Archivo por meses: diciembre 2011

Relato diario (5 de 5) – Digresión anal

Hace ya unas cuantas décadas, la revista Chicas al día abrió un día con “el tema” en portada. La colaboradora y prestigiosa sexóloga Almudena Torres escribió como titular: “Lo más importante es la higiene”. (Le llovieron las mofas por la obviedad.) Las madres que ya rebasan la mediana edad suelen limitarse a resoplar e intentar pensar en otras cosas, aún hoy. Para sus hijas, la penetración vaginal ya no es perder la virginidad. Ahora la penetración anal consumada es la que te da el estatus de chica que ya puede hablar abiertamente de sexo sin sentirse incómoda. El origen de “el tema”, ahora ya tiene que ver con lo mismo que hace que la gente levante una ceja si les dices, por ejemplo, que no tienes móvil. Simplemente te has quedado atrás. Simplemente no estás explotando todas las posibilidades en tu vida.
Si no, habla con una chica de dieciséis años e intenta convencerla de que puede elegir por sí misma cómo vivir su sexualidad… (o mejor invierte ese tiempo en algo en lo que no acabes frustrado y con la sensación de haber estado hablando con una pared). O, si eres hombre, tienes pocas manías y parece que le gustas a la chica, intenta ser tú quien la inicie en el sexo anal. Es posible que ella no te ponga muchas trabas si sus amigas ya han superado esa fase. Además, “el tema” no es algo que quede solucionado en una tarde. Ahora, para las mujeres, perder la virginidad puede ser cuestión de días (o hasta semanas). La meta está en el orgasmo (por esa vía, obviamente). El ano femenino tiene la misma relevancia masiva ya que una tele en medio de un salón, o la depilación. El ano femenino ya es -culturalmente- una carretera de doble sentido, un paso más en el coito que, de ser evitado por la adolescente de turno, se la considerará una mojigata del mismo modo que antes eran mojigatas quienes necesitaban casarse antes de practicar sexo en pleno auge del Iphone.
La única corriente férrea en contra de “el tema”, tiene sus raíces en el ENCPD (acrónimo de: Es Nuestro Culo Por Dios), organización feminista cuyo orden de siglas hace que cuando una chica se niega a tener sexo anal, se la considere una “Consonante”. Todo el mundo sabe lo que es una Consonante, ya hasta el punto de tener que evitar la palabra en aulas y demás entornos en los que alguien adulto intente dar clase o alguna conferencia a chavales de instituto. Si el profesor de turno repite demasiado esa palabra, habrá risitas y cuchicheos, y puede que hasta burlas mal contenidas hacia la chica o chicas de la clase que apoyen de algún modo los principios del ENCPD.
Por otro lado, no se puede obviar el confrontamiento entre el ENCPD y la comunidad gay masculina. La organización feminista defiende la idea de que practicar sexo anal tiene que ver con una obsesión masculina por el dominio brutal de su pareja en la alcoba. Es decir, con palabras llanas, no creen que el placer del hombre tenga que estar por encima del farragoso proceso de dilatación anal femenino, algo que muchas adolescentes han padecido hasta el lloro, y que por más que no se sintieran capaces de llevar a cabo “el tema”, no cesaban en intentarlo. Eso, obviamente sumado a la angustia por que sus parejas las dejaran por otras chicas que ya hubiesen superado la fase de dilatación incluso teniendo orgasmos con facilidad, casi con el mismo nivel de complacencia genital que durante la penetración vaginal.
La asociación gay «Dignidad Homosexual Masculina», como última reivindicación de sus prácticas anales, consiguió sacar adelante la revista DHM, todo un compendio de respuestas a las consultas sexuales de sus lectores. La comunidad de lesbianas, en apariencia el colectivo más abierto a experimentar, suele conformar el porcentaje del No sabe/No contesta en los quesitos de las encuestas. Mientras tanto, las chicas hacen tratos con sus primeras parejas para que, al menos en los primeros encuentros sexuales, todo se limite al magreo inicial + penetración vaginal. Un acuerdo que, de alargarse en exceso, suele acabar con chavales de dieciocho años chantajeando a sus novias con la posibilidad de decirle a todo el mundo que no son más que Consonantes. Cuando lo hacen, recurren incluso a juegos de palabras y doble intención: «Con esa tía no vas a conseguir ni una vocal», o, «A esa tía le encanta la Ruleta de la Fortuna», etcétera.
En el ensayo Emborráchate y pruébalo, de Romina Cuthbert, la escritora alega que al final no se trata de si anal o no anal, o de si es mejor probarlo todo o tener un carácter férreo con el que negarse a hacer ciertas cosas. Al final, de lo que se trata, es de que a todo el mundo le encanta juzgar a todo el mundo. Antes se trataba de luchar por ser libres, y cuando hay más libertad la gente aprovecha para forjar jerarquías imaginarias. Cuando no hay dictadores o absolutismos que dejen claro a quién hay que respetar o a quién se puede mirar por encima del hombro, es la gente la que busca sus pequeños oasis de humillación emocional. Ahora, dice, se trata de quién no practica sexo anal, pero eso sólo es una minucia (a mí me gusta, y ésta es la primera vez que lo digo que recuerde, ni tan siquiera me importa hasta qué punto lo saben mis allegados…). Vivimos en una época, dice, en que lo crucial para la mayoría sigue siendo poder mirarse al espejo sin tener ningún espejo delante; y eso, para esa mayoría de gente, es mucho más importante que aprovechar sus parcelas de libertad.

Relato diario (4 de 5) – El gilipollas

Era finales de noviembre, o puede que ya diciembre. El muy mamón llevaba uno de esos jerseys sin mangas (gris), una camisa blanca por debajo y un sombrero en plan años veinte que le quedaba premeditadamente pequeño. A cada rato sacaba a colación subrayados en latín para cerrar sus intervenciones en la conversación; contracciones gramaticales que a menudo resultaban ser más un añadido o hasta un complemento personal más, algo más estético que verbal. Había publicado un libro de poesía que yo no había leído. Tenía una novia que daba la sensación de estar con él más por cómo hacían juego ambos con el decorado de los lugares que frecuentaban, que por algo ni remotamente parecido a la amistad o el amor “sufrido” de verdad. Te era imposible imaginarlos follando sin velas y copas de vino a medio terminar. Ella, aquel día, era como el indice de una revista de moda sepultado en la página quince; no sabías a qué venía, pero ahí estaba, sin motivo aparente, sin discurso, sin sentido del humor, sin tetas. Y con él.
El gilipollas hablaba por los dos. Me figuro que su novia admiraba eso de él; la determinación, la verborrea, el currículum, la falta de vergüenza al vestir, su “modernidad”; supongo que lo que irradiaba él para ella, era seguridad en sí mismo. Es curioso cómo la debilidad personal se asocia siempre a la maldad o el cinismo, y cuando un tío se pone sombrero y se expresa como éste lo hacía, casi nadie ve en eso un escudo más. De todos modos, no creo que fuera su caso; no creo que él potenciara esa pose para disimular una terrible fragilidad. Él, realmente, era gilipollas, ése era su verdadero yo, y cada puntada de su ropa o poro de su cuerpo, supuraba gilipollez.
El muy gilipollas se adentraba en largos discursos sobre poesía, aunque al cabo de diez minutos la gente de su alrededor ya tuviera cara de poker y no supiera cómo decirle: «¿Es que eres gilipollas o qué?». El auténtico gilipollas no sabe que lo es, obviamente. Muy a menudo, las personas que tienden a estar más seguras de sí mismas, están a muy pocos pasos de ser gilipollas. Una línea muy fina los separa de la gilipollez. El gilipollas en cuestión ya hacía mucho que se había meado en esa línea. Su gilipollez ya era de una pureza natural indiscutible. Una gilipollez gran reserva, que había madurado con los años seguramente en un entorno plagado de otros gilipollas como él. Uno no puede saberse gilipollas cuando todo el mundo a su alrededor lo es casi todo el tiempo. Ése parecía ser su caso: parecía provenir de un ambiente de clase media-alta en que el arte no es una cuestión de belleza, sino de estatus, la realización personal tiene que ver sobre todo con los galones acumulados en la solapa, y la vida es una cuestión de optimismo sin fin aunque a tu alrededor la gente vomite con las tripas fuera debido a las minas antipersona que otros gilipollas sonrientes idearon.
Claramente, hay muchas clases de gilipollas, y seguramente todos lo somos hasta cierto punto. Pero lo interesante del gilipollas tratado aquí, es que no había mucha gente que se atreviera a reconocer en voz alta el que ese muchacho pudiera ser gilipollas. En cierto grado, obviamente él no tenía toda la culpa de ser así. Su look indie -aunque no necesariamente por ser indie- ya te estaba avisando de la que se te podía venir encima cuando lo veías llegar a cien metros. Aunque sólo lo traté durante aquel día en una de esas reuniones de amigos con amigos de amigos (cuando estás con un montón de gente y no conoces de nada a la mitad), ya pude determinar que estaba ante cierta clase de gilipollas cada vez más habitual.
Los gilipollas de pura raza, normalmente provienen de la moda. Cualquier moda. Da igual si es una corriente estética o musical o ideológica, o de cualquier otro tipo. Cuando un estilo original a la hora vestir o crear en cualquier campo artístico o mediático comienza a convertirse en moda por contagio, es cuando de ese grifo metafórico del que salía agua cristalina potable y refrescante, empieza a salir mierda; una mierda que se convierte en un moho asqueroso en el que se suelen criar todas las clases de gilipollas existentes. Así nacen. Se suman a una corriente a la que ellos no van a aportar nada, y que a su vez va a eliminarles en gran medida su propio carácter. A todas luces, está bastante claro, de hecho, que el haber caído enseguida en las garras de la moda que sea, es el resultado de una ya anterior escasez de carácter. Lo cual quiere decir que, este tipo de gente que acaba siendo tan gilipollas que ya ni pueden sospechar que lo son, siempre operan de ese modo. En todo. A la hora de estudiar o no (y cómo), tener vocación o no, a la hora de ligar o no (y con quién), incluso a la hora de lo que ellos suelen llamar siempre «madurar»… (a los gilipollas les suele encantar dividir la vida en fases). Es el sutil proceso a través del cual una persona con inquietudes propias se convierte en un títere. Y de eso, pasa a regodearse en su condición de títere, y hasta acaba presumiendo de ser como es (de ahí suelen salir esas máximas sobre la confianza propia total, el no arrepentirse de nada ¿?, o el querer forzar momentos mágicos en la vida que llegan cuando te mueves, pero no porque tú los busques; ya que tampoco sabrías cómo ni dónde buscar).
Sea como sea, estaba claro que el tío era gilipollas. Estaba claro que a su novia le encantaba que fuera así. No cabía duda de que se sentía cómodo consigo mismo, encajaba en un millar de clichés muy discutibles sobre cómo hay que ser para triunfar en la vida. Y, lo más terrorífico de todo, estaba clarísimo que le iba a ir bien.

