La tele está puesta sin sonido, y ya ni oigo el disco de los Artic Monkeys que he puesto mientras deambulaba por casa muerto de miedo simplemente por estar despierto. Fuera hace un sol insoportable si sólo has dormido cuatro horas. Hay una chica tirada en mi sofá de tres plazas, boca abajo, como si hubiera tropezado y fuera a levantarse de un momento a otro. Pero no lo hace.
Mi cabeza aúlla desesperada por un chute legal. Me trago con mucha dificultad dos aspirinas y miro por la ventana. No sé qué hora es, pero todos ahí abajo parecen llegar tarde a algún sitio. Ojeo mi agenda, huele a nuevo; el objetivo, parece ser, es tener programados los próximos cuarenta años. De momento, me acerco a la chica para comprobar si respira.
Nos metemos en un bar a tomar café solo. Ella tiene unas ojeras alarmantes, y fuma, concentrada sólo en eso, sin llegar a atisbar nada de lo que pasa a su alrededor. Podrían ser las once de la mañana. La sola idea de mirar el reloj me angustia de forma indescriptible, incluso más que el hecho de no recordar el nombre de la chica que tengo en frente. De repente ella murmura algo más que un monosílabo por primera vez hoy, pero no sé lo que me ha dicho; intento asentir con convicción sin llegar a lograrlo, y parece quedarse conforme.
Tiene los ojos de un azul extraño, metalizado, como si fuese más lógico que sus pupilas fueran rojas. Se termina su café, y me pregunta que si ayer lo hicimos. Que le diga la verdad.
El mundo se ha convertido en una pecera inmensa. Pretecnotimes comenzó a experimentar con las pastillas para borrar la memoria hará unos diez años. La nueva moda: sin efectos secundarios, sin sustancias que potencien la adicción. La infelicidad es el motor más fiable para el negocio, y el miedo su combustible infinito. Los avances científicos no tienden a solucionar los problemas de verdad; las enfermedades que todos conocemos siguen todas ahí, vigentes. El enfermo de un cáncer severo morirá igual, aunque haya conseguido olvidar la quimioterapia.
Compra las de ocho horas, decía todo el mundo antes. Y acababas haciéndolo. Si odiabas tu trabajo y llegabas a casa cansado y enfadado todos los días, te tomabas una de esas píldoras, y en diez minutos sólo estabas cansado. Mucha gente casi no recuerda sus jornadas de trabajo; ahora algo como la estabilidad conyugal puede depender de los recuerdos que te queden. Si quieres a tu novia pero te ha puesto los cuernos… si habéis tenido una fuerte discusión… en fin, casi siempre acabas abriendo el mueblecito de las medicinas.
Muchas mujeres despiertan con fuertes contusiones por las mañanas y besan a sus maridos resacosos, como si no hubiera pasado nada la noche anterior. La deducción ha sustituido en gran parte a la memoria. No puedes ser tan infeliz si no recuerdas los motivos. Píllate las pastillas de las tres horas. O las de veinticuatro. O borra de un plumazo las navidades. O ves más allá y coge las de un año entero, aunque dejen algo de resaca. Para eso mezcla la pastilla con una aspirina: funciona igual y despertarás fresco como una manzana. Infórmate cada día de la fecha en la que vives, por si acaso. Asegurate en la farmacia de que te venden las adecuadas; no te arriesgues a olvidar la mejor época de tu vida, o incluso tu vida entera.
El suicidio moderno ya no es cortarse las venas ni despeñarse. Ahora la gente se inyecta la Aguja Alfa, que es como la llaman en el gremio. Sólo demuestra que no eres alérgico a ninguna de sus sustancias, y te la inyectarán sin problema. Así suicidas todo tu background cultural; pero entra en el seguro de enfermedad, tranquilo. Antes tenías que demostrar con papeles una depresión, que eras un fiambre social. Pero todo eso se acabó. Si quieres olvidar toda tu vida es sólo problema tuyo. Después te quedarán las habilidades motrices básicas, pero, entre otras cosas, tendrás que volver a aprender a leer; lo cual alimenta otros negocios. El concepto de Colegio Mayor a cambiado. Esos edificios están abarrotados de héroes de guerra o personas que perdieron a toda su familia en un accidente.
La variedad es inagotable. Hace poco se hablaba de la píldora de los cinco minutos; lo cual dio pie a varios chistes de índole sexual en los medios.
Si despiertas y en tu cama hay un desconocido o desconocida, hay un plan de acción protocolario estipulado para hacer que esa persona despierte y se vaya de tu casa. La promiscuidad ahora también vale para las chicas buenas; cualquier mujer cosmopolita tiene pastillas de distinto calibre en su bolso. Si tu religión no aprueba el que te lo montes con tres tíos a la vez, eso ya no es problema; vas a ir al infierno igual, pero al menos no te sentirás culpable.
Todo método, en cualquier caso, es un arma de doble filo. Ahora la delincuencia ha tomado nuevas formas. Los violadores, después de forzar a la adolescente de turno, le inyectan a la fuerza la Aguja Alfa. Luego la chica despierta en el hospital; y aunque no tiene el trauma de la experiencia vivida, pronto entenderá que va a tener que repetir toda la educación primaria. Hay un pacto tácito respecto a los desmemoriados postrauma; contarles la verdad es una putada, no se hace. Por tanto, no es extraño que en esos Colegios Mayores, junto a los héroes de guerra y demás, haya un buen porcentaje de chicas jóvenes.
La gente ya no recuerda ningún fracaso personal a corto plazo. Y ni la chica que estaba en mi piso ni yo, podemos recordar nada de lo que pasó ayer. Así que no puedo decirle si lo hicimos. De todos modos, el haber borrado mis últimas horas de la memoria no es una buena señal. Mi último recuerdo es de un bar oscuro, y esa chica no estaba conmigo. Ahora fuma sin parar, me dice que no se siente como si lo hubiera hecho, y llama a su novio por teléfono. Antes de salir del piso miré en el lavabo; quizá hubiera un condón usado en algún sitio. Pero no había nada.
– No te preocupes – me dice ella -, si tomamos las pastillas seguro que fue por una buena razón.
Me dirijo ya solo hacia los estudios, el plató de siempre. Hay secuencias pendientes que rodar. Llego demasiado pronto. En principio hoy había día libre, pero el director llamó ayer a todo el mundo para repetir ciertas escenas. En el rodaje de una sitcom la jornada suele empezar temprano (no como hoy), y sales a la calle cuando ya es de noche. Cuando llego, Ana está sola; repasa el guión sentada en el sillón de la falsa sala de estar. Ella me gusta mucho por algún motivo; y el motivo seguramente es que es muy guapa y tengo que enfrentarme a eso todos los días. Es mi pareja en la ficción; tengo que sobarla y besarla y mirarla a los ojos de modo que sea creíble en el contexto de la serie, y a la vez no resulte incómodo para ella en la realidad. Últimamente me siento como si bajara a la mina todos los días. Lo que más me preocupa es que creo que yo también empiezo a gustarle a ella. Hace semanas que casi he dejado de tomar pastillas para los recuerdos.
Al llegar adonde está me siento a su lado, la saludo con discreción, mal, como si tuviera doce años y me gustara la delegada de la clase. Ella levanta la vista de su guión, y me sonríe de esa forma terrible si corre sangre por tus venas. Me dice: ¿Qué tal?
