Archivo por meses: enero 2012

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Esta rabia está bien, pienso. Después de leer y leer a otros que escriben y que tras la primera teórica veintena de bragas húmedas como respuesta aún no se han dejado ir en respeto por la poesía en sí… seguro que esta rabia está bien. Esta rabia está bien como contraposición a los mofletes sonrosados y las buenas intenciones y la supuesta inteligencia emocional de ciertos textos concisos, que también suelen ser demasiado a menudo vanos, y sobre todo vácuamente educados e inofensivos. Suelen ser débiles, muy débiles verdades absolutas con tintes de apología del optimismo. Esta rabia puede estar bien si llegas al segundo orgasmo femenino aún aguantando el primero tuyo mientras otros aún van por los preliminares o siguen sentados escribiendo ciertos versos. Están bien la amenaza de muerte y la carta bomba si estas llegan como respuesta a tu puta sinceridad otra vez. Incluso los tacos están bien para descolocar a aquellos que aún creen que las buenas maneras se demuestran con el detalle externo y no si sigues mamando aunque algo de pis se le haya escapado a Julieta. El amor auténtico sufrido y visceral está pasado de moda en favor de la imagen del amor presentada en dos dimensiones después de haber barrido la mierda real bajo la alfombra. La compulsión y lo animal es bueno tenerlos arrinconados al parecer, contener las emociones, filtrarlas hasta que sólo quede de ellas un sol sonriente llenando esa habitación en la que ya no sabes cómo crear placer lector a los lectores de verdad porque quizá nunca escribiste nada de verdad. En realidad casi nunca te divertiste ni sentiste nada de verdad con una película o una canción o el último libro que tenías que leer. Puede que nunca follaras de verdad a pesar de las ganas y de haberlo “hecho” y mucho como indican tus galones verbalizados. Todo eso del tembleque y la contracción de los músculos, la excesiva sudoración o las convulsiones… no querías que todo eso formara parte de tu mundo, no al menos demasiado. Controlas hasta que el control devora cualquier sentimiento abstracto o carnal. Y quizá por eso esta rabia a la contra está bien. Crees que le romperás la pelvis a alguien si embistes como querrías, del mismo modo que crees que sonarás demasiado extremo si escribes de verdad. Quiero saber qué te callas, poeta urbano joven y moderno, lo que me cuentas es solo un plato de salsa sin el entrecot casi siempre. Escritor de prosa, de mala prosa poética, a veces cuesta creer que tengas lengua, pelos o genitales. Te esfuerzas con tanto ímpetu controlado por demostrar que tienes corazón, que te crees que voy a olvidar que tienes tripas o lo que haces con ellas. Pero a veces hay reacciones. Oscuro otra vez porque sin mis tripas tu corazón de diseño en dos dimensiones no brillaría casi nunca. Es el hartazgo, experiméntalo. Sin miedo a lo negro del mismo modo que diseñas con diligencia lo rosa. Con la misma sinceridad con la que el semen resulta repugnante excepto cuando salpica en el momento adecuado y con la temperatura adecuada. Suena crudo y bla bla bla, pero tu labor consiste en controlar ese tipo de situación, y aplícalo a todo. Un montón de palabras que podrían hasta oler, y ¿por qué no dejarlas respirar?, que el aire transporte su hedor si es tal; es mejor eso que forzarse para diseñar flores de plástico en otro día fotocopiado. Citas vacías las hay a paladas, citas fácilmente revocables, para las que, como receptor, hay que tener de serie una inocencia que a veces solo puedes provocarte violando tu honestidad contra la pared en la que tienes pegadas las fotos de los autores de esas citas: Vuelves a considerarte poco más que mierda mientras llamás cínico y amargado al que escribe tacos o pone en tela de juicio tu sol sonriente. Y cuán apropiada es esta rabia, el texto con incontinencia, demasiado largo para el formato; el placer de escupir contra el viento y después mostrarte con los brazos abiertos, y no hay aplausos, no hay comprensión ni reflexión alguna, porque con toda seguridad tampoco hay casi lectores ya en esta línea. Amueblado a los veinticinco, estancado a los veintiséis, demasiados condicionantes para seguir siéndote sincero. Así que te vuelves Hipster (o lo que sea), y publicitas la mentira cool de las tribus urbanas: más música vacía, por favor, más libros bonitos sobre todo por fuera, más genios de veinte años, más Mondo Sonoro y baretos que se han propuesto pinchar a Fito cada semana hasta que todos los días parezcan exactamente iguales. Puede que tu única salida sea la nube rosa otra vez, la flor de plástico. Esa flor le gusta a la chica que te mira desde el otro lado de la sala; ella creció en jardines industriales, conoce todas las clases de materiales y pegamentos, y se dice que nunca ha olido una flor de verdad. Ella puede ser tuya, otra vez podrás follar a medio gas. Conoces tu mundo y vas vestido al milímetro para él. El sol sonriente sigue iluminando el teclado de tu habitación, y la sola imagen ya contiene más poesía de la que muchos exigirán en su vida: estás de enhorabuena. Tus tripas siguen siendo meros órganos y sigues sabiendo simular que no están ahí. La chica se acerca y ya sabes todas las respuestas. Tú eres el poeta, el escritor, controlas tu mundo de cadenas de montaje emocionales, la vida funciona por fases para ti. El alma sin calorías es tu producto de consumo. No te duele porque apenas sientes, eso no está incluido en el programa semanal. Lástima que el sol sólo sea una estrella casual, lástima que tu yo cool se convertirá en aburrimiento de mediana edad en un chasquido de dedos y por tu propia elección. El amor real por la vida daba demasiado trabajo. Dejaste de escribir porque dejó de leerte la única persona para la que escribías, algo así. Dejaste de forjarte en lo que amabas por el mismo miedo que criticabas en los demás. No creo que a estas alturas puedas seguir creyendo que esta rabia no está justificada. Ha llegado la hora de comer, de cenar, de levantarse, de acostarse. Otra vez. Siguen llegando mensajes a tu móvil, poeta urbano; tu ordenador respira esperando, tu teclado con las mismas teclas desgastadas y las mismas intactas. Quieres seguir alimentando el tópico, quieres seguir teniendo un gran corazón para todos, quieres seguir pareciendo centrado. Quieres seguir preguntándote en secreto por qué la mayoría de lo que creas en la vida no es más que paja. Y sobre todo, quieres seguir ocultándote el hecho de que sabes perfectamente por qué eso pasa.

[No sabía qué video poner, y he visto este de arriba por casualidad destacado en Youtube. Una muchacha muy joven ahí diciendo unas cuantas verdades (algunas, que por algún puto motivo, nadie suele mencionar todo lo que merecerían)… Abajo + pin up (perfectamente equipada para cambiar una rueda).]

