Archivo por meses: abril 2013

La arcilla del anarquista

Escuché ruidos, y al encender la luz no había nadie. Y eso era lo más terrorífico de algún modo.
Cosas del socializar. Cuando una obra de arte es inocua a todos los niveles, es similar a cuando un ciudadano no tiene espíritu crítico. Para con su gobierno, para con lo que sea. Es igual que pasar por la vida impregnado de caducidad, de consejos de abuelos trasnochados y anclados en el pasado, de filosofías que aplacaron otras circunstancias. Hay mucha gente que, a un nivel de personalidad propia, es como si abrieran una nevera y se conformaran con alimentar su conocimiento con productos de hace treinta, cuarenta años, ya masticados por otros. Mentes fáciles (simples) en cuerpos sanos, pero la misma “inmortalidad” para todos. La experimentación se ha reducido a la mera idea formal de la experimentación, y a día de hoy casi siempre resulta impostada. Porque ya apenas existen la eternidad o el amor como tales. El amor, en todas sus dimensiones, cada vez se parece más a esos gatos de peluche que se venden en cestitas, a los que se les hincha y desincha el vientre a pilas. Y por contraste, el amor real avergüenza muy a menudo a quien lo siente.
Al encender la luz no había nadie, y sin embargo la habitación estaba llena de gente, obviamente.
Era un ático. Una “muestra de Sociedad”. “Amigos” del artista. Si yo sobreviví, fue por esas comillas. Había mucho relleno humano para cumplir expectativas. Había familiares y gente cercana a ese nuevo “Pollock”; pero a algunos nos convencieron para acudir como acompañantes y que así otros no se sintieran demasiado ridículos ante ciertos cuadros o corrillos conversacionales.
Si quieres parecer alguien a cualquier precio aquí, comentar un cuadro abstracto la mayoría de veces no es tanto una cuestión de Entender como de Verborrea. Si la mayoría de los que se muestran humildes con el arte –y enseguida dicen no poder juzgar– supieran de la clase de cenutrios de marca que se mueven por estos ambientes, pues bueno, no se sentirían tan ignorantes…
En cierto momento se escuchó como un pitido, y al instante saltaron los plomos. Alguien me dijo que por favor subiera el diferencial; era extraño, muy de ahora, lo tenía justo al lado.
Volvió la luz. La verdad es que si una cosa tenían los cuadros es que no eran minimalistas. Estaban recargados, de esa forma en que la pintura adquiere volumen en un sentido literal. Con toda esa gente, era complicado intentar abstraerse mirando alguna de las obras. Se supone que hay que calmarse y ver, y luego sentir, si es que la pintura da pie a ello. Con el arte abstracto en el fondo solo se trata de una cuestión de bagaje, de abrirse y haberse abierto mentalmente, y de seguir abriéndose; decir que uno no sabría jamás valorarlo es casi como decir que uno no sabe sentir cosas. Y eso sí, en ocasiones, si eres universitario, luego quizá tengas que hacer eso que al parecer sirve para que te puedan etiquetar oficialmente como ignorante o como sabio (y para que mucha gente se crea tonta sin remedio y además lo diga): que es demostrar si tienes o no verborrera por escrito, si vas a ser o no un ciudadano apto para este futuro que llega, o en cambio te vas a atrever a reivindicar de alguna forma tu Yo por no querer afrontar algún tipo de test estandarizado. Había conocido a varios estudiantes de Historia del arte; me decían que ciertos exámenes de análisis pictórico se basaban en tu capacidad para engatusar al profesor. Es decir, aunque los cuadros solo te hicieran pensar en la lista de la compra, podías conseguir un notable.
Formación…
Pero aquel día en aquel ático se suponía que todos éramos adultos y sabíamos ser nosotros mismos y Vivir, y no solo Aprobar. Era una suposición arriesgada, pero yo estaba convencido de que era eso lo que flotaba en el ambiente (al menos en aquel instante). Eso y que la mayoría de gente –supuestos entendidos o no– opinaba en susurros que los cuadros eran una auténtica basura.

Recuerdo que la primera vez –años ha– que me quedé atónito unos 15 minutos ante una obra abstracta, luego me sentí vagamente avergonzado. Fue la misma sensación que cuando noté una vez un matiz concreto en un vino. Fue cuando aprendí que ciertas cosas y reacciones que yo menospreciaba y tildaba de pedantes (por una cuestión de guerra de clases) eran reales, y aportaban fascinación a procesos que yo desconocía. Pero sobre todo me di cuenta de que, aun habiendo descubierto esas capacidades en mí (y aunque no me haya preocupado demasiado por desarrollarlas), había muchas otras personas que, no conociéndolas (al igual que cuando yo no las conocía), en lugar de pasar a otra cosa o intentar abrirse de verdad, lo que hacían era atajar, desplegar esa Verborrea ya mencionada. Lo que el dueño de cierta empresa del que no recuerdo el nombre, llamaba: Farsantes de Galería. Solía ser gente de pasta, o en su defecto estudiantes o jóvenes aún no llegados los 30. Personas demasiado preocupadas por que en su entorno fueran reconocidas por tener finos gustos y sensibilidad a flor de piel.
Esos tipos (siempre parece haber más hombres que mujeres así) tenían muy claro que era eso lo que contaba. No era ver el cuadro y sentir algo de verdad, sino, nuevamente, aprobar el examen.

