Ve la foto de “la chica de 21 años desparecida”, y nunca puede evitar pensar que no ha desaparecido, sino que sencillamente ha huido de la vida que conocía. Y la verdad, no le suena nada mal. Luego, para cuando todos buscan un cadáver que coincida con la descripción, no puede evitar pensar en que no hay cadáver, en que la mayoría de los que buscan son mucho más cadáveres que los cadáveres reales, y que la chica debe estar haciendo dedo o viviendo su aventura, quizá para no volver nunca. Para volver a empezar basta con ir a un sitio en el que nadie te conozca. El entorno habitual puede ser muy a menudo un bache, aunque el bache tenga forma de corazón rocoso y bienintencionado.
Le das tu número de teléfono a una camarera. Saludas a un cartero. Sonríes a un niño. Eres tú en el mundo y hay sentimientos que puedes expresar. Hay muchos motivos por los que a tanta gente le aterroriza no tener a nadie detrás susurrando amenazante lo que tienen que hacer.
No se trata del trabajo ni del tiempo libre, sino de ser consciente de que eres tú, y de que a veces basta con no contar billetes hasta la muerte para que digan que llevas una vida disoluta.
Sigue viendo los carteles de ella en las calles. E imagina a la chica dormida en su cama. Para provocar el caos basta con dejar de coger el teléfono. El problema de estas cosas es que no puedes decirle a nadie que te vas y punto. Había dejado una nota escueta, muy ambigua para los tiempos que corren, en los que tu valía como ser humano está computerizada y solo cuenta cuando levantas el dedo mientras alguien pasa lista. La chica después de su segundo año de carrera. Confusa y harta. Debía sentirse como una versión sin calorías de sí misma, algo cómodo y previsible para el sistema mucho más que para sí.
Recuerda (él mismo, no la chica) aquel viaje a París con el colegio de hace ya diez años. Todo lo que es capaz de rememorar es un autobús lleno de críos, gente por todas partes y a todos esos críos llamando cada cinco putos minutos a sus padres. Estaban en París pero seguían en casa. Sabe que hay personas que da igual lo que se muevan, lo lejos que vayan; siempre están en el mismo sitio.
A menudo ellos mismos lo llaman «estar centrado». Son lo contrario a un esponja. Todos creen que el viaje es físico, pero en todo caso es mental, filosófico, o no es viaje.
Ella podría haber ido en ese autobús a París unos años después. Seria y meditabunda. Un chico podría haber querido algo con ella. En esa edad «algo con ella» significaba lo que significaba, aunque no está muy claro si más adelante las cosas cambian en su esencia. Nos quieren hacer creer que sí, pero nos quieren hacer creer tantas cosas. Ella podría haberse dejado llevar, pero a veces es cierto el mito de que ellas tienen planes más profundos. Quizá con la edad hubiese comenzado a «centrarse», dejando atrás lo que llaman años de juventud, algo que da paso a otro modo de vida. Dejarse llevar significa contestar sí e ir tirando, más o menos. Aunque las proposiciones te nieguen a ti mismo. Dejarse llevar, para la mayoría, no es escuchar voz interior alguna. Quizá la chica más tarde se centrara y comenzara a temerle al placer. Ese temor al placer de ser uno mismo en favor de caminos llanos y paisajes de fondos de windows. Excursiones programadas, no saltar jamás una valla, no decir «jódete» nunca, ni «te quiero».
Lleva dos semanas sin poder sacarse de la cabeza a esa muchacha desparecida. Cena con su cara en el telediario. Era fotogénica, joven, estudiaba, tenía todo un futuro por delante (o quizá sea ahora cuando lo tiene), y sobre todo, su familia está desesperada. Es una buena historia que seguir para el consumidor medio inmune a la desgracia ajena; y es más divertido si cabe, porque la historia es real. Los medios se encargan de poner música triste de fondo en cada reportaje. Siempre se cierra el plano sobre la foto de la chica. Sus ojos inexpresivos y su sonrisa amplia. Varios programas a aprovechan para “dar voz” a sus padres, el padre siempre serio y la madre siempre rompiendo a llorar, en el desayuno y a mediodía y en la cena. Algunos compañeros de la universidad hablan de ella si les ponen un micro delante. Nadie sospecha de nadie, no tenía enemigos, no tenía novio, era retraída, sacaba una notas justitas. Nunca mencionó que quisiera fugarse. Su habitación está tal cual; salió una mañana para ir a la universidad y no volvió más. Hace dos meses de eso. Ese día no llegó a pisar un aula.
Él cree que quizá sí se fugó con alguien: consigo misma. Puede que pensara que antes de conocer a alguien debía conocerse a sí misma, quererse a sí misma, y aceptarse no por parecerse hasta el extremo de la clonación al resto de la gente, sino por lo que ella es, por lo que a ella la define. Es posible que hubiera huido lejos para poder empezar a hacer eso del modo correcto (dura tarea). Puede que pensara que cuando eres tú mismo mucha gente se violenta, y te prefieren en la versión neutra del “me gusta” ocasional.
No sería raro que pensara que la mayoría de las personas se mueren sin haber llegado a conocerse a sí mismas. A veces sólo los espejos podrían capturar mejor lo que eres que tú mismo. Es una vieja historia la de ser uno mismo o no, desgastada. Pero quizá para la muchacha no existieran las modas, sino solo la capacidad de ver los defectos en los raíles fabricados hace siglos.
Él no puede evitar buscar información cada día por Internet. Es un fenómeno social, aunque quizá por las razones equivocadas. Lo cierto es que lo es porque si la chica te da igual es tan emocionante que muera como que aparezca viva. Con el tiempo, quizá el consumidor medio empiece a coger cierto cariño por los padres, quizá incluso desee que todo acabe bien. Pero nunca más allá de lo que puede desearlo viendo una película de trama similar. Accidentes sangrientos en carretera, una niña que dispara a su hermano en el salón de casa, un edificio que se derrumba con los vecinos dentro, la chica desparecida, los deportes, el tiempo. Sonríe.
Recuerda una vez en la que estaba sentado en el patio de un colega, cenando con más amigos, y la madre del colega no paraba de interrumpir y soltar gracias. Entonces comenzó a hablar de no sé qué tragedia, un avión que se había estrellado; una cosa llevó a la otra, y acabó diciendo que a ella lo único que le importaba era «lo suyo», su familia, su casa. Tan digna. Y él, como en broma, dijo algo así como que a ver si un día comenzarían bombardear la ciudad y ella no se iba a enterar… Nadie dijo gran cosa y la ama de casa no se enteró de nada. Lo que se veía por la tele era entretenimiento, esas cosas no pasaban en realidad. Lo de la chica desparecida era la nueva serie de moda. Había cierto grado de egoísmo que estaba bien visto. Podías reconocer con orgullo que eras bastante ignorante y que creías que todo giraba alrededor de tu ombligo. El orgullo personal parecía estar basado en los factores equivocados. Ser un idiota te podía hacer popular, como ser analfabeta y jactarte de ello. El conocimiento no tenía mucha gracia como tal, ya que estaba asociado a hacer «cosas aburridas» como leer; y para ser inteligente tenías que haber estudiado (otra cosa aburrida), y estudiar obviamente era algo que solo podías hacer en rebaño y en un aula. No valía si lo hacías por ti mismo. Eso era hacer trampa; el solo hecho de decir que estabas haciéndolo, que te estabas interesando o profundizabas en algo que solo te daría ciertos conocimientos pero ningún título, era poco más que una mamarrachada. O una torpeza.
Estabas perdiendo el tiempo, volaran los cazas o no.
Por qué no pensar que la chica no estaba muerta, sino que simplemente huía de todo eso, de que tenía que ser atractiva pero como lo demás querían, inteligente como los demás querían, neutra como los demás querían, sufrida, sacrificada, empantanada y DIGNA por todo ello. ¿Qué idea había de la dignidad?
Había una fábula o algo así. Era sobre un señor que había trabajado desde niño. A los 42 años se rompió un brazo en el trabajo. Estaba en casa de baja y no sabía que hacer. Cada día pasaba más y más lento. Su mujer le decía que apagara la tele. Le decía: lee, o al menos ponte alguna película, haz algo, sal, pasea. Pero nada. No quería hacer nada. Así que la mujer llamó al trabajo, y pidió por favor poder hablar con su patrón. Mi marido está mustio, le dijo, no hace nada, solo ve la tele. Le pidió un favor concreto. Su marido estaba cobrando durante su baja, pero no había nadie que le dijera lo que tenía que hacer, así que, de la voz de su patrón, cada día escuchó una lista de quehaceres que iban desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. Si no los haces, le dijo el patrón (conchabado con su mujer), no cobrarás las semanas de baja.
Así, el hombre escuchaba cada día por teléfono a su patrón, y enseguida se ponía manos a la obra. Era una voz firme y autoritaria, era amenazante. Así acababa. Era la base de la educación.
Si no haces esto te pasarán cosas muy malas.
¿Y si lo hago qué pasara?
Mmm… cosas buenas, calla y hazlo.