Principios del siglo XXI

En aquel momento era la moda que se llevaba, dice siempre todo el mundo. Así era como éramos, dicen. Actuábamos y vestíamos así. Era «lo que tocaba». Pasan otra hoja del álbum de fotos digital. Y te siguen contando entre líneas por qué nunca tuvieron lo que se llamaría carácter propio en el momento de la historia en que más se reivindicaba el carácter propio. Querer demasiado a alguien no se llevaba mucho, la verdad, dicen. Era más apropiado aparecer una vez al mes por alguna red social y decir algo como «¡Eh, a ver cuándo quedamos para un café!», cosas así. Ni mucho ni poco. Donde sí había intensidad era en frases como «¿Me lo puedes envolver para regalo?» o «Cómo molan los X (sustituir X por el nombre de algún grupo que moriría durante el parto)». Hacíamos quedadas desvirtualizadoras, te dicen, conocimos a poetas de veinte años que llevaban sombreros y chalecos. Para ellos era importante que supieras que tenían mundo interior, eran pacientes e inteligentes y resultones. Todo el mundo era un genio, dicen. Todos eran genios y sabían en qué ambiente había que moverse. A veces parecían los nuevos yupis de los años dos mil. Convirtiendo en vigentes otra vez las correrías conceptuales de American Psycho. Sustituyendo drogas y violencia por otra clase de vacío mejor visto. No fumábamos, te dicen, y sabíamos lo que teníamos que comer dos meses antes de que llegara el verano. No es que tuviéramos sobrepeso, es que ya sabíamos cuándo nos sobraban dos kilos. Podíamos clasificar cualquier tipo de obra de arte, contextualizarla, decirte la fecha en que se gestó y en qué etiqueta encajaba durante nuestra época. A veces no sabíamos valorar la obra en sí, pero eso era lo de menos. No aprobabas exámenes con eso; nadie te daba un título por emocionarte con una película o maravillarte con un cuadro. Tenías que saber quién hizo el marco, cómo era el tapiz, cómo se transportó, en qué galería se expuso (por decirlo así), ¿en qué corriente literaria encajaría el siguiente fragmento?, etc. Eso era lo importante, y nosotros controlábamos todo eso. No estaba muy vigente eso del amor o el placer implícitos en las relaciones personales o el arte. Nosotros queríamos trascender eso. Era el mundo en el que vivíamos y ser moderno era tener cierta clase de fe. Los símbolos y los tatuajes y las cubiertas de los discos, daba igual lo que significaran, lo importante era el símbolo en sí y cómo quedaba serigrafiado en tu bolso. Eso decía mucho de ti. Todo hablaba de ti, cualquier complemento; y tu boca como herramienta estaba al final de la cola en eso, no digamos ya tus sentimientos u opiniones reales. Pero claro, obviamente la idea era que eso quedara soterrado. Había miles de artículos que defendían ese estilo de vida desde múltiples ángulos. Lo que debía imperar era que podía leerse cómo eras, tu auténtica naturaleza, según tu perfil como consumidor. Cambiabas como “persona” según cómo fueras encajando en el decorado general. Era esa certeza impepinable de chico que empieza a salir con chica y de golpe siempre va bien afeitado y su vestuario comienza a ser mucho más cuidado (aunque el chico sea igual que antes en lo que no está a la vista); era eso extrapolado a todo lo demás. La chica era nuestra época, el chico eran las personas que la poblábamos.
Lo cierto es que siempre había sido así, pero nosotros, nuestra generación, estaba llegando a cimas de mediocridad meticulosamente disfrazada difíciles de asimilar y analizar. Todo se había fusionado a muchos niveles. Tenía que ver con seguir comprando ropa cada semana, tenía que ver con las dietas, con una obsesión por la salud rayana en lo absurdo (casi con la idea de inmortalidad y juventud eterna como soporte); tenía que ver también con cientos de explicaciones aplicables a cualquier época. Pero una de las grandes diferencias, uno de los grandes aportes a esas corrientes ridículas para la despersonalización de las masas, era la revolución tecnológica. La misma tenía sus grandes ventajas y herramientas, pero una vez más da igual el medio, lo que importa es lo que se hace con él.
Aún había gente que conservaba televisiones en casa que tenían más años que sus hijos universitarios, mientras estos ya habían cambiado de móvil hasta cinco y seis veces.
Con la revolución tecnológica se hizo patente otra vez la patética realidad de siempre. Nuestra generación indie insultantemente preparada y con la agenda permanentemente llena, era igual de estúpida en lo esencial que cualquier otra generación. Nuestra generación de genios, de blogueros, de licenciados y poetas de veinte años. Lo adoradores del medio por encima de todo lo demás.
Por ejemplo un teléfono no era un teléfono. Y si lo era, habían conseguido convencernos de que no, de que qué ibas a hacer por ahí todo el día sin tener una lenta conexión a Internet en el bolsillo. Los avances que podían dar servicio como mucho a viajantes constantes que se pasaran meses fuera de casa, pasaron a ser imprescindibles para todo el mundo. Así pues, un teléfono dejó de ser un teléfono, y pasó, como tantas otras cosas en el pasado, a ser otro artículo más definitorio de tu personalidad. Otra vez quedaban al margen tu verdad, sentimientos o pensamientos profundos, o estos estaban limitados por el tema de actualidad vigente o el número de caracteres permitidos en Twitter. Un chat no era un chat. Un chat también definía tu modernidad en relación al tiempo que tardaras en pasarte al chat nuevo de moda. Otra vez lo importante era el medio y no la conversación o el intercambio de información.
El mayor argumento que tenían los amantes de toda esta vorágine de nuevo consumismo, era el de la desconfianza que pudieron tener nuestros antepasados con avances como el del pergamino al libro o el de la máquina de escribir al ordenador. Nunca tenían en cuenta, por supuesto, que en aquellos avances, en aquellas épocas, había un ánimo de facilitar la vida a las personas, además del ímpetu mercantilista. Con lo cual, un invento o nuevo paso tecnológico se producía cuando el creador de turno -errara o no- creía que aquello era una ventaja de verdad para el consumidor. Sin embargo, muy sospechosamente, en nuestra época, esos supuestamente grandes y útiles avances, se producían de año en año, a veces en pocos meses. Se trataba de dar un imaginario paso más enseguida para que la gente volviera a renovar el fondo de armario tecnológico. Y por supuesto, la gente picaba, la gente, todos, íbamos como moscas a la mierda, ya que la mierda era plateada y elegante y había una manzana mordida dibujada en ella, Steve Jobs moría en aquel momento, y la sociedad había adoptado por fin sus artilugios tecnológicos como la nueva ropa, las nuevas prendas y complementos, con tendencias que se renovarían enseguida y a las que tendríamos que estar atentos si no queríamos ser unos carcas de un año lectivo para otro.
Era algo así como el paso lógico occidental. En cualquier campo, ya se había perdido la esperanza de asociar la calidad o profundidad de algo a una respuesta comercial satisfactoria. Salía cada poco un juguete nuevo por la misma razón por la que grandes productoras como Fox batían records de mediocridad cualitativa en todo artefacto que hicieran realidad. Así pues, la respuesta estaba más en educar al consumidor que en pensar qué era lo que el consumidor quería. Si conseguías que todo el mundo creyera que un nuevo teléfono con el que ibas a hacer lo mismo que con el anterior era lo que tenías que comprar en navidad, ya no había que pensar. Y de todas formas, si el producto no calaba, enseguida saldría otro. La idea de la evolución y adaptarse a los tiempos, siempre era una excusa blindada. Si no sabías verlo eras un cascarrabias. Todo estaba asociado, claro está, con cierta filosofía sobre el joven emprendedor y optimista. No solo se había hecho patente el concepto de la valoración del ciudadano según su impulso consumista. Además, de repente esa idea era guay. Indie, Trendy, Hipster, Ecétera, Etcétera, Etcétera.
Había un sinfín de nombres y palabras. De repente los productos a la venta estaban agrupados en etiquetas de ese tipo, lo cual los dotaba de una credibilidad que para muchos iba a misa. Daba igual si luego el producto en sí moría enseguida en la mente de todos, lo importante eran los beneficios en el momento en el que se comercializaba. Y era cuando comenzaba a dejar de venderse, cuando enseguida había que sacar otro asociado a la nueva etiqueta que lo vistiera a la medida para atraer a todos aquellos que no estaban dispuestos a «quedarse fuera» o «no adaptarse a los tiempos». Es decir, a la mayoría.
No importaba mucho el clima actual, había inflación académica y crisis económica, pero lo que importaba era que, siempre, el marco, el medio o el camino continuaran siendo mucho más importantes que el fin o el contenido. Y así, sonreíamos porque estábamos al día, aunque en la gran mayoría de “polvos” que echáramos nos negáramos a llegar al orgasmo simplemente porque eso no estaba de moda.

[Arriba, escena de «Los Descendientes», nueva peli de Alexander Payne que hay que ver. Abajo + pin up.]

