Relato diario (4 de 5) – La polémica y húmeda historia de Silvia Pi

Todo comenzó (o comenzó a torcerse) el día en el que a Silvia Pi le toca sentarse en un avión al lado de alguien que le gusta. Era un tipo del montón, educado y tímido, alguien seguramente millones de veces nacido en la Tierra a lo largo de la Historia. Un tipo tirando a previsible y aburrido, pero lo que mucha gente llamaría «con un gran corazón». Ni tan siquiera era particularmente atractivo; al verle, con su aspecto notablemente lánguido e inexpresivo, uno podía imaginarle montando en el primer tren rumbo a Auschwitz, o siendo de los primeros americanos en morir acribillado en Normandía. En prejuicio, era alguien que parecía cualquier cosa menos muy decidido o especial en modo alguno, y con un físico dolorosamente del montón.
Pero claro, todo está sujeto a opiniones y percepciones, y Silvia Pi vio algo en él, algo que quizá la enterneció. Comenzó a hablar con él y se sintió como hacía años que su marido no la hacía sentirse. El tipo era funcionario, no tenía pareja y no parecía tener intención de ser muy feliz, suicidarse o dañar a nadie. Solo parecía querer estar. No te lo podías imaginar celebrando un gol, tirándose un pedo o soltando un taco. Parecía un tarro esperando a ser llenado, o como si Dios hubiera hecho un boceto sobre el que comenzar a trabajar.
Silvia Pi llevaba tiempo pensando en dejar a su marido. No tenían hijos y ella no dejaba de fijarse en los hombres por la calle; no tanto en ellos mismos como en si la miraban o no. Estaba en una época muy complicada, y la idea de revitalizar su matrimonio de alguna forma se le antojaba como un simple esfuerzo de negación, de intentar resucitar algo que ya había muerto hacía mucho. Su marido era poco parecido al tipo del avión; le gustaban los deportes de aventura y caía bien a todo el mundo; muchas mujeres le miraban al pasar por la calle y era todo vitalidad y decisión. Era leído y tenía un gimnasio. Siempre estaba estudiando y se autodeclaraba optimista; estaba siempre entusiasmado con casi todo lo que acontecía a su alrededor. Solía decir que el Holocausto fue uno de los mayores errores, pero también constructivo, algo por lo que había que pasar como método histórico de aprendizaje. Decía cosas así todo el tiempo, y nada de lo que observara le hacía ver el vaso medio vacío. Todo era natural, inevitable y productivo.

Me llamo Silvia Pi, le dijo ella al tipo del avión, y le estrechó la mano. Eso fue después de una hora de hablar, algo que fue sobre todo un monólogo de ella; él asentía y dejaba ir de vez en cuando una media sonrisa. Ella agradeció que él no fuera hablador, así no tendría problemas en ocultarle que estaba casada. A la segunda hora de viaje, ya a punto de aterrizar, decidió que intentaría tener una aventura con él.

