Me he duchado y tal, y sin haber tenido tiempo ni para prepararme el desayuno, ya está aquí metida la tía de servicios sociales, bebiéndose mi café, parloteando, recordándome lo loca que estoy. Hojea informes y me hace preguntas. Voy desnuda bajo mi albornoz y estoy deseando que esta “cuerda” y profesional mujer cosmopolita se vaya para poder seguir con mi vida.
Como siempre, me dice que si me he planteado ya la posibilidad de despedirme de mi marido, que si me he dado cuenta de que es lo mejor. Y le digo que no.
Me dice que los avances científicos llevan años en un punto muerto, y que no quiere parecer una pesada, pero que si alguna vez se ideara una vacuna, para entonces seguramente yo ya estaré muerta, ¿me hago una idea de lo que eso significa? Le digo que no.
En general y por resumir, ella dice: ¿Está segura de que no quiere matar a su marido del todo?
Y yo todo el rato, No. Y miro inquisitivamente. Y la chica del gobierno se rinde y farfulla que si le tengo bien asegurado al menos, que debe estar siempre encadenado de pies y manos, que las cadenas deben ser reglamentarias, de dos metros a lo sumo. Que la vecina, la señora Papadakis, encargó unas cadenas con las que su marido podía moverse casi por todas las habitaciones de su casa. Que eso es inadmisible, por más tranquilo que parezca el infectado. Y yo: Ya sabe que nunca le he cambiado las cadenas, tiene las que el gobierno me proporcionó. Esos funcionarios, los auténticos zombis, le digo. Y añado: No lo digo por usted…
El incordio legal dura más de una hora. Y es así todos los sábados. Esa mañana que debería ser la más tranquila de la semana. Cada mañana de cada sábado.
Apenas he tocado mi café con leche con esa mujer delante, y ahora está inbebible. Lo caliento en el microondas. Cada vez que viene esa tía acabo bebiendo café recalentado. Antes de que le mordieran, los cafés los preparaba mi marido. Las mañanas de sábado significaban sexo matutino y desayuno masculino, y a veces después más sexo… Pero una se puede acostumbrar incluso a alimentar al amor de su vida tirándole la carne en el sótano desde una distancia prudente. Yo era de las que cuando tenía veinte años pensaba que el amor es como en el cine. Y al final ni las películas han acabado dando con lo que es. Ahora, el amor puede significar fregar de sangre la zona de incertidumbre del chico que te daba besos cuando creías que vivir consistía en levantarte cada día para regodearte en tu suerte.
Pero al menos lo mío tiene cierta base de cordura. La señora Papadakis sigue cuidando de su marido zombi incluso habiendo sido víctima de sus palizas años atrás. Ella sí necesita a su asistente social.
Sea como sea, sé que esas cabronas de falda ejecutiva no vienen más que para convencernos, para que demos luz verde a sus servicios de Limpieza Zombi. Quieren traer a casa a un asesino del gobierno y que dispare en la cabeza a nuestros maridos, a nuestros familiares. Y los que más lo desean son aquellos que lo hicieron cuando comenzó todo, los que dejaron caer el hacha encima de sus consanguineos de buenas a primeras, ésos son los más radicales. Si ellos mataron a sus iguales se supone que el resto también hemos de hacerlo. Resulta que si tienes en casa a un vegetal alimentado por una pajita, está prohibido aplicarle eutanasia; pero si se trata de un zombi entonces todos se cagan, se ven en peligro, no quieren que nada pueda perturbar sus vidas normales de mierda.
No van a conseguir nada conmigo, no estoy loca, ya sé que hay casos y casos.
Hay una chica al final de la calle que dicen que mete mano a su novio encadenado. Dicen que lo tapa, lo viste, lo plastifica o vete a saber qué. Dicen, en definitiva, que se lo folla. Yo sé que a un zombi aún se le puede poner dura, pero si es verdad ese rollo enfermizo, no entiendo cómo esa chica aún no se ha contagiado. Un zombi joven suele ser más agresivo, incluso disimulan estar saciados para que te acerques. No es que la carne de cerdo no les quite el hambre, pero siguen prefiriendo el humano crudo.
De vez en cuando llama a la puerta algún equipo de televisión. Ahora, para los programas de media tarde, los que mantenemos vivos a nuestros familiares infectados somos las nuevas viejas con síndrome de diógenes.
