse liado con Anabel, y entres ellas las que no lo habían hecho de verdad hacían preguntas a las que se negaban a reconocerlo. ¿Se puede ser gay o lesbiana de forma puntual? Piénsalo de verdad: ¿Si te ponen una venda en los ojos y alguien te come la boca, sabrás de qué sexo es? ¿O sin la apariencia son cosas como el perfume lo que nos distingue? Imagínate a todos los internos del hospital teniendo discusiones que iban más allá del fútbol o la televisión, siempre pronunciando la palabra Bisexual en un contexto ajeno a ellos. La normalidad, la rutina, todo se estaba resquebrajando, como esos edificios que un día parecen seguros y al día siguiente se derrumban durante la noche con los inquilinos dentro.
Cuando de verdad se comenzó a ir la situación de las manos fue cuando “la pirada” (que es como la comenzamos a llamar todos a sus espaldas) comenzó a asistir accidentes. Te la podías imaginar perfectamente convenciendo a las altas esferas a lengüetazo limpio para que la dejaran salir de urgencias con las ambulancias.
Lo prometo, la primera vez que vino conmigo el coche que nos encontramos estaba como un acordeón. Nunca había visto algo igual. Según el informe de lesiones, los dos niños que iban en el asiento trasero debieron salir disparados hacia delante partiéndoles el cuello a sus padres, quizá antes de que estos pudieran morir contra el parabrisas. Puede pasar si no les pones el cinturón a los críos ahí atrás, aunque a veces eso sólo varía la forma en que la gente muere. Los asientos delanteros estaban comprimidos entre el maletero y el motor. La familia ya sólo era unos ciento cincuenta kilos de algo muerto, viscoso y negro.
Después de coleccionar vivencias así y saber las consecuencias, esos anuncios dramáticos de la DGT te acababan pareciendo tópicos cuando los veías en la media hora de descanso. Lo comentabas con Anabel. Cambiaba tu perspectiva, tu ángulo de visión moral. Veías en la tele a un chico en silla de ruedas mirando la puesta de sol por una ventana, y llegabas a dudar sobre si cambiaría eso por una parálisis facial, con la que todo el mundo se reiría o apartaría la vista a su alrededor aunque tuviera las piernas sanas.
Antes de Anabel lo tenía todo más claro. Lloraba con lo que la gente llora, o era feliz o me deprimía como cualquiera. Pero después, rotundamente no. Si su droga era la verdad desnuda, la mía era ella, tanto si abría la boca para no hablar como si lo hacía para contarme algo. No sabías si te estaba lavando el cerebro o si intentaba acercarte a lo autentico sin cortapisas. Pero daba igual.
Era una sensación interesante dudar a esos niveles, casi diría adictiva. Prometo que cuando una grúa levantó eso que había sido un coche, vimos caer de él varios chorros de sangre que empaparon a dos bomberos que supervisaban. Había desperdigados dientes y vísceras que preferías no ver de cerca. Contemplabas esa chatarra solitaria convertida en estadística, y te podías preguntar: ¿contra qué ha chocado?
Pasa todos los días, alguien intenta adelantar a alguien y no calcula que no va a poder esquivar al camión de carga que viene de frente. No suena a novedad el hecho de que muchos de los supervivientes de un accidente prefieren pensar que podrán seguir con todo igual que antes del mismo.
La vida no deja de pillarte en fuera de juego. Y no te lleves las manos a la cabeza, pero prometo que, al margen de todo el horror humano, la sangre y la chatarra; al margen de el xoc que produce eso, lo que hizo Anabel fue meterse en la parte trasera de la ambulancia después de ver de cerca todo aquel infierno, y al ir yo, pude verla sentada con los ojos cerrados hacia el techo, apretando las piernas, mordiéndose el labio inferior, hurgándose con las manos bajo las bragas.
Atender accidentes o ver a la gente atenderlos le daba a Anabel una prueba tangible de lo que somos, y de que no duraremos para siempre. Estás cenando o jugando a las cartas, y en un momento estás viendo a alguien morir. Ya podías estar desangrándote o corriéndote, que ambas cosas hacían que pusieras cara de imbécil, o en todo caso, la cara que sea que tienes cuando te expresas de verdad. Anabel decía que no me equivocara, ella no era peor que los demás por el hecho de que un accidente la pusiera cachonda. En el escenario de un accidente no verás impostura, no habrá nadie que no esté sufriendo o llorando o muriéndose o trabajando. Eso, decía Anabel, me hace tener orgasmos múltiples. Era satisfacción emocional que le enviaba señales directas a la entrepierna. Me decía que antes de avergonzarme de ella, me fijara en la gente que pasa con sus coches cerca de los siniestros que atendemos. Esa gente que te mirará mal si te tiras un pedo o eructas comiendo a su lado, no pueden evitar mirar cómo han quedado los cuerpos después de un accidente de tráfico. Es verdad que a veces la educación en cuanto a las buenas maneras sólo es otro modo de coartarte. Pero esa gente que intenta ver cadáveres desde su coche quizá no siempre lo hace movida por el morbo. Quizá lo que intentan es ver algo de verdad por primera vez en sus vidas. Y no hay nada más real y auténtico que la muerte, aunque sea ajena.
