La venda me ahorca. Me la he puesto a tirones. Se está empapando de sangre. Conduzco serpenteando por una carretera que habré cruzado tres veces en mi vida. Es de noche, llamo a todo el mundo mientras llevo el volante con una mano, tomando realmente mal las curvas, cada vez más débil. Podría poner la radio, pero ando un pelín ocupado. Puede esperar. Nadie responde al teléfono, o no lo cogen o comunica. Hay luna llena, sigo sujetándome la venda como puedo. La herida en el cuello me late, me envía ráfagas a la cabeza, un malestar agudo, intenso. Yo sólo soy un tío anodino de ciudad, todo esto me supera. Decido que debería parar un momento, poner la radio, ver qué se cuece.
Es sábado. Andaba por una fiesta pija. O más bien un intento de ello. La torre de una amiga. Al parecer las chicas, todas esas solteras, o sobre todo “novias de”, querían lucir bikini de madrugada, beber cubatas y cócteles al borde de una piscina que no recuerda nada a Los Ángeles. Pero da igual, la intención es lo que cuenta, dicen; la actitud, la predisposición. Me pregunto si una vida en la que hacen falta tantas dosis de predisposición y auto-convencimiento no tendrá alguna tara seria. Nuestras vidas. Clase media, en algunos casos media/alta. La diversión consistía en ir a esa fiesta y sin más estímulo fácil que el alcohol, pasarlo bien; para decir al día siguiente: “ayer lo pasamos bien”. O eso parecía. Muchas veces me he encontrado en esas situaciones en las que todo el mundo parece forzarse el optimismo; y mientras les acompaño con una vaga sensación de hastío, en lugar de disfrutar como debería según dice el guión, sólo puedo mirar a los demás y pensar: “¿De verdad quieres estar aquí?… mañana dirás que esto fue la leche, pero al menos yo no te creeré”. No sé, cuando me lo paso bien de verdad no necesito justificármelo, la situación habla por si misma. Cuando me lo paso bien no pienso cosas como “¿me lo estoy pasando bien?”.
De más joven me esforzaba de verdad. Iba a las discotecas, y en esas salas de música electrónica cerraba los ojos y movía la cabeza, me decía a mí mismo: “estás disfrutando; es sábado y estás aquí porque quieres y porque te gusta”. Etcétera.
Y era mentira. La mitad del tiempo nos lo pasamos haciendo cosas porque “es lo que se hace”. Nunca me gustaron esas fiestas. Y en esta de la piscina tampoco me sentía muy cómodo de entrada. Sólo decidí tirar del arsenal de bebida para que al menos todo me importara un carajo. Pero ahora ya no es como antes; por poco que beba, la resaca al día siguiente es brutal. Jamás compensa.
De todas formas casi no ha dado tiempo a nada.
Aunque claro, en esas fiestas siempre hay que tener en cuenta que un aliciente claro para muchos es el siempre llamado “las tías”. Es importante la expresión; si dices “las chicas” suena demasiado inocente, demasiado poco sexual; si dices “mujeres” suena excesivamente íntegro, suena a “chaval, yo no trago fácilmente”. Pero “las tías” suena bien en ese contexto. Una “tía” sí puede meterte la lengua en la boca y “aprovechar el momento”. Una “tía” es una chica o una mujer, pero en una fiesta, y probablemente bebida. Ahí sí les gusta jugar, se olvidan más fácilmente de principios, de integridades y valores; saben que la opinión social les da más cancha. Tienen vía libre para ser “tías”. En definitiva, poco más que carne. Esa es la idea. Así pues, el alcohol y el sexo son los dos motivos por los que mucha gente se pirra por ir de fiesta. Y uno de ellos es un gran motivo, pero yo nunca he encajado en el perfil de tío sano que llama la atención a la primera. Las personas que necesitan hablar o mostrarse algo más allá de su ropa o culo o peinado, pues bueno, su lugar relacionado con el sexo no es precisamente una fiesta. Son todos esos que tienen que lidiar con “chicas” y “mujeres”. Y entre los que me incluyo.
La cuestión es que estábamos en ese jardín con piscina, y todo se ha descontrolado. Se ha descontrolado de verdad.
El cómico Bill Hicks decía que lo que provoca pensamientos sexuales no son los anuncios de la tele, ni las películas, ni los libros o el marketing; lo que provoca esa clase de pensamientos solo tiene que ver con tener pene. Al menos en el caso de los hombres. Es más, Hicks en su monólogo decía: “Si los tíos pudiéramos doblarnos hasta llegar a chupárnosla, ahora las chicas estaríais solas sin vuestras parejas ahí sentadas… viendo un escenario vacío”.
