La cosa simplemente se había puesto muy fea de repente, era la mitomanía, el cine de los cincuenta; era Billy Wilder y Joe Di Maggio y cada nombre de la órbita biográfica del icono del cine americano, el cine americano de verdad. La imagen de Marilyn tomando demasiadas pastillas, o siendo asesinada, o tirándose a Kennedy antes de que su cabeza explotara en aquel baño de multitudes. Había demasiado material para un mitómano. Freud se hubiera puesto las botas; y encima ella le leía, y a Joyce, a Miller (Arthur, a quien también se benefició, a quien acusó de haber tenido una relación con ella solo por creerla una rubia tonta y no haber tenido nunca ninguna hasta que ella se puso en su camino) etc. Era su imagen con la falda blanca ondeando… Ahora hay pijas de treinta años con su cara tatuada que no saben quién coño fueron Howard Hawks o Joseph L. Mankievicz. Han quedado los llaveros y los pins y las camisetas, los cuadros de Warhol, y cuatro cinéfagos lo suficientemente relajados y abiertos para ponerse una película en blanco y negro un viernes por la noche.
Para algunos, dichas historias son demasiado intensas para quedarse en simples oyentes ante ellas. Pensar en Marilyn Monroe supone aún para muchos una especie de eyaculación precoz emocional constante. Algo así, y única y llanamente en el ámbito psicosexual. Es como tener una vecina atractiva a quien nunca has podido ni oler, como si dicha vecina llevara cuarenta años muerta y continuaras poniéndote cachondo con sus fotos.
¿Quién sino pagaría una cifra obscena por tener una prenda de Ella? Si mañana subastaran un mechón de su cabello, al día siguiente tendrías a un multimillonario masturbándose rizo rubio en mano oliendo pelo de muerta. ¿Que el mechón podría no ser de ella? Eso es lo de menos, el pelo sólo es una excusa para volver a ella. Sólo esa mártir que era el sexo en persona, adicta a la lectura y el psicoanálisis, bastó para que Bruno comenzara a hacer planes. Se dijo a sí mismo: a la mierda. Lo voy a hacer, me dijo, voy a hablar con esa chica, a embaucarla. Yo vivía en la casa de enfrente. El mundo estaba atestado de mujeres, pero muchas ya estaban muertas. Algunas incluso en vida. Puedo imaginarlo. De pequeña un día te miras entre las piernas y no tienes nada. Luego sangras. Después alguien te hace daño, y el siguiente idiota no es malo del todo y te casas porque la gente se casa. Y luego quizá por una paliza, o simplemente porque no pasa nada y ya nunca sales y tu marido es un muermo, estás acabada… O todo eso, o eres una puta, ya seas soltera o cobres por follar o no quieras casarte. Siempre he pensado que mucha gente practica la monogamia en serie a caso hecho; en especial eso es ideal para las mujeres listas y Vivas; es la forma de evitar que las llamen putas, es el modo de vivir acorde a una poligamia políticamente correcta. Yo sé que podría aguantar a algunas mujeres durante muchos años, pero dudo mucho que ellas pudieran aguantarme a mí.
Y no es que esté defendiendo a Bruno, lo que hizo me parece terrible, pero él también estaba intentando buscar la felicidad, y a veces para ser feliz el resto de la gente no debería saber nada de lo que haces en realidad con tu vida.
La chica a la que Bruno quería embaucar tenía esa complexión y esas caderas que para muchas mujeres hoy en día son un auténtico drama. Se llamaba Gloria. Tenía Tetas y Culo; pero esas palabras no definían sencillamente su torso y su parte trasera; eran tetas de verdad, un culo al estilo de los años cincuenta. Era, para mal, el tipo de chica que Bruno necesitaba, el Antes de los anuncios de máquinas de gimnasia, pero sin el blanco y negro y la cara de pena. Era una tía amable y educada, alguien que te saludaba si te habías cruzado más de dos veces con ella; una persona encantadora, viva por dentro, inaceptablemente rellena para cualquier revista femenina actual, y con una sonrisa brillante siempre que alguien le prestaba la más mínima atención.
Lo primero de todo fue una rinoplastia. Después de que Bruno sorprendiera a Gloria volviendo sola a casa de madrugada un sábado, al día siguiente ella amaneció amordazada en una cama dentro de un garaje. Bruno nunca me dijo cómo la metió allí. Pero no es difícil imaginarle metiéndola sin más dada su corpulencia y el metro sesenta de ella… Caminó con su cuerpo a cuestas las dos manzanas que separan su casa de las nuestras. Y cierto es que él había hecho ya unas cuantas operaciones estéticas consentidas con aceptable resultado, pero limar un tabique nasal de forma que te quede igual de redondeado y resultón que el de la chica muerta más famosa de la historia…
Vale, es verdad que yo estuve al corriente del proceso. No hice nada durante esa rinoplastia, ni cuando el retoque del mentón y los pómulos. Tampoco llamé a la policía mientras mi colega de toda la vida le agrandaba sutilmente las tetas a Gloria. Y no dije ni mu durante la ultima operación, cuando se le ocurrió hacerle una liposucción para hacer que la cintura fuera exactamente igual de estrecha que la de Norma Jean.
Fueron tres semanas de enclaustramiento en el garaje. Gloría comía de lo que Bruno bajaba de su nevera. La tenía todo el día hasta arriba de tranquilizantes y antibióticos. Va a quedar preciosa, colega, me decía. Y yo cada noche, durante el proceso, dormía en mi cama como un tronco después de leer L. A Confidential; libro que Bruno me había dejado, y en el que entre toda la trama policíaca había una mafia que se dedicaba a operar mujeres para hacerlas parecer estrellas de cine.
Cuando Bruno hace ya unos cuantos años me dijo que iba estudiar medicina, me sentí orgulloso de él. Pensé que yo era un deshecho, yo no hacía nada por los demás; ni tan siquiera estudié una carrera. Mis padres le ponían siempre como ejemplo. Él veía cine antiguo y leía y salía de vez en cuando con alguna chica mona, mientras yo me mataba a pajas, pasaba de estudiar y cuando leía eran los libros que el propio Bruno me pasaba. Él era mi supuesto ejemplo a seguir. Fuimos vecinos de pequeños, después compañeros de piso, y ahora vivimos ventana con ventana.
Por las noches a veces llegaban ruidos apagados del garaje durante el martirio. Se encendía una luz en el segundo piso y al cabo de cinco minutos ya no había ruidos. Bruno quería ser el Ives Montand de la nueva Marilyn Frankenstein. Pretendía que después de las operaciones, y una vez ya fuera del garaje, ella se enamorara de él.
Por aquel entonces, cuando mi madre me llamaba por teléfono una vez a la semana, seguía preguntándome por Bruno, y por qué yo no había querido ser como él.
No sé si no hice nada porque no, o porque Bruno se estaba hundiendo y yo no conocía a esa chica lo suficiente como para querer salvarla. Es fácil contestar Bondad si te preguntan, pero cuando te ves en una situación extrema lo más probable es que quedes paralizado si no te afecta directamente el asunto. Nadie quiere líos, y eso incluye la desgracia del prójimo.
Bruno el ejemplar se estaba llenando de mierda hasta el cuello. Era una sensación emocionante y la situación a la vez era terrible para alguien inocente. Era quizá el motivo directo por el que Marilyn pudo irse al otro barrio por su propio pie. Si lo único que iba a ver todo el mundo en la vida eran Tetas, entonces quizá esforzarse y luchar era inútil sabiendo que algún día todos envejecemos. La muerte es lo de menos, lo jodido para ella debía ser la imposibilidad aparente de ser algo más en su momento que una chica explosiva mandando besos desde el ultimo escalón antes de entrar en un avión, o saliendo de un hotel, o de su casa, o de donde fuera. Todo venía a ser lo mismo, el cambio de impresión ajena no era una posibilidad; llegar tarde a los rodajes y sus constantes contratiempos no parecían ser más que la única forma de reivindicarse y joder a los demás que se le ocurría a cambio de que todos la llamaran entre líneas Puta de Alfombra Roja.