Solo se trata de ser productivo. Porque si te planteas por qué haces lo que haces podría comenzar a importarte algo en la vida. Incluso quizá cosas que a priori no tienen nada que ver con «lo tuyo», podrías comenzar a descubrir tu propio yo y acabarías dando con algo que, de seguir descubriéndolo podría incluso hacerte feliz. Y claro, nadie quiere eso.
¿Verdad?
Pues adiós.
Una amplia playa con nadie conocido a la vista. O mejor aún, con nadie. El bosque a media mañana. Una autopista por la que te lleva en coche un señor que te mira raro hasta que le dices que pare y que sigues a pie. Cuando «raro» significa con lascivia. Un bar de carretera y un chico solo en la barra. Dice que es camionero. Tiene 27 años. Su padre era camionero, su abuelo también. El chico te lleva en su camión. La cabina es tan amplia como el kamasutra. Son muchas horas de viaje y el chico solo mira cuando cree que ella no se da cuenta. Está claro que el muchacho no ve mucho los telediarios. O puede que sea por el cambio de color del pelo. Ella tiene mucha hambre y él la invita a comer. Ella le pregunta si haría lo mismo por un tío y él se ríe. Ella le pregunta si haría lo mismo por una chica que no fuera ella y él dice que no. Ella le dice que para muchos ella ya está muerta. Él dice que también él lo está, y que ahora los muertos reales de su vida se comunican publicando en su muro. Ella le pregunta si para él el amor existe. Él detiene el camión en una estación de servicio, y empieza a tartamudear.
En la realidad al final nada se resuelve del todo, todos siguen dudando, y luego se mueren. De ahí las ganancias del cine comercial. Pero nadie dice que la versión real esté exenta de capítulos que valgan la pena.
En el entierro de una pizpireta rubia de diecinueve años (sobredosis) un chico no deja de reírse ruidosamente. Más tarde algunos de sus amigos le abroncan, sin saber que la rubia enterrada le había hecho prometer al chico en repetidas ocasiones que él haría eso en el entierro si ella se moría. Tenía que hacer enfadar a todos, y sobre todo joder a los padres; odiaba a sus padres. El padre era alcohólico, la madre no hacía nada por evitar que se aprovechara de la muchacha cuando era cría. Nadie sabía nada de nada; las familias, a priori, funcionaban (tenían que hacerlo, la mayoría de personas apostaban a ese número). Fue una sobredosis, pero quizá más de vida que de otra cosa. Los secretos eran un derecho.
Dios no existía, y aun así le preguntó a la rubia pizpireta por qué no había intentado hacer otra cosa que no fuera hundirse.
Verá, dijo ella, intentaré contestar a pesar de su estado de negación constante sobre la certeza de que no existe ni maneja los hilos y demás: lo que pasó es que estaba harta, era eso o intentar matarles; matar a la mayoría de los que asistieron al funeral; la única persona a la que quería la quería porque ella me quería por ser yo misma. Él jamás era como todos los demás. Ellos no sentían amor, señor Dios inexistente; toda esa gente solo formaba parte de un saco de Ego y Formas; ah, y humildad de marca… creo que ya se estaba vendiendo en Ikea para parejas jóvenes. La verdad es que creo que me he ahorrado un montón de gilipolleces. ¿Puede dejar de mirarme las piernas?
Había cuerdas seguras y edificios altos por todos lados. Cuchillas y agua caliente en habitaciones de hotel. Cianuro. Hipotecas. Personas de las que jamás dicen nada que no hayas oído antes (por más años que vivan). Todo combinaba muy bien. También residencias en las que te abandonaban como premio a aguantar y aguantar. Y habitaciones de hospital en las que todo acababa según lo estipulado. Hacía juego con cientos de libros de Darwin en calidad de adorno en todos esos pisos modernos minimalistas decorados por chicas de ni veintimuchos ni veintipocos; muchachas responsables, al menos dentro de lo que cabe esperar de cualquier persona que solo vea raíles públicos a los que acoplarse. Todo rodeado de relojes, incluidos los biológicos. Y estaban todas esas cenas de pareja guionizadas, hasta que el guionista se cansaba de trabajar y llegaba el silencio conyugal. A lo que seguía el proceso de madurez por el cual muchos aguantan, y en el que creen incluso con furia islámica. Todos los aniversarios. Ideal para entrar a vivir. Cambiarse de piso para tener críos. El cariño gracias al roce; alguien debería hablar con ese tal “Roce”, hacerle unas cuantas preguntas sobre qué relación tiene con el Amor; si se lleva bien con Cupido o lo que hace es entorpecer. O quizá es la puta de Cupido…, o el empleado pelota…
Pero de entrada lo único que vemos es a un tío con todos esos pensamientos llegando a una pensión cutre con un portátil y una bolsa llena de Kleenex. El recepcionista le da la llave. El tipo no sabe cuánto se va a quedar y así lo hace saber.
Al día siguiente una señora de la limpieza lo encuentra envenenado en el suelo de la habitación; todo apesta a semen y el portátil yace encendido en la cama. Olía fatal, pero en realidad luego se supo que a lo que olía concretamente era a lo que puede pasar si tu novia te deja después de seis años porque ella no era de las que aguantaba por madurez. Tú sin embargo te habías visto obligado a tratar con Cupido sin negociar nunca antes con Roce.
Algunos gamberros pesimistas y claramente desviados dicen que Roce no es quien dice ser. Dicen que solo se trata de Sexo. Dicen que lo de Roce es un pseudónimo. Además añaden que Platón era un farsante. Que todo el mundo quiere follarse a todo el mundo, y que el hecho de todos los impedimentos y baches… que sencillamente han sido disfrazados de algo hermoso y poético.
Gloria entraba en éxtasis a todas horas y también está incluida en el collage de personaje reales. Esta tosca tinta azul sobre cartón.
Se llama Gloria y se corre incluso con la ropa puesta solo dependiendo de dónde se siente. Un autobús que vibra con los baches, un cojín adecuadamente arrugado bajo el culo, la lengua de alguien, cualquier polla… Las bragas empapadas cada día al llegar a casa. Dios, incluso sin existir, está totalmente conmocionado con cada capítulo de la vida de esta otra mujer real. Que llega a los 35 años y decide que necesita a alguien que no se conforme con el habitual trío amigo-aceptable-a-quien-llamar-novio/amiga-a-quien-follarse/Roce. Sabe que no es fácil. Sabe que Roce sale en la mayoría de las fotos de pareja a nivel mundial. A veces basta con ver las expresiones, el modo en que él o ella aún no estaban preparados para el disparo. Y Roce otra vez ahí, cegándote desde el secreto mejor guardado de tantos amores provocados, tantos amores reales de la misma forma que una flor de plástico lo parece desde lejos. Y todo porque follar sin más, para muchos es incluso más violento y absurdo que invitar a Roce a vivir con ellos. El ente tranquilo y misterioso que algunos dicen provoca ruidos en las casas de las viudas intentando llenar vacíos que difícilmente llenaba ya antes aun con los maridos vivos.
Gloria no quiere ser una de esas señoras que buscaron marido; es decir, marido por encima de cualquier otra cosa; alguien no demasiado hijo de puta con quien intercambiar anillos. Gloria necesita dar con una persona que mantenga lejos a Roce. Que la proteja de él. Alguien con quien librar una dura batalla contra Roce. Se dice que algunas parejas lo consiguen; otras caen tarde o temprano. Para que Roce esté presente basta con que solo uno de los miembros de la pareja se encuentre en esa situación solo porque una noche decidió salir a ligar. Roce detecta lo forzado y se aferra como un parásito que acaba supurando por cada poro de la relación. Hay parejas que lo acogen (solo les falta poner otro plato más a la hora de comer), pero a más tiempo pasa, más hay que no aguantan para siempre semejante circo pseudosentimental. Las que aguantan, a menudo lo hacen trayendo un crío al mundo; es una etapa de negación en cuanto al asunto Roce. Pasa a haber tres platos en la mesa de verdad. Estiras el chicle y sonríes, aunque sigas notando una presencia detrás de ti cuando te miras al espejo o te quedas solo/a en casa.
Gloria seguía cumpliendo años y mojándose sin parar. Una noche le hizo tilín un chico diez años menor que ella y comenzaron a salir. Pero un día a 130 por hora ni siquiera el airbag de conductor funcionó, y nuestra heroína real decidió acabar de leer por fin “El amor en los tiempos del Cólera”. Cada vez que el aire azotaba las páginas en un parque, se preguntaba si sería su amor muerto o simplemente Roce acechando. Jamás tiraría la toalla.