Anarquista

Se han extremado el agobio y el desespero soterrados. La mujer que tengo delante no sabe a qué viene todo esto. Todo lo que digo. Esto era una entrevista de trabajo. Tal y como son ahora estas entrevistas. Llega un momento en que el entrevistador quiere que le cuentes «algo de ti», quiere ser «tu “amigo”». Es sorprendente cómo durante estos procesos de selección, durante los mecanismos que miden sin querer hasta qué punto pueden ser artificiales e interesadas las relaciones humanas, ambas partes hacen como si nada. La conversación de pega fluye; dos personas imbuidas cada una en su personaje en pos de conseguir un objetivo. Es la dignidad del trabajo, esta es la dignidad de la que se habla siempre. Es la profesional artificiosidad de lo “natural” en el mundo laboral. La mujer sonríe y hace que la palabra «alegría» quede a unas mil decisiones por tomar.
Uno es falso cuando miente, pero lo de estas entrevistas tiene que ir mucho más allá. No se trata solo de mentir o no. La entrevistadora tiene que interpretar un personaje que debería tranquilizarte en cierto modo, a la vez que te juzga por tu pasado y tus logros demostrables a una llamada telefónica. Como entrevistado, debes, de algún modo, mostrar un gran interés general por «el puesto», aunque el trabajo en sí no te dé para otro tema de conversación que no sea el de tu sueldo, el de tu soga económica al cuello. No quieres hablar de «lo que te gusta», has asumido que el mundo es un lugar cruel en el que para subsistir has de vivir machacado al menos el noventa por ciento del tiempo, sea o no así (o pudiera haber sido o no así). Aun así, si te preguntan por tu carácter, no olvides que eres optimista. Si quieres tener hijos (y no eres mujer), sonríes y saltas el obstáculo como puedas. Si tienes hijos, bla bla bla, jiji jaja… Y así con todo. Vas quedando bien aunque te contradigas y en relación a la verdad nada en la conversación tenga sentido. No se trata del sentido común o la lógica, se trata de «encajar». Una entrevista de trabajo es algo así como el contexto en el que un político se movería como pez en el agua. Todo es tontamente enrevesado y falso, todo es interesado, todo es justo aunque no lo sea, ya te llamaremos, sonrisas, usted esto y usted aquello, cercos de humedad en la axilas. Estás muerto, eso es lo importante, es lo más importante que debes asimilar antes de afrontar la mayoría de entrevistas de trabajo, o cualquier cosa que tenga que ver con sogas al cuello y más mañanas grises.
Lo que comienzo a hacer yo en mi entrevista es justo lo contrario de lo que se hace. En lugar de entrar al juego profesional de la entrevistadora, comienzo a ser yo mismo. Ser uno mismo es algo así como la primera regla en la lista de las cosas que no hay que hacer si quieres que te vaya bien en cualquier faceta de la vida. La propia vida está diseñada para que seas menos como tú y más como los compañeros de clase u oficina o lo que sea. Has vivido toda la vida así. Sigue en ello, pues; en la entrevista lo que tienes que demostrar es que sigues siendo así, fácil de manejar. Tienes que convencerles de que no han de tener miedo, tu paso por la universidad y todos tus títulos no han forjado ningún tipo de personalidad propia en ti, no se te va a ocurrir ponerte a pensar por ti mismo, así que no tienen por qué preocuparse. Eres un tío que hace tiempo que renunció a ilusión profesional alguna. Lo que quieres es hacer las horas que ellos te digan, llegar a casa, estar demasiado cansado para plantearte nada, y volver para hacer lo que ellos te digan.
Es un juego más sutil de lo aparente en realidad, ya que si sigues de verdad la línea marcada por la entrevistadora, nada puede ser tan gris; tu puesto de contable es lo que perseguías desde hace años; ¿programador?, toda la vida quisiste serlo, escribir líneas de código, eso era con lo que soñababas de crío; ¿mozo de almacén?, te encanta, te encanta el trabajo repetitivo y moverte en naves industriales. Etcétera. Esos deben ser los mensajes que le lleguen al entrevistador, aunque los transmitas de un modo menos obviamente falso. De todos modos él sabrá que todo es falso, pero deberá poder leer entre líneas que en realidad lo que pasa es que estás desesperado, y que al menos durante un buen tiempo estás dispuesto a ser un monigote para la empresa. Lo que debe parecer, ante todo, es que somos dignos no siendo nosotros mismos, siendo seres desilusionados y con las manos atadas; y esa apariencia tiene tanto que ver con el entrevistador como con el entrevistado. Pase lo que pase, nos pagan o pagarán por hacer que las cosas sigan igual en esencia. Y lo siguen siendo porque la mayoría de gente es sufrida y trabajadora. Es la mayor paradoja de llegar a la edad adulta y currar sin cuartel: encima, con toda probabilidad, eres tú quien les está dando la polla de goma de cincuenta centímetros para que te la encasqueten entera a diario.
El sistema laboral que conozco, le digo a la entrevistadora, es el mayor mecanismo de chantaje material y emocional que existe. Y está tan profundamente arraigado, que la gente lo respeta y venera hasta el punto de valorarse a sí mismos según hasta dónde son capaces de bajarse los pantalones. Cuanto más sangras, más vales. Si tu pasión -aquello que te hacía sentir inteligente y creativo- quedó relegada a la categoría de hobbie cuando tenías veinte años, es porque has «madurado». Todo eso le comento a la entrevistadora, algo desganado, ya que son argumentos que hace muchos años que me rondan por la cabeza. Es casi un mantra. Ya ni siquiera me suena contundente o provocador, sólo me parecen más obviedades de las que la gente echa al montón de certezas de la vida a las que no quieren enfrentarse porque tienen demasiado que perder.
Entonces, me enciendo un cigarro. Aquí, en el despacho de esta mujer de treinta y tantos, guapa y apta para su puesto. Es la clase de empleadas a las que mandan para hablar contigo. Ella sabe calarte. Tiene un etiqueta que ponerte para cada minuto de tu discurso. Para ella hay un motivo concreto sacado de los libros por el cual dices cada una de las cosas que dices. Pero claro, cuenta con que te vas a rebajar, con que a lo que has venido es a intentar «seguir con tu vida laboral» a toda costa. Así te enseñaron a ser, y no has desaprendido nada. Lo acumulas todo. Es curioso, le digo, cómo la gente planea el próximo año entero de su vida y luego se lo pasa diciendo cosas como «ya me gustaría», «es que no tengo tiempo», «claro, ya quisiera yo…», «ése lo que tiene es mucho tiempo libre…». Es como comerse tres pasteles de chocolate y, luego mientras vomitas, decir cosas como «claro, como tú no te los has comido…» o «perdona, pero así es como soy yo, lo que me gusta es desafiar a mi sistema digestivo». Y ni siquiera es una cuestión de tiempo, digo, es una cuestión de energías: no vas a querer hacer según qué cosas después del trabajo por el mismo motivo por el que no vas a querer comer después de pasarte una hora vomitando.
La entrevistadora respira hondo. Sé que estoy comenzando a sonar pedante y sobre todo muy pesado, pero a la vez me siento honesto por primera vez en mi vida desde los diez años o algo así. Honesto de cara al exterior. Llevo como media hora de entrevista. Fuera había otra chica preparada; llevaba una carpeta y un dossier, un traje de chaqueta y unas finas gafas de montura roja, respiraba hondo cada treinta segundos. Enhorabuena, Fulanita, el puesto es tuyo, empiezas a partir del lunes, bienvenida a nuestra gran fam…
Para todo lo que digo, la mayoría de gente tendría el impulso de contestar «¿¿Perdona??». La entrevistadora arruga el ceño constantemente. Ahora mismo ya me siento como un delincuente. Soy un peligroso anarquista porque estoy fumando en un interior. Basta con eso. Pero con cierta imaginación hay formas mucho más contundentes de parecer un anarquista con argumentos que, en realidad, no parecerían tan desquiciados si no fuera por cierta filosofía muy cerrada sobre cómo ha de actuar uno para ser responsable.
Si quieres molestar a alguien de verdad, pon en duda todos sus esfuerzos. Y con esto no me refiero a que dudes que se hayan esforzado. Es aún peor. Sabes que se han esforzado; sobre lo que dudas es sobre si esos esfuerzos no habrán alimentado mucho más la parte gris de la vida del individuo en general, que la parte luminosa o que le hace feliz. Aunque te sonrían, no te quepa duda que si dudas de su trabajo y noches de hincar codos a esos niveles, te van a odiar, aunque luego quieran pagar ellos o incluso te den parte de razón.
La entrevistadora me pregunta que qué hago. Le pregunto que si ahora venía lo de indagar en mi vida sentimental y todo ese rollo. Le digo que venía de verdad a intentar conseguir el trabajo, pero que he hecho tantas entrevistas que ya me parecen como gotas de lluvia, no dejan de llegar y acaban en el suelo y secándose. Lo que me hace gracia o fascina o indigna o qué se yo… lo que me hace cagarme de risa sarcástica, es el modo que tiene la gente de intentar superar la tristeza antes de tiempo. Da igual lo que sea, aunque en el fondo sepan que la derrota normalmente es el final de cualquier camino, se empeñan en venderte la moto de que ellos saben manejar cualquier situación. Y que eso no va a dejarles secuelas negativas, sólo aprendizaje. Es un rollo muy infantil en realidad; como cuando se separan de alguien a quien quieren y escriben cosas como “Ya te he olvidado”, frase indicativa de que no sólo no han olvidado una mierda, sino que además siguen lo suficientemente jodidos y desesperados como para escribir gilipolleces así, intentando sacarse a toda costa demonios de dentro que se irán ellos solitos exactamente cuando les dé la demoniaca gana. Lo cual es otra realidad que no quieren aceptar.
Hace como diez minutos que no sé de qué me hablas, dice la entrevistadora.
Me tutea porque le he dado permiso, es una de esas tretas clásicas para potenciar el buen rollo; pero al final tiene tanto sentido como que te tutee el tío que va a poner en marcha tu silla eléctrica.
Lo que intento decir, creo, es que queremos controlar facetas de la vida que son imposibles de controlar, y nos conformamos con que sigan pudriéndose las que sí podríamos mejorar. Y no solo nos conformamos, además hacemos un esfuerzo brutal para que nada de lo controlable cambie a mejor.
Es decir, por ejemplo un tío conoce a una chica y decide que le gusta; y el capullo piensa que va a poder controlar esa situación siempre y pase lo que pase. ¿Hay una actitud más estúpida que ésa?
Por otro lado, la mayoría de las personas son incapaces de ver las taras de los sistemas cerrados que las llevan y las dominan. Esa actitud típica de la figura del niño responsable que hace caso a los adultos digan lo que digan, mucha gente la lleva hasta las últimas consecuencias, y hasta el final de su vida.
Señor, me dice la entrevistadora.
Una tercera persona entra en el despacho sin llamar, alterado e interrumpiéndola. Es un tipo de corbata, le susurra algo a la mujer. Me vuelvo, la otra candidata al puesto sigue esperando fuera. Lleva un moño muy bien recogido y tiene cara de haber dejado su personalidad atrás con el último castillo de arena que hizo. Fuera parece haber algo de jaleo. La candidata tiene la cara roja y sujeta nerviosa sus credenciales.