El día en que Gloria quedó “lista”, Bruno quiso que yo estuviera presente. Quiso que viera el resultado de sus horas extras en homenaje a la mujer de los cincuenta. El puñetazo contra la estética de pasarela: la obsesión feroz por el mito de “La tentación vive a arriba” que guardaba la ropa interior en el congelador.
El peor momento de mi vida. Bruno apartó las vendas. Sujetó a la chica intentando enderezarla. Decía que aún estaba algo hinchada. Ella balbuceaba palabras inconexas. Estaba blanca y roja y enferma. No se parecía a Marilyn, ni tan siquiera a esa foto terrible en la que se la veía ya muerta.
Él enseguida vio mi cara de estupefacción. Dejó a Gloria en la cama, de golpe; ella cayó boca abajo y así se quedó. Respiraba y poco más. Bruno se sentó en el suelo y se llevó las manos a la cara.
Comenzó a sollozar.
En el garaje vi que había también un televisor y algunos dvd’s, películas de la Marilyn más brillante. Estábamos rodeados de artilugios quirúrgicos. Yo pensé en todos esos coleccionistas de objetos. En el piano blanco que solía tocar ella, que llevó consigo buena parte de su vida allá donde vivió.
Y ella dijo: “En Hollywood te pueden pagar mil dólares por un beso, pero sólo cincuenta centavos por tu alma”. Y puede que sólo fuera un caso de narcisismo atroz. Pero también puede que no.
Pasarían años antes de que tuviera valor para volver a ver una de esas películas. Años llenos de flashes de Gloria la rellenita, la optimista torturada. Bruno había hecho todo lo que le habían dicho en la vida. Quizá Gloria fue su forma de explotar. Hay quien se caga en dios todos los días y quien se aguanta hasta que un lunes llega al trabajo o el instituto con una ametralladora. Hay quien aguanta siendo el pipiolo y quien se suicida con pastillas, quizá Norma Jean o quizá no. Decían que Kurt Cobain estaba contento con su vida el tiempo antes de llevarse aquella escopeta a la boca. La percepción que tiene la gente de la realidad a menudo no vale una mierda. Eso me consoló mucho tiempo después de aquel día en el que, al cabo de más de media hora de lloros, Bruno dijo entrecortadamente:
– Tengo que matarla, tío.
[Como el mitómano peligroso que soy, en el video he decidido poner esa escena que nunca viene mal ver otra vez, y a la que se alude en el relato. Y para la foto, y para no cambiar ya de tema, ella otra vez, que para eso está google imágenes. Feliz entrada de año.]
Tengo un antojo serio a propósito de cierta chica ascensorista. Mientras hoy me bebía el café de todas las tardes después del trabajo, una familia se ha sentado en la mesa de al lado, y el crío, uno de ellos, no paraba de gritar como un energúmeno. Y en lugar de pensar con regocijo en la posibilidad de ahorcar al infante con mis propias putas manos debido a la migraña creciente… Pues bien, en lugar de eso, pensaba en la chica ascensorista; su olor dentro de la caja de zapatos cara que me lleva al piso cincuenta por la mañana y me baja hasta el suelo por las tardes. Todo mientras contengo el aliento y sólo siento ácido en el estómago. Llueve, llueve y llueve, pero siempre es un día radiante.
Tiene el pelo oscuro por los hombros y dos canicas extraterrestres azules en esas cuencas donde suele haber ojos humanos deprimentes y mundanos. Tiene pecas en la nariz. La poesía se encierra con ella en su habitáculo de cristal y metal, ese transporte engranaje de nuestro sistema para esclavizar a un mundo que ya me importa cero. No pienso en nada; que el ser humano deje de follar, que se mueran los niños hambrientos y paren el calendario, que yo me me bajo. La ascensorista me ha respondido sí. Está bien, ha dicho, un día podemos salir a tomar un café. Aunque no quiere nada serio. Y yo tampoco, he pensado; nunca ha funcionado intentar nada serio; esta vez quiero que con ella la historia dure.
No era metáfora, es cierto que no para de llover estos días. Pero ahora tengo asociada la lluvia a la luz, la noche a la esperanza libre de eslóganes. Ya no veo las corbatas como cárceles para mi imaginación. Ya no necesito la fantasía. Todo fluye en la dirección correcta y románticamente equivocada. Me hundo en ese color rosa de blog adolescente. Soy inocente, una persona carente de talento. Soy feliz y tengo los pulmones apestados. El nervio de la columna vertebral del edificio donde han exprimido mis planes de hacer algo creativo con mi vida, es la respuesta a la depresión baja en calorías del ser humano corriente que soy. Quería tirarme desde el piso setenta algún día, que mis compañeros vieran desde sus despachos una mancha aparatosamente roja abajo en la acera. Esa piloto de rascacielos no sabe que pendo de un hilo. No le convengo, no debería haber quedado conmigo. Corre el peligro de ver algo en mí que le haga darme su número de teléfono. Quizá lo mejor para los dos sería que ese ascensor fallara y se estrellara contra el suelo antes de nuestra cita de cafés para charlar…
Pero la vida sigue… Salimos juntos al día siguiente del crío migraña, por la tarde después del trabajo; he hecho una hora extra para coincidir en la salida con ella; la espero fuera mientras se quita su uniforme. El cielo sigue gris y aunque hoy aún no ha llovido tengo la esperanza de que lo haga en cualquier momento. Desde que el sol se fue hace cinco días me siento mucho mejor; el amor platónico se ha convertido en material de cafetería. Al menos podré hablar con ella, saber si estoy colgado sólo de un ideal, si me interesará algo más allá de sus paredes vaginales. Al fin y al cabo no estoy quedando tanto con ella como con un prejuicio nocturno a rebosar de risas y relatos de Hustler. Es a lo que muchas veces llaman Amor; se trata de coger a una persona que en realidad sólo es humana e intentar convertirla en lo que a ti te gustaría poseer…
Pero no, esta vez no. Esta vez la escucharé, la aceptaré. Seguro que tendrá algo que decir. Si seguimos saliendo no la enterraré en regalos oficiales y chorradas de pareja. Seguro que ella será superficial sólo en parte.
Hago gala de mi feliz falta de imaginación de estos días y me la llevo a la cafetería de siempre. De camino comienza a lloviznar. Ella lleva una falda tipo ejecutiva, medias grises; lleva una camiseta negra pozo sin fondo, un pañuelo violeta al cuello. Y no lleva reloj ni pulseras ni colgantes ni pendientes. Es como si hubiese pasado corriendo por algún jardín privado y hubiera robado esas prendas al azar. Sabe que se ponga lo que se ponga tendrá que aguantar tonterías masculinas de todas formas… Por ahora, yo sólo soy su nuevo lastre.
Cuando nos sentamos y pedimos café solo y cortado, me lanza una mirada que parece tener ensayada, entre amable y cauta. Quizá piensa que soy patético, o quizá le intereso. Quizá sólo me necesita para hoy por falta de planes. O puede que no, puede que sea una romántica. No parece ser la típica chica de costumbres sosas y apología de lo bien visto.
Aunque en el fondo tiene toda la pinta de no llorar desde que murió Kurt Cobain, aun así intenta sonreír, ser amable.
La verdad es que casi nunca pasa nada emocionante de verdad. Y esta tarde no es una excepción. Hemos tomado café y cuando se ha agotado la conversación nos hemos ido a casa, cada uno a la suya. Y ni tan siquiera sé qué impresión se ha llevado de mí. La primera mirada de la tarde ha sido igual que la última, e igual que todas las demás: una proyección de sus rasgos entre alegre y cínica; algo que la deja más cerca del Joker que de las chicas Playboy. No tiene ninguna intención de potenciar su dulzura. Lleva la misma coraza que cualquiera, pero completamente a la vista; y no le preocupa lo que yo pueda contar sobre ella.
