Hace dos días nos dijeron que siguiéramos la vía. Nos lo dijo alguien que lo siguiente que iba a hacer era morirse. Así que eso hacemos, seguimos los raíles abandonados durante nuestro ya décimo día gris seguido. En realidad solo somos dos por aquí; delante de mí camina muy segura Nefertiti: así dice que se llama. Es mentira, pero dadas las circunstancias bien puede uno aprovechar para cambiarse el nombre.
N. debe tener unos veinticinco años; es como hubiera sido la estrella porno Sasha Gray después de un par de años viviendo en la casita de chocolate de la bruja del cuento; igual de guapa pero con curvas de verdad, más parecida al estilo voluptuoso de los sesenta que a lo que soñaban con alcanzar las anoréxicas cuando se miraban al espejo y donde tú solo veías costillas ellas veían a Kirstie Alley.
Es asombroso lo poco que ha menguado su cuerpo desde que caminamos sin rumbo. Yo antes debía pesar más o menos lo mismo, ahora ya no; pero la belleza es otro cantar.
Con todo, ahora todos somos potenciales enfermos de cáncer: moriremos en cuestión de meses.
Al igual que en las películas pasaba, hay carros de la compra abandonados por doquier;fue irse todo al carajo y todo el mundo quiso para sí un carro de la compra. Ahora los mendigos son la regla, no una posibilidad. Y de vez en cuando llueven cenizas. N. y yo nunca comentamos de dónde pueden venir; procuramos no pensar en campos de concentración, duchas colectivas y montañas humanas ardiendo después de haberse pasado meses cargando yunques de A a B. Tampoco sabemos quiénes serían ahora los nuevos apestados. Quizá cualquier ser humano. Pero puede que solo estén quemando cantidades industriales de basura en algún lugar.
Cuando los mayas hablaban del fin del mundo, yo imaginaba algo espectacular; quizá una gran ola, un meteorito al que observar durante un tiempo con prismáticos; me veía siendo el voyeur de mi propia muerte, de la muerte de todos. Si iba a perecer quería al menos poder ver el espectáculo antes. Inmejorables efectos especiales.
Ahora poder hacer cola en el Inem sería todo un alivio, aunque solo si lo pienso durante unos segundos.
Mírala; caminar detrás de una mujer y entre las ruinas de lo que fue vivir no es tan duro si la chica lleva esos pantalones tejanos ajustados. PseudoSasha se vuelve de vez en cuando a mirarme, a ver si ya he desfallecido, si la voy a meter en problemas; pasa cuando se sobreentiende quién es el más débil. Ella tampoco sabe bien adónde nos lleva la vía, pero no parece afectarle el hecho de no tener planes más allá de las próximas dos horas. No se es fuerte, es más bien una cuestión de cómo uno está dispuesto a mostrarse. Lo cierto es que cosas como comer, ducharse o parlotear ya no son tendencia. Antes al menos podíamos disimular. Te comprabas un Ipod, o Ipad, u otro móvil, o te hacían regalos, o gastabas más dinero en más ropa, contabas los días que quedaban hasta el próximo puente… Puede que en realidad estuvieras igual de perdido en cierto modo, pero si olías bien y llevabas alguna pantalla táctil encima la gente se lo pensaba dos veces antes de sacar conclusiones sobre tus sonrisas.
Nos sabemos nada. Un día Nefertiti, por lo que me contó, despertó en su cama y en lugar de ser martes no había luz y la avenida que se veía desde su ventana estaba desierta. Fue entonces cuando el sol comenzó a verse sólo un par de veces al mes. Estaba sola en casa, ni rastro de sus padres, no había medios ni conexión alguna con el mundo. El día anterior, me dijo, había ido al cine con su novio. No me atreví a comentarle que el día anterior los cines estuvieron de huelga… En cualquier caso, el día anterior aún éramos todos igual de soberbios.
Yo pasé por un trance similar, aunque en mi piso todas las ventanas estaban rotas y entraba la lluvia. Cuando dormía en mi cama, no había quien me despertara. Ambos tuvimos que irnos de casa cuando comenzaron los saqueos. Nos encontramos unos seis meses después de haber empezado todo (o acabado todo); seguimos juntos porque yo necesitaba estar con alguien, y ella no me vio peligroso.