Nunca ha entrado una cámara en mi casa. Quieren sacar diez minutos de material de mi marido, quieren editar un video con una voz en off que sugiera lo enferma que estoy y suelte algún chascarrillo comentando que ahora al menos el fútbol no acapara la tele en casa. Lo he visto. Creen que como das de comer a un enfermo diferente ya estás tan tarada que no tienes sentimientos, y por tanto se pueden burlar de ti.
En lo primordial, el mundo no ha cambiado nada.
Se legalizó la manutención de zombis después de muchas vueltas, dimes y diretes, a través de políticos que en poco tiempo tuvieron que saber cómo ese asunto les iba a restar o sumar para las siguientes elecciones. Nunca se trata de justicia o coherencia; si el pueblo es inculto nunca ha habido problema para potenciar esa confusión si eso daba votos o dinero. La regla básica que se transmite en muchos centros comerciales a sus trabajadores habla de que el cliente es despiadado. O con otras palabras, potencialmente estúpido, cuadrado, encefalograma plano; cerebros sin aristas, sin ideas, solo con una lista corta de cosas que hacer hasta la muerte. Crecer, follar, hijos, jubilación, todo ese rollo…
Así que, una vez nació el fenómeno zombi, hubo que tomar decisiones. No todos eran eléctricos y agresivos, aunque todos fueran asesinos potenciales. En cualquier caso, la mayoría de gente no dudó en matar a quien fuera que no hablara y tuviese ese andar patizambo a menudo lento y ridículo. No es que los muertos se levantaran de sus tumbas, los cementerios siguen tan bonitos y tétricamente católicos como siempre. Sencillamente un día alguien estaba infectado, y mordió a un segundo. Luego eso se propagó a un tercio de la población mundial, y luego se comenzó a investigar para crear una vacuna milagrosa. O eso dicen.
En realidad la muerte siempre ha sido un buen negocio, así que supongo que los zombis también lo son. Así que, conmigo, lo llevan claro, veinte años de matrimonio sincero no se tiran a la basura así como así.
La primera regla es lo de las cadenas, la sujeción. Si un día te levantas y tu hijo zombi ha mordido a los vecinos, van a ir a por ti, a decirte «Se lo dijimos» mientras te meten en la cárcel de por vida y van a hablarles de tu caso a otras familias con zombi en el sótano.
La segunda regla habla de higiene. Te obligan a tenerlo desnudo y a lavarlo como mejor se te ocurra, a manguerazos o con una esponja, según lo peligroso que sea tu ejemplar. Se comenta que Verónica, la niña sueca que dicen lo empezó todo atacando una noche a sus padres mientras dormían, es el ejemplo perfecto de cómo puedes empezar teniendo una familia para acabar lavando a tu hija con chorros de agua a presión. La niña, ya celebre por sus apariciones en los medios, se lanza con furia hacia las cámaras incluso después de haberse comido medio cerdo crudo, con esa barriga hinchada y antinatural que no parece tenerla saciada.
Ver zombis por la tele ya es como ver periodistas del corazón, casi te han dejado de dar asco de tan habituales.
Claro que, es distinto cuando se trata de tu zombi. Mi marido jamás a tenido un comportamiento agresivo, es como un perrito que no puede hacerte daño mordiendo. Pero claro, en este caso sí puede contagiarte, de ahí las mangueras y las normas.
La tercera y última regla obligatoria habla de no tocar nunca a tu zombi si no está sedado, y en ese caso siempre con unos guantes y protección digna de un cirujano. Las inyecciones sedantes están incluidas en el seguro, aunque yo no le he pinchado jamás. Lo cierto es que no me fío un pelo de esas agujas. Podrían no ser más que un truco sucio de Limpieza Zombi.
Siempre son las mismas imágenes. Esa niña sueca, rubia y vestida, sin esa barriga hinchada de los telediarios, corre por un prado, en dirección a mí, a cámara, de frente. Corre y sonríe. El cielo es azul en todas direcciones, hay flores y mariposas y ningún bicho que pueda picarte o molestarte. Sé que son las once de la mañana. Si te sientas no te manchas los pantalones de verde; puedes mirar al sol fijamente como si se tratara de la luna, y luego nuevamente a Verónica sin estar deslumbrada. Y ella corre y corre. Hacia ti. Y es un sueño agradable.
Hasta cierto momento.
Cuando la cría llega hasta donde estás tú, entonces le cambia la cara, te salta encima, y casi crees notar su mandíbula cerrándose alrededor de tu cuello.
Y despierto.
Ese sueño, eso es lo único que veces me hace pensar en si tiene sentido seguir anclada en el pasado, vía zombi de sótano, hacia ninguna parte.