Apenas hay unas cuantas luces de emergencia encendidas. Estamos casi en la penumbra, rodeados de muebles y paredes de atrezzo. Hay un cielo de focos y paneles de iluminación entre las sombras. Cámaras quietas y muertas mirando hacia nosotros. La silla del director vacía. Mi corazón late como si estuviera huyendo de algo. Tengo retazos del pasado en mi cabeza. Recuerdo todo lo relacionado con Ana, o eso creo. Nos pasamos siempre nueve y diez horas diarias juntos en uno u otro lugar del decorado. Ella siempre encima de mis rodillas cuando estamos sentados, con un brazo alrededor de mi cuello, quizá una mano apoyada en mi pecho, a veces con su aliento muy cerca de mi boca. Y se supone que todo es mentira. Vivo una vida de recortes de la realidad, y el noventa por ciento de lo que puedo recordar en los últimos tiempos forma parte de un guión en el que mi personaje es feliz.
Ana me ve distraído, y me sacude suavemente:
– Estás en las nubes, muchacho.
Estoy recostado en uno de los brazos del sillón. Y ella va y se recuesta encima mio sin dejar de mirar el guión. Y va y suelta:
– Si molesto me lo dices…
Nunca he hablado con ella sobre las pastillas famosas. No tiene pinta de ser de las que las toman a diario. No sé qué es lo que recuerda de mí, o si alguna vez me ha borrado de su rutina pasada. Quizá algún día se ha sentido más incómoda de la cuenta trabajando conmigo. Quizá ahora se muestra melosa porque sólo recuerda los momentos cómodos que ha vivido conmigo. Incluso es posible que yo haya borrado algún gesto de desdén de ella en el pasado; aunque eso ya me cuesta más creerlo. Y también es factible que aun habiendo reducido mi consumo de pastillas, tenga mitificada a esta chica porque la mayoría de mis recuerdos durante los cuatro años que llevamos en la serie, son sobre ella, sobre el tiempo pasado en este decorado, que apenas ha cambiado desde el primer día.
– Sigues en las nubes – vuelve a decirme.
Ahora ya no ojea el guión. Se ha acurrucado en posición fetal encima de mí. Tengo su nariz en mi pecho. Todo huele a ella y nadie está rodando esto. Ahora sé que me he acostado con la otra chica; que cada vez que he hecho algo así he recurrido a las pastillas, seguro, desde que empecé en la serie. Ahora creo, mientras miro hacia los focos y e intento controlar la respiración, que quizá con un consumo de drogas apropiado, la mujer con la estoy podría llegar a ser perfecta para siempre.
Así que rodeo sus hombros con mi brazo derecho, y le digo que sé que no tiene pareja, y que qué va a hacer luego. Cuando acabemos aquí.
[No sabía qué video poner, y he topado con el trailer de “Bright star”, nueva película de Jane Campion, directora siempre interesante, siempre portadora de buena droga cinematográfica sin cortar. El trailer es de una factura visual impecable. Muchos la descartarán por su estética, por su rollo engañoso de película de época; pero no os engañéis, siendo una película de la directora de “Holy Smoke!” seguro que no se habrá tirado a lo fácil, más bien al contrario. Y abajo, foto de Abbie Cornish, una de las protagonistas, una de esas actrices que pronto debería comenzar a dar guerra de verdad; quizá con esta película…]
Aldo estaba siempre en su rincón oscuro del club esnifando cocaína, y todos se preguntaban quién narices era esa chica francesa que iba con él a todos lados. Años antes había escrito (él) dos novelas cortas que se le reconocerían a nivel internacional, sobre todo una vez muerto por sobredosis. Rozaba los cuarenta años y varias de las chicas habituales del local pugnaban por llamar su atención. Era el agujero negro por el que ningún padre quería que su hija fuera absorbida. Él representaba el fin de la vida cuerda, al menos si se tenía en cuenta la idea que sobre ésta tenían todos. Era atrayente para algunas mujeres por el puro contraste que hacía con lo que le rodeaba. Por cómo describía lo que las rodeaba a ellas. Y porque jugar a su juego significaba morir socialmente: algo en sí mismo atractivo si tenías a bien reconocer también el lado podrido de la sociedad.
A un nivel metafísico, el color favorito de mucha gente es el negro. Aldo en ese sentido era el representante de eso, de lo absurdo, en contra de la común apología de lo corriente. El camino más corto hacia la autodestrucción parecía ser la sinceridad. Sacrificarse significaba adaptarse, y viceversa. Esforzarse era pasarlo mal para después poder encontrar alivio en lo mediocre. Aldo no quería ser absorbido por ese remolino de rutina matematizada. No es que quisiera estar por encima de los demás, es que sólo estar por debajo ya era mucho menos aburrido.
De las distintas épocas a su disposición, él había elegido el presente. Había estado en circos romanos y había visto construir las pirámides. Llegó a despedir con la mano a los que iban a morir en el Titanic. Tuvo problemas con las autoridades en varios siglos distintos. Y llegó a estar presente para poder comprobar por sí mismo que todo lo que cuenta la Biblia es mentira.
Las leyes acabaron poniendo en circulación unas tarjetas que sólo te permitían diez viajes temporales; la condición era no modificar el transcurso de la Historia. Podías ser un voyeur y punto. Ya estaba bien, dijo el gobierno: la gente no podía ir por ahí provocando cambios; se había acabado lo de jugar a ser Dios. Después del décimo viaje, tu tarjeta caducaba. Tenías que elegir un destino temporal y adaptarte a él. Pretecnotimes había reducido en sus centros el número de máquinas del tiempo a disposición del consumidor; la fiebre por ellas fue disminuyendo debido a las restricciones, y al paso de los años mucha gente incluso promovía el no moverse del sitio; siempre los mismos colectivos: familias católicas, conservadores, y clases sociales lo suficientemente asentadas como para no querer que los viajes repercutieran de algún modo en la conciencia colectiva; no querían que éstos pudieran provocar cambios significativos que les arrebataran de algún modo sus extraordinarias comodidades, ya fueran éstas morales o físicas. El miedo irracional se puso de moda como nunca.
El control de chivatos temporales, como se los llamaba, no era fácil, pero al final la imposición de la pena de muerte a los que se descubría hizo que muchos se lo pensaran dos veces antes de irse al 11-s, por ejemplo, para vaciar las torres unas horas antes de que llegaran los aviones.
Todo era demasiado complejo, las autoridades ya no sabían muy bien qué era lo que les beneficiaba; exprimir al pueblo cada vez era más complicado. Aldo no hizo su primer viaje hasta los treinta años. El hecho de no poder viajar al futuro -a no ser mientras residieras en un pasado conocido-, le quitó en parte la fascinación por seguir explorando. En su décimo viaje decidió volver al presente porque, básicamente, era en el fondo la época más sutilmente decadente. La actitud de la gente no había cambiado en exceso en lo primordial, y entre las épocas históricas dignas de análisis, se le antojaba la más interesante.
Había espiado un par de veces a sus versiones del pasado, y no recomendaba la experiencia: sus dobles siempre parecían más saludables y felices en sus prismáticos. La mayoría de la gente evitaba encontrarse con sus iguales, y Aldo entendía perfectamente el porqué.
El futuro era la idea, lo que a él le hubiera fascinado, ver por un agujerito a tus allegados asistiendo a tu funeral. Pero era imposible. Además de la limitación de los diez viajes, en teoría también estaba prohibido volver acompañado del pasado. No podías ligarte a una simpática enfermera de guerra durante el holocausto nazi y traértela contigo a casa.
Hablemos de la novia de Aldo; su chica, también perdida en las drogas, vividora con ánimo de lucro y excelente feladora. El idioma no es un problema entre hombres y mujeres cuando otros mecanismos conyugales encajan. No tienes que aprender francés para follar con francesas. O no necesariamente. Aldo lo descubrió muy pronto cuando decidió darse una vuelta por el Palacio de Versalles durante cierta época de cabezas cortadas y pastel para el pueblo. El lío del pastel, así comenzó todo… Ella le rectificó enseguida ese mito el primer día que se vieron. Ella nunca había dicho eso, decía. A la supuesta alerta de que no había pan para el pueblo, ella nunca, y repetía, NUNCA respondió que si no había pan que comieran pastel. A Aldo le costó una tarde entre gestos y muecas averiguar a qué narices se refería, aun conociendo esa anécdota tan literaria.