Luego pasa una semana entera en blanco. No me atrevo a decirle nada más allá del saludo, y ella se limita a tratarme igual que antes del día en que quedamos. Un rumor corre por la empresa. Si una cosa es cierta, es que el uniforme a veces hace que buena parte del carácter de algunas personas desparezca. Es una típica táctica empresarial; te hacen entender sutilmente que no eres nada, que mañana mismo puedes estar en la calle; sólo sirves para cubrir el cupo durante un tiempo. En la vida real para quien tiene dinero de verdad no vales más que cualquier muerto de hambre lejano enfermo de malaria. Y ese detalle, el del uniforme, fue el que hizo que me equivocara. No sospeché nada al ver cómo iba vestida el día de la cafetería. Ha sido diez días después, con el sol ya radiante y la rutina deprimente golpeándome duro otra vez, cuando he sabido a ciencia cierta que es lesbiana.
Lloro a solas…
Como me dice un compañero – el mismo que me ha puesto en mi sitio -, si Eva la hubiera conocido tiempo antes de liarse con Adán en el jardín del Edén, la historia hubiera sido muy distinta.
Así pasamos el tiempo, especulando sin sentido, riéndonos de lo imposible, distorsionando lo escrito. Y menos mal que nadie sabe que salí con ella. La pregunta, claro está, es por qué ella quiso quedar conmigo. Si la mítica Eva pudo haberse convertido en lesbiana, es porque hay quien asegura que la chica ascensorista ya ha conseguido beneficiarse a un par de compañeras del edificio; tías hetero y casadas y con críos a quienes nunca les han hecho un cunnilingus decente. Y sí, así nos divertimos, pero yo no he podido evitar creerme ese rumor.
Los días siguientes son negros y estúpidos. Ya no cabe ni el amor platónico. Quizá es bisexual, pero por lo que he oído es poco probable. Todo pasa a toda leche. Hay lapsos de tiempo larguísimos sobre los que no hay nada que contar. Todo es igual todo el rato; cada día el mismo largometraje de quince horas en el que todo lo que pasa se resume en una amenaza sobre lo prescindible que soy en la empresa, en el mundo, en la vida…
Harto, como un mes después de saber sus inclinaciones, decido sentarme con ella a comer, sin previo aviso.
Voy a su mesa solitaria de siempre y le pregunto cómo va todo, como si nada. A más años tienes más fácil resulta arrinconar las humillaciones y los despropósitos; la vida es un buen gimnasio abierto las veinticuatro horas para ejercitarse en eso. Cada vez te resulta más fácil aceptar que no eres más que mierda, detritos, grasa que facilita el funcionamiento de la maquinaria que hace posible que otros disfruten de verdad de la vida. Ella lo sabe, yo lo sé; y por eso la conversación arranca con bastante naturalidad. El meollo de la cuestión se puede evitar hasta el momento adecuado; superados los treinta años no es difícil ser falso el rato que haga falta.
– ¿Conoces a P. J. Franklin? – me pregunta, después de haber rajado los dos de todos los compañeros y conocidos comunes.
– Pues no.
– ¿No conoces a P. J. Franklin?
– Bueno… no… ¿es muy famosa?
– Bueno… es actriz.
Al hablar de esa mujer, su gesto cambia por primera vez. Se relaja, se ilumina y caen todas las defensas. Su fortaleza es ahora un paseo de baldosas amarillas hasta la alcoba reluciente de su cerebro. Es el momento de atacar, de ponerla contra las cuerdas, de hacerle daño. Es el momento de ganar.
– La verdad es que quería hablar contigo por otra cosa… – suelto.
– …
– Del otro día, cuando quedamos…
– …
– Bueno, yo creía que…
– Y el caso es que… – me interrumpe -, sólo la he visto en esa serie mala de la tele… Ni sé cómo se llama… La pongo y me quedo absorta mirándola.
No existo. Me dice cuántas cosas querría hacerle a esa mujer. Habla incluso de matarla. La mataría antes de morir sin poder tocarla. Y entonces me coge de un brazo y me dice que Ella va a venir al edificio. Que tengo que ayudarla. Faltan tres días, me dice. Veinte plantas más abajo hay una pequeña productora de cine. P. J. Franklin vendrá a negociar su participación en una película. Lesbiana Hija de Puta lo sabe de algún modo. Debe fisgar e intercambiar favores sexuales a cambio de información. Ahora la veo perfectamente capaz. Me dice que no quiere ir sola a verla, quiere que yo vaya con ella, que me haga pasar por otro fan psicótico. No quiero que me cale enseguida, me dice.
– Seguro que no soy la primera bollera que intenta algo con ella…
¿Calarla enseguida?
– ¿Pero ella es lesbiana? – pregunto.
– Eso es lo de menos.
La vida puede tirarte las esperanzas a la cara en forma de tijeras entre bolleras locas. Ahora soy el mejor amigo de la versión dulce y semi-gótica de Ellen DeGeneres. Al llegar el día del encuentro, ella viene al trabajo con una cámara de fotos y otra de video. Comienza a darme miedo. Aún no la entiendo, no sé por qué quiso salir conmigo, por qué me dijo que no quería nada serio; recuerdo perfectamente sus palabras. Si alguien te dice que no quiere nada serio, quiere decir que cabe la posibilidad de que haya algo serio. Es lo que se hace; la gente se junta y es feliz, y luego se cansan y se separan y juran soltería indefinida. La gente, todos, somos estúpidos sin final feliz. Ni tan siquiera somos originales; damos vueltas y vueltas siempre al mismo circuito mientras presumimos de que en cualquier momento nos saldremos de él.
Con lo cual, si alguien se abre lo suficiente para salir contigo y te dice que no quiere nada serio, pues bien, técnicamente ésa es la primera mentira de vuestra posible relación. Ya que, claro, es demasiado complicado decirle a alguien que te lo vas a pensar; porque quizá aún no le conoces lo suficiente, no sabes de qué va, o puede que tan solo quieras hacer una radiografía completa de su físico y ver si supera tus controles de calidad. Es decir, quien sea siempre quiere algo serio; lo único que no sabe es si lo quiere contigo.
¿Pero ella? ¿Es que sólo quería a un colega al que presentar a la actriz que lleva años soñando con tirarse?… No hay respuestas. Más adelante lo acabo sabiendo porque nada cambia entre nosotros. Lesbiana Hija de Puta tiene la facilidad de desviar la conversación y cambiar de tema de tal forma que tú sólo podrías arrancarle una declaración con gritos y amenazas. La última vez que me pelee fue con once años durante un partido de fútbol en el patio del colegio. Desde entonces ni tan siquiera le he levantado la voz a nadie. Quizá por eso ahora me consumo y obedezco siempre y tengo un trabajo que odio y me enamoro de las lesbianas… Todo el mundo cree que soy adorable.
Sigo siendo una persona estupenda mientras bajo veinte pisos con Lesbiana Hija de Puta, hasta llegar a la planta en la que P. J. Franklin debe negociar su contrato para alguna película de la que nadie se acordará en cuestión de meses.
Son las seis de la tarde. Según LHP, P. J. debe llegar en cualquier momento. Rondamos por los pasillos de Projections Entertaiment. Vemos secretarias arriba y abajo, y LHP me comenta lo buenas que están como si hubiéramos participado en orgías juntos. Me siento incómodo, manipulado, por primera vez creo que sé quien soy, y que no quiero seguir siendo así; LHP ha hecho sin querer de espejo para mí, y he visto mi reflejo auténtico. Soy justo la hormiga obrera que nunca quise ser. Yo de mayor me conformaba con ser raro, sabía que serlo ya me ponía moralmente por encima de muchos. Pero sólo soy paja, más paja con estudios que asiente y queda bien con todo el mundo.
Llega el momento en que se abre el ascensor. La actriz es rubia, y ahora recuerdo haberla visto alguna vez en la tele. Tiene un gesto amable y creo que no es lesbiana… A su lado camina un tipo de unos cincuenta años, dos cabezas más alto que ella, trajeado, con un maletín y una sonrisa blanco nuclear.
LHP se acerca hasta ellos; comienza a hablar en inglés como si llevara toda la vida ensayando el discurso. Yo me quedo a unos metros, no sé ni para qué estoy aquí, no gano nada, no participo, siempre soy el espectador, siempre atento, responsable. Patético.