Dios limpiaba su trono celestial de ciertas sospechosas manchas cada día. Estaba harto de no existir. No era fácil encontrar a alguien con quien compartir sus sentimientos. ¿Con quién debía hablar, con algún pueblerino mortal? Sencillamente era imposible. La gente seguía fustigándose y odiándose por él. Se mataban por él; y le deprimía el hecho de no poder hacer nada al respecto, la no existencia era dura. Hace un tiempo había conocido a cierta mujer también inexistente. Pensó que podían hacer migas, compartir la nada de después de la muerte, mirar puestas de sol inexistentes juntos. Tener algún hijo de mentira con el tiempo. Quizá prosperar falsamente como pareja y vivir eternamente en un cielo inventado (eso no era tan distinto a lo que hacían muchas parejas vivas)…
Pero no pudo ser. Ella –con sus tiernos 19 años– no entendía su miedo a la no existencia, su depresión por no existir. La no existencia no siempre era fácil de llevar, obviamente. Además uno ni tan siquiera podía suicidarse. Solo podías no existir eternamente. Tenías que vivir (o más bien no vivir) con eso. No se sentía cómodo charlando con almas ateas. Le avergonzaba cada vez más defender los argumentos que apoyaban su existencia. Todas le veían en la cara que ni él mismo se lo creía ya; nadie había muerto y se había reunido con sus seres queridos; de golpe todos descubrían que sencillamente habían dejado de existir. Habían sido materia sin más, notablemente bien administrada solo por casualidades evolutivas. La naturaleza era, de hecho, la gran rival de Dios. Siempre estaba viva a pesar de todo. Solo cambiaba según los caprichos humanos; pero sabía que la humanidad solo era otra fase. La naturaleza se reía de él. De sus métodos, de la forma en que seguía queriendo convencer a todos de su presencia, de milagros que jamás sucedían; siempre viviendo de la Biblia, de documentos trufados de historias que la mayoría de los vivos consideraban ya imposibles. Incluso aquella mujer con la que intentó relacionarse; incluso ella pareció lanzarle una indirecta regalándole un día una edición inexistente de “El señor de los anillos”. Aquella chica luminosa y joven de pelo ondulado, de ojos oscuros y enormes gafas inexistentes. Aquella chica tierna de bonitas piernas que ya no existían.
Es curioso cómo algunos que murieron ahogados en sus vómitos a los veintitantos aportaron más sentido inmortal a todo esto que la mayoría de ciertas [(“dignas”)] existencias. Esforzadas, exprimiendo la esperanza de vida, sonrisas de excremento cuyos viernes y vacaciones son las únicas posibilidades de lavarse los dientes. Y aun así tú no eres mejor y el aire te da en la cara porque llevas las ventanillas del coche abiertas. Hay suculentas curvas con barrancos desde los que mirar a los ojos a la tosca eternidad atea. Piensas en los artistas que frenan al modo de la autoescuela cada vez que están a punto de lograr un poco de magia. Derrapas casi avergonzado de no seguir recto. Maniobras otra vez igual conformándote con el paisaje. Tu mezquina humanidad estándar supura rutina que se acumula como moho para el que no hay productos de limpieza. El moho que muchos otros han querido transformar en prados y playas de ciudad. Viajes en avión con los que no podrás huir de ti mismo. Dedos que te señalan sonrientes como villanos racionales y tristes al final de un brazo musculado y sano aunque no por ello inmortal. Medias tintas y chicas guapas en las que buscar consuelo. Clavos ardiendo a los que aferrarse malamente, académicamente, laboralmente. Chicos rectos, cultos y tranquilos que no suponen amenaza alguna quizá más allá del aburrimiento a largo plazo. Y agarras el volante como te enseñaron sin atreverte aún a soltarte. Sin saber aún si quieres o no parecerte a uno de esos tíos algún día. Sabes que ellos tienen lo mismo dentro aunque muchas no se quieran dar cuenta. Te han dicho mil veces que no mentir es el fin de todas las cosas. Y hay tantas cosas muertas, vivas solo sobre los papeles. Tantas capas de barniz en los ataúdes. El sol te da en la nuca y no te importaría tragarte algún mosquito. No conduces por Mulholland pero más tarde la luna será la misma y podrás obviar mejor el paisaje. La gravedad es igual en todas partes, las manzanas que nos caen en la cabeza aunque luego nadie saque conclusiones. Bienvenido sea el lector/a que no lee del todo, ya que así se le puede llamar hijo de puta. Tantas veces lo has sido tú también cerrando los ojos porque hacías caso a quien no fuera tú mismo/a. No se te daba bien de todas formas, pronto no solo intentaste sacar conclusiones de la manzana, sino que seguramente te pasaras cuatro pueblos al talar el árbol buscando respuestas. La madrugada, ya sueño anodino para esos poetas responsables cuyas pasiones se quedarán en historias de juventud. Cuyo valor muy probablemente se enfoque en la dirección equivocada para seguir manteniendo el mundo congelado. Te quieres ver como un monigote de chat, sin cara, te hace sentir mejor parecerte vacío que estar lleno de según qué. Has descuartizado el manzano y sigues siendo un ignorante; sin embargo te alivia seguir pareciéndole un tarado a la persona adecuada. Has creído ser un niño biológicamente evolucionado para poder chapotear en la lava sin dolor. Un choque frontal no siempre es epatante, como no lo es abusar de los tacos o la prosa efectista. Frases tan cortas como tú en un mundo rodeado de basura espacial. Nuevamente das un giro brusco y te detienes en una cuneta. Nuevamente evitas echarte a llorar.
Espantar a las niñas bonitas e inteligentes. Pasa a veces con el tiempo. No estás en su universo “calmo y en control”, y acaban dándose cuenta. Y encima te sigue un coche. A ti, que no eres nadie. Como en una de esas películas. Desde casa al trabajo (cuando lo tienes) y viceversa, o el día que fuiste a apuntarte al gimnasio. Un Opel Corsa del año de la pera. Rojo. Desde hace como cuatro meses. Te sigue a unos veinte metros de distancia mientras otra niña bonita te manda un mensaje cortés/frío al móvil después de un prolongado silencio. Tiene cosas mejores que hacer, ahora ya sí, ha hecho amigos, quizá alguno en concreto, algún tipo (él sí en “sus cabales”) con derecho de pernada consentido, y ya eres un virus en esa órbita. Eso se te da bien, acabar siendo un virus. Ya lo eras de crío, desconcertante, al fondo de la clase, sacando malas notas pero sin portarte mal ¿?, desconcertante y un experto en levantar cejas de profesores. Nunca te han visto coherente del todo. Lo cual quizá al principio despierte curiosidad y hasta atraiga, pero con el tiempo acabas molestando, eres la parte no controlada de su agenda con sentido, del futuro pensado, el individuo que no tiene las llaves del candado que asegura el cerrojo de sus bragas o sus tardes de café. Porque pareces serio e interesante, pero luego dejas de parecerlo, y descolocas demasiado, no se te puede poner etiqueta y sabes que ya todo la lleva, la amistad, el tonteo, el follar, las relaciones suelen ser de diseño y encima ahora te sigue ese coche a todas partes, y no entiendes por qué: no tienes mucho más que ofrecer a corto plazo que un suicidio “elegante”.
Algo discreto, un hotel, una bañera, que una mujer de la limpieza suelte un grito y avise a quien sea. Tu cuerpo ya blanco en el agua roja. Qué tragedia. Eso también tiene ya nombre. La muerte es una tragedia y el nacimiento un milagro. No pueden ser un alivio y un accidente respectivamente, por ejemplo. O una decisión meditada y una violación. Todo depende de la información que tengas, el nivel de prejuicios, o qué análisis te haga quedar mejor según quién tengas delante. Además está lo que dices, pero también lo que piensas de verdad. Batman y el Joker.
El Corsa arranca aún cada mañana detrás de ti durante el quinto mes. Incluso de noche. Ese tío es capaz de levantarse a las cinco de la mañana si tú te tienes que levantar a las seis. De algún modo casi siempre sabe cuál es tu rutina. Y no eres precisamente un funcionario; el pavo se ha pasado ya unas cuantas horas aparcado a cincuenta metros de las oficinas del INEM. A veces crees que alguien ha debido cometer un error y están siguiendo a la persona equivocada. A veces te dan ganas de ir a ver quién es el tío y preguntarle si está seguro de estar haciendo bien su trabajo. Debe ser tedioso, como ver crecer el césped. Seguir a una persona que solo tiene problemas al uso, intenta vivir de día y duerme por las noches, intenta follarse a alguien que le guste para variar, va al cine, sale a cenar, pierde otro trabajo, se emborracha, odia, ama, tiene celos, echa las últimas dos gotas en los calzoncillos… Es como querer sacar algo útil cada día de un partido sin goles.
La “inestabilidad” te ama, y eres demasiado sensible aún para darle portazo.
El coche que te sigue era… viejo. Nunca te fijabas en exceso. Reconoces el chasis y te suena el diseño, pero el mundo del motor te interesa tanto como tú a largo plazo a las chicas que te gustan de verdad. A saber, es un vehículo rojo y te sigue, ¿hace falta más información?
El primer mes te dio mal rollo y te acojonaste. Además el asunto se sumó a la penúltima muchacha inteligente que estaba comenzando a darte puerta. Fue una mala época. Aunque ya no recuerdas muy bien cuándo fue la última vez que estuviste realmente satisfecho de ti mismo. Se te da bien ser feliz durante los orgasmos, pero eres incapaz de reproducir en tu mente momentos del último día que te sentiste bien sin que fuera porque follabas a oscuras mientras pensabas en la niña bonita que te atrajese de verdad en ese momento.
