Archivo por meses: febrero 2010

Las lágrimas de Ripley

Hace dos días nos dijeron que siguiéramos la vía. Nos lo dijo alguien que lo siguiente que iba a hacer era morirse. Así que eso hacemos, seguimos los raíles abandonados durante nuestro ya décimo día gris seguido. En realidad solo somos dos por aquí; delante de mí camina muy segura Nefertiti: así dice que se llama. Es mentira, pero dadas las circunstancias bien puede uno aprovechar para cambiarse el nombre.
N. debe tener unos veinticinco años; es como hubiera sido la estrella porno Sasha Gray después de un par de años viviendo en la casita de chocolate de la bruja del cuento; igual de guapa pero con curvas de verdad, más parecida al estilo voluptuoso de los sesenta que a lo que soñaban con alcanzar las anoréxicas cuando se miraban al espejo y donde tú solo veías costillas ellas veían a Kirstie Alley.
Es asombroso lo poco que ha menguado su cuerpo desde que caminamos sin rumbo. Yo antes debía pesar más o menos lo mismo, ahora ya no; pero la belleza es otro cantar.
Con todo, ahora todos somos potenciales enfermos de cáncer: moriremos en cuestión de meses.

Al igual que en las películas pasaba, hay carros de la compra abandonados por doquier;fue irse todo al carajo y todo el mundo quiso para sí un carro de la compra. Ahora los mendigos son la regla, no una posibilidad. Y de vez en cuando llueven cenizas. N. y yo nunca comentamos de dónde pueden venir; procuramos no pensar en campos de concentración, duchas colectivas y montañas humanas ardiendo después de haberse pasado meses cargando yunques de A a B. Tampoco sabemos quiénes serían ahora los nuevos apestados. Quizá cualquier ser humano. Pero puede que solo estén quemando cantidades industriales de basura en algún lugar.
Cuando los mayas hablaban del fin del mundo, yo imaginaba algo espectacular; quizá una gran ola, un meteorito al que observar durante un tiempo con prismáticos; me veía siendo el voyeur de mi propia muerte, de la muerte de todos. Si iba a perecer quería al menos poder ver el espectáculo antes. Inmejorables efectos especiales.
Ahora poder hacer cola en el Inem sería todo un alivio, aunque solo si lo pienso durante unos segundos.

Mírala; caminar detrás de una mujer y entre las ruinas de lo que fue vivir no es tan duro si la chica lleva esos pantalones tejanos ajustados. PseudoSasha se vuelve de vez en cuando a mirarme, a ver si ya he desfallecido, si la voy a meter en problemas; pasa cuando se sobreentiende quién es el más débil. Ella tampoco sabe bien adónde nos lleva la vía, pero no parece afectarle el hecho de no tener planes más allá de las próximas dos horas. No se es fuerte, es más bien una cuestión de cómo uno está dispuesto a mostrarse. Lo cierto es que cosas como comer, ducharse o parlotear ya no son tendencia. Antes al menos podíamos disimular. Te comprabas un Ipod, o Ipad, u otro móvil, o te hacían regalos, o gastabas más dinero en más ropa, contabas los días que quedaban hasta el próximo puente… Puede que en realidad estuvieras igual de perdido en cierto modo, pero si olías bien y llevabas alguna pantalla táctil encima la gente se lo pensaba dos veces antes de sacar conclusiones sobre tus sonrisas.

Nos sabemos nada. Un día Nefertiti, por lo que me contó, despertó en su cama y en lugar de ser martes no había luz y la avenida que se veía desde su ventana estaba desierta. Fue entonces cuando el sol comenzó a verse sólo un par de veces al mes. Estaba sola en casa, ni rastro de sus padres, no había medios ni conexión alguna con el mundo. El día anterior, me dijo, había ido al cine con su novio. No me atreví a comentarle que el día anterior los cines estuvieron de huelga… En cualquier caso, el día anterior aún éramos todos igual de soberbios.
Yo pasé por un trance similar, aunque en mi piso todas las ventanas estaban rotas y entraba la lluvia. Cuando dormía en mi cama, no había quien me despertara. Ambos tuvimos que irnos de casa cuando comenzaron los saqueos. Nos encontramos unos seis meses después de haber empezado todo (o acabado todo); seguimos juntos porque yo necesitaba estar con alguien, y ella no me vio peligroso.
Al no haber medios que unifiquen la información ni siquiera podemos aferrarnos a una mentira sobre lo que haya podido pasar. Solo sabemos que fue silencioso y se llevó a la mayoría de la gente sin dejar rastro. Entre los que quedamos, la mayoría caminan en grupos, y normalmente sobreviven con acciones violentas. Habrán pasado dos años desde que vagamos; si tienes contacto visual con más de cuatro o cinco personas lo mejor es huir en dirección contraria; les interesa desde tu comida (si llevas) hasta la posibilidad de violarte. Ahora la existencia es una cárcel en la que a Dios se le debe haber caído el jabón al suelo en las duchas. Nefertiti lleva encima una pistola de la que nunca quiere hablarme. La muerte indolora se ha convertido en un arte, ser valiente en algo muy parecido a una forma de estupidez. Cuando llevas un mes sin lavarte, entras temblando en un río sin saber si alguien puede llevarse tu ropa. O puede que te la quiten sin más a golpes. No es extraño ver a gente desnuda y sola intentando reunir el suficiente valor para suicidarse al llegar los meses de frío.
Seguimos caminando por esta vía porque hace una semana un señor con principios de hipotermia, poco antes de perder el conocimiento, nos dijo que había visto un avión comercial volar en esta dirección. Es como cuando antes alguien te aseguraba haber visto al hombre de las nieves o al fantasma de su abuela, sí, pero necesitábamos una motivación algo más jugosa que sobrevivir un día más sin pensar en el hambre.

Nefertiti no habla mucho, nunca la he visto sonreír; nunca, que yo recuerde, hemos entrado en contacto físico alguno. Solo avanza y avanza hacia adelante, quizá más en el tiempo que en la distancia, de una forma más mental que física. A su lado seguramente parezco un ser patético, hago esfuerzos titánicos por no quejarme, por no farfullar victimismo cada dos minutos sin parar. Imagina una de esas excursiones que se complican, comienza a llover y vas mojado, incómodo, cansado, quieres irte a casa y secarte y dormir diez horas y desconectar plácidamente de cualquier atisbo de sufrimiento propio o ajeno; y ahora ponte en esa situación pero sin fin, sin casa, sin descanso real, sintiendo cada minuto tu sufrimiento y sabiendo que el de los demás podría matarte cualquier día. Es lo contrario de ver el telediario mientras comes; y es así indefinidamente, y no como aquellos contratos de trabajo, sino indefinidamente de verdad. Ya no puedo recordar la última vez que se me puso dura.

El paisaje no resulta especialmente desolador a la vista, no es que haya torres eléctricas derribadas ni restos de accidentes o masacres. Todo está más o menos en su sitio, solo que nada funciona, y el ser humano, en general, tal y como muchos esperaban en una situación así, es estúpido y cruel, incapaz fiarse ni de su sombra. Ahora parece tener mucho sentido que esos cerdos que van por ahí robando y violando niñas sean los mismos que antes hacían colas, madrugaban y ponían cara de asco los domingos. El anciano que nos animó a seguir por esta vía, nos dijo nada intensamente que su hijo de veinte años había violado a su madre adoptiva hasta matarla a golpes la ultima vez que le vio. Si vas por ciudad, aunque no es habitual, no es extraño encontrar de vez en cuando el cadáver de alguna chica desnuda de cintura para abajo y sangrando por la entrepierna. Por suerte ahora Nefertiti y yo cruzamos montañas y valles, no parece haber nadie en muchos kilómetros a la redonda. No hemos conseguido dar jamás con ningún grupo numeroso en el que todos se ayudaran o al menos intentaran tener algo de orden o dignidad. He tenido suerte con N., quizá es algo fría o demasiado introspectiva, pero dadas las circunstancias es lo mejor que puedes encontrar. Los primeros dos o tres meses me hice ilusiones, creí que quizá le gustara; de entrada era obvio que ella me iba a gustar a mí… Antes, cuando veías a algunas parejas, no era muy difícil averiguar quién de los dos había decidido conformarse con esa relación. Pero N. no parece haberme tenido en cuenta para nada en ese aspecto, y al paso del tiempo, cada vez más débiles, ninguno de los dos piensa en el otro de esa manera. Si llegas al punto en que pasarías de la entrepierna de una chica guapa por una sopa fría, es que algo se ha torcido mucho en tu vida. Ahora N. es ya solo como una ventana con vistas espectaculares en la pared de mi existencia cogida por los pelos.

