Estrella, luminosa y puede que demasiado fugaz, y siendo esta vez un nombre propio, notó lo realmente ampuloso que era el vestido al bajar el último escalón saliendo de la iglesia. Posó sus pies en la arena, abundante y suave, pero principio también de la aceptación de toda una serie de condiciones. Condiciones producto de cierto tipo de mentalidad. Una mentalidad superviviente, intacta de generación en generación. De hecho, el vestido era un arreglo del que había llevado la abuela Estrella, ya muerta tras décadas de sufrida labor femenina, sufrida labor humana, candente forma de dignidad aún también superviviente; dignidad que Estrella nieta había decidido heredar. Había cosas que, según ella, era mejor no matar.
Caminó por el desierto de caprichosas dunas, y solo había un oasis de vez en cuando. No siempre era agua, a veces solo era orina, a veces tenía el sabor a cloaca del torrente camino de la extinción y dividido en charcos. A veces te hacía enfermar (aunque, le dijeron, eso también purificaba), pero siempre formaba parte del camino, y eso era suficiente para ella.
Puede que a ratos se sintiese algo sola, pero había decidido ser una novia más del desierto, y eso era inamovible. Por más sola que estuviera, sabía que tenía muchos ojos encima, expectantes, esperando a ver cuál sería su siguiente movimiento. Eso, pensaba, era muy importante.
Era duro, pero daba la felicidad en pequeñas dosis, toda la vida se lo habían contado, iba bien prevenida, seguía los consejos que durante toda su juventud le habían dado. Recordaba las aulas y los codos enrojecidos; recordaba el sacrificio y en cómo se había tornado en firmados laureles. Recordaba que ella tenía las pruebas oficiales de que era Una Mujer; y por tanto estaba segura de que su camino era el camino que todas deberían sentirse orgullosas de seguir y perseguir.
Estaba a tono con la evolución planeada, llevando a cabo muchas acciones de novia que otras novias antiguas no habían podido llevar a cabo, y lo hacía siempre contenta porque las anteriores no habían tenido su oportunidad de hacerlo. Cada paso en la arena era una forma de hacer que todos se sintieran orgullosos. Valía la pena el riesgo de las serpientes, de los escorpiones. Valía la pena aceptar los alimentos que venían dados de un modo esforzado aunque casi divino por la propia coyuntura del camino. Podía ser paradójico, al estar ella en resumen avanzando por ese basto y duro paisaje, pero al avanzar seguía recibiendo bienes en la justa y legal medida. Gracias a todos, a todo, a los laureles logrados, a que se había levantado un montón de años con el pie derecho, a que siempre había sabido leer solo la parte que entraba en el examen, a que siempre hizo caso a la autoridad, a que supo aceptar su condición de Preparada y Mujer, más los ya anteriores dictámenes sobre la maternidad y formar una familia unida; y gracias, en esencia, a su medida reflexión calculada en base a reflexiones ajenas que ella consideraba sabias, había obtenido a cambio una honorable existencia, como ella opinaba había de ser: mitad sacrificada mitad obstinada.
Durante el camino, y como ya la habían advertido, topó con la Ardilla Parlante del desierto. Estrella no recordaba bien su divino origen, pero sabía que debía escucharla. El precioso animal, Sabio Oficial, habló y habló. Había pasado ya un buen tiempo desde la boda, y la novia agradeció la compañía de ese animal que estaba, se decía, a la vez con ella y también con el resto de novias caminantes. El animal ayudó a hacer planes para ella. «Ahora debes tomar más decisiones», le dijo, entre muchas otras cosas. «Decisiones que habrán de conllevar la perpetuación de esta paz que sientes en el camino»…
Así lo hizo ella.
Estrella hacía caso a todo lo que decía su nueva acompañante. Y dio gracias a poder tener otra vez alguien a quien poder escuchar, atender y obedecer.
De vez en cuando hacía acto de presencia tras largos vuelos en busca de apoyo material, el hombre con quien ella había contraído nupcias en aquella iglesia que con cada nueva arruga se alejaba un poco más.
En uno de esos encuentros amparados por generaciones y generaciones de coherencia heredada, Estrella y su también trabajador marido concibieron a Estrella*.