Relato diario (2 de 5) – Día del Orgullo de Gemelos Bic

Hermanita, prefiero decirte esto por mensaje, así pongo en orden mejor mis pensamientos. Ya me conoces, me gusta hacerlo así.
Ya sabes que dentro de dos semanas es el DOGB. También sabes que cada año mi reticencia ante la celebración es mayor. Ya tenemos treintaiún años, y no creo que seguir celebrando esa festividad sea lo que nosotras necesitamos; ni lo que necesita la familia. Tú sabes bien -también- que te quiero más que a mí misma, y que sé que el sentimiento es mutuo. Te lo he dicho muchas veces, tú y yo nunca hemos necesitado fiestas oficiales para quedar o hacernos regalos. Es la verdad, y de hecho mucha gente ha llegado a extrañarse por eso. No sé si llegué a decírtelo, pero una vez oí a mamá hablar con la tía Pamela, y la tía se preguntaba que si era normal “lo nuestro”, que nos lleváramos tan bien o que apenas nos peleáramos; creo que ella creía que nos acostábamos juntas o qué sé yo.
El caso es que, aquí tú y yo sabemos que nos queremos. Nadie tiene que recordárnoslo, ni decirnos cuándo nos tenemos que regalar cosas (o que esas cosas tengan que ser de la marca Bic).
Sé que no hace mucho lo hablamos en la celebración del bicentenario de Facebook. Pero ahora que ya mismo llega el día, creo que sería bueno sentarnos antes con papá y mamá, y contarles lo que hay. No creo que por no celebrar el DOGB pase nada. En casa siempre hemos sido respetuosos con las tradiciones (incluso celebramos el Día de los Homicidas Involuntarios Inculpados Glock… sin haber ningún homicida involuntario en la familia que esté cumpliendo condena…).
El caso es que, ya no me siento capaz de hacer el papel. Ese día es el único que me siento ridícula a tu lado, y eso me hiere no sabes cómo. Me siento ridícula por ir vestida igual que tú, me siento ridícula cada vez que nos hacen volver a cantar lo de “Yo siento cuando ella siente y eso se llama Amor” (solo escribirlo se me pone la piel de gallina). Y lo siento, pero me da igual que la celebración la hagamos para contentar al abuelo (lo cual podría ser más que nada una excusa de mamá); el abuelo debería saber ya que estamos curtiditas, ya no somos sus niñitas con coletas, ni su juguete del árbol genealógico.
Sé que tú no eres tan radical como yo en esto, pero también sé que me entiendes. Como he dicho, ya hay decenas de fiestas oficiales al año, y como sabes, opino que sólo forman parte de un elaborado chantaje emocional perpetrado por las marcas comerciales que las patrocinan. No me importa felicitar a los demás en sus “días” si les hace ilusión, ni tan siquiera el comprar regalos de una marca concreta para satisfacerles. Pero yo no soy así, y me gustaría no tener que celebrar por obligación algo (el ser gemela tuya) que yo no planee; no quiero sonreír cuando los demás quieran ni cantar cuando los demás quieran o ser feliz a la fuerza en un momento concreto. No quiero ir de tiendas cuando los demás me espolean a ello. Me niego a ceder a ese chantaje capitalista, al menos en mi/nuestro “día”. Quiero ser más auténtica, hermanita, y me encantaría que tú me apoyaras.
Imagino que al leer esto me verás otra vez como una especie de anarquista; puede que hasta te haga gracia en cierto modo. En cualquier caso, no quiero que cumplas órdenes mías; sólo te hago saber lo que siento respecto al DOGB. Si tú quieres seguir adelante con ello, yo compraré por ti, cantaré por ti, y pasaré toda la vergüenza propia y ajena que sea necesaria por ti. Y no se hable más.

Un beso 🙂

Cuídate mucho.

Relato diario (1 de 5) – La puta

Perdonad si me pongo pesada con los mensajes, pero quiero que quede todo bien claro para que todos vayamos preparados. Recordad que tendréis que llevaros algo de comer, yo me voy a llevar un bocadillo. Iremos lejos, o sea que puede ser que sea mejor quedarse a comer en algún claro o en algún sitio guay que veamos. O sea que eso, llevad algo de comer y una botella de agua.
Y es mejor que no habléis con la puta. Si os saluda por Facebook o lo que sea, haced oídos sordos. Yo ya voy hablando con ella para asegurarme de que viene, así que no os preocupéis. Iremos por la ruta que ya hemos dicho un montón de veces, la de la cantina, el camino que sube hasta la cueva que vimos cuando fuimos a reconocer el terreno. Allí no habrá nadie, y menos entre semana. Hay brechas entre rocas y caídas muy chungas, pero yo sigo siendo más partidaria de cavar un agujero, enterrarla y listos.

Otra cosa. Al final viene mi primo. Aún no sé si se traerá la pistola de clavos, pero tiene dos palas de su padre (¡¡bien!!). En todo caso, él no tocará a la puta, sólo nos proveerá de material.
Ya tengo la cuerda que os dije. Cuando ya estemos en un sitio que nos mole ya decidiremos dónde la atamos. Recuerdo que cada uno tendrá quince minutos a solas con ella. Y dejaremos pasar media hora entre turno y turno. La gracia está en que la cosa se alargue. Al final (si no se raja nadie) somos seis en total, y echaremos a suertes en qué orden van los turnos como dijimos. De todas formas tenéis que tener cuidado y un poco de sangre fría, yo no voy a hacer esto para que el primero que se ponga delante de ella cuando esté atada la deje inconsciente con el primer golpe…
Con el tema de si violarla o no, Pedro y Fran ya se aclararán. Ya sé que a las chicas no os hacía gracia eso, pero al final la mataremos, y antes la torturaremos, así que no creo que tenga que suponer mucho dilema ético o moral lo de si se la viola o no.

Personalizo unos cuantos mensajes, para no liarme redactando…:

Laura: Seguimos confiando en tus conocimientos farmacéuticos. Ya sabes, por si la puta se desmaya muy pronto o lo que sea, la queremos bien despierta y consciente hasta el último momento 😉

Fran y Pedro: Yo de vosotros llevaría condones si de verdad queréis… eso. Aunque luego vaya a estar muerta, no sabéis la de gente que ha entrado ahí

Tita: ¿Te creías que no íbamos a ser capaces, eh? 😀

Mary: ¿Al final podrás traer lo del ácido? Sería un puntazo, pero hay que ir con cuidado…

Nada más. Sólo quedan cuatro días, y es una EXCURSIÓN. Ya sabéis, andaros con ojo y no se os ocurra lanzar indirectas a nadie ni hablar ni de refilón sobre el tema. Creo que todos tenemos motivos de sobras para hacer lo que vamos a hacer. Pero lo que digo siempre, os rajéis o no, la boquita cerrada, que la puta no os ha hecho ningún bien para que nos pongamos dignos de repente…

Si contestáis, que sea breve, preferiría no tener que volver mandar más mensajes así de largos…

😉

Las aventuras psicosexuales de Rudolph (un cuento extremadamente navideño)

Hay un problema en una línea de producción. El índice de ganancias ha bajado en cierta empresa. Papá y mamá no follan desde hace años que se sepa. Un chino ha muerto congelado por un problema de obcecación profesional. Alguien ha empujado a alguien a las vías del tren, eran las ocho de la mañana. Una adolescente llamada Clara ha vomitado en el portal antes de subir a su casa. Otra adolescente, también llamada Clara, se ha suicidado por obcecación amorosa, su sueño era ser madre. El representante de Dios en la Tierra se ha defecado encima, incontinencia. Un mayordomo, poseedor de un miembro de veinticinco centímetros, practica sexo con La Señora, mientras El Señor sigue de viaje de negocios en Praga. Un astronauta filtra su orina para convertirla en agua potable. Un gigoló entra en Irina, de cuarenta y cinco años, viuda, adicta al sexo y al juego, una clienta habitual.
Rudolph, pues, trabaja la entrepierna de la cuarentona. Fuera es noche cerrada y nieva. En el piso de arriba alguien canta villancicos. En algún lugar un chico mata sin querer a su novia de quince años; la enculaba y ella se ha roto el cuello contra el cabecero de la cama. Rudolph se pregunta si los chicos estarían haciéndolo con los padres en la habitación de al lado y eso lo ha precipitado todo, pero las visiones no siempre le llegan en detalle. A veces le llega un nombre, una acción, y todo se difumina; los sucesos le llegan de forma instantánea o con un aparente retardo de horas. Una ama de casa llamada Esther se clava en el ojo sin querer un cuchillo de cocina. Un niño grita solo en medio de un bosque, llama a su madre (pasa muy a menudo). La cuarentona le grita a Rudolph que se corra dentro. La que parece la actriz porno Silvia Saint, prepara un bocadillo de queso en una cocina. Arriba los villancicos no cesan. Una chica francesa de veinte años se podría quedar embarazada, su novio ha descubierto que el condón está roto. Un hombre muere de frío echado en un banco (un clásico). Rudolph suele tardar bastante en correrse; esa idea sobre pensar en algo desagradable para retrasar el orgasmo, en su caso puede venir de serie; todo depende del momento. Un niño de tres años llamado Javi, chupetea el neumático de un coche, y la polla de Rudolph sigue erecta y aguantando el tirón. La cuarentona mueve el culo como loca. Alguien prepara su declaración de la renta, es rubia, está desnuda, se llama Anabelle. Rudolph se debilita.