Ese paisaje marrón y verde que resultaba tan encantador viajando en tren es de lo más estúpido yendo a pie. Las zapatillas que llevo son las segundas en dos años; se las quité al cadáver de un chico en una zona urbana: otra clara víctima de violación. No debía tener más de dieciséis años, pero tenía mi número de pie. Nefertiti en cambio ha llevado siempre las mismas botas con las que, según dijo, estaba dispuesta a irse a trabajar aquel martes que no fue. Son resistentes, y siempre que puede camina descalza para no desgastarlas. Hoy no es el caso. No queremos apartarnos demasiado de la vía, y ésta está rodeada por una hierba seca que aun mojada no invita precisamente a revolcarse en el suelo. Por cómo la luz atraviesa las nubes de tormenta, debe ser mediodía. Hace mucho que nuestros relojes se deterioraron. Casi nada de lo que antes era práctico o personal ahora es útil; más bien molesta; todas las pulseras y collares, los relojes y los pendientes… Nada. Solo interesa la ropa, a poder ser resistente a las condiciones de extrema humedad. Lavar unos tejanos a la piedra es un arduo trabajo. Hacer un fuego es casi imposible. Querer seguir vivo ahora parece solo un acto de cabezonería. Pero lo más curioso de todo es que una vez has pasado tanto tiempo así, cuando acaba el día y encontramos un sitio adecuado en el que dormir unas horas, mi sensación de desazón y estrés no es tan distinta de la que sentía cuando en casa me iba a dormir tarde sabiendo que a las seis tendría que estar ya arriba para ir a trabajar. No sé bien cómo me sentiría si tuviera que volver a desvelarme algún día de golpe por el sonido de un despertador.
Nefertiti se vuelve de repente y me mira; la última vez que la vi comer algo, fue hace dos días al colarnos en un huerto arrasado ya por otros viajantes. Ahora sonríe y me señala con el dedo lo que parece un polígono industrial.
– Nos vamos a colar donde sea y vamos a dormir veinte horas. Nos lo merecemos – dice.

Al llegar cerca de los edificios, no parece haber peligro de toparnos con nadie; y tampoco con comida… Nefertiti sigue sonriente por algún motivo; lo cierto es que hacía ya unos días que no disponíamos de techo bajo el que cobijarnos. Evitábamos los túneles, y ya llevamos demasiadas noches maldurmiendo y haciéndonos los duros. En los almacenes abandonados suele haber alguna butaca de vez en cuando, o telas, cartones mullidos, cosas así; a veces, si tenemos suerte, incluso salas de recreo con algún sillón de tres plazas. Suele haber carretillas abandonadas, algún camión, y de vez en cuando una puta muerta.
Una vez N. me dejó helado cuando no tuvo problemas en utilizar una noche como almohada el vientre del cadáver de una chica de unos quince años que apenas debía llevar sin vida unas horas. La encontramos en una cuneta, como si alguien hubiera aminorado la marcha y la hubiera sacado de una patada de su coche. Debíamos llevar como un año de camino sin rumbo. Al ver su seguridad (la de N.) y la falta de contemplaciones al mover el cuerpo, supe que estaba con la persona adecuada.
Lo chocante de ver a N. esperanzada ahora caminando entre almacenes y edificios, es que puede ser la primera vez que la veo sonreír.

Entramos en un edificio gris, algo como unos estudios de cine. Hay señales de saqueo. Caminamos por pasillos estrechos y cruzamos un par de salas de espera. Llegamos a un espacio amplio con escalones acolchados de cara a una mesa elegante y dos sillones mullidos. Todo tiene varias capas de polvo. Hay cinco cámaras de tamaño considerable tapadas con lonas grises como aliens muertos. Está claro que son unos estudios de televisión, pero no sabemos dónde estamos ni qué estudios son. Ni N. ni yo decimos una palabra al respecto. Las dudas secundarias hace mucho que quedaron soterradas en nuestra propia roña. Ni tan siquiera hemos llegado a hablar nunca sobre cómo es posible que ya no haya en ningún lugar señales de tráfico o indicaciones. Tampoco sé de qué nos hubieran servido.
N., como si fuera lo lógico y esperable, se sienta en la silla del presentador. Resopla mirando al cielo aparatoso de focos. Yo utilizo una de las dos butacas que hay junto a la mesa. Al hundirme en una de ellas desaparezco en medio de una nube de polvo. Cualquier interior siempre huele a sucia humedad, o en el peor de los casos como una inmensa nevera llena de productos mohosos de vacaciones pasadas. Nos quedamos así como una hora. Tengo serias dudas sobre si proponerle a N. que se siente en la butaca -mucho más cómoda que su silla- que hay justo a mi lado, pero no lo hago. La poca claridad que hay entra por unos ventanales agrietados justo antes el techo. Fuera rompe a llover.
N. se despoja de su chaqueta y se quita también su sueter. Los dobla cuidadosamente encima de la mesa. No hace precisamente calor, pero supongo que ha decidido desprenderse de la ropa húmeda durante unos minutos. Se ha quedado en sujetador. Y luego, más silencio. Ahora nuestro programa de televisión ya es mejor que muchos de los que existieron durante la época de la soberbia.
Mataría por un pitillo; seguramente ya hay quien lo ha hecho.

Siguiendo así sentados, yo esperando y N. decidiendo el tiempo de mi espera, ella saca la pistola que lleva siempre a medio caerse en el bolsillo de sus tejanos. La acaricia, la mira atentamente y nota que cambio de posición en mi butaca;
– Tranquilo, está descargada.
Siempre lo hace, economiza al máximo su discurso. Creo que al margen de sus parcos comentarios antes de entrar a aquí, y de su gloriosa sonrisa ya apagada, su anterior frase fue algo como: “Vamos a seguir la vía, no tenemos nada que perder”. Palabras que además consiguieron calmarme más que cualquier cosa que me haya dicho mi madre, ahora quizá abducida por la versión hija de puta de E. T.
Si no nos fallan mucho los cálculos, mendigamos ya en el invierno del año 2015. Quizá sea enero. Lo que creemos es: Todo el planeta está así. Plantearse algo más allá de la supervivencia es pura autoinducción al suicidio. El amor ha muerto. Bueno, vale, quizá aún quedan por ahí restos de familias que matarían o morirían los unos por los otros, pero visto lo visto, si amar no ha muerto, como mínimo tiene alzheimer profundo.
N. sigue dándole vueltas a la pistola, mirándola sin verla, quizá pensando o con la mente totalmente en blanco. Decido intervenir:
– ¿Qué quieres hacer?…
Entonces me mira, mi expresión bovina, a la espera, como quien está en una entrevista de trabajo. Y N. desvía sus ojos hacia su regazo y comienza a llorar, de forma muy gradual; pucheros, luego lagrimas, sollozos… Cambio la postura en mi butaca. Soy un fraude, aún no he tomado ninguna decisión postapocalíptica. Nefertiti ha cargado con toda la responsabilidad de cada uno de los pasos que hemos dado. No es de extrañar que no despierte el más mínimo interés en ella. Debe verme como a un crío de diez años, y ahora, ya en el límite, se hunde sin saber qué va a hacer. Son las lágrimas de alguien esperanzadoramente imperturbable, y no puede ser. Me veo obligado a hacer algo. Ella hunde su cabeza entre sus brazos apoyada en la mesa como una cría de parvulario. Me pongo de pie, apoyo la mano en su coronilla, sin miedo; sé que no me mandará a paseo, jamás lo ha hecho; pero no sé qué puedo decirle. Su pelo es más suave de lo que se puede esperar cuando llevas más de dos años sin ver la tele. N. desentierra su cara de entre sí. Tiene regueros de lágrimas que sacan a la luz con claridad todo el polvo residente en su cara. Tiene los ojos verdes, radiantes en contraste con su pelo negro, y esos labios carnosos que antes se intentaban imitar tan a menudo con colágeno en platós como este. Pongo la mano en su mejilla, intento transmitir que no está sola, que quizá mi compañía no sirva para nada, pero no está sola. Antes la gente se casaba por menos. Nefertity pone su mano encima de la mía. Por primera vez parece humana de verdad, algo late dentro de ella que ahora puede verse en sus ojos. Fuera ya está muy oscuro; al parecer era más tarde de lo que pensábamos hace un par de horas. Es, de hecho, casi de noche. Sigo apoyado en la mesa con mi mano entre la mejilla izquierda de N. y su mano derecha. A juzgar por cómo me observa ahora, quizá no le parezca tan pelele como pensaba. Todo lo que hace un momento era gris coge de repente multitud de tonalidades. La vida muta en algo más soportable.

