Del carruaje negro como el tizón tiran cuatro caballos. Obstinados animales post-apocalipsis que en realidad nadie gobierna a tiempo completo; llevan lo que se llamaría el piloto automático. Avanzan a la espera de una nueva orden. Sobre el techo del vehículo -de aspecto más bien gótico y robado de una feria de muestras- yacen tumbados Melibea (nombre inventado) y Oscar (cuyo nombre él asegura es el suyo de toda la vida). Se acomodan ahí siempre que hace buen tiempo. El vestido victoriano de Melibea es poco apropiado teniendo en cuenta que junto a ellos, a sus pies, yace un “nido” de ametralladora que alberga una Gatlin de seis cañones.
Un mundo, pues, en el que en cualquier momento podrías tener que salir corriendo, definitivamente no encaja con ese vestido rojo y esa manía de Melibea de ir siempre descalza. Esas gafas de aviador que usa como diadema. La fragilidad. Ella cree que el apocalipsis es su segunda oportunidad.
Atardece. Oscar de vez en cuando echa una mirada a los caballos. Cada cierto tiempo se coloca donde el cochero del conde drácula, tira de las riendas, y los animales se detienen. Descanso.
Entonces (esto suele suceder bajo la copa de algún árbol lo suficientemente frondoso), la pareja aprovecha para dormir.
Un año antes a las once de la noche, Olga, de veinte años, se despierta por un ruido en su casa. Enciende a tientas la lamparita de la mesilla, y se dirige a la habitación de sus padres. La puerta está entreabierta (y la puerta nunca está entreabierta). Se oye un gorgoteo como de gruñidos, tirones acuosos, sorbidas, etcétera. Ella se asoma. Alguien, un tío, está mordiendo y tirando de la carne del cuello de su madre en la cama. Su padre yace en el suelo con la cabeza vuelta del revés y un rictus terrible. Olga da unos pasos atrás. Baja al piso de abajo y sale de la casa.
En la calle no hay nadie. Se pone a caminar sin rumbo, no se atreve a llamar a ningún vecino; está convencida de que en las otras casas algo monstruoso debe suceder también. Comienza a correr al trote, con su pijama y sus zapatillas de felpa. Se percata de que ese hombre que mordía a su madre no era otro que su propio hermano. Su hermano de veintidós años con un ataque de algo, algo proveniente del exterior. Olga no puede llorar; solo tiene una especie de acceso de pánico que, sorprendentemente, sabe mantener bajo control.
Al tiempo, ese mismo día, Oscar, de treinta y tres años, camina por en medio del arcén no muy lejos, y se pregunta por qué hay tanta tranquilidad. Ciertas calles -otras noches aún notablemente transitadas a esa hora-, hoy no conocen el siseo de los neumáticos, ni el de jóvenes estirando el fin de semana como un chicle. Oscar viste una casaca del ejercito británico, a la última moda del siglo XVIII. Vuelve de su trabajo de fin de semana en el parque temático, y resopla ante la idea de reencontrarse con su novia. El piso se le hace cada vez más agobiante. Hace dos años que se fueron a vivir juntos, y ya se tratan el uno al otro como a vecinos sosos, como tratas a esos conocidos a los que no te apetece mucho encontrarte por casualidad. El ambiente, por tanto, es típicamente gris. El sexo: mecánico, como mucho funcional cuando Oscar piensa en otra persona mientras tanto (puede ser desde la última puta que haya en Gran hermano hasta Eva Braun), cualquiera que le despiste del hecho de que Es Su Novia Otra Vez.
El aire nocturno es agradable, Oscar medita la posibilidad de hablar de verdad con su pareja; afrontar la situación y demás antes de que se conviertan en otra familia por inercia. Él no quiere eso para él, y está seguro de que ella tampoco. Ése es el motivo por el que la cosa no funciona. O bien la monogamia sólo es una violación de la condición humana, o bien Oscar y su novia no están hechos el uno para el otro. El caso es que… (Cuando Oscar sigue dándole vueltas a la cabeza, al fondo de la calle puede oír gritos. Una mujer que grita. Es una chica joven. Corre todo lo rápido que puede. Va en pijama y pide ayuda. Dos tíos la persiguen; uno muy gordo y otro que casi la está atrapando. Sueltan gruñidos. Babean.)
