Archivo por meses: junio 2012

Salida a uno

El pub apesta a algo denso. Algo entre queso y sudor, alcohol, eructo. Todo lo que “tiempos ha” no se notaba por el olor a tabaco. Obviamente no solo se trata de que nadie pueda fumar, está claro que los dueños no deben ser lo que se dice maniáticos de la limpieza. Todo está oscuro, por supuesto, hay velas en algunas zonas de la barra. Hay luces indirectas en las paredes, tan indirectas que sólo iluminan vagamente circunferencias minúsculas del techo, acentuando de algún modo la sensación de boca del lobo. No se pueden ver los rasgos de la cara de nadie a menos que te acerques mucho y hagas un notable esfuerzo ocular.
Hay muchas chicas jóvenes, tanto que algunas deben ver aún los veinte años como algo parecido a hacerse mayor. La crisis de los veinte. Edades de selectividad o como mucho de universidad. Aunque, como sea, el ambiente es ecléctico e invita a pensar que hay todo tipo de mujeres; mujeres-mujeres, mujeres-niña….
Cuando Orfeo entra en el pub no tarda nada en mirar hacia todas partes, guiñando los ojos para mirar los culos y los escotes. Grupos de chicas. Muchos. Tantos que llega a dudar sobre si no será un club de ambiente. Pronto, algunos morreos chico-chica le tranquilizan y enseguida un bulto empieza a crecer en su pantalón; un bulto que de todas formas no es perceptible aquí por más que alcance su máximo esplendor.
Cuando se le acostumbra mejor la vista, puede ver cuellos y escotes con más claridad. Piernas, pies con las debidas sandalias veraniegas, uñas pintadas, ruidos de chica, movimientos gráciles cubata en mano. Es sorprendente que haya tantas, al menos tres veces más que chicos. El pequeño misterio pronto deja de serlo cuando atisba diademas-polla y se denota más follón del habitual. Hay una despedida de soltera.
La misma, cubre un margen de edad que va fácilmente desde los 17 hasta los 45 años. Mujeres con todo tipo de físicos y actitudes. Silbatos ruidosos de vez en cuando. Algunas que juegan a besarse, y que a veces lo hacen de verdad. Rondas de chupitos de tequila. Tirantes y vestidos de una pieza. Sudor en los cuellos de algunas, en los escotes, algún cubata derramado. La polla de Orfeo empuja ya totalmente llena de sangre contra sus calzoncillos y el pantalón. No puede evitarlo, es instantáneo y siempre es así. Es lo contrario a tener problemas de erección, es tener problemas de erección por exceso.

Ha salido solo. De su solitario piso. Es la décima u onceaba vez (o quizá algunas más) que lo hace con un propósito concreto, el propósito que ha crecido ya del todo y comienza a babear sus calzoncillos. Es un viernes de Julio y bebe su segundo cubata en la barra. Nunca ha sabido cómo entablar conversación; el único truco es el alcohol. Luego mira a alguna chica. Insistentemente. No hace falta que sea la “buenorra” del lugar, se trata más bien de localizar a alguna que pueda parecer dispuesta a echar un polvo sea cual sea su situación. A menudo no suele tener mucha importancia si tiene novio o marido. A veces incluso parece un aliciente para ellas. A veces no se trata tanto de follarse a Orfeo como del Engaño. Lo que provoca el orgasmo femenino no es tanto los dedos o la polla de Orfeo como la Aventura.
No es que todas estas salidas a solas le hayan procurado sexo. Lo ha logrado cinco veces en unos nueve meses, y en ambientes supuestamente proclives. No siempre ha sabido elegir las palabras correctas ni a la chica adecuada. Y, reconozcámoslo, un par de veces se ha largado sin intentar nada. Además, las cuatro veces fructíferas han sido con chicas que tenían pareja o marido, y sólo ha repetido con dos de ellas. En ocasiones se imagina molido a patadas por los colegas de algunas de esas mujeres, y pasa de insistir con llamadas o insinuaciones. Otras veces ha pensado que quizá ellas no quedaron satisfechas, pero de ser así es obvio que fingían muy bien… Así que lo que cree que es que más bien dio con mujeres poco dadas a la infidelidad, y que la culpabilidad hizo el resto.
Mala suerte.

Durante el tercer cubata, la chica a la que elige es menuda y puede que menor. En realidad debe estar entre los quince y los veinte, la oscuridad aumenta el margen. Le sostiene la mirada y ella acepta el juego. Puede que ella haya bebido incluso más. Es una criatura de curvas, de piel blanca, lleva un vestido de una pieza, muy escotado. Mirada etílica. Sonrisa ídem. Cuchichea con una amiga sin apartar la mirada de Orfeo. Las dos ríen por el descaro de «ese tío», que también deja ir una leve sonrisa.
Suele esperar a ver si ella se acerca para decir algo. Si no es así, él es el que va. (Normalmente de hecho, él es el que va). Estas situaciones hace años le parecían como de película mala; no creía que estas cosas pasaran, al menos no a tíos como él. No creía que él pudiera provocar situaciones así. En realidad todo lo sostiene el milagro de las drogas; con cierta cantidad de alcohol en la sangre, le comienzan a dar igual las potenciales calabazas. Ha cosechado algunas, de hecho, y la sensación no fue de ridículo ni tan siquiera al día siguiente durante la resaca. “Eh, lo intentaste, no se puede pedir más”.
Esta vez es la chica la que se acerca. Eso no siempre es bueno. A veces sólo significa que te va a mandar al carajo con apenas una frase, normalmente palabras bastante duras acompañadas de una mirada cortante. “¿Oye, qué miras?”, “Mi novio está en el lavabo, tú mismo”, “Quieres parar o aviso al portero?”. Etcétera. Lo que para algunas sólo es un juego, para otras es acoso sexual.
La chica sonríe y le dice algo que él no entiende. ¿Cómo?
–¡Que te estás poniendo las botas!
–Lo siento, no puedo dejar de mirarte…
La muchacha suelta una carcajada y bebe de su cubata.
–¿Estás solo?
Orfeo le dice que sí, que sólo ha salido a tomar algo, que ahora se siente un poco estúpido por haberla mirado así. No es que sean frases de guión; la idea es parecer algo inocente, como si fuera la primera vez que te pasa algo así, que miras a alguien de esa manera.
Luego llega una conversación más bien intrascendente. Aunque ella ya haya decidido que quiere «rollo», siempre suele haber una especie de preliminares dialécticos. Ríen y beben aún más. Puede que Orfeo aún pida otro cubata, incluso invitándola a ella a otro de lo que esté bebiendo si le parece bien. El alcohol nunca ha sido un problema para las erecciones de Orfeo, y él sabe que cuanto más beba la chica, menos más va a pensar y más probable es que actúe.
A veces, de hecho, ni siquiera se trata de las drogas en lo que a la chica respecta. A veces las mismas sólo son una excusa para hacer algo que de hecho harían encantadas sobrias. Al fin y al cabo hablamos de follar, no de hacer puenting o tirarse de un avión…
Para Orfeo, se trata de traspasar el “orgullo femenino”, de que ella no se sienta como una “chica fácil”, lo sea o no, y sobre todo teniendo en cuenta que para él todo ese rollo no es más que reminiscencias machistas relacionadas con el sexo. La prueba está en que nadie habla nunca de “chicos fáciles” o “guarrillos”.
Aun así, Orfeo actúa siempre con la idea de traspasar esa barrera en muchos casos ficticia, o sólo producto del miedo que le tienen muchas mujeres a lo de parecer “unas frescas” y etc. A veces es ese mismo miedo a parecer alguien así delante de sus amigas (a menudo éstas son las más hipócritas, machistas y de doble moral en relación con el sexo).
Pero no siempre es así. A veces dichas amigas son precisamente las que espolean a que las cosas sucedan. Éste ha parecido uno de esos casos.
Después de la charla intrascendente –palabrería que ha durado poco más de un cuarto de hora–. Orfeo no puede esperar más y le dice a la chica que si quiere irse con él a su piso. A tomar algo. Lo que en el lenguaje del flirteo significa… lo que significa.
La muchacha, sin embargo, le coge por el brazo y se lo lleva dirección a los lavabos…

Se encierran en uno de los habitáculos. Ahora ella sí puede ver el bulto en el pantalón.
–Sácatela, quiero verla…
Orfeo se desabrocha el pantalón y se lo baja junto a los calzoncillos. Su polla puede que no sea una monstruosidad, pero él sabe perfectamente que supera holgadamente la media nacional, y lo más importante: es gorda.
La chica la coge con la mano derecha, una mano pequeña y blanca de dedos rosados. Se centra en mirarla, comienza a pajear a Orfeo lentamente. El pene está completamente erecto y venoso; el capullo, púrpura. La muchacha comienza a lamer la punta con su lengua pequeña y roja, algo teñida por la fresa del cóctel que se estaba bebiendo. Él nota el cosquilleo húmedo. Se ha quedado de pie de espaldas a la taza. Normalmente necesita más comodidad para correrse, pero cree que esta chica podría ordeñarle hasta la última gota tal y como está. Se mete hasta la mitad del miembro en la boca; la lengua explora todos los surcos. Escupe en el capullo. Se oyen risitas femeninas que entran y salen de los servicios. La muchacha pajea con la mano y la boca, totalmente centrada en la labor. Se mete la mano izquierda por debajo de la falda del vestido para tocarse. El habitáculo es pequeño y Orfeo está deseando decir que en casa hay una cama. O un sillón de tres plazas. O la ducha. Todo parece mejor. Pero la mamada le nubla la vista y no encuentra el momento de volver a proponer ir a su piso. O a un piso. Una habitación de hotel. Lo que sea, para hacer esto bien. La chica juguetea con el pene, le gusta ver hilos de saliva que cuelgan desde el capullo hasta la punta de su lengua, y a menudo vuelve a escupir para luego meterse la polla en la garganta hasta tener arcadas. La mano pequeña y blanca sacudiendo la piel arriba y abajo…, Orfeo sabe que en una de ésas podría acabarse… Y parece que es lo que la chica busca. Mueve su mano izquierda cada vez más enérgicamente bajo su vestido. Él casi puede notar la leche caliente a punto de ser escupida modo aspersor. El semen en sus huevos. El capullo se infla y late más cada vez que está dentro de la boca, las venas se hinchan. La muchacha saca la mano izquierda de su vestido y se la muestra a Orfeo. Tres dedos empapados de flujo vaginal que ella quiere que él chupe. Él agarra la mano y los lame, sorbe de ellos. La mano derecha femenina tira de sus testículos y los aprieta. Cabezeo, Arcada, Arcada. La mano izquierda vuelve bajo el vestido. La chica sorbe de la polla y llega incluso a morderla de canto.
–¿Quieres follarme? –dice entonces. Y mientras lo ha dicho ya se ha quitado las bragas y se las ha dado a Orfeo. Se ha subido el vestido y ha dejado a la vista su culo de ni-tan-siquiera-veinteañera. Un culo quizá ilegal en este contexto. Así pues, al diablo, se dice Orfeo. Aquí está bien, podemos hacerlo aquí.
Pero tiene la suficiente paciencia como para ponerse en cuclillas y separar los glúteos femeninos. El ano rosado, la vulva desde atrás, toda la zona mojada. Ve cómo ella aún se hurga con dos dedos; los ve entrar en la vagina. Orfeo mete la cara en el culo y lame el ano. Ella se masturba al mismo tiempo, hasta oírse el ruido del chapoteo. Quiero comértelo, dice Orfeo, con voz alta y clara. La chica se da la vuelta y, apoyada en la pared del habitáculo, se abre de piernas aun de pie, se pone de puntillas y apoya la mano derecha en la cabeza de él. Orfeo lame y sorbe, sin demasiado cuidado, más bien con hambre. Solo quiere saborearlo antes de follárselo. No es nada laborioso pero a ella parece darle igual.
Risitas de las chicas que ocupan el resto de habitáculos, casi todo el tiempo ocupados. Algunos comentarios balbuceantes, alcohólicos; “¡Que envidia, chica…! Y más risas.
La muchacha se vuelve ansiosa y aparta a Orfeo.
“Métemela.”
No duda en acomodar las rodillas sobre la taza. Culo en pompa. Orfeo tantea la zona con el capullo, y lo introduce, demasiado ansioso y hasta el fondo.
“Ay… Despacio…”
Pero no puede aguantar mucho antes de acelerar. Da dos, tres cachetes fuertes en la nalga derecha. No hay condón, lo piensa y no le importa. Aunque ella dice:
“No te corras dentro.”
Culea con fuerza sujetando la cintura femenina. Los testículos aporreando la zona del clítoris. La chica no duda en gemir, en soltar tacos. El ruido de la follada haciendo eco por todo el servicio de mujeres. Quizá algún móvil asoma por arriba y hace una fotografía.
Risitas.
Orfeo no puede más. Se veía bien, aguantando, hasta que ella ha dicho:
“Me corro… tío…”
Y raramente esa palabras no hacen mella en él dichas por una mujer. Sus huevos, su polla hinchada, la sensación de la recta final.
La saca justo a tiempo.
Tres chorros gruesos y espesos salpican. Dos en la espalda, uno alcanza el antebrazo derecho. Más gotas salen escupidas manchando el suelo, la taza… La muchacha recoge el semen de su antebrazo, y chupetea los dedos de su mano izquierda. Hace lo mismo con el resto que le ha salpicado.
Orfeo se da cuenta de que tiene las bragas en la mano; ella se las coge y se las pone en dos gestos. El vestido baja con la gravedad. Orfeo, aún tembloroso, intenta subirse los calzoncillos y los pantalones.
Vamos a tu piso, dice ella. Orfeo no contesta, aún intenta reaccionar, recuperarse. Cuando se da cuenta ya están en la calle, y la conduce hasta su casa, a unos diez minutos a pie. No se dicen nada. Ella parece ansiosa por llegar. Sólo murmura algo ya ante el portal del edificio:
“Quiero que me hagas una cosa.”

