Perder la cabeza

Aldo estaba siempre en su rincón oscuro del club esnifando cocaína, y todos se preguntaban quién narices era esa chica francesa que iba con él a todos lados. Años antes había escrito (él) dos novelas cortas que se le reconocerían a nivel internacional, sobre todo una vez muerto por sobredosis. Rozaba los cuarenta años y varias de las chicas habituales del local pugnaban por llamar su atención. Era el agujero negro por el que ningún padre quería que su hija fuera absorbida. Él representaba el fin de la vida cuerda, al menos si se tenía en cuenta la idea que sobre ésta tenían todos. Era atrayente para algunas mujeres por el puro contraste que hacía con lo que le rodeaba. Por cómo describía lo que las rodeaba a ellas. Y porque jugar a su juego significaba morir socialmente: algo en sí mismo atractivo si tenías a bien reconocer también el lado podrido de la sociedad.

A un nivel metafísico, el color favorito de mucha gente es el negro. Aldo en ese sentido era el representante de eso, de lo absurdo, en contra de la común apología de lo corriente. El camino más corto hacia la autodestrucción parecía ser la sinceridad. Sacrificarse significaba adaptarse, y viceversa. Esforzarse era pasarlo mal para después poder encontrar alivio en lo mediocre. Aldo no quería ser absorbido por ese remolino de rutina matematizada. No es que quisiera estar por encima de los demás, es que sólo estar por debajo ya era mucho menos aburrido.

De las distintas épocas a su disposición, él había elegido el presente. Había estado en circos romanos y había visto construir las pirámides. Llegó a despedir con la mano a los que iban a morir en el Titanic. Tuvo problemas con las autoridades en varios siglos distintos. Y llegó a estar presente para poder comprobar por sí mismo que todo lo que cuenta la Biblia es mentira.
Las leyes acabaron poniendo en circulación unas tarjetas que sólo te permitían diez viajes temporales; la condición era no modificar el transcurso de la Historia. Podías ser un voyeur y punto. Ya estaba bien, dijo el gobierno: la gente no podía ir por ahí provocando cambios; se había acabado lo de jugar a ser Dios. Después del décimo viaje, tu tarjeta caducaba. Tenías que elegir un destino temporal y adaptarte a él. Pretecnotimes había reducido en sus centros el número de máquinas del tiempo a disposición del consumidor; la fiebre por ellas fue disminuyendo debido a las restricciones, y al paso de los años mucha gente incluso promovía el no moverse del sitio; siempre los mismos colectivos: familias católicas, conservadores, y clases sociales lo suficientemente asentadas como para no querer que los viajes repercutieran de algún modo en la conciencia colectiva; no querían que éstos pudieran provocar cambios significativos que les arrebataran de algún modo sus extraordinarias comodidades, ya fueran éstas morales o físicas. El miedo irracional se puso de moda como nunca.
El control de chivatos temporales, como se los llamaba, no era fácil, pero al final la imposición de la pena de muerte a los que se descubría hizo que muchos se lo pensaran dos veces antes de irse al 11-s, por ejemplo, para vaciar las torres unas horas antes de que llegaran los aviones.

Todo era demasiado complejo, las autoridades ya no sabían muy bien qué era lo que les beneficiaba; exprimir al pueblo cada vez era más complicado. Aldo no hizo su primer viaje hasta los treinta años. El hecho de no poder viajar al futuro -a no ser mientras residieras en un pasado conocido-, le quitó en parte la fascinación por seguir explorando. En su décimo viaje decidió volver al presente porque, básicamente, era en el fondo la época más sutilmente decadente. La actitud de la gente no había cambiado en exceso en lo primordial, y entre las épocas históricas dignas de análisis, se le antojaba la más interesante.
Había espiado un par de veces a sus versiones del pasado, y no recomendaba la experiencia: sus dobles siempre parecían más saludables y felices en sus prismáticos. La mayoría de la gente evitaba encontrarse con sus iguales, y Aldo entendía perfectamente el porqué.