Y mientras compartimos ese momento, el edificio empieza a temblar. Primero las ventanas, las paredes; luego, las vibraciones, sorprendentemente silenciosas, llegan hasta nuestra mesa. Nos separamos. Nos ponemos de pie. Miramos hacia arriba. Por los ventanales llenos de telarañas que nos rodean por toda la estancia, entra una luz cada vez más potente. La luz se derrama por todos lados, en algunas ventanas es verde, en otras tan blanca que parece quemar. Esos mismos ventanales, vasos, focos, cualquier cosa de cristal estalla. No sé si siento exactamente miedo. Me gustaría saber qué pensar, siempre he querido saberlo. Mi sorpresa respecto a lo que está pasando es más bien oblícua. Nefertiti se estira, alza los brazos hacia la luz, vuelve a sonreír igual que hace unas horas. Me mira, levanta la voz por encima del presente y las vibraciones. Dice:
– Se acabó.

[Arriba, video adelanto de “VALHALLA RISING”, película de vikingos que está levantando ampollas de todo tipo allá donde se proyecta; desde luego las imágenes cantan ópera, la estética promete, y el estómago del espectador deberá estar preparado. En Sitges la pusieron más bien verde, otros dicen que es una joya. Obviamente servidor querrá ver esta prometedora ida de olla en pantalla grande… Y abajo, otra musa proyeccionera para echar al montón: Jane Leeves, una de las protagonistas de “Frasier”, mítica serie que me he enganchado a ver por internet, y que vista ahora bien podría ser una especie de madre adoptiva de la actual “The Big Bang theory”. Ambas en cualquier caso merecen mucho la pena.]

Irene B-5111 (Revisión)

Irene, ante los demás, se consideraba a sí misma la guardiana de su portal en turnos de veinticuatro horas, incluidos los fines de semana. Una cuestión meramente vaginal; no era conservadurismo, era su tendencioso rasgo característico; ella siempre decía que si no dejabas entrar a cualquiera en tu casa no ibas a dejar que todos los tíos simpáticos que te cayeran medianamente bien entraran en tu coño. Además, añadía, no todos ellos son unos genios en ese sentido. No se trataba de evitar que la llamaran zorra, decía; simplemente, si la dejaban en paz ella prefería ir un paso por delante. Con el sexo nunca ha habido término medio: si eres mujer, o eres estrecha o eres una puta. Y ser normal es aburrido. Había tantas capas de moral humana que ya era difícil encontrar una película comercial en la que alguien enseñara las tetas o fumara. Irene perdió su trabajo como profesora de enseñanza primaria por decirle a sus alumnos durante las tutorías que no hicieran demasiado caso del discurso sobre lo que es correcto y lo que no:
“Según todos, todo es nocivo, todo cuanto te dicen que no hagas o pruebes perece formar parte del plan absurdo de una sociedad que está empezando a creer más en cierta realización interpersonal de diseño que en la libertad, y donde cosas como la violencia en una película o algo de humo en un bar parecen tener que provocar que nuestra opción de ser nosotros mismos se vea irremisiblemente coartada de alguna manera. Al final, alguien que se considera sano y orgullosamente a salvo de cualquier vicio, tiene el mismo problema en un bar de fumadores que un fumador que se tiene que salir a la puerta de un local de no fumadores cinco minutos para poder seguir con su vida. Y ambos morirán bajo prácticamente el mismo factor suerte, si pueden de viejos y con un montón de recuerdos que desearían no tener y otros por los que se enorgullecerán de su vida. Lo de que la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás debería funcionar en ambas direcciones.”
Así se despachaba Irene durante sus tutorías de los viernes, durante el hueco que dejaron las clases de religión que la escuela dejó de impartir.

Eso no es ética, dijo el director. Irene fue despedida porque una de las alumnas habló distendidamente con otro de los profesores. Se consideró que hacía “apología de las drogas”. El director del colegio sacó unos papeles con las estadísticas de muertes anuales por culpa del tabaco. Blandía sus pruebas incriminatorias delante de ella en su despacho y hablaba sin parar del parque lleno de jeringuillas que había apenas a dos manzanas del colegio. “¿Qué es exactamente lo que pretendías, Irene?”, preguntó.
Irene llegó a casa, a su piso de soltera creíble recién licenciada. Se miró al espejo y pensó en cuándo la gente empezaría a preguntarle si se había retocado. Quizá en cuatro o cinco años.
El postramiento y la inactividad estaban especialmente contraindicados entre humanos. Al día siguiente tendría que salir y encontrar otro trabajo; quizá otra vocación tal y como lo llamaban ellos. El atrezzo de la casa con el tiempo ya apenas la preocupaba, la nevera vacía y los cajones y la cama siempre hecha. Hacía como un año que no llevaba a cabo ningún ejercicio social. Su condición en su ficha era la heterosexualidad, pero llegó a tener dudas sobre si no se sentiría más a gusto abrazada a una mujer, ya que esa era la única sensación de bienestar que ella podía apreciar de entre todas las cosas que hacían los humanos en la cama. Los hombres apostaban a menudo por la brusquedad, aunque quizá fuera porque eso les gustaba a ellas. Los ejercicios de análisis social del comportamiento humano llevaban a menudo a difíciles encrucijadas y contradicciones; no había parámetros globales claros dentro de una lógica a seguir para ellos, aunque muy en contra de esa realidad ellos estaban muy convencidos de que el orden existía, ya que a la hora de actuar no concebían más mundo del que podían atisbar mirando desde sus ventanas.
Irene también dio cuenta del alto grado de facilidad para las comunicaciones de la parte tecnológicamente desarrollada en los lugares de la Tierra de fácil acceso a la alimentación y paz territorial, a menudo tan sólo circunstancial. Finalizada su etapa como profesora debía plantearse otra vida, decidir qué software se instalaría para poder desempeñar sus nuevas labores. Desde la nave nodriza llegaban noticias por radio de que ya se meditaba la opción de la extinción forzada según el MP (Mandato Planetario). Sea como sea, ella de momento tenía seguir con su trabajo.

