Bienvenida, Dorothy

La imagen potente pero sencilla sobre la que se sigue haciendo lírica. Básicamente la de la mujer joven en verano, los hombros que brillan desnudos al sol. A punto de terminar la carrera o de llegar a los treinta. O de tener su primer hijo o de divorciarse. Pero en cualquier caso, el motivo inicial, la imagen, la esperanza de muchos hombres por poseer algo hermoso, que harán lo que sea con tal de tocar, de tener, de adjudicarse para sí. A veces por sentimiento y otras veces sencillamente por acercarse a algo agradable por lo que luchar para obtener luz verde para palpar y penetrar (como mínimo). Y a veces por un algo a medio camino [poetizar aquí] que no sabes bien lo que es, y que te acaba importando poco no saberlo al mirar el escote y las piernas y las sandalias, el ademán femenino, el color carne concreto, temperamental y orgánico que muy probablemente se esté follando otro.
Otro cabrón al que ya odiarás sin conocer, y al que quizá odiarás aún más si te recuerda en algo a ti mismo.
Te parecerá tu versión en farsante. El embaucador. El listo enchufado. El Preparado. El “con futuro”.
El que la tiene más pequeña que tú.

Llegas otro día al trabajo y tienes a buen recaudo tus reservas de odio y rabia. Las aprecias, consideras que te hacen humano. Crees que es mejor así, sin negarlas, del mismo modo que no niegas o ninguneas el amor irracional, sin querer parecer lo que otros quieren parecer (algo que no son del mismo modo que no lo eres tú). Tú no estás controlado, y además eres un hervidero de dudas. El yerno que ninguna suegra querría querer, pero que quizá encaje bien con el perfil del tío con el que pondrían los cuernos a su marido, viviendo una fantasía de “jodeos todos” para luego regresar nuevamente con todos a la realidad de actitudes más o menos hipócritas, pero con las que se labran una «buena reputación».
Desde pequeño conoces a decenas de madres, todas calcadas, viviendo en su universo de platos por fregar e hijos nobles y corrientes. De padres que se dedican al puto bricolaje los domingos para sortear mínimamente el aburrimiento. Conoces la familia tipo, y no tienes ganas de acabar formando tú otra igual. Se te antoja un paso adelante el no ser un calco de tus padres, de los padres en general, y de todos esos hijos correctos y colaborativos que no parecen ser más que una versión nueva que al final se cuelga igual en términos evolutivos.
Esos padres en la foto. Esa madre pesada (e irritantemente graciosa) de la que se hace apología. Esos jóvenes de visita puntual que hablan con esos progenitores ajenos, y que ríen a la más mínima por cualquier comentario, aunque sean chascarrillos tan putrefactos por desgaste ya como el esqueleto del Titanic.
Te conviertes gradualmente en una amenaza soterrada para ese ambiente (podrías notarlo por sus miradas). Te meas mentalmente en su mundo de tradiciones y chismorreo constante.
Son atajos directos para, muy probablemente, quedarte solo. Una de las formas más eficaces de conseguir desprecio es ofrecer autenticidad personal.
La ventaja, quizá, es que cuando alguien te quiera quizá lo hará de verdad.