Es curioso lo que una persona puede recordar de aquel día que nunca olvidará. En mi caso, el chapoteo de las suelas de mis deportivas en la sangre. Caminar luego como de puntillas para no resbalar. Yacer junto a seis personas (las conté) que estiraban el brazo en mi dirección, pidiendo ayuda sin que yo hiciera nada. Los lloros del “artista”. Un avión comercial demasiado cercano que maniobraba para aterrizar. El bamboleo del ático como respuesta física a la furia de los helicópteros.
Es raro cuando alguien te pregunta Dónde estabas tú el día en que todo aquello pasó, y que tengas que inventar algo porque no quieres decir que tú estabas allí. Nadie te habló nunca de la posibilidad de lo contrario a esos quince minutos de gloria de los que hablaba Warhol. Quince minutos de puro infierno a los que todo el mundo pudiera tener derecho. Es probable que eso esté más al alcance de todos que la cita célebre.
Era esa época del año en la que aún se sufren los últimos estertores del invierno. Aún anochecía pronto. Pero habíamos quedado “hacia las” cuatro de la tarde (hora rara, pensé); y hacia las cinco el ambiente aún era relajado en el ático. Nadie había mostrado interés por comprar ningún cuadro. Todos disimulábamos. Se comenzaba a mascar esa sensación de que el protagonista era alguien carente de carisma, y sobre todo de talento. Todo el mundo era vagamente amable con él. Era tan obvio que la colección era ridícula, que ni siquiera había fuerzas para hacer la pelota. Era frustrante, porque además el artista no era un enchufado en apariencia, no era hijo de nadie importante o millonario. Ni si quiera nos podíamos quejar en ese sentido. Era lo contrario al chico de barrio que resulta ser un genio. Éste solo era un chico de barrio con estudios. Con ínfulas. Incluso los ojos menos expertos (entre los que yo me contaba), solo alimentaban la sensación de que estábamos todo metidos en un club decorado con un gusto moderno-pero-horrible. No teníamos ni idea de cómo el chico había conseguido exponer. Qué mente retorcida había podido darle un voto de confianza. Al menos yo no tenía ni idea.
Y qué paciente fui; la puta verdad es que había estado a punto de irme antes de que todo aquello explotara.
Antes de que todo se fuera hacia el cielo, podría haber estado a pie de calle…

Llegó el momento en que por pura cortesía me presentaron al chico de barrio. Sonreí raro, como si me fueran a hacer una foto poco apetecible. Le di la enhorabuena por la exposición, en genérico, sin entrar en detalles. Recordando, creo que en aquel momento su mirada ya estaba cargada de suspicacia (digámoslo así). Desconcertaba el hecho de que el muchacho (apenas 25 años) no parecía en absoluto pendiente de cómo reaccionara la gente a su obra. Es obvio que otras cosas rondaban sus preocupaciones. Visto en retrospectiva, no haber sospechado su aire psicótico, su papel en ese terrorismo delirante de nueva generación, me hacía dudar seriamente sobre mis capacidades deductivas. O al menos sobre mi sexto sentido para oler en todo aquello un ingrediente sobrante y totalmente inadecuado.
Luego la tarde comenzó a avanzar en cuanto a hechos de valor.
Cuando alguien, de una forma vaga e indirecta, comentaba que ya tenía que comenzar a irse, o que era bueno que pensara en comenzar a «moverse», porque había quedado en otro lugar con otras personas o lo que fuere, el anfitrión se tornaba cómicamente suplicante y le decía que se quedara aún un rato más. Que se bebiera otra copa; había champán de sobras. ¿Acaso no estábamos a gusto?… Era sábado, de modo que la gente cedía de “buen grado” y evitaba discusiones. El chaval ya tenía bastante con creerse artista. No éramos nadie para joder sus ilusiones. Etcétera.

Todo lo que aconteció después, forma parte de la idiosincrasia de este tipo de historias pobladas por acciones y reacciones, por hechos, causas y efectos de esos que cuando uno los oye o los lee en la prensa, necesita un buen rato para… para creer, digerir, aunque puede que no aceptar.
Lo que suele suceder, es que corren teorías y se publican noticias a cuenta-gotas que raramente dan en el blanco. El tiroteo no comenzó cuando el ático aún se asentaba arriba del edificio Géminis. De hecho la idea, bastante simple además (a priori), era la de dejar sin salida a todos los que estábamos allí. Sí es cierto que el “artista” comenzó a prepararse para lo que venía antes de que llegaran los helicópteros, pero nadie vio el cañón de la Gatlin hasta que alzamos el vuelo forzoso.
El edificio Géminis formaba parte de ese plan de arquitectura «inteligente» con el que la empresa Pretecnotimes comenzó a experimentar en Perfireia Microsoft por aquel entonces. Entre muchas de las supuestas «ventajas» que ofrecían, estaba la de que que tu piso (o empresa) daba hacia todos los puntos cardinales de la ciudad. Una planta, una vivienda. La construcción siempre tenía forma de cilindro. Nuestro ático era, sin rodeos, la última planta de ese gran cilindro. Y además, si lo querías, tu piso podía rotar, de modo que daba igual dónde estuvieras, desde cualquier habitación acababas viendo cualquier ángulo de la ciudad. El ritmo de rotación era tan lento que obviamente no se notaba, y solo disponías de dos velocidades (básicamente, lenta y súperlenta). Aquello daba tan solo de tres a seis vueltas enteras en un día, según cómo lo programaras.
En este tipo de edificios, que nunca se componían de más de 50 plantas, abundaba el metal; éste no se limitaba a ser el esqueleto como en los primeros rascacielos que se construyeron. Algo curioso, es que debido a esa tecnología de rotación, se podría decir que cada planta estaba superpuesta –gravedad mediante– encima de la de abajo. Toda la construcción pesaba como un demonio. No es que no hubiera sujeción alguna entre las plantas, pero tampoco estaban para aguantar el que cierta clase de pareja de helicópteros se dispusieran a desmontar desde arriba la chulada de Pretecnotimes.
Era una filigrana arquitectónica y tecnológica. Y como todas las que iban saliendo y aún salen, gozaba de su propio plan de obsolescencia programada. Mucha gente se comenzaba a quejar de que algunas de las prestaciones se averiaban. De repente la cocina miraba durante todo un día hacía el norte, y eso no podía ser. Todos se acostumbraban a tener nuevas necesidades. Cuando algo fallaba tenían que llamar a un técnico (de Pretecnotimes, por supuesto), y cuando el mismo había acabado de lidiar con el ordenador (que básicamente controlaba casi toda la planta), preparaba una buena y jugosa factura en pos de las nuevas tecnologías. Ahora resulta irónico; si mucha gente hubiera sabido antes que vivían en un edificio que boca abajo se hubiese desmontado como un muelle de juguete…