Obviamente es un chiste, una exageración, aunque mucha gente interprete todo lo que ve siempre al pie de la letra.
Pero lo que está pasando ahora va en serio, es textual, real, sea lo que sea. La sensación es que por primera vez algo en mi vida y la de los que conforman mi círculo social, es algo perverso, algo que normalmente solo nos afecta como espectadores. La prueba es que me estoy desangrando. La prueba es que no sé detener una hemorragia. Y todo, en parte, me ha pasado porque tengo pene. Muchas de las grandes “malas épocas” y traumas y depresiones de la vida empiezan por una chica mirándote sin parar desde el otro lado del local.
O desde el otro lado de la piscina, en bikini, cóctel en la mano derecha, el pelo recogido, sentada en el borde con los pies en el agua, maquillada de esa forma en que no parece ir maquillada, y con un gesto no lascivo pero sí con mensaje implícito.
Mi primera reacción suele ser huir. Luego me quedo estático. Y finalmente pruebo a mantener la mirada.
De eso hace ya un buen rato. Ahora la prioridad es sobrevivir. Esta es la versión salvaje de cuando tu madre te decía de crío que no te fiaras de los desconocidos. El consejo también vale para cuando eres adulto. Incluso si la desconocida es una tía y parece solo algo borracha y cachonda.
La verdad es que no lo estaba pasando tan mal, el ambiente era relajado; había música puesta pero no era ningún rollo machacón pastillero, y tampoco estaba muy alta. Debíamos ser unas veinticinco personas en el jardín. No era el cumpleaños de nadie. Eso quizá podría haberme hecho sospechar. Yo solo era el amigo de alguien que conocía a La Anfitriona: un animal de escaparate, tan atractiva como superflua, una fantasía de paja rápida; muy abierta, dispuesta a darte dos besos y preguntarte cómo te va sin saber quién coño eres.
Estoy notando una creciente migraña. Ese lugar estaba a unas dos horas de mi casa, y el camino de vuelta no es precisamente muy transitado. Aparco en un lugar en el que nadie aparcaría de noche si no pensara que se ha desatado algo masivo, peligroso y desconocido. Es una carretera de montaña; alrededor, árboles altos, y la civilización aún lo suficientemente lejos. Procuro no desatar mi imaginación, por dónde estoy, por lo que ha pasado. Pero sobre todo porque esa ninfa de la piscina ha acabado mordiéndome como una psicópata en el cuello.
Sacó los pies del agua y caminó hacia mí. Era muy lúcida, parecía tener el discurso perfecto para hacer que alguien obtuso y asocial como yo bajara la guardia. Intentaba no mirale las tetas, no bajar la mirada en resumidas cuentas. Tenía una salud radiante en los ojos, como esas fotos retocadas de los anuncios de colonia, esas mujeres irreales de fotógrafo chic. En pocos minutos consiguió hacer que me sintiera cómodo. Sea como sea, normalmente una mujer en bikini es como una pata de pollo para un mendigo. Sobre todo si no la conoces.
Me llevó dentro, me dejé llevar; que sepa no había ninguna otra pareja montándoselo en la casa. Subimos al segundo piso. Entramos en la primera habitación en la que había cama. Me besaba y entre tanto me hacía preguntas sin dejarme responder.
¿Te gusta ser como eres?
Me besaba el cuello.
¿Cuántos años tienes?
¿Quieres seguir contándolos?
Intento ajustarme bien el vendaje. Llevo un equipo de primeros auxilios en el maletero. Levantarte cada día con la idea de que en cualquier momento podrías morir tiene sus ventajas; si no fuera por eso ahora podría estar muerto. Aunque por algún motivo cada vez sangro menos, cada vez me duele menos el cuello. Quizá ya esté finiquitado y ahora no sea más que un fantasma, pero cuando miro a mi alrededor no veo mi cuerpo por ningún lado.
Se oyen como explosiones a lo lejos, parece vienen de la ciudad. Desde donde estoy no puedo ver nada. El estómago comienza a dolerme. Procuro no pensar en vampiros.
¿Cuántos años crees que tengo?