Más tarde la cuarentona fuma y le pregunta a Rudolph por qué Rudolph. Y Rudolph, que no tiene una explicación concreta para eso, fuma también, y vuelve a contar la mentira sobre aquella vez que vio en un graffiti al reno Rudolph follándose a alguna clase de Mamá Noel, una Mamá Noel grotescamente inflada por la zona del trasero, las tetas y los labios. Otro rasgo a destacar de Rudolph (el gigoló, no el reno) es su propensión a la mentira. Mientras en su mente una nueva adolescente llamada Clara se corta las venas metida en una bañera, le habla a la cuarentona sobre su preferencia por las cuarentonas, sobre lo muy a tono que le ponen; y si están casadas y con hijos, si están atadas y llevan años así, mucho mejor, dice. Cuanto más inaccesible sea la cuarentona en sí, mejor. Cuanto más seria y aparentemente poco predispuesta a una aventura sexual con él, más cachondo se pone él con la idea de tirársela. Es el motivo por el que se suele poner a tono viendo una iglesia, o a cualquier persona firmando un papel, cerrando un contrato, prometiendo fidelidad. Lo que me pone de verdad, dice, son las familias. Me encanta la navidad, dice. Y una mujer llamada otra vez Clara, tropieza en un pasillo y derrama por el suelo todo el contenido de una bandeja. Me encanta la navidad, dice, porque la navidad es la época en que todos hacen apología de la familia, hablan de lo importante que es la familia, se llenan la boca de amor familiar…; ahora muchas de mis clientas están en casa besando a sus hijos, sonriendo a sus maridos, sacando fuentes de turrón…; no te haces una idea de cómo me pone eso, esa mentira descarada, ese anteponer el sexo a todo lo demás en el fondo, esa hipocresía que tiene que ver con la fidelidad conyugal… esa fidelidad sólo de cara a la galería… la idea de que en cuanto puedan librarse de sus hijos y los protocolos de clase media, me llamarán desde sus segundos móviles para quedar conmigo y desahogarse. La cuarentona escucha atentamente. Una nueva Clara entra en la mente de Rudolph, esta vez tiene solo dos meses; fallece en su cuna por muerte súbita infantil. La verdad, dice Rudolph, es que hay sobre todo dos situaciones en las que de verdad funciona el sexo; una es cuando estás realmente pillado de alguien, y la otra es cuando hay mentira y desahogo de por medio, o cabreo, o algún sentimiento potente que te haga libre…; creo que me gano la vida gracias al matrimonio.
La cuarentona presiona a Rudolph para que le cuente cuándo ha llegado a estar más excitado en toda su vida. Rudolph, mientras otra Clara aparece por su cabeza cantándole una especie de nana a su hijo acostado, dice que eso está claro, es fácil. Hace cinco años, dice, era veinticinco de Abril, y yo estaba en una cafetería; entró un matrimonio joven y se sentó en una mesa cercana. Una Clara de unos treinta años, despierta dentro de lo que parece una caja, quizá un ataúd, enciende un mechero y rompe a llorar. La pareja, dice Rudolph, era de esas que parecen ser realmente felices, un amor reciente, y con unos gemelos en su cochecito biplaza. Arriba siguen los villancicos, no cesan. Un niño negro muere mientras duerme al raso. Dos chicas de unos veinte años comienzan a besarse en la boca dentro de un ascensor que parece averiado o bloqueado. Una mujer muy alta se seca las manos en su delantal mientras le grita a su marido que se vaya de casa «de una puta vez»; la mujer se llama Clara. Rudolph dice que la madre de esos gemelos tenía los labios gruesos, buenas caderas, no hubieses asociado su imagen a la de una madre; iba con tacones y llevaba un escote pronunciado. Uno de los gemelos comenzó a llorar, dice, y el otro se contagió. Una mujer salta desde un piso quince. Un hombre desnudo arrodillado y con el pene erecto, agarra a su gato por las patas traseras mientras éste maúlla de puro terror. Un piloto se da cuenta de que uno de los motores ha dejado de funcionar. Un hombre muere echado en un banco. Una niña grita en medio de un supermercado, llora y llama a su madre. Rudolph dice que, en realidad, lo que más le ponía de todo el asunto, era la imagen que daba el marido, el padre de los gemelos; daba la sensación de ser un paria, alguien a quien esa mujer -demasiado potente para él- le pondría los cuernos una y otra vez. Esa mujer joven, dice, así de potente en todos los sentidos…, no podía ser que su vida ya se hubiera “acabado”, no podía ser que todo lo que le quedara fuera estar con ese tipo y los gemelos hasta la muerte. Un niño le tira una bola de nieve a otro, que queda inconsciente tirado en el suelo. Una chica de veintiún años rompe a llorar después de que el chico que le gusta se declare a ella justo en el momento en que ella iba a hacer exactamente lo mismo con él. El vigilante de seguridad de un parking comienza a masturbarse ante los monitores de control. Vale, dice Rudolph, la chica no era mi tipo, no era la típica cuarentona que me pone a tono, pero el solo hecho de imaginar a ese tío muy pronto abandonado con los gemelos en alguna casa imposible de mantener sólo con su sueldo, estaba haciendo que se me pusiera como una piedra. Otra mujer llamada Clara se prueba un sujetador en un habitáculo estrecho y se mira de frente, de perfil y de espaldas en un espejo.
Se hace un silencio en la habitación y arriba siguen los villancicos. Rudolph vuelve a sentir cómo cierto calor terrible se acomoda en su estómago; vuelve su preocupación sobre el porqué suele tener constantes visiones sobre sucesos relacionados con niñas/chicas/mujeres llamadas Clara. No entiende qué significa eso, o si debería hacer algo al respecto. Su mayor terror es conocer a una mujer que se llame Clara; no sabe muy bien qué haría, cómo debería actuar. Cree que, muy posiblemente, debiera tratar de proteger a esa persona; cree que es muy posible que se enamore de una Clara si la llega a conocer. No sabe por qué esas visiones le afectan más que la otras, incluso cuando las otras son realmente desagradables. La cuarentona se está quedando dormida. Justo cuando él se acomoda de costado e intenta (dentro de lo posible) que le venza el sueño, le sobreviene la imagen de un entierro -teóricamente acontecido en algún lugar durante el día-, y el nombre grabado en la lápida es el de alguien llamado Clara Mas Torres. Rudolph se pregunta si a partir de ahora dejará de tener visiones relacionadas con mujeres llamadas Clara, e incluso llega a dudar sobre si esa mujer muerta, según las fechas, a los treinta y seis años, no debía ser el amor de su vida al que nunca llegó a conocer.

[Como dije, hoy, día de navidad, sería el último día que pusiera una foto de Kate Upton (quería que fuera en plan navideño, pero no he encontrado ninguna muy de ese estilo…). Hoy se cierra el monográfico más bien involuntario y promovido por la pereza. En el video dejo el spot con el que la descubrí. Nada más. Protegeos de la familia en estas fechas, y mordeos la lengua en comidas y cenas todo lo necesario hasta que pase la «tormenta» protocolaria de estos días…]

Bravuconería y neurosis

La verdad, no sé ni cómo abrir la botella. Arqueo las cejas y miro a uno de los pocos colegas de verdad que hay sentados a la mesa. Tío, me dice aprovechando el follón de conversaciones cruzadas, antes podrías mirar fijamente a la pelirroja del cumpleaños y conseguir sexo para más tarde, sería más fácil que abrir esa botella. Es una botella de vino, el camarero no la ha abierto, no lleva corcho pero tampoco parece de rosca. Al final alguien me la quita de las manos resoplando, mi colega se ríe de mí. Miro de soslayo a la pelirroja (amiga de alguien), como para constatar que estoy aquí, que esto está sucediendo. Es una cena de empresa, la cena de navidad; o más bien un híbrido. Es, como me dijo por teléfono toscamente el colega mencionado, lo que pasaría si una comida de navidad y un cumpleaños follaran. Se mezclan protocolos varios, y anécdotas que han pasado más bien desapercibidas hasta que alguien las hace épicas exagerando cada detalle… Es, básicamente, la típica “encerrona” en la que no puedes decidir nada, y si lo intentas corres el riesgo de caer antipático al resto del grupo, o parecerles directamente un capullo. Es decir, estás sentado a la mesa y no puedes decidir cuándo te largarás, del mismo modo que no decidiste cuándo cenarías, entre otras cosas. La mayoría de gente no sabe estar sola fuera de casa si no es por fuerza mayor, así que muy raramente lo están, de modo que no ven nada especialmente incómodo en todo el asunto. Pero para quienes muchas veces salimos simplemente a pasear o hasta tomar un café y leer solos, a la larga acaba siendo mucho más incómoda la típica reunión-para-comer multitudinaria, en la que quien toma las decisiones es quien tiene más facilidad para el liderazgo, etcétera. El hecho de que normalmente a la gente le dé igual todo y se relaje en estas situaciones, viene dado -también- por que la mayoría venimos de haber estado cumpliendo ordenes toda la vida; así que a casi nadie le agobia en exceso el proceso de irritante lentitud en cada paso que conlleva el hecho de tener que darlo con diez o quince personas más. Cosas como decidir a qué lugar se va luego, o en qué momento saldremos de allí, si después iremos a otro sitio, etcétera, se pueden convertir en una especie de vía libre para el tedio de la indecisión. Es como si la mayoría de personas se perdieran la mejor parte del individualismo en la vida, no se dieran cuenta, y encima se jactaran de ello.
Lo malo, por tanto, de descubrir que puedes estar muy cómodo y tranquilo y sin miedo, solo, es que cuando vuelves a estar con gente ya no sabes si has perdido la habilidad/paciencia de aguantarles o si simplemente sabes ver mucho mejor las taras de esa rutinaria situación.
En jerga popular, soy lo que llaman -erróneamente o no-: un amargado. Por eso me han quitado la botella de vino resoplando con negativa condescendencia (quien fuera que sí quería vino).