La cosa es que cuando las luces del atardecer comenzaban a competir con las artificiales del ático, el artista desapareció. Luego le volvimos a ver, pero llevaba una especie de mono blanco con correas. Lo primero que pensé, y seguro que no fui el único, es que el chaval iba a hacer algún tipo de performance. Claro, por eso había estado insistiendo en que nadie se fuera, claro, qué tontos habíamos sido…
Había un escritorio enorme en un extremo de la estancia. O eso pensábamos que era. Aunque era… bueno, era un escritorio raro, muy alto, casi más un atril enorme. Creo que lo único por lo que creíamos que era un escritorio, era que había un bolígrafo encima. Cuando el tipo se acercó a él con ese mono que se había puesto, se comenzó a oír el ruido de los helicópteros. Detrás de ese escritorio, había una butaca, algo parecido a una butaca de cine. Colgaban detrás de ella más correas, unos cinturones que se adaptaban a los del mono que llevaba el chico de barrio, que no era un chico de barrio, ni un artista. Era una encerrona de la nueva era. Anarquismo con medios.
El follón de los helicópteros comenzó a ser ensordecedor. El chico se sentó en esa butaca, se ató por todos lados. Nos sonreía. Hubiéramos seguido creyendo que el chaval iba a hacer alguna modernez –algo como poner la guinda a su presentación pictórica o así– si no hubiera sido porque comenzamos a asociar esa sonrisa con el ruido atronador de los helicópteros.
(Nota: hablamos de dos helicópteros de doble hélice de diseño clásico ruso, dos bestias modernizadas (otra vez Pretecnotimes) para supuestas misiones de paz; el ejercito seguía vendiendo esa idea del armamento y el presupuesto bélico por la paz.)
Cuando ya todos teníamos las manos en los oídos (luego me di cuenta de que, sí, el no-artista llevaba tapones en ese momento), escuchamos primero un estruendo metálico en el techo, y luego otro. Se trataba de los imanes de tamaño delirante que se estaban adhiriendo a la última “pieza” del edificio Géminis. El moderno edificio Géminis. En ese momento no sabíamos qué coño pasaba. Lo que comenzamos a escuchar era cómo esos monstruos que colgaban de grotescas cadenas vomitadas desde los helicópteros, tiraban hacia arriba de nuestro inmueble. Comenzaban a atrofiarse los mecanismos entre las dos plantas; esto, supimos luego, era poco más que un cordón umbilical mecánico + leyes de la física + cierta grasa para facilitar rotaciones (en serio).
De esta forma, sin que nos diéramos mucha cuenta (ni al quedarnos sin luz eléctrica de golpe) el ático se había desprendido del resto del edificio, y acto seguido éramos treinta y ocho personas yendo de un lado a otro dentro de un péndulo gigante que colgaba de esos dos helicópteros.
Debía haber unos diez metros de cadenas en tensión desde ellos hasta nosotros. Oscilábamos menos de lo que cabía esperar. Debían ser buenos pilotos. Aun así, después de dos minutos, y cuando comenzamos a ver por las ventanas que básicamente flotábamos por encima de la ciudad sujetos por vete a saber qué… más de uno y más de dos se pusieron a vomitar.
Las primeras que cayeron al suelo desequilibradas fueron quienes llevaban tacones. El mobiliario era mínimo, recordemos que no dejaba de ser un ático reconvertido en una galería de arte. Y evidentemente el único que podía estarse quieto era el no-artista, el maestro de ceremonias, sujeto a su butaca, y esperando (supongo) a que alcanzáramos una buena altura para dar el siguiente paso.
No sé en qué momento debió comenzar a televisarse el asunto, pero ya había comenzado la guerra de clases. O más bien, seguía. Era, más concretamente, solo otra batalla de clases. Nosotros tan solo éramos el medio. La arcilla del anarquista. El fenómeno creciente del anarquismo armado era ya, se decía, un resultado natural de la evolución política, el reflejo que la sociedad le devolvía al Sistema. El problema era que el pueblo no podía expresarse de verdad si no era jodiendo al pueblo. La guerra de clases era una excusa tan buena como cualquier otra. Yo estaba allí de rebote, como presunto amante del arte, luego solo me esperaba mi piso cutre de soltero, eso tenía yo de ciudadano de élite. Yo era un potencial huevo roto para otra tortilla mediática (que no socialmente evolutiva, por desgracia). Dicho sea de paso, una de las tortillas terrorista con más seguimiento desde hacía un montón de años; se ha dicho que desde el 11-S. Tenía sentido pensar que Periferia Microsoft se la tuviese jurada a Nueva York en términos de hits televisivos, en términos de sucesos nivel “¿Dónde estabas tú cuando…?”