La moral se iba al garete. Cada nueva salida de emergencia era motivo de emoción para muchos. Cada vez que alguien destrozaba su coche para quedar invalido o morir, Anabel podía dar el pésame a quien fuera en el mismo escenario del accidente, y después no podía evitar mojar las bragas. Luego, pasado un tiempo, la gran novedad fue que comenzó a bajárselas.
Si alguna vez has deseado la muerte de alguien en secreto, esto no debería asquearte en exceso. Sencillamente, alguien pedía una ambulancia y sabías que esa noche la pirada se te podía tirar. Así consiguió ganarse un lugar fijo en el asiento del copiloto. Lo que consiguió Anabel de buenas a primeras fue tener a un montón de gente deseando inconscientemente el sufrimiento de los demás. Consiguió invertir en cierto modo el objetivo del personal hospitalario. Porque no siempre se bajaba las bragas. Lo hacía cuando había visto a alguien morir.
Se te revolvía el estómago ante la situación si olvidabas tu narcisismo durante un momento, pero Anabel decía que si era así como éramos realmente, sencillamente estábamos mejorando, antes no éramos honestos. Ella decía que si podíamos comer tranquilamente sabiendo que otros no pueden, no debería sorprendernos el hecho de que deseáramos que hubiera llamadas a urgencias para poder echar un polvo con ella. Si negábamos nuestra naturaleza de depredadores sexuales y además cubríamos con un manto de falsa bondad nuestra hipocresía, ¿nos extrañaba que pudiera haber injusticia o guerras interminables? La hipocresía, decía, es extrapolable a cualquier asunto que dependa de la opinión en voz alta de un ser humano. Lo más cómodo era no consultar nunca nada con la almohada.
Cuando ibas por la noche al comedor a veces te la encontrabas con su ensalada, en ocasiones viendo Crash de David Cronenberg, con ese dvd que nadie había utilizado hasta que llegó ella. Y su escena favorita la veía una y otra vez. Esa en la que la chica protagonista tiene un accidente, y sale de su coche arrastrándose ensangrentada, para acabar haciéndolo allí mismo con el tipo que se para a atenderla. Lo bueno del cine, decía Anabel, es que por lo menos tienes la seguridad de que lo que ves es falso. No da pie a discusión.
Anabel también contó que había tenido dos novios. Que uno era actor de teatro y el otro, mudo. Solo facilitó esos datos. Decía que el que era actor salía muy cansado de los ensayos y no le quedaban tantas ganas de fingir en su tiempo libre; de todos modos, si lo intentaba, ella podía cotejar sus gestos con los que hacía en el escenario. Por otro lado, el que era mudo, pues eso… por lo menos ya tenía una herramienta menos con la que poder engañarte. Esta revelación de sus relaciones fue importante, ya que a ella nadie se la imaginaba preocupada por un hombre. Si le preguntabas te decía que lo de tener novio te ahorra algunos trámites en cuanto al sexo, y además raramente significa que estés enamorada.
Puta loca, decían todos. Enferma. Demagoga. Ninfómana. Todos mirábamos hacia el suelo con media sonrisa en la boca y murmurábamos: vaya pirada. Todos la escuchábamos con atención por si luego le apetecía chupártela, pero después en las conversaciones sobre ella no se nos escapaba un detalle de lo que nos había dicho. Te iba grabando con fuego todo ese montón de teorías sobre lo patéticos que éramos realmente. Te hablaba, y entre líneas te llamaba cerdo capitalista, mentiroso, egoísta, narcisista. Y tú sólo podías pensar en si había condones a mano por si esa noche moría alguien.
Carolina se quedó sola, a excepción de cuando obtenía los favores de Anabel. Repudiada. Ella era la única a la que no le importaba lo que la pirada dijera. Era la única que no la llamaba pirada. La única que reconocía abiertamente la fascinación que Anabel le provocaba. Para ella no era tanto lo que decía como cómo la miraba mientras lo decía. Había intensidad, era innegable. La pirada te podía haber leído la guía telefónica y te la hubieras quedado mirando embobado. Era algo que todos pensábamos mientras cambiábamos. Porque sí, nos cambiaba, nos estaba cambiando.
Era una extraterrestre, bella y novedosa como sólo podías concebir el tipo de mujer que imaginabas cuando te hacías las primeras pajas. Llegamos a dudar sobre si íbamos a mejor gracias a ella, o si tan solo éramos más misóginos.
Y sí, todo el mundo había estado criticándola a medida que tomaban nota de lo que decía. Todos fuimos convirtiéndola en nuestro gurú secreto común. Podías cambiar tu forma de ser, pero no podías reconocer que la pirada, en cierto modo, te había enseñado el desvío que debías coger.
Y después de todo eso, de toda esa belleza, de todas la mamadas y de aquel único coito que pudiste disfrutar con ella; después de toda la crítica a todo lo que somos y hacemos; cuando la gente ya follaba al margen de Anabel por todo el hospital, y hablaban de política y de la muerte; cuando los cirujanos ya se lo montaban con las enfermeras a conciencia en las mismas camas en las que poco antes había fallecido alguien; una vez nadie parecía tener problema para decir lo que pensaba; entonces, la pirada desapareció.