Llega un momento en el que me doy cuenta de que alguien ha provocado la ancestralmente sobada conversación en plan guerra de sexos. Se supone que eso es especialmente divertido cuando hay muchas parejas sentadas a la mesa. Pero a mí comienza a crecerme una pelota de vergüenza ajena en el estómago. El tema no ha evolucionado en absoluto con los años, y parece que, muchos no sólo se contentan con volver a sacar a relucir los tópicos («¡los hombres dejan levantada la tapa del váter!», «¡las mujeres son unas neuras!», etcétera), sino que al final además parecen congratularse -a través de una suerte de falsa indignación- en cierto modo por que sus parejas se adapten notablemente a esos tópicos; lo cual da paso a esas actitudes en plan “Qué se le va a hacer, son hombres”, o, “Están todas locas, pero las necesitamos”, y demás. Es como si el hecho de tener una relación con alguien que reúne en su persona la mayoría de clichés existentes de carácter, fuera una confirmación de que como mínimo no les están tomando el pelo; como si en el fondo pensaran: “Al menos sé que mi novio es un Hombre” (aquí, «Hombre» en su acepción: “de las cavernas”), o, “Mi novia será una neurótica, pero eso es porque es una chica, y por tanto es mandona, frágil y dulce” (y aquí, el adjetivo «dulce» siempre solapadamente inyectado de la intención más peyorativa; es decir, dulce=tontita histérica a veces, pero con buenas tetas y un culo bonito, así que la aguanto).
Es como un gran cliché sobre los hombres y las mujeres, un cliché que se retroalimenta a sí mismo por el sólo hecho de no superar de una vez la manía de darle cancha en las reuniones supuestamente relajadas. Hasta tal histeria llega la obsesión por dejarnos pegadas ciertas etiquetas, que llega un punto en que mucha gente puede llegar a creerse las mismas y actuar en consecuencia por el mero ansia de encajar. Todos hemos visto a tíos enorgullecerse de su “masculinidad” (en muchos aspectos absurda y hasta dañina), del mismo modo que hemos visto a mujeres cobijarse en el tópico teórico de la neurosis femenina, para así salir de ciertos entuertos y negar responsabilidades porque “Soy mujer y a veces nos volvemos locas”.
Aun así, nos seguimos sorprendiendo de que siga habiendo gente racista, por ejemplo, aunque muchas veces no consigamos -ni de lejos- respetarnos ni a nosotros mismos.

La pelirroja cumpleañera se levanta a decir unas palabras; creo que porque ya va lo suficientemente borracha. Buenas tetas, buen culo; eso nos decimos con la mirada mi colega y yo. Nos agradece a todos nuestra presencia y demás; lo dice así: «presencia»; hay gente que parece tener un vocabulario más rico bajo el efecto de las drogas; es como si el hecho de ir más “sueltos” disolviera el apuro por parecer demasiado eruditos hablando. La chica arrastra ya claramente las consonantes; un tío mío lo llamaba «consonantes alcohólicas», que es cuando ya empiezas a perder la habilidad del habla aunque tú mismo no lo notes. Cuando dicho tío mío se emborrachaba, no sólo perdía la vergüenza intelectual, incluso recitaba poemas enteros y hasta llegaba a llorar de pura emoción. Eso sucedía poco rato antes de que comenzara a vomitar, o de que perdiera los papeles e iniciara una ronda de insultos personalizados para cada uno de los miembros de la familia (que era lo que solía pasar). Si me llamaban «gilipollas lameculos», sabía que era nochebuena.
La chica pelirroja sigue hablando, y la verdad es que, si tuviera que ser completamente honesto, diría que está poniendo a tono a todos los hombres hetero presentes. Lleva un escote de los de dinamitar conversaciones (o, en ocasiones, noviazgos, matrimonios, etc.). Tiene esa piel tipo anglosajona blanca, muy poco de moda hasta que aparecen curvas (entonces ya da igual de qué color sea la piel). Tiene pecas en la nariz y entre las tetas. Y el comentario que me hizo mi colega en cuanto a la posibilidad de que fuera más fácil tener sexo con ella hoy que abrir la botella de vino, tiene que ver con el más que probable bulo de que la chica va «necesitada». A menudo, si estás soltero y no vas con «compañía» alguna a las “reuniones”, quienes sí van en pareja presuponen que debes ir tan mal que estarías dispuesto a follarte una cabra. Presuponen eso, supongo, porque al ir, como digo, emparejados y tener una «relación solida», dan por hecho que sólo ellos follan, y que el sexo sólo puede darse en su entorno en condiciones óptimas de monogamia vociferada a los cuatro vientos.
Viendo a la muchacha cumpleañera, solo puedo pensar que, si lleva mucho tiempo sin sexo ha sido por elección propia, por el extraño motivo que sea. Una chica así no seduce, señala con el dedo lo que quiere. Mi colega no aparta ojo de sus tetas. Le cae por la espalda en ondulaciones (a ella, no a mi colega) un melena frondosa naranja que le llega casi hasta la cintura. Esas pin-up manga supuestamente icónicas de los cómics e Internet son un boceto en comparación. Cumple veintipico (¿23?, ¿24?) años. Intento que me mire mientras habla, también voy lo suficientemente borracho (de cerveza), intento que me mire y pierda la concentración.
Si me llamaban «palurdo soplapollas», sabía que era navidad.
Ahora la chica simplemente sigue de pie, aunque técnicamente ya no esté dando ningún discurso. Habla con unos y con otros, gesticula. Pienso en su silla, aún debe estar caliente. Sigue sin sentarse, y se ha dado cuenta de que he estado buscando su mirada. Teniendo en cuenta que no nos conocemos más allá de los dos besos de rigor, no parece para nada molesta con mi acoso ocular. Aunque eso sí, tengo claro que no me pondré a ligar aquí vociferando delante de todos, hay demasiado carroñero emocional a la mesa. Sería un material demasiado jugoso. Ni borracho (y esto es literal) me levantaría o arrastraría mi silla hasta ponerme a su lado y aprovechar la ebriedad bidireccional para romper el hielo. No. No quitaría ojo de las pecas de entre sus tetas. Es cualquier cosa menos una buena idea.
Si me llamaban «fracasado de mierda», sabía que era nochevieja.
Un rato después de haberse sentado por fin la «chica naranja» (hemos oído a la amiga ubicada a su lado llamarla así), me pregunto si será verdad que la muchacha va en busca de guerra, haya tenido o no sexo en los últimos días/semanas/meses. Si tuviera que apostar, diría antes «ninfómana» que «necesitada», aunque, ya sea una opción o la otra, sé que ninguno de los tíos del restaurante ha dejado de imaginarla desnuda desde el primer golpe de vista. Ninguno ha dejado de mirar su pelo en algún momento para concluir con aplastante “lógica masculina” que su vello púbico es del mismo color, para pasar después a preguntarse cómo lo llevará de depilado o recortado, o si quizá va totalmente rasurada, etcétera. Ella sabe que es el trébol de cuatro hojas del lugar, y me doy cuenta de que el juego de miradas no es conmigo; o sí, pero también lo es con todos los demás tíos invitados a su fiesta híbrida.
Entonces, la muchacha se levanta otra vez y se va al lavabo del restaurante.
«Niñato ignorante» significaba Día de Reyes.
Su ausencia -como acostumbra a pasar con las ausencias- da pie a la verdadera naturaleza humana. Los tíos nos miramos entre nosotros como en una especie de celebración silenciosa; nos damos palmaditas mentales solo por estar sentados a la misma mesa que la «chica naranja», y hasta se nos escapa algún monosílabo obsceno susurrado. Dos chicas se ponen a destriparla al más puro estilo Hijadeputa-envidiosa/víbora/etcétera. El resto de chicas callan, sobre todo las que vienen emparejadas: hay algún tipo de “madurez” femenina en ellas que no puede venirse abajo por un trébol de cuatro hojas, por más que el trébol en sí sea la clase de trébol que todo el mundo busca, el trébol desestabilizante y novedoso, aquel trébol por el que “ahora mamá tiene un novio odioso y sólo vemos a papá una vez a la semana”.
Si me llamaban «capullo de mierda»… bueno, podía ser un día cualquiera en que mi madre hubiese decidido reunir a toda la familia.