. Estábamos haciendo historia de la forma que mejor sabemos los humanos, asesinando, muriendo salvajemente; a la vista de miles de cámaras y teléfonos móviles con cámara, a la vista de cientos de canales de televisión y reporteros gráficos. Porque estábamos volando e íbamos a morir. Era emocionante y espectacular, y todos querían verlo, era la siguiente y jugosa gran desgracia en directo. Un pájaro pijo herido, pillado por sorpresa, llevado por dos águilas vengativos con intenciones terribles por desahogarse. Si en lugar de estar allí arriba lo hubiese visto por la tele, ahora no tendría que decir siempre que: «nah, yo estaba durmiendo la siesta». “No escuché helicópteros ni cazas, nadie me llamó, mi móvil estaba en silencio”.
No quería entrevistas en Letterman. No sabía si las quería, y ante la duda, no las quería. Sin olvidar que no llegué solo al final de la historia. Esto era el inicio de un Romeo y Julieta rayante en lo ciberpunk del que no debe enterarse nadie. No aún al menos. Cierta muchacha y yo no queremos aún ningún baño de ego o fama. Planeamos contarlo cuando lleguemos a la tercera edad, si llegamos juntos. Y si es que nos creen.
El no-artista, dio una patada con los dos pies a la vez a aquello que creíamos era un escritorio raro o moderno. Y lo que vimos, en resumen, fue un nido de ametralladora “improvisado”, Una Gatlin Gun de seis cañones con un soporte de cuatro patas terminadas en ventosa, y la obscena serpiente de balas. Todos, tanto los que intentábamos seguir en pie como los que rodaban por el suelo, gritamos e intentamos, inútilmente, protegernos. Cómo mierda te podías proteger en aquella Galería volante, ¿con los brazos?, por el amor de Dios… Se inició el sonido de la Gatlin, y literalmente comencé a quedar empapado de la sangre de los demás. Yo estaba en la parte más alejada de aquel trasto, por puro azar de narrador. Aquel hijo de puta disparaba a ráfagas. De entrada daba la sensación de que disfrutaba oyendo gritos y estertores de muerte en esos lapsos de silencio del restallido metálico. Pero solo era inseguridad, derrumbe emocional. Lo cual no quiere decir que eso le frenara para seguir disparando. El sol, que se iba, ya entraba por las ventanas de un modo especial, tenía esa intensidad de cuando vas en avión y te da la sensación (sugestiva) de estar demasiado cerca de esa luz. Obviamente no pensé en eso cuando los disparos, pero la extraña forma en que funciona el cerebro hace que todo lo que pasara el mismo día en que la conociste a ella, tenga la potencialidad de la buena poesía. La violencia no era poesía; pero cuando sobrevives a algo así eres capaz de sacar también algo bueno de toda aquella mierda. Tengo aún imágenes en la retina que puedo asegurar que nadie más vivo en este planeta ha podido tener en los morros. Yo las tuve. Las tuve mientras, escondido, enterrado en cinco cuerpos que me provocaban arcadas por el olor y el destripe, vi que tanta bala había abierto un agujero del tamaño de un puño abajo en la pared del cilindro. Lo que vi, aun aterrado, aun oyendo los lloros de aquel mamón que casi me mata y que de hecho mató a treinta y pico personas (y que, joder, no era alguien tan distinto a mí en ideologías y frustraciones), fue una cola terminada en una… ¿caja? No podía creer lo que estaba viendo. Y realmente llegué a pensar que, o me había muerto y se iniciaba un nuevo mundo de percepciones para mí, o lo que estaba atisbando era el ascensor del puto Géminis colgando del algún modo de sus propios cables y oscilando al viento.
Cerré los ojos y los volví a abrir. Oí una ráfaga más del arma de aquel tío. Era ya un sonido distinto, aunque no sabría decir por qué.
Los lloros cesaron, y enseguida supe que aquel idiota se había suicidado.
Me incorporé un poco para mirar. No había nadie vivo; o mejor dicho, los que lo estaban solo lo estaban momentáneamente. Me quedé solo metido en aquella Galería volante. Fue entonces cuando me fijé en la luz, el sol, el inicio del crepúsculo. Fue un momento de alivio que se fue en dos o tres segundos; seguía sin estar en el mejor lugar. Luego me acordé de cómo había llegado al ático, y de cómo me sorprendió que al salir del ascensor no estuviera en pasillo alguno, sino ya dentro del propio ático. Volví a mirar por el agujero. El mismo ascensor en que yo había estado oscilaba ahí abajo, a unos diez o quince metros; era uno de esos transparentes, todo cristal, también cilíndrico.
Y no pude evitar un risa histérica/estupefacta cuando vi que dentro de él había una mujer.