Pero no habíamos sucumbido al cambio hasta el punto de no acordarnos de lo cómodo que era no consultar nada con la almohada. Hablando en rigor, nuestro gurú no había conseguido cambiar nada para siempre en nuestro entorno. Solo lo logró mientras estuvo en el hospital. Un año completo. Luego, una vez se largó, todo volvió gradualmente a ser lo que era antes de ella. Ya no había nadie que pusiera su cuerpo en manos de quien toma las decisiones, y por tanto, ya no valía todo. Ése noventa por ciento prioritario en cuanto a la carne por una vez había jugado a nuestro favor.
Ella se fue y lo desagradable volvió a ser tan sólo desagradable, eso en lo que tenías que evitar pensar. Se acabó para muchos, entre otras cosas, la justificación del morbo de ser uno mismo de verdad. Todo el mundo volvió a cubrirse de buenas maneras de forma gradual. Todo el que criticaba a Anabel pero había acuñado su forma de ser, pasó a criticarla sin más para volver a ser como antes. Una vez nos faltó ella fuimos conscientes en silencio de que con ella habíamos sacado la cabeza del agua para respirar hondo, y nos sentíamos genial, pero luego volvimos a zambullirnos para buscar monedas de oro.

Teníamos claro que la gente no es como ella decía, que hay más gente sincera y buena de lo que parece. Pero también sabíamos que es el tipo de actitud que criticaba ella el que nos tenía maniatados a cierto nivel; el tipo de actitud que envenena la posibilidad de que este mundo no sea tan habitualmente un lugar horrible en el que sólo cabe malvivir mirándose al espejo.
Supimos que se había ido cuando encontramos a Carolina en una habitación, llorando, acurrucada en un rincón. Supimos que Anabel había estado con ella toda esa última noche, abrazándola y besándola, después de haberle dicho que se iba. Al dejarla sola, aquel hospital se quedaba vacío lleno de gente para ella. Al dejarnos solos, al principio nos sentimos desamparados, íbamos a disimular hasta topar con otra persona igual. Sin ella, nuestras palabras iban a provocar un eco absurdo sin el interlocutor adecuado, aunque tan sólo las susurráramos. Incluso aunque nos hubiera dejado una vaga sensación de esperanza. Porque no parece haber Dioses eternos a los que rezar, pero quizá sí semidioses terrenales a los que hablar, tocar o escuchar.

[Aún no había puesto ningún video de UNA DE LAS MEJORES BANDAS DE ROCK DEL MUNDO. Y abajo, amor platónico que estaba pendiente para la colección: Ellen Page; reina del mal rollo y las interpretaciónes rayando la perfección desde que puso al mundo en su sito en «Hard Candy».]

EllenPage22532

(…)

blogdeldia

Los amigos del blog «Nosinmicamara» dicen que he ganado su premio al «Blog del día» (qué cosas…). No suelo comentar estas cosas, o como mucho agradezco escuetamente en el blog que sea; pero ya que me han invitado a colgar este galardón, pues lo hago. Me lo tomaré como un premio para el último relato publicado. Gracias, amigos; estáis enlazados, para siempre.

Dalia

Me levanto de la cama otra vez por culpa del dolor, insomne. Dormir es un lujo, descansar, abandonarse. Hace mucho tiempo que no noto esa paz que te invade justo antes de perder la conciencia. Acostarme sólo supone una batalla más contra mi vida; y debería ser uno de los mejores momentos del día. A veces despierto confuso después de haber dormido diez minutos, dudando sobre si realmente he llegado a dormirme. Un dolor crónico es como tener siempre un gran problema pendiente que nunca podrás resolver, una espina clavada que no te podrás sacar; ni disculpándote entre sollozos, ni rebajándote ni poniéndote en ridículo ante nadie. Mi espalda me advierte de ello cada vez que mantengo una misma postura durante más de cinco minutos. El dolor es mi Dios, está conmigo adonde vaya, es el destino, quien me controla y quien decide mi estado de ánimo; es mi mujer y mi novia, una amante a quien le va el sado y que me torturará hasta cogerme de la mano el día que me muera. No puedo dormir boca abajo, no puedo hacer abdominales, no puedo cargar peso durante un tiempo prolongado, no puedo, no puedo, no puedo… Soy un abuelo de treinta años. Si quiero ponerme en forma tengo que pagar a un tío que cada noche duerme a pierna suelta para que me diga cómo puedo hacerlo. Y lo haga o no, el dolor siempre está, crece, me avisa; posible aumento de intensidad durante el resto de mi vida, posible parálisis de cintura para abajo. Eso me dice. Me susurra al oído: Cuidado, quien manda aquí soy yo.
Debido a sorpresivos aumentos del sufrimiento, de vez en cuando paso unos días en el hospital; porque me resulta difícil no insultar a todo el mundo, no mandarlos a la mierda o no tirarme por una ventana o colgarme y terminar de una vez.
Me dan pastillas y me dicen que me cuide, que es raro que me duela haciendo tal ejercicio o durmiendo de tal forma. Perturbo la paz de sus vidas, de sus teorías; hago temblar los cimientos que sostienen sus profesiones y hago que mengüen sus egos. Prefieren pensar que miento o necesito ayuda psicológica, ellos no pueden estar equivocados. El narcisismo funciona en ambas direcciones, y da igual quién tenga razón. Lo único que importa es que no seas tú el que va perdiendo.