Lo que se oye es el restallido de una ametralladora. En cuanto a lo que se ve, digamos que la entrevistadora, el tipo que ha venido y yo, no estamos dispuestos a salir del despacho. La mayoría de cosas uno las ve por el ojo de una cerradura. La entrevistadora cierra la puerta dejando fuera a la candidata, que ya estaba comenzando a acurrucarse en el suelo para iniciar los lloros (ni siquiera ha intentado entrar, como si esperara algo así en su vida algún día). El tipo que entró, busca algo que colocar delante de la puerta para bloquearla, pero la decoración aquí es tan minimalista que no tiene mucho sentido intentarlo, y decide simplemente agacharse en un rincón, cerrar los ojos y creo que rezar. Yo me quedo sentado en la silla. El del arma grita incongruencias sobre lo que le debe «esta empresa». Se le oye perfectamente. Grita algo a propósito de sus hijos. La entrevistadora está escondida bajo la mesa. Yo permanezco en un estado de incredulidad. Hace poco me he encendido el segundo cigarro, y solo presto atención de verdad a eso. El resto parece algo ya muy sabido. Has leído mil noticias iguales. El tipo debe ir habitáculo por habitáculo, debe llevar munición de sobras. Debe estar -casi seguro- justificadamente cabreado. Lo que no tienen en cuenta algunas empresas a la hora de despedir y chupar la sangre a sus empleados, es que algunos de ellos en lugar de tomárselo como un punto de inflexión y cambio en sus vidas, podrían darse cuenta de hasta qué punto les han chupado la sangre. El hecho de tener el impulso de «matar a todo el mundo» a veces solo depende de si tienes acceso a armamento pesado. Es fácil ponerse moralista con esto y decir que la mayoría de gente no lo haría y que a veces hay que tragar y demás. El problema es que quizá esto ya haya ido demasiado lejos. Lo que seguro que no es fácil es saber que te vas a quedar en la calle quizá con un par de críos y una mujer que te sigue queriendo, y que confiaba en ti. No sé si será el caso del tío que avanza por el pasillo de tiros y gritos ahí fuera, pero seguramente la historia será muy parecida. Algunas personas no saben digerir la realidad de que por más que te esfuerces eso podría no estar sirviendo de nada. No quieren aceptar que quizá hayan dedicado toneladas de sacrificio y orgullo tragado a una carrera práctica que todos te vendían como «mejor camino» en lugar del que tú hubieras elegido. Como sea, la verdad es que sólo basta la combinación de la empresa y el banco adecuados para arruinar a un trabajador, a una persona sobrepasada de madrugones a la que quizá se haya puesto como ejemplo a seguir demasiadas veces ya. Puede que el único motivo por el que esto no pasa más veces, es que en realidad nunca haya mucha gente que se acabe dando cuenta de cómo han acabado como han acabado, y que encima ellos sólo intentaban ser lo mejor para los demás.
Se oyen los pasos del tío ahí fuera. Le da una patada a nuestra puerta. Me vuelvo para mirarle. El miedo es tan intenso como que espero que me dispare en cualquier momento.
Fuera, la parte de pared que veo está regada de sangre. La otra canditada, tirada en suelo con la cabeza aplastada, como si además de haber recibido varios disparos el tío le hubiese pisado la cabeza. “A ver, quién hay aquí”, dice el tío. Es pelirrojo, delgado, alto, unos cincuenta años, tiene buena presencia (excepto por la ametralladora). La muy idiota de la entrevistadora se pone a gemir indicando a todo el mundo el sitio exacto en el que está. Entonces el tío dice «¡Tu!», y se limita ametrallar la mesa. Una nube de humo. Veo crecer el charco de sangre. No hago un solo gesto, mi cigarrillo se consume solo. El otro hombre llora como una niña. El hombre armado sonríe. Le pone el cañón de la ametralladora en la sien. Aparto la mirada, pero dos restos sólidos de lo que supongo son sesos, me salpican la parte derecha de la cara. Me doy cuenta de que éste es el último despacho al final del pasillo. El hombre camina para colocarse frente a mí y se me queda mirando. Sacudo el cigarrillo y decido dar una calada. Lo hago por «la última calada». Le miro a los ojos para no mirar el cañón. Él respira pesadamente. No se oyen sirenas de la policía. Estamos en un bajo. Lo que hace el tío es bajar el arma y mirarme durante algo así como dos minutos. Como veo que aún no se decide, doy otra calada al cigarrillo. Y el ya asesino de masas se deshace de una mochila y deja el arma en el suelo, y se va sin hacerme nada.

[He descubierto el videoblog de un tipo bastante divertido, se hace llamar Loulogio, y en el video nos hace un análisis sobre la escena de… una peli. Abajo + pin up.]