Incluso los momentos buenos, a menudo son solo una fantasía de los que querrías vivir de verdad. Te quieres amputar la curiosidad y soltar emóticons sonrientes sí o sí. Ser uno mismo no es necesariamente práctico, solo es honestidad involuntaria. La honestidad no vale hoy dos céntimos como moneda de cambio. Hay que ser más listo que eso. Lo que la gente valorará será tu pericia, tu habilidad para adaptarte al medio sin pensar demasiado. Da igual si es una amistad, una carrera, un noviazgo o el matrimonio, da igual si es tener un hijo. Tienes que ponerle un nombre a todo, serigrafiar el símbolo de la moneda en curso sobre cada acción. Que nadie te engañe; si no quieres ofuscarte, la responsabilidad ahora no está en vivir la vida, está en ser lo suficientemente insensible para que no “te la jodan”. Ser lo suficientemente ambicioso y realista. Y luego ser lo suficientemente inteligente para saber disfrazar todo eso de algo amable y noble.
Es por eso que las chicas inteligentes y bonitas en el más amplio sentido del término se acaban alejando “discretamente” de ti, porque las tienes idealizadas y te acaban calando como “soñador”; lo irracional y lo fascinante solo están de moda por contraste, para subrayar la rutina de saber valorar los “pequeños detalles”. Es otro modo de decirte que intentar ser tú mismo o muy feliz es una forma de altanería, que deberías conformarte con ser mediocre, y con el tiempo aprender a amar esa mediocridad. Si eres tú mismo podrías llegar a ser especial, y si eso sucediera, qué demonios habrían hecho los demás con sus vidas…; ellos, que se consideran representantes de la razón, lo creas o no, se lo crean ellos o no.
A los dos meses ya te habías acostumbrado a que te siguieran. Es decir, no pasaba nada. Nada más. Ni tan siquiera fuiste a la policía, no querías quedar como un paranoico que cree que alguien le sigue, que cree que siempre hay alguien que le sigue. Es casi como decir que oyes voces que te dicen lo que tienes que hacer. O sea, es cierto que eso es lo que suele hacer la mayoría de gente adulta, oyen voces y hacen lo que esas voces quieren, pero esa actitud no disfruta del mismo respeto cuando la voz está en tu interior, ni tan siquiera cuando es la tuya misma. Vuelves a correr el riesgo de ser honesto para contigo y espantar así a otra muchacha encantadora con ello. La Verdad se está convirtiendo en la nueva colonia de los obsequios, en ese regalo que ya irrita; es la forma potencial más rápida de que crean que no les cuidas, que en el fondo no te importa herirles. Y lo piensan mientras sonríen, alejándose –intentando hacerte creer que a ellos tú sí les sigues importando– hasta desaparecer.
Es esa especie de “neopaz” que practica mucha gente. Se llevan bien con todo el mundo cuando están con ellos, hacen como que les interesa saber que todo el mundo está bien. Y claro, no es cierto. Lo cual ha llevado la falsedad típica de una reunión familiar numerosa a los grupos de amigos, a las parejas, incluso a las empresas.
Los niños se dicen: «Ya no te estoy». Luego quizá hagan las paces o quizá no.
Los adultos, sin embargo, pasan a saludarse una o dos veces al año forzadamente, normalmente esperando que a la otra persona le haya ido todo lo mal que preveían para ella (razón por la cual quizá habían cogido distancia, de modo que es mejor que no le haya ido bien…). Y a eso lo llaman: «Seguir adelante», o, «Saber dejar atrás el pasado». De ese modo, cosas como el romanticismo, la verdad, la comunión, el amor, la libertad, etc., dejan de ser el contexto de esas vidas para limitarse a ser el envoltorio.
Saben que el intento de huida de esa existencia en pos de conseguir algo mejor, normalmente significa morir a medio camino en el desierto mental con los grilletes. Y muy probablemente solo. De todos modos, a ciertas edades la ilusión, la creatividad y la vida de la que estaban llenos, a menudo ya han desparecido, se la han extirpado casi siempre por petición ajena, así que muy raramente quieren irse o cambiar, o volver a ser los seres únicos que fueron en algún momento entre la niñez y la adolescencia.
Si podías acostumbrarte a tragar con todo ese rollo y aceptarlo como la mejor forma posible de hacer las cosas (aunque es obvio que tú renegabas), cómo no ibas a poder asumir que tu rutina ahora también incluía un coche siguiéndote casi todo el tiempo…
Te duchas, te vistes, maldices, desayunas, sales a la calle… y ahí está otra vez, a su prudente distancia. ¿Cómo va todo esta mañana?, ¿cómo se presenta el día?, ¿alguna crisis existencial?, aparta eso de tu camino, amigo, no trae más que dolores de cabeza y cháchara literaria que la mayoría de veces no tiene más valor que el de unas cincuentonas infladas de colesterol sentadas en la calle rajando de los vecinos… Vamos allá, no hay que llegar tarde, ¿hoy esperarás aparcado hasta que acabe mi turno?, ¿quieres saber cuál es mi nuevo trabajo?… no lo quieras saber, ¿quieres saber cómo va el asunto de esa nueva niña guapa e inteligente que aún no me repudia?… da igual, es la historia de siempre, aún estamos en la fase de conversaciones de relleno; solo dale un unos días más y comenzará a conocerme: luego tendrá que decidir si quiere complicarse la vida de verdad o si prefiere a alguien estándar (siempre que tenga una polla aceptable). Eso es, guarda la distancia, los dos sabemos que ninguno de los dos quiere que sepa cómo es tu cara. Por patético que suene, eres lo más parecido que he tenido a una pareja estable; y de hecho la relación más tranquila hasta la fecha. Lo que vamos a hacer es irnos los dos a la mierda si te parece. Cuando la nueva niña comience a poner sus sonrisas en modo regateo, los dos conduciremos sin parar hasta llegar al muro que ambos conocemos. Será un final interesante, como la boda gay definitiva entre dos heteros.
Coño…
… pero sueñas con que un día te ponga una pistola en la sien. Has llegado a dejar la puerta de tu piso entornada por la noches, para ver si el tipo entraba y acababa contigo de una vez. Querías que hiciera ya lo que tuviera que hacer; habías pasado del miedo a la rutina al aburrimiento al tedio… No eras una celebridad, por el amor de Dios, no merecías el honor de que te controlara nadie; el «honor», porque al parecer eso es un honor en este mundo. Tu cuenta corriente baja fácilmente a las dos cifras. Sabes lo que es vivir bajo techo con hambre. Más de una chica ha abierto tu nevera y ha tomado una decisión. ¿Qué coño quiere ese tío de ti? No eres un gurú de nada, ni de la paz ni de la prosperidad ni de nada. Solo quieres algo bonito, alguien bonita, real, algo que hayas sentido antes de provocarlo, y no que hayas provocado para luego forzarte a sentirlo. No predicas nada ni intentas convencer a nadie de nada. Por ti como si todo el mundo se casa y tiene hijos antes de saber cómo mierda se hacen los niños. No quieres salvar a nadie, sabes que solo ellos se pueden salvar a ellos mismos y de ellos mismos, del mismo modo que solo tú puedes encargarte de ti. Solo quieres algo mullido y orgánico en lo que recostarte y no perder del todo aún la esperanza.
Eso, o el suicidio elegante.
La paciencia pasa por muchas fases, y se puede estirar como un chicle, pero como sea, al final se acaba. Un día aparcas y sales del coche. Te diriges hacia el Corsa. Das pasos largos. Golpeteas la ventanilla del conductor con los nudillos. Ésta se baja. Es un señor pequeño, anodino, con bigote, un secundario de donde sea que esté, de la calle, de la sociedad. Solo le salvaría tener una inteligencia desmedida o una polla ídem. Te mira como si fueras tú quien ha entorpecido la rutina (y en cierto modo es así).
–A ver, cómo me llamo… –le preguntas. Te dice que tú sabrás cómo te llamas, tío. Estáis deteniendo el tráfico.
–Por qué me sigues… –le dices, bastante histérico. Dice que él no sigue a nadie, que le dejes en paz y arranques, ¿no ves que estás parando la circulación?…
–No me tomes por gilipollas –le dices–, ahora mismo me vas a decir qué pasa, hasta que no lo sueltes no me voy.
Se produce un silencio entre vosotros. Los coches comienzan a pitar. El tipo se pasa una mano por la cara, respira hondo.
–Por qué lo estropeas –te dice entonces, casi como susurrando en voz alta–, por qué ahora…
–…
–Pensaba que había algo, algo bueno aquí…algo que los dos entendíamos…
Te suena el móvil, un mensaje. No sabes de qué habla el tío. Aunque cuadra extrañamente con todo lo que ha pasado, sin que llegara a pasar nunca nada…
–Si quieres que deje de seguirte, lo haré.
Aquí no hay ningún vínculo real, piensas. Como mucho es una pantomima, un teatrillo, como cuando tú follas con una tía mientras imaginas a la niña lista que te gusta.
