Cuento sobre ser feliz entre residuos tóxicos

Había una vez una chiquilla torturada que a veces resbalaba por casa con charcos de alcohol. Su padre bebía, y aunque no la maltrataba, siempre lo dejaba todo desordenado, tirado por el suelo; vertía el whisky, daba bandazos a uno y otro lado porque era infeliz. Pero no era infeliz por la bebida: bebía porque era infeliz. De eso se trataba, a veces no era que tiraras la vida por la borda, sino más bien que la vida te había tirado por la borda a ti.
Mireia, la chiquilla inocente y bonita, sólo tenía trece años y la cara redonda y prístina; tenía la piel blanca, el pelo negro y a su madre muerta. Vivía sola con papá Alcohol, tal y como ella le llamaba. Aun en su difícil situación familiar, prefería estar con su padre borracho que con una familia desconocida, o con sus tíos (valga la redundancia). Aunque así pintada la situación parece desastrosa, en realidad papá Alcohol conseguía mantenerse sobrio durante las horas de luz. Quería a su niña y llevaba los números más o menos al día; tenía trabajo y de vez en cuando retomaba su programa de doce pasos para dejar la bebida. Cuando la pequeña y torturada diosa turca de la belleza se ponía de morros, papá Alcohol volvía un par de días a su grupo de terapia.

El día que Mireia cumplió catorce años, papá Alcohol preparó cordero y compró un gran pastel de fresa y nata. Comieron bebiendo sólo agua. Y solos. Por distintos motivos la cuestión del alcoholismo alejó con el tiempo al resto de la familia. Poco a poco Mireia y su padre se fueron quedando aislados como náufragos. Daba igual si alguien cumplía años o era nochevieja; daba igual que Mireia aún no hubiera tenido tiempo de salir ahí fuera y joder a los demás para subir peldaños sociales. Papá Alcohol siempre decía que eran una familia disfuncional, sí, pero que las familias normales también lo solían ser: los demás también solían estar solos, sólo que reunidos cuando la tradición lo marcaba.
Reunidos en soledad.

La tendencia de todos después de haber visto a alguien al cabo de mucho tiempo, es juzgar. Alguna gente confunde el cariño con clavarte puñales por la espalda. Así que papá Alcohol no estaba preocupado por que su niña no tuviera contacto con el resto de la familia; si ellos no querían verla, entonces no merecían verla, y está claro que ella no se perdía nada importante al no tratar con esa gente.
La noche de ese catorceavo cumpleaños papá Alcohol no bebió una sola gota; por lo menos hasta después de que Mireia, satisfecha, se fuera a dormir.

La pequeña diosa turca estaba enamorada de un chico mayor. Mientras anochecía quedaban en la azotea del edificio donde vivía él, y ella le masturbaba. Vivían a diez minutos el uno del otro. Quedaban y hablaban durante unas tres horas, se echaban cara al cielo, a veces llevaban algo para comer, pasaban el rato. Y ella al final le masturbaba.
Él tenía veinte años. Ella estaba fascinada por él desde los diez. Él la saludaba siempre acariciándole con un dedo la punta de la nariz, o simplemente con una sonrisa. Comenzaron a citarse a partir de los doce años de ella, aunque a él esas citas al principio no le parecieran una buena idea.

El día después del cumpleaños, Mireia volvió a llamarle; se citarían en la azotea de siempre. Era una especie de acuerdo silencioso entre ella y papá Alcohol. Ella podía salir a las ocho de la tarde y él aprovechaba para comenzar a beber. Papá Alcohol se fiaba de su hija, y ella intentaba sacar partido de la incorrección paternal. Cuando resultaba tan complicado afrontar ciertos problemas, tampoco era mala idea adaptarse a ellos y aprovechar esa brecha en la estabilidad familiar. Durante los doce y los trece años ya había vivido y experimentado cosas que las niñas bien de su colegio aún no habían ni olido.
Él, el veinteañero, se llamaba Ricardo. Vivía solo ya a su edad y llevaba mucho tiempo evitando ir más allá con esa cría demasiado espabilada para sus años. Llevaba meses dejándose masturbar por ella, y sí, de vez en cuando se morreaban al estilo adolescente. Él solía tener pesadillas en las que era un pederasta en la cárcel. Mientras sus conocidos y compañeros iban a la universidad y llevaban una vida “encarrilada”, él trabajaba en lo que podía y tenía un farragoso insomnio con nombre propio.
Ese día mientras la esperaba en la azotea, decidía si catorce años ya era suficiente, si ya no “quedaba tan mal”. Ella llegaría con ganas de juerga y él… en fin, tendría que volver a decirle que nanay. Ya estaba lo suficientemente consternado después de cada alivio que ella le proporcionaba con la mano (cuando te relacionabas con una niña había que tirar constantemente de eufemismos). El tiempo pasaba a cámara lenta y a él cada vez le gustaba más ella; obviamente ella cada vez estaba más desarrollada y él cada día se sentía más atraído; la posibilidad de dejar de verla, cuya idea le destrozaría el corazón, cada vez tenía menos sentido para Ricardo. Estaba dispuesto a acabar mal, a pasar vergüenza, a claudicar por ella. Si ella era capaz de ser feliz sola con su padre borracho y como bicho raro en el colegio, él podía esperar: podía hacer eso por ella. Ella se lo merecía.