Seguí volando, llevado vete a saber dónde por esos helicópteros rusos, tuneados por la única forma de evolución conocida desde hacía la tira. Me quité de encima los cuerpos, pero miraba todo el tiempo por ese agujero a vista de cucaracha. Intentaba ver a la chica. Iba vestida para lo que debía haber planeado como un largo sábado. Llevaba un vestido de tirantes de una pieza y el pelo suelto. Castaño o pelirrojo. No era fácil ver la expresión de su cara. Intentaba mantenerse en pie, alargar los brazos y apoyarse en las paredes del ascensor. A veces perdía el equilibrio. Debía estar llena de moratones, pensé. Tenía miedo de que me vieran desde los helicópteros, así que seguía en el suelo. Solo había hecho un par de croquetas para desenredarme de los cadáveres.
Era una versión real de uno de esos anuncios de colonia, ampulosos y tan cuidados que no te hacen sentir nada. Esas modelos andróginas y esas telas al viento, el sol filtrándose por todos lados. Esos trabajos de realización llenos de ángulos y encuadre y premeditación, pero vacíos de alma. La chica descalza, la caja de cristal, los zapatos de un lado a otro del ascensor, el vestido, el sol muriendo en ello.
Y muertos pensé que íbamos a acabar. Porque al mirar más hacia abajo me di cuenta de que ya volábamos sobre el mar. Tenía sentido que si la idea era matar a la gente de la exposición y llevárselos de esa manera (completamente inesperada para todos por barroca y aparatosa), el siguiente paso fuera ir mar adentro y soltar el paquete para que el agua hiciera el resto. De este modo, aunque quedara alguien vivo moriría de todas formas.
Luego se me encendió la bombilla. Debían tener un plan para sacar de allí al “artista” antes de soltar el paquete. Los pilotos de sendos aparatos debían estar esperando una orden o una señal del tío que se acababa de acribillar a sí mismo… Lo lógico era que estuvieran confundidos. Desde allí arriba y por las ventanas no podían ver el cadáver del tipo. Solo retazos de los otros cuerpos, de los charcos de sangre. Se la habían jugado al meter al tío solo en el ático para todo el plan; a no ser que hubiese otro infiltrado y hubiera muerto, cosa que no descarté. El “artista” no parecía muy centrado después de todo, sea como sea que se tiene que centrar alguien para hacer algo así…
Comencé a desesperarme de un modo distinto tras el tiroteo. Dejé de mirar por el agujero. Decidí moverme. Estábamos volando bajo, lo cual podía querer decir que tarde o temprano soltarían la última pieza del Géminis. Obviamente podían desactivar los imanes. (En aquel momento imaginaba ventosas gigantes…). El bamboleo del péndulo era cada vez más inestable. Daba la sensación de que ahí arriba estaban comenzando dejar de pensar que hubiera vida aquí abajo. O probablemente imaginaban un motín. Hubiera bastado con que cuatro o cinco personas se hubieran querido hacer los héroes. Al menos el quinto hubiera llegado a ese nido de ametralladora para apartar al chico de barrio del gatillo. Seguramente lo que me dio tiempo para actuar fue que en esos helicópteros se estuvieran haciendo la picha un lío con todo el asunto. Se trataba de calcular cuánto pasaría hasta que decidieran despedirse del compañero. Muerto en combate, con honores, jodiendo a las clases altas. Esas cosas que se solían decir sobre que las palabras eran una arma cargada de futuro, pues bien, ahora las armas eran las nuevas palabras. Y los atentados a gran escala era las nuevas armas del pueblo, más que nunca. Porque no había salida. Todo eso se me pasaba por la cabeza mientras intentaba atravesar la galería hacia la Gatlin. Intenté no preocuparme por si me iban a ver o no.
Por suerte, eso que parecían ventosas sujetas al suelo, solo eran unas patas normales, aunque útiles si tu plan era cagarte en todo con rabia y presupuesto. Aun así me costó mover aquella bestia a mí solo. Aún me quedaba mucha serpiente de balas. La idea era alinear el cañón con una de las ventanas, sin que fuera en exceso visible. Tuve uno de esos pensamientos extremos, eso de que iba a morir pero iba a ser luchando… Ahora me parece ridículo. No el pensamiento en sí, sino qué carga de inconsciencia debía llevar encima para no quedarme quietecito y esperar a ver dónde me llevaban antes de hacer lo que quería hacer. Ni siquiera hacía falta que me soltaran en el mar dentro de aquel monstruo de la arquitectura moderna. Si me golpeaba al… provocar lo que pretendía, podía morir perfectamente. Según dónde estés y lo que hagas, se presenta ante ti todo un abanico de posibilidades para acabar fiambre. Para mí un acto de riesgo antes de aquello era, por ejemplo, leerme otra novela de Thomas Pynchon. Esa era mi idea de la valentía, leer las 1300 páginas de “Contraluz”. O flaquear y actualizar mi estado de Facebook con algún dato demasiado personal. Ese tipo de cosas…
Puede que fuera un friki, pero era un friki de campeonato, de órdago.
Es posible que si no lo hubiese sido, jamás se me hubiera ocurrido hacer lo que hice; todo lo que hice y dejé de hacer.
No me fue fácil apuntar hacia arriba, hacia el helicóptero, atisbando cuándo podía verlo bien y cuándo no según el efecto péndulo.
Pero justo cuando iba a jalar el gatillo, algo no me cuadró. Si la idea era matar a unos cuantos ejemplares de clase alta ¿no podían haberse llevado “simplemente” el ático volando y haberlo tirado al mar? Es decir, hubiesen muerto igual todos…
Mierda.
Llegar a esa conclusión me cabreó, porque volvía a estar sin saber qué hacer. Además, si disparaba a los helicópteros y los derribaba, ¿qué pensaba que iba a pasar luego? Obviamente no estaba pensando nada, porque de haberlo hecho hubiera concluido que iba a pasar lo mismo; ascensor, ático y helicópteros, todos al fondo del mar.
Entonces, se me encendió otra bombilla. Recobré la cordura. Era malísimo para orientarme, pero sabía que un destino posible podía ser Isla Multimedia. No era imposible. Dicha Isla era lo suficientemente grande para que un grupo armado pudiera hacer planes incluyéndola, y lo suficientemente pequeña para poder controlar que turistas potenciales no molestaran ni metieran las narices donde no debían. Coño, además, ¿cómo pensaban hacer para que el compañero acabara en uno de los dos helicópteros en pleno vuelo? Había contemplado algunas posibilidades rocambolescas, pero luego me parecieron estúpidas.
Me quedé con cara de idiota, con las manos sobre aquel arma. La mirada perdida sobre todos aquellos cadáveres. De repente se durmió mi iniciativa. Caminé para volver a mirar por el agujero. Ver a la chica del ascensor me relajaba notablemente teniendo en cuenta las circunstancias. Y tenía que saber si estaba bien.
Cuando el segundo péndulo que era esa caja se ponía a tiro visual, veía que la muchacha seguía en pie, intentando mantener el equilibrio. Creo que tenía miedo de que las puertas cedieran o se abrieran, y no parecía dispuesta a sentarse y “relajarse”. Me pregunté qué pensarían los pilotos, qué habrían comentado sobre ese ascensor volante. Dudo mucho que estuviera planeado llevarse también esa otra pieza del Géminis.
Se me estaba revolviendo el estomago un poco con el bamboleo, aunque tengo un estómago fuerte. El atardecer parecía haberse alargado; como si la dirección en que iban los aparatos hubiese ayudado. Puede que fuera así. Llegó un punto en que comencé a relajarme. Puede que no como si hubiera vuelto a mi piso, pero no sentía miedo. Ni siquiera creía que fuese a morir. Pensé que si llegaba a tener que estar frente a esos tíos, fueran quienes fueran, al mirarme a los ojos ellos no se atreverían a matarme. Era una tontería cavilar así aquel día precisamente, pero tuve esa sensación.
No sé cuánto tiempo volé en ese ático; a veces creo que fueron quince minutos y a veces pienso que al menos dos horas. Miré un buen rato por el agujero. Y entonces el bamboleo aumentó. Los helicópteros estaban haciendo maniobras. Fui a mirar por una ventana.

