Me agacho, cojo la linterna y la enciendo. El trabajo que se realiza sólo por dinero lleva a la estabilidad material, esa estabilidad lleva a la rutina, y esa rutina a menudo al tedio. Luego hay quien no puede controlarse y acaba hostiando a su mujer, o constantemente amargado, o inmerso en una terrible inopia vital; o a veces incluso acaba muerto por voluntad propia, ya sea en vida o vía suicidio.
De esas opciones, la mayoría de gente elige la muerte en vida, lo que a veces llaman “ir tirando”. Pero claro, esto es sólo mi forma de verlo. De todos modos normalmente no me gusta tener razón. De hecho, ahora que estoy en medio de este bosque y sólo tengo mi linterna, casi estoy comenzando a echar de menos esos grises existenciales. Mis amigos han salido corriendo en todas direcciones, y siento algo parecido a la parálisis, como si alguien que se ha levantado milagrosamente de su silla de ruedas se diera cuenta de que aunque puede mantenerse en pie, no puede andar. Es una sensación terrible.
Así que, después de oír unos pasos nada tranquilizadores, mis colegas salen pitando al ver algo, pero a mí se me cae la linterna y se apaga. Lo que sea que les ha hecho huir a todos, sigue ahí, frente a mí.
Y me agacho, cojo la linterna y la enciendo.
Y llega la parálisis repentina. Delante tengo algo que Kafka describiría con un par de líneas nada definitivas. Qué asco.
Él (o Ello) mide unos dos metros y medio, quizá algo más. Es -en parte- como una cucaracha gigante puesta de pie, pero la verdad es que no me detengo a repasarlo/le/la de arriba abajo, me basta con intuir que no es humano. Lo primero que pienso es que estoy muerto, se acabó, no más competición ni dinero, no más miedo al futuro. Esa sensación dura unos segundos, e incluso llega a resultar agradable. Entonces cierro los ojos y espero. Espero… Pero no pasa nada. Así que enseguida vuelvo a sentir miedo y apego por todo. Abro los ojos y Él sigue ahí, como si nada. Deben ser como las tres de la mañana. En los planes que hicimos antes de venir, una de las actividades era esta, dar un paseo de madrugada lejos de la cabaña y nuestros móviles, etc. Somos jóvenes y nos creemos alguien y, la verdad, lo más arriesgado que hacemos es comprar billetes de avión a meses vista, cambiarnos de compañía telefónica, cosas así… Somos por fuera como esos chicos y chicas brillantes y modernos de los anuncios, pero la mayoría del tiempo sin las sonrisas ni los gritos de euforia. Nadie quiere ser Brad Pitt o Scarlett Johanson, más bien se conforman con parecerse a ellos; nunca es una cuestión de talento o visión, sino de cuánta de la ropa que te pongas, por hortera que sea, te va a quedar bien.
– ¿Así es como sois? – dice la cosa, en un perfecto español. Ni siquiera me sobresalto, sigo inmóvil. No sé si hablar, se han ido amontonando movidas en mi cabeza. Tampoco sé de dónde sale esa voz metálica, no hay boca a la vista.
Lida llega a la cafetería y comienza darme la vara con el asunto de la excursión, que por qué no quiero ir y todo el rollo. Me dice que estaremos dos días en la cabaña, que no es demasiado. La idea no me atrae lo más mínimo, sencillamente me parece una forma ineficaz de Huir. Me da la sensación de que no se trata de conocer nuevos lugares o estar en contacto con la naturaleza; no hay curiosidad alguna, sólo una vaga obligación de “escapar” de lo que llaman Vida Real. Me da mucha pereza recurrir siempre a los mismos trucos extra-rutinarios que luego no hacen más que devolverte a esa Vida de la que no sabes o puedes desmarcarte de una forma auténtica. Lida saca de su bolso mapas impresos de la zona, dice que ha visto fotos y es precioso, todo, el bosque, las rutas, las vistas; dice que quizá podamos hacer rafting. Cuanto más la oigo más pequeña se hace mi polla en los calzoncillos. Otra cosa es que, da igual si voy o no, quiera o no acabaré viendo más fotos a la vuelta.