La escritora

Una vez me dijo que se iba a “celebrar” la mala poesía escribiendo un cuento de terror. (Hizo un microgesto con los dedos para dejar claras las comillas.) Lo que me enseñó la escritora, fue sobre todo a leer de todo. Con eso bastaba. A leer como quien come un día verduras y al otro la hamburguesa más grasienta. Me enseñó una analogía que se puede aplicar a todo: es tan importante saber amar como el sexo por el sexo. Si te limitas sólo a una de las dos cosas, te bloquearás, te secarás. Por resumir, se consumirá lo que eres y te convertirás en un/a imbécil.
Me dijo que ella había conocido a gente que ya no sabía disfrutar de una buena hamburguesa.
Conocía a gente que se conformaba con “magrear a su novia y susurrarle Te quiero, para después, cuando ella ya se había mojado, espolearla a dar un paseo romántico” (lo cual, para ella era el equivalente sexual de leer libros de un solo género, por ejemplo). La escritora decía que había conocido a Cuadrados de todo tipo, ya fuera subidos en andamios o con dos carreras. Ella los llamaba así: «cuadrados». No te conviertas en un cuadrado, me decía. A la hora de escribir, también hay que intentar hacer cosas como dibujar el nombre de uno con orina en la pared, me decía. No es incompatible con saber doblar servilletas o reconocer todas las clases de cubiertos. Es lo que la mayor parte de la gente no sabe, no entiende. Y es aplicable a todo en la vida.
La escritora se suicidó a los cuarenta y tres años. La noche después de asistir al entierro, soñé con un tío del que recuerdo perfectamente las facciones, y que en mi sueño criticaba todo lo que ella -la escritora- había dicho en vida. El tío comía algo complicado, no recuerdo bien, y lo desgajaba con cuchillo y tenedor. Recuerdo que el tío me despertaba repulsión a muchos niveles. Iba peinado con gomina y creo recordar que llevaba corbata. Decía que era batería de un grupo y que su novia tal y su novia cual, hablaba de su máster, y de algún hermano perdido (lo de perdido, en su acepción «sin estudios»). Hablaba por supuesto de literatura, y también escribía. No paraba de decirme que le prometiera que leería lo que él escribía. No recuerdo si se refería a un blog o si había publicado un libro. O quizá era periodista. Aun así, me sorprende la cantidad de detalles que recuerdo del sueño. Cuando desperté, anduve de un lado a otro del piso, con el tío ése rondándome por la cabeza. Entonces, todo lo que no había sabido llorar el día anterior, lo lloré asomado por la ventana y fumando un cigarrillo, comprendiendo que, de haber alguna persona más como la escritora en el mundo, yo difícilmente la conocería.

Ella parecía tener una idea distinta, una idea lateral, apartada, luminosa, una idea sobre la vida a mil años luz de lo que creemos que es la vida, de lo que hoy día se considera una persona sensata. Cada vez que pienso en ella, me da la sensación de que podrían pincharme y no sangraría.
Alguna vez me ha invadido la certeza de que no es que no haya respuestas, sino que las respuestas nos convierten a veces en algo tóxico y patético, algo que no podemos arreglarnos con las herramientas que el mundo nos da. Por eso muy a menudo quien decide poner en palabras una de esas posibles respuestas, es un demagogo para todos.
No puedes dar la solución si la solución no depende sólo de ti, y además, solo con insinuarla, todos te odiarán en silencio. No puedes ser inteligente para nadie si es algo que no puedas demostrar en un tribunal. No estás si no estás en los papeles.
Etcétera.

La escritora era una de esas personas que tienen un pensamiento propio para rebatir sus propios prejuicios. Puede que, el hecho de que esas personas -que quizá sean una entre un millón- también mueran, sea la respuesta al hecho de sentirse solo en habitaciones llenas de gente.
La escritora había sido camarera y striper, había sido mala estudiante, había sido, como ella decía, escoria para todos. No había querido, como ella decía, “doblegarse”. Por otro lado, el problema, decía, el problema de los ciudadanos modelo, es que es mucho más difícil que hayan escapado al menos a un nivel personal del cutre aire de suficiencia que ha hecho de nuestro mundo el que es.
Una cosa está clara, repetía ella una y otra vez, si de verdad quieres sentirte solo y apartado, a veces hasta humillado, intenta ser tú mismo, persigue lo que quieres.
Es mano de santo, decía, sé tú mismo y fácilmente te lloverán palos desde todas las direcciones de los mismos que se auto-proclaman optimistas y sensatos, de los mismos que dicen que hay que luchar por ser uno mismo.
Eso decía.
Y.
Según todos, no es nada, no pasa nada, era una «nihilista». Normalmente suele haber una palabra salvadora. Da igual si viene a cuento o no, basta con que lo parezca. A menudo suele existir esa palabra elegante de la que tirar para justificarnos y que todo siga igual.
“Amor.”
Responsabilidad.
Crédito.
Dinero.

Según la mayoría, no es avaricia, tan solo somos los mejores sistemas conocidos; llámalo Democracia, llámalo Sistema Educativo. No es que seamos egoístas, es que nos ha costado mucho conseguir lo que tenemos. No es que seamos consumidores, es que es navidad.
Lo que te diría un optimista, quizá, es que somos el mejor mundo que sabemos ser.
Un pesimista… se limitaría a intentar echar un polvo o buscar porno por Internet mientras se come el seso para intentar ser más optimista.
Según la teoría popular, ambas son personas respetables y sensatas.

La escritora tiene una sobrina que ahora tiene veinticinco años. La muchacha era la única de la familia que no se sentía incómoda con la escritora. Creo que era porque la juventud y la falta de prejuicios por llevar menos recorrido vital, hacían que la viera como persona, como la persona que era; la niña no la valoraba según todo lo que no había hecho en la vida, sino por cómo la trataba a ella, por los consejos literarios que le daba, por saber que podía contar con ella.
A su vez, la muchacha era la única persona de la familia a la que la escritora aguantaba desde un punto de vista sincero. El padre de la chica era abogado. La madre -como la escritora decía-: Supermujer. La madre era una alta ejecutiva. Tan profesional, decía la escritora, tan pulcra, decidida, ocupada, moderna y responsable, que te era muy difícil imaginarla teniendo un orgasmo o moviendo un dedo para algo que no fuera seguir siendo una profesional pulcra, decidida, ocupada, moderna y responsable. Tres años antes de la muerte de la escritora, la profesional -hermana mayor de la escritora, por cierto- tuvo un grave ataque de ansiedad. Lo tuvo durante el verano, en su séptimo día de vacaciones. (Aún le quedaban veintitrés días más sin tener que ir a trabajar.)
La solución, en aquel momento, para Abogado y Supermujer, fue tener otro hijo. Muchas veces funcionaba, eso decían, por qué no intentarlo. El segundo ataque de ansiedad de Supermujer, llegó un mes después de perder al niño en el parto. La escritora decía que en realidad había dejado de tratar con su hermana desde que ésta había comenzado a cursar su último año de universidad. Es decir, sí, trataba con un cuerpo y una cabeza y brazos y manos y demás, pero ya no eran los de su hermana, eran los de un ser a quien le habían estado diciendo durante años que fuera hacia a “la luz”. Con confianza. Que hacia la luz era donde había que ir, y que con el suficiente sacrificio y esfuerzo Bien Encauzados era mucho más difícil que las cosas se torcieran. Y ella se fue de cabeza, hincó codos, sonrió a todos, pasó noches académicas en vela, pasó «por el tubo», obtuvo sus resultados, los enmarcó. Ya era una persona.
Aun así, después de perder a su bebé, la crisis de ansiedad pareció hacer resurgir a la chica que ella había sido antes de ir a la universidad (Ciencias Empresariales). La chica que pintaba y hasta llegó a vender algún cuadro. Aquella chica que se centró. Que, según sus padres, se dejó de tonterías y comenzó a esforzarse al iniciar su carrera. La que, al resurgir y no saber bien qué había pasado con su vida, comenzó a ver su trabajo como una condena, y su vida familiar como una gran farsa maliciosa; las sonrisas de sus padres, la reuniones, el hecho de tener que patrocinar cada año cada tradición común… Así, floreció en ella una depresión de las que te arrinconan e inhabilitan, a lo cual siguió el motivo por el que, a corto plazo, la escritora se suicidó, el cual fue una tarde de domingo en que la profesional se abrió las venas, dejando pasmados a su hija y el abogado, y a todo el mundo.
Lo más escalofriante del tema, es que cualquiera diría que los padres de la escritora y supermujer, habían sido ejemplares. Intentando conducir la vida de sus hijas. Llevándolas por el «buen camino», procurando que no les faltara nunca de nada. El mismo proceso de obligaciones y sacrificio concretos que la escritora echó en cara a sus progenitores, asegurándoles que habían amputado toda ilusión a su hermana, habían eliminado de ella cualquier rasgo de carácter personal para convertirla en poco más que una bisagra, un frigorífico, una persiana, un objeto inanimado que sólo sabía llevar a cabo ciertas obligaciones, vacío, sólo parte de un engranaje, de lo cual, decía la escritora, su hermana se dio cuenta tan tarde que ni tan siquiera tuvo fuerzas para reconducir las cosas, enfrentarse a sus padres, intentar volver a dedicar tiempo a las pasiones y la vida que la definían.