Comenzaron a verse un rato todos los días; no era difícil despistar al círculo social de palacio para intimar en algún lugar de los jardines. Quedaban en un sitio distinto cada vez, y ella le traía comida. Ese ir y venir duró unos dos meses, en los que Aldo fue poco menos que un vagabundo.
Decidieron largarse, en el sentido más amplio del término, cuando Luis XVI comenzó a sospechar de las ausencias de su amada. No era de recibo que María Antonieta despareciera cada tarde para ir a vagar sola, sobre todo teniendo en cuenta los ánimos ya caldeados del pueblo.
Así que Aldo y su novia histórica volvieron juntos al presente. No era difícil, todos los clientes de Pretecnotimes tenían un reloj -así funcionaba- con el que podían saltar de una época a otra; cuando se comercializaron las tarjetas el aparato no funcionaba si no llevaba tu tarjeta metida en la ranura correcta; el mecanismo, cada vez que te movías en el tiempo, se encargaba de marcarla para llevar la cuenta de tus viajes.
Lo complicado no era el salto temporal juntos (simplemente se materializarían abrazados y aparecerían en el presente dentro de una capsula a una hora prudente), la logística no era el problema, sino el hecho de que era el último viaje del que Aldo disponía. Se lo hizo entender a ella, pero ella no dudó en ningún momento; quería huir, quizá no necesariamente con él, pero sí irse lejos. Había oído cosas sobre los viajes en el tiempo, pero cada vez sonaron menos esos rumores con los que ella había soñado. Una vez conoció a Aldo y pudo ver su reloj, se aferró a él desde el principio: estaba aburrida, se veía incapaz para con sus responsabilidades, demasiado vigilada; y además Luis XVI no sabía follar, un rumor en este caso cierto según ella gesticulaba siempre sobre el tema, mirando con los ojos muy abiertos a Aldo.
Así pues, decidió llevársela con él; ella tenía cierto carácter infantil dentro de un cuerpo albino y aristocrático que hacía que él hirviera. No era amor; quería verla vagar en bragas por su piso de alquiler, o viendo películas basadas en ella misma, o comiendo pizza. De todos modos nadie iba a saber quién narices era su nueva amiguita. Sólo una blancuzca extranjera que tenía una educación totalmente fuera de lugar. Quería verla con unos tejanos apretados y sus camisetas de AC/DC; y sólo esperaba que nadie descubriera todo el pastel. No veía cómo; pero a veces en la vida pasa como al cruzar una carretera en el momento equivocado: si se te viene un coche encima, seguro que te quedarás paralizado.
Ya en el presente, Aldo enseñó a su nueva chica lo necesario para que ella pudiera comenzar a moverse en la ciudad, de modo que no pusiera los ojos como platos a cada vuelta de la esquina. Ella se acostumbró sorprendentemente rápido a ver aparatos sobre ruedas o volando, se adaptó con facilidad a la cómoda ropa urbana. Pasaron los días. Comenzó con el alcohol en serio, continuó con los cigarrillos, probó la cocaína hasta engancharse, y acabó convirtiéndose en Courtney Love.
Aldo quería crear su propia muñeca punk, y lo logró en cuestión de semanas. No se sentía orgulloso; su segundo libro estaba comenzando a venderse bien, algunas publicaciones aún demandaban sus artículos, el sexo con Maria Antonieta fue más sucio de lo que él jamás había probado. Veían cine porno y ella quería imitar a esas chicas de tacón alto. Y él no se sentía como esos seres humanos dignos y sonrientes de los anuncios, cierto, pero estaba encantado; el agujero negro que era su filosofía de vida había absorbido lo más aristocrático de la historia en beneficio de sus nuevas, flamantes y magnificas erecciones. Practicar sexo anal con una reina le parecía igual que escupir en la cara a la nobleza, y eso le encantaba.
Ella, en apenas tres meses, pasó de ser la mujer asustada que pugnaba por salir con su vestido de la capsula de Pretecnotimes, a vagar muchas noches de madrugada en busca de su camello. Se había cortado el pelo; llevaba una melena lisa hasta los hombros, un maquillaje adaptado al presente y un bolso siempre atestado de pastillas, barras de labios y espejos de mano. Aldo aprendió en muy poco tiempo que era el vicio lo que movía el mundo, y que en muchos casos era la restricción la que creaba a los viciosos. El gobierno y la policía parecían ser los doctores Frankenstein de cada delincuente, drogadicto, ladrón de guante blanco y prostituta.
Pasaban los meses y nada se sabía de la Policía Temporal. Aldo nunca les había visto. La gente hablaba de tíos de uniforme que no dudaban en echar la puerta de tu piso abajo para apresarte y matarte después con la inyección letal. Él se había puesto en el punto de mira; había engatusado a una reina del siglo XVIII para engancharla a las drogas y enseñarle cosas como a relajar el ano, o directrices básicas para hacer una buena mamada. Era cierto que Aldo había fabricado un presente muy concreto para ella. Y ella, al no hacerse una idea de cómo vivían los demás, adoptó su vida de drogas, sexo sucio y resacas de cuarenta horas como algo que simplemente la gente hacía de forma rutinaria. Además, era una vida con la que ella disfrutaba mucho más que levantándose cada mañana rodeada de sirvientes que la vestían y susurraban responsabilidades al oído. El exceso de información, Internet, y toda la variedad de telebasura, publicidad y medios, no podían hacer que ella se formara una idea concreta sobre lo que una persona supuestamente sana y adaptada hacía para sobrevivir y cuidarse de la forma que cualquiera autoproclamado cuerdo aceptaría.
El piso estaba siempre lleno de polvos blancos, alguna jeringuilla usada y ropa interior femenina. Aldo tenía chantajeado al personal de su lavandería habitual para que hicieran la vista gorda cuando toparan con manchas de sangre o restos de coca.
Al cabo de los meses María Antonieta vagaba por casa como un zombi, sólo lista para el sexo después de haberse metido un chute. Por las noches Aldo le susurraba cosas al oído. Ella babeaba, sus mejillas se habían ido hundiendo en su cara y sus costillas comenzaron a notársele cada vez más. No te preocupes si ves a gente por la calle limpia y decidida, ellos están más sucios por dentro de lo que tú lo estás por fuera.
– Oui, messie…
La última Reina de Francia se acurrucaba en Aldo cuando ya no tenía fuerzas para inyectarse otro chute, y le respondía siempre lo mismo después de no haber entendido nada. La gente quizá tiene razón con respecto a mí, francesita; pero siguen equivocados respecto a todo lo demás.
– Oui, messie…
Cada noche se producía el mismo diálogo absurdo, igual que el que se produce en las reuniones entre importantes jefes de estado; uno hablaba y la otra seguía a su rollo; ambos estaban relativamente a gusto, y al resto les podían dar mucho por culo.
La máquina del tiempo estaba unificando los vicios modernos; la ilegalidad pasaría a ser un concepto aún más inabarcable y cada vez más apetecible para, por ejemplo, las mafias. Pasaría poco tiempo antes de que se pudieran encontrar colillas aplastadas en el neolítico. Aldo y María no eran más que una pareja más que vivía al margen del orden establecido respecto al Tiempo; la posibilidad de viajar no era más que otra oportunidad para quebrantar la ley. La opción de recabar más conocimiento sobre otras épocas, no servía más que para reafirmar la sospecha de que el ser humano jamás ha sabido administrase y tratarse a sí mismo de una forma justa. Tal y como lo veía Aldo, morir joven sin salir de una habitación apestada no era más patético que albergar alguna esperanza sobre conceptos como la Justicia o el Orgullo. Esa actitud de esperanza gratuita parecía conducir irremediablemente hacia la hipocresía; la autodestrucción estaba peor vista que el pisotear al prójimo; pero Aldo hacía años que sabía que, todo lo que estaba bien visto, solía ser justo lo que les mantenía a todos en la entropía de quien no quiere ver una injusticia aunque suceda justo en sus morros.