Él era propenso a los abrazos. Paraba de tocarte cuando sabía que ya tenías suficiente. Justo un beso antes de comenzar a empalagarte, te soltaba y se iba a trabajar, o al gimnasio, o de viaje de negocios. Fue el mismo tío cariñoso a los treinta y cinco y a los veinticinco. Me dejaba elegir la peli siempre cuando íbamos al cine.
Había una sala de billar. En realidad era una sala de billar y cafetería y bar nocturno. Daba a una autopista. Formaba parte de una zona de ocio: una fuente rodeada de tiendas y bares y multisalas y hasta una juguetería. Todo eso que antes solo era un descampado.
Y allí, en la sala de billar, pasábamos las tardes de los sábados mientras nuestros amigos y pseudoamigos nos criticaban en algún otro lugar por no hacerles puto caso, por no no atender sus mensajes o hasta colgarles cuando llamaban. En esa sala de billar éramos capaces de mirarnos como si no hubiera nadie más, apoyados en la barra de hierro que había junto a unos grandes ventanales que daban a la autopista y el atardecer. Y tengo grabada esa imagen repetida cientos de veces. De espaldas a todo el mundo. Cuando él aún hablaba y yo aún era joven.
Sin embargo, ahora vuelve a ser sábado por la tarde, y tengo que volver a fregar sangre en el sótano. Vomita a diario. No sé a qué es debido, no sé si algún científico en el mundo lo sabe, o si interesa que los demás sepamos por qué los zombis se convierten en aspersores a la hora de la siesta.
En cualquier caso ya han pasado años así. Desde que no piso aquella sala de billar. Desde que tengo una fregona normal y otra que mide dos metros y medio.
A eso de las cinco de la tarde alguien llama al timbre. Subo desde el sótano. Siempre que me voy, él tira de sus cadenas un minuto. Antes me rompía el corazón con eso.
Abro la puerta y es la señora Papadakis. A veces se siente sola y se dedica a esto; llama de puerta en puerta. Mi error fue hacerla pasar una vez.
Aún hay secuelas físicas en ella del pasado. Dolores de espalda crónicos, y quizá otras cosas de las que no ha hablado. La policía jamás supo nada de todo eso. Ella decía que estaba enamorada, sigue diciéndolo. Supongo que a veces el cliente sí es despiadado.
Le digo que entre. Ya casi me enternece. Hablar con ella es como tratar con un hijo con síndrome de Down; solo tienes que cargarte de paciencia. Es como un boxeador que llevara ya años retirado y se hubiese quedado algo tarado de tanto golpe. Una buena persona que, por otro lado, no tiene acento griego. Lo de Papadakis no sé si es oficial o solo un mote. Poco importa. A veces creo que solo mantiene vivo a su marido para torturarle, esa carcasa de amabilidad y torpe cortesía podría no ser más que una tapadera. Pero me temo que no es así.
Nos sentamos en la mesa de la cocina. Papadakis titubea y habla entrecortadamente. Parece más intranquila que de costumbre. Decido fumarme un cigarrillo; tengo un paquete de emergencia en un cajón. Le ofrezco otro a ella y lo acepta. Bebemos té. El sol entra en la estancia por la ventana que hay justo encima del fregadrero.
Cada dos o tres frases, esta ex-maltratada y pseudoamiga mía pronuncia el nombre de «Verónica», y yo intento desenmarañar su discurso y ver a dónde quiere llegar, y por qué. No hay esperanza.
Parlotea cada vez más rápido y menos claro, confunde palabras, las cambia sin querer de lugar, su boca se adelanta a sus pensamientos. Dice algo de una leyenda urbana que cree real. Personas como la señora Papadakis no deberían poder tener Internet. Comienza a ponerme de los nervios hasta tal punto que chisporrotea la posibilidad en mi cabeza de comenzar a entender al zombi que tiene en su sótano. Habla de una niña de doce años que una vez colocó seis velas alrededor de ella el día de navidad a las doce de la noche. Se miró al espejo y vio al Diablo. Se desmayó y se golpeó la cabeza. Eso dice entre incoherencias. Papadakis dice que el Diablo se contagia de Verónica en Verónica. Posesiones. O eso debía poner en la versión que ella haya leído sobre la leyenda urbana. Verónica, que es como se llama también la follazombis, pues bien, Papadakis dice que es hija de Diablo.