En tiempo presente, es de noche y Melibea se acurruca en Oscar en el techo del carruaje. Es una mera cuestión de in/accesibilidad. Si alguien (“alguien”) llega hasta donde están mientras duermen, el ultimo lugar en el que mirarán será el techo flanqueado con florituras de madera tallada.
Los caballos tienen más resistencia de la que Oscar creía. Y por suerte están ajenos a todo. No suelen tener miedo hasta que la amenaza les explota en los morros, y hasta ahora casi no ha pasado.
Melibea le vuelve a hablar a Oscar de lo horrible que era antes su vida. Antes de la infección; antes de que la vida de la mayoría se volviera horrible: itinerante, hambrienta, desesperada. Oscar opina que, dada la sorprendente habilidad que ambos tienen para alimentarse y mantener a los caballos, lo que está comenzando a ser realmente jodido para él es tener que “soportar” la proximidad femenina. Es más; por más tranquilo que esté todo, Oscar sólo puede pensar en que algún día le pasará algo a ella y se quedará solo, y sólo le quedara el suicidio. Porque se ha enamorado de ella. Y a esa sensación “poco cómoda” se añade el hecho de que aún no la ha tocado como él querría. Porque ni tan siquiera sabe bien si ella quiere. Y porque la sola idea de hacerse con una caja de condones resulta una odisea en sí (esto le turba particularmente).
Mientras tanto, la muchacha vuelve a contar cómo por las noches su padre violaba a su madre. ¿No es irónico?, dice, ¿casarte para tener que acabar violando a tu pareja legal? Creo que era lo único que le ponía, dice. A ese cabrón sólo le gustaba oír quejas, gritos. Una vez vi a mi madre en la ducha, murmura, estaba tan jodida que ni tan siquiera puso el pestillo, la sangre le chorreaba por las piernas…
¿Puedes… abrazarme, Oscar?…
… antes me daba vergüenza decir algunas cosas, dice, pero ahora ya me da igual.
Entonces ella se duerme poco a poco, y sus gafas de aviador se clavan en el pecho de él. Es todas las noches igual. Son carne fresca postrada sobre el carruaje (o más bien imitación de carruaje). Acércate a las ciudades cuando te falten provisiones. El cubículo desde el que María Antonieta miraba el paisaje, está cargado de comida. Mucha cruda, otra estropeada, y como mucho un treinta por ciento realmente comestible. Cada cierto tiempo, hacen inventario y se arriesgan a volver a algún almacén para abastecerse. Oscar cree firmemente que, lo que les ha mantenido vivos hasta ahora, es la lentitud viajante de tiempos ha. La paciencia para no esperar gran cosa de la vida: el equilibrio de no tener metas a años vista. Por primera vez, la felicidad de verdad está sólo en el camino.
Casi no se ven coches ya, y los que se ven están parados, arruinados, morros chafados, volcados. Es lo que hace que de vez en cuando el viaje se detenga; los caballos, confusos, se quedan ambivalentes ante un accidente múltiple que corte la carretera. Cadáveres descomponiéndose y bichos de todo tipo poniéndose las botas. La naturaleza reorganizándose.
Imagina la suciedad. A veces semanas sin higiene de ningún tipo. Oscar y Melibea se han acostumbrado al olor del otro. Racionan el agua sobre todo para beber. Pero cuando anochecen herrumbrosamente secos unas cuantas veces, comienzan a sentir la necesidad casi histérica de lavarse.
Ahora yacen encima del carruaje y de camino y es de día, y Melibea dice que por qué no. Por qué iba a seguir con su anterior nombre si no le gustaba una mierda. Por qué iba a llevar la misma ropa pudiendo disfrazarse. Por qué iba a seguir siendo normal si el mundo ya no lo es. Malibea tiene sus temas recurrentes: el ambiente en la casa de sus padres, su vieja identidad, lo mucho que le gusta su nueva identidad, su nuevo vestido, sus gafas de aviador… Y entonces, hoy, añade un nuevo dato. Soy una chica steampunk, dice. ¿Steampunk?, murmura Oscar. Sí, sonríe ella, y -una vez se ha asegurado de que no ve a nadie cerca de la carretera- se arrodilla. Se recoloca el escote y sus gafas/cacharro/diadema. Se muestra, posando. De hecho, dice, somos una pareja steampunk; piénsalo, llevamos hasta kit kats abajo, mi vestido, mis gafas, el carruaje, tu traje, tu reloj (aunque ya no funcione), el trasto ese (señala la Gatlin), la suciedad… hasta los zombis o lo que coño sean, encajan. Somos una familia steampunk. Eres mi marido steampunk. Tenemos una felicidad steampunk. ¿Sabes cuando la gente decía eso de “vete a la mierda”?, susurra, pues nosotros ya vamos hacia allí. Sonríe, pletórica. Ya ni tan siquiera echo de menos Google, los bares pijos, el indie, Facebook, los gritos en la habitación de al lado, los traumas infantiles, las depresiones de moda, los videoclips, la puta bollería industrial tierna que se va directamente a las cartucheras… Me gusta, dice, me gusta ser una chica steampunk; me gusta tener una vida steampunk.