Es verdad. Aldo había utilizado a esa mujer, a esa digna e incompetente mandataria del pasado. Es cierto. Cuando ella le llamaba al móvil, en la pantallita ponía: Coño aristocrático. Aldo estaba matando a María Antonieta; la había sacado de su reino para meterla en un zulo moderno, para que le acompañase en un suicido en pareja. Incluso lo que años antes de Pretecnotimes parecía pura fantasía surrealista, se había hecho realidad. Ella era María Antonieta, pero igual podía haber sido Isabel la católica. Por algún motivo las chicas se iban con Aldo, aunque supieran que Aldo iba a matarlas de placer, ya fuera de forma sana o malsana: a pollazos o a base de drogas duras. Aldo no era un chico malo de los que acaba casándose contigo para darte una paliza cada noche; él te iba a destruir, pero te iba a acompañar como un igual hasta el final del camino. Quizá fuera mejor que alguien fuera sincero contigo en la muerte, antes que vagar muchos años con alguien hipócrita en vida.
La cuestión es que él acabó por encariñarse con esa yonki. Justo cuando peor comenzaban a estar. Cuando ya casi no salían de casa y la alimentación se reducía a pinchazos y pastillas, fue cuando algo se despertó dentro de él. Incluso, de una forma fugaz se le pasó por la cabeza la idea de convencerla para dejar las drogas, para dejarlas los dos. Pero ya era tarde; sólo con pensarlo le venía la risa floja; era como haber intentado convencer a un fumador de ochenta años para que dejara el tabaco. De algún modo, era una batalla demasiado épica como para ni tan siquiera intentar librarla; sobre todo teniendo en cuenta el mundo con el que tendrían que convivir después: justo el mismo que le lanzo a él a los placeres de la felicidad artificial.
Fue durante esos días de despertar sentimental, cuando llegó el final, cuando se descubrió todo el pastel (expresión que mosqueaba especialmente a la aristócrata). Los días ya no tenían nombre y las persianas hacía mucho que nunca se subían. El aguante de la fémina alfa con las drogas era casi sobrenatural. Cuando Aldo ya apenas se podía levantar de la cama, ella era capaz de salir una vez a la semana a por provisiones: mucha agua y más drogas.
La noche en que todo acabó, estaban los dos dormidos. Alguien echó la puerta abajo. Entraron como cuatro hombres en la habitación gritando leyes y derechos que ninguno de los dos podía asimilar con las linternas apuntándoles a los ojos. Sacaron a María Antonieta de la cama. Ella no se resistió, él no hizo nada. Y cuando quiso reaccionar, su novia, su Coño Aristocrático, se había esfumado para siempre tras un portazo.
Al minuto, se percató de que a él no se lo habían llevado. Así que, ¿quién era esa gente?
María Antonieta despertó. Y al mirar a su alrededor, notó el aguijonazo del síndrome de abstinencia. Debía llevar como dos días sin meterse, pensó. Y además, con sorprendente naturalidad, comprobó que volvía a estar en su Tiempo. Yacía confusa en su cama de siempre. Volvía a ser el siglo XVIII. Estaba rodeada de sirvientas, y Luis XVI, su Luis XVI, la miraba desde el pie de la cama, con gesto alicaído. Era de noche; fuera se oía el gentío, el pueblo francés: gritos, antorchas. Bueno, pensó ella, al menos nadie va a echarme la bronca.
Se negó a cambiarse de ropa. Aceptó bañarse y que su ropa futurista fuera lavada; pero se negó a vestir otra vez con “la ropa que la gente del futuro solo usa para las muñecas”. Una vez desperezada, todos observaban atónitos a esa mujer nueva con el pelo aplastado y su permanente cigarrillo en la boca. Dio vueltas por la habitación, encorvada, maldiciendo porque su paquete de tabaco se acababa. Y finalmente decidió salir al balcón; decidió dar el paso, tener ese contacto con su gente de a pie.
Abrió los ventanales dándose codazos con las sirvientas, que no entendían a qué venía tanto esfuerzo de la Señora de repente. Salió al balcón y la gente blandió sus antorchas y gritó con más fuerza al principio. Una de la sirvientas salió detrás de ella. La gente calló cuando pudieron ver a esa mujer delgada con apenas un trapo encima y hurgándose en el pantalón nuevamente en busca del paquete de tabaco.
– Señora – susurró la chica en el el francés apropiado. – Verá… ese hombre con el que estaba… ha muerto…
Ella se volvió hacia la sirvienta, sorprendida. ¿Cómo lo sabían? Aunque llegados hasta ese punto, ya nada la alteraba de verdad. Quizá alguien de esta misma época le mató, pensó ella. Lo cierto es que esa misma noche en que se la llevaron de los brazos de Aldo, él continuó su ritmo de pinchazos; estaba tan débil que lo dejaron estar. Y su cuerpo dijo basta. Parecía el resultado de algún plan elaborado. La Policía Temporal comenzó a tener facciones en ciertas épocas señaladas, las que solían atraer a los turistas.
María Antonieta no sabía nada de esto mientras, aún de pie en el balcón, se sacó el paquete de tabaco del bolsillo. La sirvienta se metió en la habitación, y ella se quedó a solas con su pueblo, con sus hijos de Francia hambrientos. Se palpó el bolsillo trasero y notó que tenía una de las novelas de Aldo, había pasado semanas ahí; quizá alguien podría traducirsela, rumió, antes del día de… “La gillotina, tendré que hacerme a la idea”, dijo en voz alta para sí misma. Le gente abajo observó un poco de sus tejanos descoloridos, su camiseta negra de Nirvana. Y continuaron en silencio mientras ella se encendía su último cigarrillo y daba la primera calada, mirándoles en apariencia, pero sin verles para nada.
[Arriba, divertido video de promoción de “Paranormal activity”, película de terror de la escuela de la bruja de Blair, “REC” y otras por el estilo. La peliculita lo está petando entre los buenos aficionados a pasarlas putas en el cine. El video intercala imágenes de la película con reacciones del publico en una sala de proyección. Se estrena en España… algún día… espero. Y abajo, hiperbólico poster de “El imaginario del Doctor Parnassus”, nueva peli de Terry Gilliam de la que pondré su suntuoso trailer algún día cuando lo doblen. Esta peli, al igual que la otra, se estrenará en España algún día, espero.]
Mila Kunis deambulaba ante las cámaras, y su dobladora clavaba el texto en sus labios. Sus Labios. El argumento nunca me importaba cuando Mila se daba la vuelta y salía de la habitación. Sabes que estás ante alguien magnética de verdad cuando te da igual mirar a su cara que a sus tetas. A su culo que a sus ojos. Puede sonar misógino y vulgar, pero también sincero.
Algo muy fuerte se desata alrededor de una veinteañera moldeada por el espíritu de un salido. Incluso Dios debía tener ayuda allí arriba, seguro; pero debería haber dado un toque a su jefe de personal.