Entonces mi tío, después de la ronda de insultos, solía derrumbarse en un amargo silencio. Pasado un rato, solía iniciar su ronda de disculpas personalizadas. Gran parte de su desmorone constante, tenía que ver con una especie de amor/rechazo extremo con relación a su hija (siempre avergonzada en dichas reuniones). Mi tía había muerto a los dos años de nacer mi prima. El hombre veía a su mujer en su hija. Si hurgabas en el álbum de familia comprobabas que el parecido entre ellas era incluso macabro. De todos modos, el único delito que había cometido mi prima era nacer y ser una consumidora más de combustible fósil. Era una chica sana, paciente, buena en esencia; es decir, también, al parecer, era clavada en todo eso a mi tía. Mi tío se había quedado encallado mentalmente en algún instante mientras le comunicaban por teléfono que su mujer había fallecido en un accidente de tráfico. A todo eso, hay que sumarle toda una serie de neurosis relacionadas con la idea de que pudiera pasarle algo a mi prima, o que alguien consiguiera conquistarla de algún modo y arrebatársela. El apoyo que comenzó a recibir por parte de toda la familia después de la tragedia, para él no era más que algo enorme y amenazante que crecía entre él y la “doble” de su mujer muerta. La cosa se puso peor aún un verano de hace cinco años, cuando mi madre (hermana de mi tío) se propuso organizar un viaje para mi prima y para mí a Viena. En ese momento, la muchacha se había venido abajo debido al incesante miedo de su padre, que le llevaba prácticamente a esclavizarla con horarios absurdos y un sinfín de reglas que a punto estuvieron de asfixiar su sorprendente paciencia de veinteañera a cualquier nivel imaginable. Así pues, al final convencieron al hombre entre todos, y la muchacha y yo salimos de viaje. Mi madre pensaba que tanto para ella como para él, podía ser un punto de inflexión positivo (para él por el hecho de comprobar que su niña era tan fuerte como para estar lejos y a salvo durante días, y para ella por la simple idea provocada de descansar de él esos días). Pero como acostumbra a pasar, mi madre, en su empeño por mejorar las cosas, sólo consiguió desatar del todo la locura de mi tío. Mi prima le llamaba una vez al día para asegurarle que estaba bien y lo estaba pasando fenomenal, etcétera; entonces el hombre -ahora sé por qué- enseguida pedía que yo me pusiera al teléfono; y yo, la tercera o cuarta vez que eso sucedió, y con la guardia estúpidamente baja teniendo en cuenta que era el hermano de mi madre quien había al otro lado de la línea, fui y bromee con la idea de que su hija y yo pudiéramos estar iniciando un romance incestuoso en Viena.
En la ronda de disculpas durante las reuniones familiares, si me decían que en el fondo era un tío generoso y atento, sabía que era nochebuena.
En mi favor, he de decir que en aquel momento yo no era consciente de hasta qué punto estaba tarado mi tío. Después de mi chascarrillo sobre primos enrollándose, el hombre comenzó a gritarme que no le tocara un pelo a «su niña», luego prorrumpió en lágrimas mientas balbuceaba que todo era inútil ya, que seguro que ya lo había hecho, seguro que había aprovechado para «follarme» a su niña, que ella no le comprendía y que todos en la familia estábamos conspirando contra él para quitársela.
Obviando el hecho de que mi prima y yo no nos veíamos con tanta frecuencia como para que yo alguna vez no me hubiera masturbado pensando en ella durante la adolescencia (teniendo en cuenta que ella siempre ha sido -resumiendo- muy guapa, y yo… tengo pene), dejando a un lado eso, no, nadie conspiraba contra mi tío. Lo que sí había era una sensación generalizada de intensa pena por mi prima, que vivía sola con él, y que seguro nadie sabe bien lo que ha tenido que aguantar desde los dos años hasta ahora.
Cuando me dicen que soy el hijo que cualquier padre querría tener, sé que es navidad.
Uno de los motivos por los que el trébol de cuatro hojas humano me hace pensar en mi tío, es que cualquier cosa me hace pensar en mi tío. Mi tío podría tener la culpa de que odie intensamente las reuniones con más de dos o tres personas. Podría tener la culpa de que toda mi familia ande siempre de culo cada vez que a mi madre o a quien sea se le ocurre que sería una buena idea reunir a toda la familia. Fíjate en cómo llega del lavabo el trébol naranja y se sienta en su silla (o, cuando un trozo de madera está ocupando el lugar en el que querrías poner tu cara). Mi tío podría ser incluso el responsable indirecto de la muerte de mi tía, sobre todo si su carácter era en realidad algo que los demás no descubrimos hasta la tragedia del coche convertido en acordeón. Y ni siquiera me extenderé sobre las misteriosas causas de dicho accidente, en el que no hubo ningún coche más, ni alcohol en la sangre, ni motivos aparentes para que el vehículo se estampara contra un muro de hormigón muy apartado de cierta carretera; a no ser que mi tía, que al parecer era algo así como la versión apocada de la Madre Teresa, se hubiera dormido al volante, lo cual es tan poco probable como que la chica naranja lleve más de cuarenta y ocho horas sin follar.
«Culto y espabilado» significa Nochevieja.
Puede que, de algún modo, mi tío no sólo tenga la culpa de muchos de los dolores de cabeza de mi familia, sino que además haya podido provocar con los años algunas de las situaciones más inesperadas en la misma. Voy tan ciego que la chica naranja me ha dicho algo y he levantado mi vaso para brindar por ella, por estar aquí, por estar vivo y porque por una vez me siento realmente coherente celebrando el hecho de que alguien siga viviendo a los veintipico años. Así pues, provoco un brindis escandaloso por la chica trébol. Ella se sonroja y dice algo más que no llego a entender. Creo que mi acto ha sido una especie de intento desesperado por llamar su atención por encima del resto de tíos que ya deben tenerla en su mente abierta de piernas y pidiendo más, o que trazan algún sencillo y creíble plan para follarse esta noche a sus novias con la luz apagada. Esos tréboles normales y corrientes de tres hojas. La chica naranja es capaz de subrayar y a la vez dinamitar clichés. Es extraño. Y creo que el motivo por el que me ha hecho pensar de verdad en mi tío, es que mi prima sólo tuvo en cuenta una forma directa de reivindicarse a sí misma por encima de su padre y toda la mierda que ha tenido que tragar desde que era un bebé. Y ese plan consistió en comenzar a utilizarme a mí desde hace dos años como juguete sexual (y mi poca resistencia a la hora de aceptar mi papel de vibrador humano, no sé en qué me convierte, pero creo que no en cliché andante, al menos no del todo). De ese modo ella fabricaba un poderoso secreto capaz de matar a su padre, postergaba el nuevo dolor de cabeza de tener que buscarse un novio serio, y hacía que algo sucio pero auténtico sobrevolara por encima de la vida real burlándose a la vez de ella. Así, llevando una relación liberal, ambos podemos hacer lo que queramos con nuestra existencia porque siendo familiares y sufridos como hemos sido siempre, nadie válido va a sospechar de nosotros (excepto el tarado, que ya sospechaba cuando no pasaba nada), y cuando digo nadie, me refiero también a quienes ocupan la mesa en la que estoy.
Cuando me dicen que soy un tío «preocupado y cariñoso con su familia», sé que es Día de Reyes.

[Arriba pedazo de video-montaje con imágenes de muchas pelis de este año que acaba. Como cada año, se encarga Matt Shapiro de editarlo, y es un placer visual y auditivo (y yo que lo he colgado en facebook y nadie ha puesto ni un triste «me gusta»…, indignante). Abajo más kate Upton.]