Al no haber medios que unifiquen la información ni siquiera podemos aferrarnos a una mentira sobre lo que haya podido pasar. Solo sabemos que fue silencioso y se llevó a la mayoría de la gente sin dejar rastro. Entre los que quedamos, la mayoría caminan en grupos, y normalmente sobreviven con acciones violentas. Habrán pasado dos años desde que vagamos; si tienes contacto visual con más de cuatro o cinco personas lo mejor es huir en dirección contraria; les interesa desde tu comida (si llevas) hasta la posibilidad de violarte. Ahora la existencia es una cárcel en la que a Dios se le debe haber caído el jabón al suelo en las duchas. Nefertiti lleva encima una pistola de la que nunca quiere hablarme. La muerte indolora se ha convertido en un arte, ser valiente en algo muy parecido a una forma de estupidez. Cuando llevas un mes sin lavarte, entras temblando en un río sin saber si alguien puede llevarse tu ropa. O puede que te la quiten sin más a golpes. No es extraño ver a gente desnuda y sola intentando reunir el suficiente valor para suicidarse al llegar los meses de frío.
Seguimos caminando por esta vía porque hace una semana un señor con principios de hipotermia, poco antes de perder el conocimiento, nos dijo que había visto un avión comercial volar en esta dirección. Es como cuando antes alguien te aseguraba haber visto al hombre de las nieves o al fantasma de su abuela, sí, pero necesitábamos una motivación algo más jugosa que sobrevivir un día más sin pensar en el hambre.
Nefertiti no habla mucho, nunca la he visto sonreír; nunca, que yo recuerde, hemos entrado en contacto físico alguno. Solo avanza y avanza hacia adelante, quizá más en el tiempo que en la distancia, de una forma más mental que física. A su lado seguramente parezco un ser patético, hago esfuerzos titánicos por no quejarme, por no farfullar victimismo cada dos minutos sin parar. Imagina una de esas excursiones que se complican, comienza a llover y vas mojado, incómodo, cansado, quieres irte a casa y secarte y dormir diez horas y desconectar plácidamente de cualquier atisbo de sufrimiento propio o ajeno; y ahora ponte en esa situación pero sin fin, sin casa, sin descanso real, sintiendo cada minuto tu sufrimiento y sabiendo que el de los demás podría matarte cualquier día. Es lo contrario de ver el telediario mientras comes; y es así indefinidamente, y no como aquellos contratos de trabajo, sino indefinidamente de verdad. Ya no puedo recordar la última vez que se me puso dura.
El paisaje no resulta especialmente desolador a la vista, no es que haya torres eléctricas derribadas ni restos de accidentes o masacres. Todo está más o menos en su sitio, solo que nada funciona, y el ser humano, en general, tal y como muchos esperaban en una situación así, es estúpido y cruel, incapaz fiarse ni de su sombra. Ahora parece tener mucho sentido que esos cerdos que van por ahí robando y violando niñas sean los mismos que antes hacían colas, madrugaban y ponían cara de asco los domingos. El anciano que nos animó a seguir por esta vía, nos dijo nada intensamente que su hijo de veinte años había violado a su madre adoptiva hasta matarla a golpes la ultima vez que le vio. Si vas por ciudad, aunque no es habitual, no es extraño encontrar de vez en cuando el cadáver de alguna chica desnuda de cintura para abajo y sangrando por la entrepierna. Por suerte ahora Nefertiti y yo cruzamos montañas y valles, no parece haber nadie en muchos kilómetros a la redonda. No hemos conseguido dar jamás con ningún grupo numeroso en el que todos se ayudaran o al menos intentaran tener algo de orden o dignidad. He tenido suerte con N., quizá es algo fría o demasiado introspectiva, pero dadas las circunstancias es lo mejor que puedes encontrar. Los primeros dos o tres meses me hice ilusiones, creí que quizá le gustara; de entrada era obvio que ella me iba a gustar a mí… Antes, cuando veías a algunas parejas, no era muy difícil averiguar quién de los dos había decidido conformarse con esa relación. Pero N. no parece haberme tenido en cuenta para nada en ese aspecto, y al paso del tiempo, cada vez más débiles, ninguno de los dos piensa en el otro de esa manera. Si llegas al punto en que pasarías de la entrepierna de una chica guapa por una sopa fría, es que algo se ha torcido mucho en tu vida. Ahora N. es ya solo como una ventana con vistas espectaculares en la pared de mi existencia cogida por los pelos.