Hablan durante más de cinco minutos. Tanto ella como el que debe ser su representante, asienten como si LHP fuera importante, como si no fuera una HP… No entiendo lo que dicen, casi apenas lo oigo, a ratos susurran. Y al fin, todos se dirigen hacia mí. Me la presentan en unos cinco segundos;
– Vamos arriba – me dice LHP sonriente -, a la azotea.
En el ascensor, LHP y P.J. se miran todo el rato a los ojos. El representante se afloja la corbata y resopla. Durante treinta segundos discute con su cliente. Ella le replica sin dejar de mirar a LHP a los ojos. Yo sigo siendo el único que no sabe qué narices pasa.
Al llegar arriba, abrimos una puerta metálica y salimos a la gran azotea. Me invade algo de calma al ver que el cielo está nublado y no queda mucho para que anochezca. Hay unos veinticinco grados y es la primera vez que estoy aquí. Estamos al lado de un enorme pararrayos; una estructura metálica que da miedo sobre todo ahora que de lejos se ven relámpagos, atronadores a los pocos segundos.
A unos metros de la puerta hay algo en el suelo. Al llegar veo que es un colchón. De hecho tiene hasta una sábana y una colcha.
– No sabes lo que me costó subirlo hasta aquí – me dice LHP, sonriendo. Lo cual quiere decir que en algún momento ha metido un colchón en el edificio y ha subido hasta aquí y nadie se lo ha impedido.
Y después de decirme eso, ha abrazado a P. J. y ha comenzado a besarla en la boca.
El representante me da un toquecito en el hombro y me dice pasándome una cámara que yo tengo que encargarme de las fotos mientras él graba. LHP y P. J. se echan en la cama y se desvisten la una a la otra. Y el armario empotrado vuelve a hablarme y me dice que si publico las fotos o el video vendrán a por mí, que conoce gente. Gente que conoce a otra gente. Y que si lo hace LHP también pasará algo terrible. Pues muy bien… Ahora ya están las dos desnudas y el tipo graba mirando con su ojo derecho mientras el izquierdo mira al cielo… Pueden pasar desde avionetas hasta helicópteros de tráfico. LHP le pega un grito a Armario Empotrado y le dice que grabe bien, que se acerque, que no se corte. En realidad él sólo ver a su cliente desnuda ha tenido una erección, que obviamente aún sigue. Yo les hago fotos sin moverme del sitio, como si fueran ocas en el zoológico, y también acaban echándome bronca.
Le preguntaría a Armario Empotrado qué es lo que pasa, qué le ha dicho LHP a esa mujer para que ésta ponga en riesgo su carrera y se amorre a esa desconocida en sesenta y nueve de esa forma. Pero creo que él está tan desconcertado como yo. ¿Cómo la ha convencido LHP, cómo hace que todo el mundo baile a su son? ¿Fue cierto lo de sus compañeras hetero? ¿Quién es? ¿Es de una raza superior? ¿Esto es lo que pasa cuando alguien trasciende la monogamia? A la hora de comer, cuando ella se sienta sola en su mesa, ¿somos todos los demás los marginados? Ahora, viéndola comerse literalmente a esa actriz de televisión, creo que sí.
LHP sorbe el coño de P. J. sin parar hasta que ésta grita corriéndose a chorro, con un gemido de sorpresa, y en los zapatos de Armario Empotrado, que se acuclilla con la cara roja como un tomate buscando planos imposibles.
Un trueno suena muy cerca de nosotros y rompe a llover. Y es justo en ese momento cuando decido conservar mi relación de amistad, o lo que sea, con Lesbiana Hija de Puta.
[En el video, trailer de “La cinta blanca”, nueva película del terrible y gran Michael Haneke, que esta vez, dicen, nos cuenta los orígenes del nazismo. Casi na… Y en la foto, P.J. Franklin, la chica del relato y protagonista de la serie “Mis chicos y yo”, bastante mediocre si no fuera por su tierna presencia; y la cual, que yo sepa, no es ninguna bisexual impulsiva devoradora de seres humanos…]
Es sábado, la familia Love monta una barbacoa en el jardín. El césped está bien recortado; hay mucha comida para la ocasión, bebida de sobras, y todos los vecinos de confianza están invitados. El pequeño de los Love duerme aún profundamente cuando mamá Love entra en su cuarto y abre la ventana;
– Arriba… – le dice, de un modo muy seco.
London Love, de once años, hace un ruido de protesta. Son las doce del mediodía y su madre sabe que pronto comenzarán a llegar los invitados para la comida, programada a las dos. Mamá Love sale de la habitación del pequeño y baja a la cocina para trocear lo que deberán parecer mil fracciones apetitosas para picar. Fuera, papá Love coloca mesas y sillas; sonríe con su característico gesto enjuto y se limpia el sudor de la frente con el antebrazo arremangado. Ha juntado siete mesas y más de veinte sillas de todos los tipos. El cielo azul brilla y nada va a salir mal. No hay nubes a lo lejos y la temperatura es soportable. Se diría que el aire que corre es puro.
La familia Love siempre ve prosperidad material por doquier cuando mira hacia el horizonte. En todas direcciones todo va bien mientras Mamá Love corta queso en dados planteándose seriamente el contratar a una chica para resolver el tema de las tareas domésticas. Ningún niño sufre en el mundo mientras London se viste en su cuarto con la ropa que le ha dejado mamá encima de la cama. El sol entra furioso por la ventana; y el propio London se queda extrañamente perplejo mientras observa ya vestido a su padre sentado ahí abajo en una de las sillas y fumando un puro. No hay barreras económicas para nadie mientras papá Love aspira fuertemente el humo y sus pulmones se apestan de placer. Sólo queda esperar a que vengan los chicos y comenzar a echar los kilos y kilos de carne en la barbacoa de obra.
Mamá Love sabe que el jardín se llenará de niños una vez hayan venido todos los vecinos, y corta casi sin prestar atención un centenar de sandwiches en triángulos. London baja las escaleras hasta el salón y pone la pantalla de plasma. Decide que no hay nada interesante en los canales de dibujos. Se sienta en el sillón y se queda un minuto atónito viendo un programa de testimonios. Alguien llora desconsolada y balbuceando y la presentadora se despide hasta el lunes; luego el público aplaude, aparecen los créditos y London sale al jardín sin apagar la tele.
Minutos después ayuda a su padre con la leña de la barbacoa, mientras se oyen voces histéricas desde el salón anuncio tras anuncio. A éstas se le une el ruido de un motor. Un coche intenta aparcar tras la valla del jardín. Alguien apaga la tele.
Son los vecinos de enfrente; él es médico ortopeda, y ella una ama de casa del tipo suicida. Cuentan que de pequeña hizo una ouija con unas amigas y que sus amigas están muertas y que ella oye voces. Dicen que una maldición la persigue y que morirá de forma trágica igual que las demás. Tiene treinta y ocho años. Todos saben todo lo importante. Alicia murió en un accidente de coche; Muriel ahogada; Marta de un infarto durante un coito (30 años). Judith se ahorcó ella misma. Y ya sólo queda una maldita, que ahora entra en el jardín de los Love.
Ha sido salvada en dos ocasiones por su marido, sacada de una bañera llena de agua roja, e interceptada por la policía cuando se disponía a estrellar el coche contra algún lugar útil para morir.
A la práctica, es la vecina con más jugo de todas.
Papá y Mamá la besan como si nada para darle la bienvenida, y al unísono piensan en todos los cuchillos de cocina y las posibles cuerdas y vigas… Una cosa es hablar sobre los demás, y otra muy distinta ser parte de la anécdota. Los Love saben que las sonrisas maliciosas desgastan incluso a distancia. Ojos que no ven, corazón que sospecha.
Poco a poco van llegando todos. Hay una montaña de carne cruda sobre una madera en la repisa de la barbacoa. Pronto comienzan a sucederse las conversaciones cruzadas; aunque Ortopeda y Suicida tienen la suya forzadamente propia e intransferible. London juega con su consola portátil sentado en una de las sillas. Hay nueve críos más, pero todos son más pequeños que él. Demasiado pequeños.