Cuando Mireia llegó a la azotea, Ricardo sintió esa electricidad de siempre. El primer minuto antes de darle el primer beso se sentía el veinteañero con más suerte en el mundo; una chica guapa y lista le quería. Su mirada le hacía pensar en El guardián entre el centeno: su ira controlada; la podía imaginar degollando a una de sus compañeras de clase en un absceso de rabia, y eso, de un modo retorcido, producía puro magnetismo. La muerte tenía catorce años y quería estar sólo con él. Ella sabía de qué coño iba todo esto, y él no. Cuando ella tuviera diecisiete años probablemente ya sería más despierta e inteligente que la mayoría. La posibilidad del sexo con otra palidecía ante la idea de ver a la diosa turca todos los días con esa entrega en los ojos. Otra chica desnuda y dispuesta aún no podía competir con ella vestida a la luz menguante.
Ricardo volvía cada noche a casa con una mancha en los calzoncillos y sintiéndose como si hubiera atracado un banco y ya no pudieran pillarle. Pero la vida era rutina y folios en blanco para la mayoría, mientras a él le sonreía con garabatos inconexos que le producían un bienestar en el estómago imposible de describir.

El delito formaba parte de la felicidad. Catorce años aún eran muy pocos. Ricardo se llegó a preguntar si no era eso lo que le atraía de ella: sólo eso. Se llegó a plantear la posibilidad de ser un enfermo; se veía a veces a sí mismo en el futuro intercambiando pornografía infantil por internet, yendo a los supermercados en busca de niños perdidos, a las puertas de los colegios… Pero no. Sentía atracción por las mujeres adultas; Mireía tan sólo parecía haber nacido demasiados años después de él. Se imaginaba con ella en un futuro, cuando la edad ya no fuera un problema, evitando contar cómo comenzó todo. Cómo se conocieron. A menudo las mejores historias son las que no te van a contar. Nadie puede juzgarte, nadie conoce todos los detalles; la vida, sin misterio, no tendría mucha gracia: a veces la mejor terapia a la que someterse es la ocultación de datos.
Lleva una vida paralela, se decía a sí mismo Ricardo. Conócete a ti mismo y no tengas en cuenta la curiosidad de los demás; habla sólo con quien se lo merezca; no te conviertas en el saco de boxeo oral de nadie. Respétate a ti mismo.

Durante el primer día de ese catorceavo año de la diosa turca, Ricardo y ella se besaron como hacían siempre. Se colocaron en un rincón de la azotea. Ella se acurrucaba en él, sentía su erección en su espalda – otra erección perdida -; él volvió a hablarle sobre la experiencia, la edad, la cárcel, el sentimiento de culpa, las vidas destrozadas, el riesgo… Y ella le dijo que no creía que las tetas fueran a crecerle mucho más, que su madre las tenía muy pequeñas. Ricardo respiraba de su pelo el olor a limpio, a chica (a niña). Ella intentó meter la mano en su bragueta, pero él se negó; no se sentía con ganas. Ella hizó un segundo intento y él volvió a apartar su mano; Mireia podía ver a su padre a esa misma hora tambaleándose por casa con una botella, sobando fotos de Mamá. A veces un abrazo y el aire nocturno no eran suficientes para sentirse a salvo.
– ¿Quieres que te cuente cómo murió mi madre? – dijo de sopetón Mireia.
Su madre, dijo, sólo tenía treinta y siete años cuando murió. Había tenido problemas del corazón desde joven. Una noche ella y su padre hicieron el amor, como hacían casi todas las noches.
– Murió mientras se corría, de un ataque. Mi padre se corrió un poco después; y ahora se siente culpable por no haber reaccionado a tiempo.
Ricardo le dijo que cómo sabía eso, que cómo era posible que se lo hubieran contado.
– Me lo contó mi padre – dijo ella
– ¿Pero por qué?
Mireia hizo una pausa. Hizo tintinear sus pulseras, acomodándolas. Y murmuró:
– Budweiser…