El futuro era la idea, lo que a él le hubiera fascinado, ver por un agujerito a tus allegados asistiendo a tu funeral. Pero era imposible. Además de la limitación de los diez viajes, en teoría también estaba prohibido volver acompañado del pasado. No podías ligarte a una simpática enfermera de guerra durante el holocausto nazi y traértela contigo a casa.
Hablemos de la novia de Aldo; su chica, también perdida en las drogas, vividora con ánimo de lucro y excelente feladora. El idioma no es un problema entre hombres y mujeres cuando otros mecanismos conyugales encajan. No tienes que aprender francés para follar con francesas. O no necesariamente. Aldo lo descubrió muy pronto cuando decidió darse una vuelta por el Palacio de Versalles durante cierta época de cabezas cortadas y pastel para el pueblo. El lío del pastel, así comenzó todo… Ella le rectificó enseguida ese mito el primer día que se vieron. Ella nunca había dicho eso, decía. A la supuesta alerta de que no había pan para el pueblo, ella nunca, y repetía, NUNCA respondió que si no había pan que comieran pastel. A Aldo le costó una tarde entre gestos y muecas averiguar a qué narices se refería, aun conociendo esa anécdota tan literaria.
Comenzaron a verse un rato todos los días; no era difícil despistar al círculo social de palacio para intimar en algún lugar de los jardines. Quedaban en un sitio distinto cada vez, y ella le traía comida. Ese ir y venir duró unos dos meses, en los que Aldo fue poco menos que un vagabundo.
Decidieron largarse, en el sentido más amplio del término, cuando Luis XVI comenzó a sospechar de las ausencias de su amada. No era de recibo que María Antonieta despareciera cada tarde para ir a vagar sola, sobre todo teniendo en cuenta los ánimos ya caldeados del pueblo.

Así que Aldo y su novia histórica volvieron juntos al presente. No era difícil, todos los clientes de Pretecnotimes tenían un reloj -así funcionaba- con el que podían saltar de una época a otra; cuando se comercializaron las tarjetas el aparato no funcionaba si no llevaba tu tarjeta metida en la ranura correcta; el mecanismo, cada vez que te movías en el tiempo, se encargaba de marcarla para llevar la cuenta de tus viajes.
Lo complicado no era el salto temporal juntos (simplemente se materializarían abrazados y aparecerían en el presente dentro de una capsula a una hora prudente), la logística no era el problema, sino el hecho de que era el último viaje del que Aldo disponía. Se lo hizo entender a ella, pero ella no dudó en ningún momento; quería huir, quizá no necesariamente con él, pero sí irse lejos. Había oído cosas sobre los viajes en el tiempo, pero cada vez sonaron menos esos rumores con los que ella había soñado. Una vez conoció a Aldo y pudo ver su reloj, se aferró a él desde el principio: estaba aburrida, se veía incapaz para con sus responsabilidades, demasiado vigilada; y además Luis XVI no sabía follar, un rumor en este caso cierto según ella gesticulaba siempre sobre el tema, mirando con los ojos muy abiertos a Aldo.
Así pues, decidió llevársela con él; ella tenía cierto carácter infantil dentro de un cuerpo albino y aristocrático que hacía que él hirviera. No era amor; quería verla vagar en bragas por su piso de alquiler, o viendo películas basadas en ella misma, o comiendo pizza. De todos modos nadie iba a saber quién narices era su nueva amiguita. Sólo una blancuzca extranjera que tenía una educación totalmente fuera de lugar. Quería verla con unos tejanos apretados y sus camisetas de AC/DC; y sólo esperaba que nadie descubriera todo el pastel. No veía cómo; pero a veces en la vida pasa como al cruzar una carretera en el momento equivocado: si se te viene un coche encima, seguro que te quedarás paralizado.