El optimismo repentino de Melibea está bastante justificado. Hace casi tres meses que no sufren ningún ataque. No han tenido que usar apenas la Gatlin; y tienen munición de sobras, algo que ambos ni soñaban que pudiera pasar hace un tiempo. La Gatlin, conseguida en el cobertizo de algún padre de familia fascistoide, ha hecho un servicio mínimo. Sólo dos ataques realmente serios. Una mañana, al despertar, descubrieron a uno de esos infectados ya a punto de morir -inanición zombi, hambre, a saber…- trepando por el vehículo. La otra vez fue más serio; al menos siete zombis “vitales” y desnudos corrían hacia el carruaje en marcha. Los caballos se asustaron y comenzaron a galopar haciendo que casi volcaran. Oscar agarró la Gatlin y disparó como en un videojuego demasiado fácil. Lo que no fue tan fácil fue frenar a los caballos. Hasta que Melibea se sentó como cochera y se adueñó de la situación.
Avanzar y avanzar. A Oscar le gustaría saber qué le pasa por la cabeza a Melibea. Respecto a él. Lo cierto es que a estas alturas ya han comenzado a, digamos, relajarse. Habituarse. Los comienzos fueron duros. La noche en que él tuvo que rescatarla de esos tíos que la perseguían, el deambular por la ciudad durante dos días… La verdad es que tuvieron mucha suerte, y supieron tirar de ingenio en un mundo que se apagaría rápidamente, en el que un coche pronto no sería más que chatarra vacía. Así fue como, Oscar, cavilando, pensó que podían ir a cierta feria de muestras que él había visitado hacía dos días. Allá consiguieron el carruaje (y ropa), y enseguida comprobaron que no era mero atrezzo (los caballos eran una buena pista; había algún asunto de publicidad de por medio, y ese día los animales debieron tirar del vehículo con algún cochero hasta la feria).
Antes Melibea sabía siempre qué día de la semana era. Ahora ya ninguno de los dos lo sabe. Cuando calculan más o menos que es mediodía por la situación del sol, detienen a los caballos, bajan del carruaje y buscan algo comestible entre las provisiones. Lo cierto es que el compartimento de María Antonieta y su séquito no huele precisamente a una cocina limpia, o una frutería bien atendida. Aun así, ambos saben ya qué productos aguantan mejor, cuáles raspando el moho aún son comestibles, y cuáles aun teniendo buena pinta es mejor tirar si el cálculo de días almacenados les baila o es dudoso. Mientras comen, Melibea suele intentar mimar a los caballos. Todos tienen nombre para ella. Oscar, dado su ya obvio enamoramiento, ha pensado seriamente en memorizarlos él también, y referirse a cada uno de ellos por separado cuando surjan en la conversación. Está Rufus, está Bartolo, está Paolo y también está Tato. Todos, por cierto, nombres de ex-novios de Melibea.
Cuando la muchacha no va descalza, lleva unas nike que ya sufren un desgaste considerable, aun con el tacto extremadamente delicado -o más bien: femenino- del que ella hace gala con ellas.
Melibea susurra a los animales como hacía Robert Redford en aquella peli. Pero Oscar a veces se pregunta si no los utilizará como diario o algo así, como confidentes. Le gustaría saber si habla con ellos sobre él. Le gustaría saber si Melibea realmente necesita a alguien más. Más compañía humana, más «posibilidades»… Le gustaría saberlo, porque él no las necesita. Ya no. Con ella, el carruaje, suficiente comida y todos los «ex» convertidos en serviciales animales de tiro, tiene de sobras.