Justo arriba, a la vista, a unos diez kilómetros de altura, pasa el vuelo transatlántico de un avión comercial en cuya primera clase viajan Edna y Adán, lo que es, la hermana de mamá Love y su correspondiente marido. Una azafata les ofrece una coca-cola reducida, y la rechazan mientras diez mil metros abajo en el suelo y sin ellos saberlo, Papá Love echa el primer filete en la barbacoa.
El sol sigue encendido, insistente e incesante, cruel, magnifico, la clase de sol que te aumenta la migraña y provoca cáncer de piel. Precioso como la buena poesía o el vello púbico de la chica que te gusta.
Mamá Love acaba de sacar los últimos platos para picar; oye un susurro sesgado y mira hacia el cielo. Ve el avión, y se imagina lo gracioso e interesante que sería que ahora de golpe ardiera, explotara; con las miradas al cielo y la chatarra descendiendo a lo lejos, con el subsiguiente zapping acompañada de todos los vecinos buscando la noticia en la tele. El pensamiento le dibuja una sonrisa tenue en la cara. Papá Love la mira en ese mismo instante, pasa por su lado y la besa en el cuello de camino a la cocina a por más carne.
Los invitados se sientan y se levantan constantemente yendo y viniendo con sus platos de la barbacoa de obra. Papá Love y su mejor amigo de toda la vida, ahora vecino con casa a unos cien metros de distancia al otro lado de la calle, no se separan del proceso de elaboración con la leña y el humo. Tres niños lloran; mamá Love siente de repente una ganas terribles de hacerlo igual que ellos, mientras escucha uno de los típicos soliloquios de Ofelia, la mujer del mejor amigo de toda la vida de papá Love.
El avión ya casi no se ve. Son las dos y media de la tarde.
London mordisquea un trozo de tocino, sin demasiada hambre. Por la mañana ha saqueado unas cuantas magdalenas de ese rincón donde las sigue escondiendo su madre aun a sabiendas de que él ya las ha descubierto; como si el solo hecho de dejarle claras sus ordenes de que no puede comerlas a todas horas fuera suficiente.
Alguien dice que todo está buenísimo. Mamá Love aprovecha para preguntar. Todos asienten con los carrillos llenos como bocas de grotescos hamsters, piensa ella: bocas que forman parte de seres vivos demasiado inteligentes para permitirse la vida de ostentaciones que se permiten. Parpadea, parpadea, parpadea, se muerde el labio inferior. Y luego tiene que levantarse de golpe de la mesa y disculparse.
Sube al segundo piso y se sienta en la cama del dormitorio que comparte con papá Love, al que oye subir pocos segundos después. Intenta respirar y contener los lloros. No sabe bien por qué entristece así a veces, por qué lo hace cada vez más a menudo; y papá Love, que llega y se sienta a su lado en la cama y le acaricia el pelo, mucho menos. Oficialmente ninguno de los dos piensa; tienen un crío dependiente abajo en el jardín.
– No te preocupes. Ahora bajo – dice ella.
Papá se levanta y le da un beso en la frente. Hablar sería demasiado.
Ella vuelve con los demás al cabo de unos cinco minutos. Procura mostrar una sonrisa tranquilizadora. La carne se está acabando. London ha vuelto a coger la consola después de dejar a medias su inicial trozo de tocino. Suicida, la mujer de Ortopeda, ha tenido que entrar al lavabo a vomitar mientras Mamá Love lloraba. Y ahora sale, con unas ojeras húmedas y el cabello más cercano a su frente mojado de sudor. Se sienta en su silla y Ortopeda da una explicación sobre la fragilidad del estómago de su esposa que nadie se cree. No ha sido su estómago. Ha sido por la ouija, el demonio, la maldición, la mala vida; ha sido porque de niña provocó a Dios. Ha tenido que ser algo emocionante que poder contar en próximos encuentros sin Suicida sentada a la misma mesa.
La tarde se pone de amarillo chillón, color piel pelada, todo parece un plátano radioactivo. El ambiente se ha tranquilizado. Alguien ha preparado café. London sigue pegado a su consola. Suicida sigue en su estado de shock perpetuo. Mamá Love respira más sosegada. Y papá Love aún está acabando de comer con su amigo de toda la vida después de haber estado como una hora repartiendo carne y administrando el día.
Más tarde las mujeres se mueven y la mesas se llenan de copas de pacharán; alguien saca una caja de puros. Los niños que ya pueden correr lo hacen de un lado a otro sin molestar en exceso. Uno de los tres bebés que hay no ha dejado de llorar desde que llegó; su padre no ha dejado de contar chistes; y su madre ahora dice que es muy útil utilizar limón para limpiar las manchas de salsa de albaricoque. Tiene al crío en brazos, y cuando parece que se va a calmar, estalla otra vez el drama.
London se ha sentado en el césped y bizquea mordiéndose el labio inferior, inmerso en su videojuego. Nada importa, piensa mamá Love mirándolo. No tiene ni doce años y ya está cabreado con todo el mundo. Todo sigue girando y nadie tiene la culpa de nada.
El volumen del mundo real disminuye y mamá Love recuerda cómo conoció a su marido. Retrocede al Londres de principios de los noventa. Recuerda su paseo por Notting Hill, un sueño físico con sus amigas de la universidad. Allí tuvo su primer contacto con papá Love, aquel chico sin barriga y con ideas en la cabeza que aún creía en algo a medio camino entre el dinero y Dios. Él también iba con amigos; se acercó a ella echándole morro, hablaron unos cinco minutos haciendo esperar a todo el mundo, y descubrieron que vivían cerca en la vida real.
Así, intercambiaron los números de sus teléfonos fijos y se volvieron a ver al cabo de dos semanas: él recién salido del trabajo y ella de la universidad. Y entonces fue cuando, y ahora mamá Love lo sabe, todo empezó a bajar de intensidad; una vez fuera de Londres él no resultaba tan fascinante. Y aunque por aquel entonces se dio cuenta, no quiso materializar su sospecha. Miró hacia delante, siguió el consejo común predominante de lucha y poderío siempre. Y dos años más tarde nació un crío al que ella se empecinó en llamar London… Lo cual era estrambótico y anglosajón, pero también lo suficientemente misterioso. London Love. El nombre de la ciudad donde se quedó el tío de quien se enamoró, y el apellido de su abuelo americano.
A eso de las seis de la tarde los invitados se comienzan a ir. El jardín se queda en silencio en una media hora. London sigue postrado con las piernas cruzadas en el césped, la consola, la mirada perdida, la depresión infantil… Pronto comienza a anochecer y el plátano radioactivo se convierte en naranja de huerta. Todo el cielo coge la típica variedad cromática de cuando comienza a refrescar de verdad en una época en la que ya debería hacer más frío todo el día. Mamá Love recoge platos y servilletas y vasos. Llena tres bolsas de basura y sale a tirarlas al container. Papá Love recoge mesas y sillas y deja el jardín tal cual estaba esta mañana antes de que todo comenzara, el avión despegara, su mujer llorara y Suicida vomitara.
Al llegar la noche, London se encierra en su habitación del modo habitual para seguir jugando a la consola, esta vez en su televisor recalentado y preadolescente; el aparato de quien no quiere saber nada de tiempos peores o el futuro.
Los Love deciden ir a dormir temprano. Arropados, papá Love hace ademán de meter la mano entre las piernas de su mujer, pero sólo obtiene un sutil rechazo. Mamá Love se encoge en su lado de la cama, le da por pensar en todo el trabajo del día, en todos los tacos de queso y el fuet y los formalismos, en los niños y los videojuegos y su hijo. En su marido gordo con el menor atractivo posible, y acomodado en el peor de los sentidos. Se pregunta si querrá volver a tener sexo con él después de su seria crisis de hoy. Ha llorado menos que nunca, pero ha pensado quizá por primera vez desde Londres. Y se pregunta por qué. El aleteo de un mariposa quizá puede provocar un huracán en el otro extremo del mundo. Pero también puede que no, y es posible que eso sea lo de menos. Si lo natural y lo sobrenatural conviven aquí y ahora, puede que ese caos sea el que explica ciertas actitudes.