Ya en el piso, ella se desnuda por completo ante el sillón del salón. La polla de Orfeo se va recuperando ante la imagen de la carne blanca –las tetas– de la muchacha, que lanza las sandalias “a donde caigan”. Se coloca a cuatro patas sobre los cojines. Se da palmadas en el culo;
“Quiero que lo desvirgues”, dice.
“¿Por el culo?, dice Orfeo.
Despacio, dice ella.
Orfeo se desnuda y comienza a tocarse. Aún no la tiene erecta. Se sienta y abre los glúteos blancos. Mete todo lo que puede la lengua en el ano. Escupe en él. Ella se hurga en la vagina con tres dedos. Él lame la zona durante varios minutos, realmente cachondo otra vez, y el pene recupera su erección, hinchado y purpura. El glúteo femenino derecho está rojo de los cachetes del lavabo. La muchacha le dice que empiece ya, que se la meta, que pare sólo si ella se lo dice.
Él se coloca pues en posición. El ano está cuajado de saliva. Esto es lo que mucha gente describiría como una fantasía masculina, piensa Orfeo, otra vez tan puesto como en el lavabo. La misma gente que suele creer que el sexo sólo obsesiona a los hombres.
Guarrilla.
Zorrilla.
Pendón.
Toda esa gente que usa esas palabras. Tanto hombres como mujeres, y que sólo se refieren a mujeres.
Qué guarra.
Vaya zorrilla.
Está hecha un pendón.
El glande de Orfeo comienza a abrirse paso. Su polla no tiene su máximo grosor en esa zona, sino más bien hacia la mitad. Ella suspira, suelta un quejido de dolor cuando siente el capullo entero dentro. Todo está húmedo, pero aún no dilatado. Orfeo se mueve lentamente, solo sacando y metiendo la punta. Escupe sobre ella.
“Metela más”, dice la chica.
Entonces Orfeo recuerda:
“Oye, tengo condones…”
“No me jodas ahora, murmura ella, métela…”
Orfeo empuja más allá del capullo. Ella grita y se oye el chapoteo de su mano derecha en la vagina.
“Ah… AY… Ah…”
Orfeo la saca;
“Puedo usar antes los dedos…”
(Cuando dice eso en realidad ha estado a muy poco de correrse; él, claro)
La chica resopla y se da la vuelta. Se abre de piernas. Orfeo usa los dedos corazón y anular de la mano izquierda. Los mete despacio. Ella se masturba frotándose con la izquierda, y con la derecha coge el pene; Orfeo está sentado en buena posición. Se oye el ruido de un helicóptero. Ella no tarda en decir:
“Joder… Me corro…”
Orfeo cierra los ojos, y el ruido de las hélices que se alejan se convierte en algo celestial.
Guarrilla. Guarrillo.
Otro día quedamos. Otro día quedamos. Continuar el trabajo de prospección. Te buscaré en Facebook. Pero dame tu teléfono. No quiero nada serio. Amigos de momento. ¿Cómo te llamas? Quédate a dormir si quieres. Puedo irme si te molesto. Tienes una cama y el sillón, elige. Otro helicóptero pasa volando bajo. Debe haber un incendio. Sí, un incendio. ¿Qué edad tienes?… Menos mal… Mejor. Sí, mejor. Sobran macarrones si tienes hambre. Mañana tengo fiesta. Puedes quedarte hasta la hora que quieras. Está claro que hay algún incendio. Me duele el culo. Lo siento. No pasa nada. ¿Qué hora es? Tengo un mensaje. Joder qué tarde. Mi hermana es gilipollas. Me duele un poco la cabeza. Desde aquí no se ve humo ni nada. Me duele el culo. Lo siento.

[Arriba, algo de los «Two Door Cinema Club». Interesantes. Mucho. Abajo + pin up. Y de paso daos una vuelta por el TETAS, mi otro blog.]

Viejo mundo

«Mi boca sigue en marcha, nadie me escuchacharla con terrible velocidad. Oh, sois tan astutos. Pero con un gesto os digo adiós .Con una sonrisa de comemierda en mi cara.»

-Thomas Pynchon

 

 

Lidia tiene entre brazos a su cerdo bebé. Lo acuna y te mira con su ojos marrones (ella, no el cerdo), o color miel según les dé la luz. Solo es martes. Estás aún en el jardín de su casa. Una parte de la ciudad que se asemeja a una zona residencial. El cerdo bebé apretado contra sus tetas. Y su mirada (otra vez la de ella, no la del cerdo), fría, o como ambivalente. Sin maldad o desconfianza, pero con verdad. Una mujer atractiva, incluso voluptuosa, que de todas formas no te imaginarías en la mansión Playboy. Sus gestos son femeninos, pero hay algo en su cara, sus ojos, sus ademanes…
No me engañes, te dice.
Has estado defendiendo las redes sociales ante ella, los aparejos modernos, lo que pueden llegar a unir a la gente… lo que sea. Un discurso poco habitual en ti, pero que también forma parte de tus opiniones. Eso es algo que mucha gente no puede comprender, que argumentes con el mismo ímpetu lo que te gusta de algo, que lo que no entiendes o te disgusta de ese mismo algo. Es decir, todas esas personas supuestamente inteligentes y que jamás agredirían físicamente a nadie o actuarían de modo irreflexivo, en realidad, digan lo que digan, no quieren tanta paz, de hecho suelen relacionarse con los demás al estilo de la mafia: o conmigo o contra mí.
No me engañes, te dice la muchacha acunando al cerdo bebé, estoy segura de que de un ochenta por ciento de tus “amigos” de Facebook, podría morir cualquiera y lo superarías poniéndote el dvd de “Lost in translation”; juju… fíjate en Bill Murray en ese ascensor con los japoneses y muerto de sueño…
Hay algo peor que no querer a la gente, o que no te importe la gente, dice la muchacha, y es fingir que te importan… eso potencian a menudo esas redes sociales, la idea no es llegar de verdad a unas cuantas personas, sino simplemente llegar como sea a un huevo de personas. Es un concepto empresarial aplicado al mundo de las emociones, te dice. Muchas personas pasan de ser ellas mismas a convertirse en una especie de anuncio de ellas mismas; y todos sabemos lo que son los anuncios, una mera competición plagada de mentiras para conseguir clientes al precio que sea.
Facebook es muchas veces algo así como la Teletienda de la amistad verdadera. Eso dice la muchacha, y el cerdo bebé se agita entre sus brazos y sus tetas, y lo deja en el suelo.
Le preguntas que dónde consiguió el cerdo. Te contesta que no quería ni un perro ni un gato.
Lidia no sonríe, y te dice que la acompañes a dentro (coge al cerdo y lo vuelve a acunar).
El salón es amplio. La muchacha dice que sus padres se han ido de viaje. Están viviendo una especie de segunda juventud, dice, no sé si es que han redescubierto el sexo o algo así; pero no se lo creen ni ellos en el fondo.
Conociste a Lidia a través de uno de sus clientes habituales. En cierta discoteca. Camella y con un cerdo bebé como mascota. 26 años. Lo primero que te dijo fue que la gente que dedica su fe a una religión sólo practica el Nivel Máximo de Negación; se privan y se condicionan la vida, sembrando para recoger después de la muerte. Es como dedicar tu tiempo a hacer planes para acampar en una nube, te dijo. Es la flipada máxima, y encima es la misma gente que casi siempre se niega incluso a fumar un porro.
No le costaba hablar por encima de la música, hablaba con unos y con otros. Tenía un bolso lleno, los bolsillos llenos. Daba todo igual porque los porteros también son clientes suyos. Lo principal de la idea del capitalismo es que todo podría estar en venta, y lo está. Tanto lo tangible como lo intangible, el amor, todo lo abstracto; de todos modos a la gente cada vez le preocupa menos lo de intentar separar el grano de la paja, lo real de lo ficticio, lo auténtico de lo que no lo es;… basta con que haya algo. Una teta es una teta, un pavo de esmokin con una tía vestida de novia es la felicidad. No le des más vueltas o te vas a volver loco. Quédate con el cliché, con el eslogan; el anuncio de Estrella Damm de cada verano tiene tanto éxito por algo. En el fondo tiene tanto mal gusto como tener cabezas de animales muertos disecadas en la pared, pero a quién coño le importa el fondo…
“La vida interior es para los perdedores”; ése podría se un eslogan futuro. No vamos por tan mal camino; si piensas mucho las cosas es porque eres un neuras; si dudas es porque eres un cobarde. Etc. Etc.
“Por favor, deme 50 gramos de Amor, quiero enamorarme este fin de semana.”
Sentimientos, psé, ya ves tú, sólo hay que encontrar objetos para simbolizarlos, el que la gente comience a creer que se pueden comprar sólo es una cuestión de tiempo y publicidad. Una buena moda entre la juventud la próxima década y no se tardará tanto en alquilar Cariño, en vender a plazos Resignación.
Cólera y Odio en el mercado negro para los que no sepan reaccionar ante las burlas y los agravios.

Lidia sigue acunando a su cerdo bebé y te hace entrar en la casa, te lleva a su habitación. Huele intensamente a mujer y notas cómo te crece una erección inesperada. Solo marihuana, dices. ¿Seguro? Sí, seguro, solo colocarse un poco, echar unas risas. Unos colegas y yo, le dices, mañana en casa de uno de ellos, después de cenar, una terraza, colocarse un poco, echarse unas risas. El cerdo bebé va de un lado a otro de la habitación, ruidos encantadores de cerdo bebé. Lidia revuelve sus bragas en un cajón. Te pregunta cuánto quieres. La erección comienza a notarse en tus pantalones y te pones tenso. No lo sé, dices, para unos cinco o seis porros, seremos cinco o seis colegas, colocarse un poco después de cenar, una terraza, echarse unas risas…
Entonces se oye un ruido atronador. Como si algo, un misil, acabara de pasar sobre la casa. Adiós erección. Ambos, Lidia y tú, os ponéis rectos de un salto. El cerdo lechón se pone nervioso y comienza hacer ruidos de matanza. Entonces una explosión sacude el suelo, la casa, y hace temblar violentamente el cristal de la ventana de la habitación.
Lidia coge al cerdo, lo acuna, lo besa, y te dice: Joder, vamos fuera.

Hay restos de un avión comercial por doquier. El cerdo bebé se le escurre a Lidia y comienza a corretear por todos lados. Mierda, exclama ella, ¡Cancerbero! Ella también comienza a correr, y la sigues. Hay restos de fuselaje por todos lados. La cola del avión se ha desprendido y ha aplastado una vivienda y gran parte de otra. No te distraigas, te dice Lidia, hay que encontrar a Cancerbero.
El avión, o al menos un sesenta por ciento del avión, yace destrozado y arrugado como papel de aluminio más allá, cubriendo asfaltos, aceras y propiedades privadas a unos cuatrocientos metros del jardín de Lidia. Llamas, cadáveres, gritos vecinales, varias edificaciones aplastadas. Las alas se han desprendido y han destrozado a saber cuánto y a cuántos. Daños materiales por valor de decenas, quizá centenares de muertes humanas. Ahora todo va junto, está empastado, todo el mundo lo paga todo; bueno, todo el mundo es una forma de hablar… Tropiezas con algo y ese algo es un cadáver chamuscado. Gritas como una niña. Parece que el aparato ha ido soltando tripulantes por el hueco que ha dejado la cola desprendida. Todo el barrio rociado de cuerpos. Torsos convertidos en una barbacoa sin extremidades. Quieres irte de ahí pero no te atreves a dejar de seguir a esa mujer, que sigue buscando a su cerdo bebé, aparentemente ajena a todo. Sabes que ella es más valiente que tú, no por nada, no por lo del avión, lo has sabido… vale, puede que no desde el día de la discoteca, pero sí desde hoy cuando te ha recibido en el jardín de su casa, de la casa de sus padres; tranquila, reposada, camella, etc. Está viva, busca a su cerdo y eso es todo. Los cadáveres desperdigados por el camino ya no tienen utilidad ni representan ningún tipo de oportunidad. No parece que nadie vaya a tener la suerte de poder hacerse el héroe más más allá de apagar las llamas y recoger desperdicios aeronáuticos por todo el barrio.
Os estáis acercando cada vez más al núcleo fuerte de la chatarra accidentada. Lidia ve al lechón de lejos. Corretea entre llamas, vecinos, valientes que ya no tienen nada que salvar. Lleva algo en la boca, un trozo de algo, algo que arrastra.
¡Cancerbero, dice ella, suelta eso ahora mismo!
El animal se queda parado un momento, suelta lo que tiene pillado y lo vuelve a morder para acomodárselo mejor. En ese instante os dais cuenta de que es una cabeza humana. El cerdo bebé corretea entre el caos con la cabeza de alguien en su poder. Parece de una mujer, algo como una tía de cincuenta y tantos, aunque es difícil saberlo debido al aspecto de sus ojos y el maquillaje superviviente. Te apoyas en el buzón de alguien y sientes ganas de vomitar. Lidia te pide ayuda, por favor, no quiere que a su cerdo le pase nada. Su cerdo es mejor que la mayoría de personas que conoce, y no le ha hecho daño a nadie. No quiero que un bombero le dé una patada o algo así, te dice, por favor.
Una vecina está convencida de que su hijo volvía del erasmus en ese avión, y no para de gritar, tocar lo que no debe tocar, quemarse y, curiosamente, seguir la misma ruta que vosotros detrás del cerdo.
Su hijo quería aprender idiomas, grita, quería trabajar, solo trabajar, grita, era un buen chico. Mi niño, grita, no puede ser, grita. El cerdo da vueltas ahora alrededor de ella con la cabeza cincuentona. Lidia va detrás. Cuando parece que está apunto de atraparlo, se le escurre entre las piernas. Aún no se oyen sirenas a lo lejos. Todos los vecinos miran la escena. Trozos del avión, el armazón y la cabina de los pilotos elevándose varios metros por encima de ti, Lidia y la mujer, que, llorando, grita: ¡Es el avión, es el avión de mi niño! Te coge por la pechera y te llora en el cuello. Estaba hablando con él por teléfono, dice, él estaba en el avión, y justo cuando una azafata le estaba llamando la atención, la llamada se ha cortado con un ruido… Le dices que intente calmarse, que tiene que asegurarse de que es ese avión, no debería perder tan pronto el control. Lidia grita: ¡Cancerbero!, grita: ¡Te dejaré sin cena! Comienza a desprenderse algo que parece vómito almacenado de la boca de la cabeza cercenada. Varios vecinos tienen arcadas caminando a trompicones de vuelta hacia sus casas. Lidia tropieza y se tuerce un tobillo, la ayudas a levantarse. El cerdo bebé se detiene a pocos metros y suelta la cabeza; comienza a lamer el vómito del suelo con ansia. ¡Guarro!, grita Lidia, ¡deja de hacer eso! La mujer-madre sigue hablando de su hijo: “Yo sólo quería que él tuviera lo que yo nunca tuve… pobre mío…”. Lidia se vuelve a hacia ella de golpe y le dice: “Si lo que quería para él sólo era más dinero, ¿puede hacer el favor de callarse?… lo último que necesita el mundo es más listillos multiidioma fanáticos del medio que creen que sentir algo sólo proviene de una decisión que toman…”. Joder…, dices en en voz alta, no sabes si más impresionado u ofendido por las palabras de Lidia. La mujer-madre te mira, suelta un gruñido y descarga la palma abierta de su mano derecha contra tu sien. Grita como con todas la vocales a la vez y se hace un ovillo en el suelo mientras algunos vecinos corren por fin a atenderla. Puta tarada, murmura Lidia. Y el cerdo bebé y su cabeza han desaparecido de vuestro campo de visión.

