A los quince años descubrí que existía una guía cachonda con consejos útiles para suicidarse. Es mi regalo potencial para Chico Zen, mi novio. La guía Tab no es algo que le puedas recomendar a cualquiera; hay que tener mucho sentido del humor negro, y la mayoría de gente no lo tiene: demasiado preocupados por no parecer amargados. Yo me bajo las bragas para Zen porque él sí sabe reírse de la muerte. Él no es de los que arruga el ceño a la más mínima, y tiene claro que yo no soy de las que cree que la vida acaba después de una tarde de compras y una hora metida en el lavabo. No va conmigo lo de envolverme en moda anoréxica y todos esos preparativos de maquillaje pijo. De todas formas la cosa no queda ahí, puede que no sea una chica al uso, pero aunque no me arregle como las demás ni intente ser el centro siempre, yo sí sé hacer mamadas de más de treinta segundos. No me parece de mal gusto, ni obsceno, no me importa que me llamen zorra (que lo harán). Si eres capaz de convertir al tío que te gusta en el centro del universo sólo con tu lengua, no veo por qué ser otra lerda del montón. Este tipo de cariño no lo entiende cualquiera. Tus labios de marca y tu manicura elegante color rojo infierno no sirven de mucho si eso solo te convierte en una calientapollas.
Mi plan de esta tarde es no hacer nada. O más bien, comprar la nueva edición de la guía Tab y luego no hacer nada. Nada en absoluto. Un momento de apatía en la vida puede ser conveniente y bello como un silencio en una canción. Estoy sentada en una terraza y creo que la camarera del turno de tarde es lesbiana. Creo que quiere ligar conmigo. El problema es que no parece de las que adopta el papel pasivo, ella no sería “la chica” en la pareja; con lo cual, le está costando mucho emitir sus señales, y yo no encuentro el momento apropiado para decirle que no entiendo.
Viene y deja raciones de frutos secos para picar. Sonríe un poco. Tiene un piercing en la nariz y esa estética emo que antes solo te convertía en gótica tarada. Es guapa, mucho, tanto que casi se estropea con ese rollo de moda de libro de vampiros promocionado en telediarios. Lo cierto es que me encantaría ser bisexual, poder apuntarme a esas orgías en las que igual comes rabo que almeja. Pero el cuerpo no me pide eso. El plan es volver a casa antes de que esta muchacha se arme de valor para decir algo, comprar el libro y mañana dárselo a Zen.
Salta hacia atrás. Tengo trece años y os odio a todos. El colegio es un cúmulo de estúpidos que no aprobarían jamás asignaturas que yo saco adelante holgadamente sin interés alguno. Más adelante me daré cuenta de que casi nada de lo que se decía en aquellas aulas era verdad o tenía utilidad alguna. Sólo los profesores parecían más hastiados que yo, un grupo de fantoches de cuarenta años que debían ser escritores fracasados; si les mirabas a la cara igual podían estar allí que en el corredor de la muerte. Todos con familia, niños, dinero que desaparece, atrapados en la mirada de alumnos a los que les importaba un carajo el noventa por ciento de lo que dijeran. De cría, mirando a la mayoría de adultos con atención, podías ver el futuro. Yo lo que hago es intentar evitar todo eso. La madurez no existe, esos profesores no querían ser profesores, quizá ni tener hijos; no querían estar allí, querían volver a los quince años y hacer lo que de verdad les apetecía, que era no hacer caso a nadie.
Vuelve al presente. Tampoco soy mucho mayor, pero ya no me obligan a hacer análisis sintácticos ni clase de gimnasia. Tal y como yo lo veo, hay dos opciones, o vives como todo el mundo o intentas dedicar tu vida a lo que te guste de verdad. Y no, no se puede compaginar, todos mienten, mienten sus sonrisas madrugadoras, y hasta las carreras que les han catapultado a trabajos de responsabilidad que les hacen resoplar de hastío cada día de sus masticadas vidas respetables. Se conforman con poder decir en voz alta sus cargos en las conversaciones. Yo prefiero ser una tarada con minifalda que dice tacos.
Pero la radicalidad siempre tiene matices. Yo puedo ser tan realista como cualquiera. Pero deja tu banda de rock si ese trabajo que te hace quedar tan bien en las comidas de navidad no te deja tiempo. Deja de pintar cuadros o de escribir o de actuar en esa pequeña compañía de teatro. No digas que haces esas cosas solo por diversión, que no quisieras llegar más lejos, ni ganarte la vida haciendo lo que te gusta. No mientas de esa forma tan descarada. Al menos ten un respeto a los que te quieren. Escoge, o pasiones o seguridades, y vuelca tus fuerzas en tu opción. No pasa nada si envejeces en una oficina haciendo algo que te provoca una profunda indiferencia; pero no me digas que no hubieras querido hacer con tu pasión algo más que pasar el rato. Deja de intentar parecer siempre El/La Responsable Realista. Es repugnante. Es la clase de actitud que hace que mis bragas aguanten secas todo el día. Este mundo podría convertirme en frígida si me despisto un momento.