Te ha sonado el móvil, y debe ser la última de esas niñas, enfriándose, comenzando a menospreciarte muy sutilmente, comenzando a partir. No eres capaz de decir nada ni de coger el teléfono. Los coches pitan, ya es un concierto y la policía debe estar en camino. El hombre, que ya parece contener las lágrimas, se aferra al volante y mira al frente sin hacer nada. Te armas de valor y trasteas en tu móvil para ver el mensaje;
“Creo que es mejor que hablemos solo de vez en cuando, ya no siento la misma confianza contigo, no puedo evitarlo. Lo siento. Cuídate…”
[He puesto la mente en blanco y el de arriba ha sido el primer video que me ha venido. Abajo + pin-up. (Hace demasiado calor y necesito salir de aquí…)]
Aquel tío tenía la manía de ponerse a mirar a su alrededor en cualquier momento. Se abstraía y escrutaba con calma. No parecía tener la mente en blanco, tenía pinta de estar cavilando. A veces le encontraban en el comedor leyendo solo. No se relacionaba apenas con nadie más allá del saludo o la mera cortesía. Era amable y hasta generoso si se le presentaba la oportunidad, pero no permitía que nadie entorpeciera sus momentos de descanso, de calma. Algunas mujeres comenzaron a destriparle y otras a sentirse atraídas. Cumplía con su trabajo sin hacer jamás horas extra y raramente tenía problemas en dejar claro a los encargados lo que pensaba. Jamás levantaba la voz ni intentaba imponerse. No necesitaba tener la última palabra. Si se sentía ofendido solía limitarse a callar y alejarse, aunque no ahorrara en miradas significativas para remarcar un desacuerdo. Daba la sensación de que todo a su alrededor era furia y ruido en contraste con sus ademanes y formas, su modo de caminar y de sonreír. Algunos bromeaban con que Jesucristo había vuelto entre nosotros. Jamás acudió a cenas de empresa ni reuniones por el estilo. Agradecía la invitación y la rechazaba con amable convicción. Nadie sabía nada de su vida privada. Una chica le dijo que si quería tomar un café con ella una tarde después del trabajo. Él dijo que era mejor que ella se buscara a alguien que llamara menos la atención allí. Él sabía que lo único que conseguían sus delicadas formas era provocar lo contrario a lo que perseguían (aunque él no perseguía casi nada con mucho énfasis). Cuanto menos quería suscitar a su alrededor, más suscitaba. Él sabía que su “error” era el de no hacer ningún esfuerzo por encajar con su entorno. Sabía que era un error clásico aun no siendo común, y que de hecho la mayoría de los demás hacían importantes sacrificios por no cometerlo, incluso daban toda su vida. Era una especie de examen social sagrado que él nunca se había preocupado por aprobar. Él se detenía a mirar donde nadie lo hacía, estudiaba lo que allí a nadie le importaba. Enseguida notó que había muchas clases de ovejas.
Pasara lo que pasara, se le ponía etiqueta a todo. De ese modo, se convirtió sin querer en otro cliché entre clichés. O en un cliché pequeño dentro de otro más grande. Una vida distinta pero tópica dentro de la vida tópica de todos los demás. La diferencia era que esa vida normal en la que los demás encajaban, estaba protegida con una buena coraza en relación con lo que todo el mundo esperaba, y que su vida estaba igualmente tipificada, pero era mucho más frágil por ligeramente independiente. Se sentía como en el escroto de la sociedad. El escroto siempre está ahí, pero siempre es más débil, una bolsa colgando que, por más que lleve algo de lo más importante dentro para el total del Ser, siempre es la parte más alarmantemente desprotegida.
A aquel tío a veces le gustaba sentirse como una especie de espermatozoide, de pequeña parte de algo mejor que tendría que venir. Algo a escala global. Aunque jamás lo hubiese dicho.
La gran polla futura con cerebro. Fantasías. U ovarios colaborativos repletos de masa gris femenina libre de histerismo neurótico. Nadie se salvaba del Ego.
Los encargados no sabían qué pensar, pero en general tenían una buena opinión del tipo. Porque no es que pareciera un robot; sencillamente no iba modular su comportamiento según la persona que tuviera delante. Su voz no se iba a suavizar si hablaba con una mujer, no iba a ser más grave y pasota si lo hacía con un hombre. No iba a ser más cuidadosa si lo hacía con un jefe. Representaba una suerte de dignidad que no parecía conllevar esfuerzo alguno para él. Para unos era un hombre raro, quizá para la mayoría, pero para otros era todo un ejemplo a seguir, alguien tan honesto y «de cara» que raramente otro trabajador se atrevería a tocarle las narices. Nunca tenía que responder de malas formas, ni con sarcasmo, cabreo o distancia irónica. Porque aunque su carácter seguramente le supusiera el hecho de ser en cierto modo un centro de atención, también hacía que le rodease allí un halo de respeto que muy pocos solían lograr para sí.
Un día le ofrecieron un cargo de gerente en la empresa. Sin apenas vacilar, les dijo a sus superiores que necesitaba al menos una semana para pensarlo. El ofrecimiento sorprendió a algunos, ya que, aun siendo un trabajador solvente, nunca hacía horas extra ni ejercía en absoluto peloteo alguno para con sus superiores. Los que sí lo hacían, iniciaron una campaña de descrédito contra aquel tipo, aquel emblema irritante de la integridad. La campaña basaba sus argumentos más populistas en la convicción de que el tío era un falso, de que aun de un modo muy sutil, solo era un trepa. Nada más que un trepa más listo que otros trepas. Una especie de versión 2.0 del trepa de toda la vida. Otro argumento se basó en el rumor de que lo que pasaba era que tenía enchufe. No era en principio un rumor en vano, ya que nadie conocía nada de su vida privada o si tenía familia o no. Aun así, extrañamente, poca gente respaldó esa tesis.
Los no pocos que le defendían, argumentaban que sencillamente aspiraba al cargo porque era un tipo inteligente, más inteligente que la mayoría en la empresa.
Todo el revuelo y la presión se debieron a que un día alguien se fue de la lengua sobre la posibilidad real del ascenso de aquel tipo. De hecho, durante lo que al final fueron diez días de reflexión, todo el mundo daba por hecho que iba a ser gerente.
Al final de los diez días que se tomó (no sin permiso) para reflexionar, fue a la oficina y dijo que ya había tomado una decisión respecto a la oferta de ascenso. Dijo que no. Dijo que se sentía honrado de que hubieran pensando en él para ser uno de los dos gerentes del turno de mañana, pero que no se sentía preparado, y que además el aumento de horas que tendría que trabajar no le compensaba en relación con la escasa subida de sueldo. Dijo que no le preocupaba seguir siendo uno de los empleados rasos, y que, debido sobre todo a que su llegada a la empresa hacía dos años no había sido producto de ningún ánimo vocacional, nunca había tenido la esperanza o ilusión de ascender. Añadió que había otros motivos para su negativa, pero que prefería guardárselos para sí, ya que de verbalizarlos quizá se arriesgara a perder su puesto.
Las reacciones no se hicieron esperar. Los trabajadores que habían hecho campaña de descrédito no tuvieron problema en decirle a la cara que era un sinvergüenza de tal envergadura que hasta él mismo se había dado cuenta. Que no había aceptado el cargo porque seguramente ya estaba en la empresa por enchufe, y no tenía huevos para mirar a los ojos a los trabajadores como gerente sabiendo que era un trepa, un falso y un mero enchufado.
Él no hizo caso de las acusaciones, y poco después, uno de esos tíos que le increpaban, ascendió a la gerencia.
A menudo se pasaba por la noche casi dos horas mirando al techo sin dormir. Se repetía a sí mismo la frase: «Esto tiene que terminar». Frase que no tenía nada que ver con una intención suicida. Ni tampoco con un descontrol mental que le pudiera llevar a ir un día armado al trabajo para convertirse en noticia de portada. Ni él mismo sabía muy bien por qué se repetía esa frase sin parar. La susurraba casi sin darse cuenta. Y, al cabo de unos minutos, el repetirla le hacía sentirse mejor. Como si el solo hecho de insistir sobre ella pudiera mejorar las cosas para todos. Como si el pensar en ella de un modo tan insistente, le ayudara a ser como él quería, a seguir sosteniendo los principios que, de hecho, se había autoinculcado, ya que era muy consciente de que años atrás había llegado a la edad adulta siendo exactamente igual que los tíos que empezaron a martirizarle en el trabajo.
Tampoco sabía muy bien por qué (ya que no se consideraba mejor que nadie), pero el no ser como esos tíos le proporcionaba también durante las noches una notable sensación de alivio, que era justo la que le hacía dejar de pensar en la frase recurrente, para automáticamente caer dormido.
Un mes después de haber rechazado el puesto, su hermana se presentó un día en casa, con sus dos hijas gemelas y su increíblemente usual y predecible marido.
No era extraño deducir que el protagonista de todo esto había vivido muchos periodos solo, y que no había crecido de un árbol ni llegado en una nave espacial. No era ningún cyborg que hubiese creado Apple. Solo era justo lo contrario en carácter de lo que por ejemplo era el marido de su hermana. Con uno lo sabías todo y te aburriría con facilidad al minuto dos; con el otro solo había preguntas, y normalmente sin respuestas por su parte.