Ya en el presente, Aldo enseñó a su nueva chica lo necesario para que ella pudiera comenzar a moverse en la ciudad, de modo que no pusiera los ojos como platos a cada vuelta de la esquina. Ella se acostumbró sorprendentemente rápido a ver aparatos sobre ruedas o volando, se adaptó con facilidad a la cómoda ropa urbana. Pasaron los días. Comenzó con el alcohol en serio, continuó con los cigarrillos, probó la cocaína hasta engancharse, y acabó convirtiéndose en Courtney Love.
Aldo quería crear su propia muñeca punk, y lo logró en cuestión de semanas. No se sentía orgulloso; su segundo libro estaba comenzando a venderse bien, algunas publicaciones aún demandaban sus artículos, el sexo con Maria Antonieta fue más sucio de lo que él jamás había probado. Veían cine porno y ella quería imitar a esas chicas de tacón alto. Y él no se sentía como esos seres humanos dignos y sonrientes de los anuncios, cierto, pero estaba encantado; el agujero negro que era su filosofía de vida había absorbido lo más aristocrático de la historia en beneficio de sus nuevas, flamantes y magnificas erecciones. Practicar sexo anal con una reina le parecía igual que escupir en la cara a la nobleza, y eso le encantaba.
Ella, en apenas tres meses, pasó de ser la mujer asustada que pugnaba por salir con su vestido de la capsula de Pretecnotimes, a vagar muchas noches de madrugada en busca de su camello. Se había cortado el pelo; llevaba una melena lisa hasta los hombros, un maquillaje adaptado al presente y un bolso siempre atestado de pastillas, barras de labios y espejos de mano. Aldo aprendió en muy poco tiempo que era el vicio lo que movía el mundo, y que en muchos casos era la restricción la que creaba a los viciosos. El gobierno y la policía parecían ser los doctores Frankenstein de cada delincuente, drogadicto, ladrón de guante blanco y prostituta.

Pasaban los meses y nada se sabía de la Policía Temporal. Aldo nunca les había visto. La gente hablaba de tíos de uniforme que no dudaban en echar la puerta de tu piso abajo para apresarte y matarte después con la inyección letal. Él se había puesto en el punto de mira; había engatusado a una reina del siglo XVIII para engancharla a las drogas y enseñarle cosas como a relajar el ano, o directrices básicas para hacer una buena mamada. Era cierto que Aldo había fabricado un presente muy concreto para ella. Y ella, al no hacerse una idea de cómo vivían los demás, adoptó su vida de drogas, sexo sucio y resacas de cuarenta horas como algo que simplemente la gente hacía de forma rutinaria. Además, era una vida con la que ella disfrutaba mucho más que levantándose cada mañana rodeada de sirvientes que la vestían y susurraban responsabilidades al oído. El exceso de información, Internet, y toda la variedad de telebasura, publicidad y medios, no podían hacer que ella se formara una idea concreta sobre lo que una persona supuestamente sana y adaptada hacía para sobrevivir y cuidarse de la forma que cualquiera autoproclamado cuerdo aceptaría.

El piso estaba siempre lleno de polvos blancos, alguna jeringuilla usada y ropa interior femenina. Aldo tenía chantajeado al personal de su lavandería habitual para que hicieran la vista gorda cuando toparan con manchas de sangre o restos de coca.
Al cabo de los meses María Antonieta vagaba por casa como un zombi, sólo lista para el sexo después de haberse metido un chute. Por las noches Aldo le susurraba cosas al oído. Ella babeaba, sus mejillas se habían ido hundiendo en su cara y sus costillas comenzaron a notársele cada vez más. No te preocupes si ves a gente por la calle limpia y decidida, ellos están más sucios por dentro de lo que tú lo estás por fuera.
Oui, messie…
La última Reina de Francia se acurrucaba en Aldo cuando ya no tenía fuerzas para inyectarse otro chute, y le respondía siempre lo mismo después de no haber entendido nada. La gente quizá tiene razón con respecto a mí, francesita; pero siguen equivocados respecto a todo lo demás.
Oui, messie…
Cada noche se producía el mismo diálogo absurdo, igual que el que se produce en las reuniones entre importantes jefes de estado; uno hablaba y la otra seguía a su rollo; ambos estaban relativamente a gusto, y al resto les podían dar mucho por culo.

La máquina del tiempo estaba unificando los vicios modernos; la ilegalidad pasaría a ser un concepto aún más inabarcable y cada vez más apetecible para, por ejemplo, las mafias. Pasaría poco tiempo antes de que se pudieran encontrar colillas aplastadas en el neolítico. Aldo y María no eran más que una pareja más que vivía al margen del orden establecido respecto al Tiempo; la posibilidad de viajar no era más que otra oportunidad para quebrantar la ley. La opción de recabar más conocimiento sobre otras épocas, no servía más que para reafirmar la sospecha de que el ser humano jamás ha sabido administrase y tratarse a sí mismo de una forma justa. Tal y como lo veía Aldo, morir joven sin salir de una habitación apestada no era más patético que albergar alguna esperanza sobre conceptos como la Justicia o el Orgullo. Esa actitud de esperanza gratuita parecía conducir irremediablemente hacia la hipocresía; la autodestrucción estaba peor vista que el pisotear al prójimo; pero Aldo hacía años que sabía que, todo lo que estaba bien visto, solía ser justo lo que les mantenía a todos en la entropía de quien no quiere ver una injusticia aunque suceda justo en sus morros.