Esa cosa sigue frente a mí, y ahora parece que sisea, creo que oigo caer restos de baba o algo parecido. Le digo que qué quiere decir con que si así es como somos. El miedo que siento comienza a diluirse en cierto modo, estoy en terreno inexplorado; y aunque sé que el inmenso interrogante puede aplastarme en cualquier momento, al menos se puede recurrir al diálogo. Enfoco al suelo, no tengo fuerzas para hacer nada más.
– Tengo entendido que los seres humanos sonreís con facilidad… – dice la criatura.
Pausa.
– Bueno, yo creo que…
– Un momento – me interrumpe -, quiero decir: tengo entendido que los seres humanos sonreís con facilidad, aunque a veces sea fingido.
– Bueno, a veces es así. Sí.
Oigo ruidos muy extraños, cada vez más. Lo que creía que podía ser baba que caía en la hierba y los arbustos, suena demasiado sólido. Muevo la linterna.
– ¿Por qué? – dice Él/Ello.
– ¿Por qué sonreímos?
– No. Por qué sonreís aunque no queráis.
De entre sus patas/piernas/escamas/etcétera, están cayendo lo que parecen crías, versiones tamaño bebé de lo que tengo en frente; parecen langostas, negras, viscosas, y sólo con tocar el suelo salen corriendo en todas direcciones casi sin hacer ruido.
– De… ¿de dónde vienes? – suelto, con un hilo de voz tembloroso.
– Ahora ya se acabó para vosotros eso de hacer Preguntas. Lo siento.
Al final cedo y les digo a mis amigos que iré a ese sitio con ellos; a pesar de la paliza de coche que supone, y de que no tengo ganas de ir. Voy al despacho de mi jefe y le digo con mucha incomodidad que si puede adelantarme las vacaciones una semana. Dice que necesita comprobarlo, que quizá ya no pueda. Dos horas después me llama y me comunica que he tenido suerte, que le ha costado lo suyo, pero que al final puede adelantarme esos días. Siento una punzada de decepción al oír la noticia. El viaje al final no es de dos días, sino de cinco (aunque quizá siempre fue de cinco), lo cual significa que pasaré un tercio de mis vacaciones autocensurándome en mi discurso, para no parecer un capullo.
La criatura sigue pariendo sin parar, lleva como tres minutos de silencio soltando sus crías, con una inmovilidad pasmosa, como quien caga o mea. Y dice:
– ¿No me puedes contestar?
– Bueno, no sé por qué sonreímos… Solo intentamos ser amables entre nosotros.
Yo no soy embajador de nadie, y mucho menos de la Humanidad. No voy a saber hacer esto. Si lo que busca este ser es claridad, la que yo puedo ofrecerle no va a dejar en buen lugar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Con lo cual, no tengo buenas respuestas, sin olvidar que tampoco puedo hacer preguntas…
– ¿Por qué no puedo hacer preguntas? – le suelto.
– No puedes hacer preguntas porque siempre habéis hecho preguntas; y eso no sirve de nada si cuando sonreís no siempre es de verdad. Las preguntas por sí solas no sirven para nada.
Me dice que ahora nos toca responder, a todos; habla en plural y con ese tono de saber todo lo importante respecto a la tierra que pisa. Me vuelve a hacer La pregunta otra vez. Yo sigo sintiendo esa sensación de parálisis involuntaria, y no sé si la respuesta conllevará consecuencias.
La semana antes del viaje nadie sabe hablar de otra cosa. Por más que vea fotos y hasta videos del lugar, sigo sin estar tentado de verdad en ir cinco días a ese sitio (total, parece poco más que una colina). Pero claro, esto no es una cuestión de creatividad u originalidad, sino de liderazgo. Cuando Lida se empeña en algo siempre consigue arrastrar a Monica y Dani, y los demás acaban apuntándose por inercia. Mi gran descubrimiento de los últimos días es que no siempre hay obligación de dejarse arrastrar por esa inercia. Y aunque sea algo muy sencillo y basado en el limitado libre albedrío que tenemos, hay mucha gente que no lo entiende. Es por eso que, a una semana del viaje, no sé por qué me he apuntado, pero ahora echarse atrás sería ya más trabajoso que ir y asentir en los momentos adecuados.