Al llegar, las dos gemelas comenzaron a revolverlo todo por el piso, y el marido comenzó a dar los detalles y últimas novedades acontecidos en su trabajo. Nuestro hombre escuchaba y asentía, pero le resultaba harto complicado que su pensamiento no echara a volar en desconexión. Tanto era así, que ni tan siquiera sabía muy bien qué cargo o empleo tenía ese aún extraño, solo sabía que iba de corbata a trabajar y que llevaba como veinte años en la misma empresa. Siempre las mismas quejas y comentarios contradictorios sobre la mucha suerte o mala suerte que tenía de tener ese empleo. Siempre los mismos discursos sobre lo injusto que era que llevaran nosecuántos años sin subirle el sueldo u ofrecerle un ascenso, o sobre lo que le chiflaría que le echaran de una vez.
Las gemelas eran dos volcanes preadolescentes que tenían toda la pinta de acabar siendo dos mujeres de clase media-alta un punto más caprichosas que su madre, y nada preocupadas por algo más que no fuera, por ejemplo, el modo en que sus tetas combatirían la ley de la gravedad.
La madre interrumpió al marido y comenzó a hablar de las niñas. A nuestro hombre había pocas cosas que le parecieran más aburridas que una madre presumiendo de descendencia. Al parecer, las crías eran niñas de notables y sobresalientes (más sobresalientes que notables). Ese tipo de alumnas que solo tenían que sacar un Suficiente para que los adultos comenzaran a levantar cejas a su alrededor, para después soltarles esos absurdos discursos sobre que lo que ahora eran ellas en el colegio lo serían luego ya toda la vida. En opinión del protagonista de todo esto, la clase de educación que a menudo hacía que al final una persona se apagase y dejase de ser ella misma, saliera huyendo de todo eso por una u otra vía, o se presentase en el instituto con una ametralladora.
La mirada de su hermana encerraba todo ese cúmulo de esfuerzo a contracorazón dieciocho horas al día de lunes a sábado. No es que el domingo fuera mejor, las gemelas se encargaban de ello. Y de ese modo, su sonrisa parecía no tener nada que ver con la expresión de sus ojos. Hacía mucho que había decidido visitar a su hermano sin ni tan siquiera avisar antes por teléfono; se había convertido en una mala costumbre, ya que cada visita «porque sí» subrayaba el convencimiento general de que estaría solo (porque al menos de un modo “oficial” siempre lo estaba). Cosa que él notaba. Cosa que a ella le traía sin cuidado. Se llevaban dos años, ella era la mayor; ambos entre los 30 y los 40. Estas visitas eran, si era sincero consigo mismo, profundamente deprimentes para él. Por un lado, su hermana estaba todo el tiempo actuando como si en lugar de ser una persona tranquila y con la vida más o menos resuelta y organizada, fuera un vendedor que te está intentando convencer de que su producto, aun con muchas taras ya a simple vista, es inmejorable. Era muy representativa de una actitud muy en boga, muy fácil de encontrar. La de la justificación constante. Todo el tiempo, a cada minuto intentando dejar claro que todo le iba bien, que estaba bien, que todo marchaba. A su hermano no le gustaba cuando ella se ponía así, ya que a veces parecía obvio que intentaba enviarle un mensaje entre líneas, algo que ni su marido ni las gemelas pudieran detectar. Una especie de señal de socorro para que él hiciera por quedar con ella a solas y la mujer se pudiera desahogar. Pero él no quería hacer ese papel, se negaba. Ella había estado muchos años luchando por lo que tenía a ahora, y él siempre había sido el bicho raro para toda la familia, incluidos primos y demás. Siempre silencioso, siempre evitando hablar de una posible novia, de un posible rollo, de cuándo se iba a buscar algo sólido tanto a nivel laboral como a nivel personal… Era una especie de venganza que se le servía en bandeja. Lo único que tenía que hacer era no mover un solo dedo. Siempre había pensado que tanto ella como todos sus primos y gran parte de sus amigos, habían vivido con cierta especie de ansia por tenerlo todo hecho cuanto antes. Un ánimo de control y auto(su)gestión sobrecalculada que él jamás compartió. Y ahora su hermana se encontraba con dos niñas más bien odiosas y un marido semiforrado que parecía un secundario de Glengarry Glen Ross…
No es que nuestro protagonista no valorara el calor humano o pensara que no puede haber familias que no son solo producto de una estantería mental perfectamente ordenada, pero él ya hacía mucho que sabía que hay cosas peores que estar solo durante largos periodos.
Las gemelas tenían 12 años. Parecían haber heredado los rasgos de su padre y las maneras repelentes de su madre (la cual ahora conseguía disimularlas… a menos que fueras su hermano). Claramente, iban a ser una versión aún más acomodada de mamá. Con más dinero para comprar, para estudiar lo que quisieran, y aun así mantener la sesera vacía y quizá dejar unos cuantos corazones rotos por el camino en su propio proceso de vaciado profesional del alma. Unas niñas bien que nuestro protagonista creía que solo podían salvarse de ser unas auténticas zorras a todos los niveles si sus padres perecían en algún accidente y se veían obligadas a borrar esas sonrisas odiosas y dejadas. Con esa edad y ya se movían como si se hubieran pasado el día atendiendo a los clientes habituales… Una llevaba una camiseta del Che, la otra iba envuelta con la cubierta del «God Save the Queen» de los Sex Pistols. Eso era lo peor, encima ya se creían rebeldes; eran la próxima hornada de Hipsters, cuando el movimiento ya tuviera otro nombre y fuera del todo una charada tan entrecomillada en lo moderno que se reduciría a elegir una camiseta o el maquillaje adecuado.
Iban embutidas en unos tejanos, ya marcando (o queriendo marcar), y por supuesto calculadamente maquilladas.
Papá las miraba de un modo extraño. Nuestro protagonista, por un momento, se preguntó si el tipo no sería un pervertido, uno de esos enfermos, como un cura sudoroso confesando a niños de primaria. Puede que fuera eso lo que su hermana quería decirle. Quizá no fuera solo que era infeliz, quizá en casa las cosas se habían torcido de tal modo que había que encarcelar a alguien. No le hubiese sorprendido demasiado. Del mismo modo que la gente normal entierra pasiones legitimas en pos de carreras infumables, un psicópata también podía arrinconar lo suyo. Solo tienes que inseminar a alguien y luego hacer tus cosas de tal modo que no te pillen. Ya sea follar por ahí o ser un enfermo pervertido, la familia ha sido siempre la tapadera por excelencia.
Mientras su hermana seguía perfilando otra visita familiar tipo sin dejar de contar anécdotas cotidianas tan tediosas como el plan de vida tenía previsto, nuestro hombre seguía asintiendo mecánicamente. El marido no paraba de gritar a las chicas, que revolvían los cajones y se susurraban entre ellas en un claro tono de burla en relación con la casa y su mobiliario. No solo daba la sensación de que no eran lo que sus camisetas publicitaban, sino que además acabarían siendo todo lo contrario. Nuestro hombre las miraba a veces de reojo. Eran la generación cumbre en cuanto al siguiente paso del capitalismo salvaje disfrazado de símbolos revolucionarios. Así las veía. Una revisión de esas generaciones anteriores que con 45 años hablaban de las cosas que hacían cuando tenían 20 como si las cosas que hacían a los 45 fueran mucho más lógicas. La diferencia, o ese siguiente paso, es que esas crías ya eran en el fondo como serían de mayores, lo cual hacía bastante fácil de intuir que les encantaba que su futuro no dependiera de lo abiertas, inteligentes o filántropas que fueran, sino de notas medias y papeles trufados de impresionantes datos de cosecha propia. Aunque todo ese sistema requiriera de un sacrificio concreto impuesto, carecía de ambigüedad. Lo cual hacía que la propia dignidad de las personas ya se pudiese evaluar del uno al diez. Cualquier sentimiento era susceptible de ser incluido en un gráfico de evolución jerárquico. Lo que a ellas les vendían era que el futuro se podía calcular matemáticamente, algo que, aunque no fuera totalmente cierto, te ponía las cosas más fáciles si no querías cultivar pensamiento propio alguno.
Todo eso convertía la vida de algunas personas en algo notoriamente deprimente e injusto (en muchos casos sin que se dieran cuenta), pero a mucha gente le encantaba, porque así todo era demostrable, un sistema de méritos en que el derroche y el egoísmo tenían total cabida legal. Todo dependía de tu credibilidad, la cual estaba “probada” y era demostrable en un tribunal. Ya no solo se te podía puntuar por el físico, sino también por tu valía “oficial” como persona. Y se hacía. Seguía siendo el secreto mejor guardado de occidente.
Una niña que sacaba Excelentes y sin embargo era estúpida, materialista y superficial, ése era sin duda un legado muy significativo del capitalismo. Los huevos que había dejado por doquier.
Y el ruido, y el hombre asentía, asentía, asentía.