Al tercer intento Mireria sí consiguió masturbar a Ricardo. Arriba ya se podían observar algunas estrellas y Marte, a pesar de la contaminación lumíninca. Cuando Ricardo eyaculó, la diosa turca se lamió los restos de semen derramado en su mano. Él entonces miraba en todas direcciones, al cielo. Siempre que pasaba un helicóptero insistía en separarse de Mireia unos metros. Todo era un estorbo. Era difícil vivir cuando lo único que te importaba hacía que todo lo demás fuera peligroso y nocivo, asfixiante, agobiante. Los elementos, la luz, la gente, vecinos, policía, paseantes nocturnos… El tiempo pasaba lento y desgastaba tres veces más de normal; la rutina al uso para Ricardo era algo ajeno; no se sentía como los demás, no era así, y además, a pesar de todo, no quería ser así.

Cuando Mireia llegó a casa más tarde su padre había conseguido acostarse por su propio pie. Había una botella de vodka en la mesa del comedor y otra de whisky en la cocina. La de whisky estaba vacía del todo, y de la otra apenas quedaba para un último trago. Mireía decidió acompañarlo con fanta de naranja y dos cubitos. Se sentó en el suelo de la pequeña terraza que tenían. Recordó que su primer trago se lo ofreció su padre durante una borrachera; ella tenía once años y cogió el vaso de whisky solo y pegó un sorbo sin dudar. Y fue asqueroso.
Pero luego descubrió las diferentes combinaciones con otras bebidas, hasta pillar su primera borrachera poco después haber cumplido los doce.

Mientras bebía con pequeños sorbos, decidió llamar a Ricardo. Hablaban también mucho por teléfono, normalmente después de haberse visto en la azotea. Al tercer tono Ricardo descolgó. Para él la conversación telefónica tenía menos emoción, sin los olores y el tacto. Era una experiencia fría y sin riesgo, y resultaba mucho menos complaciente.
Ella comenzó a decirle lo mucho que ya le echaba de menos, desplegó todo su arsenal para asegurar la cita del día siguiente; siempre decía que albergaba la esperanza de desvirgarse con él, que estaba sudando al pensarlo, que quería tocar su pene otra vez, probar su semen… Y a todo eso, de repente, añadió:
– Oye… sabes lo de mi madre… lo que te he contado de cómo murió…
Pues es mentira, dijo.
– ¿Mentira?
– Sí, perdóname, sólo quería descentrarte… para que me dejaras masturbarte. Y funcionó… ¿Me perdonas?
Ricardo ni tan siquiera estaba mosqueado. Aunque ella había ido más allá que de costumbre, estaba acostumbrado a sus salidas de humor negro y sus mentiras “piadosas”. Que él supiera, Mireia siempre acababa confesando.
¿Y entonces cómo murió? – acabó preguntando.
Su madre, dijo Mireia, era una hada prostituta. No te rías, dijo. Volaba de un lado a otro con unas alas negras. Era capaz de hacer que los muebles flotaran, o de cambiar de canal con la mente; era capaz de bucear entre delfines durante horas. Y cuando quería, tomaba forma humana y tenía sexo con desconocidos solitarios; de los que no querían compañía si ésta no era auténtica. Volaba de capullo en capullo, hasta que un día conoció a papá Alcohol. Para entonces, cuando aún faltaban años para que Mieria naciera, papá Alcohol ya se emborrachaba todos los fines de semana. No fue la muerte de su hada lo que le hizo desgraciado; él ya llevaba la desgracia de serie. Su madre intentó curarle con su magia, con sexo, con abrazos; intentó alejar de él los desperdicios tóxicos que le hacían infeliz al inhalarlos. Pero fracasó en cada intento. Y además se enamoró de él.
Una noche decidió terminar con todo; si no podía salvarlo a él, no podría pasar a un siguiente nivel; tan sólo quedarían los desperdicios tóxicos, los paisajes repetidos, las maravillas que lo son sólo cuando miras mientras eres feliz. El hada triste ya no tenía ningún motivo para seguir. Así que un día consiguió una Colt del calibre 45 en el mercado negro.
El hada, mamá, se disparó en la boca, dijo Mireia. Ella pudo oír el disparo desde su habitación. Así que se fue la magia, y ella y papá Alcohol se quedaron solos.
Todos creían que él las maltrataba, que papá era malvado, que mamá no era un hada. La gente quería una teoría común a la que aferrarse. Pero contra todo pronóstico, ella y papá Alcohol siguieron adelante, fueron fuertes, se querían de verdad. Y todo eso era algo de lo que no todas las familias podían presumir de una forma sincera, ahogados en su propio “ir tirando”. Ella y papá Alcohol no eran del montón. Así que su mejor homenaje al hada que los creó, sólo podía ser vivir en su nombre. Y lo hicieron, aunque fuera aparte de la gente que se consideraba “normal”; fueron malos, se escondieron, se dijeron siempre la verdad, vivieron felices, y comieron perdices.