Él/Ello da un paso hacia mí. Ya no cae nada de su cuerpo. Me llega un intenso olor, y me extraña no haberlo sentido antes; quizá ahora estoy menos cagado. Huele como cuando un perro muerto se va pudriendo día a día en verano. Por un momento pienso en si no se habrá comido ya algún animal, o a alguien… Después de algunos minutos vuelve a hacerme La pregunta. No sé qué quiere oír, no sé si quiere que le dé una buena respuesta en defensa de mi especie o si quiere que le diga de verdad lo que yo opino. Como no puedo hacer preguntas, no puedo averiguar qué pasará, si lo que hará será premiar mi sinceridad o una actitud optimista. Lo cual me lleva a la creencia de que quizá al ser el optimismo la actitud demandada por los seres humanos que se consideran responsables y equilibrados, puede que sea ese el tipo de respuesta erróneo si valoramos la situación desde el punto de vista de alguien que seguramente tenga una visión global de cómo están las cosas en la Tierra. O puede que la respuesta errónea sea la de la vertiente más analítica, científica, cínica o hasta pesimista. Valorando la cuestión, para mí la respuesta está clara. Pero ¿qué debo hacer?, ¿hago como siempre hacemos por aquí, quedo bien y punto?, algo como: «No siempre sonreímos de verdad, pero es porque si siempre fuéramos sinceros en nuestras reacciones la relación entre todos acabaría siendo insostenible…» ¿O digo lo que pienso?, algo del estilo: «Mucha gente se sonríe aunque no tenga ganas simplemente por pura hipocresía, para ser aceptados, y porque en el fondo no están dispuestos a dejarte entrever que aunque hayan hecho más o menos siempre “lo correcto”, sus vidas han acabado siendo sobre todo un coñazo insufrible.»
La noche antes de irnos, quedamos para cenar. Somos nueve. Es una especie de ritual tradicional, algo como una celebración de la suerte que tenemos de tener el estómago lleno y varios días libres por delante. Es la constatación de que realmente podemos hacer lo que queramos (a veces), y de que nos apetece pasar esos días en ese bosque, porque aunque seamos urbanitas sabemos valorar la calma y ese factor primitivo y puro de la naturaleza. Todos hablamos de lo relajante y saludable que va a ser desconectar. Tenemos los cinco días planeados hora a hora, cada excursión, cada movimiento, sabemos cuáles son las rutas más bonitas y la media de cuánto se tarda -en horas y minutos- en completar cada una de ellas. En un momento de silencio se me ha ocurrido decir que podríamos dedicar un par de días a ir cada uno a lo nuestro, yo tenía pensado llevar un buen libro o… Pero enseguida me han cortado, me han dicho que hay demasiadas cosas que ver, y que la gracia es estar todos juntos. Yo he sonreído ampliamente (creo que con mucha naturalidad) y les he dicho (dando algún rodeo) que tienen razón.
Quisiera pensar que no, pero creo que Ello está empezando a impacientarse, agita lo que parecen unas alas, se oyen gorjeos y una especie de digestión muy pesada y ruidosa. Yo me dedico a enfocar al suelo y no me sale una sola palabra. Y entonces, otra vez la voz metálica, que esta vez casi me hace gritar:
– Así que si no podéis hacer preguntas, simplemente no sabéis decir nada.
Si no podemos hacer preguntas no sabemos decir nada, si no podemos compararnos con los demás no sabemos cómo de bien o mal nos va, si no saboteamos a alguien no podemos hacer ostentación de nada, si no podemos sonreír de verdad lo hacemos de mentira. Todo eso dice. Esas palabras usa; Sabotear. Ostentación. Mentira. Dice:
– Vale. No puedes hacer preguntas, pero reconozco que no es justo que estés totalmente a ciegas con lo que está pasando.