Estaba atardeciendo. Era sábado. Nuestro hombre había quedado con una mujer para cenar. Su intención era echar elegantemente de casa a la familia tipo y poder largarse cuanto antes, sacudirse la visita y olvidarles hasta la siguiente ocasión en que se presentaran en casa sin avisar. Obviamente la operación incluía no decir nada sobre la cita. Cuando se trataba de gente como su hermana, siempre había una sed brutal por convertir la vida de los demás en una sitcom horrenda con la que entretenerse, en la que las personas eran reducidas a personajes que caían y se levantaban, y eran torpes y estaban ahí solo para “hacer las delicias” de la audiencia. Era la forma más aceptada de humillación al prójimo.
Puede que por eso ellos corrieran tanto para dejarlo todo atado en la vida, se evitaban el tener a todo su entorno cuchicheando o dando lecciones. Lo familiar daba sensación de estabilidad y respetabilidad. Solo era una sensación, pero a veces eso bastaba.
A eso de las ocho y media (había quedado con la chica a las nueve y media en cierta puerta de cierto restaurante), nuestro hombre murmuró que estaba cansado, y que hoy se iría muy pronto a acostar. ¿A acostar?, dijo la hermana, ¡pero si es sábado!… A esas alturas ella ya había quemado todos los cartuchos en cuanto a la posibilidad de ver en él un gesto o mirada que la hiciera entender que sabía que algo fallaba en su vida y que la ayudaría a superarlo. Lo cual daba paso a la siguiente fase de la visita, que era tirar de la lengua a nuestro protagonista, ofuscarle con el convencimiento de que la existencia que llevaba (la hermana daba por supuesto que no había más de lo que ella sabía) era insuficiente y tenía que espabilarse, arreglarla, enderezarla, hacerla más… adulta, madura, emocionante. Le decía que tenía que despertar y hacer algo especial, diferente. Para nuestro hombre, era muy curioso cómo de gente que se había enrolado en el sistema de convivencia más clásico y previsible de la Historia en cuanto habían podido y con la primera persona que se había dejado hacer, había que soportar diatribas sobre hacer de tu vida algo mejor y distinto… Pero en realidad, lo único que pasaba era que ella sabía que él no iba a hacer nada por ella, otra vez la iba a dejar sola comiéndose la mierda que tan profesionalmente había cagado durante años confiando a ciegas en su amado “único proceder responsable”, en los padres que ambos compartían y en los sacrificios estándar a los que ella con tanta rectitud se había amoldado. Había sido una de las niñas repelentes de clase a nivel global, una de las estudiosas chivatas y pelotas, y ahora se daba cuenta de que, aunque su hermano pudiera ser igual de feliz o infeliz, al menos él no tenía que soportar (para resumir) ciertas obligaciones y rutinas.
Lo que él sabía que a ella le sacaba de quicio, era ver que él nunca se derrumbaría, o al menos jamás lo haría al servicio de su retorcida sitcom, para que así ella pudiera sentir otra vez que había hecho lo que debía hacer en la vida, no como su perdido e irresponsable hermano.
Por eso, al final de las visitas, como no había podido hacer que su hermano se retractara y se compadeciese de ella, intentaba hundirle con sus argumentos sobre la valentía y la responsabilidad, intentaba que él se desatase, se enfadase y perdiese los papeles para a continuación dejarle solo con su estúpida vida solitaria, llena de secretos porque en realidad le daba vergüenza reconocer que no había nada que contar.
Su hermana seguía siendo como a los 15 años pero sin himen y con algo de celulitis. Sólo era una cuestión de formas. Nada había cambiado. Él sabía que él mismo tampoco era un excelente ejemplo para nadie, no era precisamente Jesucristo; quizá hubiese sido algo parecido años atrás, pero en cuanto vio que a su respetadísima hermana se le empezaba a notar la tristeza en la mirada, no dudó en hacerse el tonto y limitarse a disfrutar de ello. Alguien sin falla y bueno de verdad habría hablado con ella. Ella creía que él era así y que al final se derrumbaría, por eso sólo recurría a él, sabía que el resto de la familia no entendería nada. Él lo entendía perfectamente, pero llegada cierta época, su único mensaje para ella era: “¿Ahora?… ahora te pueden dar mucho por culo, niñata”.
No había sido fácil echarles de casa, pero al final su hermana ensayó una de sus sonrisas de pre-polvo universitario que ya no le servían de nada, y puso a su familia en fila india hacia la calle.
El restaurante en que nuestro hombre se había citado era uno de ésos en los que llenar el estómago no es tan importante como el hecho de estar en un sitio elegante que te ayuda a allanar el terreno para el sexo o algún que otro sólido noviazgo. La chica llegó con unos diez minutos de retraso, y entraron a por su mesa reservada para dos. Ella era, de entrada, el secreto más importante de nuestro hombre. Llevaba dos meses saliendo con ella y aún estaba siempre con ese cubo de nervios en el estómago cada vez que sabía de ella o ella andaba cerca o le escribía por una red social o hablaban por teléfono o no digamos ya cuando se acostaba con ella. Su mayor pesadilla era que se encontraran con su hermana de casualidad por la calle. Él retrasaría el momento de las presentaciones hasta que ese asunto comenzara a volverse realmente incómodo. Sabía que era una bomba informativa para su hermana, y era casi una especie de victoria parcial para ella. Era su hermanito sentando la cabeza. Volviendo al redil. Claudicando. Etcétera. Así de pillado estaba él por esa mujer.
Al tenerla enfrente, entendía perfectamente a esa gente aparentemente cuerda que un día pierde la cabeza de golpe. No se había sentido así con ninguna otra chica. Entendía perfectamente a esa gente cuya dignidad desaparece cuando se trata de la mujer a la que quieren. Incluso podía llegar a comprender al tío que en un arrebato matara a tiros a su chica y al tipo con el que la pillara follando. Era así de intenso. Era incluso violento, tenía que ver no solo con un sentimiento hermoso, sino también con el sentido de la propiedad, con los celos, con los planes de futuro; joder, hasta tendría un par de gemelas tan odiosas como las que conocía con tal de no perder a esa mujer. Tenía bastante claro que seguramente muchos hombres acabaron teniendo hijos por eso. Un hombre deseando tener hijos tenía más sentido asociado a una mujer que a la paternidad. Se sentía, en definitiva, como alguien que intenta filtrar en todo momento todo ese sentimiento para no asustar a la chica. Era entonces, cuando ella parpadeaba y le miraba y todo lo demás, cuando él se encogía en su silla, y comenzaba a largarlo todo sobre su vida.
Esto tiene que terminar.
Esto tiene que terminar.
Esto tiene que terminar.
[Arriba un poco de The Racounteurs, abajo + pin up.]
La imagen potente pero sencilla sobre la que se sigue haciendo lírica. Básicamente la de la mujer joven en verano, los hombros que brillan desnudos al sol. A punto de terminar la carrera o de llegar a los treinta. O de tener su primer hijo o de divorciarse. Pero en cualquier caso, el motivo inicial, la imagen, la esperanza de muchos hombres por poseer algo hermoso, que harán lo que sea con tal de tocar, de tener, de adjudicarse para sí. A veces por sentimiento y otras veces sencillamente por acercarse a algo agradable por lo que luchar para obtener luz verde para palpar y penetrar (como mínimo). Y a veces por un algo a medio camino [poetizar aquí] que no sabes bien lo que es, y que te acaba importando poco no saberlo al mirar el escote y las piernas y las sandalias, el ademán femenino, el color carne concreto, temperamental y orgánico que muy probablemente se esté follando otro.
Otro cabrón al que ya odiarás sin conocer, y al que quizá odiarás aún más si te recuerda en algo a ti mismo.
Te parecerá tu versión en farsante. El embaucador. El listo enchufado. El Preparado. El “con futuro”.
El que la tiene más pequeña que tú.
Llegas otro día al trabajo y tienes a buen recaudo tus reservas de odio y rabia. Las aprecias, consideras que te hacen humano. Crees que es mejor así, sin negarlas, del mismo modo que no niegas o ninguneas el amor irracional, sin querer parecer lo que otros quieren parecer (algo que no son del mismo modo que no lo eres tú). Tú no estás controlado, y además eres un hervidero de dudas. El yerno que ninguna suegra querría querer, pero que quizá encaje bien con el perfil del tío con el que pondrían los cuernos a su marido, viviendo una fantasía de “jodeos todos” para luego regresar nuevamente con todos a la realidad de actitudes más o menos hipócritas, pero con las que se labran una «buena reputación».
Desde pequeño conoces a decenas de madres, todas calcadas, viviendo en su universo de platos por fregar e hijos nobles y corrientes. De padres que se dedican al puto bricolaje los domingos para sortear mínimamente el aburrimiento. Conoces la familia tipo, y no tienes ganas de acabar formando tú otra igual. Se te antoja un paso adelante el no ser un calco de tus padres, de los padres en general, y de todos esos hijos correctos y colaborativos que no parecen ser más que una versión nueva que al final se cuelga igual en términos evolutivos.
Esos padres en la foto. Esa madre pesada (e irritantemente graciosa) de la que se hace apología. Esos jóvenes de visita puntual que hablan con esos progenitores ajenos, y que ríen a la más mínima por cualquier comentario, aunque sean chascarrillos tan putrefactos por desgaste ya como el esqueleto del Titanic.