En el taller estás porque no eras buen estudiante y por tanto te convencieron de que no servías, y de que en definitiva al menos tenías que aprender un oficio para el que no fueras demasiado inútil. Tenías la culpa tú y nada más que tú. Cualquier otra opción era demasiado ambigua dentro del orden de las cosas, y les ponía a ellos en tela de juicio. Tú les miraste y asentiste solo para que se callaran. Luego hiciste tu papel de “despojo de la sociedad”, de currante que no había querido nada más, demasiado tonto para ser tan listo como ellos. Demasiado ignorante sobre la vida.
Aunque con el tiempo comenzaste a vislumbrar cierta (mucha) contradicción en todo ese discurso. Todos los trabajos eran dignos, te decían, pero ellos te querían fuera de muchos de ellos (porque cuidaban de ti); no querían que estuvieras abajo en el orden de las cosas y las personas.
Así no era fácil que te consiguieras tirar a la chica con carrera; no ibas a estar a su nivel. Las personas se juntaban con personas iguales o al menos parecidas a ellas. El trabajo, insisto, daba la dignidad (se ve), pero cuanto más esfuerzo requiriera el tuyo menos digno ibas a ser ¿? Cuanto más básico fuera tu empleo, cuanto más fácil de describir (basurero, mecánico, electricista…), más cejas ibas a levantar a tu alrededor si intentabas hacerte respetar a ciertos niveles. Si tu curro era de los que de verdad hacía girar la rueda, eras un pringado. Pero si era de esos que hacen crecer edificios de cristal en medio de la necesidad del pueblo, y cuya aportación positiva al sistema es tan relativa que casi nadie se enteraría de nada si desaparecieran, entonces significaba que habías triunfado. La encantadora pija culta a la que le echaste un ojo en aquel garito indie estaba más cerca de ser tuya. Solo con emplear un par de minutos para contarle (resumiendo) a qué te dedicabas, y aunque ella no se enterara de nada, tendrías sus bragas ya por las rodillas.
La idea no es: ¿En qué curras?
La idea es: ¿Qué cargo tienes?
Lo que pasa es que tus padres querían algo mejor para ti. Una “vida mejor” para ti. Que la que tuvieron ellos. Lo que fallaba es que lo continuaron basando todo en el dinero, y en muchos casos lo único que consiguieron fue meterte el miedo en el cuerpo. Lo cual a veces “funcionaba”, y otras veces solo provocaba hastío y descrédito. No era: ¿Qué te gusta? Era: Tienes que estudiar o serás un desgraciado.
Lo que pasaba, era que, con todo, al final tus obreros y sufridos progenitores, aunque desde el proletariado, eran tan capitalistas como los cabrones que los convirtieron en amas de casa y aficionados tristes al bricolaje. Fanáticos del matrimonio y el domingo por la tarde eterno que hacían que tuvieras todas las papeletas para en el futuro no ser más que, en esencia, otra vez ellos.
Cómo escapar. Las paredes, el techo y el suelo están llenos de pinchos, y se están moviendo hacia ti.

La sangre seguía haciendo su trabajo. A veces te detenías a sentir tu pulso. Te preguntabas si, concentrándote lo suficiente en él, si siendo demasiado consciente de esa maquinaria, no harías que se detuviera tu corazón sin querer. Puede que por eso, a otro nivel, tanta gente fuera hiperactiva y necesitara estar ocupada al menos dieciocho horas al día; detenerse e intentar analizar toda esa maquinaria social con perspectiva, podía ser demasiado perturbador. Lo mejor era ser una de las piezas, y a poder ser en el departamento de administración. Trabajar sentado en lo que sea y tener gelocatil cerca, ésa es la base para tener auténtico crédito como persona. Por eso valía la pena hincar codos aunque tus ilusiones se hubieran quedado ancladas en la época en la que veías los dibujos animados cada mañana antes de ir al colegio.
Es aún un modo de inconsciencia respetabilísimo y de primer orden.
Así, con quién te vas a enfadar, resoplar hastiado ya era sinónimo de estabilidad hacía la tira.