Se agita de tal forma que parece mirar hacia arriba, aunque yo no he visto ojos de igual forma que no he visto boca. Y dice:
– No te voy a decir de dónde venimos, o si es de dónde, de cuándo, o de parte de quién. Sólo tienes que saber que ahora somos muchos aquí, y que muchos humanos adultos tenéis una hora de tiempo para convencernos de que merecéis continuidad. ¿Entiendes?
No puedo hacer preguntas. No se me ocurre nada que decir; mis colegas ahora quizá mantienen una conversación similar a esta. Ello dice:
– Queremos saber en qué falláis, cuál es vuestro problema de base, algo que seguro está incluido de forma casi orgánica en vuestra rutina y que veis como algo respetable y natural. La verdad es que me estás dando muchas pistas con tu silencio.
El primer día en el bosque es agradable, hacemos una excursión que se alarga hasta bien entrada la tarde. He traído un cenicero portátil y cigarrillos de sobras. Me siento bastante bien incluso con las prisas que tienen algunos por ver esto y aquello, que si una cascada, que si una zona que es “un prado la hostia de grande” (en el que luego no pasamos más de diez minutos)… Siento una especie de relajación pos-cabreo-monumental, como cuando has discutido con alguien y luego al paso de los minutos te has ido tranquilizando y vagas como sedado, como si nada pudiera hacerte daño; es algo así como lo que hay después del desespero, una extraña paz, la única paz que suelo sentir de una forma pura, blanca.
Los planes son: Mañana más de lo mismo; y pasado mañana por la noche quieren dar una vuelta por el bosque una vez haya anochecido, quizá hagamos una fogata en algún claro o algo así, aunque no sabemos si es ilegal por la zona.
A las seis de la tarde llegamos a la cabaña, y aunque había como tres o cuatro historias más programadas, estamos demasiado cansados. Unos se dedican a jugar a las cartas, alguno se duerme, y yo maldigo a todo el mundo en silencio por no haberme traído un par de libros para alejarme de todos y leer en algún lugar tranquilo del bosque.
Si lo que tengo es una hora, ya no me debe quedar demasiado tiempo. Supongo que da igual lo que diga, ya que este bicho, sea lo que sea, parece un buen detector de dobleces, de impostura, de comportamiento humano. Me ha vuelto a hacer La pregunta. Y yo vuelvo a hacer mutis involuntario. No sé qué coño decirle, comienzo a sentir una mezcla de terror y hartazgo. Lo más parecido a un trauma que he vivido en mi vida hasta hora, es sentir celos por una chica, o rabia por “tonterías” que nadie considera tragedias; esas pequeñas cosas que te van desgastando y que tienen mucho que ver con la rutina de seguridades que has seguido para no ser ese desgraciado que los adultos te decían que serías si no hacías esto o aquello con tu vida. Esas pequeñas cosas que pueden llevarte a la desesperación más absoluta, o a lo que un profesor mío llamaba Suicidio Neutral. Decía que suicidarse ya es de por sí triste, pero lo es aún más si encima no tienes ningún motivo en especial más que el hecho en sí de estar vivo y tener que afrontarlo.
Le digo a Ello que sinceramente no sé qué decirle. Que tengo miedo. No puedo contestarle cuando no sé si voy a morir en un rato, o qué es lo que va a pasar.
Y dice:
– Te queda muy poco tiempo. Y no estás ayudándote.
El segundo día en el bosque es un coñazo, lo noto además en algunas miradas; pero ya está todo planificado, ahora ya es una cuestión de orgullo, hay que completar los cinco días y después recordarlos el resto de nuestras vidas con cariño, inflando anécdotas y retorciéndolas. La verdad es que alguna vez me gustaría que los hechos estuvieran a la altura de la historia de los hechos. Caminamos y caminamos, haciendo una ruta distinta a la de ayer. No nos encontramos con nadie. La verdad es que quiero sentarme en una cafetería y tomar un cortado fumándome un pitillo o dos, quiero dar una vuelta por la ciudad y volver a reconocer los olores; quiero encender mi ordenador y poner “guarras” en Google. O quizá no quiero hacer nada de todo eso. Pero no quiero estar más aquí.