Nadie podía preveer lo que iba pasar. Todos veíamos nuestras sitcoms, íbamos al cine, al IKEA; envejecíamos como todos los seres humanos de la historia, o moríamos prematuramente, o teníamos suerte o éramos desgraciados. Y de un modo retorcido y enfermizo todo tenía sentido, eso creíamos: era abarcable, comprensible, explicable; y podíamos olvidar todo aquello que no lo era, porque o nos mataba lo suficientemente pronto o estábamos lo suficientemente lejos para poder obviarlo.
En cualquier caso, cada problema que tenías en la vida era sólo tuyo, y encima era sólo rutina, algo por lo que muchos otros ya habían pasado antes. Así que todo el asunto nos pilló a contrapié. Los dioses no existían. Ni tampoco Mila Kunis.
Conocí a Mila porque, veintiséis años después del segundo año cero, más o menos todos acabamos conociendo a alguna. Aunque es cierto, yo acabé teniendo más suerte…
Ella nació y como bebé fue una niña normal, morenita y encantadora, con sus grandes ojos encandilando hasta al más pintado; Mila era heterocromática, tenía un ojo azul y el otro marrón tablero de ajedrez. Creció siendo achuchada por todas las mujeres que el cochecito de bebé encontraba a su paso. Según los nuevos evangelios a la venta en cualquier quiosco del Nuevo Mundo, unos dos meses desde que comenzara el segundo año cero, un cabeza de familia encontró un día un bebé metido en una cesta nada más abrir la puerta de casa por la mañana para ir a trabajar. El tipo, padre de tres hijos y con veinticinco años de casado a sus espaldas, al principio intentó dar el bebé a otra familia; pero al final su mujer le convenció, y Mila creció con ellos.
Lo que nadie supo de ella hasta que todo el mundo supo quién era en realidad, fue la cantidad de problemas que dio a sus padres adoptivos; y con problemas no me refiero a malas notas o llegar tarde los sábados a casa. Cuando Mila tuvo doce años comenzó a desenvolverse de maravilla. La táctica era sencilla: morritos. Desde los doce a los quince comenzó a seducir hombres, tíos de más de cuarenta años, con familia, con los que ella se acostaba una y otra vez. Tíos a los que denunciaba después mostrando heridas terribles en su entrepierna; al final todos lloraban e intentaban echar la culpa a aquella chiquilla manipuladora; solía elegir tipos con un pasado turbio de adulterios, ladrones de guante blanco, millonarios corruptos, “respetados” banqueros, Hombres De Mundo, Yernos Ideales. Y todos daban con su culo en la cárcel por culpa de aquella hija de puta. Porque ella se desvirgaba con todos; porque si eres hija del Diablo no te hace falta operarte para una reconstrucción de himen.
Cuenta el tema de la pedofília. Y suma, por ejemplo, unos cuantos accidentes de tráfico. O bebés que amanecían muertos a los pocos días de haber nacido. O accidentes aéreos… O lo más extraño de todo, todos aquellos casos terribles de combustión espontánea.
Era un modo de actuación aleatorio -acabó siéndolo-, sin un patrón de comportamiento. Cuando Mila comenzó a ver que podía hacer que las cosas cambiaran a su alrededor, simplemente comenzó a actuar. Si iba en el coche con sus padres y al mirar al vehículo de al lado a ciento cuarenta por hora, éste se desviaba y volcaba de repente si ella lo deseaba, pues ¿por qué iba dejar que todo continuara igual? Al fin y al cabo todo el mundo estaba siempre quejándose; por lo menos así el tráfico se ralentizaba y el resto de conductores tenían algo con lo que entretenerse al pasar por allí.
Cuando Mila tenía trece años, una amable enfermera dejaba que fuera a ver a los bebés recién nacidos de un hospital cercano a su casa. Se ponía de pie detrás de aquel cristal junto a los típicos orgullosos padres, y podía sentir quiénes de esos progenitores querían a esos niños y quiénes no. Cuando la respuesta era no (y normalmente lo era por la parte masculina de las parejas), el bebé en cuestión sufría al cabo de unos días el síndrome de la muerte súbita, que es cuando los católicos dicen que Dios se ha llevado a una de sus criaturas con él y en realidad todo ha sido cosa del Diablo. Es muy largo de contar; en definitiva, Mila lo pasó muy bien durante su infancia.
Y esa era la clave, ella se divertía y nunca era inculpada. Otra de sus fechorías favoritas era hacer estrellarse a los aviones. Se pasaba días enteros mirando por la ventana, esperando ver un diminuto aparato comercial allí arriba. Cuando veía uno, cerraba los ojos con fuerza. Y luego los volvía a abrir y miraba nuevamente. Bastaba con desearlo, como cuando la gente normal pedía un deseo antes de soplar unas velas de cumpleaños; solo que Mila siempre obtenía lo que quería.
Por la noche se sentaba a cenar y sus padres adoptivos no comprendían por qué ella sonreía mientras en el telediario hablaban de otro accidente aéreo. Era una locura, decía el presentador, atónito; la frecuencia de los siniestros comenzaba a ser diaria, y nadie entendía nada.
Durante su época del instituto era la sensación de su clase: guapa, mala, guapa. Podía acercarse a ti y decirte: “deberías fumar, deberías drogarte; en serio, la vida sana te mata igual, la única diferencia reside en que a mi manera al menos te divertirás. Hazlo, fúmate este pitillo, ten esta cajetilla, es un regalo. Si dentro de una semana sé que te la has fumado te haré lo que quieras. Y créeme, sabré si me mientes”. Mila invertía el proceso; si alguien pasaba de ella, moría al cabo de un tiempo en un desgraciado accidente, de coche, de avión, como fuera, lejos. Para entonces sólo tenía que desearlo, ya no le hacía falta mirar, estar presente, focalizar. Los compañeros que no bailaban a su son pronto tenían billete en clase turista hacia Dios; aunque fuera al Dios rojo. El sexo era un arma, a Mila le gustaba como a cualquiera, y un rechazo le dolía igual que a las demás adolescentes. Y morritos; es importante reiterarlo, ella nunca tenía la culpa, aunque para entonces su mirada ya no pudiera esconder algo sutilmente terrible. “Mírame, no tienes que usar condón, a mí no me podrás dejar embarazada”. La gente seguía muriendo a su alrededor, unos veinte estudiantes y dos profesores creían que la habían desvirgado ellos. Para ella era divertido verles hacer el papel, podía jugar a ser un ángel mientras manchaba las sábanas de sangre. “¿Me prometes que no me dolerá?”. Nadie comentaba nada sobre ella, nadie quería sacar el tema; ella les hacía prometer silencio, y todos callaban indefectiblemente.
Todo aquello era antes de que Mila comenzara a interesarse por la interpretación, el cine, la televisión. Lo que le gustaba era conocer a más gente, hacer nuevos amigos y luego follárselos o matarlos. En su caso era indiscutiblemente cierto que la mejor droga era la vida; era inocente y pura a la vista, y en la primera prueba que hizo la cámara se enamoró de ella, junto a la jefa de casting y el productor de la primera serie que protagonizó.
Se desenvolvía con soltura en la ficción, soltaba sus frases y replicaba con naturalidad, sin esfuerzo. Sus compañeros la adoraban aun siendo tosca con ellos; su aspecto frágil y su baja estatura hacían que incluso enrabietada fuera encantadora. En apenas unos meses, el Anticristo ya era famosa.
Años más tarde, mientras se convertía ya en una estrella de cine, no todo eran risas. La situación familiar no era fácil. Papá a menudo hablaba por boca de su padre adoptivo cuando su madre no estaba presente; eran secuestros corporales momentáneos. Cuando Mila cumplió veinticinco años, Él comenzó a presionarla. Ya estaba bien, le decía, ya era hora; Él no la había dotado para la maldad y el liderazgo de masas para que sólo utilizara eso para follar o divertirse en secreto. El mundo tenía que entrar en su nueva etapa, y tenía que hacerlo ya. Todo estaba preparado.