Ya en marcha, después de comer, Melibea le pregunta a Oscar si echa de menos a su familia. Oscar llamó a mucha gente varias veces mientras deambulaba con la aún Olga por la ciudad. Llamaba y llamaba. Nadie cogía el teléfono. En casa, donde debería haber estado su novia viendo algún reality, no había nadie.
De hecho, el último ser humano sano que ambos vieron, salía de un portal justo cuando iniciaban el viaje con el carruaje. El tío se arrodilló en el suelo, y se intentó cortar el cuello de mala manera con una navaja que parecía de ésas de ciertos restaurantes, ésas que apenas cortan. Así pues, Melibea y Oscar detuvieron a los caballos a cierta distancia, sólo para ver qué intentaba hacer el tipo. Se pasaba una y otra vez la hoja de la navaja por la nuez, y apenas conseguía una herida superficial. Cuando vio que no había manera de matarse así, entró nuevamente en el portal. Al cabo de unos dos minutos volvió a salir (por algún motivo era importante desangrarse en la acera), esta vez con un cuchillo jamonero. “Ahora sí”, susurró Olga/Melibea. El tío se pasó la hoja con tal fuerza que enseguida cayó al suelo; se, digamos, empotró contra el asfalto, haciendo ruidos de atragantamiento y esputando sangre por la boca. Cuando dejó de temblar, Oscar dio un latigazo y el carruaje arrancó. En ningún momento intentaron salvarle. Al pasar justo a su lado, vieron que tenía una profunda mordedura en el brazo izquierdo.
Oscar dice que no, ya no echa mucho de menos a su familia. Melibea se recuesta sobre él como hace ya siempre, y para alegría de Oscar, que espera poder seguir así mucho tiempo. Es una vida inesperada. Él no siente ya negatividad alguna. Ellos son otra vez Adán y Eva; pero esta vez no van a cagarla, Oscar no va a permitirlo. Su idea es vagar por el fin del mundo sin que nadie se entere. Con esa mujer para él solo. La chica steampunk. Tiene todo el tiempo del mundo para declararse a ella si hace falta; para buscar condones; para cagarla y buscar el perdón y volverla a cagar (lo cierto es que nunca la ha visto enfadada…). Lo malo: Tal y como va todo, Oscar cree que la situación, en cierto modo, sólo puede empeorar. Tiene pesadillas con eso. Sueña con que se encuentran con otros humanos sanos; humanos serviciales que quieren formar una bonita comunidad. Humanos vigorosos: hombres y mujeres sumados a más hombres y mujeres. Total, un sinfín de nuevas posibilidades para Melibea. Otra vez la libertad de elección, otra vez las dudas, los celos potenciales. Otra vez otro “bonito comienzo”: personas “cuerdas” queriendo volver a juntarse para crear “algo”. Otra vez tíos y tías rascándose la cabeza mientras planean un sistema de convivencia justo para todos. Ideas para «Reconstruir». Otra vez las frases de mierda: “El comunismo funciona, pero sólo en teoría”, “La democracia es el mejor sistema conocido”… Otra vez los grupitos, los amiguismos, los chismorreos, las traiciones potenciales, las parejas que se juntan y se separan creando otra vez ex-parejas que ya no serán nobles caballos, y que en muchas ocasiones querrán «arreglar las cosas». Otra vez todos dirán que la felicidad está en el camino, pero muy pronto eso volverá a ser sólo una puta frase hecha. Una mentira amable para ayudarte a madrugar para volver a intentar llevarte bien con todos sin que te destrocen por dentro.
