Aquel tío

Aquel tío tenía la manía de ponerse a mirar a su alrededor en cualquier momento. Se abstraía y escrutaba con calma. No parecía tener la mente en blanco, tenía pinta de estar cavilando. A veces le encontraban en el comedor leyendo solo. No se relacionaba apenas con nadie más allá del saludo o la mera cortesía. Era amable y hasta generoso si se le presentaba la oportunidad, pero no permitía que nadie entorpeciera sus momentos de descanso, de calma. Algunas mujeres comenzaron a destriparle y otras a sentirse atraídas. Cumplía con su trabajo sin hacer jamás horas extra y raramente tenía problemas en dejar claro a los encargados lo que pensaba. Jamás levantaba la voz ni intentaba imponerse. No necesitaba tener la última palabra. Si se sentía ofendido solía limitarse a callar y alejarse, aunque no ahorrara en miradas significativas para remarcar un desacuerdo. Daba la sensación de que todo a su alrededor era furia y ruido en contraste con sus ademanes y formas, su modo de caminar y de sonreír. Algunos bromeaban con que Jesucristo había vuelto entre nosotros. Jamás acudió a cenas de empresa ni reuniones por el estilo. Agradecía la invitación y la rechazaba con amable convicción. Nadie sabía nada de su vida privada. Una chica le dijo que si quería tomar un café con ella una tarde después del trabajo. Él dijo que era mejor que ella se buscara a alguien que llamara menos la atención allí. Él sabía que lo único que conseguían sus delicadas formas era provocar lo contrario a lo que perseguían (aunque él no perseguía casi nada con mucho énfasis). Cuanto menos quería suscitar a su alrededor, más suscitaba. Él sabía que su “error” era el de no hacer ningún esfuerzo por encajar con su entorno. Sabía que era un error clásico aun no siendo común, y que de hecho la mayoría de los demás hacían importantes sacrificios por no cometerlo, incluso daban toda su vida. Era una especie de examen social sagrado que él nunca se había preocupado por aprobar. Él se detenía a mirar donde nadie lo hacía, estudiaba lo que allí a nadie le importaba. Enseguida notó que había muchas clases de ovejas.
Pasara lo que pasara, se le ponía etiqueta a todo. De ese modo, se convirtió sin querer en otro cliché entre clichés. O en un cliché pequeño dentro de otro más grande. Una vida distinta pero tópica dentro de la vida tópica de todos los demás. La diferencia era que esa vida normal en la que los demás encajaban, estaba protegida con una buena coraza en relación con lo que todo el mundo esperaba, y que su vida estaba igualmente tipificada, pero era mucho más frágil por ligeramente independiente. Se sentía como en el escroto de la sociedad. El escroto siempre está ahí, pero siempre es más débil, una bolsa colgando que, por más que lleve algo de lo más importante dentro para el total del Ser, siempre es la parte más alarmantemente desprotegida.
A aquel tío a veces le gustaba sentirse como una especie de espermatozoide, de pequeña parte de algo mejor que tendría que venir. Algo a escala global. Aunque jamás lo hubiese dicho.
La gran polla futura con cerebro. Fantasías. U ovarios colaborativos repletos de masa gris femenina libre de histerismo neurótico. Nadie se salvaba del Ego.