Lidia se dirige hacia el interior de la chatarra. En gran parte, está abierta por encima como una lata de sardinas. La sigues, entráis por un agujero humeante, como producido por la explosión de un motor. Puede haber sido un accidente del mismo modo que puede haber sido terrorismo o una juerga de los pilotos que se ha salido de madre; es también a eso a lo que se refiere inconscientemente la gente cuando dicen que en esta vida todo es posible, que puedes conseguir lo que te propongas: da igual si lo que quieres es sacarte un máster o ser villano profesional; sólo es cuestión de esfuerzo y sacrificio, y no siempre los caminos son tan distintos …
Algunas butacas están arrancadas, más viajeros de los que esperabas siguen en su sitio, pero a todos le falta algún miembro o tienen algo caliente y clavado en la cabeza o el pecho. Parece que vais desde la primera clase hasta la zona del morro. Camináis por el pasillo en cuesta tal y como ha quedado inclinado todo el resto de la aeronave. Tropiezas con un azafata muerta y vuelves a chillar como una niña. Lidia te dice que ha oído a Cancerbero, sus ruidos encantadores. A la que sí se oye por fuera aún es a la mujer-madre. Comenta algo sobre su infancia recogiendo olivas, llora. Lidia se pone de cuclillas, y como quien no quiere la cosa, por la cuesta, desde la puerta que da a la cabina de los pilotos, llega algo rodando. La muchacha lo detiene con las manos. Lo alza y lo mira: la cabeza cincuentona, los ojos fuera de sus órbitas, los colgajos de cuello cercenado, la permanente.
Es Cancerbero, murmura Lidia, vamos.
Pero no suelta la cabeza; avanza con ella. La coge por el pelo, la balancea como si fuese comida y musita: ¿Cancerbero?… ¿Cancerbero? Le dices a Lidia que por favor suelte la cabeza.
Tío, murmura, en serio, ya no tienes que preocuparte por la cabeza, si vas a vomitar, aléjate, no todos hemos trabajado maquillando cadáveres , lo entiendo.
El cerdo bebé arrastra sus patitas contra la puerta de la cabina de los pilotos. Cuando se vuelve, Lidia lo coge con ambas manos a la vez que suelta la cabeza, y lo acuna contra sus tetas.
Os sentáis agitados en dos butacas intactas de clase turista. Te quejas porque quieres irte ya. Hacia el fondo, al final de la cuesta, se ve entrar a la mujer-madre por el mismo agujero. Mira todos los cuerpos uno a uno. Donde estáis, el desastre da al cielo nublado, el techo abierto como una cremallera, y por fin de fondo comienzan a oírse sirenas. Bonito mío, bonito mío, dice una y otra vez Lidia, acunando al cerdo bebé. La mujer-madre sigue subiendo por la cuesta con mucha dificultad, y cuando se da cuenta, un brazo comienza arderle enérgicamente. Dentro del avión aún hay tres o cuatro pequeños incendios activos. Te levantas para ver si puedes ayudar, pero Lidia te coge del brazo y te retiene. Déjala, te dice mientras la mujer grita transmutando en antorcha, seguramente hacía muchos años que buscaba algo así en el fondo, no la prives de eso al menos: ahora es su momento.

[Arriba, un poco más de Ben Howard. Abajo + pin ups (¡belicosas!). Más allá, REUNIONES.]

Gilipollas educación

Estoy sentando –y técnicamente vivo– en un sillón de tres plazas en casa de un amigo. Intento llevar con naturalidad la pesada digestión de una comilona que dicho amigo y su novia han preparado para mí y otros once comensales. El resto siguen a la mesa, ya ha pasado hora y media desde los cafés. Es domingo y todos hablan de que mañana vuelven al «curro», de a qué hora se levantan, etc. Hace varios siglos algunos se debieron asegurar de que la libertad fuera eso que asocias con la irresponsabilidad, y de que el estrés y la infelicidad vinieran dados por una serie de actividades que son a la vez las que te hacen ser y sentirte (al parecer) bueno y responsable (y sí, también supuestamente feliz y realizado). Esa paradoja simple y recurrente flota otra vez por todo el comedor haciendo que el humo de mi cigarrillo sea aire del campo por comparación.
Me invade sin embargo una agradable sensación. Algo indefinido. Sucede al quedarme mirando cómo el sol de ya entrada la tarde se refleja en los edificios de fuera. Estoy al lado de la ventana. No sé explicar lo que es, lo que hace que me sienta así; no me pasa mucho, pero habitualmente lo asocio con esa luz de media tarde, también con los besos en la boca, y muy a menudo con las noches de verano en las que no estoy en casa.
Alargo el brazo procurando que la mayor parte del humo se vaya por la ventana, intentando centrarme en la sensación positiva. Creo que, en parte, la misma se debe a que en esos momentos no pienso en nada concreto. No hay personas ni hechos en mi cabeza. Ni mi tedioso trabajo. Sólo la claridad solar o lunar, leves y placenteros calambres, algo como si tuviera de golpe una plena y sosegada conciencia del mundo y de que habito en él. No hay conceptos etiquetables, nada sobre lo que puedas escribir un poema comprensible. Se parece bastante al orgasmo, un orgasmo mental que, aunque sólo dure unos minutos, te recarga y te hace dócil. Luego serías capaz de sonreírle a cualquiera.

La sensación se interrumpe abruptamente y antes de lo habitual. Alguien se ha pasado la comida haciendo bromas de mal gusto y soltando pullitas a muchos de los presentes, incluido yo. Ahora ese alguien se dirige nuevamente a mí haciendo un comentario hiriente (disfrazado de broma). Luego me pregunta que de qué va mi libro.
Hace un tiempo alguien me aconsejó escribir, que eso me haría bien. Al principio estaba cagado e intentaba gustar, intentaba conseguir asentimientos de todos; complacer a todos: o al menos no asquear o enfadar a nadie con los textos.
Luego comencé a escribir de verdad.
Y más tarde decidí recopilar algunos relatos y probar suerte con alguna editorial. Ese asunto está en proceso, y mientras tanto, a ratos, toca explicarse, justificarse. Mucha gente no le ve un sentido a largo plazo a lo de escribir: lo respetan, digamos, y pueden entender que leas, pero lo de escribir requiere un tiempo y un esfuerzo que no estás dedicando a algo que todos consideren claro y tangible de verdad. Es decir, no hay un sentido material seguro en lo que haces. Es una historia muy vieja en realidad, y que siempre vuelve para joder vidas y más vidas.
El tipo, el de las pullitas, llevaba ya un buen rato hablando en tono elegantemente despectivo sobre esa faceta mía tan poco productiva materialmente hablando. Lo ha hecho a través de comentarios sobre “otra persona”. Y llega un momento en que decide alzar la voz y dirigirse a mí directamente mientras se da codazos con otro comensal.
Recuerda a los niños de tu clase cuando tenías doce años. Esto es lo mismo pero con carnet de conducir y una novia estándar.
¿Que de qué va mi libro?
El tío se ríe y se pone rojo, pero hay mucha gente en el salón, así que tiene el valor de insistir aun después de haberle dicho secamente que es un libro de cuentos. Es lo que decía sobre el tener que justificarse. Al tipo no le interesa de qué va el libro, lo que quiere es una respuesta elaborada por mi parte, la clase de argumentación que hace que luego te quedes solo durante un largo silencio, y resultes extraño, distante. Sobre todo en cierta clase de ambiente. Eso complacería al tío, ya que él seguiría siendo alguien normal que sólo ha hecho una pregunta, y yo alguien aún más rarito y solitario después de la respuesta. Es esa clase de veneno que tiene la mala educación y la maldad que vienen sin tacos pero con muy mala intención (algo muy de moda); ese escudarse en las formas y el diálogo común para tocar la moral sin que nadie crea que lo has hecho.
Así que esta vez en lugar de decir algo neutro y que el toma y daca se olvide en un minuto, lo que hago es decir la verdad.
Bueno, le digo, el libro habla de muchas cosas, pero sobre todo habla de cómo es posible que haya tanta gente que, después de haber pasado por todo el sistema educativo –al menos hasta acabar una carrera–, pueden tener aún una educación y un carácter tan pobres y previsibles. Fíjate en ti por ejemplo, le digo, estudias un máster y tienes un trabajo, aunque no dejes de quejarte de él…, pero has hecho todo lo que en teoría debías hacer y lo has hecho bien, ¿verdad?…; pues de eso va el libro, de que incluso así sigues siendo un gilipollas.

De niño sentía fascinación por una profesora, ya ves tú qué novedad. Fue en segundo de primaria cuando tomé conciencia de ello. Se llamaba Nuri. Siempre la he considerado el primer amor. Y como en algunas otras ocasiones, nunca dije lo que sentía en voz alta. Ya a esa edad sabía que nadie me tomaría en serio; pero con lo que no contaba es que esa sensación me perseguiría ya para siempre en mayor o menor grado. Y no solo en relación con enchochamientos más o menos “dramáticos”, sino prácticamente con todo. Creciendo, me fui dando cuenta de que había alguna convicción vital y sistemática que todos los demás tenían de serie y que a mí me faltaba, con lo cual normalmente siempre era el que tenía un punto más de desconfianza y cinismo en la sala, en la habitación, el aula, donde fuera… Irremediablemente, para todos existía un nombre para eso, y no tardaron en hacérmelo saber:
Pesimismo
… (la mayoría no suelen dar para más).
Ya sabía lo que me pasaba, sólo era pesimista. No era especial ni veía las cosas con más claridad o sencillamente desde otro ángulo, lo que pasaba es que no era feliz y quería –con mis comentarios y opiniones– hacer que los de mi alrededor tampoco lo fueran.
Eso podía ser así o no, pero daba igual porque ya me habían puesto la etiqueta. Estaba minuciosamente archivado. Pasarían bastantes años antes de darme cuenta de lo relativo que es todo eso, y de lo muy simple y agilipollada que puede llegar a ser la gente. Muchas veces incluso más que yo.
Yo sólo decía, por ejemplo, que la duda es atractiva, que la duda hace pensar, hace que trabajes ese músculo. Eso era cuando aún no había aprendido lo valioso que es el silencio, ya que no sólo te ahorra el quedar como un capullo enneurado muchas veces, sino que además en ocasiones te trae curiosas, agradables y desagradables (a la vez que significativas) sorpresas escuchando a los demás. Cuando comencé a callar y a observar a los otros, me di cuenta de que lo que la gente llama Conversación no es más que una Disputa el 90% de las veces. Siéntate cerca de donde haya personas charlando. Verás que pronto dos comenzarán a hablar sobre algún tema, y ambos iniciarán la plática con una postura a priori distinta cada uno. A medida que avancen, da igual hacia dónde se decante la razón, incluso aunque ambos la tengan en cierta forma: pero jamás cederá ninguno, ambos creerán que poseen más verdad en su argumentación que el contrincante. Así, raramente aprenderán el uno del otro.
Eso, aplicado a todo lo demás, lleva al estancamiento total, a la rivalidad constante, y a la convicción casi dolorosa de que no podrás comunicarte con nadie sin que esa manía por creer que quieres tumbarle desaparezca.
Es una actitud infantiloide, pero aún define incluso la Política tal y como la conocemos.
Y ni tan siquiera hay que irse tan lejos, basta con hacer un vago análisis en una relación sentimental potencial. Es un juego de Ganador y Perdedor, de quién queda por encima. Oyes a personas decir cosas como: No le llames, que llame él. O: Si la llamas parecerás ansioso… Etc.
Como sea, la pura verdad es que millones de hombres y mujeres adoran toda esa mierda. Adoran alimentar rivalidades y jerarquías, orgullos inútiles. Se corren de gusto cuando tienen la sensación de haber ganado; aunque la persona a la que han ganado sea alguien a quien quieren (o eso dicen ellos).
Son las mismas personas que luego quieren dejarte claro lo muy absurdo que es tener celos o ser condescendiente, no como ellos; ellos… bueno, ellos sólo maquinan
A veces creo que necesitamos más bombas nucleares.

A veces, al intentar hacer un análisis medianamente objetivo, me da la sensación de que las personas actúan con el mundo y los sistemas del mismo modo que una tía mía muy tarada que lleva veinticinco años vestida de negro por la muerte de su marido. Negándose a conocer otra vida, otro modo de hacer las cosas. Anclada en algo que estaba bien hace cuarenta años, pero que ahora ya no tiene sentido alguno dentro de ciertos parámetros racionales.
Lo peor de todo eso, es que esa mujer al menos sabe reconocer a ratos su estado de negación, pero a la gente que habita el mundo, tanto le da. Está todo lleno de espejos y la existencia va a toda leche, y eso es lo único importante. El calentamiento global es un proceso demasiado lento para asustar a nadie ahora. Si a mí me dieron caña, a ti te van a dar caña (y no te quejes). Mi abuelo decía que. Mi padre decía que. Refranes populares. Moda retro. Día de la madre…
Es como estar perdido en el bosque y volver a pasar por el mismo puto riachuelo miles de veces caminando en círculos. Y aun así sonreír. Porque si no, eres Pesimista (y no queremos eso, ¿verdaaad?)

