Es todo de un color azul intenso. Desde esta terraza se pueden ver relámpagos en el horizonte, se agrieta el cielo y no llega ruido alguno. Sin duda mi vista favorita, muy por delante del sol y la luna, aunque no lejos de los tornados y los tsunamis televisados. Esos remolinos ingobernables, la gente subida en sus tejados, los coches arrastrados, la muerte en vivo, la precariedad, la pobreza presente, o la futura (que atisbas sin esfuerzo). Pero aun así todo eso no puede competir con esta vista. Las tormentas lejanas también pueden tener la virtud de la señal de la desgracia ajena, sugestiva, que te hace desconectar o que viene hacia ti; te hace latir más fuerte el corazón, como la persona que te gusta o el primer beso. Solo que es un beso más adulto, más maduro. Ves el mundo con otros ojos y aprendes a aceptarlo, a relacionarte con él, y luego a filtrar la información. Lo que te pasa por la cabeza es una cosa distinta en esencia a lo que dices, no son conceptos necesariamente relacionados; puede que solo en ciertas situaciones, quizá algunas entrevistas de trabajo o una declaración de amor o de guerra. Pero tampoco con esos ejemplos puede uno hablar muy claro. Abajo dos tíos se han puesto a discutir en la terraza de un bar, está siendo un cigarrillo emocionante. Ella se ha quedado dormida. No fuma, no bebe, tiene algo así como dos carreras, no llega a los treinta años y no me conoce. Yo solo sé de ella lo que ha dado tiempo en la cena, mientras me limitaba a asentir. Mi cartera estaba temblando, de entrada por el aspecto acristalado del restaurante, luego por los números de la carta. La discusión abajo crece en intensidad con el sonido de varias sillas que se arrastran. El hotel también va a ser caro. Recuerdo que una vez, hace muchos años, vi a dos tíos pelearse a puñetazos en la calle, en el barrio en que me crié; uno de los dos cayó al suelo como un boxeador medio grogui; intentaba levantarse pero no podía, era como una tortuga panza arriba y con los ojos en blanco, y el otro seguía dándole con el puño cerrado en la cara, un sonido seco y acuoso, poco perceptible para el oído pero muy violento a la vista. Una mejilla se puede inflar en apenas unos segundos; los nudillos, por raro que parezca, te pueden hacer cortes en la cara y en las cejas tal que si te tajaran con una cuchilla. Pero nunca he vuelto a ver una pelea así. Parece que la tormenta se acerca, ahora tras los relámpagos se oyen un poco esos testarazos siempre raros del cielo, como cabezas de dioses ensangrentadas, como si algo enorme se hubiera caído y desmontado en piezas. Ahora hay unas diez personas observando a los dos tíos que discuten abajo. Aún no han llegado a las manos. Un par de chicos les graban con móviles. Se me acaba el cigarrillo y me enciendo otro. No ha sido un buen polvo, hacía demasiado que no follaba y estaba nervioso; cuando me he corrido, hacía unos veinte segundos que ella había comenzado a calentarse. He llenado la punta del condón, luego la muchacha me ha sonreído y no me ha dicho nada. Me ha dado por perdido para esta noche, y yo también. Ahora me siento mejor. Abajo uno de los dos tipos le ha lanzado el puño al otro, pero solo ha azotado al aire. Un tercer tío intenta ponerse en medio para separarles, nadie le ayuda. Lo veo todo desde un cuatro piso, a salvo. Más gente se ha asomado desde otras ventanas y balcones. No se oyen sirenas de la policía. Hace mucho calor, un calor pegajoso, húmedo; pero empieza a correr ese aire que tan bien huele a tormenta. Decido quedarme un rato más en la terraza, me enciendo otro. Tengo que ver cómo acaba la escena abajo. Ahora los tipos siguen insultándose, sin tocarse, pero desde aquí arriba apenas se captan algunas sílabas. Solo llegan gritos, puede que dotados de más pureza sobre lo que acontece que las medias frases o gilipolleces que estén diciendo esos tíos intentando argumentar esa tan habitual subnormalidad de barrio, de capullo que roza los cuarenta y sigue siendo un gilipollas de diecisiete que solo ha ganado en arrugas y amargura. Puede que encima con algún crío que depende de él. Esas “figuras paternas”, hijas de la misma inercia de mierda de siempre de los impulsos vacíos de cierta idea cerrada sobre la evolución personal. Uno a veces imagina al doctor y las enfermeras que han traído al mundo a los críos de soplapollas como los de ahí abajo; en qué pensarán cuando llegan a casa y se dan cuenta de que han puesto al bebé al cargo de un chulo barato y una atontada que de milagro debió saber abrirse de piernas en pos de la reproducción. Esas parejas follando y dando pie a términos técnicos y naturales que no