El tipo no ofreció resistencia, ni tampoco comentó nada sobre tener novia o compromiso alguno. Para sorpresa de Silvia Pi, además, el hombre se transformó cuando ella hizo el primer ademán de besarle en la habitación de hotel de dos estrellas que pagaron juntos. La besó con ganas y empezaron a desnudarse mutuamente. Cuando él ya estaba desnudo, resultó estar bien dotado hasta el punto se asustar a Silvia Pi. Aquello, en reposo, ya parecía medir como veinte centímetros, y en erección no solo resultaba mayor e imponente, sino también grueso y peligroso.
Silvia Pi sintió una mezcla de excitación y miedo. Ella venía de haber estado practicando sexo con un marido cuyo pene en erección apenas sí llegaba a los 10 centímetros, algo que avergonzaba al hombre, y seguramente era su mayor secreto social. Ella nunca lo mencionaba; sabía que él estaba en constante búsqueda del físico optimo, y cualquier comentario que se refiriera directa o indirectamente a cualquier cosa relacionada con micropenes o alargamientos, etc., le destrozaría.
Pero ya compartiendo fluidos con el tipo del avión, pensar en el pene mediocre y delgado de su marido, no hacía más que excitarla aún más. Se sentía malvada, y cuanto más lo pensaba, más cachonda se ponía. En su vida jamás se había planteado mentir a ese nivel o poner los cuernos a nadie, pero dado que llevaba meses deprimida y sin ver salida fácil a su supuesta relación ejemplar, acabó rindiéndose como quien la choca con el Diablo y le ofrece heroína a alguien que lleva dos meses limpio. Era esa vieja filosofía: nos vamos a morir, así que hay que probarlo todo.
Estaba tan excitada que se puso a cuatro patas y dio luz verde al tipo del avión. Mientras él metía su monstruo no sin algunas quejas débiles de Silvia Pi, ella cogió su móvil y llamó a su marido de modo impulsivo. Cuando él contestó, ella tuvo un orgasmo repentino. ¿Qué es eso que se oye?, preguntaba el marido. Nada, decía ella, intentando normalizar la voz, y tapaba el auricular y le decía al tipo: «más fuerte, más fuerte…». Así, Silvia Pi, mantuvo una conversación de supuesto interés por su marido mientras éste oía ruidos extraños y preguntaba una y otra vez por qué había llamado ella, si estaba bien o si tenía algún problema. A Silvia Pi se le escapaba la risa y soltaba de vez en cuando quejidos. Llegó un punto en que ya se podía oír el ruido de los testículos del tipo del avión chocando contra la vagina. Un «plop-plop-plop» por el que el marido llegó a preguntar. Es la tele, dijo ella, la tele del hotel. Todo lo que se oía era la tele o el ruido de la calle. El tipo del avión no preguntó ni se extrañó en momento alguno por que ella tuviera el móvil en la almohada todo el tiempo.

La cosa no quedó ahí. De hecho creció y creció del mismo modo que lo hacía siempre el pene del tipo del avión; ese potencial judío camino de estrenar las duchas, ese soldado acobardado e imberbe, eterno adolescente que se follaba sin miramientos a la mujer casada.
Resultó que el tipo vivía a veinte minutos de coche de ella, y ella no pudo evitar volver a contactar con él. (Después del cuarto orgasmo la primera vez, ella había tapado el auricular y le había preguntado el número de teléfono; «tengo buena memoria»). Ella nunca reconocería ciertas cosas en voz alta: siempre había visto a su marido como a alguien a quien mostrar a todos, pero jamás como una persona de la que estuviera realmente enamorada. Él era su escaparate de lujo, y como cabía esperar, con el tiempo, su supuesta integridad y perfeccionismo, todo su altruismo y optimismo comenzaron a hacer mella en ella. Comenzó a sentir cierta clase de muda rabia por él, y cada vez que quedaba en algún hotel con el tipo del avión, aquello no solo era sexo, sino otra oportunidad de derrumbar la confianza y fe ciega que su marido tenía en todo en la vida. Era una idiotez. La vida no era todo lo perfecta que podía ser, ni el mundo, ni el sistema, las cosas no siempre pasaban en pos de un bien mayor. El Holocausto había sido una tragedia desmedida y prueba definitiva de el que infierno estaba en la Tierra. Ya estaba bien de gilipolleces.
Ella sabía que si decía en voz alta eso, todo el mundo pensaría que solo eran excusas para dejarse follar por una de esas pollas que convierten en engañosa la medida media nacional; pero su rabia era cierta, y su sentido de culpa, mínimo.