Cierta chica, la ya veinteañera hija de Nuri, está viviendo sola en un segundo piso. “Nadie” sabe de qué vive. Las señoras del barrio, con su desbordante creatividad habitual, dicen que se prostituye (es mentira, pero las que lo dicen tampoco es que quieran precisamente informar, sólo echarse unas risas… que este mundo continúe siendo un lugar hostil e injusto en gran media, y para alborozo propio).
En el barrio vive también el tipo de las pullitas, el de flamante vida.
Después de mi comentario y de llamarle gilipollas delante de todos, su novia ha dicho que «una cosa es hablar y otra cosa es insultar». (¿Nos os da la sensación a veces de que muchas personas siguen un guión?). Yo le he dicho que él ha insultado igual durante la comida, sólo que le ha llevado más tiempo porque no ha usado tacos. Las palabras malsonantes también son palabras, que yo sepa, se trata de no abusar, como con todo. No decir tacos nunca es como saber vestir: quedas muy bien, pero no significa que no puedas ser un cabrón de mierda como cualquier otro.
El chico me ha recordado mi etapa infantil con Nuri, mi primer y veinteañero amor. Esa chica-maestra joven que para mí era LA MUJER, quien me trataba bien, respetaba mi silencio y timidez, me dio acceso a material escolar varios años y no me martirizaba por hacer dibujos horribles y salirme de la raya siempre pintándolos. Siendo honesto, fue la última profesora que avanzó conmigo de verdad.
Si el chaval de las pullitas y el vocabulario pulcro me ha recordado esa etapa, ha sido –entre otras cosas (que ya saldrán a la luz)– porque me parece una versión adulta de cierto compañero de clase de aquel entonces. Era un niño a quien tuve que soportar desde el parvulario. El primer día fue el único que no lloró o se quejó cuando sus padres le abandonaron en el aula. Iba de un lado a otro con diligencia, hablaba con la profesora de tú a tú con una seguridad infantil en sí mismo que a los adultos les parecía encantadora, y al resto de compañeros nos creaba cierto tipo de rechazo e inseguridad que nunca llegamos a verbalizar demasiado. Él por supuesto casi no se salía de la raya al pintar (tenía un trazo corto y controlado, meticuloso, más parecido al de las niñas). Aun así, la profesora jamás le trató mejor que a nadie, ni lo llegó a poner como ejemplo para los demás; lo cual estoy bastante seguro llegó a irritar a ese niño sin lágrimas, esa criatura tan extrañamente representativa de la edad adulta que vendría.

Aun viviendo en el mismo barrio, nunca he tenido mucha relación con el tipo de las pullitas y su novia (y la hija de Nuri… es otro asunto, o eso creía yo). Pero ha resultado que tenemos un amigo común. A veces no sabes con quién vas a acabar comiendo. El problema de estas reuniones sociales que supuestamente consisten en juntar a un numeroso grupo de personas para conformar cierto tipo de divertido caos controlado y ruidoso, es que aumentan las posibilidades de tener que lidiar con alguien que no te cae bien.
Es decir, que esos rollos laborales desagradables que te vienen impuestos entre semana, se pueden colar en parte en tu tiempo libre.
Todo depende de lo dispuesto que estés a “socializar”.
Cabe decir que nadie de la mesa me defiende después de haber dicho «gilipollas». Como digo, nunca es una cuestión de educación en un sentido profundo, las formas siempre son más importantes. Dicha sea la verdad, podría haberle contestado con otra pullita para ponerme a su mismo nivel en plan lo-que-sea-pero-sin-tacos, pero me parecía apropiado de verdad llamarle gilipollas. Para mí no ha sido tanto un insulto como una mera descripción. La palabra ha salido rodando por mi lengua con toda naturalidad. Ni siquiera creo que me haya variado el pulso.
Dos o tres de las chicas se han levantado y se han puesto a recoger la mesa. Seguramente para echarse miraditas en la cocina y hablar por lo bajini. La novia del de las pullitas me ha dicho que debería pedir perdón por haber dicho la palabra malsonante. Pero ella no lo dice así, más bien me acusa de haber roto «el buen rollo que había», de no haber sabido encajar ciertas bromas, etc. Este tipo de parejas son las que suelen acabar –casi seguro– teniendo hijos (la actividad está en el programa). Todo en sus mundos es correcto y limpio de esa forma en que todo se ve correcto y limpio cuando uno no ha visitado el sótano ni revisado los cajones. A menudo (y les pasa a Pullitas y Novia), suelen transmitir cierta sensación de controlada crispación conyugal, como si más que personas libres que se quieren, fueran sufridos profesionales de la vida, el trabajo, la fidelidad, el amor y el sexo.
Le digo a la muchacha que no voy a tratar nunca más a su novio, así que no necesito pedir perdón, porque además él ha sido el primer maleducado hoy. Etc. Etc.
Mi argumentación se ha vuelto algo complicada, y creo que Novia no ha entendido bien lo que quería decir. Pero al menos he conseguido que me deje en paz.
Hay que decir que esa forma de salir en defensa de su querido, no ha sido un mero intento de poner paz. Ya sé hace tiempo, debido a ciertas habladurías al menos parcialmente fiables, que hay algún tipo de crisis en Casa Pullitas.
Y aquí es dónde entra muy a saco el nombre de Nuri. Nuri hija.
Así, lo que pasa ahora más que nada, es que Novia ha querido “proteger” a Pullitas de mi terrible mala educación no tanto para recriminarme nada a mí como para intentar re-inyectar vigor en el vínculo conyugal de Casa Pullitas. Algo, por cierto, que seguro todos los comensales han notado: Toda esa reivindicación de la pareja supuestamente estable y organizada frente al soltero pesimista y amargado que dice tacos…
Más tarde es posible que follen en casa y que Pullitas no piense en Nuri hija durante el proceso por una vez en meses.

Como he dicho un poco más arriba, no es que haya tenido nunca mucha relación con Pullitas; no era alguien a quien tuviera en cuenta para nada. Hasta que la hija de la profesora a la que amaba en secreto en primaria, comenzó a pasearse por ahí luciendo su físico como una “reenacarnación” de su madre. Incluso lleva la misma melena castaña, y joder, hasta tiene la misma edad que quien ya sabéis cuando me daba clases.
Todo resulta muy extraño. Ahora, mientras los comensales reanudan la charla al margen de mí (habiendo decidido todos supongo que la cosa acabará con una no-despedida al final entre Pullitas/Novia y yo), me siento como si de verdad tuviera un Enemigo y una Chica concretos en mi vida. Es definitivamente así: mi historia.

Nuri Junior se mudó al barrio hace menos de un año. Es informática, va por libre y trabaja desde casa. Vive a tiro de piedra de mi edificio. Pullitas y Novia viven a unas dos calles. Pero la panadería de más éxito en el lugar está justo debajo de mi bloque. La panadería sin crisis. Lo que nos unió a todos al principio: Nuri Jr, Pullitas, Novia y yo. Como sea, Novia dentro de no mucho seguramente tendrá que aceptar que sobra. Da igual lo que pase, tarde o temprano Pullitas le dará puerta. De hecho, en lo único en lo que podemos estar de acuerdo ese trepa gilipollas y yo, es en que su novia es lo más aburrido, estándar, previsible y mezquino que puedes encontrar en tiempos de paz.
No me cabe duda de que donde Pullitas comenzó a ver a Nuri Jr es en la panadería (como yo, aunque no pasara del Hola), dentro de ella o camino de ella o… etc. Es por algo que hace tanto que Pullitas es quien compra el pan siempre para Casa Pullitas. Novia… diría que no sospecha nada concreto, al menos nada con nombre y apellidos. Creo que lo único que sabe es que su idea de tener una relación prospera está a punto de irse a pique en lo que a Pullitas se refiere. Si los cálculos no me fallan, llevan unos dos años de novios. Después del primer año de relación, ni cortos ni perezosos, se fueron a vivir juntos. Imagino que ella para él al principio era una chica tierna que le buscaba… y él se dejó llevar por las erecciones. Y él para ella era un tipo decidido y preparado, “abierto”, apuntado al gimnasio, seguro de sí mismo y demás clichés sobre cómo hay que ser en la vida para ser alguien.

Todo empieza el día de cierta fiesta de cumpleaños. Nuri Jr hace poco que se ha mudado al barrio (como un mes) pero conocía a la cumpleañera (una suerte de muñeca Bratz humana de 24 años que mete aunque sea con calzador la palabra «¿sabes?» al final de cada una de sus intervenciones). Hay unas treinta y cinco personas entre familiares y amigos. Muchas parejas recientes, jóvenes entre los 18 y los 25. Muchas chicas de veintipocos que se mueven y hablan a veces muy impostadamente para intentar aparentar más edad, lo cual hace que se lleven la contraria a sí mismas cuando con cierto uso del maquillaje intentan aparentar menos. La fiesta es en el jardín de la casa. En ese momento Pullitas y Novia están en teoría en el apogeo de su felicidad. Fue el día que más traté con ellos hasta la comilona. O más bien, el día que más tiempo los tuve cerca, los vi relacionarse, hablar y vivir en lo que aún era o parecía ser su casi palpable nube rosa entre la veintena y la treintena: dos jóvenes con preparación y planes para seguir preparándose, supongo que una activa vida sexual y varios álbumes de fotos en crecimiento constante.
En ese momento aún no sabía que ella era una mujer sacada de algún molde de mujeres infladas de comportamientos y discursos prefabricados, sin nada propio. No sabía que él me resultaría un gilipollas.
Todo fue muy sencillo y básico. No es que fuese asunto mío en ese momento, pero por lo que vi, no es que hubiera un gran feeling entre ellos. Siempre me ha parecido que las parejas realmente sólidas o, digamos, honestas, sinceras, auténticas más allá del sexo y la foto, tienden a un comportamiento de lo más tranquilo en público. Para resumir, denotan confianza el uno en el otro. No tienen nada de eso que comentaba antes sobre esas relaciones que parecen constantemente crispadas, como si además de tener que lidiar con tu trabajo y pagos y demás dolores de cabeza, también tuvieras que lidiar con tu pareja. Cuando tu pareja en lugar de parecer un apoyo, parece sencillamente otro elemento de tu vida que tienes que coger con pinzas…
En cierto momento me aparté de donde se reunía más gente; iba con una cerveza. Había dos amigos míos que trataban de ligar con quien fuera. Nuri Jr iba más bien por libre (La muñeca Bratz humana tenía demasiado que agradecer y atender). Novia chismorreaba en corrillo con su grupo de amigas: de ese modo en que cuando hablan sobre ti bajando la voz, no tienen ningún reparo en mirarte y soltar risitas. Y fue en ese momento cuando Pullitas le entró descaradamente a Nuri Jr con todo su arsenal de Ficha técnica ejemplar y años de gimnasio. Estaban lo suficientemente cerca para que pudiera oírles (ella apenas dijo nada). Él hacía eso que hacen tantas personas, lo de hacer peguntas concretas del modo más educado posible para después poder hablar de sí mismos en relación directa con esas preguntas. ¿A qué te dedicas? ¿Te has mudado ahora? Etc. Nuri Jr contestaba y entonces Pullitas se dedicaba a hablar sobre sí mismo con ese tono en plan Todo-lo-que-he-conseguido-pero-me-gustaría-hacer-otras-cosas-pero-jeje-así-es-la-vida…
Él sonreía y gesticulaba, a veces acariciaba el brazo derecho de Nuri Jr. Era todo muy obvio. Era a los encuentros naturales lo que la coprofagia al romanticismo. Pero Pullitas estaba convencido de que todo iba bien, de que estaba cayendo divinamente a esa monada de veintipocos de cabello ondulado por los hombros, ese bollycao de la panadería. Lo que él creía era que estaba impresionándola: lo que pasaba era que ella estaba totalmente roja, incomodada, porque se había dado cuenta de que Novia llevaba tiempo mirando en esa dirección, haciendo que no con la cabeza, y a punto de tomar medidas.
Novia se arrancó en un alarde de sentido común y control de la situación (o eso creía ella seguro), empujo primero a Pullitas, y luego a Nuri Jr para separarlos. Pullitas estuvo a punto de caer al suelo. Nuri Jr había sido desplazada en mi dirección, y la ayudé a levantarse del suelo.
Con ese gesto, Novia no estaba en realidad demostrando ningún brote inexplicable de celos psicóticos. La historia en global que se dejaba entrever, es que Pullitas seguro había intentado ligar muchas otras veces con otras. Y puede que incluso ya hubiera habido cuernos con perdón incluido. Lo que los demás presenciamos no fue más que la punta del iceberg, como suele pasar casi siempre. La intuición a veces es un mero ejercicio de 2 + 2.
Novia, después de montar el numerito de gruñidos y manotazos sobre Pullitas, se fue caminando moviendo la caderas de tal forma que incluso esa indignación parecía ensayada.
Fue luego cuando hablé con Nuri Jr, y por suerte, yo no debí parecerle tan gilipollas. Horas después me mandó una invitación de amistad a Facebook. Los meses posteriores me ha contado cada paso que Pullitas ha dado con ella en secreto para intentar que se citaran juntos. Yo me fui haciendo cada vez más amigo de ella, como suelo hacer a veces de forma errónea (es decir, hasta el punto de que ella cree que la veo como nada más que una amiga). Y el tiempo pasa volando hasta el día de la comilona, en que, no sé cómo, creo que Pullitas se ha enterado –(quizá nos ha visto juntos)– de que la dulce Nuri Jr y yo solemos hablar digital y presencialmente de lo gilipollas que él nos parece.
Supongo que ya me toca dar algún paso importante en todo esto…
Después de la comilona, salimos “a tomar algo”.
Ante mi sorpresa, Pullitas y Novia se enzarzan en no sé qué discusión absurda sobre algo acontecido hace dos meses. Pienso en Nuri Jr y en que hoy le contaré que su madre me daba clases de niño (es una jugarreta algo sucia que me guardaba, que pretende enternecerla antes de…). Novia le pega un tortazo a Pullitas en plena calle ante el pasmo de todos. Esos dos ejemplos de cómo controlar la vida… sacando de quicio la vida, regodeándose en su error conyugal (y yo siento otra vez mi agradable sensación extrañamente fuera de sus habituales contextos). Pienso en la entrepierna de Nuri Jr. Sus tetas, que ya quiero verlas. Su delicioso cerebro que quiero tener más tiempo más cerca. Pullitas pierde el control. Coge del pelo a Novia y la lanza hacia el tráfico murmurando: «Yo a ti te mato». Coches. Un autobús…

[Arriba un poco del narcotizante y raro folk de Ben Howards. Abajo más pin-up (celebridad). Y pasaos si eso por REUNIONES EN LA CUMBRE.]