Abruptamente los pensamientos se ven interrumpidos, papá Love ya ha comenzado a roncar. Un cuarto de hora después ella también cae rendida, y la última imagen que ve es la de ese avión comercial de a mediodía. Necesita novedades, piensa. Cambios. Quizá algún día el avión explote de verdad, y por fin ella pueda decir que una vez vio algo asombroso y terrible.
[Un día un señor se enfada y graba este video de arriba. Demoledor… Podría decir que tiene más razón que un santo, pero igual no le iba a hacer puta gracia… Y en la foto… hace tiempo que no sacaba ninguna de alguna musa proyeccionera, y he encontrado una muy curiosa de Elisha Cuthbert. Impagable el gesto de ella en plan «ya estamos… otro idiota», y el reflejo de un tipo en sus gafas (ampliar para ver en detalle) que para nada tiene pinta por la situación de ser un fotógrafo profesional…]
Ella era distinta a mí, unos quinientos mil euros más al mes. Yo pensaba que detalles como sus triunfos en la vida no me afectarían en absoluto. Que fuera más ambiciosa, sus cuatro coches, su casa con piscina, pista de tenis y gimnasio, y que encima esos lujos no fueran producto de unos padres millonarios… todo eso no tenía por qué hacer que mi polla colgara muerta en mis calzoncillos mileuristas. Pero a ratos me sentía como un pelele, un capricho más de la chica triunfadora: una empresaria que encima también era escultural, leída, tenía sentido del humor, de la crueldad bien entendida, y hasta del gusto.
Los restaurantes de la ciudad se estaban acabando para nosotros. Una vez fuimos a uno en el que la botella de vino ya costaba el doble de mi sueldo. Mi cartera con ella era siempre el último puto trozo de cuero sobre la faz de la Tierra.
Y llegaba la noche y para más inri se disfrazaba; utilizaba porno, correas, velas encendidas, lubricante… Casi siempre sabía pegar en el momento adecuado, chupar, morder… Todo con la intensidad justa.
Tenía tres ONG’s en marcha. La mitad de sus ganancias (sí, el cincuenta por ciento) se iban al estómago de los más necesitados; financió tres escuelas en Sierra Leona con sus respectivas bibliotecas, laboratorios y hasta puñeteros neumáticos para que jugaran los niños. Era la versión siglo XXI, multiorgásmica, joven y con el felpudo recortado de la madre Teresa de Calcuta. Y encima me quería.
Mi capacidad de superación individual y mi ego se iban poco a poco con cada comida que me pagaba, con cada orgasmo, beso, encuentro en el aeropuerto y navidad que pasaba. No había quien aguantara tal desequilibrio de poder. No supe sentirme bien con ella desde el principio, y cuanto más apego sentía por mí, más inútil me veía a mí mismo. Yo era un puto fracasado entre sus piernas depiladas a láser; tenía pesadillas despierto con la posibilidad de que agujereara los condones y yo tuviera que responder preguntas a nuestro hijo al cabo de cinco años.
Fantaseaba con la idea de que en realidad fuera una mafiosa, de que todo su dinero estuviera manchado de sangre, de que engañara a hacienda, sus tetas fueran falsas y su pelo rubio, teñido. Una vez tuve un sueño en el que la policía nos despertaba de madrugada echando la puerta abajo y se la llevaban esposada. Sonreía dormido, eso me dijo.
Nunca la he visto llorar, desfallecer, levantarse con el pie izquierdo. Nunca se enfada durante las múltiples conversaciones telefónicas diarias (un día las conté, más de cincuenta). Llevaba sus negocios tomando el sol en el césped al lado de la piscina, paseando conmigo por cualquier país, o durante cualquier rutina repetitiva. Duramos cuatro años de horizontes económicos sin fondo. Ella representaba mi existencia desperdiciada. Mis principios se convirtieron en una amalgama de hipocresías, dudas y sospechas.
Después de nuestro tercer aniversario, celebrado con una cena de trescientos euros por cabeza, comencé a resbalar definitivamente por un pasillo estrecho de vergüenza de clase media-baja. A aquellas alturas aún no conocía a sus padres. Éstos viajaban mucho y casi nunca llamaban por teléfono. Estaban jubilados y parecían haber estado postergando el encuentro con el novio pobre de la niña. Podía entenderles.
A pesar de ese distanciamiento progenitores-hija, no había ningún tipo de conflicto serio. O eso pude observar el día que me tocó conocer a esos nuevos ricos, padres orgullosos y desarraigados de la vida real. Incluso habiendo sido obreros buena parte de su vida, me dijeron sólo con gestos y ademanes descarados que no entendían qué cojones habría visto semejante amazona multimillonaria en un desgraciado sin metas como yo. Aunque obviamente en voz alta todo fueron cortesías y educación de frase hecha…
Después de aquella comida familiar no volví a ver a nadie más de su familia. Caí en un estado de hastío anímico; cruzaba los pasos de cebra a cámara lenta, estaba ido, me multaron un par de veces por no respetar la velocidad mínima en la autopista de camino al trabajo, y mi rendimiento laboral se fue al garete.
Pasaron dos meses de trifulcas hasta que me despidieron. Era deprimente, todo, estar despierto, existir. Toda una vida enfocada hacia la seguridad, dejando de lado todas mis pasiones, las carreras que quisiera haber estudiado, los dibujos… quería hacer cómics; ahora suena raro. No se me daba mal. En el cuarto de estar enorme de nuestra casa había colgadas dos caricaturas enmarcadas de la protagonista de todo esto, que por otro lado, dicho sea de paso, nunca fue mi mujer.
No quiso casarse conmigo. Eso en parte me aliviaba. Tenía un lado liberal desconcertante que combinaba con su rectitud como empresaria. No encajaba con el perfil de mujer “moderna”, decidida e histéricamente feminista con un palo metido por el culo que está tan en boga, pero tampoco era del todo conservadora. Conseguía lo que quería, siempre, y cualquier persona caía rendida sí o sí ante sus inapelables argumentos. Obviamente nunca la vi enferma, y tampoco se planteó en voz alta la posibilidad de tener hijos.
Ella se elevaba por encima de todos con una fina capa de maquillaje dando limosna a los mendigos, ayudando a los ancianos a cruzar la calle (esto me sacaba especialmente de quicio), y siempre con la respuesta correcta en los labios. Era transparente como el rostro de quien siente odio, y tierna como la Shirley MacLaine de “El apartamento”. Era cinéfila, melómana, se lo leía todo, siempre pedía sacarina con el café. Y por otro lado, fumaba, le gustaba la ya mencionada vertiente más light del sado, y a veces se emborrachaba y me exigía sexo anal.
Y la cuestión es: ¿Cuál era mi papel? ¿Debía buscar otro trabajo como informático? (sí, informática…) A ella no parecía importarle el hecho de que vagara por casa en batín estando en paro. “Si lo que querías era dibujar, dibuja”. Eso me decía.
Y cuando ese cuarto año de relación estaba llegando a su segunda época de frío, durante la eterna víspera de navidad, todo comenzó a suceder.
Un día paseamos por un parque. Hay un niño, un crío de no más de siete años. Está en silla de ruedas. Ella se detiene ante él, se queda mirándolo. Los padres, sentados en un banco al lado de su hijo, comienzan a alertarse. Ella se acerca a él. Pregunta a los padres qué le pasó, cómo se llama. Un accidente de coche. David.
Mi novia perfecta posa las manos en las piernas lisiadas y cierra los ojos un minuto. Luego los abre, y susurra:
– Mañana cuando despiertes en tu cama, te acordarás de mí, David.
Y nos fuimos (más bien se fue y yo la seguí, como siempre…). Ni siquiera se despidió. Sólo sonrío con dulzura natural al crío y a sus padres, y se encendió un cigarrillo.