El ojo del huracán

Total, que ahí estaba yo, estaba como ido, porque no es que fuera una cuestión de si ella me miraba o no, es que estaba claro que la cosa estaba calentándose a base de bien. Es un cúmulo de sensaciones, me siento como si intentara describir detalladamente algo inframolecular que no se puede ver ni con cachivaches de laboratorio tan caros que tienes que andarte con ojo si no quieres endeudarte. Mi padre me había dicho que ella estaba interesada, pero yo iba en ese plan me-arreglo-por-si-acaso, sin mucha confianza y con mucho apuro en realidad. Pero la cosa estaba que ardía, sí. Así que ella miraba sin parar, o parando pero de ese modo en que cuando miraba otra vez notabas mariposas y todo ese cuento de quinceañera, que en el fondo es siempre así al margen de la edad. No es que pensara que la tenía en el bote, pero si te contesto con sinceridad, sí, lo pensaba, aunque de un modo vago, como si fuera normal que ella se interesara por mí. Estaba muy nervioso, e intentaba fingir que no lo estaba, o incluso que estaba aburrido. Comía canapés de todo tipo; quizá por mi estado de ánimo algunos me parecían asquerosos, pero yo masticaba controlando que todas mis poses pudieran ser descuidadamente atractivas, como si aquello no fuera conmigo, como si me pasara cada día. Era, en cierto modo, muy patético, siempre me ha parecido muy patético cualquier ritual de enamoramiento o pre-apareamiento, no sé si me entiendes. Todo deviene muy frágil y rosa y gilipollas, es la clase de cosas que hacen que la gente odiosa y extremadamente cursi arquee las cejas y murmure algo como «ooooh», haciendo que te den ganas de estamparles el puño bien cerrado en el estómago con todas tus fuerzas. Pero el caso es que cuando estás en el ajo, cuando ese rollo te afecta directamente, estás en el otro extremo anímico/crítico de cuando tienes a una pareja primeriza al lado en el cine metiéndose mano e intoxicándote la peli. Vaya, que ahí estaba yo, esperando, porque estaba claro que ella empezaba a entender que tendría que ser ella quien se acercara; al fin y al cabo, y al menos en teoría, ella era la que se interesaba por mí, y según sabía yo, ese interés se podía medir al menos en semanas, si no meses, y eso bien debía justificar el hecho de que la muchacha salvara los diez metros de jardín que nos separaban para decirme Hola o lo que fuera que ella necesitara decir de entrada para acomodar lo siguiente que tuviera que declararme, y que a corto plazo -o eso esperaba yo- tenía que facilitarme el acceso al interior de su ropa interior del mismo modo que al interior de la muchacha misma, al margen de que yo en ese momento sintiera exactamente amor, lo cual era dudoso teniendo en cuenta mi estado de histerismo mal contenido, que muy bien podría haberme jodido una potencial erección de haber tenido ella un calentón y haber intentado… qué se yo, meterme mano detrás de unos setos apartados de la reunión en el jardín.
Así que, mientras la chica no se decidía a venir, decidí comenzar a beber. Había un ponche o algo así, en plan fiesta yankee. Había fuentes de ese líquido rojo por todos lados. Y llené y rellené mi vaso con la esperanza de que hubiera el suficiente alcohol en cada dosis como para emborracharme antes de comenzar a mearme. Y lo había. Había tanto que, a la primera sensación de agradable desequilibrio, comencé a reunir valor para ser yo quien se acercara. Entre otras cosas porque ella había comenzado a hablar con un tío de un metro noventa que sonreía como si hubiera vuelto a nacer al verla, y estaba claro que, o el tío era ingenioso o ella le estaba riendo las gracias. En el peor caso, el tipo parecía tener el perfil de quien no se pone nervioso con las chicas, de quien se las lleva a una furgoneta u hotel y pone a sonreír a su versión púrpura salida de su bragueta sin dudar un momento en que lo que importa es mojar sin llegar a hablar jamás de anillos o descendencia. Vaya, algo así como mi versión chulesca con la agenda del móvil llena de números perfumados: una suerte de tontito con suerte genética y colección de “follamigas”. Alguien a quien, te aseguro, podrías llegar a odiar de ese modo en que reconoces tu odio en voz alta, y de quien te importaría más bien poco su trágica muerte repentina. Un buen infarto juvenil, o muerto al atropellarle un camión enorme, todas sus tripas y huesos humeantes desperdigados por el asfalto.
Me acerco con paso decidido, o al menos eso creía yo. A veces doy un traspiés. El tipo sigue ahí. Sujeta un vaso de ponche, y parece de esas personas que se pueden tirar dos horas babeando el mismo vaso y aun así no llegar a acabar de bebérselo nunca. Ese cabrón sobrio que me sacaba unos quince centímetros de altura… no me fastidies. Era como el primo correoso del tío que más grima te dé. De vez en cuando posaba una mano en el hombro derecho de la muchacha; o se sujetaba el mentón cuando ella hablaba, lo hacía intentando subrayar su supuesto interés por lo que ella pudiera decir o pensar, como si ambos -él y yo- no supiéramos que su forma de moverse y actuar no era más que la respuesta a su propia tensión masculina ante la perspectiva de jodienda. Ella -entre otras cosas- olía demasiado bien para que el tipo no estuviera pensando en sexo cada quince segundos. La escena, era la confirmación clara de que, muchas veces cierto feminismo a nivel estético no es una buena manera de hacer que un tío se te acerque y piense en algo más que bajarte las bragas y pasar la lengua por toda la zona que cubrían éstas hasta no poder aguantar más y penetrar esa/s misma/s zona/s… nuevamente hasta no poder aguantar más. Aun así, el modo en que habla el tipo parece ser tan convincente que ella no parece pensar que él esté pensando sin parar en ella-sin-bragas ni sujetador y accesible y demás… Da tanta vergüenza ajena presenciar la situación, que cuando llego, me paro unos tres metros antes y escucho hablar al tío, que está de espaldas a mí. Ver a un tío intentando ligar es verle intentando asegurar que él no hace “esas cosas que hacen los tíos”, que él sí se interesa por las personas; básicamente, intenta venderle solapadamente a la chica la utopía final de que él no ve nunca porno o se huele los pedos. La idea abstracta entre líneas, es que quiere convencerla de que él no es humano, y que si ella se deja meter mano, puede que algún día él la lleve a “un lugar” en el que “no hay sufrimiento” y que “sólo conoce él”.
El tío habla del libro, el libro que nos ha reunido a todos aquí, y se expresa con términos editoriales y literarios. Enseguida me doy cuenta de que el tipo es uno de los editores de dicho libro, uno de los que hacía un rato estaba sentado a la misma suntuosa mesa de presentación que el autor y un par de cabezas visibles más del mundillo editorial.
La moto robada de papá. Ediciones Asilo.
El ambiente global en el jardín es como de cuchicheo sarcástico. Abundan las gafas de pasta y las chaquetas de tweed. (Es todo tan «moderno» y tópico como imaginas.) El autor se llama Jan Cerezo. O Fran Cerezo. Algo así, o puede que algo completamente distinto. Es la sexta presentación de un libro a la que acudo sin ganas, y ya me siento como si llevara toda la vida acudiendo a presentaciones de libros sin ganas. Y todo porque mi padre es algo así como un pequeño mito local en el mundo editorial y quiere que «se me vea», que me «deje ver», quiere enchufarme poco a poco y que algún día ayude a publicar una novela pretendidamente punzante y lúcida pero en realidad mediocre y aburrida detrás de otra.
La chica, aún no sabía quién era, la verdad. Ella sólo era un tema incómodo para mí, así que cuando la gente la mencionaba tiempo atrás lo que yo hacía era ponerme a la defensiva y filtrar con tedio la información que me llegaba de ese modo en que al final no sabes si lo has entendido todo o no has captado casi nada. Del mismo modo, supongo, que he “prestado atención” en la presentación de La moto robada de papá; que por cierto, ante la insistencia de mi propio progenitor, me leí enterita. Doscientas setenta y pico páginas a rebosar de pseudo-melancolía de cincuentón (o: melancolía muy mal transmitida), con salidas de tono ridículamente metidas con calzador para darle al texto un tono «enrollado», o más bien: «desenfadado». La clase de publicación que sólo hace ponerse alerta a quien aún no ha leído el libro y es consciente del aspecto canoso y primera vejez del autor. Mi consejo es: Lee siempre el libro antes de conocer al autor; eso, el noventa por ciento de las veces, hace que el tío o tía en cuestión pase a parecerte poco más que otro cutre intento humano más de trascender.
Yo seguí un buen rato bastante cerca de el tío y la chica, por detrás del tío, de tal forma que ella sabía que yo estaba allí y él seguía ligando porque no lo sabía. Le escuché términos de actualidad permanente como «calentamiento global» (lo cual, traducido, es: “me interesan las cuestiones del medio ambiente, o: aunque no me interesen estoy informado y eso denota al menos un mínimo de conciencia ecológica”), y hasta expresiones como «¡oh dios mío!» (exclamación calculada que repitió al menos cinco veces, y que jamás le había oído decir a ningún hombre, lo cual -teniendo en cuenta cómo enfatizaba en la s– hizo que se me pusiera la piel de gallina e intentara -dos veces- dar un trago largo a mi vaso ya vacío de ponche por enésima vez.
La moto robada de papá es la historia de un crío de doce años contada por él mismo en primera persona. En resumen, éste habla del lío en que se metió su padre al robar una moto (y en el fondo, de verdad, no hay mucho más); (finales de la guerra civil e inicio de la posguerra). Según la revista QuéLeer es “Un libro triste en el mejor sentido, un tratado sobre la amistad sincera y los riegos que conlleva la misma, un cuento adulto sobre la paternidad en tiempos de guerra”. Según otro dominical que leí, Tendencias o algo por el estilo: “Este libro emociona casi sin quererlo, es la vida tal y como la conocemos, pero a través de los ojos de un niño que aún no la conoce”. Según mi opinión, como libro, lo mejor que se puede decir es que se deja leer, y lo peor, que busca buenas críticas de un modo tan desesperado que al acabarlo te dan ganas de salir a la calle y escribir con graffiti rojo la palabra «puta» en todas las paredes hasta comenzar a sufrir una tendinitis, aunque sólo sea para contrarrestar tanta sumisión a los clichés literarios comerciales. Mientras yo seguía espiando acústicamente al pretendiente de mi supuesta pretendiente, vi cómo el escritor (alto, corpulento [gordo], sonriente), iba dando la mano a todo el mundo por el jardín. Sabía que llegaría hasta donde estaba yo e intentaría entablar una conversación de cuarenta segundos para seguir saludando al resto de presentes. Eso hizo que me relajara. Si iba a hablar con la chica era mejor que lo hiciera después de que el escritor de éxito me pasara lista. Cuando llegó hasta mí, me dio la mano fuertemente y me dijo que mi padre era amigo suyo desde bla, bla, blá… Se me antojó igual de original hablando que escribiendo. Hasta me preguntó si me había gustado el libro (me dijo que sabía que lo había leído, y guiñó un ojo…); le contesté que sí, era cierto, lo había leído, ensayé mi sonrisa Sacadme-De-Aquí, y mentí descaradamente diciendo no sólo que me había gustado, sino que era lo mejor que había leído en mucho tiempo. Me sentí plenamente integrado, acogido; el tipo me volvió a dar la mano y se dirigió hacia oh-dios-mío y mi supuesta pretendiente. Entonces llegué a pensar en si ese Ken moreno correoso no sería gay; pero no pegaba, parecía más uno de esos tíos que aun siendo hetero nunca tuvo un grupo de amigos varones, sino más bien se enchufaba al grupo de amigas de su hermana. Ese tipo de cosas. En cualquier caso, estaba bastante seguro de que no era gay, sólo interpretaba el papel del ligón “académico”: con tacto, con palabras bonitas, con cuidado, amputado de su propio carácter o carácter alguno. Es como si en lugar de ser él mismo estuviera poniendo en práctica los consejos de alguien, o de algún libro o sección de consultas sentimentales de alguna revista. Hay muchas personas que en situaciones supuestamente delicadas no dicen nada que no se haya escrito ya e impreso en todos los formatos posibles.
Comencé a sentirme cómodo siendo el satélite del tío “con recursos”. Había otra de esas fuentes de ponche cerca; rellené mi vaso y volví a mi posición de espía descarado. Al otro extremo del jardín, mi padre y el escritor hablaban y se reían a carcajadas. En encuentros así, a veces uno no sabe si está entre editores y artistas o entre traficantes de armas. Algo obscenamente empresarial subyace en estas reuniones, incluso mucho más de lo que ya se ve a simple vista. Cuando estás rodeado de planes calculados casi al milímetro que van a desembocar en más ropa nueva cara y estilos de vida sobrados, cuesta no pensar incluso en el suicidio ante la idea que me sobreviene en cuanto a que el éxito tiene mucho, demasiado que ver con esto. El éxito es mi padre y ese escritor mediocre. Y yo chupo de la teta y me dejo amoldar a ese estilo de vida, mientras una chica que juega en otra liga estética se fija en mí quizá porque soy de su generación y, de hecho, también del mismo barrio: y por ende de sus recursos y nivel de vida con futuro asegurado. Esto, en cierto modo, no es tan distinto de las monarquías. Todo el mundo es monárquico hasta cierto punto, se sabe de una clase social, se sabe más o menos guay según lo que haga y lo que cobre o vaya a heredar. Es un concepto de vida que salpica a todos en realidad. Un circulo vicioso de hipocresías y actitudes mezquinas sin fin que abarca desde la monarquía (la de verdad) hasta el obrero más jodido por el dinero como único condicionante definitivo de la existencia. Siempre hay honrosas excepciones, pero lo cierto es que la única moneda de cambio que se acepta, define las ideologías y principios de la gran mayoría de gente según sus posesiones (lo cual es tan arcaico como el tamaño de tu casa o la frecuencia con la que cambias de móvil). El millonario tiene tendencia a querer siempre más aún por lo mismo por lo que el obrero con la soga al cuello habla sin parar sobre la dignidad que te aporta el esforzado trabajo diario: es la naturaleza interesada de “supervivencia” de cada uno. Sin embargo, ambos compran lotería, y donde el millonario sigue siendo suciamente ambicioso (ya que tiene que mantener su nivel de vida y lo quiere acrecentar), el obrero se aferra a su dignidad trabajadora mientras reza por ser algún día como los ricachones a los que desprecia, tanto en posesiones como en ideología, ya que de volverse rico, su nuevo estatus social y sus bienes tendrían que blindarse de algún modo, y su anterior actitud recta y combativa pasaría a ser notablemente contraproducente. Así, el millonario seguiría en sus trece, y al nuevo millonario poco a poco se le olvidaría su anterior teoría sobre la dignidad. Una teoría seguramente vacua (en el fondo bañada de esperanza por que todo cambie de una puta vez), y que muy probablemente ha ayudado a mantener a una mayoría esforzadamente esclavizada, pero con una sonrisa en la cara demasiado a menudo tal y como funcionan las cosas a nivel mundial.
Y por todo esto, mi padre -que sigue descojonándose a mandíbula batiente con el escritor de El niño del pijama de rayas 2- me dice siempre que no debería pensar tanto, y que no tengo derecho a ser tan nihilista, y últimamente, que debería dar cancha ya a esa muchacha que, al fin y al cabo, solo quiere conocerme, algo como ir al cine, o cenar, o follar quizá de forma esporádica, y quien sabe si «construir» algo serio para el futuro (esto último lo dice porque, como sabría yo más tarde, la chica es hija de cierto editor que se limpia el culo con billetes de cien, y que publicaría lo que fuera con tal de poder seguir haciéndolo [algo de lo que no me enteré bien hasta hablar con ella, supongo que por ese tic de no escuchar a los demás cuando me hablaban de ella]). De modo que, no es que mi padre intentara provocarme un romance con la niña guapa; lo que sucedía, más bien, era que en cuanto a posesiones -y aunque a otro nivel proporcional- yo era DiCaprio y ella Winslet, y mi padre conocía al suyo, y mi padre era empresario por encima de cualquier otra cosa. Él mismo lo decía, la gente de a pie es esencialmente -y sobre todo-: consumidora; el único ser que aún es otra cosa antes que consumidor, es el gran empresario. Es el motivo por el que todo el mundo hace regalos por compromiso mucho más que por amor o amistad. La vena consumidora de casi todos -lo quieran aceptar o no- suele figurar mucho antes en la lista de prioridades que cualquier relación interpersonal. Y el gran empresario no sólo sabe eso, sino que además ha conseguido hacernos creer que eso no es así. Nos humaniza con zarandajas mediáticas con sólida base en las tradiciones, nos lo creemos, y mientras nos brillan los ojos de pura autocomplacéncia, dejamos que hurgue en nuestra cartera cada vez que nos lo pide.
Otro dato importante es que el padre de la muchacha también andaba por allí con su vaso de ponche. Aunque a juzgar por su forma de relacionarse, no parecía de los que se limitan a sujetar y babear su vaso. Su fortuna está valorada en algo así como varias invasiones justificadas -desde el punto de vista capitalista- al tercer mundo. O quizá no tanto. Pero yo, cuando alguien podría vivir toda su vida sin trabajar, dejo de echar cuentas. Tanto en el ámbito legal como en el monetario, hay cierta manía de seguir haciendo números más allá de la esperanza de vida. Presos a los que les caen varias cadenas perpetuas, gente que sigue trabajando para ampliar su fortuna aunque la misma ya casi dé para equilibrar económicamente el planeta… Y cuando más borracho estaba, va y me saluda la muchacha. Mientras tanto, oh-dios-mio se aleja con un ademán tan gay que hace que la chica -ya frente a mí- me resulte casi agresiva con su vestido de tirantes y sus labios color chicle de fresa.
Me cuenta quién es y luego me dice de quién es hija. Y relleno mi vaso y vuelvo a mirar a mi padre, que sigue con el Señor Euro, y él -mi padre- me devuelve la mirada, y de paso le da un repaso a la chica, desde la coletas (si, llevaba coletas) hasta los zapatos de medio tacón. La muchacha -por cómo iba vestida y sus ademanes- era más o menos como la primera bailarina de alguna importante compañía de danza. Y además, con tetas. Vale, la primera impresión, quizá por lo casi traslúcido de su piel, era que debía seguir viva de milagro siendo tan frágil, pero más adelante, cuando superabas lo erguida y en tensión que parecía estar, te dabas cuenta de que tenía un pecho generoso, caderas turgentes… vaya, la clásica forma femenina de guitarra: por reflejarlo en un idioma más universal, en realidad estaba más cerca de la primera Emma de las Spice Girls, que de Renne Zellweger en “Chicago”.
Cuando una chica me habla desde tan cerca -y esta lo hacía desde tan cerca que podías respirar su aliento- siempre me acuerdo de mi madre. Y no vale aplicarme ese rollo de que todos los tíos buscan una segunda madre -o a su madre- en sus parejas; lo cual, dicho sea de paso, me parece no sólo retorcido y malsano, sino también una gilipollez como una casa (con Edipo de por medio si quieres y todo). No sé de qué me viene ese primer pensamiento incómodo al tener de cerca a una mujer, pero lo cierto es que no siempre pasa, y cuando pasa, lo siguiente que llega es el enamoramiento (sí, aquí tenéis más carnaza los de la gilipollez malsana), sea en el grado que sea; a veces hasta niveles de sufrimiento atroces (lo cual incluye no poder separarse mucho tiempo de la persona, o hasta llorar solo), y en otras ocasiones a cierto nivel poco más allá de lo platónico, que también incluye sexo, y es más reposado y adaptable a la vida real que el rollo en plan suicidio potencial Shakesperiano.
La chica era una metralleta verbal. Era tan “de cierta manera”, estaba tan lejos de querer aparentar neutralidad que, al margen de liarte o no con ella, te era difícil imaginarte odiándola o repudiándola. Costaba aceptar que fuera hija del Señor Dólar. Era, lo que yo, con mi propia jerga interna -algo distanciada de lo viciados que están muchos términos en la “vida real”- considero: una chica dulce.
Otra cosa que me gustó de ella, era que no pretendía forzar la situación. No iba a tener un ataque histérico de dar y pedir explicaciones sobre mi silencio a propósito del hecho de saber que ella hacía mucho tiempo que estaba interesada por mí, y que incluso en un par de presentaciones literarias a las que me negué a asistir me dijeron se la vio preguntando por mi padre, lo cual todos interpretaron como una táctica indirecta para dar conmigo de una vez. La situación, mientras ella me hablaba sin pudor, se estaba convirtiendo en uno de esos momentos de “contrición” silenciosa: así me sentía por haber ofendido -aunque sólo fuera por “omisión”- a la muchacha durante tanto tiempo por el simple y mero hecho de la pereza por darle una oportunidad. Durante ese lapso de primer contacto, mis procesos mentales no dejaban de tomar ciertas direcciones, en un aparente descontrol y desorden aun así, debo decir, muy agradable. Caótico quizá, pero sugestivo del mismo modo que la imagen de una habitación desordenada indicativa de que, puede que su inquilino no sea lo que se dice pulcro, pero denota múltiples intereses y pasiones si te fijas mínimamente en los detalles de la imagen: los libros, los cuadernos, las revistas, quizá una guitarra, una maleta a medio hacer o deshacer… Total, que ahí estaba yo, rodeado de toda esa gente a la que repudiaba por distintos motivos, todos los cuales me alentaron para abrirle las puertas a la hija única del Señor Dólar, y, contra todo pronóstico, al presentarse ella con toda su verborrea, excentricidad hasta cierto punto, e innegable atractivo físico, se me antojó como una especie de ojo del huracán. Alrededor todo seguía yéndose a la mierda, pero al lado de la chica, al menos de momento, todo estaba en calma.