Holocausto Hipster

Llego y es una puta granja. Una granja a unos treinta minutos de mi casa. De mi piso en la ciudad. Una granja que parece que estemos en Idaho, y no donde siempre: lo que alguien ya muerto de mi familia llamaba sarcásticamente: la ruta secreta, con las personas de a diario, caras de agujero negro que absorben tu vitalidad, anos vírgenes y papeleos. Martes suicidas. Todo eso. Nunca te has metido un dedo por el culo, nunca has hecho nada en secreto, jamás ves a otras personas, te gusta tu cuadrícula, tu panal. Tienes toda clase de criterios según conviene.
Sin embargo, cuando bajo del coche, veo ya a dos tíos vomitando cerca de lo que parece el granero del lugar; vomitando a saber qué más además de lo obvio. 12 de la noche. Me invitaron y pensé que no toparía con ningún moderno, así que venga. Nada de chistes elaborados ni paparruchas literarias. Nada de tíos ligando según el número de referencias culturales que son capaces de soltar por minuto. Nada de chicas que sí pero no. Que a lo mejor. Que son abiertas pero cerradas, muy monas pero “sólo para ellas mismas”.
Y parejas las menos, por favor. Nada de egos pulidos y gilipolleces pijotero-francesas. Os lo prometo, ni una sola palabra gratuita en inglés hoy y os darán un caramelito a la salida.
Al ver el sitio, su aparente cutrez y austeridad (de verdad, no en plan a medio camino prediseñado entre lo hippie y lo pijo), respiro bastante tranquilo.
Un tío me pregunta cómo me llamo (extraño), entro en la casa y, aunque hay barra y Dj, todo huele a polvo y tabaco. Fumar en un interior. Conciencia latente social sobre la mortalidad otra vez. Nuevamente Dios no existe y las drogas legales no incluyen sólo el alcohol. Podrás respirar tu ropa apestando a tabaco al día siguiente y rememorar grandes épocas tóxicas (al parecer) en las que vestir con la ropa de tus abuelos sólo era ridículo y no hipster.
Una granja privada en sábado. Fuera hay fardos de heno enormes. Un tractor. Hay un cobertizo que pienso intentar investigar. La luna casi llena arriba, estrellas de verdad, las que en la ciudad apenas se pueden ver a través de la capa de doble moral. La vida no siempre deja fluir la sangre de verdad, y por supuesto casi nunca la imaginación.
Me voy a saludar al anfitrión. Su novia está en algún sitio, lejos. El único modo de no oler a tabaco es volver al exterior o acercarse a una chica. Te acercas y ahí están su champú y la colonia; dos duchas al día; pelo relavado, 100% explorables con la lengua. Todo sonrisas y orificios amables. El anfitrión me saluda dándome un abrazo, él y su pedal. Me dice que me quiere enseñar las vacas de su tío, los cerdos y las gallinas; dice que su reto es, por lo menos, ver a cierta chica amiga de no sé quién ordeñar a una de las vacas. Grabarlo en video. Algo divertido y en directo. Zoofília de baja intensidad. Todo depende de lo malpensado que seas, y aquí nadie es bienpensado; como mucho sabes disimular, hacerle ascos teatralmente a según qué. Pero para algo está el alcohol.
No es ningún secreto que mucha gente mejora con alcohol. Tíos serios que luego son capaces de intentar escribir su nombre meando en la calle. Tías aburridas intelectualoides que se vuelven cercanas y originales, mucho más sexys, inteligentes de verdad, incluso sexuales.
El Dj debe tener como 35 años, lo cual asegura un buen filtro para lo indie, dejando fuera las modas y dando protagonismo a la música; esos momentos en los que entrar en un garito alternativo no es como si alguien te estuviera forzando a llevar unas gafas elegidas casi vía casting con modelos. Cuando la pose sólo es un ingrediente más y no toda la vida.
Están los móviles, eso sí, hay que estar conectado. La cultura del “si no lo cuentas no lo has vivido” es lo que prima. Ya no hay “mejores amigos”, sólo “muchos amigos”; niveles de hipocresía al alza, altos niveles de abandono, traición y censura selectiva. Los medios son lo que cuenta, las personas sólo están o no. El aparato que maneja la tendencia te grita que si quieres tener personalidad a lo mejor te acabas quedando solo. ¿Qué mierda es esa de querer ser consumidor “a tu manera”?
Así que la mayoría de gente vuelve a hacer aquí eso que ya casi todos hacen, hacer la fotografía en lugar de vivir el momento. La media de edad en la granja bordea peligrosamente los treinta, lo cual puede hacer que algunos necesiten seguir haciendo cosas de adolescentes para no sentirse tan carcas. Intentar imponer tu manera de ser a cualquier tipo de corriente hace que te ganes un montón de adjetivos, y ninguno es positivo. El aparato que maneja las tendencias ha hecho muy bien su trabajo.
En todo caso, todo eso no dejan de ser medios, y todo depende del uso (o no) que hagas de ellos.
Las vacas son vacas, los cerdos, cerdos. Ahí estamos, el anfitrión y yo. También hay un establo, tres caballos (es la primera vez que voy a un sitio y hay de las dos clases de caballo). Son caballos; grandes, muy iguales entre ellos. Todo huele a mierda, la diferencia es que aquí no es una metáfora. Suena el Twitter en el móvil del anfitrión, y los animales se inquietan. La mayoría de la gente cree que no, pero conocen a estos bichos sobre todo por cosas como los logos de empresa.

Ven, me dice el tío luego, creo que tú puedes entender esto, aunque no lo compartas. Estoy seguro que de todas formas no correrás a la policía, murmura. No correré a la policía vea lo que vea, me viene a decir, no iré allí con una declaración confusa para intentar explicar qué suele pasar en esta granja, sea lo que sea.
Durante lo que son unos dos kilómetros cuadrados de llanura, todo es tierra removida. No se ve un carajo. Hoy llega otra partida de modernos a la fiesta, me dice el anfitrión. En el fondo no se trata de qué tribu urbana es; basta con que sea una tribu urbana. Basta con personas que ya son más escaparates en sí mismos que seres humanos de verdad. Un ser humano debería ser algo natural, surgió de la naturaleza, dice, pero lo cierto es que ahora es justo lo que hay al otro extremo de la naturaleza. Es esa gente, tío, me dice, esa gente que cuando lee libros en lugar de ser cada vez más lúcidos se parecen cada vez más a una estantería en la que se puede ver claramente qué es lo que han leído; esa gente a la que una demostración cultural no les alimenta el pensamiento propio, sino que simplemente lo reconduce. Junta a toda esa gente con la que ya es ignorante de por sí, y ya tienes a un buen montón de votantes útiles a tu servicio.
El concepto que tiene que ver con Compartir ya se ha fusionado por completo con el Ego, me dice. No es: “Mira qué bonita es la Capilla sixtina”. Es: “Mira cuánto viajo”.
No te creas que no hacemos un concienzuda selección, me aclara.
Ya, le digo, pero no veo claro hacia dónde vas.

Volvemos a la casa, y vemos que efectivamente ha ido llegando gente nueva. Emperifollados de «Actitud», todos iguales entre ellos, y a la vez todos creyendo que lo único que hacen es reivindicarse a sí mismos. Hay gente que cree que el único entretenimiento de masas estúpido es el fútbol, me dice el anfitrión: aquí tienes ya a unos cuantos ejemplares.
Un grupito de chicas de veintitantos comienza a hacerse fotos a discreción. Comienza a haber bollycaos por doquier. El doble flash del móvil. “Esto es la caña, una granja de verdad”. “Hay mucha gente mayor, pero el sitio mola”. Cuando tienes veinte años te crees que faltan por lo menos veinticinco para los treinta…
Twitter se comienza a actualizar con sangre postadolescente. Y no tan postadolescente. Les falta tiempo para ir a la barra libre; no te das cuenta y ya están hablando entre ellos de política y cultura como quien hubiese vivido una guerra; decenas de nombres y referencias, citas textuales, crítica siempre constructiva y centrada. Otros hablan de música, nombres impronunciables de grupos que son la imitación de una imitación de… –y así hasta el infinito– de Depeche Mode o Radiohead.
Tenemos a cinco anzuelos, dice el anfitrión. Uno de ellos les cuenta que tiene tres licenciaturas en… lo que se le ocurra en el momento, y un grupo de rock. Otro dice ser el editor de… la editorial guay que se le pase por la cabeza. Otro miente diciendo que es traductor y tiene dos libros de poemas publicados (es un genio metiendo sutilmente eso en la conversación e inventándose los títulos). Hay otro que siempre les cuenta que da clases de literatura en cierta universidad, y suele desarrollar discursos sobre “el papel clave del siglo XIX en cuanto a la influencia sobre la actual literatura posmoderna” (éste es un hacha). Y el último saca a colación siempre la debilidad que tiene de viajar por todo el mundo con lo puesto, y siendo incapaz de no aprender al menos a chapurrear el idioma del lugar que pise (después de haber comentado lo de su flamante máster en… lo que sea).
Los ganchos son la proyección de lo que esos chavales suelen soñar con ser algún día en la vida, me dice el anfitrión. Con las chicas suele ser más fácil. Los chicos son más desconfiados, y es obvio que a menudo ven a esos “listillos” como una amenaza, como “el pavo que igual se acaba follando a la chica que persigo en secreto”. Es todo un juego de egos, estatus e intelectualidad-escaparate.
Lo que no saben esos chicos/as, dice el anfitrión, es que en su mayoría sólo son títeres; indaga en la biografía de los empresarios y políticos más zafios y dañinos que se te ocurran, y verás que de jóvenes no eran tan distintos a estos fans de la tecnología moderna y Vetusta Morla.
Tío, dice, la democracia y el capitalismo de hoy en día se reducen a la idea de que para triunfar debes intentar ser en el futuro uno de los tíos que despide, y no de los que son despedidos. Dentro del sistema todo va encauzado hacia eso, y madurar tiene que ver con aceptar esas reglas. Mejor cuanto más cabrón. Las ideas revolucionarias de juventud, para este sistema…, se trata de que sólo sean una fase. De que las dejes atrás y sientes la cabeza. Y por dios, si tienes un hijo, aún mucho mejor, aún serás más capitalista dadas las circunstancias. Todos estos chavales que ves, me susurra, están a punto de darse cuenta de todo eso, y te aseguro que no intentarán cambiar nada. Porque no podrán, la vida no les dejará, la propia actitud no les dejará. Ahora muchos gritan y se quejan, no digo que sólo por seguir la corriente, pero al final sólo se trata de que esa ideología pega bien con la línea de pensamiento intelectual de pose en las fiestas y la universidad. La prueba está en que con los años la mayoría se adaptarán si nunca llega fase alguna de caos.
Le digo que sigo perdido, que por qué esos chavales están aquí, a qué vienen los ganchos, etc.
El anfitrión se ríe. No te apresures, dice. La cuestión es que entiendas que el futuro sólo se puede condicionar a mejor deteniendo y filtrando lo que se está gestando en el presente; y de que serán chavales como estos, inteligentemente empecinados en acumular preparación y títulos, los que tendrán en sus manos las decisiones que habrá que tomar más adelante. Dime, ¿alguna vez la Historia ha ido en otra dirección con eso? ¿Que sepamos todo el mundo es joven alguna vez, no? No hay gente joven y gente mayor; sólo hay gente. Gente con un futuro por delante que llega con suerte hasta los setenta y pico u ochenta años. Y que querrán sobrevivir, competirán, y si triunfan seguro querrán tener cada vez más. Ha sido así siempre.
Lo que llevamos a cabo aquí es un proceso de selección, dice.
Por eso ahí atrás la tierra anda removida.