Se está volviendo tarumba, pensé. Eso me hizo sentir un ramalazo de optimismo. A la larga podía convertirse en una excusa para volver a mi vida de clase media, podía ser mi oportunidad de buscar una novia más adecuada, más corriente, menos guapa. Más tonta que yo.
A más frío hacía, más rara se fue poniendo mi vida: la vida. Tres de diciembre. Salimos a nuestro paseo rutinario de por las tardes. Un coche se salta un paso de cebra y atropella a un chico de unos veinte años que rebota como un muñeco contra el parabrisas. Se oyen gritos, algunos curiosos sacan sus móviles, fotografían, graban, llaman… La gente se amontona intentando ver algo dramático y terrible, buscando algo para contar en nochevieja… Y cuando el cuerpo del chaval ya está rodeado de personas, mi cada vez más silenciosa y pensativa novia de lujo se mete entre todo el bullicio. Me dice: Espera aquí, ahora vuelvo…
Pasan como tres minutos y de repente todo el mundo comienza a aplaudir. Ella sale del gentío, sonríe, una señora mayor está llorando e intenta besarle la mano. Los otros la ovacionan o la miran estupefactos. Y acto seguido veo cómo el cuerpo del chico está de pie y todos le dan palmaditas en la espalda. Faltaban veintidós días para navidad, aunque luego supe que eso en realidad era un dato irrelevante.
Veinte de diciembre. Pasamos por delante de un hospital y ella entra sin más, sin darme explicaciones. La sigo, no digo nada. Llevo en una nube de incredulidad desde el accidente del día tres. En los periódicos trataron el suceso como cualquier otra noticia carente de ampulosidad; un atropello más en el centro de la ciudad. Nadie con credibilidad en ningún sitio pronuncia o escribe las palabras Milagro o Sanación.
Ya dentro del hospital vamos pasillo por pasillo y planta por planta. Ella se limita a entrar en las habitaciones, y al cabo de poco sale y le dice a alguna enfermera: “El chico ya ha despertado” o “Deberíais quitarle el yeso” o incluso una de las veces: “La mujer de la veintidós no estaba muerta”. Para acabar con la pregunta: “¿Alguien me puede decir dónde tienen aquí la morgue?”. Y después va y me suelta en voz baja:
-Eso será más complicado, esperame en la calle.
Dos días después las portadas de los periódicos parecen la versión multivitaminada del día de los inocentes. La mayoría de gente no se quiere creer nada. Otros, supongo, no tienen más remedio después de haber visto sus huesos soldarse de repente o a su abuelo vivo muerto hacía escasas horas. Muchos me hacen preguntas y no sé qué contestarles. La mayoría sospechan, susurran, sonríen negando con la cabeza; no pueden aceptar ver todos sus principios cayendo como fichas de dominó. Algo extraordinario estaba emergiendo en el mundo, y yo llevaba cuatro años follándomelo.
El día veinticuatro de diciembre a las nueve de la noche se celebra una rueda de prensa. Mi novia tiene que dar explicaciones a todos, al mundo. Ella decide el lugar. Una especie de salón de baile, abandonado, enorme. Diez horas antes los alrededores están llenos de periodistas. Todos saben que algo sucede; seguro, piensan, es una farsa, publicidad para una película, un anuncio viral épico. Pero sea lo que sea interesa, y los medios de comunicación, las venas eléctricas del mundo, como buenos carroñeros, no pueden perderse el acontecimiento. El programa incluye un comunicado y una cena de la chica misteriosa con algunos de sus amigos más íntimos, a los que yo no conocía…
La noche anterior, en nuestro dormitorio, mientras se quita las medias de rejilla y guarda en su maletín sus artilugios sado, me dice que obviamente estoy invitado, que no debo perdérmelo. Que aún no puede hablarme de lo que está pasando. Necesita contárselo a todos antes para después explicarme a mí la versión no oficial.
– No quiere decir que lo que les cuente a los periodistas vaya a ser mentira, pero tú tienes un papel importante en todo esto, y debo contártelo de otra forma… ¿Lo entiendes, cariño?
No. Pero no dije nada. Asentí. Llevaba mucho tiempo sin hablar con ella, a no ser para cosas como que me pasara la sal o que no me pegara tan fuerte por las noches. Mi rutina ya se había difuminado completamente. No tenía trabajo ni perspectivas personales, estaba deprimido y agobiado, y mi novia iba por ahí soldando huesos y curando enfermedades terminales con la misma facilidad que hacía que yo me corriera. Llegados a ese punto yo era un montón de moléculas en paro, y ella… bueno, básicamente era la respuesta a todas las preguntas. Era un Dogma en sí misma.
El día veinticuatro desperté y la estrella del momento no estaba en casa. Dejó una escueta nota en la que decía que tenía cosas que hacer, que nos veríamos por la noche. Yo era uno de los invitados de honor a esa cena rodeada de periodistas. Yo sería el paria, Jack cenando con la alta sociedad en el Titanic, pero sin el encanto de Leonardo Di Caprio. Me sentía estúpido. Algo iba a ponerse patas arriba a nivel global, y yo no tenía nada que aportar. Sólo miedo.
Había dormido fatal. No podía salir a la calle si no quería que la gente me parara o me intentara besar o pegar. De repente era famoso por ser el novio de la chica farsante, esa gilipollas que quería ser el centro de atención. Nadie sabía muy bien qué estaba pasando, yo tampoco. Pero estaban seguros de que sólo era una treta para que alguien que ya era rico ganara aún más pasta. Lo que tenía que pasar sólo era publicidad; casi todos estaban convencidos. La mayoría de las cosas que te sorprendían en la vida sólo sucedían porque alguien quería tu dinero. Todo se movía por interés de tal manera que el escepticismo era la mejor droga, y todo el mundo venía chutado de casa con las venas a reventar de madrugones, hipotecas, facturas y putadas de toda índole en el horizonte. De algún modo, lo que iba a intentar hacer mi novia era leerles un poema demasiado profundo a unos perros de presa. Yo ya no sabía qué pensar, mis ojos habían visto, pero mi cerebro parecía estar filtrando la información para que no me diera un infarto.
Me quedé las horas antes de la vergüenza en mi lujosa mansión moderna y regalada (en lo que a mí respectaba), deambulando de un lado a otro, apagando y encendiendo la pantalla de plasma. En la tele había tertulias absurdas sobre lo que podría pasar por la noche. Nadie decía nada coherente, y en ese momento eso era lo más coherente.
A eso de las seis de la tarde me venció el sueño; me quedé grogui en el sillón enorme de x plazas que teníamos en el salón. No había dormido más de cuatro horas por la noche. Me sentía como cuando llevas esperando durante mucho tiempo que llegue cierto día fatídico, y las horas antes sientes una extraña calma, como si hubieses agotado la angustia y te invadiera una especie de falso sosiego.
Así que dormí plácidamente. Y luego, cuando desperté, me di cuenta de que iba a llegar tarde al salón de baile.
Me vestí a toda prisa. Estando ya en el coche mi móvil comenzó a sonar; su voz en mi cabeza:
– ¿Estás de camino?
– Sí, es que me he…
– No te preocupes. Ya estamos todos aquí. Te esperamos.
Y colgó sin más. Se oía bullicio de fondo. Comencé a ponerme realmente nervioso. Me salté un par de semáforos. Al llegar al lugar vi cómo en la calle había una riada de fotógrafos y cámaras y reporteros. Tuve un mal augurio cuando vi que me miraban, hasta parecían reconocer el coche. Mi coche mileurista.
Todos me pusieron los micrófonos en las narices, me hicieron preguntas absurdas, creían que yo sabía lo que pasaba, qué iba a pasar. Una reportera daba por hecho que yo tenía poderes. Una anciana se me acercó, empujando la silla de ruedas de su marido, suplicante. Y yo sólo pude hacer mutis y pasar de todo el mundo. Pasé de largo con mis tejanos baratos y mi camisa, con mi barba de cuatro días.
Entré en el salón y comencé a recibir flashes en la cara. Crucé entre la gente a duras penas. La ropa no me llegaba al cuerpo.