Cuando me preguntó eso me dio por pensar que quizá era menor de edad, quizá la estaba cagando. Pero justo después comenzó a chuparme el cuello de una extraña forma. Yo la dejé hacer. En ese momento mi pene mandaba, no había mañana. Toda la sangre fluía por mi cuerpo preparándose para lo que tenía que venir. Pero en lugar de eso, la veinteañera en bikini encajó su mandíbula en mi cuello. Y luego la cerró con fuerza. Tanto que mi primera reacción fue empujarla con violencia fuera de la cama. Sonrió y tenía los dientes rojos, las comisuras chorreando. Salió de la habitación como una exhalación, como si ya no le hiciese falta para nada. Mi camisa se estaba empapando de sangre.
El murmullo de ruidos que llega desde la ciudad es creciente. El aire incluso trae sonidos de sirenas. Muevo el dial de la radio con tranquilidad. O bien el vendaje esta vez funciona o bien ya no estoy sangrando. No noto ningún pinchazo en el cuello, el dolor ha desaparecido. Solo mi estómago sigue protestando. En la radio no ha trascendido nada aún, no consigo encontrar ningún informativo especial. Lo que sea que pasa aún no debe haber llegado a las grandes ciudades. Por algún motivo eso hace que me sienta aún más solo.
Intento llamar a casa otra vez. Nadie coge el teléfono. No siento frío ni calor, la humedad de la camisa no me molesta.
Cuando me fijé en la pinta que tenía empapado de rojo, me dio por mirar por la ventana. Abajo en el jardín la mitad de los invitados estaban atacando a la otra mitad. Había dos chicas sorbiendo del cuello de un colega de toda la vida. Había varios cuerpos en el suelo, inconscientes, de los que otras chicas mordían y chupaban. Otros salían corriendo, saltando la valla que separaba el jardín de todo lo demás. Es entonces cuando decidí salir de la habitación; bajé las escaleras y busqué una puerta trasera. Y la había.
Lo que sé hasta ahora es que son las chicas quienes atacan. Y que sus armas para atraer a las victimas son obvias: son tías. Por más que evite pensar en vampiros y súcubos y ese largo etcétera de películas y libros, no puedo negarlos. Explicaría por qué ya no sangro, por qué ya no me duele nada. Por qué mi estómago protesta. La explicación “lógica” sería que soy uno de ellos, y que lo que necesito es sangre.
Si fueras una súcubo y quisieras dominar el mundo con tus amigas, quizá bastaría con que atacaras a gran escala un sábado por la noche. Monta buenas fiestas, haz que todas se pongan monas, que ataquen al primer “pene” que vean. Fiestas en piscinas, bikinis, calor, habitaciones libres. Apunta donde más duele, a la debilidad por excelencia. Si hay un punto débil en un mundo humano dominado por hombres, es que éstos vean alguna posibilidad de echar un polvo con la chica que les mira desde el otro lado de la habitación, de la piscina, de la discoteca. Quizá el futuro que viene esté lleno de presidentas del gobierno.
Me quito la venda. Mi cuello está intacto. Veo bajar por la carretera una camioneta. Llega hasta donde estoy y aparca. Hay como seis chicas dentro, todo sonrisas sangrientas provenientes de la fiesta. Tres asoman por la ventana. Me gritan, mohines, carcajadas. Una me enfoca con una linterna a los ojos y luego asiente vehementemente a las demás. Me dicen que van a la ciudad, que debería ir con ellas, que ahora es mejor que vaya acompañado. Arrancan la camioneta y se incorporan otra vez a la carretera. Me pongo a seguirlas.
[Aprovechando que es Halloween (sí, a mí me mola que importen Halloween), tengo que reconocer un placer culpable. Cuando Wes Craven hizo el primer “Scream” (y esta sí, no consiento discusión, me parece una buena película) no sabía lo que estaba desatando. Luego han salido decenas de películas con el mismo look a todos los niveles; y todas son iguales, estudiantes de instituto que mueren asesinados de forma absurda o rocambolesca. Sin embargo ha llegado a tales cotas de locura este género, que en la saga “Destino final” es la propia Muerte la que asesina. Es decir, por ejemplo, si no embarcas en un avión que se ha acabado estrellando, morirás en breve. Porque te tocaba. En el video, una muestra, la primera escena de “Destino final 3” (sí, ya incluso hay otra en 3D…). Pues eso, pelis hechas con el piloto automático de ganar pasta, pero a que a ratos son divertidas, y que además puedes ir viendo mientras haces cualquier otra cosa, porque de todas formas nunca perderás el hilo ni dejarás de entrar en ellas más que si las vieras atentamente… Para la foto, una musa proyeccionera: Mary Elizabeth Winstead; ya salía en esa Destino final del video; luego la llamó Tarantino y la disfrazó de animadora.]