El cielo respiraba ese olor nauseabundo a humanos perdidos. La modernidad física seguía comiéndole el terreno a cualquier momento inspirado, abstracto, auténtico; las soluciones y la revolución seguían pareciéndonos conceptos ajenos. Todo era un “no es problema mio” generalizado cebado por el sistema. Dios -cualquiera de ellos- era una marca comercial, y la mediocridad había tocado techo en un entorno electrónicamente romántico, falso en el fondo y reluciente en la superficie. El Diablo quería forzar su turno; y aunque su retoño fuera una chica caprichosa ya imbuida en los placeres toscos y la hipocresía de anuncio televisivo, Él estaba seguro de que llegado el momento sabría lo que había que hacer.
Había que ponerle precio al aire y cambiar el agua por sangre. Había que hacer que todo el mundo se mirara al espejo y viera algo más que avances en sus dietas; tenían que ver a un ser vivo sangrante. Todos estaban pidiendo a gritos cercos y fronteras, bodas pactadas y dictaduras brutales. Todos queríamos una patada en los huevos, ser arrastrados hasta un habitación sin ventanas con un guarda fuera. Nuestro modo de vida era un sinfín de rezos sin descanso a Satanás.
Era el turno de Mila en el estrado; la Princesa de las Tinieblas acabó levantando la mano, e inconscientemente entre todos le dimos el turno para hablar.
Tenía una arduo trabajo por delante. Sola no podía con todo, necesitaba ayuda. Y tuvo que comenzar con el ritual que había ido posponiendo con los años. Tenía que ir a ese hospital que ella conocía tan bien, entrar en esa habitación repleta de neonatos e iniciar el proceso de clonación instantánea. Había frases hechas y teorías de la gente de a pie que eran completamente ciertas; y es que tanto Mila como su Padre de sangre creían que nadie más podía hacer ciertos trabajos bien hechos sino uno mismo; o en su defecto alguien completamente igual.
Una noche durante sus veintiséis años entró en dicho hospital, y justo antes de que cualquiera pudiera hacer una pregunta ya estaba gritando por el fuego que comenzaba comerle la piel. El truco de la combustión espontánea era práctico y creaba un buen entorno en el que trabajar. Todas las enfermeras y médicos de guardia comenzaban a arder cuando entraban en el radio de acción de Mila. Ella era ignífuga, obviamente; podía sobrevivir entre el humo, y antes de que el fuego se comiera todo el edificio ya habría acabado su tarea. Soy Hija de Papá, se decía a sí misma, esto debería ser fácil.
Entró en la habitación llena de bebés, con dos maletas enormes; tres enfermeras gritaban y chocaban contra las paredes ardiendo en el pasillo cuando Mila cerró la puerta, dejó las maletas en el suelo y encendió la luz. De la Biblia Satánica común que se comercializaba sólo había unos pocos textos útiles y auténticos. Uno de ellos era el de Las Nueve Declaraciones Satánicas. Mila tenía que posar la mano en la cabeza del futuro clon y recitarlas en voz alta. Luego debía repetir el proceso con cada uno de los críos, ya fuesen niños o niñas.
Comenzó con el primero, puso la palma de su mano en la cabecita; el bebé despertó. Mila sólo esperaba que nadie la interrumpiera, no quería tener que volver a empezar a enumerar los puntos con ninguno de ellos para hacer que algún medico comenzara a arder, con esa cara de idiotas que ponían al ver que nada de lo que daban por supuesto tenía sentido ya.
Ya preparada, cerró lo ojos, notando lloros en su mano, y comenzó recitando con energía: “Satán representa complacencia, en lugar de abstinencia”. Dos: “Satán representa la existencia vital, en lugar de sueños espirituales”. Tres: “Satán representa la sabiduría perfecta, en lugar del auto engaño hipócrita”. Cuatro: “Satán representa amabilidad hacia quienes la merecen, en lugar del amor malgastado en ingratos”. Cinco: “Satán representa la venganza, en lugar de ofrecer la otra mejilla”… Cada punto que Mila recitaba de memoria la hacía sentirse más segura. El bebé comenzaba a mutar poco a poco mientras su voz resonaba en la habitación; ese primer crío ya con un ojo azul y otro marrón no tenía nada que ver con el que era antes de que Mila recitara el sexto punto, cada vez gritando más de forma inconsciente: “Satán representa responsabilidad para el responsable, en lugar de vampiros psíquicos”. Siete: “Satán representa al hombre como otro animal más, algunas veces mejor, otras veces peor que aquellos que caminan en cuatro patas, el cual, por causa de su ‘divino desarrollo intelectual’ se ha convertido en el animal más vicioso de todos”. Ocho: “Satán representa todos los así llamados pecados, mientras lleven a la gratificación física, mental o emocional”. Y nueve: “Satán ha sido el mejor amigo que la iglesia siempre ha tenido, ya que la ha mantenido en el negocio todos estos años”.
La chica Anticristo, la antes cría encantadora, adolescente magnética y mujer fatal, supo lo que estaba desatando cuando vio mutar del todo a aquel primer niño; cuando en pocos segundos vio cómo sus brazos y sus piernas crecían y el pelo se convertía en una frondosa melena enmarcando una cara que era otra vez la suya. El cuerpo desnudo creció destrozando la cuna; se puso de pie, y era otra vez Mila Kunis, que sin mirar a la primigenia se dirigió hacia las maletas para ponerse algo de ropa. Papá parecía tenerlo todo controlado, planeado, cercado; igual que ella había sabido cuál era su misión nada más tener uso de razón, las clones se movilizaron justo al ponerse de pie.
Repitió el proceso con cada uno de los bebés. Debía haber unos quince. Más que suficientes para que el nuevo Reinado diera comienzo.
Mila hizo su ritual con bebés porque era fácil. El mismo proceso funcionaba con adultos, pero era claramente más complicado, algunos de ellos incluso aún decían creer en Dios. La verdad es que Dios había tirado la toalla hacía siglos, y además el cambio de estar con él a ser abandonados fue nulo. Muchos católicos se quedaban atónitos cuando, al morir, en lugar de ir al cielo a reunirse con sus seres queridos en paz, acababan reunidos con el Papá de Mila para escuchar las noticias: “Chico, no es que Dios no exista, es que hasta la misericordia tiene un límite. Tranquilo, te harás rápido a esto”. El cielo no era más que una suerte de realidad paralela donde los espíritus acababan tomando otros cuerpos para vivir en una especie de intención de paraíso organizado; es decir, según las escrituras auténticas no era más que la Tierra 2. Con lo cual no se mantuvo en pie demasiados siglos; ese paraíso obviamente existía sólo por la voluntad de Dios; hasta que éste se hartó de que nadie quisiera acatar sus normas aún perdonando a diestro y siniestro. Además, dicho Dios no tenía una forma ni una doctrina concreta, era una especie de compendio de los de todas las religiones; así que nadie acababa de estar a gusto en ese ambiente. La razón de esa incomodidad era que allí no había ateos, y ningún ser humano creyente había estado completamente equivocado antes de morir, pero nadie tenía tampoco toda la razón.
Dios hizo las maletas y ahora nadie sabe dónde está; probablemente en un paraíso para él y quizá algunas santas que le hagan caso. El Papá de Mila siempre dice que al final “ese mamón seguro que se lo debe haber montado mejor que yo”. Los espíritus que vagaban en el el cielo, debido a que no existe el Limbo, acabaron en el infierno de los Kunis una vez se desentendieron de ellos. El Papá de Mila los acogió varios siglos antes de que Mila naciera. Y fue entonces cuando comenzó a hacer planes para mandar a alguien a tierra firme y conquistar esa parcela, de la que todo el mundo hablaba mierda un tiempo después de haber llegado al Infierno.