Los encargados no sabían qué pensar, pero en general tenían una buena opinión del tipo. Porque no es que pareciera un robot; sencillamente no iba modular su comportamiento según la persona que tuviera delante. Su voz no se iba a suavizar si hablaba con una mujer, no iba a ser más grave y pasota si lo hacía con un hombre. No iba a ser más cuidadosa si lo hacía con un jefe. Representaba una suerte de dignidad que no parecía conllevar esfuerzo alguno para él. Para unos era un hombre raro, quizá para la mayoría, pero para otros era todo un ejemplo a seguir, alguien tan honesto y «de cara» que raramente otro trabajador se atrevería a tocarle las narices. Nunca tenía que responder de malas formas, ni con sarcasmo, cabreo o distancia irónica. Porque aunque su carácter seguramente le supusiera el hecho de ser en cierto modo un centro de atención, también hacía que le rodease allí un halo de respeto que muy pocos solían lograr para sí.
Un día le ofrecieron un cargo de gerente en la empresa. Sin apenas vacilar, les dijo a sus superiores que necesitaba al menos una semana para pensarlo. El ofrecimiento sorprendió a algunos, ya que, aun siendo un trabajador solvente, nunca hacía horas extra ni ejercía en absoluto peloteo alguno para con sus superiores. Los que sí lo hacían, iniciaron una campaña de descrédito contra aquel tipo, aquel emblema irritante de la integridad. La campaña basaba sus argumentos más populistas en la convicción de que el tío era un falso, de que aun de un modo muy sutil, solo era un trepa. Nada más que un trepa más listo que otros trepas. Una especie de versión 2.0 del trepa de toda la vida. Otro argumento se basó en el rumor de que lo que pasaba era que tenía enchufe. No era en principio un rumor en vano, ya que nadie conocía nada de su vida privada o si tenía familia o no. Aun así, extrañamente, poca gente respaldó esa tesis.
Los no pocos que le defendían, argumentaban que sencillamente aspiraba al cargo porque era un tipo inteligente, más inteligente que la mayoría en la empresa.
Todo el revuelo y la presión se debieron a que un día alguien se fue de la lengua sobre la posibilidad real del ascenso de aquel tipo. De hecho, durante lo que al final fueron diez días de reflexión, todo el mundo daba por hecho que iba a ser gerente.

Al final de los diez días que se tomó (no sin permiso) para reflexionar, fue a la oficina y dijo que ya había tomado una decisión respecto a la oferta de ascenso. Dijo que no. Dijo que se sentía honrado de que hubieran pensando en él para ser uno de los dos gerentes del turno de mañana, pero que no se sentía preparado, y que además el aumento de horas que tendría que trabajar no le compensaba en relación con la escasa subida de sueldo. Dijo que no le preocupaba seguir siendo uno de los empleados rasos, y que, debido sobre todo a que su llegada a la empresa hacía dos años no había sido producto de ningún ánimo vocacional, nunca había tenido la esperanza o ilusión de ascender. Añadió que había otros motivos para su negativa, pero que prefería guardárselos para sí, ya que de verbalizarlos quizá se arriesgara a perder su puesto.
Las reacciones no se hicieron esperar. Los trabajadores que habían hecho campaña de descrédito no tuvieron problema en decirle a la cara que era un sinvergüenza de tal envergadura que hasta él mismo se había dado cuenta. Que no había aceptado el cargo porque seguramente ya estaba en la empresa por enchufe, y no tenía huevos para mirar a los ojos a los trabajadores como gerente sabiendo que era un trepa, un falso y un mero enchufado.
Él no hizo caso de las acusaciones, y poco después, uno de esos tíos que le increpaban, ascendió a la gerencia.

A menudo se pasaba por la noche casi dos horas mirando al techo sin dormir. Se repetía a sí mismo la frase: «Esto tiene que terminar». Frase que no tenía nada que ver con una intención suicida. Ni tampoco con un descontrol mental que le pudiera llevar a ir un día armado al trabajo para convertirse en noticia de portada. Ni él mismo sabía muy bien por qué se repetía esa frase sin parar. La susurraba casi sin darse cuenta. Y, al cabo de unos minutos, el repetirla le hacía sentirse mejor. Como si el solo hecho de insistir sobre ella pudiera mejorar las cosas para todos. Como si el pensar en ella de un modo tan insistente, le ayudara a ser como él quería, a seguir sosteniendo los principios que, de hecho, se había autoinculcado, ya que era muy consciente de que años atrás había llegado a la edad adulta siendo exactamente igual que los tíos que empezaron a martirizarle en el trabajo.
Tampoco sabía muy bien por qué (ya que no se consideraba mejor que nadie), pero el no ser como esos tíos le proporcionaba también durante las noches una notable sensación de alivio, que era justo la que le hacía dejar de pensar en la frase recurrente, para automáticamente caer dormido.