[Bueno, después de la tanda de cinco relatos diarios de formato más breve, volvemos a los tochos y la rutina habitual… Para el video, he puesto la primera parte del espectáculo «Sane Man» de Bill Hicks, que hace tiempo que no andaba por aquí (os recomiendo verlo entero, es muy sano). Y como, repito, ha vuelto la rutina, abajo otra foto de kate Upton (recuerdo que esta especie de monográfico producido por la pereza de buscar una foto distinta con cada actualización, acabará el día de Navidad con una foto suya esperemos que con motivos navideños bajo la acostumbrada parrafada. Por cierto, la instantánea de aquí abajo es un fotograma de la próxima peli de los Farrelly, «The three stooges» (estos muchachos tienen mucho terreno que recuperar), así que al parecer la muchacha ya hace sus pinitos en cine (y sí, su caracterización es la de una monja en bikini, y sí, el fragmentito del trailer en el que se la ve ya ha hecho correr ríos de tinta; y quizá de otros fluidos…)]

Relato diario (5 de 5) – Declaración de amor

Me presento: Soy un hombre de cuarenta y dos años (…) En cuanto a mi nombre y ciertos datos personales, prefiero mantenerme de momento en el anonimato. Con esta misiva, mi intención es dejarle claro que albergo ciertos sentimientos concretos por su persona. Esos sentimientos tienen que ver con la esperanza de llegar a un acuerdo sentimental algún día con usted; un acuerdo que delimite nuestra relación, que la clasifique y etiquete como esencialmente monógama. En cualquier caso, le advierto que no tengo una opinión formada sobre el matrimonio. Espero que eso no suponga obstáculo alguno para dicho acuerdo.
Reconozco que no soy lo que se dice un chico de barrio. Hace seis meses me divorcié (y esto no ha de provocar ningún levantamiento de ceja, muchos otros divorciados siguen sin tener una opinión clara sobre el matrimonio). Fue un trato limpio y sin hijos. Y, considerando mi nueva libertad, decidí no tener miedo de volver a empezar. Puede que no sea un pipiolo, pero creo sinceramente estar en los mejores años de mi vida. Creo poder satisfacerla a todos los niveles. Conozco la ciudad, soy viajado, y jamás he tenido que medicarme por problemas de alcoba. No es por presumir, pero mi vida sexual durante el matrimonio funcionó siempre, incluso después de haber decidido conjuntamente divorciarnos. Fue una separación amistosa, yo jamás habría aceptado cualquier otra opción.
En otro orden de cosas, jamás he estado en paro. Mis ingresos son respetables, aunque no exagerados. Sea como sea, conmigo jamás tendrá que preocuparse por el dinero. Tengo trabajo fijo y soy realmente bueno en lo que hago. Podría decirse que no hay nada en mi vida o proceder que deba preocuparle lo más mínimo. Soy educado, tranquilo, aseado (incluso algo puntilloso en ese aspecto), me afeito una vez al día, me ducho dos, y me corto el pelo una vez al mes. Puede que piense usted que, si realmente soy tan buen partido, mi ex-mujer no se habría cansado de mí. Pero verá, yo, al igual que el resto de los seres humanos, desconozco los mecanismos de una relación sentimental; por qué sigue o por qué se apaga. Como comprenderá pues, vivo al día, como buenamente puedo; supongo que igual que todo hijo de vecino.
Para no alargarme mucho más, en resumen, me gustaría que me contestara en relación con el tema tratado, a poder ser en papel, y de su puño y letra. Por si no ha quedado claro, mi intención es la de iniciar una relación amorosa a corto plazo con usted. De recibir contestación, y si realmente siente curiosidad, le escribiré otra carta con mis datos personales, el lugar, el día, y la hora en que me gustaría verla (adjuntaré una foto). Por lo demás, no se preocupe, si me contesta, mi segunda carta le llegará de inmediato. Tengo un horario estricto, llevo dieciocho años trabajando para la Agencia Tributaria. De hecho, aunque su negativa sea tajante en lo sentimental, no dude en escribirme y mandarme el papeleo necesario, y yo mismo le haré la declaración de la Renta antes del ocaso del año fiscal.