Le digo al bicho que necesito tener más información, que esto no es justo, que funciona así: tú me cuentas y yo te cuento.
– No. No lo entiendes. Lo que cuentas debe ser de verdad, porque lo quieres contar, porque necesitas contarlo. Si hablas esperando oír lo que yo te diga luego, será como si me sonrieras sin tener ganas. Ahora tienes que ser desinteresado.
Ahora tengo que ser desinteresado; es como si le hablarás a una chica desconocida en una discoteca sin tener la menor perspectiva de tirártela; es como leer un libro de física sin tener exámenes de física cerca; es como casarse con alguien por la iglesia sin tener padres mayores o abuelos a los que dar ese gusto. Como si te sacudieras la sardina o te hicieras un dedo sin orgasmo posible en el horizonte. Como si colaboraras con una O.N.G sin poder comentárselo luego a todo el mundo.
Es como si escribieras sabiendo que nadie va a a leerte.
– ¿Por qué sonreís sin ganas?
– ¡Ya te contesté antes!
– No, dijiste lo primero que te vino a la cabeza… ¿Por qué sonreís sin ganas?
El tercer día despierto (me despiertan) a las ocho de la mañana. Al parecer vamos a ver un sitio «muy bonito», aunque nadie sabe describirlo; tienen un nombre y una cruz en el mapa/guía turística, nada más. Al parecer el resto ya llevan despiertos como una hora, me meten prisa y me dicen que no saben para qué he venido, que no voy con ganas a ningún sitio. No les digo nada, pero por un momento estoy a punto de verbalizar que tienen razón, y que esto pasa cuando presionas a alguien para que haga lo que no quiere hacer. Pero como soy aún joven, tengo que comportarme como tal, así que me visto a toda prisa y afronto una nueva y joven jornada, con jóvenes rutas de montaña y ese entrañable desasosiego por ver si seremos capaces de ver todo lo que tenemos que ver en un solo día. Hay que marcar muchas cruces/lugares-vistos/trabajo-hecho. Si no luego no podremos decir que lo vivimos, que estuvimos allí, con el pulso por las nubes, atragantados de felicidad juvenil.
Me derrumbo y hecho a llorar definitivamente. Él/Ello ni se inmuta. Le digo que me mate si tiene que matarme, que me deje en paz de una vez, no sé contestar a su Pregunta, o al menos no sabré hacerlo de un modo que le satisfaga, porque soy una mierda, un ser patético, seguramente más patético de lo normal. Ni siquiera puedo mover los pies del sitio.
– No puedes moverlos porque yo no te dejo. Venga… ¿Por qué sonreís sin ganas?
Siento una extraña debilidad, me doy cuenta de que, efectivamente, no puedo echar a correr, no puedo huir en modo alguno de esta situación. Miro el reloj, en realidad solo ha pasado media hora. Queda media hora más. Tiene que pasar aún media hora para que sepa qué va a ser de mí.
– ¿Ahora estás llorando de verdad? Tengo entendido que también recurrís a fingir eso para conseguir vuestros objetivos.