Un mes después de haber rechazado el puesto, su hermana se presentó un día en casa, con sus dos hijas gemelas y su increíblemente usual y predecible marido.
No era extraño deducir que el protagonista de todo esto había vivido muchos periodos solo, y que no había crecido de un árbol ni llegado en una nave espacial. No era ningún cyborg que hubiese creado Apple. Solo era justo lo contrario en carácter de lo que por ejemplo era el marido de su hermana. Con uno lo sabías todo y te aburriría con facilidad al minuto dos; con el otro solo había preguntas, y normalmente sin respuestas por su parte.
Al llegar, las dos gemelas comenzaron a revolverlo todo por el piso, y el marido comenzó a dar los detalles y últimas novedades acontecidos en su trabajo. Nuestro hombre escuchaba y asentía, pero le resultaba harto complicado que su pensamiento no echara a volar en desconexión. Tanto era así, que ni tan siquiera sabía muy bien qué cargo o empleo tenía ese aún extraño, solo sabía que iba de corbata a trabajar y que llevaba como veinte años en la misma empresa. Siempre las mismas quejas y comentarios contradictorios sobre la mucha suerte o mala suerte que tenía de tener ese empleo. Siempre los mismos discursos sobre lo injusto que era que llevaran nosecuántos años sin subirle el sueldo u ofrecerle un ascenso, o sobre lo que le chiflaría que le echaran de una vez.
Las gemelas eran dos volcanes preadolescentes que tenían toda la pinta de acabar siendo dos mujeres de clase media-alta un punto más caprichosas que su madre, y nada preocupadas por algo más que no fuera, por ejemplo, el modo en que sus tetas combatirían la ley de la gravedad.
La madre interrumpió al marido y comenzó a hablar de las niñas. A nuestro hombre había pocas cosas que le parecieran más aburridas que una madre presumiendo de descendencia. Al parecer, las crías eran niñas de notables y sobresalientes (más sobresalientes que notables). Ese tipo de alumnas que solo tenían que sacar un Suficiente para que los adultos comenzaran a levantar cejas a su alrededor, para después soltarles esos absurdos discursos sobre que lo que ahora eran ellas en el colegio lo serían luego ya toda la vida. En opinión del protagonista de todo esto, la clase de educación que a menudo hacía que al final una persona se apagase y dejase de ser ella misma, saliera huyendo de todo eso por una u otra vía, o se presentase en el instituto con una ametralladora.

La mirada de su hermana encerraba todo ese cúmulo de esfuerzo a contracorazón dieciocho horas al día de lunes a sábado. No es que el domingo fuera mejor, las gemelas se encargaban de ello. Y de ese modo, su sonrisa parecía no tener nada que ver con la expresión de sus ojos. Hacía mucho que había decidido visitar a su hermano sin ni tan siquiera avisar antes por teléfono; se había convertido en una mala costumbre, ya que cada visita «porque sí» subrayaba el convencimiento general de que estaría solo (porque al menos de un modo “oficial” siempre lo estaba). Cosa que él notaba. Cosa que a ella le traía sin cuidado. Se llevaban dos años, ella era la mayor; ambos entre los 30 y los 40. Estas visitas eran, si era sincero consigo mismo, profundamente deprimentes para él. Por un lado, su hermana estaba todo el tiempo actuando como si en lugar de ser una persona tranquila y con la vida más o menos resuelta y organizada, fuera un vendedor que te está intentando convencer de que su producto, aun con muchas taras ya a simple vista, es inmejorable. Era muy representativa de una actitud muy en boga, muy fácil de encontrar. La de la justificación constante. Todo el tiempo, a cada minuto intentando dejar claro que todo le iba bien, que estaba bien, que todo marchaba. A su hermano no le gustaba cuando ella se ponía así, ya que a veces parecía obvio que intentaba enviarle un mensaje entre líneas, algo que ni su marido ni las gemelas pudieran detectar. Una especie de señal de socorro para que él hiciera por quedar con ella a solas y la mujer se pudiera desahogar. Pero él no quería hacer ese papel, se negaba. Ella había estado muchos años luchando por lo que tenía a ahora, y él siempre había sido el bicho raro para toda la familia, incluidos primos y demás. Siempre silencioso, siempre evitando hablar de una posible novia, de un posible rollo, de cuándo se iba a buscar algo sólido tanto a nivel laboral como a nivel personal… Era una especie de venganza que se le servía en bandeja. Lo único que tenía que hacer era no mover un solo dedo. Siempre había pensado que tanto ella como todos sus primos y gran parte de sus amigos, habían vivido con cierta especie de ansia por tenerlo todo hecho cuanto antes. Un ánimo de control y auto(su)gestión sobrecalculada que él jamás compartió. Y ahora su hermana se encontraba con dos niñas más bien odiosas y un marido semiforrado que parecía un secundario de Glengarry Glen Ross
No es que nuestro protagonista no valorara el calor humano o pensara que no puede haber familias que no son solo producto de una estantería mental perfectamente ordenada, pero él ya hacía mucho que sabía que hay cosas peores que estar solo durante largos periodos.