Separar al joven prometedor en el que realmente crece una vocación, del que sólo quiere dinero, me dice. Ya conocemos la especie del que sólo quiere dinero, básicamente es la historia de la humanidad hasta ahora. No te negaré que hemos mejorado en algunos aspectos si vemos algunas cosas desde muy cerca… y obviando otras. Pero la realidad es que la mayoría de gente que consigue algo importante en su vida, sólo quiere algo más importante; lo que en el lenguaje universal que aún hablamos, la mayoría de veces significa: «más caro».
Vamos, me dice, seguro que has pensado en estas cosas mil veces. Todo el mundo más o menos lo ha hecho. Al parecer lo que hacen ahora mismo los ganchos, es hablar con unos y con otros. Según dice el anfitrión, hoy hay exactamente dieciocho modernos. Ya veremos cuántos se salvarán.
¿Se salvarán de qué?, digo.
¿Te acuerdas de cuando los nazis invitaban a los judíos a darse una agradable ducha?, me dice.
El error de Hitler, según me cuenta, fue racial. De entrada todo el mundo está lleno de las mismas posibilidades, todos somos iguales. Es cuando ves que alguien se tuerce desde un punto de vista humanista cuando merece la pena llegar a matar para hacer un mundo mejor.
Le digo que si está de coña.
No, dice, no. Nosotros al menos hacemos algo. Nadie hace nada, dice, nadie intenta nada.
Después de un largo silencio, durante el que estoy a punto de irme corriendo a mi coche, le digo (intentando que no me tiemble la voz) que hay un error de base en todo el plan (al margen de la crueldad que conlleva matar, sea por lo que sea que mates… pero eso no lo menciono). El error es que todo saldrá a la luz; que, por mucho que se pueda beneficiar al mundo o al país o puedas mejorar el futuro cargándote el escandaloso porcentaje de manzanas podridas de toda una generación, tarde o temprano todo se sabrá. Lo que pasará, le digo, es que cuando la gente se entere de que os dedicabais a cargaros a todos esos modernillos con potencial de hijos de puta, creerán que esto sólo era una secta de tarados (aunque no uso esa palabra); no habrá mensaje positivo alguno que sirva para cambiar nada.
Le digo que la gente sólo admite la muerte para beneficio propio cuando es, digamos, tradicional, lejana y no tiene papel alguno en su entorno inmediato; vale, sí, todo el mundo ha aceptado –u obviado– que se exprime al tercer mundo, que se les saca petroleo y lo que haga falta. Lo que digo, le digo, es que no es que a la gente le importe el asesinato, pero lo que hacéis aquí es sacarlo del marco del telediario. No son niños negros lejanos lo que estáis matando, sino fans de lo peores discos de Sidonie. Los hijos preparados de occidente, con su futuro aún por resolver.
Treinta años y me veo intentando argumentarle a un contemporáneo por qué matar está mal. Por qué no es un buen plan. Y sin embargo no es eso lo que me preocupa, sino mi propia integridad en la granja.
No se trata de los modernos, me dice, sólo lo hemos hecho cuatro veces más con modernos.
Le pregunto que cuántas veces más lo han hecho en total.
18.
¿Pero no se denuncian las desapariciones?
Claro que sí, me dice, pero no todo el mundo, además no siempre matamos a muchos cada vez, y tenemos un equipo falsificando cartas, e-mails, notas de suicidio. Dice que la sobreinformación está jugando a favor, la paranoia, la no-credulidad con conspiranoias, joder, hasta la crisis.
Internet. A estas altura en Internet aún hay quien confunde el spam con la realidad. La publicidad con una noticia. Lo viral con lo tangible. ¿Y cuánta gente cierra en dos segundos un e-mail con pretensiones filantrópicas?
A unos veinte metros de donde estamos, cuatro tíos se ponen a cavar como locos. El anfitrión me dice que le acompañe, que quiere que vea cómo trabajan.
Algo importante en esto, murmura, es que esos chavales de ciudad no se han peleado en su vida. Si eres de provincias o de según qué zonas rurales, es probable que al menos de crío o de adolescente te enzarzaras de vez en cuando a puñetazos y patadas por alguna idiotez, un partido de fútbol, una niña, alguien que se metía con tu hermano pequeño… Pero lo cierto es que en una gran ciudad muchos de esos chicos y chicas comienzan a hacer amigos de verdad a veces casi a los veinte años. De críos no les dejan salir con tanta facilidad a la calle, y por tanto crecen en una especie de burbuja académica estilo bucle (casa-colegio-casa), aunque sólo sea de clase media.
La única norma a destacar, dice, es que si la chica es muy guapa de cara, no la matan. Lo último que querrían es la foto de una monada de 19 años circulando por los medios como desaparecida sólo por fotogénica. Lo creas o no, me dice, tenemos contacto con un publicista que nos asesora. Consejos para no hacer ruido; un publicista sabe mejor que nadie lo que podría funcionar, lo que los medios creen que el público quiere.
Añade que a veces incluso han dudado sobre si matar a alguna por ser demasiado fea (eso es algo que también podría atraer a los medios); y que los chavales… da igual, a ese nivel sólo vende un niño desaparecido, cuanto más pequeño, mejor.

Luego el anfitrión –cuando el agujero ya tiene unos cuatro metros de profundidad y espacio de sobras para un buen puñado de cuerpos– me explica que a veces basta con entrar en la casa y gritar algo como: «¿Quién se viene al cementerio?». Es un anzuelo potente para hipsters que quizá hayan descubierto ahora a Tim Burton o anden enfrascados en escuchar a todas horas a «ese grupo de los ochenta», The Cure.
No hay ningún cementerio, añade, pero qué coño saben ellos…
De la casa, como a unos trescientos metros de aquí, sale uno de los anzuelos (el que va de poeta), acompañado de tres chicas. A una chica, dice, a veces sólo hay que empujarla al agujero y tirarle siete u ocho paladas encima; con un chico hay que ser más agresivo, un golpe fuerte en la cabeza; basta con que quede atontado; es una perdida de tiempo matarlos antes de meterlos dentro del agujero pudiéndolos enterrar vivos y que… ya sabes, que la tierra los haga suyos…: tiene algo de justicia poética, ¿no crees?
Respiro hondo.
Las chicas están cada vez más cerca, y los tíos que cavaban esperan ahora tranquilamente junto al montón de tierra, fumando (hemos tenido que ayudarles a salir del agujero). El anfitrión me los presenta. Resulta que uno de los cuatro es el publicista.
Las muchachas llegan riendo, claramente ebrias, no cambian la actitud ni viendo el agujero, los tíos con las palas…; una de ellas dice: ¿dónde está la cascada?…
El propio falso poeta empuja a una de las tres, que choca con otra y las dos caen al agujero cubatas de plástico en mano. La otra da un traspiés, se queda mirando, y uno de los tíos le da un palazo para dejarla grogui. Los cuatro enterradores comienzan a echar tierra a toda prisa; demuestran pericia y experiencia, hasta el punto de que cuando alguna quiere decir algo o gritar se ve de golpe con la boca llena de tierra. Si alguna de las tres se levanta recibe un golpe de pala. No pasa mucho tiempo hasta que se les obstruye la boca y la nariz y comienzan a convulsionar cada vez más enterradas. A veces no es fácil, me dice al anfitrión, y hay que cavar otro agujero.
Oigo los gritos ahogados cada vez más apagados; hasta que ya no se oye nada.
A los cinco minutos veo que otro de los anzuelos sale de la casa; esta vez va con dos chicas y un chico. Cuando están llegando, el anfitrión los detiene, yo voy con él, estamos a un buen tramo antes de que ni tan siquiera puedan atisbar que hay un agujero, palas, etc. Se queda mirando a una de las chicas, la enfoca con una linterna. Tiene unos grandes ojos marrones, el pelo ondulado, labios gruesos; no va demasiado borracha y nos mira con curiosidad. ¿Cuántos años tienes?, le pregunta el anfitrión. Ella murmura que 22. El anfitrión me mira y mira a los enterradores. Con ésta no me parece muy buena idea de momento, dice en voz alta para que todos le oigan. ¿Qué te parece?, me dice. Abro muchos los ojos, alterado, la muchacha me mira, la otra chica y el chico también, dan un sorbo a sus vasos; el muchacho pregunta: ¿dónde está la madriguera? Miro a la muchacha morena; sus ojos van del anfitrión a mí y de mí al anfitrión. No, digo de sopetón, no, y miro al anfitrión, creo que es… es mejor que no te arriesgues con ésta… La muchacha da un sorbo a su vaso; ¿Que no se arriesgue a qué?, pregunta. En fin, digo, yo creo que me tendría que ir ya, tío. La muchacha echa a andar hacia el agujero y la cojo por los hombros redirigiéndola hacia la casa de un modo un tanto cómico; parece darle igual y sigue caminando en dirección contraria a la de sus amigos; éstos ya han echado a andar, siguen caminando hacia el agujero sin verlo aún. Vale, tío, me dice el anfitrión, como quieras, ya nos veremos, ¿vale?
Camino en dirección a la casa, hacia el coche. Espero un buen momento, y ya lejos alcanzo a la muchacha, le digo que es importante que se venga conmigo (por si acaso), al coche, que yo ya me voy. Va más borracha de lo que creía. Dice que por qué.
–Eh…, creo que me gustas… –le miento.
Me mira a los ojos.
– Joder, ¿por qué me mientes?… –dice.
–Eh… oye, tú ven conmigo, ¿vale?
–¿Por qué tengo que ir contigo? Ven a la puta casa si quieres, estoy allí…
–Oye, en serio, es mejor que no te quedes por aquí…
–¿Por qué…?
–Porque…
Silencio.
– …porque estoy cachondo, ¿vale?, y…
Ella se comienza a reír.
–Tú estás loco… –dice.
–No, en serio, esto se me da muy mal, pero… en mi coche podríamos… es decir, si quieres…
–¿Me estás diciendo que quieres follar?, ¿que follemos en tu coche?
–Eh… no es necesario aún, bueno, quiero que vengas sobre todo; es verdad que-que me gustas, qué sé yo, ha sido un flechazo, nunca me ha pasado…
–Oye, por favor; he venido con a-mi-gos, ¿entiendes? No voy a marcharme ahora contigo, cúrratelo al menos un poco, llevo aquí media hora sólo.
La cuestión es que no puedo decir la verdad, porque la verdad siempre trae consecuencias, y en este caso las desconozco. La realidad es que ahora la chica camina hacia la casa, y yo voy detrás de ella. Tengo que hacer algo. Normalmente si te quieres ligar a alguien el propósito nunca es tan aparatoso como el de evitar su posible muerte. Y ahora tengo que conseguir que esa chica no se quede por aquí demasiado tiempo. La frase fue: «Con ésta no me parece muy buena idea de momento».
Unos diez metros antes de que llegue a la entrada, me pongo delante de ella, la miro. Se detiene y resopla.
–Oye –digo–, es que yo ya me tengo que ir y…
–Oye, ¿quieres que te dé mi número de teléfono?, ¿así te irás contento?
–Sólo déjame hacer una cosa.
Resopla otra vez, en esta ocasión a la vez que sonríe, supongo que algo halagada.
Me acerco lento para darle la oportunidad de alejarse, hacerme la cobra, lo que sea…
Pero no lo hace, y la beso.
Me separo de ella al ver que el anfitrión viene de fondo, con el resto, los enterradores. La lengua de ella en la boca otra vez. Me separo otra vez.
–Oye, tienes que venirte, por favor, es que hay alguien a quien no quiero ver aquí…
Ella pone mala cara, pero al final accede. No sé si nos han visto juntos. Junto a la casa no hay mucha iluminación. Como sea, entramos en el coche. Arranco bastante histérico, por todo, los muertos, la historia, los números, el beso. Ya en la carretera nocturna, comienzo a plantearme en serio si ir a la policía o no. No conozco el trámite para algo así, y no quiero verme envuelto, no quiero mi nombre en ningún informe; por Dios, esos tarados podrían tener incluso algún infiltrado en el Cuerpo. Me pone la piel de gallina además la idea de que hasta cierto punto entiendo esa histeria nazi. Si te detienes a pensar el suficiente tiempo en cómo son las cosas, es posible que acabes convirtiendo la granja de tu tío en la Casa de los mil cadáveres. La verdad es que irme de allí no ha solucionado gran cosa. Ahora sé lo que pasa en ese sitio a media hora de mi casa y tengo que vivir con ello. Existe la posibilidad de que a alguien de esa “organización” no le parezca bien mi noche de turismo y decida que hay que acabar conmigo antes de que me vaya de la lengua.
A todo eso, ahora hay que sumarle que la chica me mira con cierta ternura, y cree que mi abordaje a sido simple y llanamente porque me he enamorado locamente de ella al verla en la oscuridad, semi-borracha y balbuceando. Es obvio que es guapa y que puede llegar a gustarme; pero sin duda algo que también podría convertirse en un problema es el hecho de que –por más heroico que resulte– no me la llevé de allí porque me gustara, sino simplemente para que no la enterrarán viva, para meterme en mi papel de Schindler puntual.
A ver cómo le dices que sí, que no, que vale, que luego te comenzó a gustar en el coche… Nada bueno puede salir de este Holocausto Hipster. Y entonces ella dice:
–No me has preguntado mi nombre…

[Arriba cuelgo otra vez el último programa de «Visto lo visto», recomiendo especialmente la entrevista a Jordi Évole y la sección de Loulogio (m. 46). Abajo + pin up (temática).]