Esto era así. Pero también era cierto que el placer pedía más placer. Con el tiempo, el tipo del avión dejó de ser alguien interesante para ella, pero no podía dejar de pensar en lo que él poseía. Cada vez que ella viajaba, excusa tras excusa se citaban, y él no tenía problema en darle todo lo que ella quería. No sabía casi nada de él y no le importaba. Los encuentros se reducían a lo sexual de tal modo que a veces no llegaban a intercambiar palabra. El móvil siempre formaba parte del juego. La habitación de hotel comenzó a ser siempre la misma. Silvia Pi comenzó a correrse a chorro (jamás antes lo había experimentado). El tipo resultó ser también un experto en sexo oral, en masturbación. Para ella el sabor de su semen ya era como cualquier otra bebida que uno consume cuando está sediento. Siempre tragaba (algo que tampoco había hecho antes jamás).
Hacia el tercer mes de cuernos, su marido no podía conseguir que se corriera. Ella fingía y él estaba tan embebido consigo mismo y su visión del mundo, que nunca sospechó nada distinto. Él era entregado y sacrificado, muchas de las chicas del gimnasio hubiesen accedido a cualquier petición suya. El ego tenía muchas formas, y él poseía la más pulida y sutil. Su humildad se basaba en la idea de que ser humilde-siempre es tan necesario como ser optimista-siempre. No era carácter, era todo un plan. No se trataba necesariamente de ser bueno y humilde, sino de proyectar esa imagen a toda costa. No se trataba de ser el mejor amante, sino de que todas se lo creyeran. Había que alimentar el prejuicio positivo. Se podía parecer auténtico siendo en realidad solo una lista de puntos que uno cumplía para parecerlo. Había un porcentaje ridículo de naturalidad en su pretendida naturalidad. Y lo más fascinante de todo el asunto, era que él ya no sospechaba todo eso de sí mismo (ya se lo había creído todo). Oír a su mujer conteniendo gemidos por teléfono, para él solo formaba parte de la nueva costumbre que ella tenía de llamarle preocupada por cómo iba todo en casa cada vez que viajaba fuera “por trabajo”.
Para él, ella le quería aún más que antes. Es decir, ¿qué iba a ser? Él era cuidadoso, la llevaba en volandas, se interesaba por lo que ella hacía o pensaba. La escuchaba. Él había leído sobre ello, se había informado, era un estudioso de la mujer. Creía saber lo que les gustaba y lo que odiaban, lo que necesitaban y lo que repudiaban. Sabía que les encantaba que las hicieran reír; que valoraban los detalles que mantenían viva la relación. Ella había visto ya más de mil veces su pene a contraluz con mil velas perfumadas distintas. Ella había llegado ya decenas de veces de viajes tras los que la esperaban baños de espuma mientras en casa sonaba el grupo que a ella le gustara en ese momento. Habían viajado juntos al extranjero cada vez que ambos tenían vacaciones a la vez, tenían océanos digitales de fotos en las que se los ve en decenas de terrazas y acantilados sonriendo al guiri que sostuviera la cámara. Él preguntaba y preguntaba, y luego escuchaba y la miraba a los ojos. Apagaba el televisor cada vez que había fútbol, le leía poesía en voz alta y hasta había escrito poemas (terribles según la opinión de Silvia Pi) en los que se describían las bondades y bellezas de la mujer (cualquier mujer). Él estaba estudiando su segundo máster a distancia pero seguía en el gimnasio porque aseguraba que el dinero era secundario, y que ese oficio era su auténtica vocación (ella sabía que él hacía eso solo porque creía que ella lo valoraba; … a ella le daba igual). Toda la ropa y la decoración, los muebles, las acciones, las risas, las cenas, los libros, el gimnasio, los viajes programados… Todo. Ella llegó a pensar que todo –en el fondo– era para compensar la medida de su pene.
Eso lo hacía todo aún más deprimente para Silvia Pi, ya que no solo sabía que él tenía un plan de idealismo conyugal en el que ella tenía que sentir que estaba con un tipo completamente fascinante que no se avergonzaba de toda su rectitud y romanticismo, sino que además era muy factible que el motivo de todo ello fuera superficial: una inseguridad patológica disfrazada de una supuesta seguridad aplastante.