Las gemelas tenían 12 años. Parecían haber heredado los rasgos de su padre y las maneras repelentes de su madre (la cual ahora conseguía disimularlas… a menos que fueras su hermano). Claramente, iban a ser una versión aún más acomodada de mamá. Con más dinero para comprar, para estudiar lo que quisieran, y aun así mantener la sesera vacía y quizá dejar unos cuantos corazones rotos por el camino en su propio proceso de vaciado profesional del alma. Unas niñas bien que nuestro protagonista creía que solo podían salvarse de ser unas auténticas zorras a todos los niveles si sus padres perecían en algún accidente y se veían obligadas a borrar esas sonrisas odiosas y dejadas. Con esa edad y ya se movían como si se hubieran pasado el día atendiendo a los clientes habituales… Una llevaba una camiseta del Che, la otra iba envuelta con la cubierta del «God Save the Queen» de los Sex Pistols. Eso era lo peor, encima ya se creían rebeldes; eran la próxima hornada de Hipsters, cuando el movimiento ya tuviera otro nombre y fuera del todo una charada tan entrecomillada en lo moderno que se reduciría a elegir una camiseta o el maquillaje adecuado.
Iban embutidas en unos tejanos, ya marcando (o queriendo marcar), y por supuesto calculadamente maquilladas.
Papá las miraba de un modo extraño. Nuestro protagonista, por un momento, se preguntó si el tipo no sería un pervertido, uno de esos enfermos, como un cura sudoroso confesando a niños de primaria. Puede que fuera eso lo que su hermana quería decirle. Quizá no fuera solo que era infeliz, quizá en casa las cosas se habían torcido de tal modo que había que encarcelar a alguien. No le hubiese sorprendido demasiado. Del mismo modo que la gente normal entierra pasiones legitimas en pos de carreras infumables, un psicópata también podía arrinconar lo suyo. Solo tienes que inseminar a alguien y luego hacer tus cosas de tal modo que no te pillen. Ya sea follar por ahí o ser un enfermo pervertido, la familia ha sido siempre la tapadera por excelencia.

