Hola, Sistema Educativo

SOBRE EL DÍA DE LA HUMILLACIÓN

Fue en una clase de matemáticas (mi otro gran terror era el inglés, clase en la que la profesora – algunos dirán que acertadamente, discusión en la que ni voy a entrar– casi no soltaba una sola palabra en español –aunque supiera que la mitad de la clase no la estaba entendiendo– y en la que anduve perdido aproximadamente desde el tercer día de mi vida en que hice clase de inglés). Éramos treinta y seis alumnos de trece y catorce años. La profesora de matemáticas era una mujer visible y básicamente ofuscada; no se vislumbraba vocación alguna en ninguno de sus gestos o en las –en-ningún-momento-disimuladas– muecas de asco marca de la casa. Daba la sensación de que los niños sólo le producían (en el mejor caso) mucha irritación y (en el peor caso) dolores de cabeza y afonía por los gritos que nos propinaba cuando hacíamos… cosas de niños de trece años. De hecho la mayoría de profesores de primaria parecían no entender que un niño no sabe comportarse como un oficinista de cuarenta años con su mujer en estado, o un inmigrante dispuesto a todo con tal de mandar algo de dinero a su país. De niño, a un nivel subconsciente, supongo que aún crees que vas a poder imponer mínimamente tu carácter sobre los constantes mandatos y exigencias adultos. Pero no pasa mucho tiempo hasta que, por la vía de la humillación –o potencial humillación– te bajan enseguida los “humos” (con todo lo que eso conlleva).
A mí me los bajaron en un solo día cuando la cabrona de las mates me sacó a la pizarra a resolver algún tipo de ecuación que ella sabía que yo no iba a saber resolver, y que además ella no podía enseñarme a resolver en ese momento delante de treinta y cinco compañeros a base de gestos no-vocacionales y muecas de asco. No solo me hizo levantarme del pupitre para darme el susto del día; además me tuvo el resto de la hora de pie ante la operación mientras ella continuaba con la clase y hasta sacaba a la pizarra a otros alumnos para resolver otras operaciones. Me hizo estar allí no sólo hasta que acabó esa clase, sino también durante toda la siguiente clase de Castellano (que ella también daba), para darme alguna especie de lección que en aquel momento sólo me llevó al borde del lloro, y que ya en la edad adulta, y en retrospectiva, sólo me parece el reflejo de la incapacidad docente de una hija de puta que –como tantos otros adultos por aquel entonces y ahora– creía que la única forma de enseñar era infundiendo en los alumnos una intensa frustración y un miedo atroz al futuro.
Suspendí matemáticas. A largo plazo, había dos clases de alumnos; aquellos a los que ese ambiente –en general pasivo opresivo– les “motivaba” (simplemente para evitar humillaciones), y aquellos a los que con el tiempo nos comenzó a dejar de importar ser humillados aprobáramos o no, y que sólo cerrábamos los ojos intensamente (amparados en una apacible sensación de dulce y puro hastío cínico) de vez en cuando, para poder centrarnos en el único alivio personal de que siempre había un viernes en perspectiva.
No nos podíamos quejar de comportamientos docentes así –según muchos adultos– , entre otras cosas porque, a) En nuestro colegio los maestros no nos pegaban con una regla o algún tipo de vara (cosa que aún se hacía en algunos centros), b) A nuestros padres sí les pegaban aún en el colegio, c) No teníamos argumentos para quejarnos (es decir, los había, pero no éramos conscientes de ello), d) Cierto tipo de orgullo adulto; por aquel entonces profesores y padres aún se aliaban por “nuestro bien”, y cualquier sugerencia que hicieras no tenía validez alguna simplemente porque sólo eras un crío cuya única misión era cumplir órdenes, y e) Si hacías algún tipo de sugerencia o te quejabas por algo, alguien blandía tus mediocres notas (que eran lo único que eras para el mundo, como sigue sucediendo) y te decía que sólo estabas echando la culpa a los demás de algo en lo que la culpa sólo era tuya.
Y en la opinión de este humilde producto del fracaso escolar, no es de extrañar que tantas personas se conviertan esencialmente en gilipollas pedantes al acabar la carrera o un máster –aun con tanta formación educativa–; en cierto modo tiene que deberse a todo un proceso de adaptación personal a un sistema de formación que –desde fuera– te hace ver a un estudiante simplemente como a alguien tremendamente obstinado y sacrificado (y en el fondo –mucho más a menudo de lo que cabría esperar– nada más), y que a cierto nivel puede dar la sensación de ser un cromo repetido y con un montón de ramificaciones creativas, intelectuales y personales arrancadas de raíz durante el trayecto.