Las clones se paseaban por ahí creando Milas en cada niño con piruleta que veían. En todos los medios comenzó a hablarse de esa chica multiplicada, de experimentos científicos secretos; se hablaba hasta de extraterrestres. Se tardó poco en asociar a esas chicas morenas con la actriz emergente; sus entrevistas eran estudiadas y nadie veía nada raro en ella, aparte de que desapareció de los rodajes y abandonó sets carísimos para multiplicarse; como si el Diablo se hubiera corrido y todos sus espermatozoides estuvieran invadiendo la Tierra; cosa que, más o menos era así.
Las clones se descontrolaron; no eran distintas a la Mila original, tenían las mismas habilidades. La gente echaba a arder cuando ellas daban la vuelta a la esquina y entraban en una calle, las gasolineras explotaban y pronto cualquier gran ciudad del planeta humeaba hacia el mitificado cielo sin Dios.
Todas tenían la misma adicción al sexo; formaban orgías en parques con tíos encantados de no saber si al correrse arderían hasta morir. La idea de entrada era la anarquía; pero obviamente Papá no quería un mundo en que todos sus habitantes fueran mujeres calcadas a su hija. Y ahí fue cuando comenzaron los problemas. Había que frenar a las clones, pero las clones estaban encantadas de haberse conocido.
La Mila original se reunió con su padre adoptivo, y Papá comenzó a darle las indicaciones, mientras renegaba para sí mismo entre frase y frase; “sabía que una mujer no era la más indicada para el Reino de las Tinieblas”. Mila, algo avergonzada, le dijo que no sabía qué hacer, que las mujeres de la Tierra estaban extinguiéndose;
– Mi hija tenía que ser bisexual, no una hetero descontrolada…
– Lo siento, Papá.
– Aquí abajo se está llenando todo de católicas llorosas. Tienes que parar a esas putas ya, cuanto antes. En dos semanas habrán quemado la Tierra y sólo quedarán un montón de clónicas tuyas vagando entre cenizas. Tú sabrás lo que vas a hacer.
Mila se encerró en casa, en su cuarto lleno de posters, mientras fuera se oían gritos y explosiones. Estaba defraudando a su padre, mandando al garete los planes de conquistar el mundo. Después salió a dar una vuelta, a buscar inspiración. Y fue entonces cuando la conocí. No supe que era la Mila original hasta pasados unos días. Pensé que era una más, que me mataría o me usaría y no la volvería a ver. Me di cuenta de que había matices entre ella y las demás. Ella parecía sentir, parecía haber madurado de algún modo. Supongo que las clones actuaban de aquella forma porque no eran más que bebés que podían divertirse pilotando el cuerpo de una adulta.
Yo estaba sentado en un banco, en una calle relativamente tranquila; de vez en cuando alguien pasaba ardiendo y gritando, pero cuando llevas unas semanas viendo cosas así cada vez te alteran menos.
Ojeaba un libro; creo que ella se sentó a mi lado porque era El Infierno de Dante. Al verla me alteré, pero algo en sus ojos enseguida me calmó: estaba destrozada, buscaba un hombro en el que llorar: tenía algo frío en la mirada, pero a la vez parecía que fuera a desmontarse en cualquier momento.
– Tranquilo, no voy a hacerte nada – me dijo.
Me dijo, como hablando para sí misma, que necesitaba ayuda, que no podía arrasar el mundo sola, o no no como su padre quería. Su padre quería esclavos que creyesen que eran libres; quería que la gente pensara que había un paraíso para ellos aunque se pasaran los días cargando yunques como en un campo de concentración; quería a un montón de animales obedientes incapaces de revelarse ante las injusticias; que estuvieran atemorizados en secreto y relucientes en público; Él quería eso, idiotas que caminaran con la barbilla en alto aún siendo unos hipócritas asqueados. Y yo supe enseguida, que el Diablo no quería ser más que un político al uso, sólo que honesto de algún modo, no moralista, y directo en sus ambiciones. Yo había vivido eso, llevaba más años que ella en la Tierra, y ella no parecía haberse dado cuenta de cómo funcionaba todo. El infierno era la respuesta. Lo supe cuando me enteré de que Dios no existía, cuando estuve seguro de que el Diablo era lo que merecíamos. En ese banco, al cabo de una hora de conversación, una bombilla se encendió en mi cabeza al no tener ninguna duda, al experimentar el vacío de la nada en mi cerebro: estaba colado por el Anticristo.
Ella quiso que la acompañara, y yo fui detrás como un perrito faldero; quería saber más; quería ser su secretario, su mano derecha, su perro, su ropa interior.
Quería conocer al Diablo, y así fue. Él estuvo receptivo mientras me hablaba por boca del padre adoptivo de Mila. Quiso que la aconsejara, que trabajara para ella en la sombra. Quiso que fuera un secretario sumiso. Y dadas las circunstancias, ha sido lo mejor que me ha podido pasar. Tuvimos que reducir considerablemente la población mundial para poder acabar con aquellas termitas que Mila había creado. Pusimos a la gente a trabajar redistribuyéndola en empleos básicos, útiles. Ayudó el hecho de que la población fuera un tercio de la que era. Desapareció la pobreza y el control sobre la especie se redujo al tiro en la cabeza. Desaparecieron las cárceles y los medios de comunicación; no hacían falta. La información se redujo a obras intelectuales como libros y películas a los que Papá no daba importancia. Era una dictadura sin tapadera a nivel mundial: el mundo en el que yo había vivido, pero sin cabrones con corbata susurrándose al oído entre ellos. Era el infierno en la Tierra tal y como Papá tenía planeado. Éramos igualmente indignos, pero doblemente honestos. Sentí que por primera vez en la Historia de la humanidad el humano se reconocía como el egoísta que siempre había sido. Necesitábamos un héroe, y ya teníamos a la indicada. No existían los derechos humanos, pero antes tampoco habían servido de mucho; la gente se acomodó en sus restricciones, y yo vivía cómodo en mi puesto de funcionario satánico.
Los miércoles montábamos un desfile. Mila se sentaba en un trono subido a una enorme carroza sobrecargada de motivos góticos. Yo me ponía de pie detrás de ella, unos peldaños por debajo, en la sombra, como su consejero. Y como si Mila fuese el Cesar, yo de vez en cuando le susurraba indicaciones, para que sonriera, para que levantara la mano; “Saluda, Mila. Mira cómo te quieren. Casi tanto como yo”. La gente nos coreaba en lo que fue el principio del único orden establecido posible en esta tierra firme. La prosperidad no existe, ni las ambiciones ni las grandes lecciones de la vida. Sólo somos.
[Para seguir en este rollo pseudosatánico que lleva el post, en el video, parte del monólogo de Al Pacino como Satán en “Pactar con el Diablo”; peli irregular con algunos momentos brillantes, pero en general muy disfrutable. Como aclaración sobre el relato, decir que esas nueve declaraciones satánicas que se recitan son de la Biblia Satánica; no quisiera tener al diablo reclamándome derechos de autor… Y para la foto, el Anticristo Mila (sí, Mila Kunis existe), que aún no ha decidido arrasar el mundo. Porque ella no quiere…]
Me quedan sólo dos cigarrillos y en el bar de abajo vuelve a estar esa chica japonesa, que me desactiva el control de menores. Fuera hace demasiado calor, quizá es la una del mediodía y estoy que no me aguanto.