Las noches que mejor duermo suelen ser las de tormenta. Lo más parecido a la visualización de un orgasmo son esos relámpagos que se ven de lejos, cuando aún ni llega el sonido del todo, cuando esa luz invade cierta parte del cielo y parece que éste se resquebraje. Es entonces cuando suelo sentirme más relajado y el cuerpo parece darme una tregua. Suele beneficiarme lo que a la mayoría les molesta. Así que no me duele justo entonces, cuando llueve o va a llover; y tampoco cuando estoy con Dalia, que es una flor, y también a veces una mujer, que en este caso en mi vecindario se ha convertido en la amenaza de las casadas: Dalia podría destrozar a varias familias igual que podría hacerlo un terremoto, un accidente de tráfico o una tormenta. En muchos casos le bastaría con asentir, con doblegarse; podría coleccionar proposiciones de recién casados si se dedicara a memorizar las que le hacen. Ahora medio barrio tendría cosas que esconder. Bien mirado, es una santa. El único motivo por el que la mayoría de las mujeres de por aquí aún pueden sonreír sin que les piten los oídos, es porque sus maridos aún no han conseguido colocarles los cuernos de metro y medio que gustosamente les colocarían. Dalia es una devota del hombre, de la familia, de la paz, de la belleza.
Dalia sabe cómo debería ser un final feliz, y por eso esos masajes suyos tienen mucho sentido. La fidelidad sólo existe en términos emocionales, la naturaleza tiende a ir por otros derroteros; el hecho de que quieras a alguien no te permite negar la existencia de todos los demás. Dalia sabe mucho más de las parejas que ellas mismas, y por eso, entre otras cosas, dice que nunca se va a comprometer, que huirá a la mínima muestra de celos por mi parte, y que el amor queda muy bien cuando alguien sabe describirlo en un libro, lo cual también pasa con la violencia o el terror; según ella hay que saber diferenciar la realidad de la ficción, y mucha gente aún no sabe.
No deja de farfullar que se follaría al David Duchovny de Californication, y que las bodas son una mala inversión y que cada vez les ve más sentido a las operaciones de estética. Dice tantas cosas que correrse con ella es como hacerlo dentro del único libro de autoayuda útil que se pudiera haber escrito en la historia de la humanidad. Si la miras, sientes que la única frontera mínimamente infranqueable que existe es la punta del condón.
Para que luego la gente sólo sea capaz de ver romanticismo en el compromiso.

El amor, como la materia, no muere, sólo se transforma. Los problemas surgen porque no nos queremos dar cuenta, no nos da la puta gana; pasamos de eso igual que pasamos de los niños desnutridos del telediario.
Dalia es tan bella por dentro como por fuera; la simetría de su cara recuerda a la de su filosofía de vida; sus pezones te miran dulcemente igual de amenazantes que sus ojos; Dalia es la chica del poster, de cualquier poster. Matarte por ella tendría bastante más sentido que morir anciano y olvidado y tiroteado con pastillas en un hospital. Ella lo sabe, la vida no coge sentido según su duración, sino dependiendo de lo que haces hasta que se acaba; por eso es tan importante no depositar la fe en utopías.
Dalia representa todos los cambios climáticos, las migraciones; evoluciona con la naturaleza y la Historia sin sentirse culpable; más allá de ser la tía buena con la que te cruzas cada día, es la única isla pequeña en la que si acabas como naufrago jamás te faltarán provisiones. Todo cobra sentido cuando quien te quiere te dice la verdad y te deja libre. Lo cual hace que tu enamoramiento aumente peligrosamente… mientras imaginas a Dios atragantándose de la risa intentando hablar de ello por telepatía con el Diablo, mucho después de haber perdido a la humanidad en alguna apuesta.

La veo un par de noches a la semana, y no ha conseguido cambiarme del todo. Me duele saber que hace lo mismo con otros, pero sobre todo lo que más me duele es no poder estar a su altura, no poder manejar mejor mis sentimientos, ser menos del montón, y, en otro orden de cosas, no poder aguantar más sin correrme. No me siento en competición con los demás, pero sé seguro que si alguien la hiciera daño y yo me enterara, podría retorcerle hasta matarlo, y pegarme el tiro en la boca más feliz de la Historia conocida.
Ella podría simplemente tirar de la cadena y hacerme desaparecer. Tanto poder tiene. Los demás somos todos idiotas.
Cuando voy a su piso siempre está todo en su sitio. La cocina está vacía, la televisión siempre puesta sin volumen, la luz del baño encendida, la nevera a veces desenchufada. No es tanto un piso como un lugar de paso, una cueva donde esconderse, una forma de integrarse.
Siempre entro un poco nervioso. Ella va de un lado a otro, descalza, con un camisón rosa. Nos tiene a todos calados, soy sólo otro sumiso, el perro al que dejas con los vecinos cuando te vas de vacaciones, o el pez que tiras por el desagüe cuando lo descubres muerto al poco tiempo de haberlo comprado. Ella es la mujer del paso firme, y yo no soy nada, soy menos que nada; pasado un tiempo ella se habrá olvidado de mí y tendrá otros perritos falderos a los que controlar. El tráfico alimenticio no funciona así; digamos que Dalia tiene su cuerpo como ventaja. Cuando me siento en el sillón de su salón, cada vez me arremango la manga derecha con más confianza. Ella mientras tanto prepara un bocadillo y llena un vaso con agua del grifo. Debe ser extraño comprar el pan por las mañanas sabiendo que no será para ti; así de considerada es. Cada vez tengo más marcas por el brazo. Pronto tendré que arremangarme el izquierdo.
Y finalmente se trata sólo de un par de minutos; uno o dos más y me volvería como ella. Luego comes para recuperarte y tienes a Dalia sin camisón para ti solo todo lo que consigas aguantar. Por eso mucha gente ya nunca dona sangre en el circuito oficial: allí una vez te comes el bocadillo que te han dado, la vida vuelve a ser aburrida y dolorosa.