Me quedé atónito cuando vi lo que había justo en medio de la pista de baile. Una mesa de madera alargada literalmente rodeada de curiosos y periodistas. Ella estaba en el centro de todo. Pude contar a once invitados a la cena además de a mi novia. Todos sentados en el mismo lado, con sus platos y sus cubiertos. Todos mirando hacía mí. Y cualquiera que tenga la más mínima curiosidad en esta vida conoce cierto cuadro de Da Vinci.
Había un asiento vacío; las sillas eran de madera acolchada, con el respaldo alto, superando las cabezas de aquellas once extrañas personas. Realmente estaban esperándome; todo el circo pendiente de mí. El decimosegundo apóstol.
Fui a sentarme en mi sitio, colocado en un extremo; iba casi mirando al suelo. Se me puso la piel de gallina cuando, entre los otros compañeros de mesa, reconocí al tío al que atropelló aquel coche, a dos enfermeras del hospital del milagro múltiple, y a mis supuestos suegros. Ni tan siquiera intenté darle sentido al asunto, sólo me quedé paralizado. La mesa, en su centro, estaba llena de micrófonos, todos apuntando a la nueva Mesías. Ella tenía un papel delante, alguna especie de guión. Todos estaban esperando respuestas; todos mis compañeros de mesa ya las sabían.
La Mesías levantó su mano derecha, y sin decir nada, se hizo el silencio. El soliloquio comenzó.
– Hola a todos… Siento el retraso, pero no podíamos empezar sin el protagonista de este encuentro… Porque la protagonista no soy yo. Sólo soy una pieza más aquí, una chica con la cabeza llena de pájaros que un día decidió que quizá se pueden cambiar las cosas…
Carraspeo. Silencio.
– Claro que… para que algo cambie, para que la gente despierte, por decirlo así, necesitamos mártires. Necesitamos personas que sean capaces de decir una verdad absoluta ante todos justo antes de pegarse un tiro en la boca.
La sala se llenó de murmullos. Ella volvió a levantar la mano y todo se quedó quieto otra vez.
– El chico que ha llegado tarde es mi novio… Era mi novio. O mejor dicho… él creía que era mi novio.
Se oyen algunos comentarios en voz alta. Yo me encogía en mi silla y rezaba para que todo acabase pronto, quería salir de allí y hacerme cirugía en la cara, irme a otro país… El Dios renacido continuó hablando con el tono de una ministra de economía. De repente no era dulce ni encantadora;
– Él ahora debe sentirse humillado… Pero lo que no sabe es que todos los que estáis aquí, con toda seguridad, sois igual que él… Las personas que veis a mi lado fueron en el pasado víctimas entre comillas como él. Yo también lo fui… Pero esta vez necesitábamos trascender, gritarle al mundo que estamos aquí, que existe una sociedad que va a dedicar sus esfuerzos a mejorar el mundo, en lugar de pasarse el día mirándose al ombligo… Queremos practicar el terrorismo inverso, como nos gusta llamarlo. Hemos funcionado de forma clandestina. Hemos contratado actores, especialistas, psicólogos, científicos. Somos de todas las clases y tenemos trabajos de todas las clases… Pero hemos decidido dedicar nuestro tiempo libre a esto. Y esto, todo, es un espectáculo, una farsa si queréis llamarlo así. Pero estamos seguros de que va a ser lo más auténtico que vais a ver en vuestra vida.
El murmullo se hace ya imposible de frenar. Algunas personas se van, pero la mayoría quiere saber cómo sigue la película.
– Cariño – me dice, mirándome; los flashes lo iluminan todo -, ahora te quiero porque te conozco. Tengo sentido de la empatía, emociones… Y sé que te he utilizado.
Y entonces vuelve a mirar al frente.
– Pero no ha servido de nada. He sido cariñosa, atenta, le he dado todo lo que me ha pedido, he sido su puta y su sirvienta. Me ha visto fundar y administrar ONG’s, dejar monedas en las bandejas de los sin techo. Ha tenido cuatro años a su lado a una persona que ha movido cantidades inmensas de dinero para ayudar a los demás. Y en la última fase de este experimento, hasta ha creído, como algunos de ustedes, que podía sanar a la gente con mis manos… Y no he obtenido la más mínima reacción por su parte… jamás ha querido imitarme, ayudarme, volverse mejor. Nunca ha venido conmigo en mis viajes, no ha querido saber nada de nadie siempre y cuando yo volviera a casa y le diera lo que él únicamente buscaba: Comodidad personal e intransferible. He aquí, señores, el reflejo de todos ustedes, la representación básica del ser humano corriente: un parásito automasturbatorio.
No sé qué cara debí poner. Las cámaras apuntaban todas hacia mí, como en un fusilamiento mediático a alguien que ya era un cadáver emocional. Mi defecto era que simplemente era normal, la representación idónea de lo que la gente considera normal. Me sentía como si estuviera pagando todos los platos rotos de los últimos veinte siglos. Y el discurso aún no había acabado;
– Tenemos, pues, después de cincuenta años de mártires analizados, un modelo de conducta que eliminar… Y sé que todo esto les parecerá absurdo. Mañana se llenarán la boca de palabras como Anarquía o Reduccionismo. Seguro que evitarán pensar de verdad, que esto sólo les habrá parecido un show o la performance elaborada de la promoción de una próxima película. Pero no lo es. Todos ustedes viven en este mundo. Les van a querer seguir engañando, adoctrinando, llenando de etiquetas. Todos son esclavos contentos de serlo. La peor cárcel que existe es la educación malentendida. Una educación aceptada por la que nadie quiere convertirse en conejillo de indias para mirar por algo más que no sea él mismo…
La mitad del la sala a esas alturas se había vaciado ya. Yo lo agradecí. La atención mediática al día siguiente fue menor de la que esperaba; brutal en cualquier caso, pero menor. Parte de mi vida había sido una comedia imitación de la vida de cualquier otro. Lloré durante varios días entre los brazos de ella. Al final fue verdad que me quería. Y continuó haciéndolo una vez consiguió que la perdonara definitivamente.
Hice las maletas al día siguiente, en navidad. Sí, ellos me acogieron;
– Así pues, seguiremos en el ajo. Ahora saben que existimos. Supongo que todo esto les habrá sonado demasiado romántico… No interpreten lo que les voy a decir como una amenaza, pero tengan cuidado con la próxima novia que se echen, con los contactos en las redes sociales, con sus suegros, sus parientes o los planes de futuro. Sus vidas podrían ser igual de falsas que hasta ahora, pero útiles para nosotros. Nos gustaría pensar que a partir de esta noche jamás volverán a dormir tranquilos… Soy optimista. En el fondo aún no saben de qué va todo esto. Somos ya demasiados para que nuestros planes caigan en saco roto. El hecho de estar vivo pronto va a significar algo completamente distinto… En todo caso, lo siento, Dios no existe. Gracias por haber venido. Gracias por escucharme.
[Es el décimo aniversario de “El club de la lucha”, película que me dejó con el culo torcido a los diecisiete años, y se pegó un batacazo en taquilla; cosa comprensible sabiendo los gustos (el mal gusto) del gran público, aunque incomprensible teniendo en cuenta sus videos de promoción (uno de ellos arriba). Esta película me marcó por su descaro, aún hoy me parece increíble que alguien se atreviera producirla en Hollywood; hoy por hoy parece una utopía. Cuando la volví a ver me fascinó. Me abrió la mente hacia muchos otros directores de cine y escritores. Al margen del culto creado alrededor de ella (vende dvd’s a espuertas) muchos la odian, otros dicen que es simplista, autoparódica, hipócrita… Pero lo cierto es que cabreó a muchos, y que eso suele pasar cuando alguien dice algo de verdad. Fincher hizo después otra joya como «Zodiac» (¿su mejor película?). Su última Benjamin Button me supo a poco teniendo en cuenta la filmografía que atesora este hombre. Y ahora parece que quiere hacer una película sobre los orígenes de Facebook. En cualquier caso, aquí queda mi Cumpleaños feliz para la obra de Palahniuk y Fincher.]