La escritora, publicada poco antes de la muerte de su hermana y la suya misma, intentó hacer entender a sus padres y la gente a la que quería, lo equivocados que estaban. Lo tristes que resultaban en realidad. No dudó en dejarles claro que ellos habían preparado el escenario ideal para que alguien como su hermana acabara un día explotando. Admitió su propia culpa por no haber hablado con ella, por no haberla apoyado más y no haber dicho antes en voz alta lo que pensaba. Y lo que la llevó a la desesperación más absoluta, fue el hecho de no conseguir que sus padres admitieran culpa alguna. El hecho de que además comenzaran a verla a ella como una tarada que no sabía admitir que su hermana sencillamente había perdido el juicio y se había suicidado, y que el mundo que la rodeaba no podía ser más ideal. La escritora no había visto más que a un grupo de gente ahogando a su hermana con una sonrisa en la boca, hasta que dejó de patalear y pudieron enterrarla en una «sentida» y ordenada ceremonia.
Aquello, para ellos, era amor. Había sido amor. Sólo había que mirar para verlo, el archivo estaba perfectamente etiquetado y en su sitio. Sección: Vida. Pasillo: Sentimientos. Estante: Amor. Y todo está ordenado alfabéticamente. Amada hija, esposa y madre, muerta a los tantos y tantos, año tal y año cual. Para ellos, había que estar ciego para no verlo.

Según la escritora, para todo el mundo hay tan sólo unas pocas clases de amor; las subdivisiones del estante situado en el pasillo Sentimientos. Antes de publicar su segundo libro, antes de morir, me hablaba de esas cosas en susurros de biblioteca, en la biblioteca en la que trabajaba en lugar de estudiar «algo» y buscarse un «trabajo de verdad» como querían sus padres.
Está el amor de pareja, decía; somos pareja y salimos y follamos, es lo que hacen las parejas. Está el amor de familia, somos familia y tenemos la misma sangre, y por tanto nos queremos. Y está el amor relacionado con la amistad, somos amigos y quedamos de vez en cuando para no estar solos.
Si no te adecuas a alguna de esas etiquetas, olvídalo; si la gente acude con diligencia al pasillo Sentimientos y no encuentra tu nombre en ninguna de las subdivisiones asociadas a su nombre, déjalo, no hay nada que hacer. La mayoría de gente no entiende el interés por su persona si no está previamente firmado en el “orden de las cosas”. Clasificado.
Es una especie de jerarquía impuesta respecto a los sentimientos, decía; del mismo modo que aún mucha gente no entiende la homosexualidad respecto al sexo. La gran mayoría de gente prefiere un amor falso que puedan clasificar, a uno verdadero que no sepan ubicar dentro del sistema. Porque dentro del sistema se sienten seguros, saben lo que esperar. Todo eso decía la escritora.
Si introduces, por ejemplo, la palabra «poligamia» en el ordenador de la sala abstracta en la que todo el mundo tiene clasificado lo que siente o espera, el ordenador parpadea y te invita a volver a intentarlo.
Lo cual pasa con muchas otras palabras. Es el factor indicativo de que las palabras tienen demasiado poder a veces, y aun así no son capaces de definir el hecho de estar vivo a muchos niveles. Eso da mucho miedo, significa descontrol. Y hay que crear al menos una «ilusión de control». La mayoría de actitudes que tienen las personas frente a la vida, son lo mismo que creer en Dios, crean o no en él.
Si sencillamente sientes algo y necesitas darle de comer a ese sentimiento, decía la escritora, estarás perdido si no sabes ponerle un nombre incluido en el archivo del ordenador de la sala abstracta.

Las frases tipo “Sed vosotros mismos”, etc., o los consejos relacionados con afrontar los baches con una buena actitud, sólo funcionan dentro de ciertos parámetros normalmente limitados por tradiciones y prejuicios, entre muchas otras calamidades intelectuales. Podredumbre personal que solemos admitir con una sonrisa. Porque somos naturales, o esa es la imagen que queremos dar.
No se trata de querer a nadie o entregar tu vida a una pasión. Se trata de que puedas explicarlo con palabras a bote pronto en una conversación. Yo jamás supe definir mi relación con la escritora, pero nunca dudé que la quería más allá de lo que la gente haga o deje de hacer para demostrar a todo el mundo que quieren a alguien. Era La escritora; así la conocimos muchos. Según casi todo el mundo, estaba loca. Todos ellos eran cuerdos; todos estaban en tu mente fácilmente a mano. Lo que todos al parecer debemos ser, es información a un par de clicks de distancia. Hasta que alguna nueva especie nos domine con energías e inteligencias renovadas, y pasemos a ser la piel de sus zapatos, sus alfombras, sus cabezas humanas en la pared. Especie humana, muerta a los tantos y tantos, año tal y año cual.

[Arriba, uno de los temazos de la banda sonora de «Drive». Abajo, + pin up.]