Sigue hablando y atropellándose el discurso. Tengo que encenderme otro cigarrillo. A lo tonto, ya son casi las seis y media de la tarde. En mi barrio, una zona residencial bastante mona, al parecer también vive un anticristo inmortal. Papadakis dice que la niña sueca solo fue la primera, que Satán está esparciendo su semilla. Dice que me lo dice a mí porque yo también tengo a un zombi en casa. No sé si insinúa que mi marido es un soldado del Diablo o algo así. Y supongo que me ve arrugar el ceño o lo que sea, porque enseguida me aclara que la única culpable aquí -o la más cercana- es Verónica la ninfómana. Esa chica, con sus treinta años nuevecitos, con su pinta de promesa latina del polvo perfecto. Ya sabes que el Diablo adopta forma agradables para engañarnos, dice Papadakis. Papadakis no es tan sugerente a la vista como Verónica, es vieja y fea y está loca. Loca de verdad. Le pregunto que por qué confía en mí. ¿Solo es porque yo no me llamo Verónica? Y dice:
– No, bueno…, sí.
Es terrible. Dice que es por el nombre, sí, pero también por eso del sexo con su novio infectado. Le digo que eso solo es una leyenda urbana. Lo suelto como si tal cosa.
Se produce un silencio.
La señora Papadakis bebe de su té ya frío. El sol sigue entrando por la ventana, indiferente y cegador, nada que ver con el sol de mi sueño recurrente y agradable y con final infeliz. Le digo a mi pseudoamiga que quizá debería salir más. Quizá podría derrochar el dinero de su pensión en algo que le guste, ropa, una tele más grande… O podría ir al cine de vez en cuando, incluso sola; mucha gente lo hace.
Y de repente algo choca con el cristal de la ventana. Un golpetazo. Miro y hay alguien fuera, en el jardín. Camina alejándose hacia mi valla blanca, se acuclilla. Las dos nos ponemos de pie y quedamos hipnotizadas viendo a esa persona, una mujer. Oímos sirenas de la policía. La chica se pone de pie de nuevo y camina apenas manteniendo el equilibrio. La vemos de perfil.
Es el anticristo de Papadakis.
La sirena de la policía cada vez se oye más fuerte. El sol me da en la cara y veo a todos los vecinos ahí fuera. La señora Papadakis se ha sentado otra vez y murmura algo para sí misma, parece rezar. Ella es lo único que me queda. Sé que el resto piensan mierda sobre mí. El coche patrulla llega con otro blanco detrás. Pura formalidad, presencia policial para el papeleo. Del coche que no es de policía, sale un agente de Limpieza Zombi. Lleva unos guantes negros de cuero y viste un mono azul que parece plastificado. Nunca les había visto actuar. Se acerca a Verónica pistola en mano. Todo el mundo observa la escena desde su jardines, pasa un helicóptero, seguramente de televisión; estas matanzas son las nuevas persecuciones de coches. Yo miro por mi ventana, pero Papadakis sigue sentada en la mesa de mi cocina, se desentiende del asunto, me coge un cigarrillo y sigue con sus rezos.
El agente se acerca a Verónica, y le descerraja un tiro en la cabeza. Ella cae como un saco. Y el agente dispara otra vez, nuevamente en su cabeza, dos veces en el pecho, y otra vez más apuntando al cerebro. Los demás, de pie, desde sus jardines, aplauden la eficacia del asesino.
Un zombi solo por la calle es completamente ilegal, con una sola llamada enseguida llega un agente. Y este de mi jardín se vuelve y saluda ahora a todos, hace incluso una reverencia. Le da la espalda a Verónica. Y es justo cuando va a dirigirse hacia su coche, cuando el cuerpo inerte del suelo se pone de pie en apenas dos gestos. Parece tener mucha más energía que antes. Le digo a Papadakis que tiene que ver esto, se lo grito. Pero ella no se mueve. Verónica camina hacia el tipo, la policía no reacciona. Se oyen algunos gritos de aquellos que antes aplaudían. El agente se vuelve, la ve; y ella le muerde en el cuello con un movimiento rápido. Pero él no se despierta.
[No sabía qué video poner, y como no quería recurrir a un trailer manido o un videoclip que haya visto cien mil veces, me he decidido por un video jodidamente encantador en el que la actriz Amanda Seyfried toca una canción con su guitarra. Sin más. Qué muchacha…, la veo y veo hijos y comidas familiares y navidades felices… (y pensar que hay quien no sabe de su existencia…). Y por otro lado, he topado también con una noticia sobre la próxima película de Lars -hago lo que me sale del nardo- Von Trier. Se llamará “Melancholia” y él mismo dice que será una película de corte “apocalíptico-psicológico” protagonizada por Kirsten Dunst (foto). A temblar toca…]