comprenderán nunca, esas palabras raras del diccionario. Esos “chicos de barrio” que se creyeron sus bajas notas y se aceptaron con un raro orgullo como fracasados disfrazados de gente sencilla, pensando que ya no podían adquirir más conocimientos por sí mismos porque no estaban dotados para ello tal y como demostraban los números. La vida era un rollazo, así que había que simplificarla y cebar el Orgullo de Ignorancia. Era culpa de ellos y no lo era, pero háblales de todo eso sin que se sientan amenazados si es que puedes. Los imbéciles de barrio lo son por el mismo motivo por el que puede serlo la chica que sigue dormida con sus dos carreras. Ambos se creyeron todo lo que les dijeron, unos la falta de galones, y otros los galones. Pero en ambos casos es muy probable que una Persona haya quedado arrinconada con la prohibición de hacer preguntas o cambiar de postura. La única diferencia sustancial es que algunos del primer grupo acaban practicando la violencia en la calle, y otros en los demás ámbitos de la vida, los emocionales, los éticos, no digamos ya los morales, los políticos… Es por eso que los tarados como los de ahí abajo, por más dañinos que parezcan, al final suelen ser los que menos daño hacen. No tienen poder alguno, jamás tendrán cargos de responsabilidad, y su faceta más reprochable suele aflorar cuando intentan convertirse en votantes, ya que esa ignorancia tan popular de bar acaba en las urnas, y eso sí acaba dañando a todos, como los supuestos intelectuales dañan desde puestos administrativos o de poder, o simplemente mirando hacia otro lado aunque ellos sí conozcan muchas verdades sobre la vida.
Uno mismo se reconoce un gilipollas, aunque solo sea por no decir más veces lo que piensa, quizá por miedo a que le respondan con algún argumento irrefutable a primer golpe de análisis. Lo que cuenta es el momento y las formas, siempre. La chica que sigue dormida es oficialmente inteligente porque ciertos días concretos supo dar ciertas respuestas concretas de cierta forma concreta y a gusto de ciertos profesores concretos. En realidad su forma de inteligencia tiene más que ver con la capacidad de adaptación que con la Capacidad en un sentido general. No hay gente con carrera que tenga chorros de faltas de ortografía por nada, entre otras cosas. Esos procesos oficiales son como comer y cagar en una cárcel. Comes lo que te dicen; luego, si cagas como quieren que cagues te dan un papel, y al final tiras de la cadena, haces un corte de mangas saliendo del edificio e hinchas tu pecho de orgullo. Lo malo es cuando ya en casa sigues con el culo sucio, pero en lugar de usar el papel para limpiarte y bajarte los humos, lo enmarcas y lo cuelgas en la pared.
El problema es que todos, la chica de la cama y los idiotas de abajo, creen en la jerarquía, en la, digamos, unidad de medida actual de capacidades. No creen en el caos, ni en nada parecido, sino en una forma de dignidad que es, en su mayor parte, artificial. Y la tormenta… Lo bueno de la tormenta es que se define en sí misma como caos, una tormenta es anárquica, entiende perfectamente cómo es la vida porque no le queda más remedio, porque ella es la vida. Y de esa forma, si por esa puta casualidad se nos tiene que llevar a todos por delante, lo hará. La revolución raramente llega desde el ser humano, pero no por ello la naturaleza va a detener su curso.
El papel mojado podría resumirlo todo. No eres nadie sin papeles, pero los papeles, en esencia, son papel mojado. El fondo se sigue perdiendo porque las formas siguen imperando. La chica despierta y la verdad es que es un encanto; te abraza desde detrás en la terraza. Te perdona en silencio que no la hayas follado como es debido. Vuelves a mirar abajo y ya no hay nadie (quizá nunca lo hubo). La tormenta estalla y nos metemos en la cara habitación de hotel para verla a cubierto.
Eso (y ella) hace que endurezcas, y, paradójicamente, que te vuelvas a ablandar, a la vez que acaba salpicando el chorro (esta vez mucho mejor). Por lo que este chorro cede.
Me encanta que el viento traiga aroma a tormenta..es tan…refrescante.
Besos.
Y el caos siempre llega, siempre.
Tu relato ha dejado en mi boca un sabor metálico, ese regusto a desazón mezclado con la tormenta que acecha me ha acompañado durante la lectura. He visto todas las escenas que has narrado , he oído a lo lejos la disputa y también he visto a un escritor en soledad con muchas cosas que decir.
Niño, ¡tu vales mucho!
Joer… aquí hay que venir con tiempo, con calma… porque tu texto es para disfrutarlo… y voy a leer más.
Adictivo
Besos abisales
Esas tormentas son peeleas de estabilización quizás, saludos