Tumbado de espaldas en el suelo para mantener recta la columna, me viene siempre otra vez la imagen recurrente de los últimos tiempos en lo que a mi persona se refiere. Es cierto barrio de mi ciudad, uno de los bordes de la ciudad en realidad, desde el que se ven unas colinas anónimas, ya sea para el turista al uso o para el recto académico en busca de cultura ya escrita y cercada con perspectiva de dividendos. La imagen escapa a cualquiera empeñado en tocar con los pies en el suelo al precio que sea. Obviamente no es mi caso (por lo cual siento orgullo); pero es una forma de volar, desde luego, muy poco productiva materialmente, la clase de actitud con la que buscarse un montón de problemas en tierra firme.
Al final, solo es el sol cuando se va tras esas colinas, y el modo en que esa imagen hace juego con el paisaje neutro del barrio; zonas residenciales, un polideportivo, bares… Con una libreta-lienzo siempre a mano y el bolígrafo-pincel, espero siempre capturar qué es lo que veo allí. Es una puesta de sol corriente si no te paras a contemplar, pero algo en aquella zona me hace sentir de determinada manera; me hace sentir algo positivo, luminoso, especial, y también algo que me confirma que nuestra visión del mundo es limitada, mediocre, autocomplaciente de la peor forma. Esa confirmación me hace ser optimista, al menos para conmigo; porque ya hace mucho que me desvié –aunque solo sea en relativo secreto– de todo eso, algo que, por otro lado, te hace sentirte la mayoría de veces como un capullo, un imbécil en cenas y reuniones, esas en las que todos se ponen al día y vuelven a darle vueltas a los mismos asuntos aburridos otra vez.
Intentar hacerle entender ciertos sentimientos a alguien que te escuche o te lea, parece un ejercicio de futilidad. Lo más que acostumbra a conseguir un hombre intentándolo es que alguna mujer se interese por él porque sus amigas ya tienen todas novio. Y si lo intenta una mujer, es probable que solo consiga asustar a la mayoría de tíos. En ambos casos casi nunca se consigue transmitir lo que uno siente. Y mucho menos sin que la otra persona crea que solo estás intentando conseguir algo metiéndole ese rollo. La mayoría de personas, en el fondo, no creen en esa clase de clímax o de mundo interior/exterior; creen en los medios, en todos los medios posibles que usamos para embaucar, cobrar o conseguir algo. Para ellos en realidad es un halago que te hacen el pensar así de ti, ya que dan por supuesto que no vas a ser tan idiota como para coger el coche en busca de imágenes o inspiraciones que vayan más allá… de qué. No puedes ser tan idiota, y la perspectiva de que intentas conseguir algo de ellos les hace sonreír internamente: es la prueba de que tú no eres un bicho raro, sino sencillamente tan centrado y en tierra firme como ellos; algo por lo que estás orgulloso, aunque intentes disfrazarlo de chorradas de artista amateur.
Una cosa es la pose intelectual, y otra muy distinta interesarte por las cosas solo para enriquecer tu visión y fascinarte, aunque nunca nadie lo sepa. Todo lo que hacemos es para que nos quieran, dicen. Las frases hechas ya tienen el mismo poder que un logo, que un anuncio cincuenta veces al día. No puedes estar intentando tener una visión más amplia de la vida y el mundo, no puedes amar el hecho de estar vivo más allá de la frase hecha que dice exactamente eso. Lo único que buscas es ligarte a alguien; o fama. Que te quieran, te adoren y no puedan vivir sin ti. Podría haber una línea bastante fina entre quien busca esa clase de amor (que es todos, aunque no significa que sea el único amor que haya en la vida) y la rubia gilipollas que quiere salir a toda costa en la tele para ser famosa.
Como digo, no puedes hacer algo por curiosidad o porque “te gusta” y punto; al menos has de hacerlo para que alguien te quiera… si no, ¿qué haces?… ¿no sabes que mañana vamos a X sitio?, ¿por qué no vienes?, ¿estarás ocupado?, ¿qué vas a hacer?, ¿qué vas a hacer?, ¿es que tienes algo que hacer?, te vas a aburrir todo el día…, aún quedan entradas, bueno, tú mismo…
Obviamente hay un estado de la razón ya diseñado, íntimamente relacionado con ciertos comportamientos que te hacen parecer alguien responsable. Es como cuando un estudiante que ama la literatura elige la carrera de periodismo. Como cuando todo el mundo tiene una ilusión que luego muta en algo común y práctico, lo cual, en términos de haberte acercado a lo que querías, es lo mismo que decir que eres un gran amante de las mujeres pero que, inteligentemente, por tu seguridad genital y económica, elegiste hacer el amor solo con muñecas hinchables.
Ese barrio de atardecer rojo al que voy, pues, es mi tumba social actual. Todo, incluso la cultura del atrevimiento y la valentía, parece estar secuestrado por el simple hecho de dar un paso adelante con algo que ya se haya decidido que es respetable y seguro; aunque lo que haya delante, para ti, sea la boca del volcán. Que todo el mundo sonría nadando en lava parece ser el camino correcto. Así, te conviertes en un profesional del amor establecido. Si no, eres asistemático, y por tanto autodestructivo, o hasta peligroso.