[Pues va a parecer una obsesión mía, pero otra vez, como en el anterior post, hago mención de Megan Fox y Amanda Seyfried, que casualmente coinciden en el reparto de “Jennifer’s body”, el nuevo trabajo de la oscarizada guionista de “Juno”, Diablo Cody (y por quien me interesa esta película de verdad). Tal y como podréis observar en el video/trailer los más avispados cinéfilos, parece que la amiga Cody es una fan de las primeras y geniales películas de Sam Raimi (Posesión infernal, etc…), o por lo menos esa impresión me ha dado a mí. Las imágenes son sugerentes, y dado el perfil de las protagonistas y la música utilizada, parece que Cody, con sus diálogos marca de la casa, ha intentado escribir una de esas películas de terror cachondas y con cerebro que tan buenos resultados dieron en el pasado. Servidor la verá pete quien pete. Abajo, una foto de Diablo, que por cierto, antes era streaper (qué cosas…).]

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Cambiar el mundo

El Señor A se levantó de la cama a las dos de la madrugada, con una migraña terrible y su habitual dolor de espalda. Abrió la persiana y vio otra noche más cómo el vecino de enfrente, quinceañero de libro, se masturbaba en su habitación mirando el poster de siempre de Amanda Seyfried: actriz, lo más parecido a la nube blanca y solitaria de las diez de la mañana de un sábado libre de trabajo, cuando abres la ventana y el aire que respiras parece totalmente limpio después de haber dormido nueve horas.
Amanda posa descalza con una especie de camisón blanco por encima de las rodillas, de pie con su aura de photoshop, y sonriendo de esa forma que te hace pensar que jamás podrás tocarla, a no ser como lo hace el vecino del Señor A.

Los problemas de insomnio del señor A venían dados por una salud física que parecía querer matarlo lentamente. Él, de hecho, estaba convencido de que tarde o temprano sería huésped de un cáncer o un tumor. Su cuerpo parecía predestinado a sufrir los más horripilantes dolores, hasta morir un día mucho antes de la tercera edad después de varios años de insoportable enfermedad.
Poco después de que el vecino sacara de su mesilla un rollo de papel higiénico para limpiarse, el Señor A se tomó dos aspirinas y volvió a la cama.
Sorprendentemente durmió a pierna suelta, hasta que el despertador chirrió dándole la bienvenida cínicamente a la realidad: el trabajo de alta esfera del señor A, como él decía, arruinador de cualquier posibilidad de huir, conocer mundo o simplemente ser mínimamente feliz. El señor A no tenía el suficiente valor como para romper con su acomodada y monótona vida; jamás se sentiría tranquilo y feliz como él deseaba, del mismo modo que su vecino jamás conocería a la chica del poster.
Tenía una labor que le obligaba a ir constantemente de un lado a otro en avión: absurdas reuniones; poses; negociación, mentir, regatear, estafar. Desde joven siempre escogió el camino más práctico, y ahora se sentía tan sólo ocupado; siempre elucubrando para mantener ciertas cifras inamovibles, y si es posible en constante estado de crecimiento potencial.

El día de trabajo transcurrió entre pasillos y salas de reuniones, camisas perfectamente planchadas, corbatas, mesas de caoba enormes y oficinas con vistas a la gente de a pie. Los protocolos se amontonaban del modo habitual, los susurros entre socios, los papeles de un lado a otro con columnas inacabables de estadísticas y logos de empresa. El Señor A sonreía en el momento adecuado intentando mimetizarse con el entorno. Lo de menos era llevar a buen puerto una gestión empresarial coherente; lo que importaba era alcanzar una buena cifra de ventas, ya estuviera sustentada en la honestidad o en la falta de escrúpulos. El Señor A a veces sentía que la única forma de salvar su alma sería entrar en una de esas reuniones de peces gordos y ametrallar a socios y colaboradores, con la esperanza de dejar ciertas empresas en manos de gente que al sonreír no parecieran excavadoras abriendo sus fauces.
Pero el principal motivo por el que era absurdo matarlos a todos, era que la savia nueva que llegara a ocupar esos puestos tendría la misma mentalidad adoctrinada en Ambición y Codicia, las dos asignaturas básicas para entender el mundo. El Señor A se consideraba a si mismo una puta, pero sin la parte en la que el cliente experimenta algo de consuelo.