Es verdad. Aldo había utilizado a esa mujer, a esa digna e incompetente mandataria del pasado. Es cierto. Cuando ella le llamaba al móvil, en la pantallita ponía: Coño aristocrático. Aldo estaba matando a María Antonieta; la había sacado de su reino para meterla en un zulo moderno, para que le acompañase en un suicido en pareja. Incluso lo que años antes de Pretecnotimes parecía pura fantasía surrealista, se había hecho realidad. Ella era María Antonieta, pero igual podía haber sido Isabel la católica. Por algún motivo las chicas se iban con Aldo, aunque supieran que Aldo iba a matarlas de placer, ya fuera de forma sana o malsana: a pollazos o a base de drogas duras. Aldo no era un chico malo de los que acaba casándose contigo para darte una paliza cada noche; él te iba a destruir, pero te iba a acompañar como un igual hasta el final del camino. Quizá fuera mejor que alguien fuera sincero contigo en la muerte, antes que vagar muchos años con alguien hipócrita en vida.

La cuestión es que él acabó por encariñarse con esa yonki. Justo cuando peor comenzaban a estar. Cuando ya casi no salían de casa y la alimentación se reducía a pinchazos y pastillas, fue cuando algo se despertó dentro de él. Incluso, de una forma fugaz se le pasó por la cabeza la idea de convencerla para dejar las drogas, para dejarlas los dos. Pero ya era tarde; sólo con pensarlo le venía la risa floja; era como haber intentado convencer a un fumador de ochenta años para que dejara el tabaco. De algún modo, era una batalla demasiado épica como para ni tan siquiera intentar librarla; sobre todo teniendo en cuenta el mundo con el que tendrían que convivir después: justo el mismo que le lanzo a él a los placeres de la felicidad artificial.

Fue durante esos días de despertar sentimental, cuando llegó el final, cuando se descubrió todo el pastel (expresión que mosqueaba especialmente a la aristócrata). Los días ya no tenían nombre y las persianas hacía mucho que nunca se subían. El aguante de la fémina alfa con las drogas era casi sobrenatural. Cuando Aldo ya apenas se podía levantar de la cama, ella era capaz de salir una vez a la semana a por provisiones: mucha agua y más drogas.
La noche en que todo acabó, estaban los dos dormidos. Alguien echó la puerta abajo. Entraron como cuatro hombres en la habitación gritando leyes y derechos que ninguno de los dos podía asimilar con las linternas apuntándoles a los ojos. Sacaron a María Antonieta de la cama. Ella no se resistió, él no hizo nada. Y cuando quiso reaccionar, su novia, su Coño Aristocrático, se había esfumado para siempre tras un portazo.
Al minuto, se percató de que a él no se lo habían llevado. Así que, ¿quién era esa gente?