Intento número 1 de parcial plasmación en palabras: Tres o cuatro veces he estado en ese barrio. Una por casualidad y acompañado, las otras tres a caso hecho, y solo. El lugar es un infierno de cuestas para prácticas de autoescuela. El polideportivo al aire libre siempre estaba vacío cuando fui. Hay muchas chicas entre los cero y los dieciocho años. Hay varios bares y, al estar el sitio arrinconado y no en medio de la urbe, se respira cierto ambiente parecido a lo rural. Uno de los bares es típico allí para ir a ver el fútbol (motivo de mi primera visita), y justo al lado de tal bar hay un parque pequeño en el que los pacientes críos esperan a sus padres durante tres horas hasta que acaba el partido de turno. Es ahí, frente a ese bar, desde donde se puede tener una panorámica excelente del horizonte de colinas, postes eléctricos, pájaros y demás. Es decir, el lado izquierdo de la calle no tiene viviendas, solo una alambrada pequeña y una bajada de hierbajos que va a parar a otra alambrada mayor tras la cual está el polideportivo.
Da igual la época del año, se trata de estar allí cuando el sol comienza a descender y lo tiñe todo de rojo; el paisaje tiene cierta cualidad agorafóbica de fin de ciudad que te hace pensar en la cantidad de paisajes “extra”, tanto físicos como mentales, que ha de haber más allá. Puedes pensar en que aquellas colinas han de estar infestadas de jeringuillas o basura excursionista, o que si no tiene nombre por sí mismo es porque seguramente es un emplazamiento que no lo merece, y que por tanto la vida es corta y es mejor asegurar el tiro. Pero en realidad yo me refiero más bien a lo que esa visión exterior puede suscitar interiormente. No solo aludo a la imaginación, sino al alma, al espíritu o el sentido de la vida. Puede que aquellas colinas no merezcan una visita, quizá estén ahí para verlas desde el lugar en el que yo me fijé en ellas.
Fin del Intento número 1 de parcial plasmación en palabras.
Una día me duermo en el suelo del piso, boca arriba. Y sueño con el Hada de la Dignidad. Así es como ella se presentó.
El hada me dice que por qué no valoro las cosas sencillas, las rutinas y los pequeños detalles.
Ya estamos otra vez, le digo, sí que los valoro, pero no quiero ser esclavo de ellos.
Pero, querido, me dice, ¿no ves que así solo te dañarás?… (no amplió esa información).
Verá, le dije.
Puedes tratarme de tú, me cortó.
Verás, le dije, es que creo que una persona debería poder tener una oportunidad educativa de ser ella misma de verdad, antes Persona que Profesional, o Contribuyente, o lo que sea… ¿me entiende?
No sé si te sigo, me dijo el Hada. Tenía un cuerpo delgado, su rostro me recordaba a la incineración. Lo demás no lo recuerdo, pero al despertar apunté lo que sí recordaba. Lo que yo le hubiera dicho, es que las cosas que al parecer nos definen en la sociedad tal y como está establecida, muchas veces tienen poco que ver con lo que somos y sentimos. No eres necesariamente lo que haces. También puedes ser lo que no haces (dado que las cosas que no haces también te pueden amargar, y por tanto te condicionan).
Una situación deprimente y descriptiva y basada en hechos reales: Un tío participa en un concurso de televisión. Está tras un atril. El presentador mantiene una pequeña charla de introducción con él. A pie de pantalla, se nos muestra la identidad del tipo; «Ángel Garrido Gómez, 27 años, Cerrajero». Yo ya sé lo que diría el Hada de la dignidad, pero desde cuándo nos ha servido eso… Tras decir en voz alta también su nombre y profesión, el presentador le pregunta por sus “hobbies”. El hombre dice que le encanta el dibujo, la música y la poesía, pero que ya no tiene tiempo para dedicarse todo lo que querría. Entonces el presentador hace un gesto con la mano teatralizando que abre una puerta o algo parecido. ¡Muy bien –dice entonces– tenemos pues a Cristina, azafata; Raúl, Conserje y a Ángel, nuestro Cerrajero; empezamos!
Durante algunas semanas comencé a sentir cierto terror absurdo. En mi obcecación por la imagen de aquel barrio rojo (como yo lo llamo), pensé que si yo no conseguía capturar la magia que aquel horizonte parecía tener, podía hacerlo cualquier otro, arrebatarme esa oportunidad; como si esas cosas, esos poemas naturales por llamarlos así, estuvieran esperando a que alguien se los llevara. Con un verso hermoso de verdad, un riff de guitarra o unas pinceladas históricas.
Luego, determiné que ese miedo no venía de fuerza superior alguna, que la naturaleza y la existencia no eran así. Que aquel lugar mutaría con el tiempo quizá, pero siempre inspirando algo a quien se detuviera a mirar. Es decir, ese temor mío no venía de lo que yo consideraba una vida libre y bien entendida aun con sus altibajos, sino del sistema oficial de miedos, encasillamientos y etiquetas del que intentaba desmarcarme. El del Hada de la Dignidad, el del Presentador que te reduce a cerrojos.
Intento número 2 de parcial plasmación en palabras: La primera vez que me quedé quieto ante esa visión común en apariencia, la gente que hablaba a mi alrededor fuera del bar comenzó a desaparecer, luego los edificios, y un poco después yo mismo, hasta sentirme totalmente vacío de preocupaciones. Abrí bien los ojos para concentrarme en ello. Había que cruzar la línea, atreverse; pero había muchos tipos de miedos, y también de líneas. Había un sinfín de posibilidades que por fin me atrevía a sentir.