Me atraganto, no puedo hablar. No puedo recordar nada de mi vida con claridad. Me vienen recuerdos vagos, momentos insustanciales, pequeños detalles que ahora que seguramente voy a morir no me parecen importantes, sólo paja, horas bisagra de un día de colegio a otro, de una jornada laboral a otra; me veo firmando papeles en el banco, intentando satisfacer a Fulanita, cenando en fiestas de cumpleaños multitudinarias en las que sólo deseaba volver a casa. Me cuesta mucho recuperar los buenos momentos, el pasado positivo. Estoy de rodillas en la hierba húmeda. Y oigo la voz nuevamente;
– ¿Por qué sonreís sin ganas? ¿Por qué lloráis sin ganas?…
A mediodía del tercer día, paramos a comer en un claro. Lida se ofrece cada mañana a bajar al pueblo (cuatro casas contadas), que está a unos tres kilómetros. Dani siempre se va con ella. Se dice -en ese tipo de conversaciones extrañamente animadas- que follan juntos; algunos/as están entusiasmados con la idea. Mónica, a mi juicio la chica más interesante del grupo, dice que sospecha querían venir solos a la cabaña, pero que no quieren que se sepa aún que están juntos. Al parecer Lida es algo así como un Objetivo claro para cualquier tío hetero, y no quieren sembrar mal rollo en el grupo. Cada vez se habla más a menudo del tema; hasta se especula con que seguramente paran de camino al pueblo, o al venir de él, para montárselo en medio del bosque; algunos cronometran mentalmente el tiempo que tardan en volver, porque al parecer el hecho de que quizá estén enrollados es emocionante y nos afecta a todos. Sinceramente, la idea de soportar a Lida a solas conmigo mucho más de una hora diaria, hace que tenga que volver a acordarme de respirar.
Nos comemos nuestros bocadillos. Personalmente es mi momento favorito del día, cuando paramos y no parece haber prisa por cumplir más objetivos; sólo comemos. Además el hecho de masticar y engullir hace que algunos dejen de hablar, lo cual proporciona una poco habitual tranquilidad. Quedan dos días y muchas rutas que ver. Una vez llevamos diez minutos sentados, y cuando aún estoy acabándome mi bocadillo, Lida se levanta y dice que hay que seguir, que aún nos falta mucho. Dani se incorpora enseguida y nos anima a todos a «darnos caña», arguyendo algo sobre si somos abuelos o qué, y de repente imagino su cabeza clavada en una estaca y le deseo mentalmente muchos años de convivencia con Lida. Ahora estaría dispuesto a ser el padrino yo mismo en la boda. Me levanto. Mi estómago parece soltar una exclamación.
Digo voz en grito que no sé por qué reímos ni por qué lloramos. No puedo pensar. Lo más exasperante de todo es que todo sigue igual, el bicho como una estatua, el bosque a lo suyo con sus ruidos, con su encanto nocturno de mierda, y el cielo tan sólo parece esperar ver morir a otro más ahí abajo. Le pregunto al bicho, ya furioso (yo, no el bicho) si es un extraterrestre.
– No puedes hacer preguntas.
– ¿Eres un extraterrestre o no?
– No puedes hacer preguntas. Te quedan diez minutos.
– Si no eres un extraterrestre, ¿qué eres, eh?
– ¿Por qué sonreís sin…
– ¿Eres un marciano, no? – interrumpo.
– No podéis hacer preguntas.
– ¿Y qué más te da? Podéis follarnos cuando queráis, ¿no? ¿Qué más te da que te haga una puta pregunta? ¿Eres un marciano o no?
Lloro como una nenaza, pero me he crecido, no le dejo hablar, sólo le interrumpo, le atosigo. Le hago preguntas hasta que desanda el único paso hacia mí que dio. Luego decido quedarme un momento callado, a la espera.
– No podemos ofrecer esa información – dice la voz metálica. Luego se queda un par de minutos en silencio. Y dice:
– ¿Por qué sonreís sin ganas? ¿Por qué lloráis sin ganas?…
Cada vez parece más un robot. Pero no lo es, tan sólo se ha quedado algo sorprendido ante mi ráfaga de rabia. Estoy en un estado que jamás he experimentado; ante la duda de si mi vida se ha acabado. No consigo volver a sentir esa sensación de alivio que tuve ante la perspectiva de la muerte. De estar de rodillas, paso a sentarme en el césped. De hecho, me estiro, me tumbo de espaldas mientras sigo oyendo las preguntas. Desisto de intentar dialogar.
– Te quedan cinco minutos.