Ese paisaje marrón y verde que resultaba tan encantador viajando en tren es de lo más estúpido yendo a pie. Las zapatillas que llevo son las segundas en dos años; se las quité al cadáver de un chico en una zona urbana: otra clara víctima de violación. No debía tener más de dieciséis años, pero tenía mi número de pie. Nefertiti en cambio ha llevado siempre las mismas botas con las que, según dijo, estaba dispuesta a irse a trabajar aquel martes que no fue. Son resistentes, y siempre que puede camina descalza para no desgastarlas. Hoy no es el caso. No queremos apartarnos demasiado de la vía, y ésta está rodeada por una hierba seca que aun mojada no invita precisamente a revolcarse en el suelo. Por cómo la luz atraviesa las nubes de tormenta, debe ser mediodía. Hace mucho que nuestros relojes se deterioraron. Casi nada de lo que antes era práctico o personal ahora es útil; más bien molesta; todas las pulseras y collares, los relojes y los pendientes… Nada. Solo interesa la ropa, a poder ser resistente a las condiciones de extrema humedad. Lavar unos tejanos a la piedra es un arduo trabajo. Hacer un fuego es casi imposible. Querer seguir vivo ahora parece solo un acto de cabezonería. Pero lo más curioso de todo es que una vez has pasado tanto tiempo así, cuando acaba el día y encontramos un sitio adecuado en el que dormir unas horas, mi sensación de desazón y estrés no es tan distinta de la que sentía cuando en casa me iba a dormir tarde sabiendo que a las seis tendría que estar ya arriba para ir a trabajar. No sé bien cómo me sentiría si tuviera que volver a desvelarme algún día de golpe por el sonido de un despertador.
Nefertiti se vuelve de repente y me mira; la última vez que la vi comer algo, fue hace dos días al colarnos en un huerto arrasado ya por otros viajantes. Ahora sonríe y me señala con el dedo lo que parece un polígono industrial.
– Nos vamos a colar donde sea y vamos a dormir veinte horas. Nos lo merecemos – dice.
Al llegar cerca de los edificios, no parece haber peligro de toparnos con nadie; y tampoco con comida… Nefertiti sigue sonriente por algún motivo; lo cierto es que hacía ya unos días que no disponíamos de techo bajo el que cobijarnos. Evitábamos los túneles, y ya llevamos demasiadas noches maldurmiendo y haciéndonos los duros. En los almacenes abandonados suele haber alguna butaca de vez en cuando, o telas, cartones mullidos, cosas así; a veces, si tenemos suerte, incluso salas de recreo con algún sillón de tres plazas. Suele haber carretillas abandonadas, algún camión, y de vez en cuando una puta muerta.
Una vez N. me dejó helado cuando no tuvo problemas en utilizar una noche como almohada el vientre del cadáver de una chica de unos quince años que apenas debía llevar sin vida unas horas. La encontramos en una cuneta, como si alguien hubiera aminorado la marcha y la hubiera sacado de una patada de su coche. Debíamos llevar como un año de camino sin rumbo. Al ver su seguridad (la de N.) y la falta de contemplaciones al mover el cuerpo, supe que estaba con la persona adecuada.
Lo chocante de ver a N. esperanzada ahora caminando entre almacenes y edificios, es que puede ser la primera vez que la veo sonreír.
Entramos en un edificio gris, algo como unos estudios de cine. Hay señales de saqueo. Caminamos por pasillos estrechos y cruzamos un par de salas de espera. Llegamos a un espacio amplio con escalones acolchados de cara a una mesa elegante y dos sillones mullidos. Todo tiene varias capas de polvo. Hay cinco cámaras de tamaño considerable tapadas con lonas grises como aliens muertos. Está claro que son unos estudios de televisión, pero no sabemos dónde estamos ni qué estudios son. Ni N. ni yo decimos una palabra al respecto. Las dudas secundarias hace mucho que quedaron soterradas en nuestra propia roña. Ni tan siquiera hemos llegado a hablar nunca sobre cómo es posible que ya no haya en ningún lugar señales de tráfico o indicaciones. Tampoco sé de qué nos hubieran servido.
N., como si fuera lo lógico y esperable, se sienta en la silla del presentador. Resopla mirando al cielo aparatoso de focos. Yo utilizo una de las dos butacas que hay junto a la mesa. Al hundirme en una de ellas desaparezco en medio de una nube de polvo. Cualquier interior siempre huele a sucia humedad, o en el peor de los casos como una inmensa nevera llena de productos mohosos de vacaciones pasadas. Nos quedamos así como una hora. Tengo serias dudas sobre si proponerle a N. que se siente en la butaca -mucho más cómoda que su silla- que hay justo a mi lado, pero no lo hago. La poca claridad que hay entra por unos ventanales agrietados justo antes el techo. Fuera rompe a llover.
N. se despoja de su chaqueta y se quita también su sueter. Los dobla cuidadosamente encima de la mesa. No hace precisamente calor, pero supongo que ha decidido desprenderse de la ropa húmeda durante unos minutos. Se ha quedado en sujetador. Y luego, más silencio. Ahora nuestro programa de televisión ya es mejor que muchos de los que existieron durante la época de la soberbia.
Mataría por un pitillo; seguramente ya hay quien lo ha hecho.
Siguiendo así sentados, yo esperando y N. decidiendo el tiempo de mi espera, ella saca la pistola que lleva siempre a medio caerse en el bolsillo de sus tejanos. La acaricia, la mira atentamente y nota que cambio de posición en mi butaca;
– Tranquilo, está descargada.