&

RESACA

Durante el proceso de humillación escolar, aquel mismo día, al principio muchos compañeros se reían de mí. Estaba allí de pie frente a la ecuación, con la tiza en la mano, la cara totalmente roja, sufriendo de verdad (sí, a los trece años sufres por cosas así, y la puta de la profesora lo sabía perfectamente), deseando volver a mi pupitre. Y además, no recuerdo qué día era, pero recuerdo que no era viernes, lo cual habría aliviado mi forma de afrontar el embarazoso proceso de tortura “constructiva” al que aquella zorra que espero de verdad haya muerto muy mayor y decrépita en alguna residencia para víboras ex-EGB, me condenó.
Como digo, al principio casi todos se reían de mí. Pero recuerda la peli “Braveheart”, cuando al final llevan a Mel Gibson a aquella plaza para torturarle, y de entrada todo el mundo grita eufórico, para poco a poco ir callando, hasta que al final acaban pidiendo clemencia para William Wallace. Aquel día en clase fue igual. Incluso entre niñatos de trece años y niñatas consentidas, se acabó pidiendo clemencia. Yo estaba allí de pie, y pensaba que al cambio de clase finalmente me dejarían volver a mi pupitre. Pero no, sonó el timbre y la profesora ni me miró. Mandó a los demás guardar sus libros de mates y sacar los libros de Lengua por la página tal. Fue en ese instante (yo debía llevar media hora de pie tiza en mano), cuando el resto de la clase dejó de burlarse y los gestos se tornaron serios o de circunstancias (quizá tenía algo que ver el hecho de que pudieran pensar que un día les podía tocar a ellos). Yo no sólo era un mal estudiante para las matemáticas, además era muy tímido. En aquel momento era el centro de atención, y lo era por mi propia ignorancia para las ecuaciones (cabe aclarar que tras aquella etapa académica jamás tuve que volver a hacer una ecuación; jamás se me han presentado en la vida situaciones como “Perdona, podemos tener sexo, pero sólo si resuelves esta ecuación”, o, “Señor, puedo venderle los tomates, pero antes tiene que darme el resultado de la ecuación que hay escrita en la pizarra en la que se indicaba el precio”, o, “No señor, no puede poner la denuncia hasta que no resuelva la ecuación que tenemos en los folletos de la sala de espera”…
¿Que quizá había alumnos que querían estudiar ciencias en la universidad? Puede que hubiera sido así si al menos me hubiesen dejado sentarme al cambio de clase. Pero aquello era directamente crueldad, era una cuestión de abuso de poder, de sacar las cosas de quicio, de hacer que odiaras las matemáticas quizá para el resto de tu vida (y una situación muy aplicable seguro al resto de asignaturas).
Cuando la clase de Castellano ya estaba muy avanzada, algunos alumnos le “recriminaron” a la profesora que yo aún estuviera ahí en pie, casi llorando y sujetando la tiza como un idiota. Puede que las veladas protestas llegaran cuando la clase ya llevaba unos cuarenta minutos (me habían tenido de pie una hora y diez). La profesora llegó a olvidarse de mí, de hecho estaba dando clase de espaldas a mí, hasta que los alumnos le recordaron mi humillada presencia. La mujer se volvió hacia mí y me dirigió una mirada permisiva pero de un desprecio auténticamente brutal, como si el hecho de no saber hacer ecuaciones fuera un equivalente moral de haber violado a alguien o traficado con material pedófilo.
Volví a mi pupitre con una sensación de desprecio por todo lo que oliera a “Formación” y aulas, que ya nunca se me fue del todo. El no haber sabido dar con el resultado correcto de aquella operación, me convertía (aunque no necesariamente a la práctica, cosa que yo no podía saber entonces) en ciudadano de segunda, pseudo-niño, infra-estudiante, persona no apta. Aquello, según la profesora (de hecho según todo el mundo adulto) quería decir que yo era estúpido y vago, y que lo era sólo porque yo quería, y porque no sabía esforzarme.
Así pues, durante mucho tiempo, me lo creí.