Justo después de eso, oigo unos ruidos, sonidos que llegan de lejos. Me incorporo un poco y veo cómo en el horizonte unas ráfagas de luz roja suben hacia arriba y se desvanecen.
– Vuestras horas se están consumiendo – dice la cosa.
– ¿Estáis matando a la gente? – farfullo, rompiendo otra vez a llorar de golpe.
– No puedes hacer preguntas… Aún tienes algo de tiempo para contestarme.
Ninguna idea pasa por mi mente, ni diapositivas ni la cara de la persona que más quiero, sea la que sea. Siento una especie de lucidez extraña, algo cercano a ir demasiado rápido o demasiado alto, cuando la mente se te queda bloqueada y sólo sientes Nada. Es una especie de orgasmo sin el placer del orgasmo, diluido, lleno de vacío.
Una vez más, no hay respuestas.
Intento ponerme de pie. O más bien noto cómo algo invisible me pone de pie. Quedo recto con una facilidad pasmosa;
– Se ha acabado tu hora.
Justo cuando voy a decir algo, noto cómo mi boca es incapaz de abrirse, no me hace caso. Mis pies comienzan a unirse a la tierra que hay bajo el césped, y mis piernas entre ellas. Noto desgarrarse mis zapatillas, mis pantalones, cómo de mi cabeza está creciendo algo, como un tumor terrible y demasiado duro. Al tocarlo noto que es madera, corteza, es rugoso y seco. Mi torso es como de piedra a través de mi camiseta, mis brazos se enganchan a mí. Cuando me doy cuenta, veo que Él/Ello, está unos dos metros por debajo de mi altura. Crezco como en un video a cámara rápida. Todo es indoloro, y aunque también es extraño, no sé por qué no me sorprende, no estoy desconcertado. Comienzo a perder la visión hasta quedarme totalmente ciego. Y justo cuando empiezo a notar una agradable sensación, el aire, la altura, mis molestias de espalda desaparecidas, la ausencia de miedo, la rutina común al margen de mí, etcétera, entonces oigo la voz metálica otra vez, que dice:
– Los árboles nunca hacen daño a nadie, y no tienen que dar respuestas.
Son las dos de la mañana. Todos estamos preparando nuestras linternas. Era una norma traer una cada uno (es una de esas cosas que tienes que hacer para ser guai igual que los demás). La gracia está en llevar sólo las linternas.
Salimos. En realidad no hace nada de frío, así que podemos ir perfectamente en manga corta. Vemos cómo Lida y Dani se agarran de la mano y llevan una sola linterna para los dos (la sujeta él). Mónica me da un codazo y me susurra que es muy posible que todo este rollo de pasear de noche haya sido sólo para que ellos puedan, a media luz,“oficializar lo suyo”; no me parece descabellado en absoluto. Luego me dice que no se siente muy bien. Ha encontrado en mí una especie de confidente, se sabe de memoria toda mi teoría sobre lo de Huir, y sobre lo absurdos que me parecen a veces estos viajes/excursiones/etcétera. Aunque en todas nuestras conversaciones, y con un optimismo auténtico y encantador, al final siempre me dice que algo se nos ocurrirá a nosotros para huir a nuestra forma.
[Normalmente los canales de Youtube son una basura, o están abandonados o sólo hay chorradas o pijas (algunas ya mayorcitas) que te dan consejos para maquillarte como Megan Fox o te enseñan los trapitos que se han comprado. Pero a veces se encuentran canales de calidad (una muestra en el video). Una tal Grace Randolph, una rubia pizpireta y más carismática que aproximadamente el ochenta por ciento de los periodistas (a nivel mundial…), utiliza su canal para hablar de las pelis que se estrenan; tan sencillo como eso; se espera a la salida del cine y habla con la gente. Ya está, no hace falta más. Eso sí, son videos sólo recomendables a los que sepáis más o menos inglés o no os importe no enteraros de la mitad (como es mi caso) y ayudaros con el contexto del diálogo y la deducción. Así no podréis vivir en Carolina del norte, pero basta para ver los videos de Grace.]