Por las noches se hacía un corte en el brazo derecho, y con una aguja rellenaba sus cables del nitrato de calcio líquido que necesitaba para pasar la noche y el día siguiente entero; después se limitaba a yacer en el sillón de su comedor para calibrar el flujo de información televisivo mientras su brazo se regeneraba.
El proceso de aprendizaje para la adaptación a cada nueva especie no era muy agradecido; normalmente cuando Irene se acostumbraba a su nueva vida, la nave nodriza volvía a reclamarla para otro trabajo después de haber testado el planeta que fuera, cuya valoración negativa conllevaba el exterminio inmediato del susodicho, o más bien de su especie, dejando así que el lugar deshabitado volviera a generar vida en el futuro si la naturaleza del mismo así lo decidía.
Las políticas duras establecidas no convencían a Irene; pero lo bueno, y para ella hasta divertido, era que cuando llegabas a un nuevo planeta era muy fácil adoptar sus formas y comportamientos con la ayuda del equipo de cirugía de la Altamar 313, y hacerles creer que eras uno de ellos; el sentimiento más habitual en los planetas habitados por inteligencias autoproclamadas superiores era el escepticismo.
Todas las civilizaciones con las que ha trabajado Irene piensan que están solas en el universo, o en todo caso que, si no lo están, es imposible que otra especie pueda llegar de fuera para invadirles u observarles; y mucho menos imaginan a alguien como ella, híbrido de tejido de Altamar (indistinguible con el humano) y mecanismos de fábrica intercambiables. A Irene le chocaba la inmensa capacidad de imaginación de los humanos, y cómo ésta contrastaba con su lentitud para los avances científicos a la vez que eran capaces de creer en seres mitológicos redentores salidos de sus propias mentes en el pasado que, según ellos, seguían en algún lugar extra-terrenal cuidando de que todo siguiera cierto orden como objetivo de un inapelable plan divino.
Un descubrimiento, el de la fe bajo adoctrinamiento, que a Irene ya no le sorprendía, ya que era habitual también en otros planetas. Solo que, en los humanos, dados los contrastes en cuanto a contradicciones, potenciación de la ignorancia en favor del poder y la casi nula conciencia de la distribución de la riqueza, había una inmensa capacidad de jactación alimentada por un egocentrismo que no parecía conocer límites; actitud ésta, en la que Irene veía que dichos seres parecían estar estancados para siempre.

Irene se auto-programó para la misión en la Tierra como una mujer siempre en busca de la teoría que hiciera temblar los principios básicos que los humanos creían lógicos para vivir en paz con ellos mismos; algo que había obtenido buenos resultados en el pasado, consiguiendo hacer cambiar el rumbo de otras especies, o por lo menos habiéndolas hecho aptas para la hibridación. Y realmente en ese planeta era tan solo, y de forma individual, con ellos mismos con los que querían vivir en paz.
Irene había conocido otras especies con capacidad de espiritualidad, pero en la Tierra esto no sólo había sido pasto de minorías; en la Tierra habían muerto millones por la causa; tan convencidos de que iban a conseguir algo llamado “la salvación de sus almas” y tan aterrados con la idea de la muerte, que eran capaces de aferrarse a cualquier estribo por débil o falso que resultara desde un punto de vista libre de dogmas mucho más allá de lo tangible.
Dados a ciertos rituales sangrientos -algunos incluso captadores de masas-, y también aficionados hasta sentir cosas cercanas a lo que ellos llaman amor por las competiciones deportivas arraigadas en su historia, los humanos parecían tener totalmente atrofiado su sentido de las prioridades, dando una importancia exagerada a ciertas facetas de su vida en detrimento de otros placeres y actividades a priori mucho más ricos e interesantes. A Irene le bastó con dos semanas de investigación intensiva en la Tierra para confirmar hasta qué punto la autodestrucción es la tradición universal más arraigada de la existencia.

Ella es el modelo B-5111, y junto a las otras Irenes se dedica a testar los planetas en busca de, entre otras cosas, un lugar feliz. La inmortalidad del androide no es sino un lastre cuando no hay nada en el universo a lo que poder llamar hogar.
Al pensar en su planeta, Altamar, recuerda cómo hasta que la I. A. se hizo presente todo estaba abarrotado de una especie, por cierto, salvando las distancias, bastante parecida a la humana, su anterior condición de ser cien por cien carnal. Recuerda cómo un día en su habitación de veinteañera asustada y sola en el universo junto a sus iguales, aquellas dos máquinas entraron agujereando la estancia y la operaron con sus púas y bisturís, con extrañas herramientas, una de las cuales hasta saltaban chispas en el contacto con los huesos de sus propias costillas, o eso recuerda ella. Recuerda cómo al paso del tiempo se sintió tan agradecida a su nueva condición de híbrido como para embarcarse en estas misiones de repoblación espacial, solo para ocupar unos días en los que ya no necesitaba comer o hacer ejercicio.

Al observar la especie humana sólo necesitó unas horas para establecer sus certezas: no tenían proyección de desarrollo para merecer una condición de híbridos, y al matarlos nadie sería más cruel de lo que son ellos al sacrificar a un caballo herido.
Irene se auto-instaló un software que incluía habilidades para la carpintería y la jardinería. Harta de espacios cerrados y ese ruido característico que los humanos no pueden evitar hacer gritando entre ellos cuando hay varios juntos, consiguió trabajar para el ayuntamiento de una ciudad, arreglando jardines, recortando setos, y nada segura de si la vida sobre la faz de la Tierra se acabaría en unos días o en unos años. En cuanto recibiera órdenes de arriba, tendría veinticuatro horas para empaquetar sus reservas de nitrato de calcio y los recambios, montar en su cápsula y despegar hacia la nave nodriza Altamar 313, junto a las otras novecientas noventa y nueve Irenes y sus cápsulas destinadas en el planeta.
Después, desde una de las ventanas de la nave, muy parecidas por cierto a las de los submarinos humanos, contendría su falta de aliento hasta ver cómo con un solo misil sobrante de los viejos conflictos de su planeta otra especie perdía su oportunidad de haber sido digna de vivir.
Pero de momento eso sólo era una posibilidad; muchas especies con rutinas de comportamiento similares a la humana habían conseguido su derecho a ser híbridos con el tiempo. El proceso de hibridación consistía en moldear con la tecnología lo que la especie por si sola no había conseguido perfeccionar orgánicamente para una convivencia global sostenible. Los estudios confirman que, una vez superado el trauma de la incredulidad inicial, cuando superas el día de la operación al asalto y te ves a ti mismo en un espejo y te acostumbras a oír los mecanismos de electricidad e inyección de tu cuerpo, cualquier especie mejora a la larga. Al menos lo suficiente para respetar a sus allegados a nivel global y adoptar costumbres idóneas para la adaptación a la inmortalidad y a la idea de que reproducirse ya no será posible. Los planetas lo agradecen, la naturaleza lo agradece, y a largo plazo hasta los organismos vivos lo agradecen.

Irene llevaba más de trescientos años en cálculo humano de convivencia con su condición de híbrido; había testado más de cincuenta planetas junto a las otras híbridos dedicadas a lo que ella consideraba un noble oficio de actualización de las especies a la vida moderna. En ocasiones podía trabajar junto a Irene B-2200, o con el modelo A-9000, con las que tenía una amistad que se alargaba desde hacía más de cien años. Pero por lo general, todas tenían que trabajar solas, esparcidas por los distintos puntos y clases sociales de cada nuevo destino.
Había aprendido con facilidad varios de los idiomas de la Tierra, se había adaptado a sus costumbres en cuanto a lo que ellos llamaban horarios: zonas temporales restringidas con las que ellos se sentían más seguros. Era tal la soberbia humana, que no sólo habían cortado el tiempo en rodajas, sino que además habían supeditado a éste absolutamente todas sus labores, ya fueran profesionales o personales.
Seguros de que con dichas premisas en cuanto a su amado orden todo sería más fácil, asentaron su integridad y orgullo en metas asociadas casi siempre a objetivos que tuvieran que ver con todo lo tocante a la posesión, ya fuera de objetos o incluso de otros seres humanos. Su sistema de reproducción partía de lo que ellos llamaban: relaciones sexuales. El sexo, claramente placentero según la experiencia de Irene en sus ejercicios sociales, conllevaba para los humanos tantas contradicciones que de describirlas se tardaría bastante en poder calibrar al final hasta qué punto la humanidad es absurda cuando se trata de valorar las ventajas y desventajas de su forma de reproducción. Por un lado son capaces de pagar a cambio de sexo por placer, pero por otro lado, sus costumbres alimentadas por la tradición alimentada a su vez por las creencias religiosas, hacen que ni en la vida privada ni en los medios de comunicación el sexo sea considerado como algo normal, sino como algo sobre lo que no debe debatirse, no fuera que así pudiera acabar viéndose como intrínsecamente natural a ellos.
Irene había observado cómo estos seres no sólo tenían auténticos problemas con cuestiones sencillamente naturales como sus propios cuerpos desnudos, las relaciones o la forma de mostrarse entre ellos, sino que además eran capaces de dividirse en grupos y alimentar miedos de una forma poco menos que escalofriante. Xenofobia, racismo, afinidad radical a diferentes equipos en competiciones deportivas… Todo lo tenían etiquetado. Y no sólo había rivalidad por las diferencias; además parecía haber una competición de una mitad del mundo con la otra por acaparar los recursos naturales y todos los bienes materiales posibles. Después de su experiencia como profesora, Irene llegó a la conclusión de que el microcosmos de su clase, con niños egoístas, materialistas y ambiciosos debido -creía ella- a sus edades, en realidad era representativo de lo que también pasaba a escala mundial: el niño fuerte que abusa del débil, los cuatro gamberros por los que toda la clase paga en los castigos, etc.