Por la noche, más o menos cuando suelen parar, deciden que quieren seguir un rato más. La luna está llena, la visibilidad por la zona rural que atraviesan es óptima. Se ven bien las estrellas. Ese cielo precioso bajo el que casi todo parece ya muerto (y que siga así, piensa Oscar). Aun con el traqueteo del carruaje, Melibea se amodorra sobre su pecho. Se está durmiendo. Su pelo en la nariz de Oscar, su pierna derecha sobre él, la rodilla doblada justo encima de su ingle, su mano atenazándole casi el cuello. Melibea durmiéndose en él. El mundo en “paz”. O: lo más parecido a la paz que puede lograr este mundo. Independencia. (Pero no de un estado, no de tu familia para entrar en otras, nada de esas desvinculaciones que sólo eran simbólicas, falsas entre los ojos de todos, absurdas porque todos iban a seguir juzgándote.) Independencia de verdad, del mundo, la vida anterior, la «especie» anterior. El carruaje es la nave que surca el espacio de lo «nuevo», alejándose de lo conocido, lo excesivamente conocido. La confianza humana ya daba asco hasta niveles difícilmente soportables. Pero Oscar es feliz ahora, feliz observando el cielo estrellado. Su mano izquierda rodea la cintura de Melibea. Se imagina la molesta idea de tener que presentarla a su entorno social y así someterla a juicios una vez se hubiese dado la vuelta; se imagina el tener que reencontrarse con su ya forzada ex, y aguantar sus miradas por estar con alguien mucho más joven. Se imagina la Historia que tendría que soportar de volver a vivir bajo los imperativos sociales de aquella vida. Y sonríe. Sonríe agradecido.
Gracias, infección. Gracias, apocalipsis. Gracias por esta felicidad steampunk. Todo eso dice en voz alta Oscar.
Y justo entonces, algo sucede.
El carruaje se ha detenido. Oscar enseguida piensa en algún accidente. Algún coche atravesado, volcado. Los caballos suelen pararse sólo cuando su trotar no es posible por la carretera. El sueño de Melibea es siempre muy profundo. Oscar se la quita de encima procurando no despertarla. Se incorpora y se pasa a la zona del cochero. Al principio no ve nada. Luego, cuando sus ojos se hacen a la luz de la luna, ve a dos figuras frente al carruaje.
Hola…, dice enseguida uno de ellos. Nos somos… no estamos enfermos, dice. Solo buscamos algo de comida.
Parecen jóvenes. Unos veinticinco años. El corazón de Oscar late rápido, más rápido que en los anteriores encuentros con infectados. Se lleva el dedo a los labios pidiendo silencio. Se baja del asiento del cochero y camina hasta ellos. Mi novia está durmiendo arriba, susurra. Os daré algo de comer, susurra. Os podéis venir con nosotros, añade. Los dos jóvenes se miran entre ellos y sonríen. Se abrazan, se dan la enhorabuena mutuamente; incluso rompen a llorar. Es obvio que han hecho un largo camino, que están desesperados. Es obvio que tienen una larga vida por delante. Son atractivos y serán fuertes cuando coman algo.
Oscar abre con delicadeza el compartimento de María Antonieta para ellos. Enseguida empiezan a hurgar entre la comida. Ambos metidos de cintura para arriba entre la peste de lo podrido, buscando algo en buen estado.
Oscar les anima a que busquen bien. Lo más sano suele estar al fondo, susurra. Y Entonces él se moviliza, saca un bate del mismo compartimento sin que ninguno de los dos tíos se dé cuenta. Un bate que jamás pensó que haría servicio alguno. Los tíos andan tan preocupados por seguir comiendo que no atienden a nada. Así que Oscar trepa con un pie en la carroza, y se impulsa para ver si Melibea sigue dormida. Está en posición fetal, respira pesadamente.
Así pues, baja y se coloca detrás de los nuevos “invitados”. Agarra fuerte el bate con ambas manos. Y lo descarga con todas sus fuerzas sobre la cabeza de uno de los chicos. Éste, sólo con un golpe, queda inconsciente. El otro, ve cómo su amigo se ha derrumbado, pero ni sabe bien por qué. Cuando se vuelve para mirar a Oscar, éste le suelta otro batazo de igual brutalidad en la cara. El chico cae al suelo. Tiene el pómulo hundido pero no se ha desmayado. Oscar suelta otro batazo en su cabeza. Y esta vez sí, el muchacho queda inconsciente.
Saca pues al otro, derrumbado en el compartimento, y ya los tiene a ambos, inertes, en el suelo. Esto no sirve de nada, piensa, tengo que matarlos del todo. ¡Aparta!, oye de repente. Mira hacia arriba y ve a Melibea cogiendo la Gatlin. ¡Aún respiran!, dice, y suelta una ruidosa ráfaga sobre ellos. ¿Por qué has usado el bate, chico steampunk?, ¿para no despertarme?
[Como hace tiempo que no pongo ninguno de ella, arriba tenéis el último video de Hannah Minx; se la ve cada vez más sana y bien alimentada (para que luego muchas se vuelvan locas por ponerse morenas…). Abajo, + pin-up.]