Era un sucia ironía. Conocer a un tipo más bien gris y parco en casi todo, que además tenía una polla descomunal. Si Dios existía y enviaba señales, eso tenía que ser una señal por fuerza. Si Dios no dudaba en hacer daño en pos de un bien mayor o algún plan divino, aquello formaba parte del plan. La víctima cornuda podía merecer esos cuernos si, tal y como él pensaba, todo lo que sucede, sucede como valiosa lección para un futuro mejor. Todo encajaba de un modo retorcido en su propia forma de ver el mundo. Así, su mujer no era una mala puta, sino sencillamente una mensajera que iba a hacerle entender que no podía engañarla a largo plazo, que no podía hacerlo con nadie que tratara con él más allá del saludo. Que las mujeres no son necesariamente lo que las revistas femeninas o los poetas trillados vociferan siempre a los cuatro vientos. Una polla descomunal era la forma más cruel de hacérselo ver. Pero Dios estaba por encima de la crueldad, la trascendía, el suyo era un trabajo duro. Era el Dios en el que él creía, que no dejaba nada al azar, porque todo sucedía con sentido. En ese mundo en el que todo iba a funcionar si uno luchaba por hacer las cosas tal y como estaban escritas, popularmente aceptadas y academizadas, una mujer que empezaba a correrse de verdad a los treinta y cinco años no podía distar tanto de la belleza y potencia poéticas de un atardecer de acuarela, o de un tornado que se lleva la casa de Judy Garland y su perrito al mundo de Oz.
¿No?…
Como sea, Silvia Pi acabó con la historia al estilo de Dios (sea el Dios que sea). Una noche le hizo una foto al tío del avión. En la foto solo se veía el pene en erección. Otra noche, mientras su marido dormía, hizo una maleta, dejó la foto impresa –con su firma a bolígrafo– en el buzón que compartían ambos, y se fue al piso del tío del avión tal y como ya habían acordado días antes.

5 comentarios en “Relato diario (4 de 5) – La polémica y húmeda historia de Silvia Pi

  1. Asi que entre una polla grande, y todo lo demás, ella escoge la polla. Me gustaría saber la opinión sincera de tus lectoras. Por otro lado, un hombre escogería las tetas grandes de una mujer insípida y aburrida, dejando a su mujer, encantadora pero plana como una tabla? Supongo que depende del hombre y de la mujer, pero sospecho que much@s lo harían. Queremos aquello que no tenemos y no valoramos aquello que si tenemos.

  2. Yo diría que más que no valorar lo que tenemos es frustración en toda su extensión. Valorar lo que tenemos es de optimistas que se levantan cada mañana sonriendo y pensando que no pueden haberlo hecho mejor, cuando el lugar en el que viven (aún teniéndolo todo, materialmente hablando) y sus propias vidas son un completo desastre.

    Algunos se dan cuenta a tiempo (Silvia Pi) y empiezan tal vez a ser felices, otros se dan cuenta pero ya las costumbres y el que diran de quienes viven alrededor de ellos les impide ir contra «lo-moral y correctamente-establecido», y otros, bueno, no se puede pedir toda en la vida.

    Mínimo habré escrito alguna chorrada… pero ahí queda. Por cierto, magnífico texto.

    P.D: Has ganado lectores poco comentadores al parecer. Antes esto estaba lleno de comentarios. Un apunte, eso si, de un no comentador asiduo pero si ferviente lector.

    Saludos.

    1. Gracias por leer.

      Lo de los comentarios, en los blogs no masivos funciona mucho por intercambio, o sea, cuando comentas en otros sitios (cosa que hace mucho que no hago)… Por visitas de todas formas no me quejo, hay más de las que nunca hubiera imaginado que habría, y en las estadísticas se puede deducir más o menos en porcentaje las que entran a leer (o a intentarlo).

      saludos!

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