Irene antes se había llamado Kropka, Aliss, Medelux, y de muchas otras formas en otros planetas junto a todas sus demás compañeras de juicio final. En definitiva era simplemente el modelo de serie B-5111, cosa que al principio le resultó frío y dominante, como si para las pautas de su empresa en la vida extraplanetaria sólo fuera un dígito, lo que para los humanos sería un Dios a tiempo completo, una obrera explotada.

Al cabo de tres años se recibió el aviso oficial. A los humanos se les había acabado el tiempo. Pasa con todos los planetas de cierto recorrido histórico. La paciencia de los ordenanzas en la nave nodriza suele durar poco más de tres años, o a lo sumo cuatro, se podía calcular. Los Informes Irene transmitidos por radio habían sido siempre desastrosos. Para Altamar 313 la Tierra era poco más que basura espacial, un planeta de posibilidades infinitas ocupado por una especie en constante proceso de masturbación, sin proyección de verdadero altruismo o paz en la mayor parte de su territorio como pasa en otras civilizaciones. Su desarrollo tecnológico, aunque constante, era lento; pero su evolución como especie se reducía a eso: mientras en territorios parcialmente regulados y controlados la gente podía aspirar a ser feliz con un equilibrio de humanidad, ego y poder personal, en otros lugares las guerras jamás tocaban a su fin y la hambrunas y los intereses ajenos hacían menguar a sus pueblos. Esbozos de una especie que para el MP era totalmente insostenible, y además estaba ocupando un espacio en el que quizá otros seres vivos de organismo similar podrían convivir de una forma realmente digna y duradera.
Así que el modelo Irene B-5111 empaquetó sus enseres personales y despegó en su cápsula, en la que pasaría una semana, y en la que para cuando llegara a Altamar 313, ya tendría asignado otro nombre y otro planeta.

Para su disgusto, no pudo llegar a tiempo a la nave nodriza para poder ver con atención el destello de destrucción de la humanidad. Pensó en algunas de las personas a las que había conocido, y se preguntó cuántos de ellos hubiera salvado si hubiera estado en su mano.

Pasado un tiempo, poco antes de ser avisada para emprender otra misión de análisis, el modelo B-5111 topó con el A-9000, otro híbrido con más experiencia que ella, y vieja amiga. Todos los híbridos tenían un aspecto similar; los rasgos femeninos eran parecidos en muchos planetas carentes de especies hermafroditas destacadas, y cuando se diseñó la patrulla de exploración espacial, cuyo último trabajo había sido el test Irene, se decidió dar un aspecto amable a todos los híbridos, cuya mayoría de componentes eran de Altamar, y tenían el aspecto de una fémina de no más de veinticinco años, delgada y de gesto amable, cuyo patrón se había ido acentuando más que nunca después de la misión en la Tierra.
B-5111 y A-9000 se saludaron efusivamente en la zona de recreo de la Altamar 313: un recinto bien iluminado, amplio y acogedor donde todo el que quisiera podía simplemente postrarse en unos cómodos salientes acolchados con vistas al espacio, o recargar sus baterías con la dosis diaria de nitrato de calcio.
Las dos híbridos se sentaron con vistas al vacío, y A-9000 le dio el pésame a su amiga. B-5111 había perdido a su familia en un viaje de recreo a Marte mientras ella aún tenía un año por delante como Irene. Se pasó varios días lagrimeando -algo habitual en híbridos-, y tuvo que administrarse durante un tiempo más dosis de nitrato del aconsejado, lo cual entre androides se considera poco menos que drogadicción.
Las dos perfectas imitaciones de la veinteañera tipo charlaron durante horas. B-5111 le preguntó a su amiga qué impresión le habían dado los humanos. A-9000 le contestó:
– No sé…, algunos tenían formas agradables.
Las dos se quedaron en silencio, mirando en la dirección en la que se podía ver la esfera azul a lo lejos; la cual ahora tenía un tono tirando a marrón.
– Tierra 0 – murmuró A-9000 -. ¿Te apetece un poco de nitrato?

[En el video, escena de «Extract». Hay películas que nunca acaban de llegar a España, o llegan muy mal, o muy muy muy tarde. Es el caso de la nueva peli de Mike Judge, con Jason Bateman, Ben Affleck y Mila -madre-de-dios-cómo-sale-de-guapa-en-esta-peli- Kunis, (sí, ya sé que en este blog hay mujeres recurrentes, pero si tienen buen gusto eligiendo sus proyectos qué culpa tengo yo…). A decir verdad algunas críticas que hay por ahí no son muy buenas que digamos, pero con las críticas pasa que a más lees menos credibilidad tienen (coño, sólo son otros tíos viendo pelis…). En fin, toca esperar o bajarsela o robarla o lo que sea, pero tengo que verla… Vaya la cabecera simbólica de esta actualización dedicada a todas esas películas interesantes que jamás veremos por su mala distribución.]

Carta inservible a J. D. Salinger

“La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo a las normas del juego.» (…) “De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo dónde está la partida.”

J. D. Salinger.

Esto es solo por ponerte al día, maestro.
Un ejemplo en esta vida: Si crees que a la gente que te rodea le gusta el arte -el arte en cualquiera de sus formas-, puede que en realidad lleves años viviendo en un error. Enséñales una película de verdad, recomiéndales un libro, un disco…; no hace falta que visitéis museos; solo dales algo de ese arte despojado de efectismos, y verás que no pueden soportarlo, no pueden entenderlo. Y difícilmente lo intentarán.
Solo es un ejemplo, como digo, pero el potencial se les va a muchos en inflar un currículum de pose que al final solo le podrán enseñar a su ataúd. Al parecer no se trata tanto de sentir con intensidad como de estabilizar un sentimiento propio de escaparate lo suficientemente “comercial” para los demás; una actitud con la que te puedan entender todos del todo e incluir en el círculo de individuos que ellos creen equilibrados.
De ahí que el arte sea una forma de expresión reflejo de formas de ser que prefieren ser algo en sí mismas por voluntad propia, aunque esa actitud natural no encaje en lo que hace que la mayoría de gente asienta de forma aprobadora. En el fondo, el que parece el único argumento de muchos para reaccionar como reaccionan ante lo que consideran raro o repulsivo, es que es más común reaccionar como ellos reaccionan; tan abiertos como se creen y tan cerrados como son en realidad, a ese tipo de gente jamás les podrás convencer de que hay algo fascinante en un cuadro o una canción o una película o una persona concretos si ellos ya van con su idea preconcebida de cómo debería ser absolutamente todo. Actitud que por cierto, negarán a toda costa. Actitud que todos tenemos hasta cierto punto.
La diferencia entre unos y otros es que, mientras unos se aferran a su idea de cómo debe proyectarse todo, otros quieren estar cada vez más abiertos a proposiciones y comportamientos que a priori solo parecen pura provocación, algo extraño, inadmisible, o incluso anti-social.