Se fumó el primer cigarrillo del día pasadas las siete de la tarde, en los lavabos de un aeropuerto; así de tarde, pensó. Las cosas se estaban yendo de madre, a ese paso dejaría de ser él mismo para empezar ser un tipo más, el aterrador hombre corriente, huyendo siempre de la autodestrucción mientras destruir no es más que trabajo, uno bien remunerado, para el cual necesitas un currículum a rebosar y varias recomendaciones.

Cuando a llegó a casa, cenó un plato precocinado imitación de spaghetti carbonara. No había tiempo de cocinar cuando la vida consistía en aprovecharla de ese modo irremediablemente esquematizado con el que la noche sirve exclusivamente para dormir. Organizarse significaba asentir, sonreír y olvidarse de la infancia, cuando cogíamos un palo de madera y podíamos crear todo un mundo alrededor. La edad adulta era directamente perder la inventiva, fijarse en el de en frente y hacer lo mismo pero mejor. El Señor A sabía que su vida, pensada detenidamente, no tenía ningún sentido; por mucho que fuera calcada a la de los demás.
Había una mujer interesada en él. Tímida, cada vez más guapa en cada encuentro, responsable, insegura: la Señorita @.
El Señor A no había tenido buenas experiencias de pareja. Y cuanto más lo pensaba menos sentido le veía a la monogamia; para él era una pura cuestión de estadística; el amor era una reacción química que curiosamente podía marchitarse fácilmente una vez superada la novedad sexual. Una vez estabas libre de tradiciones y creencias, no eras más que un ser humano curioso cuyas restricciones del camino no podían comprender ni lo sentimental ni lo sexual; la única restricción, el final del camino, sólo podía ser la muerte. Y limitarse durante el trayecto hacia ella cada vez le parecía más forzado.
Él era un hombre de negocios, y tendía a proyectar una imagen de éxito. Y si no podía ser feliz en una relación monógama… ¿qué era exactamente lo que le prohibía vivir de otro modo?
Él tenía amigos que asociaban la soltería y la poligamia a la infelicidad: Sí o sí. No había salida. Pero ¿podría él aguantar con la Señorita @ hasta el final de sus días? ¿O la monogamia en serie sí proyecta una imagen de felicidad de cara a la galería? ¿Se puede ser feliz si los demás consideran que no puedes serlo viviendo de una forma determinada? Es decir, ¿los demás van a dejar que seas feliz si te atreves a hacer lo que quizá muchos de ellos no hacen, precisamente para no alterar el impecable prejuicio que han alimentado sobre si mismos? Rectos, responsables, profesionales, monógamos…

El Señor A se comía los días con patatas congeladas y raciones minúsculas de todo lo que sirven en un avión. Ganaba tanto dinero que nadie se atrevía a juzgarle si no era para quitarle de algún modo parte de ese dinero; dichos ladrones eran básicamente otros tipos como él, con trabajos similares, y con los que muchas veces coincidía en primera clase mientras las azafatas intentaban venderles botellas de coca-cola encogidas, como recién salidas de una lavadora industrial para materiales tratados para primeras marcas: Productos seguramente ideados por colegas de profesión. Si el Señor A miraba alrededor, podía contemplar que casi todo lo que existe ha salido de un brainstorming, hecho por gente que trabaja para que el cerebro de todo hijo de vecino funcione por impulsos irreflexivos.
La idea básica para controlar las mentes es que todo el mundo funcione de adulto como cuando eran niños, pero sin los comportamientos aleatorios ni la creatividad de los niños. El plan es secar cerebros. La idea es que nadie vea las distintas opciones, que sólo vean unas pocas y las consideren sagradas. Da igual si es para elegir un refresco en el supermercado o para decidir qué carrera vas a estudiar; soltero o casado; monógamo o polígamo; con una personalidad propia o la de serie según el entorno… Con todo, un buen negocio necesita un target al que dirigirse, porque ¿qué pasará el día que una gran mayoría comience a pensar por sí misma?

El día que dejemos de comprar coca-cola será el principio de la anarquía, cuando muchos abran su nevera y se den cuenta de que siempre hay lo mismo; cuando miren a sus mujeres y se pregunten qué es lo que han hecho durante tantos años, y sobre todo, por qué ¿Para ellos? ¿Para los demás? ¿Para tener hijos? ¿Querían tener hijos? El Señor A comenzó a comprender con el tiempo que para mucha gente la vida era como la gravedad, solo había una opción posible; hagas lo que hagas no conseguirás que la manzana flote; hagas lo que hagas, si no vives como todos, no serás feliz. Siempre notarás que te falta algo, o te sentirás muy solo, sentirás un vacío terrible cuando todos abran sus regalos en familia cada cierto tiempo por fiestas oficiales. Siempre te sentirás mal, pero no será porque tu opción sea peor, sino porque una gran mayoría estarán totalmente convencidos de que la suya es mejor. Y difícilmente alguien se te unirá, por el mismo motivo por el que el niño rarito del patio, por muy divertido que sea cuando hablas con él, siempre está marginado. Sus juegos son distintos y quizá más ingeniosos, pero es el único que juega a ellos, y no puedes rebajarte.
El Señor A cada vez estaba más convencido de que es ese algo que no funciona en las personas en cuanto a pensarse un poco más, lo que hace que tantas cosas vayan mal, al final, por un gran y estudiado efecto dominó.