Mientras su hermana seguía perfilando otra visita familiar tipo sin dejar de contar anécdotas cotidianas tan tediosas como el plan de vida tenía previsto, nuestro hombre seguía asintiendo mecánicamente. El marido no paraba de gritar a las chicas, que revolvían los cajones y se susurraban entre ellas en un claro tono de burla en relación con la casa y su mobiliario. No solo daba la sensación de que no eran lo que sus camisetas publicitaban, sino que además acabarían siendo todo lo contrario. Nuestro hombre las miraba a veces de reojo. Eran la generación cumbre en cuanto al siguiente paso del capitalismo salvaje disfrazado de símbolos revolucionarios. Así las veía. Una revisión de esas generaciones anteriores que con 45 años hablaban de las cosas que hacían cuando tenían 20 como si las cosas que hacían a los 45 fueran mucho más lógicas. La diferencia, o ese siguiente paso, es que esas crías ya eran en el fondo como serían de mayores, lo cual hacía bastante fácil de intuir que les encantaba que su futuro no dependiera de lo abiertas, inteligentes o filántropas que fueran, sino de notas medias y papeles trufados de impresionantes datos de cosecha propia. Aunque todo ese sistema requiriera de un sacrificio concreto impuesto, carecía de ambigüedad. Lo cual hacía que la propia dignidad de las personas ya se pudiese evaluar del uno al diez. Cualquier sentimiento era susceptible de ser incluido en un gráfico de evolución jerárquico. Lo que a ellas les vendían era que el futuro se podía calcular matemáticamente, algo que, aunque no fuera totalmente cierto, te ponía las cosas más fáciles si no querías cultivar pensamiento propio alguno.
Todo eso convertía la vida de algunas personas en algo notoriamente deprimente e injusto (en muchos casos sin que se dieran cuenta), pero a mucha gente le encantaba, porque así todo era demostrable, un sistema de méritos en que el derroche y el egoísmo tenían total cabida legal. Todo dependía de tu credibilidad, la cual estaba “probada” y era demostrable en un tribunal. Ya no solo se te podía puntuar por el físico, sino también por tu valía “oficial” como persona. Y se hacía. Seguía siendo el secreto mejor guardado de occidente.
Una niña que sacaba Excelentes y sin embargo era estúpida, materialista y superficial, ése era sin duda un legado muy significativo del capitalismo. Los huevos que había dejado por doquier.

Y el ruido, y el hombre asentía, asentía, asentía.

Estaba atardeciendo. Era sábado. Nuestro hombre había quedado con una mujer para cenar. Su intención era echar elegantemente de casa a la familia tipo y poder largarse cuanto antes, sacudirse la visita y olvidarles hasta la siguiente ocasión en que se presentaran en casa sin avisar. Obviamente la operación incluía no decir nada sobre la cita. Cuando se trataba de gente como su hermana, siempre había una sed brutal por convertir la vida de los demás en una sitcom horrenda con la que entretenerse, en la que las personas eran reducidas a personajes que caían y se levantaban, y eran torpes y estaban ahí solo para “hacer las delicias” de la audiencia. Era la forma más aceptada de humillación al prójimo.
Puede que por eso ellos corrieran tanto para dejarlo todo atado en la vida, se evitaban el tener a todo su entorno cuchicheando o dando lecciones. Lo familiar daba sensación de estabilidad y respetabilidad. Solo era una sensación, pero a veces eso bastaba.
A eso de las ocho y media (había quedado con la chica a las nueve y media en cierta puerta de cierto restaurante), nuestro hombre murmuró que estaba cansado, y que hoy se iría muy pronto a acostar. ¿A acostar?, dijo la hermana, ¡pero si es sábado!… A esas alturas ella ya había quemado todos los cartuchos en cuanto a la posibilidad de ver en él un gesto o mirada que la hiciera entender que sabía que algo fallaba en su vida y que la ayudaría a superarlo. Lo cual daba paso a la siguiente fase de la visita, que era tirar de la lengua a nuestro protagonista, ofuscarle con el convencimiento de que la existencia que llevaba (la hermana daba por supuesto que no había más de lo que ella sabía) era insuficiente y tenía que espabilarse, arreglarla, enderezarla, hacerla más… adulta, madura, emocionante. Le decía que tenía que despertar y hacer algo especial, diferente. Para nuestro hombre, era muy curioso cómo de gente que se había enrolado en el sistema de convivencia más clásico y previsible de la Historia en cuanto habían podido y con la primera persona que se había dejado hacer, había que soportar diatribas sobre hacer de tu vida algo mejor y distinto… Pero en realidad, lo único que pasaba era que ella sabía que él no iba a hacer nada por ella, otra vez la iba a dejar sola comiéndose la mierda que tan profesionalmente había cagado durante años confiando a ciegas en su amado “único proceder responsable”, en los padres que ambos compartían y en los sacrificios estándar a los que ella con tanta rectitud se había amoldado. Había sido una de las niñas repelentes de clase a nivel global, una de las estudiosas chivatas y pelotas, y ahora se daba cuenta de que, aunque su hermano pudiera ser igual de feliz o infeliz, al menos él no tenía que soportar (para resumir) ciertas obligaciones y rutinas.
Lo que él sabía que a ella le sacaba de quicio, era ver que él nunca se derrumbaría, o al menos jamás lo haría al servicio de su retorcida sitcom, para que así ella pudiera sentir otra vez que había hecho lo que debía hacer en la vida, no como su perdido e irresponsable hermano.
Por eso, al final de las visitas, como no había podido hacer que su hermano se retractara y se compadeciese de ella, intentaba hundirle con sus argumentos sobre la valentía y la responsabilidad, intentaba que él se desatase, se enfadase y perdiese los papeles para a continuación dejarle solo con su estúpida vida solitaria, llena de secretos porque en realidad le daba vergüenza reconocer que no había nada que contar.
Su hermana seguía siendo como a los 15 años pero sin himen y con algo de celulitis. Sólo era una cuestión de formas. Nada había cambiado. Él sabía que él mismo tampoco era un excelente ejemplo para nadie, no era precisamente Jesucristo; quizá hubiese sido algo parecido años atrás, pero en cuanto vio que a su respetadísima hermana se le empezaba a notar la tristeza en la mirada, no dudó en hacerse el tonto y limitarse a disfrutar de ello. Alguien sin falla y bueno de verdad habría hablado con ella. Ella creía que él era así y que al final se derrumbaría, por eso sólo recurría a él, sabía que el resto de la familia no entendería nada. Él lo entendía perfectamente, pero llegada cierta época, su único mensaje para ella era: “¿Ahora?… ahora te pueden dar mucho por culo, niñata”.