Para mucha gente ser uno mismo significa poder hacer y decir lo que quieran mientras eso que hagan o digan no esté muy mal visto en general; aunque por poco que analices algunos comportamientos recurrentes, concluyes que éstos dañan y perjudican, generan falsedad y desconfianza.
Todo, supongo, es una mera reacción psicológica general provocada por la superficialidad implícita en todo lo que nos rodea. Si mucha gente fuera igual de meticulosa/interesada/paciente cuando escuchan un disco que cuando van a comprar ropa, ahora David Bisbal trabajaría en una gasolinera.
No es que seamos superficiales, es que ya incluso parece haber personas (ya sean cajeras o licenciados en X) que jamás se han planteado otra opción.
¿Se entiende una mierda toda esta parrafada? Es igual… Salinger, resucita, algunos te echamos de menos; estamos rodeados de optimistas de museo de cera; sonríen como si fueran ellos, pero muchas veces no lo parecen. Y cuando pasa algo realmente fascinante en sus morros ya son incapaces de verlo de tan obcecados que están por ver maravillas en lo mediocre.
Entiendo que te fueras, que mandaras a todos a la mierda, que te aislaras, que repudiaras a todos los que te acabaron llamando ermitaño, los mismos que dicen a menudo que lo mandarán todo a tomar por culo y luego solo hacen lo que se espera que hagan. Enséñale algunas cosas a Dios si existe. Dile que la vida vale la pena, pero que la magia le resbala demasiado a menudo a la gente por aquí abajo.

[Llega finalmente el trailer en español de «Inception», lo nuevo de Nolan, que aquí se va a llamar «Origen» (no está mal), y que tiene repartazo y promete y blablablá… Y en ese llamativo reparto encontramos a Ellen Page, la artífice de la hija de puta más conseguida del cine de los últimos años con su personajazo en «Hard Candy», y que dicen podría encarnar a Lisbeth Salander en la versión americana de los libros de Larsson. Y ojalá, porque teniendo en cuenta la adaptación que se ha hecho, más vale que haya un segundo intento. Dicen que el personaje principal correrá a cargo de George Clooney. Veremos qué pasa.]

Parafilia

No sé si voy a poder soportarlo, refunfuña Nayelica.
– Aún faltan tres semanas… ¡tres semanas! – añade -. Entiendo que quieras esperar hasta estar casado. Sabes que respeto… me parece muy bien… Pero es que me voy a volver loca, Abel.
Abel dice que lo siente, que ya sabe lo que hay, que no le haga sentirse culpable, por favor. Al fin y al cabo la idea fue de ambos. Cuando él le propuso matrimonio ella podía haber dicho que no. Podrían haber dejado ese asunto de lado.
– …
– Eres una puta – dice Abel. De la calle llegan murmullos de línea de salida. Nayelica sonríe.
– Me gusta que me llames puta…
Se besan. Ella está en camisón y él ya vestido a punto de irse a trabajar. Son las siete de la mañana. Cuando ella oye cerrarse la puerta se mete dos dedos en la vagina.

La madre de Nayelica da vueltas alrededor de un altillo. Su hija lleva un vestido de novia y está subida en el altillo y las dos asienten a la dependienta cincuentona.
– ¿Seguro que este es el vestido más caro que tienen? – pregunta Nayelica.
La dependienta asegura que sí, que de largo. La madre está a punto de decir algo, pero Nayelica levanta una mano;
– No, mamá, este es el que quiero. Seguro. Por favor. Ya lo hemos hablado.
Faltan dos semanas y dos días para la boda. Abel, mientras su suegra y su futura mujer le dan una tarjeta de crédito a la dependienta, se masturba en los lavabos de su empresa a media hora de coche de ellas. Justo en el momento en que consigue correrse, la mamá de Nayelica le pregunta a ésta que si es verdad que no quieren tener hijos, que si lo han pensando bien. El esperma de Abel resbala por la puerta de uno de los diez minúsculos habitáculos del lavabo unisex. Nayelica dice que no, que no van a tener hijos, que lo siente pero no; es decir, que lo siente, sí, pero que no quieren tener hijos, mamá.
– Pero hija, aún eres muy joven, con el tiempo cambiarás… Todas las mujeres cambian.
Justo entonces Abel recoge su mesa y sale a la calle porque son las seis de la tarde. Monta en su coche, maldice en voz baja por el estrés y piensa en Nayelica y vuelve a masturbarse antes de arrancar. Su novia y su suegra, mientras tanto, se separan en la calle; la una se va a casa con su marido, pensando que jamás será abuela, y la otra se va a su piso de alquiler preguntándose si ya habrá llegado el libro de Amy Hempel que encargó a su librería habitual o si aún tendrá que resistirse unos días más en comprarlo ella misma en otra librería en la que sabe que lo tienen en inglés, aunque ésta está a una hora de coche y aparcar por la zona es una pesadilla demasiado recurrente.
Al llegar a casa se mete los dedos mientras su novio conduce camino a ella. El plan es estar lo suficientemente descargados de sexo en el momento de verse otra vez. Nayelica se toca mientras en la tele alguien llama cabrona a alguien y el publico grita y aplaude.
Cuando Abel llega, la besa y ella le hace olerle los dedos y él la llama puta y se ponen a ver la tele y cambian de opinión en lo de salir a cenar y cenan en casa y se quedan viendo una peli en la cama de matrimonio. Y ella dice:
– Al final se me ha olvidado ir a la librería.
Y Abel ronca.

Una semana para la boda. Nayelica le cuenta por teléfono a Abel que hace un momento se ha metido un pepino casi entero en la vagina, y cuelga. Abel está en el trabajo y se levanta y se va al lavabo. Son las once de la mañana. Cae agua-nieve en la ciudad y Nayelica lee a Amy Hempel mientras espera a que alguien la llame para alguna entrevista de trabajo. Tiene la tele puesta sin sonido y cierra el libro y se plantea la posibilidad de hacer de verdad lo del pepino.
Abel acaba de masturbarse y vuelve a su sitio y medita seriamente la opción de hablar con esa becaria que dicen que le va detrás pero no se atreve a hablarle porque él ya tiene pareja y ella no es de esas. Finalmente decide no hacer nada por el momento y seguir trabajando. El ordenador va especialmente lento mientras su novia en casa ha cogido realmente un pepino de la cocina y se ha ido a la cama y le ha calzado un condón (por algún motivo de higiene, se ha dicho a sí misma), pero luego ha pensado que es mejor hacerlo también con lubricante. Así que, mientras ella baja a la calle a comprar el susodicho, Abel siente un impulso y se acerca a la becaria, en ese momento atenta a la fotocopiadora, y le dice:
– Déjame en paz… Me voy a casar en una semana. No quiero nada contigo. ¿Entiendes?
– ¿Pero que c…
– Lo que has oído.
Nayelica decide entrar entrar en un sex shop; y mientras deambula entre pasillos y pollas inhumanas, la becaria llora a media hora de coche sin haber podido articular palabra, al tiempo que Abel ha vuelto a su mesa de trabajo, satisfecho aunque algo preocupado, ya que no pensaba que la chica estuviera colada por él hasta el punto de mojar una fotocopiadora de mocos y lágrimas delante de todo el mundo.
Nayelica decide hacer caso a la dependienta del sex shop y compra el lubricante que ella le aconseja; inholoro, no tóxico por supuesto, muy efectivo. Eso le ha dicho la chica de detrás del mostrador, masticando chicle y con un piercing en la nariz mientras Abel ha sentido remordimientos y ha vuelto a consolar a la becaria, aún derrumbada en la fotocopiadora y que al verle venir le ha empujado y ha salido disparada en dirección a los ascensores con Abel detrás acribillado por las miradas de todas las mujeres de la planta.
Al llegar a casa, Nayelica ha decidido cambiar el pepino que tenía preparado por otro algo más grueso. Se ha quitado los pantalones y las bragas y se ha sentado pepino en mano en la cama de matrimonio.
– Eres un gilipollas – dice la becaria mientras tanto, sin mirar a Abel, los dos dentro del ascensor y bajando.
Nayelica le pone un condón al nuevo pepino, y cuando está a punto de meter la mano en el bote de lubricante, piensa en el piercing de la dependienta, lo cual le recuerda que es mejor que caliente el lubricante en el microondas tal y como la chica gótica le dijo.
– Oye, no pensaba que… – titubea Abel. Planta quince. Planta catorce.
– Eres gilipollas.
Unos pocos segundos bastan. El lubricante al menos ya no está frío, sino más o menos en la temperatura en la que que según la chica gótica están los fluidos durante el sexo. Y bote en mano, Nayelica vuelve a la cama mientras su prometido, que ella cree que está sentado delante de su mesa de trabajo pensando en ella, persigue por la calle a la becaria, que camina rápido y sin rumbo maldiciendo en voz baja y mirando de reojo a Abel, al que se le acaban las excusas; y llegados a cierto punto, decide caminar al lado de ella en silencio.
Nayelica empuja el pepino hacia su interior, mientras la becaria decide sentarse en una parada de autobús para romper a llorar otra vez violentamente con Abel sentado a su lado.
– Me voy a suicidar – dice la chica
– No te creo.
– Lo voy a hacer y te vas a joder. Por gilipollas…
– Vete a la mierda…
Abel se levanta y comienza caminar alejándose de ella, realmente cabreado por esa amenaza que cree completamente injusta para con él, que simplemente se ha equivocado hablando con una chica, cosa que, además, piensa, ha hecho toda su vida y jamás nadie se ha cortado las venas. Así que, mientras vuelve al edificio, su futura esposa llega al orgasmo no indoloro por segunda vez, sorprendida consigo misma al haber pensado no en Abel o cualquier otra fantasía, sino en la chica gótica del sex shop.