Tirar los tejos

El personaje de nombre que podría augurar pesadas dosis de lírica literaria, ya difícilmente puede decirle Te quiero convincentemente a la muchacha de mofletes sonrosados que hoy en día ya tendría un croma detrás con azules y verdes de paisaje bucólico de ser llevada su “odisea” al cine. Ella te sugiere esa clase de pensamientos. No se parece a ninguna otra y puedes imaginar a su familia élfica en su busca y rescate; todo en algún relato de Tolkien jamás publicado, en que se incluirían altas dosis de pornografía medieval, pero sobre todo un festín de monerías de pareja; tantas que nadie se atrevería a publicar el texto de no ser que quisiera acabar con el sector diabético de la población, etcétera.
El personaje de suntuoso nombre, ya no puede decirle Te quiero a la muchacha sonrosada sin que ella piense que es algo meramente platónico. La muchacha, aun siendo morena, le parece algún tipo de ángel rubio al tío del nombre pesado. Un tío, por cierto, nada merecedor de la muchacha sonrosada. Mucho menos avispado que ella, más cruel. En realidad, un gilipollas; pero cree que si la elfa morena le da una oportunidad, podrá mejorar como persona, ser menos impulsivo y menos atontado (un atontamiento que él piensa es «guay» o una actitud sincera). Puede que el tipo, muy del montón físicamente y con la salud regular del fumador compulsivo, algún día pudiera leer a Marías o similares sin tener la sensación de estar atado a una silla mientras alguien le da a tomar la vigésimo séptima cuajada. Aficionado a escribir la palabra «Puta», además, el tipo pesado y gilipollas suele verse con chicas que no le quieren pero se desnudan si él quiere (una suerte de prostitución de doble sentido, eso sí, sin dinero de por medio: sólo el pertinente intercambio de placer). Lo cual hace que cualquier idea de fidelidad asociada con la elfa sonrosada, hace que el capullo monte en pánico y se vea a sí mismo arrepentido en su lecho de muerte por haber caído en las garras del matrimonio u otras tradiciones que menosprecia. Eso, del mismo modo que se ve también muchas veces en su lecho de muerte arrepentido también por no haberle dicho a la muchacha morena pero rubia élfica que la quería, añadiendo después que de verdad y no de una forma platónica. Y que querría no solo estar con ella, sino además tocarla y practicar un sexo muy poco lírico; algo, digamos, más cercano a Sade que a Jane Austen (si es que Jane Austen ha relatado alguna vez escenas de sexo, cosa que el gilipollas atontado no sabe).
En serio, el nombre del personaje atontando es demasiado rimbombante; de conocerlo, te lo imaginarías enseguida como al típico señor de época con el que los reyes obligan a la princesa de turno a casarse. Un tipo estirado y correoso, asqueroso; alguien a quien la princesa jamás besaría, porque además está enamorada de otro, un «payaso» que no se adecua a la monarquía; un capullo, de todos modos, alguien que, finalmente, se parece más, por cierto, al personaje atontando.
En definitiva, es como ponerle algo como Juan Ignácio a un perro o Toby a un bebé. Aquí ningún personaje casa con su nombre. De hecho nada casa aparentemente con nada. Y nadie quiere casarse.
La chica sonrosada parece demasiado independiente, y aunque su nombre es también de lo más estrambótico, ella lo lleva con orgullo, algo que su pretendiente gilipollas admira de ella.
El chico, incluso ha pensando en quedar una día con la muchacha sonrosada para -además de decirle Te quiero de forma no platónica- quizá pedirle matrimonio. (Hoy en día, como bien se sabe, eso es más violento que arrancarle a alguien la ropa interior con los dientes.) Lo cual, piensa el atontando, podría hacer que la chica replicase de algún modo mitad halagada mitad sorprendida, para que luego él pudiese “bajar” el listón y quizá así conseguirla como sólo-pareja-por-el-momento. No es más que la vieja táctica de ir a por la victoria para conseguir el empate. (Aunque una boda no es lo que el gilipollas asociaría hoy día a «ganar».)
Y vale, todo esto ha entrado en un bucle de contenido bastante tonto que se puede resumir en una o dos líneas, y que apenas ha aportado información en realidad. Cosa que mientras se escriben estas letras, sigue pasando. Continúa… No avanza… Es lo mismo que siente el personaje de nombre suntuoso con su vida. No parece haber modo de que el momento llegue a ser alguna vez el adecuado para decirle lo que quiere decirle a la muchacha, y así al menos sacarse eso de dentro.
Así pues, un día se carga del valor que no tiene, y la llama.
Teniendo en cuenta los nombres de ambos, cuesta imaginar que el tío no haya tenido que enviar a un mensajero a caballo para citarse con la chica.
Esto es tan antiguo como puedas imaginar. El cortejo tiene más que ver con abrir un libro viejo y echarse a toser por culpa del polvo, que con cualquier otra cosa.
Sin embargo, ahí están al final, hablando por teléfono. Teléfonos con Internet (al menos el de ella). El personaje de nombre suntuoso podría haberle mandado un mensaje a la muchacha sonrosada por alguna de las cinco o seis redes sociales en las que son “amigos”. Pero ha querido hacerlo del modo que hoy en día se considera prácticamente el paso anterior a acostarse juntos. Llamar por teléfono hace que la otra persona tenga que pensar rápido. Conversar “a lo crudo” ahora tiene mucho más que ver con el sexo que antes. Es un flirteo más. Es tirarse de cabeza. Y la muchacha lo sabe.
– ¿Hola?… soy yo, (Nombre suntuoso).
– Sí…, qué tal, dime…
– Bueno…
– Dime…
– Nada, que llamaba para…
– ¿Sí?
(Esto sigue así durante un buen rato. Recordemos que la conversación es de viva voz, y por tanto potencialmente pobre en construcción de frases y acuerdos sobre el tema a tratar.)
– Nada, que llamaba porque…
– Espera no te oigo bien…
– …
– Perdona, dime.
– No, que llamaba porque había pensado que podíamos que… (ruido de estática).
– ¿Cómo?, espera, que me muevo, es que te oigo fatal…
(Esto puede deberse a que el móvil del personaje atontado no es de última generación y el de la muchacha sonrosada sí, lo cual podría estar conllevando ciertos problemas de compatibilidad.)
– …
– A ver, háblame…
– ¿Me oyes?
– Sí, dime, (Nombre suntuoso).
– Pues que te llamaba para saber si algún día quieres que quede… (ruido de estática).
– ¿Que si quiero qué?
– (Ruido de estática.)
– ¿(Nombre suntuoso)?
– (Ruido Blanco.)
En resumen: al final consiguen superar la barrera tecnológica, y el muchacho de nombre suntuoso consigue concertar una cita con la chica sonrosada. Todo mediante un diálogo precario en el que ella se huele algo raro y a él le entra la prisa por colgar, etcétera.

La muchacha sonrosada está realmente harta. Hace mucho tiempo que un chico cuyo nombre hace que den ganas de abrir Google, parece llevar a cuestas toneladas de tejos que no se atreve a tirarle de una vez. («Tirar los tejos»: expresión con la que además él suele bromear por chat.) Es irritante. Ella antes creía que el muchacho le gustaba, pero ahora ya no sabe qué pensar. De lo que sí está bastante segura, es de que los tejos que acarrea el chico llevan su nombre. La verdad, ella tampoco cree tener un nombre muy común, pero de pequeña decidió defenderlo a capa y espada, y así sigue. Es consciente de que es una especie de obcecación, sí, pero no acepta que nadie la llame con diminutivos, apodos, o por sus apellidos; su nombre está para algo, para usarlo, y seguro que había alguna razón para que sus padres lo eligieran.
La chica es consciente de lo llamativo de su físico, de sus rasgos anglosajones y su pelo negro como la muerte. Suele sentirse incómoda en reuniones multitudinarias. Sabe que despierta la parte más sucia de la heterosexualidad masculina. Ella no responde a la belleza serena que el tópico asocia a la mujer con la que los hombres quieren casarse o tener algo serio. Más bien encaja con preguntas de “macho” a propósito de cómo serán sus tetas, o si el hecho de estar como un queso y demás habrá hecho que olvide el cultivar su intelecto, para centrarse únicamente en acumular títulos y galones con la intención de poder demostrar al menos sobre el papel que no es sólo carne. Ella cree que los hombres creen que es una chica guapa y tonta con estudios. Adaptada pero Limitada, y esperan que también dada al sexo puntual sólo por placer.
Así, la chica sigue por la vida con ese satélite de nombre suntuoso en apariencia cargado de intenciones, a veces convencida que que está equivocada, y otras veces casi esperando la lluvia de tejos de un momento a otro.
Un día, el muchacho la llama por teléfono, y parece agitado. A ella le extraña, aunque está convencida de que al final el chico, después de tanto tiempo, fletará tres o cuatro camiones de carga para transportar todos los tejos acumulados, y procederá a descargarlos sobre ella para ver lo que pasa.
El día señalado, la muchacha sonrosada está más nerviosa de lo previsto. Ahora que llega el momento de concretar algo de verdad con el chico, se pregunta si de verdad ella quiere meterse en el “pequeño” lío que supone comenzar a salir con alguien. No llegada aún a los treinta, se pregunta si ella está lista otra vez para recibir varios mensajes “monos” al día, se pregunta si sabrá ser ella esta vez la que interprete el papel más figurativo, si sabrá llevar una relación en la que sea él quien más entregado esté y ella la que ha “cedido”.
Se pregunta además si sabrá dejar de lado las tentaciones; hay un par de “follamigos” que sabe la llamarán tarde o temprano, y a los que tendrá -en principio- que decirles que ahora tiene «una relación» y es feliz, y que tendrán que perdonarla porque ya no va a estar disponible. Además deberá evitar el decir algo como No Voy a Estar Disponible Por el Momento, ya que no sería prudente matar ya de entrada la ilusión de que la nueva relación pueda ser realmente duradera y fructífera, o puede que incluso romántica y sincera más allá del sexo y la pose.
Se encuentran en una cafetería que eligió ella. En realidad es una especie de pub irlandés/cafetería/venid-a-beber-aquí-por-favor, etc. Si miras la carta, no hay una gran variedad de cervezas, hay bravas, hay vinos baratos. Es el típico local carente de una personalidad definida. Como la versión bebercio de uno de esos restaurantes self-service en los que puedes encontrar “paella”, croquetas y unos pasos más allá, sushi. Lo que sea, pero en cuanto a la calidad, la resignación siempre deberá formar parte de la actitud de los clientes.
La muchacha sonrosada, en cualquier caso, no ha elegido ese “pub” porque le guste, sino porque era más fácil quedar allí.
Al principio, comienzan a hacer eso de “ponerse al día”. Se cuentan lo que hacen cada día y que están cansados de hacerlo y demás, y luego pasan a contarse lo que quieren hacer de verdad, los planes a largos plazo. Todo siempre, por supuesto, en relación a objetivos que no entorpecerían la relación de llevarse a cabo. La conversación es fluida y ambos dominan el arte de evitar temas potencialmente incómodos. Obviamente no hablan de otras personas de edad similar que puedan interesar a ambos. Ellos son más maduros que eso. Y da igual si en realidad lo son o no, o si la madurez existe o no es más que una etiqueta.