Fue con el tiempo una niña seria, algo desconcertada y poco habladora. A veces ponía en entredicho solapadamente los pensamientos hablados de Estrella y Papá. Pero la mayor parte del tiempo callaba. Crecía adaptándose a regañadientes y hacía preguntas que sus papás no siempre sabían cómo contestar. Estrella se encontró algunas veces, durante el camino, pensando en por qué ella misma tenía ciertas opiniones. Por qué había llegado a ciertas conclusiones. Cuáles habían sido los procesos personales lógicos o pasionales a través de los cuales ella había llegado a ser quien era.
Tras haber estado largos trechos del camino en compañía de su hija, y luego de meditar sobre las cosas que la niña decía, en ocasiones rompía a llorar intentando apartar de su cabeza ciertos pensamientos. Lo que le parecía más terrorífico, era que lo que la afligía no era que esos pensamientos no fueran los adecuados, sino que tenían esa cualidad amenazante simplemente por ser pensamientos: puede que incluso pensamientos realmente propios.
Estrella comenzó a sufrir por el futuro de su hija. Estrella* se convirtió en adolescente, y luego comenzó a parecer cada vez más y más Mujer. Su lenguaje parecía poco apropiado, y muchas veces dedicaba tiempo a actividades que su madre no consideraba en absoluto productivas. Cuando le preguntaba qué estaba haciendo o por qué lo hacía, la chica solía callar o murmurar cualquier cosa para que Estrella volviera al camino y la dejara en paz.
Así pues, la preocupada madre, decidió sincerarse una vez más con la Ardilla Parlante. Expuso todos sus miedos y esperó a ver qué respondía el sabio animal, con qué consejos la intentaría consolar o encarrilar.
La Ardilla le dijo que esa era precisamente su misión, que hay un momento en que muchos adultos se sienten confusos con su vida, y suele darse especialmente con la novias caminantes. «Los hijos no son un asunto fácil, a veces tienen ideas alocadas y no siempre es sencillo calmarlos». Estrella escuchó atenta al animal, y éste, al ver que no lograba consolarla o convencerla de volver a ser la que era antes, tan llena y a la vez sacrificada, le dijo que haría otra cosa: hablaría con Estrella*. Eso podía ser una buena forma de comenzar a aplacar las preocupaciones maternas.
La Ardilla, pues, convenció a la muchacha para que caminara un día con ella y su madre.
En cierto momento, bajo un sol abrasador, llegaron cerca de una gran roca. Ardilla guiñó un ojo a Estrella y ella dijo: «¿Os dejo a solas un ratito, hija, ¿vale?»
«¿Qué?», reaccionó la chica. Pero se quedó allí tras la roca con la Ardilla. Estrella se desmarcó de la escena y espero durante al menos veinte minutos. Suspiraba por que las cosas volvieran a ser como antes. Su hija ya mismo tendría edad de encontrar a alguien, un hombre con quien estar. Ya mismo tendría que ser una novia caminante más. Escoger el buen camino, saber que todo es calor, sudor, sacrificio y pequeños oasis en los que beber y purificarse. Ella, con todo, confiaba en su hija.
A veces miraba hacia la roca de refilón, podía ver medio cuerpo de la muchacha, se había encendido un cigarro, no parecía estar muy atenta a lo que le dijese la Ardilla.
Ya estando demasiado inquieta, Estrella comenzó a caminar hacia ellas. Puede que no estuviera funcionando y fuera mejor hablarlo las tres juntas. Dio la vuelta a la gran roca para unirse nuevamente a ellas. Y entonces:
«¡¡Oh, Dios bendito, Dios santo…!!… ¡¡qué has hecho!!… » –comenzó a gritar desesperada.
Estrella se arrodilló ante el terrible desagravio que presenciaba, comenzó a lloriquear. La Ardilla yacía en el suelo con su pequeña cabeza destrozada. Estrella podía oler sus sesos putrefactos al sol, cómo el cuerpo peludo ya había comenzado a descomponerse. Podía ver una parte rugosa de la roca manchada de sangre. Las manos de su hija manchadas de sangre.
«¿Qué pasa?, ¿por qué lloras ahora?» –dijo Estrella*, con tono exasperado.
«¡Qué has hecho con la Ardilla!, ¡estúpida!, ¡hija desagradecida! ¡Me has roto el corazón!, ¡me has roto el corazón!, ¡le has roto el corazón a tu madre, que lleva toda la vida sacrificándose por ti…!»
«Pero mamá, ¿cómo quieres que te lo diga?, No Hay Ninguna Ardilla… Levántate del suelo, por favor.»
Para eso son necesarios los psicoanalistas o los amigos, para no tener que imaginarse ardillas consejeras.
Saludos.