Cuatro días antes de la boda. Diez de la noche. Abel y Nayelica han llegado a casa algo preocupados, sin notarse satisfechos. Se han turnado para masturbarse en el lavabo. El libro de Amy Hempel agoniza. Ahora los dos están ya en la cama y Abel se limita a mirar al techo tumbado mientras su prometida acaba con el último cuento de Hempel.
A las once el teléfono suena. Abel coge el inalámbrico de la mesilla y contesta. Su madre, una mujer sana y risueña de sesenta años, ha muerto de repente. Abel cuelga sin saber cómo reaccionar; habla en voz neutra para que Nayelica sepa lo que ha pasado, y ella le abraza sin poder evitar pensar que eso va a retrasar la boda. Lo cual significa más tiempo hasta la noche de bodas. Y ahí está la gracia, le dirá él en susurros durante el entierro, de eso se trata, fidelidad. Según dicen, la mujer, justo antes de fenecer, dijo algo sobre que lo único que sentía era no poder ver la boda de su hijo. Luego le corrió un escalofrío por el brazo y se fue a ver si dios existe.

La boda no se retrasa tanto como Nayelica pensó, pero lo suficiente como para que ella se moje al más breve indicio de fantasía con cualquier cosa que pueda estimularla, ya sea de una forma autónoma o con ayuda onanista. Dos semanas más.
La pareja decide irse de viaje los primeros siete días de espera. No a Europa o al tercer mundo por aquello de la “sensibilidad” occidental que se acerca a la pobreza para poder presumir de una cosa más. Lo que hacen es coger el coche y se pasan los días de un lado a otro, gastando dinero, durmiendo en hoteles, en habitaciones separadas, contándose sus masturbaciones y hablando sobre morir y vivir bien. No es hasta el último día de viaje, ya volviendo a casa, cuando Abel rompe a llorar por su madre y no puede parar hasta pasadas unas dos horas. Entonces su prometida hace un amago de palparle la entrepierna, y él la aparta sin brusquedad pero con decisión y en silencio.
Abel consiguió adelantarse las vacaciones para poder empalmar el entierro de su madre con la boda. En el trabajo la becaria había dejado de hablarle, aunque al día siguiente de la fotocopiadora mojada la escuchó llorar en uno de los habitáculos del lavabo.
Los días siguientes al viaje son más calmados de lo que él creía. Nayelica lo lleva peor. Va a menudo a la frutería y compra cualquier cosa que tenga forma fálica. Por algún motivo se excita más con las frutas.
– Las fruterías son como sex shops encubiertos – dice siempre.

Tres días antes de la boda, surgen problemas con el lugar en el que estaba previsto comer con los casi cien invitados. Abel va al local y grita y casi llega a las manos con el supuesto encargado y consigue mantener en pie la reserva y luego llega a casa y le dice a su prometida que de alguna forma ha descargado mucha energía sexual, y ella se encierra en el lavabo con una zanahoria.
Ese mismo día por la tarde deciden visitar la iglesia en la que cumplirán su objetivo. Es tétrica y espectacular como lo suelen ser todas las iglesias; en cada rincón hay alguna figura o pintura o símbolo que sufre y pide piedad hacia la nada.
Esa noche se acuestan temprano y deciden que el día siguiente se lo pasarán en pijama, sin hacer nada, yendo por turnos al lavabo a tocarse, ojeando revistas viejas y cosas así.

Al despertar, Nayelica late fuerte al darse cuenta de que en veinticuatro horas se casa. Así que si no pasa nada raro, si a nadie se le ocurre la putada de morirse hoy, ella mañana tendrá sexo real con el tío de quien está colada. Tanto ella como él han despertado a eso de las diez de la mañana. Han abierto la ventana, está nublado. Han puesto la tele, le han quitado el sonido. Abel le ha permitido a su prometida que le abrace en la cama, siempre y cuando no haya movimientos o gestos que no harían un padre y una hija. Luego a mediodía se han aburrido y han salido a comer fuera.
La camarera de Alberto’s es rubia y parece Malin Akerman con unos kilos de más. Nayelica ha dicho que no le importaría experimentar con una mujer con su casi marido delante, pero que por otro lado no soportaría ver a Abel con otra persona. Abel no ha dicho nada y justo entonces se ha acercado pseudoMalin y le han pedido la carta de postres.
Por la tarde se han metido en el cine y Nayelica ha mojado las bragas con el contacto de su entrepierna encima de su propia chaqueta, colocada así por el azar, mientras Abel ha visto la película haciendo que no con la cabeza y evitando que la mano de su prometida se acercara a su bragueta.
Por la noche, temprano, han pedido comida china y han cenado viendo una película tan mala que al final se han centrado más en comentarla. Luego se han dado un beso y se han ido cada uno a casa de sus padres. Por la mañana todo debe estar en su sitio.

El día esperado amanece con sol y una temperatura adecuada para la monogamia con permiso de dios. La madre de Nayelica despierta a Nayelica y Nayelica se mete en el lavabo somnolienta. Se alivia con el mango de un cepillo de su madre intentando no hacer ruido. Se ducha y orgasma por segunda vez y más intensamente con el chorro de agua. Luego, mientras sale del baño con la toalla, Abel despierta a unos diez minutos de coche con una erección involuntaria. Los padres de ambos van excitados de un lado a otro, ansiosos por que todo empiece y salga bien y a la antigua. La madre de Nayelica atufa a colonia y está sonrojada por el maquillaje de tal forma que nadie puede pensar que no va a celebrar algo.
Abel, luego, en el coche, nota un cosquilleo entre las piernas y se pregunta si el traje no le estará pegando ladillas o vete a saber qué. Su padre habla sin parar sentado a su lado y por lo que sea solo puede pensar en si Natalie Portman practicaría sexo anal. Todo lo que está fuera de su cerebro se le antoja falso y previsible, incluido su progenitor. Al ver la iglesia de lejos, nota otro cosquilleo en el escroto, esta vez a sabiendas de por qué.
Su prometida, ya con el traje de novia, se esfuerza en no sudar, en no ironizar, en evitar el sarcasmo delante de sus padres y sus tíos, que la rodean soltando piropos prefabricados con sincera amabilidad de diseño. Hace un calor insoportable entre sus tetas. Intenta apartarse un poco de los demás y mira por la ventana; abajo en la acera una chica le tira el bolso al que parece su novio. Llora. La palabra que consigue llegar al tercer piso de sus padres y atravesar el cristal de la ventana es: Zorra. Un policía se acerca a ellos e intenta poner paz. Alguien llama a Nayelica diciendo algo sobre unas fotos.