Relato diario (3 de 5) – Receta básica para Soufflé

Inés Galán no aparenta sus veintiocho años. Tiene una permanente sonrisa en la boca y mira mi grabadora y a mí alternativamente. Luego, se lanza a darme dos besos. La trayectoria de esta cocinera madrileña ha sido fulgurante desde el día en que hizo su primer huevo frito en casa de sus tíos a los once años. Fue su primer plato, su primera quemadura, y la primera vez que pensó en dedicarse a la cocina.
La Cocina Fácil: ¿Es difícil hacerse un hueco como mujer en el mundo de la alta cocina?
Inés Galán: ¡No!… Verá, es difícil, por ejemplo, hacer mil quinientas abdominales, o practicar sexo con mi novio si me niego a hacerle sexo oral…
LCF: Vaya…
IG: Sí, se pone realmente pesado con eso. Es que no llevo muy bien lo de… ya sabe… el sabor. Sé que no es el sentido que hay que potenciar, pero…
LCF: Ajá… pero seguro que habrá encontrado dificultades en su ascenso en el mundo de la cocina, no todo habrá sido un camino de rosas…
IG: Bueno, no… Pero ha sido más fácil que otras cosas. El esfuerzo cuenta en mi oficio, ¿sabe?, obtienes una recompensa si luchas. Sin embargo puedes pasarte toda la vida intentando sentir algo, lo que sea, ser feliz, y quizá no conseguirlo jamás…
LCF: …
IG: Es como estar constantemente en arenas movedizas, pataleas como loca para tener la cabeza fuera…; aunque bien pensado no es una buena analogía, al menos en arenas movedizas reales es sencillo, te hundes seguro y se acabó.
LCF: Aun así, su oficio le habrá reportado satisfacción, no cabe duda de que tiene que ser vocacional.
IG: Puede que al principio. Pero cuando va pasando el tiempo y destacas, todo se convierte en una competición por ver quién mea más lejos…
LCF: ¿Entonces se considera usted una mera artesana?
IG: No lo sé, hace mucho que no sé qué pensar de mí misma, sinceramente.
LCF: Sin embargo su lista de logros es impresionante teniendo en cuenta su edad…
IG: Es pura ambición, no hay ilusión en lo que hago, ya no. Lo único que me obsesiona ahora es conservar cierto ritmo de vida y gastos.
LCF: ¿Y le va bien?
IG: Sí, todo lo numérico va bien. Antes era yo quien cocinaba, ahora soy más bien una empresaria…
LCF: ¿No se siente cómoda en ese papel?
IG: Digamos que no, la verdad. Me siento como si en lugar de follar todo el día y pasármelo teta con ello, hubiera pasado a ser la dueña del burdel. Bueno, ya me entiende, cambie la palabra «cocinera» por «ninfómana».
LCF: Eso suena muy duro.
IG: Suena muy duro porque lo es. Cuando aglutinas mucho más dinero del que tenías previsto, tu vida se puede convertir en un proceso de administración constante de ese dinero. Estás todo el tiempo gastando quieras o no, mucha gente depende de ti, es como si tu trabajo hubiese succionado tu vida. Y mientras sigues así la gente cree que eres una triunfadora. Si volviera a lo que era antes, la mayoría pensarían que he perdido el juicio.
LCF: Aun así, usted seguro que puede cocinar cuando le venga en gana…
IG: De eso se trata, ya no le veo la gracia, ya no es algo que me entusiasme… Es como si un chaval se pasa toda la adolescencia queriendo ser bombero, y para cuando lo ha conseguido se queda mirando la manguera un día y comienza a sentirse rematadamente estúpido…
LFC: Me deja usted de piedra.
IG: Qué va. Seguro que si le da un par de vueltas al asunto, si va más allá de La Primera Explicación, no le costará tanto entenderlo.
LFC: Teniendo en cuenta todo lo que me dice, su expresión resulta desconcertante, sonríe usted con facilidad…
IG: Bueno, pasa que he aceptado lo que hay, tengo la sensación de saber cómo funcionan las cosas. Me considero optimista, creo que tengo motivos para ello. Aunque no por ello voy a negar que mi vida, a nivel profesional, es un gran error.
LFC: …
IG: Si, tengo motivos para pensarlo, y lo más grave es que fui yo solita quien eligió esta vida. Normalmente una persona crece y entre todos le llenamos la cabeza de tonterías y miedo, con lo cual lo que se acaba forjando es a pobres desgraciados que acaban trabajando en la Agencia tributaria y cosas así, y que miden su vida y supuesta felicidad según los ingresos… Vamos, no es ninguna novedad que el mundo funciona así. Se nos convence desde críos de que la amargura y el sacrificio -el cual es muchas veces innecesario e inútil- debe conformar el noventa por ciento de nuestra existencia si queremos ser dignos. Lo que más hay, si no nos llevamos a engaño, es infelices profesionales. Gente con estudios superiores en comer mierda sin quejarse.
LFC: Resulta paradójico que se considere usted optimista…
IG: Bueno, soy algo así como una buena chica del primer mundo. Cubro mis necesidades básicas holgadamente, y se me da bien lo que hago. Pero eso no quiere decir que sea tan tonta como para no saber que soy una de esas tuertas que reina en un mundo de ciegos.
LFC: …
IG: …
LFC: Me desconcierta, sigue sonriendo usted…
IG: No es tan raro. Yo no soy solo lo que hago, también soy lo que el mundo ha hecho de mí. He aprendido a sobrellevar las cosas de mi vida que aborrezco. A los jóvenes se nos bombardea siempre con eso, con que seamos vitales y esforzados aunque no nos guste lo que hacemos o lo que vemos, ¿no es cierto?
LFC: …
IG: Verá, yo tengo ya los deberes hechos. Que me quieran engañar no quiere decir que lo consigan. Tengo cuenta en Facebook, Twitter, Tuenti… cambio de móvil cada vez que uno nuevo se pone de moda. Mi casa, bueno… debería verla; o mejor vaya a ver cualquier otra de mi barrio y ya sabrá cómo es la mía (son todas casi iguales). Estoy lo que se dice integrada en el sistema, soy el núcleo duro del sistema, y sonrío porque es lo que toca. Cuando todo el mundo -como quien dice- deberá comenzar a tapiar sus ventanas y asegurar las puertas, es cuando mucha más gente joven como yo, integrada pero consciente, deje de fingir las sonrisas.

Relato diario (2 de 5) – Paula

Paula tiene diecinueve años. Lo cual es un dato aburrido -y sí, lo sé, sosamente narrado- hasta que te enseña lo que tiene en el armario de su habitación. Te abre las dos puertas y te muestra su declaración de principios: unos siete estantes abarrotados de botes de esos en los que te hacen mear para los análisis. Entonces, preguntas qué hay en los botes. Ella te contesta, y sonríe. Puede que pocos segundos después, mientras tú intentas dar crédito a lo que ves (y puede que ya con el estómago revuelto), ella esté procediendo a desnudarse mientras comenta que sus padres están fuera de viaje. Se quita la ropa de forma rutinaria, aunque no por ello a desgana.
Se desviste, y si apartas la mirada del armario y te centras en las curvas y el olor de la muchacha, es muy fácil recuperarse; puede que pasen dos o tres minutos y ya has superado lo de los botes llenos de semen. Y cuando vas a tocar una teta, o su culo, o quizá intentas meter la lengua en su boca, entonces te dice: Espera. Dice: ¿No quieres saber antes de qué voy? No se sabe si te detiene a esas alturas porque al verla desnuda sabe que ya te tiene en sus redes, o porque simplemente es su proceder; “le enseño el armario, me desnudo, y antes del sexo se lo cuento todo”… Así pues, comienza a hablarte siempre con su media sonrisa asomando, y te dice que al principio pensó que simplemente practicaría el coito con cada tío una vez, para así ir sumando. Luego, dice, le pareció que eso era demasiado frío o manipulador, así que decidió que follaría con cada uno hasta que llenase de su bote correspondiente. Creo que así es mejor, te asegura, creo que eso hace que el tío no se sienta tanto como un kleenex, sino más como una especie de “follamigo” temporal; sin olvidar que, si tengo que elegir entre un polvo y cinco, o seis, siete o los que sean, siempre prefiero cinco, seis, siete o los que sean…
Miras su sonrisa.
Vuelves a atacar porque te repites a ti mismo: “Sí, colecciona botes de semen, pero no me voy a casar con ella, puedo olvidarme de eso y…”. Pero ella te detiene otra vez y te dice que aún no ha acabado. Argumenta que no es que esté tarada y punto; lo que hace obedece a una especie de plan personal relacionado con algo que muchas veces los seres humanos no sabemos controlar. Vale, murmura, déjame explicarme, te prometo que no te estoy tomando el pelo. Lo creas o no, la miras a los ojos mientras te dice que en serio, que ella lo que quiere es tener hijos algún día. Creo, asegura, creo que mucha gente fracasa cuando intenta tener una relación sólida porque no están todo lo saciados que querrían en variedad y cantidad. Mi objetivo, argumenta, es hartarme ahora que puedo, hartarme de tener sexo con tíos y más tíos; de ese modo, seguro que dentro de siete u ocho años, podré afrontar una relación monógama habiéndome librado ya de la cuestión más farragosa; pensaré en todo lo que follé ya en su día, en que sé lo que es eso, y en que no lo necesito más de esa forma; y eso me curtirá para poder ser madre en el futuro con alguien a quien quiera y a quien no engañaré, porque mi cupo de tentaciones ya estará desbordado, será una asignatura superada, y podré afrontar con calma la vida familiar tranquila y tradicional que es mi verdadero objetivo.
Guardas silencio y ella sonríe otra vez.
Sé lo que estás pensando, te dice, pero todo el mundo hace planes… sólo que mi plan es a lo grande; si me gustaras lo más mínimo ya no estarías aquí; no me malinterpretes, eres mono y todo eso, pero no siento nada más allá de lo físico. Todo el rollo de los botes, añade, no es más que una forma de llevar la cuenta, de recordarme a mí misma lo que ahora toca hacer; tengo sesenta y dos botes llenos, calculo que podría llegar a trescientos o cuatrocientos…; y dime, ¿crees que después de haber tenido sexo siete u ocho veces con trescientos tíos voy a seguir con ganas de… “ser mala”?…; es muy poco probable, ¿no crees?, ya lo habré sido todo lo que era necesario…; el problema es que la gente alarga esto durante toda su vida por culpa de la moral; pero yo sé aprovechar mi tiempo, sé cuándo comenzaré a envejecer, sé que quiero un marido y niños y un perro y puede que hasta una valla blanca; y al menos no seré yo quien estropee esa ilusión.
En ese momento, es ella la que intenta besarte; pero entonces tú preguntas: ¿Tus padres lo saben?
Cariño, te dice Paula, mi madre tiene cuarenta años y va por su tercer matrimonio, la idea fue de ella.