Analítica

Sueño y más de un «joder» susurrado. Paro. Malestar general, físico y mental. Ningún atisbo de optimismo. El mundo como esa amenaza latente constante. La vida asociada con la inercia y poco más. (Aunque sólo sea un rato.) Lunes.
Temprano por la mañana. Análisis de sangre. La sala de espera a rebosar. Todo lleno de puertas que se abren y se cierran como en un vodevil tedioso. Gente saliendo de los habitáculos, sujetándose el brazo pinchado. Caras en ayunas. Son las ocho y media y tenía hora a las ocho menos cuarto. Ojos doloridos. Me llegan recuerdos de ayer por la noche; la mente, tan aleatoria ella, selecciona ese momento del fin de semana. Nadie dice mi nombre por megafonía aún. Suelo marearme con las agujas. Intento recordarme que ya soy adulto y que sólo es un «pinchacito». Ayer se celebraba una cena en cierto lugar que “«me han dicho que está muy bien»”. Una voz de mujer dice un nombre por megafonía, y no es mi nombre. El sitio parecía un restaurante tirando a caro pero disfrutable. Un hombre de la sala de espera no deja de mirar un punto concreto de la pared; unos cincuenta años, lleno de muerte, y no es el único. Pero al final el sitio es de tapas; sólo hay menú entre semana. Mierda, me digo; estaba tranquilo, pero a medida que pasan los minutos, la idea de la aguja vuelve a revolverme el estómago. Yo que creía que iba a ser una cena al uso, reposada; pero tengo mis reservas con los sitios de tapas. Los nombres siguen sucediéndose por megafonía y todos son anónimos en lo que a mí respecta. Somos diez personas a la mesa, entre ellas varias parejas; otros seguimos solteros (y cínicos, al parecer). Más personas con cara de lunes entran a la sala de espera, también somnolientos, con el papel de cita en la mano, vagamente confusos. Comenzamos a estudiar la carta. En realidad ni siquiera me he sentado a esperar para la analítica, todas las sillas están ocupadas, he cometido el error del optimismo horario. Todo parece delicioso en la carta, todas las raciones que compartiremos; ese detalle hace poco más que irritarme.
Primero llegan dos tapas; y confirmo que no solo son más bien minúsculas, sino que además vienen servidas (como si fueran para un solo comensal) de tal modo que hay que despedazarlas y es muy difícil saber qué ración debes coger para ti. Llaman por megafonía a alguien que se llama como tú pero no se apellida como tú. Me como lo que me pertoca (creo) de las dos primeras tapas (dos bocados); delicioso…, y toca esperar a que llegue más comida. Comienzo a caminar en círculos por la sala de espera; una hora y cuarto ya de retraso. Un sitio de tapas es un continuo coito interruptus, casi hace que se me quite el hambre; es como estar en ello con una mujer y que cada treinta segundos te empuje, se separe de ti y te diga «no-no-no, en cinco minutos seguimos». Cinco, con suerte…
Cuando dicen mi nombre por megafonía, se me pone el corazón en la boca de emoción; hora y media de espera.
Las tapas llegan a cuenta-gotas, la cena interruptus, el resto de comensales parecen encantados. Cuando entro en el habitáculo del pinchazo, una silla me espera, una goma, instrumental, peste a alcohol. En cierto momento durante la cena, pregunto con tono de broma/mosqueo si luego iremos a un chino o algo; ya sabéis, ¡un plato para ti solo!; en ese momento no sé si resulto demasiado paleto o demasiado pijo; mi estómago se queja de los lapsos de tiempo muerto. Me van a pinchar en el brazo izquierdo, algo que no tenía previsto; llevaba mentalizado sólo el derecho, y eso me cabrea. El resto de tapas se confirman como momentos aislados de placer. Me atan la goma, me dicen que cierre el puño; golpecitos para buscar la vena. La cena se ha acabado en algún momento y no sé si sigo con hambre; diría que sí. No miro nada de lo que sucede; noto el algodón húmedo; no sé en qué momento va a entrar la aguja. La camarera nos pregunta si vamos a querer postre. La aguja no acaba de entrar y la tía me está poniendo de los nervios. Sí, digo en voz alta, el postre iría bien esta vez. Noto el aguijonazo y guiño los ojos con fuerza. Miramos otra vez la carta para elegir postre. Es un dolor agudo, se nota la aguja dentro y también cómo el émbolo (o lo que sea) retrocede sacándote la sangre: ese proceso se eterniza. La cena se acaba alargando, como siempre que no vas a un chino o a un kebab y estás con más de dos personas; hemos elegido postre y sé que ya soy el quejica del día otra vez. Dolor agudo, Dolor agudo, Dolor agudo, se intensifica. Todos hablan de su trabajo, de todo el trabajo que tienen, de que ya mismo otra vez vuelven al trabajo, de qué suerte porque al menos tienen uno, de que el trabajo por aquí y el trabajo por allá: todos tienen trabajo y odian su trabajo; pero les encanta al parecer el sitio de tapas (o no). Dolor agudo; se extiende brazo arriba; el émbolo se mueve, se mueve a cámara lenta; la sensación de succión acentúa cada vez más el Dolor agudo. Unos diez minutos después me traen un flan; un flan que no tendré que compartir: un sitio de tapas te hace valorar la propiedad privada. El Dolor agudo, persistente; miro un momento, sólo medio segundo, y ahí sigue la aguja, y atisbo un tubo, el tubo por el que va la sangre. Ataco el flan despreocupadamente, sin tener que seleccionar un pedacito y pasar el plato; y me viene a la cabeza que al día siguiente tengo análisis de sangre. El dolor agudo llega a su punta máxima; además, luego noto cómo me quitan la goma sin haberme quitado la aguja aún, lo cual hace que la sienta aún más claramente clavada en mi brazo. El flan me dura dos minutos, quizá por el placer monógamo-gastronómico. La aguja sigue clavada en mi brazo, el brazo no-previsto, la muy puta que me ha pinchado gestiona el tema del tubo o lo que sea antes de sacarme la aguja. Puta, Puta, Zorra. Alguien dice si vamos a querer cafés; yo voy a querer fumar, digo. La aguja aún clavada, de hecho siento como si colgara, se me está revolviendo el estómago de verdad. Todos piden café menos yo; todas las clases de cafés posibles, cafés monógamos. Encima alguien entra en el habitáculo, un médico o lo que sea, y se pone a hablar con la Zorra y la Zorra sigue dejando la aguja sin sacar. Tardan otros diez minutos en traer los cafés; en realidad quince, los traen en dos tandas. El doctor y la Zorra charlan, y yo como un gilipollas evitando mirar la aguja, respirando hondo y procurando normalizar la situación. Todos beben los cafés y se embarcan en conversaciones tediosas; “rutas para llegar en coche a”, animales de compañía, un tal Pablo al que ponen a parir “educadamente”. El doctor, o quien sea que ha entrado a flirtear con la Zorra, habla con frases hechas o refranes, todo pose, nada de cosecha propia. Pablo, joder tío, lo que debería hacer Pablo es echarse novia, eso le vendría bien, se centraría. La aguja colgando, noto cómo cuelga. Es buen chaval, pero no se centra, no está centrado (sorbo de café). Lo importante son los pequeños detalles de la vida, mujer, dice el doctor. Pablo tenía que haber seguido con aquella chica, era muy como él, hacían buena pareja… A quien madruga Dios le ayuda, chica. A ver, siendo sincero, dice alguien, Pablo no le echa cojones a la vida. Perro ladrador, poco mordedor. Una vez vino con nosotros de viaje a Roma y le multaron por mear en la calle. Cada día estás más guapa, chica. Al final alguien se percata de que sigo con la aguja; “enseguida te la saco”. Todo el mundo se ha acabado sus cafés, pero la charla sigue y no hay forma de salir del restaurante. La Puta Zorra me saca al fin la aguja, algo que siento a la perfección, y me dice “sujeta aquí, dobla el brazo”; me ruedan goterones de sudor hasta la barbilla. Bueno, digo poscafé, ¿vamos a fumar? (ninguno de los demás fuma). Al ponerme de pie, mareado, doy un traspiés, aunque no llego a caerme; el gilipollas del doctor me sujeta y me dice algo en tono comprensivo (en realidad sólo sigue ligando). No hay prisa, me dicen todos esos no-fumadores (cabe decir que al cabo de veinte minutos soltarán comentarios como “no sé tú, pero yo mañana me tengo que levantar a las 7”). Salgo del habitáculo, lívido, toda la sala abarrotada; al cerrar la puerta oigo cómo el doctor sigue flirteando. ¿Pablo no era ese chaval gay? (risas). Voy camino de la calle, gasa en brazo, zona de la aguja dolorida, Puta Zorra que moja las bragas con frases hechas. Pablo nunca sale, tiene que salir más, con nosotros, NOSOTROS, nunca nos hace caso, Pablo, gay, incapaz, perdedor. En la calle sigo sujetándome el brazo, tránsito de gente a pie y en coche, atisbo una cafetería cruzando la calle. Bueno, vayámonos que mañana hay que trabajar, como los buenos; este sitio está bien para cenar, ¿no?. Me meto en la cafetería y pido un café con leche y un donut. A la puerta del restaurante, todos en corrillo, despedida de largo formato, tanto que aun habiendo habido ya besos y “ya nos veremos”, la cosa aún se alarga un poco más; vuelve a surgir el asunto del trabajo; miradas de soslayo; “algunos tenemos que levantarnos temprano mañana”. Ojeo el periódico y bebo a sorbos el café con leche. Comienzo a caminar intentando estirar al grupo, separarlo, deslavazar el corrillo. Cada dos por tres aprieto la gasa y la tira pegajosa que debe sostenerla en su sitio; siempre creo que me la quitaré antes de tiempo y comenzaré a sangrar. Finalmente, camino con una de las parejas; vivimos en el mismo barrio. Paz; no hay casi nadie más en la cafetería, ojeo el diario casi sin leerlo; dice que el mundo se acaba tal y como lo conocemos (no me suena tan mal), y que si no trabajamos duro lo acabaremos pagando. Cuando llego a casa, me ducho y vuelvo a recordar el análisis de sangre, mañana, ocho menos cuarto; tardo unas tres horas en dormirme, creo que por un vaga sensación de odio hacia mí mismo, pero sobre todo hacia la aparente calma de los demás, la compañía en la cena.
Se me ocurre escribir algo en mi “diario” al salir de la cafetería (me gusta pensar en que algún día alguien lo lea y se lleve el chasco de que todo es sobre todo ficción; justicia divina), lo que se me ocurre es escribir sobre el sitio de tapas, añadiendo algún detalle divertido sobre que todos los asistentes a la cena acaben luego en la calle vomitando, todos esos sibaritas, racistas gastronómicos, pagando su xenofobia mal encubierta con todo lo diferente. Es como si el sitio de tapas fuera una representación del resto de la vida; pequeños momentos de placer enterrados en largas esperas y jodiendas, y todo el mundo aceptándolo con una amable y resignada sonrisa para con la situación. “Algunos tenemos que levantarnos temprano mañana”. La dignidad que aporta al parecer la aceptación de los sistemas, sean como sean. La negación plausible a hacer analítica alguna sobre la vida más allá del concepto de la sala de espera, las gasas y los desinfectantes.
Tengo varias gestiones durante la mañana después de la Zorra y Frase hecha y el donut. El día que mi doctora de cabecera me mandó los análisis –al cual me retrotraigo de ese modo en que la textura del pensamiento sigue fluyendo aparentemente a su bola–, y ya hace dos putos meses, cuando estaba en la sala de espera, había una matrimonio con un crío (en teoría era el crío el que estaba enfermo, pero no dejaba de corretear y ser el típico niño estándar que algunos dicen es sano precisamente por eso, y a veces también por estar regordete); corretea y no deja de molestar, y sólo es encantador para esas mujeres a las que un niño les llama la atención por defecto igual que a cualquier hombre hetero ellas mismas en biquini. Tiene nombre de niño: Joel. La madre no deja de pronunciarlo para evitar que el crío se tire de cabeza contra las paredes y las sillas (aún no se ha dado cuenta de que es la forma segura de que lo siga intentando). El padre resopla. Son las ocho de la tarde, casi las nueve en realidad (pero yo tenía hora a las ocho). El niño estándar va antes que yo. Dentro de la consulta hay un matrimonio de sesentañeros (la enferma parecía la mujer); llevan casi veinte minutos dentro, ya no parece tanto una cuestión de estar enfermo como de no aceptar tu edad. Trasteo en mi móvil; alguien ha colgado un evento en Facebook. Cena para celebrar los siete años que lleva una pareja formada entre alguien que apenas conozco y su novia. A dos putos meses vista. Estáis invitados, es en tal y cual sitio: me han dicho que está muy bien.
A la cena acuden varios amigos míos, que a su vez son amigos del tipo que en teoría lleva siete años teniendo sexo sólo con una mujer. Son felices y quieren celebrarlo. Luego sabría que la idea de ir a ese sitio de tapas fue de ella; el chaval parecía buen tipo, tenía un buen trabajo (yo sería incapaz de recordar su cargo o qué hace, pero parecía… próspero), aunque cierta luz tenue en la mirada cada vez que hablaba de él. Cuando entro en la consulta después del niño, me siento relajado. Mi doctora de cabecera tiene cierta actitud difícil de vislumbrar en mucha gente. Reposada, sin atisbo de esas toneladas de resignación de las que hacen gala la mayoría en relación con sus rutinas laborales. Una mujer tranquila de mediana edad que parece estar realmente en el sitio que quiere estar. La personificación de ese ente mítico que parece ser hoy en día la palabra «vocación» (aún mucho menos en boga que «sacrificio»). Se disculpa por haberme hecho esperar, y la disculpa es sincera, no hay en la mujer ningún esfuerzo por «ser educada», sino más bien el producto de un sentimiento que superaría en honestidad esa vaga excusa conyugal con la que muchas parejas necesitan justificar el sexo.
Lo que pasa es que había tenido “problemas de estómago” (que es el eufemismo de haber llegado a desmayarme varias veces después de dos horas de vómitos ininterrumpidas). Si una cosa tienen los vómitos, es su capacidad de Drama, de Performance. Entras en en el lavabo y… empieza el espectáculo. Le cuento los pormenores a la mujer de verdad, puedo recordarlo perfectamente (no vomitaba desde crío; entonces lo llamaba «arrojar»). Es un proceder repugnante, primero apoyado en la pared, convulsionando; en cierto sentido físico, y a un nivel de rutina dentro de lo común, vomitar es lo que hay al otro extremo del orgasmo. Como sea, después de haber intentado mantener la dignidad, acabo arrodillado y sujeto al retrete. Es al cabo de hora y media o dos horas cuando pierdo la conciencia.
Así es como pasa, Doctora.
Fue algún virus, algo que acabé expulsando o acabó matando lo que la doctora me aconsejó (básicamente no comer nada que me hiciera disfrutar más allá del mero hecho de “recargar las pilas” durante un tiempo).
Aun así, te mandaré unos análisis.
Supongo que eso lo hizo por la violencia con la que a mí me atacaba el virus.
Intentando vomitar cuando ya no había nada más que vomitar. Así pasé yo varias tardes.
Aun dos meses y pico después, miraba con recelo las tapas del sitio de tapas. A la novia del amigo de algunos de mis amigos, alguien le había dicho que estaba bien. El sitio de tapas. La razón por la que elegí ir antes a ver a mi doctora de cabecera que a urgencias, fue la convicción de que ella me vería como un paciente, pero también como una persona que iba a seguir con su vida después de salir de la consulta.
Mientas hago cola en el supermercado, después de la Zorra y demás, me pregunto por qué todo lo que se me pasa por la cabeza parece ir tan ligado. Me lo pregunto porque no parece que sea así sólo por ser todo recuerdos recientes o muy recientes. Se me ocurre reflexionar sobre el karma. Sobre energías y hechos compensatorios. Sobre acciones a contravoluntad que acabas pagando antes o después por deshonestidad para contigo mismo. Y sobre lo que entendemos por Tiempo. Siempre el tiempo, sin parar, sólo en el reloj para nosotros, en línea recta, sin cambios, sin viajes. Y sin embargo me da por concluir que, debido a que muchos asuntos no están aún –obviamente– bajo el control analítico humano, creo que lo que me provocó los vómitos hace más de dos meses no fue un virus, sino una terrible indigestión (o la combinación de ambas cosas) por haber comido ayer en ese lugar de tapas. De verdad, creo que ya saqué la conclusión ayer al ver, durante los cafés, ese halo tenue deprimente/laboral en la mirada del novio de los siete años.

[Como diría Valentí Sanjuan, se conoce que he colgado un programa entero de «Visto lo visto» aquí arriba (es el de la semana pasada, el de esta aún no está colgado, igual actualizo cuando…). Un programa que, recuerdo, se emite por Internet y del que hablo en calidad de mero seguidor. Abajo + pin up.]