Abel merodea por el interior de la iglesia. Da la bienvenida a los invitados. Cuando está a punto de saludar a una señora enorme y desconocida pintada como una puerta, su padre le pasa el teléfono móvil, que es el suyo mismo, y le dice que cree que es importante, que debería contestar. Es alguien del trabajo, parece que de personal, aunque no se identifica más que por el nombre. Es una voz de mujer que le dice que, en resumen, Sandra, que es como se llama la chica de las lágrimas de fotocopiadora, ayer se tiró a la vía del metro y se convirtió en hamburguesa humana. Al parecer se montó un gran escándalo, había mucha gente esperando para ir a trabajar; una adolescente salpicada de sangre y vísceras tuvo que ser atendida, atacada de los nervios. La mujer de personal intenta esconder cierto tono de reproche para con Abel. Él se queda mudo uno segundos, y luego se limita a agradecer la llamada, y cuelga sin más.
No muy lejos, Nayelica se siente embutida dentro de la limusina entre sus padres y enterrada en ropa. Tiene la mente en blanco y hace ya rato que ha aceptado que se va a casar con las bragas mojadas. Se plantea la posibilidad de ser hipersensible después de haberse sentado en la parte de atrás del vehículo y haberse comenzado a excitar por el roce de una costura a través del vestido. Cuando un pensamiento consigue abrirse paso en su cabeza, éste tiene que ver con la chica gótica del sex shop, que seguro, piensa, es como mínimo lesbiana, y podría acceder a lo que ella quisiera si quisiera. La gente se queda mirando el vehículo por donde pasa. Nayelica se pregunta si habrá estado negándose a sí misma una bisexualidad latente. Recuerda a Miriam, una compañera del instituto, y eso no ayuda por la zona de su entrepierna.
Mientras mira el reloj una y otra vez, Abel intenta digerir con calma el asunto de Sandra, la antes pretendiente y ahora carne picada. Por un lado, quiere echarse la culpa, deprimirse, pero por otro cree que esa chica ya era estúpida mucho antes de conocerle a él, y que si no hubiese sido por él hubiera encontrado cualquier otro motivo para ponerse en la trayectoria del tren que la llevaba a trabajar todos los días. Siente una mezcla de duelo y excitación, siente que quizá sea capaz de matar por su futura esposa, e intenta que no se le ponga dura justo en ese momento entre cruces.

Al entrar Nayelica a la iglesia, todo parece viajar hacia el pasado como pasa en cualquier boda por la iglesia. Se oye el órgano y todos miran a la novia y no hay nada que te haga pensar en innovación, libertad, sexo o evolución en general. Todos los invitados viajan al pasado en el que reside la fe del cura que hay junto a Abel, para aplaudir -muchas veces por inercia- la posibilidad de que la vida de los novios se detenga con esta ceremonia en muchos aspectos. Cualquier atisbo de volubilidad existencial se queda fuera de la casa de dios para dejar que quien quiera haga promesas dentro que quizá la naturaleza misma no deje que se puedan cumplir. Algunos de estos pensamientos pasan por la cabeza de los novios. Al llegar ella al lado de él, se miran tal y como tenían ensayado. Y el cura procede.

El sermón se les hace más corto de lo que ellos esperaban, y cuando se les da permiso para besarse, los dos se miran algo sorprendidos justo antes de notarse las lenguas para que todo estalle en aplausos. Al salir a la calle, aguantan las cataratas de arroz y se meten en el coche.
Se hacen una sesión de fotos en el parque central de la ciudad. Ellos y los pájaros, ellos y los árboles, ellos en distintas posturas y los pájaros y los árboles y el sol… El fotógrafo es descaradamente homosexual y no duda en demostrarlo insinuándose medio en broma medio en serio a Abel. Nayelica sonríe en todo momento y al final susurra algo sobre “clavarle un destornillador a ese tío”.
De ahí, marchan hacia la comilona que les espera en el lugar polémicamente reservado.
Al llegar, vuelven los aplausos y las miradas sonrientes de desconocidos y familiares a los que no ven casi nunca. Se sientan en su mesa junto a los padres, una mesa alargada situada encima de una tarima que da la impresión de que está más preparada para ruedas de prensa. El lugar incluye por supuesto pista de baile, y alguien ha contratado una orquesta formada por cinco señores mayores cuyo aspecto invita a la depresión, y que mientras todos comen se dedican a tocar una especie de jazz hawaiano.
Cada vez que a alguien se le antoja, los novios tienen que besarse, y luego todo el mundo aplaude. Nayelica le dice a Abel al oído que tiene el coño cocido, aunque Abel no entiende si insinúa que está cachonda o que tiene calor.
Para el baile, la orquesta toca una versión gris y errática de El Cascanueces. Nayelica guía a Abel y después todos se suman a bailar haciendo que los músicos pongan en este lado el pie que normalmente tienen ya en la tumba, sonrientes, casi eufóricos.
La cuestión de la orquesta y el baile y la fiesta se alarga de forma extenuante, de ese modo en el que estás de pie en un discoteca, ya de bajón, y sabes que aún tardarás al menos dos horas en volver a casa. Abel y Nayelica se sientan en sus sillas de rueda de prensa después de haber bailado con todas las combinaciones posibles del árbol genealógico, y solo pueden pensar en la excusa que van a poner para que nadie les arrastre a una discoteca más tarde.
Pero cuando ya está claro que hay intenciones claras de llevarlos de fiesta fuera de allí, Abel decide que pueden hacer otra cosa para no dar explicaciones. En lugar de salir de allí con el gentío para acabar en algún sitio aún más horrible, deciden irse a su piso, cenar tarde y consumar.
Salen por una puerta trasera, muy cerca de donde está la orquesta, pero también una zona menos iluminada. Corren hacia el coche de los padres de ella, él se sienta ante el volante y ella se mete en el asiento de atrás. Arrancan y ya nadie puede empujarles hacia la “diversión” obligatoria. Ahora, por primera vez en todo el día, pueden elegir.

Al llegar al piso, deciden dejar la cena para otra hora. Nayelica se quita el vestido pieza a pieza.
– Tienes que dejarte el velo y los zapatos… – dice Abel -. Era así, tres meses sin hacerlo, boda, y velo y zapatos con significado.
– ¡Ya lo sé!
– Solo te lo recuerdo…
– ¿Cuánto tardaba el divorcio express?
– Ya te lo dije, un mes, algo así… esperamos una semana y vamos a un abogado.
Nayélica se queda desnuda, solo con el velo, solo los zapatos. Dice:
– Ahora sí te gusta el disfraz, ¿no? Eres un cerdo…
Ella se abre de piernas en la cama. Abel tiene una erección de piedra. Se quita la ropa casi temblando. Murmura:
– Si no nos casábamos de verdad esto no tenía puto morbo.
– Eres un guarro.
– Y tú una puta. Se lo diré al juez.
– Ya verás la cara que pone mi madre cuando le diga que me divorcio.
– Eso es lo mejor de todo, todos los payasos crédulos… La chica que me iba detrás en el trabajo se ha suicidado, me lo han dicho hoy.
– Venga, joder, métemela.

[Un de las películas por las que tengo esperanzas para ir al cine a gusto este años es «The book of Eli» (trailer arriba), de rollete post-apocaliptico, con Denzel Washington en plan tipo duro, Gary Oldman haciendo de malo, y con la musa Proyeccionera Mila Kunis (foto). El reparto me atrae sobremanera, además de la idea de que como concepto parece una especie de versión serie B de «La carretera», otra peli a punto de estrenarse, más que interesante y de la que todo el mundo habla y muy bien (al menos el libro de McCarthy es potente…).]