Isla Multimedia venía de fondo.

Eché un vistazo a la Gatlin. Pensé en ponerla en un lugar mejor, pero en realidad no sabía cuál podía ser mejor, porque la única entrada o salida era el hueco del ascensor, y éste estaba en medio de la estancia. Solo destrozando la pared o una ventana podrían ver cómo estaba todo aquí.
Podía hacerme el muerto y rezar.
O podía abrir fuego y que luego rezaran por mí.
Fui rápido a ver cómo tomaría tierra el ascensor. Eso, en apenas cinco segundos, se convirtió en algo capital. Primero porque quería que esa chica se salvara. Y segundo porque si decidían durante el descenso alinear el ático con el ascensor para aplastar adrede el segundo, eso solo podía significar que yo también iba a morir. No sabía por qué, pero no podía creer la idea de que los tíos que quedaran fueran iguales que el tarado artista chico de barrio. No sabía cuántos eran, ni cómo operaban, ya estaba dudando incluso de que el plan inicial fuese lo que había sucedido. Puede que el chico de barrio se hubiese pasado tres pueblos. Es posible que no tuviera órdenes de causar esa sangría. Puede que incluso todo hubiese comenzado como un secuestro, y que la Gatlin solo fuera una forma de intimidación; algo así como enseñarla para asustar. Enseñar los flamantes huevos peludos del nuevo anarquismo. La verdad es que habían ido a un buen lugar a buscar pelea. Ese edificio era ya algo así como la polla de Periferia. La erección amenazante del espíritu material de la metrópoli.
Estaba más acojonado. Aunque me alivió el ver cómo los helicópteros parecieron maniobrar a caso hecho para no aplastar el ascensor. De hecho el mismo se posó suavemente tumbado en un claro. Un paracaidista habría aterrizado peor.
Está bien, era la chica mona de la caja de cristal. Era probable que no tuvieran nada contra ella. Además podía ser que ella fuese a otra planta; incluso con ese vestido y los zapatos de tacón y demás. Podía ser que fuera a ver a alguien, o a cenar con alguien y luego salir y luego volver y follar. La Cenicienta y el Príncipe, el cual vivía en la zona falocéntrica de Periferia.
A saber.
Aunque luego yo lo supe.
No había ningún puto Príncipe en el Géminis…