[“The imaginarium of Doctor Parnassus” es la nueva película de Terry Gilliam, unos de esos pocos directores que está dispuesto a partirse la cara por sus proyectos, batallando con productores y rodajes caóticos. El ex Monty Python ha conseguido llevar a buen puerto una película que perdió a unos de sus protagonistas a medio rodaje: Heath Ledger. Para suplirle contrató a Johnny Deep, Colin Farrel y Jude Law (veremos cómo). Ya hay un trailer rondando por ahí la mar de espectacular que os recomiendo ver. Pero en lugar del trailer he preferido poner uno de los videos avance que hay de la película; en concreto uno que me ha llamado la atención especialmente, y en el que podemos observar que la modelo Lily Cole sabe hablar, e incluso parece tener naturalidad ante las cámaras (vamos, que la chica es un bombón andrógino y encima parece que va a tener talento).]

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22 comentarios en “Cuento sobre ser feliz entre residuos tóxicos

  1. «…La tendencia de todos después de haber visto a alguien al cabo de mucho tiempo, es juzgar. Alguna gente confunde el cariño con clavarte puñales por la espalda…»

    Alguna vez he pensado lo mismo.

    Excelente relato, desde el principio al fin!

    y gracias por el clip.

    Espero que estés pasando un buen verano, Jordim, un abrazo!

  2. Yo tenía 19 y ella 15 recién cumplidos. Todos lás tardes que nos veíamos terminaban en una mancha en mis calzoncillos y en el pañuelo de mi bolsillo trasero izquierdo.
    Nunca llegué a masturbarla a ella, quizá porque no sabía como hacerlo. No fuí el primero que hizo el amor con ella, pero nos reímos muchísimo aprendiendo el juego de los escarceos del amor.
    Nos echaron de alguna que otra cafetería por meternos mano bajo nuestras ropas sin ningún tipo de verguenza.
    Anabelle era una chica simpática y dispuesta. Creo que nunca le agradecí el compartir conmigo todas aquellas experiencias sin ningún reproche, debido a nuestro mutuo analfabetismo sexual.
    Más tarde me enamoré perdidamente de otra mujer, ella se encaprichó de mi mejor amigo y creo que algunos años más tarde la llamé para saber que era de su vida. Me cntó que tenía un novio que trabajaba en una fábrica de cervezas y que le iba bien.
    Juntos por la calle hacíamos una pareje insólita. Yo medía 1,95 y ella 1,55. Nos reíamos.

  3. Descubrir el sexo forma parte indiscutible de nuestro crecimiento, reconstruir de poquito a poco la altura apropiada de nuestro propio edificio, con mejores o peores cimientos, en el cuerpo queda, en la mente queda, no me gusta preguntarme que hubiese pasado si…pero si me pregunto si tendrá continuación.

    Abrazzzusss

  4. Curiosa historia la de Mireia, pero sobretodo me gusta la fuerza de su personaje, la inteligencia con la que se mueve por el mundo adulto. Muy bueno tu relato.

    Besos

  5. Excelente cuento. Triste la vida de la chica sin embargo parece que aprendió a ser feliz precisamente aceptando los residuos tóxicos de su papá Alcohol. La chica ha madurado precisamente a causa de los residuos tóxicos y aunque comprende su pena (la de ella misma), ésta no le ha amargado la vida y va descubriendo la vida y sus entresijos a su propio ritmo. Deja mucho qué pensar.

    Un saludo.

  6. Sin embargo yo creo q por atipica q sea la unidad familiar, si hay amor y por encima de todo respeto…todo funciona. Sencillament excelente

  7. «Las maravillas que lo son sólo cuando miras mientras eres feliz.»

    Esta frase me ha encantado… la pura realidad y asi expresada… puf me gusta^^

    Lo que me llama la atención es que a pesar de todas las desgracias la protagonista pueda ver su vida con ese toque optimista, incluso se podría decir inocente. Claro que en lo relativo a Ricardo deja de serlo jejej. Al menos tiene un pilar, que no viene mal para lo que tiene encima.

    Me gusto muxo 😉 saludos

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