La Señorita @ dejaba mensajes en el contestador del Señor A. Concisos, dejando claros sus sentimientos y que necesitaba una respuesta, positiva o negativa, para poder seguir con su vida. El problema era que lo más cómodo era no contestar, y además también era agradable que hubiera alguien a quien no solo no le dabas igual, sino que además estaba pendiente de ti, sufría por ti, y quizá hasta te quería. El Señor A estuvo durante mucho tiempo adaptando su actitud práctica a su vida sentimental en lo que a la Señorita @ se refería; lo cual ya hacía mucha gente de otras maneras igualmente reprochables, pero mucho mejor vistas.
A la larga, gracias a los remordimientos, la a veces inexorable lógica hizo que el Señor A quedara para tener una conversación seria con la Señorita @.
De todos modos todo el asunto se estaba convirtiendo ya en algo muy estresante. El Señor A se prometió a sí mismo que la Señorita @ sería su último trabajo para la E.C.S. Las personas eran algo más que ratas de laboratorio. Y además combinar los horarios con su trabajo diario era un caos. Los Estudios de Comportamiento Social eran una forma más de limpiar conciencias. La gente normal colaboraba con ONG’s o apadrinaba un crío. Pero el Señor A recibió información privilegiada sobre una facción secreta de investigación; un chiringuito privado que nadie sabía quién financiaba.
Cuando mantienes una relación con alguien enviando siempre al final del día un informe sobre los patrones de comportamiento de tu pareja y sus amigos, no siempre crees que estés aportando algo positivo al mundo. Al cabo del tiempo el Señor A comenzó a analizarse también a sí mismo, su modo de vida, sus compañeros. Los psicólogos reclutados por la E.C.S se planteaban a diario si lo que estaban haciendo era lícito, y si gente como el Señor A, por más enchufe fiable que tuvieran, estarían preparados para calar a todo el mundo, hurgar en hipocresías y salir después sanos y salvos de la experiencia. Lo peor de analizar los defectos de los demás era ver que los demás no eran más que otra vez tú.
Nadie podía dar nombres reales; el Señor A sólo era el Señor A; y la Señorita @ podía tener un nombre precioso, pero desde el momento en que el Señor A la conoció tuvo un nombre oficial para ella. Se trataba de llevar al extremo la idea de que al final para todas las instituciones sólo somos uno más en la lista. De igual modo que cualquier otra empresa sólo te ve como trabajador o cliente potencial, la E.C.S tampoco debía implicarse emocionalmente si quería tener unos datos precisos con los cuales poder trabajar. Si el mundo nos había convertido en seres básicos, egoístas y estúpidos, no había por que negarnos la posibilidad de intentar enmendar las cosas poco a poco.