La palabra

Una palabra. Bajo todas las piedras junto a todos los bichos. Entre cada gilipollez que te dicen. Entre, debajo, delante, detrás. Dentro. Donde sea. En cada primer pensamiento del día y en cada último, en la ensalada, en las patatas de bolsa. En la tele en todos los putos canales y en cada programa y anuncio-coñazo. En la radio y en Internet. En tus padres y tus amigos. Los colores todos son el mismo y en todos está. En todo lo que importa y lo que no. En las piedras del riñón y la hernia y el último trozo de pan del niño desnutrido de las noticias. En Dios, tanto si existe como si no. En lo que necesitas y en lo que te falta y en lo que tienes y te sobra. En las gestiones pesadas, diarias o semanales o anuales. Análisis de sangre, también ahí está. Vómitos de fin de semana después de fiestas agrias por estar la palabra también ahí. En un vino demasiado caro durante una cena para la que sólo llevas 20 euros. O en un chino. O en la enésima escucha del Ok Computer de Radiohead. La palabra, ahí está. Como en la mierda que ves flotar en el váter. O en el siguiente post que escribes para actualizar tu blog intentando encriptar sentimientos a la vez que los aireas. En la sala de cine. En la sala de conciertos. El lunes por la mañana. En el silencio, en el silencio está, joder si está, y hace que todo sea ruido blanco, y el suficiente hace que rompas a llorar y ahí está también en las lágrimas. En las moléculas. En los átomos. En la electricidad que te convierte en persona moderna capaz. En los celos terribles. En todos los periódicos, ahí está en portada y en las páginas centrales, y en las deportivas, el horóscopo, Política, Cultura… También dentro de la vagina si frecuentas alguna. En la lamparita de tu mesilla. El suspiro del ventilador de tu ordenador. El silencio falso.
Y está por supuesto –más a menudo de lo que querrías– en los sueños, también en los que tienes cuando estás dormido.
Y está por descontado tanto en tus ganas de vivir como en tus secretas fantasías de suicidio. Está en cada euro que se te va en minucias, en cada burla y sarcasmo y sarpullido verbal de cinismo. En cada disculpa y cada insulto justificado o no. En todas las formas de vida y cada secreto de estado. En el espacio, el puro espacio, aunque pudieras irte a la distancia concreta de “a tomar por culo”, ahí seguiría.
La palabra.
Como sigue en cada personaje de cada película o novela. O como en todas las pataletas y el odio más o menos contenido. Está en el sufrimiento y en los parques temáticos, en las fotos de tías en biquini. La palabra… también desparramada por Facebook, como en cada heavy de espaldas, como en cada mujer madura o no, cada peluca, cada paja, aguja, puto villancico o canción del verano. Como en cada playa sobrevalorada; como en cada enfermedad terminal o noticia del abuelo que ha superado los 100 años. Está en cada cita y también en la cita que la contraviene. En el zumo y el cianuro. En las chicas que se recogen el pelo siempre antes de tener sexo.
En todas las gafas modernas. En cada complemento. En toda la historia de la superficialidad permanentemente latente e inmortal. Pero también está en los vampiros y los zombis. Está en la maquina del tiempo y en el fanatismo conservadurista. Está en el arco-iris (no por ver pocos se iban a librar). Claramente está también presente en el placer solitario que salpica. Los amaneceres no son más que para iluminar nuevamente la palabra. La noche sólo para que gane en encanto. Las drogas sólo para mitificarla. La resaca para endiosarla. La depresión para odiarla, así como la alegría para amarla. La palabra, tan dulce que convierte el azúcar en eufemismo. La palabra dentro de todo cuanto te jode y te hace seguir. Que es el nombre de la mujer que no está.

[Arriba, un video que he recordado y que me hace gracia compartir. Conceptos: niña y Aphex Twin. Abajo + pin up.]

Nuevo útero

¿Puede que se haya acabado el ciclo del optimismo gratuito?, dice el el doctor. No sabemos bien en qué es doctor. Pero lleva bata y nos saca por lo menos veinticinco años a todos. Tiene una pizarra detrás. Estamos en su despacho. Nos dijeron que el tío tenía respuestas. Bueno, es una forma de hablar. Y vale, puede que las preguntas no sean muy útiles por sí solas, pero quizá sirvan para que te enfades lo suficiente y así tus niveles de hipocresía se estabilicen. No es que nadie tenga nunca una respuesta a nada, pero en todo caso lo que es útil de verdad es la respuesta que piensas (casi siempre más que la que dices en voz alta). Ejemplo de pregunta: ¿Eres feliz en líneas generales? Vale, con esa pregunta, ahora intenta no reaccionar con una respuesta prefabricada; dale un par de vueltas al asunto; da igual si luego lo dices en voz alta o no. De todas formas no puedes huir de ti mismo.
¿Creéis que todo se reduce a una cuestión de actitud?, dice el doctor, ¿creéis que si no sois como queréis y seguís fingiendo que lo sois, eso no puede ser algo que os acabe explotando en las manos?
Todos asentimos, como meros receptores de información. Las preguntas son retóricas, obviamente. La ciencia es un viaje a lo desconocido, dice el doctor; las matemáticas lo son, escribir lo es. ¿Puede que el problema mayor sea que la mayoría de gente ni tan siquiera se planteaba esas cosas?
¿Todo está establecido para ellos y eso es todo?
Su tono es el de alguien realmente harto. Me llega a recordar la escena de una película que vi de niño (creo que era una película) en la que un señor mayor entraba en una fiesta privada, y una vez rodeado de mujeres (cazafortunas según dijo mi padre), sacó una pistola del bolsillo interior de su chaqueta de espaldas a un gran ventanal, se la llevó a la boca y salpicó de rojo todo el cristal de detrás. Y todas las chicas gritando.
Así descubrí yo el suicidio.
Sabía que había gente que mataba a otra gente, pero nunca me había planteado esa “automuerte”.
Aún era muy pequeño, tanto que otro día viendo otra película, vi un avión comercial despegando y le dije a mi padre que me compara uno. Mi padre dijo que sí, que me lo compraría (estaba atento a la ficción y no quería interrupciones). Era tan pequeño que luego aún estuve como un par de años recordándole a mi padre que me tenía que comprar el avión (él lo había olvidado por completo). En cierto modo, a mis ya treinta y pico, aún quiero ese avión, aún me parece una injusticia no tenerlo.
Por eso ahora soy piloto…
Jaja…, perdón…, es broma. Esto no va de eso, podéis respirar tranquilos. No soy piloto.
De hecho puede que la vida no funcione así. Joder, seguramente no tiene una mierda que ver con todo eso a grandes rasgos. Nadie sabe cómo compensar desilusiones del pasado. Ni siquiera de un modo individual.
¿Creéis que de verdad que esa etapa de la infancia es la que lo condiciona todo? Esta pregunta es mía, no del doctor.
Yo crecí en un barrio en el que ir a la universidad era como decirles a los demás que eras marica y te daba miedo trabajar. Mis padres también lo pensaban. La universidad no era más que alargar más de la cuenta el colegio, gastar más pasta. La universidad era no ganar dinero cuando ya debías hacerlo. Si querías estudiar y trabajar, compaginarlo, tus padres se iban a reír de tu agotamiento al llegar a las tantas cada día a casa.
Mira el genio, te iban a decir.
A eso me refiero; todo está plagado de matices, de arbitrariedad; cuando la gente dice cosas como «Nadie te va a querer como tus padres», en general a la práctica eso tiene tanto sentido como decir: «Adonde vayas de vacaciones nunca va a hacer mal tiempo».
¿Es que somos todos tontitos o qué? (pregunta mía).
¿Puede que se haya acabado el ciclo del optimismo gratuito?

Más preguntas. Y el cabreo aumenta en la sala, dentro de cada uno de nosotros y para con nosotros. Para muchos sigue teniendo sentido esa lógica sobre la negatividad, sobre que lo mejor es evitarla. Claro que cada uno tiene su propia idea sobre la negatividad. ¿El odio nunca puede ser bueno? ¿Los celos? ¿Sentir cosas así a veces no significará simplemente que somos humanos? ¿Puede ser que no solo queramos controlar la naturaleza, sino también nuestra naturaleza? Hay gente que ve muy mal eso de que algunas mujeres se operen las tetas, esa gente que suele tener respuesta en voz alta para todo.
¿Debes controlar tus sentimientos del mismo modo que tu cuenta corriente?
Ahora vuelve a ser el doctor.
Todavía hay gente que toma notas. Comienzas a pensar en ciertos procedimientos, en la cultura de la teoría y el academicismo… y pronto todo empieza a tambalearse. Tal y como funciona el mundo, según los sistemas establecidos, un orgasmo no tendría que ser más que el producto de una certeza matemática, y el amor una enfermedad sin tratamiento a la vista.
Tengo una chica al lado que desliza su bolígrafo a toda velocidad sobre una libreta. Todos buscando patrones. Muchas de las cosas que se tuercen o se terminan en la vida, lo hacen porque alguien ha decidido que no poder controlar del todo lo que sea, es un camino hacia la infelicidad. Por tanto, reseteas lo que sea. Te dices que puedes volver a empezar, o que puedes olvidar, o dejar atrás. Que sólo se trata de fuerza de voluntad (o de todo lo contrario, da lo mismo).
Sin duda estamos en medio de un reset ahora.
El doctor sigue escupiendo preguntas como si no hubiera mañana. O porque no lo hay. Tiene la cara cada vez más roja. Hace un tiempo hubieran dicho que «lo que necesita este tío es un buen polvo». Que es lo mismo que decir que lo mejor es dejar de pensar.
Como si pensar hubiera estado de moda alguna vez.
Tiene el mismo sentido que ver a alguien follando a diario y decirle que lo que necesita es leer a Joyce por las noches.
Como si fuera verdad que sólo puedes ser una cosa, hacer una cosa, sentir una cosa. Como si todos lo supiéramos todo de todo el mundo.
A cierto nivel –y el doctor lo está dejando entrever con su última tanda de preguntas–, hemos creído que el conocimiento tenía que ser igual a dinero: y a nada más. Ejemplo: Piensa en todas esas palabras que están relacionadas con escribir: blogger, periodista, compositor, escritor, articulista etc… Todos escritores, pero con un matiz: etiquetas para la jerarquía. La cual funciona según quién está ganando pasta de verdad haciendo eso y quién no. Esfuerzo es igual a dinero: o la vida no es para ti.
Preguntate qué clase de comportamientos y sistemas están matando el alma, la ilusión y la huella personal de cada ser humano. (Estás rodeado.)
O quién ha puesto para la mayoría el listón de la felicidad bajo mínimos para burlarse de nosotros en nuestra puta cara.
Para que otros puedan ponerse el listón por las nubes sin problema.
Todo esto es un clásico en blanco y negro con subtítulos: Casi nadie quiere verlo.

Ahora el sol es ese astro que aún no queremos cargarnos con nuestra lucidez y nuestra lógica. Con nuestros sistemas. Dignos sistemas. Con el poder de la costumbre y la tradición. Con palabras como «normal», o «familia», o «capital». O con la sabiduría de nuestros abuelos y nuestros padres. Está también a salvo de las modas y la publicidad, por supuesto. Ahora sus rayos se filtran entre los esqueletos de los edificios. Calles zombi. Autopistas abandonadas. Una niña sola, descalza entre escombros, con su mascara antigás para menores de 13; hace ya días que se cansó de llorar (eso requiere energía). Hay muchas así. O niños que se meten en centros logísticos en busca de comida no distribuida a supermercados: y ya sólo encuentran ratas. Ahora el centro de la ciudad se ha adaptado a la estética necesitada de los suburbios (era difícil que pudiera ser al revés). Han dejado de existir las tribus urbanas (seguramente hay menos ya que tribus de toda la vida). Todo esto hubiera tenido más encanto si hubiera sido por la vía de la anarquía, a través de una revolución del pueblo. Pero sólo ha sido el resultado de nuevos datos para los libros de historia bélica. Antes del caos, la gente que no pasaba por apuros económicos seguía con su optimismo de postín, evitando cruzarse con gatos negros, evitando «malos rollos», siendo “centrados”, optimistas, lúcidos, acumulando datos, buscando patrones, formulas para el orgasmo, nuevas parejas, más amigos virtuales. Hacía años que se hablaba sobre una crisis de valores. Pero claro, cada uno interpreta eso a su manera. Si tu abuelo sigue vivo, pregúntale a ver qué te dice, pero relativizalo por si acaso. Si el sol pudiera tener expresión nos miraría como a las nuevas hormigas a las que quemar con una lupa. Pero a nosotros no nos hace falta ningún ser cruel veinte veces mayor, ni lupas gigantes: ya nos arreglamos solos, gracias. Somos todo educación y autogestión. Somos independientes.
Como sea, la naturaleza cambia o muta, no muere toda junta. Cuando los seres humanos nos extingamos, nadie va a celebrar por nosotros un funeral. Incluso eso morirá con nosotros. La naturaleza no se acaba con nosotros. Y como pieza de lego evolutiva de la misma, tampoco hemos sido para tanto. Quizá alguna que otra mujer a la que querer con razón. Y poco más.
A todo esto, el doctor está como a punto de explotar. Este hombre no debería haber sobrevivido para montar grupos de gestión para el reset. Lo que sí es cierto es que jubilarse tampoco puede.
Esto es lo que llamarías una reunión de cerebros aún vivos que intentan llegar a alguna conclusión sobre por qué el ser humano tiende al absurdo autodestructivo. Se celebran apenas cuatro o cinco más en el resto del mundo. La comunicación no es fácil. La chica que tengo al lado sigue tomando notas; ahora ya creo que lo hace para no romper a llorar; es posible que esté sola en el mundo.
Pero hay todo un planeta que volver a llenar de gente… Esto es como negar la posibilidad de que nuestro tren quizá ya haya pasado. Y que frases hechas como esa hayan sido las que han ido acabando con nosotros. Nada de pensamiento lateral. Nada de sopesar otras opciones que no fueran las de sonreír sin ganas. Nada de superar la mierda de la religión. Nada de avanzar. Y ahora estamos así. Y la chica ya solloza como se veía venir, y gotea sobre la libreta.
¿Señorita?, dice el doctor.

[Arriba, un poco de Loulogio, colaborador de «Visto lo visto tv» (programa de Internet que recomiendo efusivamente por su libertad y frescura), y uno de los tipos que más me está haciendo reír últimamente. Y pasaos por REUNIONES si eso. Abajo + pin up (¡esta vez en grupo!).]