El ático también se posó suavemente. Comencé a temblar de miedo, literalmente. Primero arrastré cuatro o cinco cadáveres hacia una zona que me pareció que sugería desinterés y muerte hecha; y me puse debajo de dos. Luego… no lo sé, no podía soportar el olor, los efluvios que emanaban de los cuerpos. Me dio un ataque de tos, y me dio miedo hacer ruido, o toser justo cuando ellos estuvieran pegando la oreja a la pared o mirando por una ventana desde fuera o algo así. De modo que me levanté.
No sabía qué hacer. Entonces fui yo el que pegó la oreja a la pared. No oía nada. Lo helicópteros ya hacía rato que habían dejado de armar ruido. En ese momento se me ocurrió que quizá todo el material del que estaba hecho el ático podía interesar a esos tíos, a ese grupo armado. A saber… (Luego lo supe, les daba igual el puto ático). Pasaron los minutos y todo parecía indicar que habían dejado aquello allí como quien aparca el coche y se dispone a hacer lo siguiente que tenga en la agenda mental.
Sabía que todo el muerto dentro del cual me hallaba, había aplastado algunos árboles. Eso, sumado a que necesitaba saber cómo estaba la muchacha, me hizo dirigirme hacia la puerta que daba al hueco del ascensor.
La abrí. Noté enseguida el olor a bosque. Vi los cables de Julieta. Tal y como había previsto, el ático se había posado de tal forma sobre árboles y demás impedimentos, que había hueco entre el suelo y el mismo. Había un salto de dos metros. Era el centro exacto de la estructura.
Me descolgué y caí en la hierba alta de Multimedia.
Caminé de cuclillas, más para no hacer ruido que porque tuviera que agacharme. Decidí ir dirección a donde sabía que se había posado el ascensor, entre astillas y árboles deformados (durante un segundo pensé que todo aquello cedería acabaría aplastado). Me di cuenta de que tenía toda la ropa manchada de sangre, también las deportivas, con sangre reseca incrustada en las suelas. Mi aspecto debía ser el de un zombi.
Ahora sí estaba anocheciendo de verdad.
El ascensor seguía allí. Oí movimiento en su interior. Eso me gustó. Respiré hondo. Pensé que se llevarían a la chica, aunque no me pegara mucho que la violaran ni nada por el estilo; no sé por qué. Creo que sencillamente pasaron de ella. O puede que tuvieran planes de volver a por ella.
Y digo volver, porque por más rodeos que di, allí no había helicópteros por ningún lado. Se me hacía raro, porque hubiese jurado que los oí posarse. Puede que interpretara mal los sonidos; me había acurrucado bastante tiempo y no había mirado por las ventanas.
Isla Multimedia era una especie de reducto para amantes de la naturaleza, con el hándicap de que solo podías llegar en barco o por aire, y por aire tenías que tener un helicóptero. No era un lugar al que se organizaran salidas de grupo, ni de jubilados ni nada por el estilo. La industria de Periferia tenía un raro respeto por el sitio, y el mismo no había caído aún en las garras de ningún empresario. En dos horas podías caminar de un extremo al otro de la circunferencia irregular y agreste que se veía a vista de pájaro. Algún estudiante de vez en cuando decía que quería ir a la isla y pasar un par de noches con su novia al raso. (Era la forma suntuosa de llevarte a tu ligue a un hotel.)
Intenté decirle con señas a la chica que Yo Era Inofesnivo. Soy… Estoy… Ahora te Saco de Aquí… Etc. De entrada pensaba que yo era uno de los pilotos, o terrorista. Metí los dedos entre el material gomoso de las puertas transparentes del ascensor. Tuve que forzarlo bastante; pero al final no tuve que emplear más tiempo que con el tapón de un tarro de cristal que se pone cabezón.
La chica se mostraba valiente. Cuando rompió a llorar fue cuando por fin salió de esa caja de cristal. Salió toda la tensión. Ella no tenía ni idea de lo que había pasado. Solo sabía que por fin estaba en tierra, y que no iba a morir al desengancharse ningún cable y caer en picado allí encerrada.
Luego todo se me complicó, tenía que tomar decisiones en cuanto a ella. Tenía que decidir enseguida entre si contarle a esa muchacha lo que yo sabía o si ocultarle por el momento parte de la información para que no entrara en una nueva pesadilla justo después de haber salido de la anterior. La verdad es que, con todo, era un alivio volver a estar en tierra firme. Así que opté por decirle que era mejor que buscáramos un lugar en el que pasar la noche, sin más. El primer impulso de la chica fue el de mirar el ático después de oír mi lacónico plan; estuvo a punto de pedir explicaciones, pero se debió dar cuenta de que no las quería, prefería no saber por qué ni de pasada le había propuesto volver ahí dentro. Fue un ejercicio de química de supervivencia. Hay parejas que no se ponen de acuerdo con las cuestiones menos relevantes que puedas imaginar. Nosotros, apenas sin hablar, supimos estar de acuerdo en silencio para manejar una situación que jamás imaginamos tener que afrontar.

Pasamos bastante frío, las cosas como son; pero conseguimos dormir. Estábamos entre unos matorrales bastante altos. La única forma de dar con nosotros hubiera sido tropezar con nuestros cuerpos. Intenté mostrarme caballeroso. La abrazaba y procuraba dar calor. No servía de mucho. Pero en todo caso nos sentíamos mejor juntos.
Estábamos despiertos ya cuando empezaba a clarear.
Y al miedo a toparnos con terroristas lo suplió otra clase de miedo. Lo bueno era que ya no era miedo a la muerte; lo malo es que eran periodistas…
Caminamos apenas diez minutos. Y a lo lejos, en una de las playas, vimos que había cámaras y técnicos y un montón de esas reporteras con look de reportera, foulards incluidos. Ambos opinamos que hubiese sido horrible que nos vieran. Hubiésemos sido carne de una noticia espantosamente mal tratada. Y hubiésemos pasado a formar parte de cierta clase de celebridades indirectas que se ven envueltas en los medios sin quererlo, y teniendo que aguantar quizá incomodidades que podían rayar a la larga en lo insoportable.
De modo que comenzamos a caminar medio agachados en dirección contraria. Los periodistas eran el motivo por el cual la banda armada había salido pitando de allí (sí). Lo cierto era que los periodistas de Periferia acojonaban a cualquiera que tuviera más de dos neuronas o aún creyera mínimamente en la dignidad humana. Recuerdo que pensé que hay cosas peores que hacerle a la humanidad que matar a unos cuantos (incluso en aquel momento lo pensé); hay cosas que a largo plazo pueden hacer más daño que las bombas, suene paradójico o no. Los ciudadanos, famosos o no, no eran más que las ratas de laboratorio de ciertos periodistas. Ya habían pasado aquellos tiempos en que el oficio se basaba en el noble deber de informar. Ahora la audiencia mandaba hasta las últimas consecuencias. Y al parecer la audiencia era rematadamente repugnante y tenía unos gustos horripilantes. Y no querían que se les informara. Querían una historia, a poder ser patética, en la que alguien sufriera o perdiera toda la dignidad. Querían debates imposibles de entender y que abundaran en ataques personales. Querían ver a señoras tirándose del pelo entre sí, querían ver cómo evolucionaba a peor la vida de aquellos que eran –teóricamente– peores que ellos. Querían regodearse, como siempre y más que nunca, en la miseria ajena. Y querían –algunos de ellos– llenar de piropos lo bien realizados y promocionados que estaban esos programas.
De verdad, daba mucho miedo enfrentarse a todo eso. Nos fuimos todo lo lejos que pudimos. Era evidente que de alguna forma todo el mundo se había enterado de que los helicópteros iban a esa isla. O, al menos, en esa dirección. La sensación era la de que el plan que tuviesen los anarquistas se había quedado a medio hacer. Nunca supimos cuál era la intención real, concreta, no más allá de la vaga idea de la rabia hacia el sistema de jerarquías de toda la vida. Tenía sentido. No era como una película de las que ese público mencionado antes gusta de ver. Nunca hubo respuestas concretas que explicaran de una forma inteligente el porqué de todo aquel despliegue de medios. Quizá sí querían matar, o quizá solo querían secuestrar y alargar un poco más el cuento. Llegamos a investigar si había algún tipo de celebridad o empresario explotador junto al cual pudiésemos haber salido volando; alguien a quien extorsionar, pedir dinero o simplemente hacer sufrir.
Se detuvieron las obras de aquellos edificios inteligentes. Las formas del atentado en sí murieron con el mismo. Seguramente porque el despliegue de medios y seguimiento sobre el mismo eran mayores que el barroquismo logístico que supuestamente tenía que dar ventajas a los secuestradores o asesinos o lo que fueran. Se investigó también quién pudo financiar todo aquello. Salieron nombres y obviamente la ley empapeló a unos y a otros, y como siempre, al final nadie sabía quién era culpable o quién acabó pagando, aunque solo fuera un empresario cabrón común con los antecedentes de evasión fiscal habituales; nada que no puedas encontrar en el sótano vital de quien tiene varias casas o novias de treinta años menos.