El taller, tu segunda casa, producto de tu primera casa. Todo era culpa tuya, era importante que lo recordaras. Porque, ¿qué pasaría si comenzaras a tomar conciencia de que quizá no toda la culpa era tuya?: Solo descontrol, más descontrol, y tú ya estabas lo suficientemente descontrolado internamente como para dejar que eso se exteriorizara demasiado. Para decir la verdad, te daba asco convertirte en uno de ellos. Tener uno de esos empleos que, siendo igual de grises, te añadían una capa de credibilidad que en el fondo no significaba nada, ni siquiera a nivel económico. El conocimiento y la cultura seguían a tu alcance, no dependían necesariamente del trabajo que tuvieras ni de que te metieras en la universidad. Entrar a formar parte de ese sistema, de esas actitudes, principios y escalas de valores, hacía que se te revolviera el estómago. Te daba pánico lo de acabar en un trabajo de cargo indefinido y palmaditas en la espalda, comidas y reuniones en antros caros. Ser uno de ellos. Escalar. Ser una de las cifras de lujo. Conocer a jovencitos enchufados y a chicas cuya idea de una tarde horrible tiene que ver solo con dudar sobre si seguir saliendo con cierto chico que saben que solo está ahí para follarlas (negándose que ellas solo están también para lo mismo).
Conocer ese mundo, aunque solo sea de un modo indirecto. Ese mundo de tribus urbanas de Papá y cultura a modo de pose. Hacer un esfuerzo por encajar en todo eso te resultaba absurdo analizado desde tu yo más sincero. Tenías un ánimo de trascender esa vida, ese paradigma de familias típicas y de clases medias-altas y altas y más altas, de convencidos de que solo hay una vía realmente inteligente. Coño, bastaba un tiempo viendo el paisaje desde fuera, observando los movimientos y los esfuerzos y las relaciones de todos, para saber que esa maquinaria estaba pidiendo a gritos reformas, nuevos sistemas que se centraran más en las personas y menos en la idea de convertirnos a todos en víctimas de lo mismo, perdidos entre decenas de capas de estatus y jerarquías. Y encima tan preocupados por parecernos entre nosotros que se nos olvidó lo que es la pasión a los 16 años.

La imagen potente pero sencilla de la chica que sabes; que se metió en tu cabeza de una forma que no encajaba con el modus operandi controlado del sistema. Un sentimiento que no entendía de diferencias de clase.
Te ibas a acercar a ella un día con tu mono de currante lleno de grasa. No podías pasar por casa. La mirada de ella iba a decir: Your Windows copy is not genuine. Porque ella sí sabe idiomas. Algunos tópicos sobreviven siempre y se adaptan a la vida moderna. Pero te daba igual.
A medio camino viste que se acercaba un tío para hablarle, un tío que era lo contrario a tu mono azul. Te acercaste para oírles, sabías que eras invisible para ellos. Se saludaron y se notaba que no se conocían y que él quería que se conocieran (por decirlo así). Ella preguntó y él soltó su cargo, una frase muy larga trufada de paréntesis y aclaraciones técnicas. Ella sonrió. El tío era un poco más alto que ella, unos veinte kilos más que ella, seguro que un montón de paquetes de tabaco menos que tú y muchas más horas de gimnasio. Al contrario que tú, ya en la adolescencia seguramente aceptó la llaves para abrir la puerta de la sociedad ideal según los tiempos. Se quedaron de pie hablando y les podías oír perfectamente. Tú no llevabas ningún discurso preparado, pero estaba claro que ese tío sí. De todos modos, con toda probabilidad, hubiera sido la primera vez en su vida en que fuera espontáneo, y como sea, ella seguramente no esperaba espontaneidad. Te diste la vuelta imaginando un puñetazo. Los dos se fueron caminando juntos, de modo que ya no había forma de cruzarte en el camino de la muchacha sin provocar lo que en su mundo sería casi un acto de violencia social. En comparación con ese tío eras un sociópata, y de todas formas seguías sabiendo que no querías ser como él. Pensabas en ese mundo de fantasía en el que las personas que rodeaban al individuo recto no eran solo mobiliario urbano, piezas para desechar, con las que jugar, a las que recurrir cuando se quisiera como si no sintieran ni padecieran. Algunos decían que estaban quebrándose los cimientos del capitalismo. Las emociones y las personas por encima de lo material, algún día. Pero no. Bienvenida, Dorothy, tienes que seguir el camino de las baldosas amarillas, dicen que el Mago podrá hacer que tu sentimiento mengüe y se adapte, dicen que en Oz siempre hay vacantes en el departamento de márketing.

[Arriba, un poco de Bill Hicks, que siempre va bien, Abajo + pin up.]

1 comentario en “Bienvenida, Dorothy

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