Así que el Señor A quedó con ella una vez más, @, otra chica más que a priori parecía tan angelical o más que la actriz del poster del vecino de enfrente. Otra Amanda, otro número bonito de lotería con el que jugabas con la esperanza de que éste sí te cambiara la vida.
El Señor A sabía muy bien que @ sólo era a priori otro objetivo de análisis, otro experimento; pero dadas las circunstancias, y a sabiendas de que ya tenía decidido dejar el E.C.S, se dijo que si ella le gustaba dejaría de actuar como un robot, dejarían de llegar informes, e impediría que actores, psicólogos y demás miembros de la organización entraran a hurtadillas en su vida para intentar reordenar sus prioridades. Funcionaba así. Si los informes estaban llenos de datos sobre alguien tremendamente egoísta, manipulador, controlado e hipócrita, E.C.S ponía a trabajar a sus empleados. La cifra de objetivos que “malear” era mareante; el Señor A sabía que en cualquier ciudad del país había miembros de la organización haciéndose pasar por amigos, camareras, gogós, prometidas, barrenderos, y un largo etcétera de personas que no eran lo que parecían. La organización estaba creciendo tanto que ya no se sabía hasta qué punto eso era positivo o negativo.
El día del encuentro entre A y @, el Señor A estaba más nervioso que de costumbre. Llevaba cinco años colaborando para E.C.S, y no sabía si habría perdido la habilidad de observar la parte positiva de la gente. Llegó un punto en que la mayoría de personas, incluyéndose a sí mismo, le parecían ridículas e hipócritas, siempre obsesionadas con la mundanidad y las posesiones, ya fueran un armario lleno de ropa o una novia llavero, que es como en E.C.S llamaban a las chicas florero cuyos novios siempre comentaban a sus espaldas que sólo eran sexo para ellos.
A y @ se encontraron en una cafetería céntrica. @ llevaba un vestido de flores escotado, el pelo suelto y una diadema rosa, como si en lugar de tomar un café fueran a rodar una escena porno encima de la barra. @ sabe jugar sus cartas, pensó el Señor A. Ella había puesto toda la carne en el asador, hasta un punto de encanto que superaba la versión photoshop de Amanda Seyfried. Dadas las circunstancias, el Señor A no podía abalanzarse encima de @, así que comenzó a hablar en su tono habitual de prueba, sobre su hernia, sobre lo hipocondríaco que podía llegar a ser, sobre los tumores y todas las enfermedades y bichitos minúsculos que podían entrarte por la nariz y matarte. Incluso ella, le dijo, aun con todo lo guapa que era, acabaría dentro de una caja de madera, pudriéndose y desvaneciéndose en la memoria de todo el mundo. Así es, señorita @, le dijo, tú también estás muerta.
– Parece que hayas soltado ese discurso de memoria – dijo ella -. ¿Te haces revisiones anuales?
– Eh…
– Deberías hacerte revisiones anuales.
– Bueno, no todos los años…
– ¿Te gusta tu trabajo?
– La verdad es que no.
– ¿Ganas mucho dinero?
Esto tenía que ser al revés, pensó el Señor A; el miembro de E.C.S siempre debe conducir la conversación. Aun así le dijo que sí, que no podía quejarse, que, joder, estaba podrido de dinero.
– ¿Y te parece importante, es lo que crees que importa de verdad?
– Bueno, antes sí.
Se hizo un silencio. @ estaba comenzando a asustar al Señor A.
– ¿Conoces la A.A.S? – dijo ella de sopetón
– ¿A.A.S?
– Sí, la Asociación de Ayuda al Suicida… Hay muchos miembros de la E.C.S que han recurrido a nosotros; no tienes de qué avergonzarte. No sois tan… secretos. Tantos años intentando ver la realidad sin filtros pueden afectarle a uno… Y el derecho a la muerte debería ser algo fundamental… Desde nuestra asociación, queremos darte todo nuestro apoyo. Tenemos varios pisos a los que puedes acudir, todos con asistentes y gente competente que te ayudaría a morir… A ti y a cualquiera de tus familiares, siempre que sean mayores de edad… No me mires así, te he captado como hacemos con todos; te he seguido y he observado tus movimientos. Hace años que no sales con una chica si no es para la E.C.S. Y ni tan siquiera has pasado la prueba del pajillero.
– ¿Qué?…
– Tío, nadie se queda embobado viendo masturbarse a un quinceañero cada día si no es por puro hastío crónico, o porque es un pederasta; y tú no das el perfil de pedófilo. Ese chico trabaja para nosotros.
– Pero… yo no quiero morir…
– Alto ahí – interrumpió @ -. Todos decís lo mismo al principio. Tienes lo síntomas claros. Llevas años siendo un maníaco depresivo, eso nunca se va del todo. Contesta con sinceridad: ¿Has pensado alguna vez en el suicidio?
– Bueno, sí, pero…
– Basta… Correcto. Te voy a pedir que te aferres a ese pensamiento. Que lo tengas en cuenta. Solo es otra opción, pero es tan factible como las otras. Míralo así: es el reposo eterno, el fin de los problemas, esa nada que todos buscamos al corrernos, el vacío a salvo de preocupaciones y miedo. Piénsalo: Suicidio. Repítetelo a ti mismo: Suuuiiiiciiiidiooo…
– Ajá…
– Lo siento, llego tarde a otro sitio. Te dejo pensando.

La señorita @ dejó una tarjeta en la mesa, se levantó y salió de la cafetería. Caminó rauda hasta un bar cercano, cruzó la calle. Entró y besó a un hombre de unos treinta años.
– Perdona – dijo @ -, tenía un trabajillo pendiente… Dime, de qué querías hablarme.
Silencio.
– Bueno… ¿Has oído hablar de la O.R.P?
– ¿Cómo?

[Voy a volverme un poco loco y voy a recomendar “Transformers 2” (cuyo trailer podéis ver arriba, porque no sabía qué video poner y no tenía ganas de pensar). Salir en defensa de Michael Bay no es fácil, pero voy a intentarlo. Esta película, incluso más que la primera, tiene escenas de acción y momentos concretos que ya valen la entrada (si en tu pueblo la oferta en cartelera es limitada). Llega a tal nivel de delirio gratuito y sus personajes son tan planos, que llega un momento en el que piensas: a la mierda. Vale, Michael Bay, me creo eso que dices de que es una peli para niños, aún con el culo de Megan Fox planeando durante todo el metraje (su primera aparición resume lo mejor que puede ofrecer Bay al cine), y los casi ciento sesenta minutos de película. Y sin olvidar la escena en que, (SPOILER) otro pibón por el estilo intenta degollar al protagonista sacando un brazo metálico por la boca, para pasar a convertirse en robot igual que los coches y los camiones (gran escena, lo reconozco, pero eso en los dibujos ni de coña…) (se cierra SPOILER). Total, que si os apetece ver cine de acción honesto hay que reconocer que el chulopiscinas de Bay sabe hacerlo bien cuando se limita solo a eso. Ni tan siquiera me han sorprendido las cuatro estrellazas que le han plantado a la peli en el Fotogramas de este mes… Y en la foto de abajo, podéis ver a la “chica nube” del relato, que siempre luce mucho en cualquier blog al final del post…]

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