&

YO

Durante esos años, sobre todo de crío (la universidad dicen que es distinta, pero obviamente yo no pisé ninguna para estudiar), coleccionas unas cuantas de esas experiencias que con tanto melodrama he descrito (y que con el tiempo he ido entendiendo que algo de dramáticas sí tienen). Eso, con suerte, te puede mantener alienado unos cuantos años; los suficientes para que ni te plantees ir a la universidad cuando va la mayoría de gente que va. Y sin suerte, te puede mantener alienado para siempre. La versión con suerte consiste en que quizá siendo aún joven descubras que puedes hacer cosas y descubrir cosas y apasionarte, ser listo, reflexivo, atento, lúcido; todo eso que en el colegio te dijeron que no eras por no saber hacer la ecuación. Y en la versión sin suerte, habrán conseguido convencerte de que eres estúpido, y no te importará mostrarte como tal, no te importará el hecho de que ya hayas perdido la fuerza para interesarte intensamente por nada. Incluso te cobijarás en cierta filosofía sobre lo humilde y sencillo que eres, porque ser especial o distinto incluso te comenzará a parecer ridículo. Te reirás de la gente que se apasiona por algo y te enorgullecerás de ser «normal» y hacer sólo «cosas normales» sin reconocer nunca que alguna de esas cosas te haya podido fascinar, e incluso frenándote antes de que eso cristalice y la lógica de la ecuación fallida que te inculcaron y que has aprendido a valorar, pueda tambalearse.
Como sea, tu yo de ahora –con suerte– ya sabe que las tornas han cambiado aunque todo siga igual en esencia. Sabe que ahora los profesores parecen maniatados y que los padres siguen siendo en general mediocres como padres, sólo que de un modo distinto. Ahora los padres se alían a menudo radicalmente con sus hijos y planean ataques contra el profesor (lo cual es tan idiota como cuando se aliaban radicalmente con los profesores: porque para muchas personas –personas casi siempre muy absurdas– siempre tiene que haber dos bandos). Y sabes que los profesores quizá ya saben que los alumnos necesitan motivación, saberse algo más que números de una lista, saber que no todo se reduce a joderse e hincar codos, sino que a través del asombroso y factible hecho de disfrutar de la vida, también se aprenden cosas (y de hecho es como mejor se suelen aprender). Y que los exámenes miden poco más que el potencial para hacer exámenes. Y que el sistema educativo actual ya tiene la misma credibilidad que la democracia actual, siendo seguramente uno de los principales motivos de la misma.

[Arriba, un poco más de Daniel Johnston. Abajo + pin up.]

7 comentarios en “Hola, Sistema Educativo

  1. Me has dejado sin palabras. No sé si por la cruda descripción de unos hechos que, inventados o no en la historia, pueden haber sido reales para algunas personas; o quizás porque me preparo para ser profesor en una sociedad que nos desprecia. Genial historia.

  2. Eso de las alianzas «radicales» choca con mi definición de radical.

    Si un radical es aquél que va a la raíz de los problemas… ¿Una alianza radical es aquella que va a la raíz de un problema? (Cuál?)

    1. No me he detenido a pensar tanto al escribir eso, y creo que se entiende perfectamente. Un radical, (en una de sus muchas acepciones), es un partidario de soluciones extremas. Y creo que encaja muy bien con muchas pantomimas en las relaciones padres/alumnos/profesores, cuando el fallo en realidad es sistemático. Aliarte con tu hijo para culpar a un profesor de lo que sea… ahí hay una alianza radical (y tonta), aunque sea basada en un amor mal entendido.

      Saludos a todos.

      1. Diría más bien que es extremista. Aunque radical es utilizado desde hace años de la manera que tú indicas por los grandes medios, no tiene nada que ver (a priori) adoptar soluciones extremas con tratar la raíz del problema.

        De todas formas se entiende perfectamente. Muy bueno, como siempre.

  3. No hay mucho más que añadir a lo que dices. Claro, conciso y real.
    Quizás te guste mi penúltimo post, «Carta de una persona muy (a)normal. (Serie «Gente de mierda». Parte primera)

    Quizás. 🙂

  4. El sistema educativo es un intento de grabar unos surcos predefinidos en la mayoría de la población para lograr que podamos vivir en algo parecido a una convivencia. De nosotros, más bien de nuestro entorno, depende que sepamos y podamos hacer salidas «controladas» de esos surcos.

    La última reflexión me ha parecido de una claridad dolorosa. nos enseñan, simplemente, a ser buenos según unas reglas que en ningún momento hemos podido decidir, y al final el sistema, la educación, la democracia, dejan de ser respetables.

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