Poco después, ambos están en el coche de él. Lo cual significa que ella ha decidido que al menos el muchacho de nombre suntuoso no es peligroso. Se ha sentido bien al tomar la decisión convencida de que era la decisión correcta; puede parecer una tontería, pero demasiadas mujeres han muerto jóvenes debido a una falsa impresión. A la muchacha sonrosada no hay nada que le parezca más cutre que morir convertida en tópico, en dato de prensa de a diario. Así que cuando él le ha propuesto llevarla a «un sitio», se ha terminado con calma su cerveza de sabor de marca blanca, ha reconducido la conversación, y al cabo de un buen rato ella misma ha recuperado el tema.
El muchacho de nombre suntuoso coge curvas y más curvas. Aún son las cuatro de la tarde. La chica decide que el viajecito debía tener que ver con la insistencia del chico por quedar después de comer. Lo cierto, piensa, es que se siente más segura con el sol presente, por más que el tío parezca tan amenazante como Pedro volviendo a casa del abuelo con las cabras. El chaval tiene un deje rural, aunque quizá lo potencie su nombre, o puede que su mal disimulada timidez. La chica sonrosada se siente un poco como si estuviera pasando la tarde con un campesino obtuso que ve a una mujer tres o cuatro veces al año y le parece de otro planeta, un lugar en el que no podría encontrar trabajo por estar todo ya asfaltado. Sea como sea, no le molesta su aspecto sencillo, ella ya sabe lo que es estar con chicos descaradamente atractivos, incluso con tíos de mandíbula cuadrada que parecen diseñados con molde; esas miradas vacías, el cuerpo fibrado, “El principito” como última lectura de placer en sus vidas… La ventaja que le ha dado siempre estar a muy cerca de poder señalar con el dedo al hombre quería, ha hecho que su etapa más superficial haya quedado pronto en un segundo plano en cuanto a relaciones serias. Lo que en su etapa adolescente se reducía a intentar tener “algo” con el tío más «buenorro» del lugar, ahora ha mutado en mucha desconfianza por el aspecto exterior de las personas. Lo peor de ese asunto, cree, es cuando además la gente decide apuntarse a modas estéticas; lo cual hace que sus caracteres reales queden soterrados y no puedas intuir de qué pasta están hechos, a veces ni después de varias conversaciones. Sólo ves unas gafas a la moda. Ves tejanos raídos. Escuchas datos. Ella sabe que el conocer a alguien en su verdadera naturaleza mínimamente, a veces puede ser un trabajo de semanas, si no meses.

Llegan a un lugar apartado al cabo de media hora. Sólo el sol, sólo la carretera (que se ha acabado), y el principio de un camino que se adentra en alguna especie de parque geológico. La muchacha sonrosada se pregunta a qué viene lo de traerla al campo. Se cruzan con una familia mientras caminan, la familia les saluda. Los padres, un niño y una niña, un perro. Sí, somos «amantes» de la naturaleza. Hay restos de humanidad por doquier. La chica comienza a pensar si esto no será una materialización descarada de aquello de “llevar al huerto” a alguien. Luego intenta decidir si le gusta la idea. Se pregunta si será ilegal follar aquí, o sea, teniendo en cuenta que pueda haber algún guardabosques por ahí haciendo el turno de tarde.
Como sea, al final el muchacho se planta y la mira. La muchacha sonrosada piensa en el hipotético guardabosques. Puede que sólo esperara a que acabaran el polvo y les informara de la política sobre los condones usados en esa zona. Quizá los preservativos sean la versión campestre de las mierdas de perro en las ciudades.
El muchacho de nombre suntuoso comienza a hablar de cualquier cosa, cada vez más avergonzado.
Sí, piensa la chica, puede que el látex sea el excremento que uno tiene que llevarse consigo aquí. Puede que las mascotas en este entorno sean los seres humanos.
El muchacho habla sobre sus «textos», como él los llama siempre. Dice que se ha obsesionado con reducir el número de veces que incluye la palabra «puta». Dice que está mejorando; en su último cuento sólo había diez putas. Era un cuento corto, dice. No está mal, dice. La muchacha le pregunta qué tiene de malo la palabra «puta», mientras por su cabeza rebota la idea sobre si el guardabosques podría masturbarse tras un seto mientras ellos… o sí podría hasta grabarles. Se pregunta si no acabará mañana follando en streaming en veinte webs porno gratuitas. Luego intenta decidir si eso le importaría demasiado.
El muchacho dice que lo de puta no tiene nada de malo, pero que quiere ser más… serio, más escritor. Luego se sonroja y dice No es eso, yo qué sé. La chica sonrosada le dice que así es como se empieza, que tenga cuidado. Comienzas por no escribir lo que te da la gana y acabas disfrazado de años dos mil junto a un millar más de «modernos». Créeme, le dice, puede que un día acabes haciendo poses delante del espejo sin saber ya si eres tú o si sólo te ha atropellado el inicio del siglo XXI…
Se oye un crujir de ramas no muy lejos. Ambos miran a su alrededor.
¿Este sitio tiene guardabosques?, pregunta la muchacha.
Pero tan solo es otra familia. Padre, madre, niña, niña, niña. Les saludan. La naturaleza hace que nos reencontremos con nosotros mismos, ¿verdad?, ¿eh?, ¡sonríe de una vez!… Buenas tardes. Buenas tardes. Este sitio ha de tener guardabosques, se dice a sí misma la chica. Imagina al tío anodino de mediana edad en cuestión grabando a todas las parejas que vienen a follar aquí. Podría hasta tener una web porno de pago. Porno amateur. Sexo «real». Trailers de un minuto para captar adeptos. Gemidos de verdad, no-fingidos. Ella en HD montando al muchacho de nombre suntuoso. El cual ahora dice que en serio, que lo que va a decir no es precisamente fácil de decir.
Esto me va a costar al menos dos meses, se dice la muchacha, dos meses a una media de tres o cuatro quedadas por semana… Puede que luego comience a saber cómo es de verdad este tío.
Él dice que de verdad, que nunca ha sentido lo que lleva sintiendo desde hace semanas por ella.
Dos meses puede que se quede corto, piensa ella, a veces la vestimenta simple esconde más de lo que parece. Como sea, ella sabe que no será uno de esos tíos de mandíbula cuadrada que le nublaban la vista a base de orgasmos hasta acabar asqueada de ellos casi un año después de la primera cita. Esto es pan comido, se dice, apenas me separa una simple mosquitera emocional de él.
El chico tartamudea:
– Estoy enamorado de ti.
Ahora, piensa ella, debe ser cuando el guardabosques se agazapa cámara en ristre y comienza a cargarse de paciencia.
– Está claro que te quiero, hace mucho que lo sé…
La muchacha practica su mirada No pasa nada, eres muy mono y al menos hoy tendremos que llevarnos un par de condones de aquí, como buenas mascotas de mascotas.
– Bueno, no sé, puedo decírtelo de muchas formas…
La muchacha se acerca a él para besarle -para callarle-, un impulso. Entonces, pisa una rama y tropieza. Dos pájaros salen aleteando. El chico la levanta del suelo. No pasa nada, dicen ambos al unísono. Ambos miran a su alrededor, algo tensos de repente, risas nerviosas. Es entonces cuando ella se da cuenta. Están en medio de un frondoso bosque de tejos.

[Para el video, un escena de Fred Astaire y Cyd Charisse que una colega de facebook ha compartido. Qué gusto da el descaro del cine clásico. En la foto, sí, una Pin uP (a ver si la conocéis), las Pin Up vuelven al blog.]