María Antonieta despertó. Y al mirar a su alrededor, notó el aguijonazo del síndrome de abstinencia. Debía llevar como dos días sin meterse, pensó. Y además, con sorprendente naturalidad, comprobó que volvía a estar en su Tiempo. Yacía confusa en su cama de siempre. Volvía a ser el siglo XVIII. Estaba rodeada de sirvientas, y Luis XVI, su Luis XVI, la miraba desde el pie de la cama, con gesto alicaído. Era de noche; fuera se oía el gentío, el pueblo francés: gritos, antorchas. Bueno, pensó ella, al menos nadie va a echarme la bronca.
Se negó a cambiarse de ropa. Aceptó bañarse y que su ropa futurista fuera lavada; pero se negó a vestir otra vez con “la ropa que la gente del futuro solo usa para las muñecas”. Una vez desperezada, todos observaban atónitos a esa mujer nueva con el pelo aplastado y su permanente cigarrillo en la boca. Dio vueltas por la habitación, encorvada, maldiciendo porque su paquete de tabaco se acababa. Y finalmente decidió salir al balcón; decidió dar el paso, tener ese contacto con su gente de a pie.
Abrió los ventanales dándose codazos con las sirvientas, que no entendían a qué venía tanto esfuerzo de la Señora de repente. Salió al balcón y la gente blandió sus antorchas y gritó con más fuerza al principio. Una de la sirvientas salió detrás de ella. La gente calló cuando pudieron ver a esa mujer delgada con apenas un trapo encima y hurgándose en el pantalón nuevamente en busca del paquete de tabaco.
– Señora – susurró la chica en el el francés apropiado. – Verá… ese hombre con el que estaba… ha muerto…
Ella se volvió hacia la sirvienta, sorprendida. ¿Cómo lo sabían? Aunque llegados hasta ese punto, ya nada la alteraba de verdad. Quizá alguien de esta misma época le mató, pensó ella. Lo cierto es que esa misma noche en que se la llevaron de los brazos de Aldo, él continuó su ritmo de pinchazos; estaba tan débil que lo dejaron estar. Y su cuerpo dijo basta. Parecía el resultado de algún plan elaborado. La Policía Temporal comenzó a tener facciones en ciertas épocas señaladas, las que solían atraer a los turistas.
María Antonieta no sabía nada de esto mientras, aún de pie en el balcón, se sacó el paquete de tabaco del bolsillo. La sirvienta se metió en la habitación, y ella se quedó a solas con su pueblo, con sus hijos de Francia hambrientos. Se palpó el bolsillo trasero y notó que tenía una de las novelas de Aldo, había pasado semanas ahí; quizá alguien podría traducirsela, rumió, antes del día de… “La gillotina, tendré que hacerme a la idea”, dijo en voz alta para sí misma. Le gente abajo observó un poco de sus tejanos descoloridos, su camiseta negra de Nirvana. Y continuaron en silencio mientras ella se encendía su último cigarrillo y daba la primera calada, mirándoles en apariencia, pero sin verles para nada.

[Arriba, divertido video de promoción de “Paranormal activity”, película de terror de la escuela de la bruja de Blair, “REC” y otras por el estilo. La peliculita lo está petando entre los buenos aficionados a pasarlas putas en el cine. El video intercala imágenes de la película con reacciones del publico en una sala de proyección. Se estrena en España… algún día… espero. Y abajo, hiperbólico poster de “El imaginario del Doctor Parnassus”, nueva peli de Terry Gilliam de la que pondré su suntuoso trailer algún día cuando lo doblen. Esta peli, al igual que la otra, se estrenará en España algún día, espero.]

parnacast

32 comentarios en “Perder la cabeza

  1. Sé que suena a tópico gastado, pero sinceramente es lo mejor que he leído en bastante tiempo. Tiene mucha fuerza y su belleza salvaje y descarnada confiere gran honestidad al texto. El mejor piropo que te puedo lanzar es que se me ha hecho corto, con eso te lo digo todo. 😉

  2. Silencios:
    No tengo ni idea, no sé cómo funciona eso de los seguidores, yo soy de los de poner las webs en favoritos y poco más. Por si te ayuda, suelo publicar una vez a la semana.

    Saludos a todos, y gracias por los halagos.

  3. Gracias Mary; por cierto, me he apropiado de esa cita de Marilyn que he visto en tu blog, muy acertada; creo que a partir de ahora iré cambiando la cita en la cabecera..

    Gracias otra vez.

  4. El ser humano jamás ha sabido administrase y tratarse a sí mismo de una forma justa…

    Y mil frases más que me quedaría, porque a mí… jamás se me ocurrirían!
    Ni tanta genialidad junta !!

    Saludos!

    Totalmente noqueada!…

  5. Hoooola, no me olvido de tí…te tengo presente y por eso estoy aqui…;-)
    Me ha encantado una vez mas leerte…. soberbio!!

    Te deseo lo mejor…me encanta leerte!!

    Besos desde el rincón del mundo,

    Ali

  6. Lo primero, esa peli acabo de descubrirla! Vaya reparto! Tb la esperare impaciente jejej

    Y en lo q concierne al texto… da qe pensar siempre la critica tan brutal qe haces.

    Muy bueno, bss

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