No había sido fácil echarles de casa, pero al final su hermana ensayó una de sus sonrisas de pre-polvo universitario que ya no le servían de nada, y puso a su familia en fila india hacia la calle.
El restaurante en que nuestro hombre se había citado era uno de ésos en los que llenar el estómago no es tan importante como el hecho de estar en un sitio elegante que te ayuda a allanar el terreno para el sexo o algún que otro sólido noviazgo. La chica llegó con unos diez minutos de retraso, y entraron a por su mesa reservada para dos. Ella era, de entrada, el secreto más importante de nuestro hombre. Llevaba dos meses saliendo con ella y aún estaba siempre con ese cubo de nervios en el estómago cada vez que sabía de ella o ella andaba cerca o le escribía por una red social o hablaban por teléfono o no digamos ya cuando se acostaba con ella. Su mayor pesadilla era que se encontraran con su hermana de casualidad por la calle. Él retrasaría el momento de las presentaciones hasta que ese asunto comenzara a volverse realmente incómodo. Sabía que era una bomba informativa para su hermana, y era casi una especie de victoria parcial para ella. Era su hermanito sentando la cabeza. Volviendo al redil. Claudicando. Etcétera. Así de pillado estaba él por esa mujer.
Al tenerla enfrente, entendía perfectamente a esa gente aparentemente cuerda que un día pierde la cabeza de golpe. No se había sentido así con ninguna otra chica. Entendía perfectamente a esa gente cuya dignidad desaparece cuando se trata de la mujer a la que quieren. Incluso podía llegar a comprender al tío que en un arrebato matara a tiros a su chica y al tipo con el que la pillara follando. Era así de intenso. Era incluso violento, tenía que ver no solo con un sentimiento hermoso, sino también con el sentido de la propiedad, con los celos, con los planes de futuro; joder, hasta tendría un par de gemelas tan odiosas como las que conocía con tal de no perder a esa mujer. Tenía bastante claro que seguramente muchos hombres acabaron teniendo hijos por eso. Un hombre deseando tener hijos tenía más sentido asociado a una mujer que a la paternidad. Se sentía, en definitiva, como alguien que intenta filtrar en todo momento todo ese sentimiento para no asustar a la chica. Era entonces, cuando ella parpadeaba y le miraba y todo lo demás, cuando él se encogía en su silla, y comenzaba a largarlo todo sobre su vida.
Esto tiene que terminar.
Esto tiene que terminar.
Esto tiene que terminar.

[Arriba un poco de The Racounteurs, abajo + pin up.]

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