Siempre lo hace, economiza al máximo su discurso. Creo que al margen de sus parcos comentarios antes de entrar a aquí, y de su gloriosa sonrisa ya apagada, su anterior frase fue algo como: “Vamos a seguir la vía, no tenemos nada que perder”. Palabras que además consiguieron calmarme más que cualquier cosa que me haya dicho mi madre, ahora quizá abducida por la versión hija de puta de E. T.
Si no nos fallan mucho los cálculos, mendigamos ya en el invierno del año 2015. Quizá sea enero. Lo que creemos es: Todo el planeta está así. Plantearse algo más allá de la supervivencia es pura autoinducción al suicidio. El amor ha muerto. Bueno, vale, quizá aún quedan por ahí restos de familias que matarían o morirían los unos por los otros, pero visto lo visto, si amar no ha muerto, como mínimo tiene alzheimer profundo.
N. sigue dándole vueltas a la pistola, mirándola sin verla, quizá pensando o con la mente totalmente en blanco. Decido intervenir:
– ¿Qué quieres hacer?…
Entonces me mira, mi expresión bovina, a la espera, como quien está en una entrevista de trabajo. Y N. desvía sus ojos hacia su regazo y comienza a llorar, de forma muy gradual; pucheros, luego lagrimas, sollozos… Cambio la postura en mi butaca. Soy un fraude, aún no he tomado ninguna decisión postapocalíptica. Nefertiti ha cargado con toda la responsabilidad de cada uno de los pasos que hemos dado. No es de extrañar que no despierte el más mínimo interés en ella. Debe verme como a un crío de diez años, y ahora, ya en el límite, se hunde sin saber qué va a hacer. Son las lágrimas de alguien esperanzadoramente imperturbable, y no puede ser. Me veo obligado a hacer algo. Ella hunde su cabeza entre sus brazos apoyada en la mesa como una cría de parvulario. Me pongo de pie, apoyo la mano en su coronilla, sin miedo; sé que no me mandará a paseo, jamás lo ha hecho; pero no sé qué puedo decirle. Su pelo es más suave de lo que se puede esperar cuando llevas más de dos años sin ver la tele. N. desentierra su cara de entre sí. Tiene regueros de lágrimas que sacan a la luz con claridad todo el polvo residente en su cara. Tiene los ojos verdes, radiantes en contraste con su pelo negro, y esos labios carnosos que antes se intentaban imitar tan a menudo con colágeno en platós como este. Pongo la mano en su mejilla, intento transmitir que no está sola, que quizá mi compañía no sirva para nada, pero no está sola. Antes la gente se casaba por menos. Nefertity pone su mano encima de la mía. Por primera vez parece humana de verdad, algo late dentro de ella que ahora puede verse en sus ojos. Fuera ya está muy oscuro; al parecer era más tarde de lo que pensábamos hace un par de horas. Es, de hecho, casi de noche. Sigo apoyado en la mesa con mi mano entre la mejilla izquierda de N. y su mano derecha. A juzgar por cómo me observa ahora, quizá no le parezca tan pelele como pensaba. Todo lo que hace un momento era gris coge de repente multitud de tonalidades. La vida muta en algo más soportable.
Y mientras compartimos ese momento, el edificio empieza a temblar. Primero las ventanas, las paredes; luego, las vibraciones, sorprendentemente silenciosas, llegan hasta nuestra mesa. Nos separamos. Nos ponemos de pie. Miramos hacia arriba. Por los ventanales llenos de telarañas que nos rodean por toda la estancia, entra una luz cada vez más potente. La luz se derrama por todos lados, en algunas ventanas es verde, en otras tan blanca que parece quemar. Esos mismos ventanales, vasos, focos, cualquier cosa de cristal estalla. No sé si siento exactamente miedo. Me gustaría saber qué pensar, siempre he querido saberlo. Mi sorpresa respecto a lo que está pasando es más bien oblícua. Nefertiti se estira, alza los brazos hacia la luz, vuelve a sonreír igual que hace unas horas. Me mira, levanta la voz por encima del presente y las vibraciones. Dice:
– Se acabó.
[Arriba, video adelanto de “VALHALLA RISING”, película de vikingos que está levantando ampollas de todo tipo allá donde se proyecta; desde luego las imágenes cantan ópera, la estética promete, y el estómago del espectador deberá estar preparado. En Sitges la pusieron más bien verde, otros dicen que es una joya. Obviamente servidor querrá ver esta prometedora ida de olla en pantalla grande… Y abajo, otra musa proyeccionera para echar al montón: Jane Leeves, una de las protagonistas de “Frasier”, mítica serie que me he enganchado a ver por internet, y que vista ahora bien podría ser una especie de madre adoptiva de la actual “The Big Bang theory”. Ambas en cualquier caso merecen mucho la pena.]