En cualquier caso, como decía, y era por algo, hasta el discurso radical tiene matices. Esas capullas de veinte años que son capaces de tener largas conversaciones sobre marcas de ropa siguen pareciéndome penosas, que quede claro. Pero yo también tengo mis pequeñas manías estéticas: minifaldas, zapatos de tacón. Y tejanos en invierno. Y sí, enseño, me muestro, suelo llevar mis gemelas de excursión a las fantasías pajilleras de mis amigos. Pero el que consiga ligarme no lidiará después con una pseudocachonda a la que le dan asco los penes. Mis promesas estéticas se traducen en orgasmos.
Chico Zen trabaja en la librería a la que siempre voy, así que tengo que ir a buscar la guía Tab a otro sitio. Ayer le dije que tenía que ir a ver a mi abuelo hoy, que no podía pasarme a verle. Es la mentira entrañable, tan bien vista y facilona. La discreción funciona. Todos mis abuelos están muertos.
Entro en una especie de quiosco vacío; tengo que bajar dos escalones y acabo metida en una especie de zulo con mi minifalda y mis deportivas. El hombre canoso tras el mostrador me mira de arriba abajo sin ningún disimulo. Lleva alianza. Hay todo un estante dedicado a Tab. Alguien dijo que es el primer bestseller punk de la historia. Podrías encontrarlo en cualquier sitio, esperándote en un muro de libros junto a la saga que esté de moda.
Cojo un ejemplar carísimo de tapa dura. El viejo me cobra, da la sensación de que podría dejarlo todo de lado con tal de empotrarme contra la pared; las sonrisas de sus nietos no pueden competir con mis tetas jóvenes, eso dice su mirada. Salgo de ese repugnante lugar y me voy a casa. No estoy escandalizada, pero tengo la piel de gallina y el estómago revuelto.
Estoy en mi piso. Mis padres son un encanto. Nadie diría que una puede ser sincera y a la vez llevarse bien con sus padres. Cualquiera diría que el ambiente en casa es inadecuado, o que no es sano, o… en fin, los políticamente correctos nos invanden. Aquí no celebramos fiestas de cumpleaños, no hacemos cenas ni comidas ostentosas en invierno. Si mis padres ya jubilados se van de viaje, por la mañana mi madre me da un beso en la frente casi sin despertarme y oigo cómo se cierra la puerta. Y me quedo sola y en paz. Y no es triste ni deprimente. Somos la prueba viva de que puede existir el amor al margen de las tradiciones y las pruebas que todos exigen para saber si les quieres. Y eso da mucho miedo a los demás. Porque ¿qué pasa si no te hacen regalos cuando toca?, ¿cómo vas a saber si hay amor si los reyes no te traen nada y papá noel les parece un gordo patrocinado por coca-cola a los que te quieren? Un puto gordo pederasta que se cuela por tu chimenea… Mis padres sí tienen sentido del humor. Y sí, hacen regalos a veces; pero los hacen un martes. Un sábado cualquiera. Un lunes por la mañana. Cuando el amor parece tener más sentido; cuando demostrar que quieres a alguien no es algo que hagas con todos los demás al unísono porque la tele te grita que lo hagas.
Y no se trata de llevarles la contraria a todos, no es una cuestión de rebeldía antisistema porque ni siquiera hay un sistema decente contra el que revelarse. Solo se trata de nosotros, de que siempre ha sido así en casa, y de que eso, a pesar de todas las presiones y miradas ajenas, nunca nos ha hecho desgraciados.
Me meto en la cama y solo pienso en ver a Chico Zen, en ver su cara cuando vea el Tab. Mañana es sábado. Quizá conecte el móvil. Noto un intenso alivio en el pecho. Ya no tengo el estómago revuelto. Recuerdo vagamente cierto fragmento de Hablemos de langostas, el libro de mi amado David Foster Wallace, justo antes de dormirme:
«Algo que a mí me frustra rotundamente cuando estoy intentando leer a Kafka ante estudiantes universitarios es que me resulta casi imposible hacerles ver que Kafka es gracioso. O apreciar la forma en que el humor está entrelazado con la poderosa fuerza de sus relatos. Porque, por supuesto, sus relatos y los grandes chistes tienen mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la comunicación llaman a veces ´exformación´, que es cierta cantidad de información vital eliminada de una comunicación, pero evocada por la misma de tal manera que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor (…) No es casual que Kafka hablara de la literatura como de ´un hacha con la que cortamos los mares congelados que tenemos dentro’.»
[Me voy a repetir. Sé que esto está en cuarenta mil blogs ya. Pero no sabía qué poner y no tengo ganas de pensar. Del fenómeno LIPDUB (video) creo que los de arriba no fueron los primeros, pero sí quizá los mejores; ese tipo de grabación no es fácil y la mayoría dan mucha vergüenza ajena. Hay que reconocerles a los Black Eyed Peas que han sacado un tema pop perfecto para estas lides… Y abajo, foto de Lily Cole (con el maestro Terry Gilliam arrimándose), musa proyeccionera indiscutible sobre la que escribí un macabro relato cuando para mí solo era una sesión de fotos, y que ahora ya está pegando fuerte en el cine.]