Nos limitamos a esperar en un pequeño claro, siempre vigilando que ninguna chica ambiciosa y recién licenciada apareciera de repente con un micro. O que ningún reportero de magazine matinal surgiera de golpe con gestos amanerados y comenzara a ametrallarnos con preguntas estúpidas durante una conexión en directo con algún plató lleno de gente por encima de los 65 años. De verdad nos aterraba ese rollo. Es curioso que no hubiera un contraste muy relevante con la anterior situación. Eso me dijo ella. Y yo, incluso con los nuevos recuerdos de muerte con los que tendría que convivir el resto de mi vida, asentí y, nuevamente sin entrar en detalles, le dije que me sentía igual. Estábamos sentados en la hierba alta, pero ella de vez en cuando se ponía de cuclillas y miraba en dirección a la playa. Casi no se veía desde allí entre la maleza, pero al menos sí podías hacerte una idea de si corríamos peligro.
Ella grabó una «m» minúscula con un asterisco en un árbol. Aún no hemos vuelto a ese lugar para volver a verla. Después de eso, y ante la quietud que llegaba desde la playa poco fiable, decidimos caminar ya más calmados hacia el otro lado de la isla. Hablábamos y comenzamos a entrar en detalles personales. No nos sentíamos perdidos, sabíamos que la isla recibía visitas, aunque no fueran muchas, y aun sin haberlo comentado, ambos teníamos claro que el plan era que una de esas visitas nos acercara a Periferia.
Fue en ese lapso de tiempo, en ese paseo, cuando nos hicimos más íntimos. Creo que ella ya había decidido lo que tenía que decidir respecto a mí después de la noche de frío que pasamos juntos. El resto fueron meros formalismos; el asegurarnos de la carencia de «personas especiales» en la vida del otro, y cosas por el estilo. Nos aseguramos de que ninguno de los dos era una idea de transición para el otro. Nos los tomamos bastante en serio ya desde el principio. No resultó nada forzado, nada a lo que nos abocaran las circunstancias (de verdad).
Avanzado el paseo, yo seguía teniendo más información que ella sobre lo que había acontecido. Pero cuando ya estábamos en una playa desierta de la zona oeste de la isla, decidí que le contaría, aunque solo fuera por encima, lo que yo había vivido en aquel ático volante.
Cuando acabé la historia, ella no reaccionó de modo histérico, solo me preguntó si estaba bien. Tampoco era tonta. Yo llevaba la ropa manchada de rojo, aunque ya fuera más color Sucio. Y obviamente cuando se vio a sí misma volando dentro de aquella caja de cristal, ya debió deducir que aquello no formaba parte de un plan revolucionario basado en el diálogo… A veces, cuando ya es obvio que quieres de un modo profundo a una mujer, sin querer la haces o la crees más tonta de lo que es, y solo por el placer de creer que la estás protegiendo.

Hacia las doce del mediodía, por fin atisbamos una lancha a lo lejos. No nos costó demasiado que nos vieran. Yo me había puesto la ropa del revés; no es que no llamara la atención, pero pensamos que era mejor que no se vieran las manchas de sangre reseca. No era cómodo; pero pasaba por moderno.
Cuando la lancha llegó, nos montamos toda una historia sobre que habíamos llegado con amigos la noche anterior, y que nos habíamos querido quedar solos… y que básicamente confiábamos en que alguien tuviera la amabilidad de devolvernos a Periferia al día siguiente.
Eran enrollados, eran una pareja joven, tenían pinta de manejar medios, de no tener que pensar en el dinero. Así que, con esa visión tan poco amenazadora de la vida, no dudaron en recogernos.
La chica se puso a pilotar la lancha. Rodeó la isla, tomó rumbo. El chaval nos dio conversación banal. Tardé al menos quince minutos en darme cuenta de que ese tío tenía una mancha de sangre en el cuello de la camisa. Esa camisa blanca casi impoluta. Sonrió de forma desconcertante al darse cuenta de que yo me había dado cuenta de ese detalle. Por puro instinto, rodee con el brazo a m*. El chico puso una especie de radio antigua, un transistor. Sonaban los Rolling Stones, Satifaction. Entonces, ese chaval –no debía tener más de 26 o 27 años–, animado por la música, y sonriente, nos dio un “achuchón”, haciendo ademán de rodearnos a ambos con sus brazos, y dijo:
–Os quiero, parejita. Coño. Os quiero, joder.

M