Te conviertes gradualmente en una amenaza soterrada para ese ambiente (podrías notarlo por sus miradas). Te meas mentalmente en su mundo de tradiciones y chismorreo constante.
Son atajos directos para, muy probablemente, quedarte solo. Una de las formas más eficaces de conseguir desprecio es ofrecer autenticidad personal.
La ventaja, quizá, es que cuando alguien te quiera quizá lo hará de verdad.
En el taller estás porque no eras buen estudiante y por tanto te convencieron de que no servías, y de que en definitiva al menos tenías que aprender un oficio para el que no fueras demasiado inútil. Tenías la culpa tú y nada más que tú. Cualquier otra opción era demasiado ambigua dentro del orden de las cosas, y les ponía a ellos en tela de juicio. Tú les miraste y asentiste solo para que se callaran. Luego hiciste tu papel de “despojo de la sociedad”, de currante que no había querido nada más, demasiado tonto para ser tan listo como ellos. Demasiado ignorante sobre la vida.
Aunque con el tiempo comenzaste a vislumbrar cierta (mucha) contradicción en todo ese discurso. Todos los trabajos eran dignos, te decían, pero ellos te querían fuera de muchos de ellos (porque cuidaban de ti); no querían que estuvieras abajo en el orden de las cosas y las personas.
Así no era fácil que te consiguieras tirar a la chica con carrera; no ibas a estar a su nivel. Las personas se juntaban con personas iguales o al menos parecidas a ellas. El trabajo, insisto, daba la dignidad (se ve), pero cuanto más esfuerzo requiriera el tuyo menos digno ibas a ser ¿? Cuanto más básico fuera tu empleo, cuanto más fácil de describir (basurero, mecánico, electricista…), más cejas ibas a levantar a tu alrededor si intentabas hacerte respetar a ciertos niveles. Si tu curro era de los que de verdad hacía girar la rueda, eras un pringado. Pero si era de esos que hacen crecer edificios de cristal en medio de la necesidad del pueblo, y cuya aportación positiva al sistema es tan relativa que casi nadie se enteraría de nada si desaparecieran, entonces significaba que habías triunfado. La encantadora pija culta a la que le echaste un ojo en aquel garito indie estaba más cerca de ser tuya. Solo con emplear un par de minutos para contarle (resumiendo) a qué te dedicabas, y aunque ella no se enterara de nada, tendrías sus bragas ya por las rodillas.
La idea no es: ¿En qué curras?
La idea es: ¿Qué cargo tienes?
Lo que pasa es que tus padres querían algo mejor para ti. Una “vida mejor” para ti. Que la que tuvieron ellos. Lo que fallaba es que lo continuaron basando todo en el dinero, y en muchos casos lo único que consiguieron fue meterte el miedo en el cuerpo. Lo cual a veces “funcionaba”, y otras veces solo provocaba hastío y descrédito. No era: ¿Qué te gusta? Era: Tienes que estudiar o serás un desgraciado.
Lo que pasaba, era que, con todo, al final tus obreros y sufridos progenitores, aunque desde el proletariado, eran tan capitalistas como los cabrones que los convirtieron en amas de casa y aficionados tristes al bricolaje. Fanáticos del matrimonio y el domingo por la tarde eterno que hacían que tuvieras todas las papeletas para en el futuro no ser más que, en esencia, otra vez ellos.
Cómo escapar. Las paredes, el techo y el suelo están llenos de pinchos, y se están moviendo hacia ti.
La sangre seguía haciendo su trabajo. A veces te detenías a sentir tu pulso. Te preguntabas si, concentrándote lo suficiente en él, si siendo demasiado consciente de esa maquinaria, no harías que se detuviera tu corazón sin querer. Puede que por eso, a otro nivel, tanta gente fuera hiperactiva y necesitara estar ocupada al menos dieciocho horas al día; detenerse e intentar analizar toda esa maquinaria social con perspectiva, podía ser demasiado perturbador. Lo mejor era ser una de las piezas, y a poder ser en el departamento de administración. Trabajar sentado en lo que sea y tener gelocatil cerca, ésa es la base para tener auténtico crédito como persona. Por eso valía la pena hincar codos aunque tus ilusiones se hubieran quedado ancladas en la época en la que veías los dibujos animados cada mañana antes de ir al colegio.
Es aún un modo de inconsciencia respetabilísimo y de primer orden.
Así, con quién te vas a enfadar, resoplar hastiado ya era sinónimo de estabilidad hacía la tira.
El taller, tu segunda casa, producto de tu primera casa. Todo era culpa tuya, era importante que lo recordaras. Porque, ¿qué pasaría si comenzaras a tomar conciencia de que quizá no toda la culpa era tuya?: Solo descontrol, más descontrol, y tú ya estabas lo suficientemente descontrolado internamente como para dejar que eso se exteriorizara demasiado. Para decir la verdad, te daba asco convertirte en uno de ellos. Tener uno de esos empleos que, siendo igual de grises, te añadían una capa de credibilidad que en el fondo no significaba nada, ni siquiera a nivel económico. El conocimiento y la cultura seguían a tu alcance, no dependían necesariamente del trabajo que tuvieras ni de que te metieras en la universidad. Entrar a formar parte de ese sistema, de esas actitudes, principios y escalas de valores, hacía que se te revolviera el estómago. Te daba pánico lo de acabar en un trabajo de cargo indefinido y palmaditas en la espalda, comidas y reuniones en antros caros. Ser uno de ellos. Escalar. Ser una de las cifras de lujo. Conocer a jovencitos enchufados y a chicas cuya idea de una tarde horrible tiene que ver solo con dudar sobre si seguir saliendo con cierto chico que saben que solo está ahí para follarlas (negándose que ellas solo están también para lo mismo).
Conocer ese mundo, aunque solo sea de un modo indirecto. Ese mundo de tribus urbanas de Papá y cultura a modo de pose. Hacer un esfuerzo por encajar en todo eso te resultaba absurdo analizado desde tu yo más sincero. Tenías un ánimo de trascender esa vida, ese paradigma de familias típicas y de clases medias-altas y altas y más altas, de convencidos de que solo hay una vía realmente inteligente. Coño, bastaba un tiempo viendo el paisaje desde fuera, observando los movimientos y los esfuerzos y las relaciones de todos, para saber que esa maquinaria estaba pidiendo a gritos reformas, nuevos sistemas que se centraran más en las personas y menos en la idea de convertirnos a todos en víctimas de lo mismo, perdidos entre decenas de capas de estatus y jerarquías. Y encima tan preocupados por parecernos entre nosotros que se nos olvidó lo que es la pasión a los 16 años.
La imagen potente pero sencilla de la chica que sabes; que se metió en tu cabeza de una forma que no encajaba con el modus operandi controlado del sistema. Un sentimiento que no entendía de diferencias de clase.
Te ibas a acercar a ella un día con tu mono de currante lleno de grasa. No podías pasar por casa. La mirada de ella iba a decir: Your Windows copy is not genuine. Porque ella sí sabe idiomas. Algunos tópicos sobreviven siempre y se adaptan a la vida moderna. Pero te daba igual.
A medio camino viste que se acercaba un tío para hablarle, un tío que era lo contrario a tu mono azul. Te acercaste para oírles, sabías que eras invisible para ellos. Se saludaron y se notaba que no se conocían y que él quería que se conocieran (por decirlo así). Ella preguntó y él soltó su cargo, una frase muy larga trufada de paréntesis y aclaraciones técnicas. Ella sonrió. El tío era un poco más alto que ella, unos veinte kilos más que ella, seguro que un montón de paquetes de tabaco menos que tú y muchas más horas de gimnasio. Al contrario que tú, ya en la adolescencia seguramente aceptó la llaves para abrir la puerta de la sociedad ideal según los tiempos. Se quedaron de pie hablando y les podías oír perfectamente. Tú no llevabas ningún discurso preparado, pero estaba claro que ese tío sí. De todos modos, con toda probabilidad, hubiera sido la primera vez en su vida en que fuera espontáneo, y como sea, ella seguramente no esperaba espontaneidad. Te diste la vuelta imaginando un puñetazo. Los dos se fueron caminando juntos, de modo que ya no había forma de cruzarte en el camino de la muchacha sin provocar lo que en su mundo sería casi un acto de violencia social. En comparación con ese tío eras un sociópata, y de todas formas seguías sabiendo que no querías ser como él. Pensabas en ese mundo de fantasía en el que las personas que rodeaban al individuo recto no eran solo mobiliario urbano, piezas para desechar, con las que jugar, a las que recurrir cuando se quisiera como si no sintieran ni padecieran. Algunos decían que estaban quebrándose los cimientos del capitalismo. Las emociones y las personas por encima de lo material, algún día. Pero no. Bienvenida, Dorothy, tienes que seguir el camino de las baldosas amarillas, dicen que el Mago podrá hacer que tu sentimiento mengüe y se adapte, dicen que en Oz siempre hay vacantes en el departamento de márketing.
[Arriba, un poco de Bill Hicks, que siempre va bien, Abajo + pin up.]