Decido ir a comer a un chino; siempre son tranquilos, no te tocan las narices y la comida es digerible. Sopeso la posibilidad de decirle algo a la chica japonesa del bar algún día. Algo para hacerme notar, para que se note que quiero sexo con ella. Luego pienso que un día quizá podría suicidarme. Me ponen el arroz tres delicias delante y la idea se me va de la cabeza. Tengo hambre de verdad, así que el arroz me parece de lo mejor que he comido últimamente. Luego me traen un plato de ternera y llega una pareja que se sienta en otra mesa y no se hablan durante toda la comida y vuelvo a pensar en que sería una buena idea suicidarme.
Después de comer, en la calle sigue haciendo demasiado calor como para poder pensar o sonreír.
No consigo recordar qué día de la semana es y me da mucha pereza sacar el móvil para mirarlo. Sé seguro que no es sábado. Seguro que la chica japonesa lo sabe; debe ser una máquina de estar al día, aunque no es la única. Los coches van y vienen y todo el mundo está agobiado con sus pequeñas tareas; todos esos a los que si les quitas el motivo por el que están estresados se estresan por no poder seguir haciendo lo que les estresa. Y luego se sientan delante de ti en una cafetería y dicen que todo les va de fábula… Te dicen: No sabes ser feliz.
Gracias, tío, tendré en cuenta tus sabias palabras.
Saca tábaco, me digo luego. Y recuerdo que ya saqué antes, y la japonesa vuelve a mi cabeza con más intensidad.
Me voy a casa y escribo un mail;
Hola.
He estado pensando en matarme últimamente. No con tanta frecuéncia como antes, ni con intenciones de hacerlo realmente, como antes; pero ese tipo de pensamientos han vuelto a mi cabeza.
No quiero que te sientas culpable ni que llames a la policía ni nada parecido. Solo quería avisar; si un día de estos encuentran mi cuerpo espachurrado en la calle quiero que alguien sepa que en el bolsillo de mi camisa habrá una carta.
En fin, espero que todo siga bien con esa pareja nueva tuya. Sabes que me parece un gilipollas cuentabilletes, no te pega nada. Pero en fin, tú sabrás.
Un abrazo.
Le escribo mails con frecuencia a mi ex. Es una tontería intentar esconder que aún me gusta; de hecho me gusta ahora más que cuando estaba con ella. No me importa parecer un psicópata. Ella no me lo tiene demasiado en cuenta, aunque a veces me habla de seguir con mi vida y romper ciertos vínculos con el pasado. A menudo la gente se empeña en que sigas sus pasos, aunque a veces ni ellos sepan a dónde coño van.
El resto del día no pasa nada. Y con eso no quiero decir que sea un buen día. Ella escribía con letras redondas y dibujaba corazonzitos en lugar de puntos cuando era adolescente, como en un plan elaborado para insinuar lo pequeña que tenía la raja del coño. La verdad es que esa sensación húmeda y el olor y las piernas depiladas rodeándote… en fin, no hay dinero en el mundo para pagar por eso si la quieres; y puede que por eso no sea tan aberrante que algunas desconocidas cobren. El próximo mail que le escriba tendría que ser el último, y debería reducirse a un escueto Gracias. Pero no tengo tanta fuerza de voluntad.
Así que al acabar el día le escribo otra carta;
Hola.
He estado pensando en matarte. Acabar contigo sería una forma práctica de comenzar a olvidarte. Y quizá conseguiría pasar una rato con tu cadáver en la morgue. No es que me vaya ese rollo, pero siendo tú podría hacer un esfuerzo.
Supongo que no hace falta decir que bromeo. Creo que en el fondo siempre te atrajo mi mal gusto. Nunca te he dicho que me masturbo leyendo las cartas escritas a mano que me mandabas. Aún se huele ese perfume que les echabas.
En fin; dile a tu novio que con él lo dicho antes no sería una broma si te toca un pelo. Una día de estos me va a salir sangre de tanto pensar en ti. Ahora mismo daría un dedo por que me enviases una bragas tuyas por correo.
Sé buena.
A veces creo que la policía llamará a mi puerta y acabaré encerrado. Pero no me siento menos encerrado ahora. A veces intento escribir una carta de amor, pero no sería más que un ensayo de la siguiente paja con los ojos cerrados. Decido que se acabó. Y eso no me alivia ni me consuela; no siento que comenzar de cero sea positivo. Hace años que mi entrepierna no late si no es por ella. Supongo que tendré que buscar ayuda. Quizá en otra persona, o cogiendo un cuchillo de la cocina y llenando la bañera de agua caliente. Ya veré. No me valen las explicaciones de los demás ni el sentido común ni esa coherencia que tiene sumido al mundo en la mediocridad más absoluta. No soy mejor, pero los demás no son precisamente la repanocha. Soy estadística. Si mañana muriera se garabatearían cuatro firmas y el tiempo calmaría las posibles penas. Puedo crear mi propio final. Y de una una cosa estoy seguro: no acabaré con alzheimer metido un montón de años en una residencia babeando y masturbándome mentalmente en los momentos de lucidez, maravillado por haber llegado a viejo. Hay demasiadas formas de acabar, y si el suicidio jode a Dios me encantará ser el siguiente en provocarle migraña. Me pasaré la eternidad corrompiendo santas allí arriba hasta que le explote la cabeza a ese cretino. Por más que me perdone yo no le perdonaré jamás. Y creedme todos; reventaré todas las nubes con armas nucleares y demostraré que el diablo existe, y que suele decir la verdad.
Hola.
Podría escribir un montón de cursiladas vergonzosas, y por ti me las creería todas. Pero prefiero hacer esto a mi manera.
El otro día me corté en un dedo sin querer. Durante un instante pensé en hacer más largo el corte, en pasear el filo del cuchillo por toda mi mano, pasando por la muñeca y hasta el codo.
Pero en lugar de eso, grité como una nenaza y corrí a por vendas y alcohol.
Dejé todo el camino desde la cocina hasta el baño lleno de gotitas de sangre, y todas me parecieron los restos de una de tus menstruaciones. Ya sabes de qué hablo. Todos los días son calcados. No me gusta ponerme serio, pero aún estoy decidiendo si mandarte esto por mail o imprimirlo y metermelo en el bolsillo de la camisa. Estoy pensando en hacer yoga o algo así, algo que potencie la autosugestión; necesito creer en algo que sea una mentira potencial, y así quizá consiga que crezca en mí esa hipócrita mancha de aceite hasta conseguir creer que todo va bien. Si tanta gente lo ha hecho ya, yo también debería ser capaz.
Hace tiempo que no me busco bultos por el cuerpo, ya casi no pienso en los tumores. Mi proyecto era ser un enfermo terminal y escribir una especie de autobiografía completa, que hoy por hoy sólo hablaría de ti. Pero no hay manera; no llevo una vida sana, pero parece que la lotería de la desgracia nota el miedo, y no se atreve con alguien como yo; eso no debe tener gracia para Dios.
Te preguntarás por qué hablo tanto de Dios siendo ateo. Ni yo lo sé; creo que quiero que exista, el ser humano no sabrá arreglarse solo.
Habrás notado que todo esto, viniendo de mí, suena a despedida. Aunque no te preocupes, de momento solo me despido de ti. No volveré a escribirte. Espero no volver a verte. Y ya está. No quiero acabar derramando aquí paladas de azúcar, a estas alturas ya sería un poco raro. Aunque me pregunto, ahora que lo pienso, si no es eso lo que he estado haciendo precisamente cada vez que te he escrito.
Fin.
[Podría haber puesto el trailer de alguna peli más sofisticada, como el de la nueva de Chris Nolan, “Inception”. Pero como es un teaser aún muy corto, me he decidido por una más freak, “Zombieland”, peli que recuerda inevitablemente a la inglesa Zombie’s party, y que esperemos sea al menos igual de divertida. Y además está Bill Murray en el reparto… ¡haciendo de zombie! Esto sí que es jugar fuerte…]