Yo tenía unos nueve años. Estaba en casa de un vecino, él era tres años mayor que yo. Jugábamos a la consola, una Master System de 8 bits (no sabíamos ni qué era un bit, pero siempre hablábamos de bits). Atardecía, se veía por la ventana tras el televisor. La madre de mi amigo entró entonces en la habitación de mi amigo y dijo: «Se ha muerto el Rafi»… a lo que mi colega (al que admiraba), contestó: «Uno menos». Y nos echamos a reír.
El Rafi era un niño del barrio de siete u ocho años con quien apenas teníamos trato. Al parecer se comió dos bocadillos, se lanzó a la piscina, se le cortó la digestión y se ahogó (o eso nos contaron los adultos). Cada vez que alguien volvía sobre el tema, nos daba la risa, y tan así era que acabábamos con dolor de estómago y los ojos llorosos. No podíamos parar de reír y reír.
Cuando tenía diez u once años, una de las modas del barrio era el monopatín. Todos teníamos uno, y si veíamos a alguien de nuestra edad que no lo tenía, nos preguntábamos a qué esperaba a tener uno. Las niñas de trece, catorce y quince años entonces aún jugaban a la goma cantando canciones. Los chicos nos lanzábamos sentados en el monopatín por la bajada que hacía la acera que cercaba los parques delante de los pisos. Los coches estaban aparcados en batería junto a nuestras carreras. Al llegar abajo, la acera hacía curva de 90 grados y girábamos bruscamente haciendo derrapar las cuatro ruedas bajo la tabla. (Se trataba de aquellos monopatines bastos y pesados con dibujos estilo graffiti y ruedas de pasta, nada parecido a lo que hoy día llevan los adolescentes.) Al final de la bajada, si seguías recto, había una carretera notablemente transitada. Hubo frenazos de coches, monopatines partidos en dos, conductores discutiendo con padres, niños discutiendo con conductores, niños vacilando a conductores para vacilar delante de las niñas de las gomas, padres castigando a niños, cabezas abiertas, muchos puntos de sutura, monopatines paternalmente lanzados a la riera que había junto a la carretera, niños paseando por la riera (después de haber saltado sobre hierbas altas y ratas desde el otro lado de la baranda: una caída de unos cinco metros) buscando dónde había caído el monopatín; hubo rodillas rascadas hasta verse el hueso, huesos rotos, muchos esguinces, codos ensangrentados, niños volviendo de la riera desde una zona de escaleras situada a unos dos kilómetros y con el monopatín de turno y hasta a menudo restos de revistas porno con las páginas enganchadas. Hubo alguna mordedura de rata, y hasta accidentes de tráfico ajenos a nuestras gestas presenciados de primera mano (incluidas lluvias de cristales) mientras bajábamos impulsándonos y manoteando los parachoques de los coches aparcados.
Hacía poco de la primera paja, tenía trece años. Un día, una mañana, caminábamos buscando petardos. Cada uno llevaba un tarro de mermelada vacío (o similares). La noche anterior había sido la verbena de San Juan. Lo que hacíamos cada año esa fecha era buscar restos, despistes, perdidas, la gente desperdiciaba por un motivo u otro decenas de petardos; estaban intactos en el suelo, polvorientos y resecos, perfectos. Íbamos por caminos cercanos al barrio que actualmente están asfaltados, pero que por aquel entonces eran caminos de tierra; siempre había alguna jeringuilla, condones usados, revistas porno, bolsas andrajosas, basura de vertedero desperdigada. Nos encantaba estar allí.
Cuando nos cansábamos de buscar, nos disponíamos a disfrutar del botín. Primero gastábamos los petardos más flojos, y los más gordos quedaban para el final. Los petardos eran sagrados, cada verbena de San Juan y su día siguiente eran NUESTROS; era la dictadura del ruido y el destrozo. San Juan significaba plantas reventadas, flores que se esfumaban, ladrillos partidos o hechos trizas; significaba coger los pepes (largos y verdes) por el extremo opuesto a la mecha, encenderlos y tener las narices de no soltarlos hasta que explotara la parte delantera. San Juan era hormigueros como pequeños Hiroshima y Nagasaki, lagartijas dentro de botellas de Coca-Cola y meter un rompetochos encendido dentro y poner el tapón. Significaba más de una luna de coche rota, más de un container amaneciendo derretido, algún que otro dedo amputado, y perros y gatos histéricos durante horas. No siempre éramos nosotros los responsables, pero nos encantaba que alguien lo fuera y poder ver los desperfectos, la resaca, la distorsión de la rutina.
El día de búsqueda de petardos de mi decimotercer año con vida, cuando ya solo nos quedaban algunos de los gordos, había que afinar el ingenio. Entonces tocaba buscar objetos que poder destrozar. Lo ideal era una botella de cristal, a poder ser grande. No era fácil dar con una, pero ese año fue especial porque sí lo logramos. Una preciosa y gran botella oscura y vacía de cerveza. Una de las cabronas. La dulce promesa de la metralla salpicando, el corte de mangas infantil a la Amenaza que representaba cualquier decisión que tomáramos. Y vaya si la metralla salpicó. Lo hizo tanto que llegó a dos ventanas; y el vecino de siempre, el que nos llenaba de agua día sí día también la plazoleta para que no jugáramos al fútbol, salió enfurecido diciendo que habían entrado cristales en su casa. Nosotros, muertos de risa, corríamos y le hacíamos pedorretas a aquel hijo de puta.
Mi vecino, cada año, cuando íbamos a la piscina o a la playa juntos, se metía en el agua a medio comer su bocadillo, y fingía estar ahogándose. Nunca podíamos parar de reír.
Una vez, por un camino cochambroso saliendo del barrio, y “detrás” de los pisos (donde había más plazoletas como las de “delante”, aunque no estábamos en ellas), encontramos un sapo. Había llovido toda la noche. Un sapo enorme enquistado en el barro aún muy húmedo. Nos preguntábamos qué pintaba allí un sapo. Nosotros íbamos con palos y cañas; los usábamos para fingir lanzarnos los condones usados o las porquerías que pinchábamos. El sapo murió.
Cuando los “cunnilingus” infantiles, no debía tener más de ocho o nueve años. Yo tenía un amigo, y conocíamos a dos niñas del barrio; dos trastos. Separadas no hacían nada, pero juntas se hacían fuertes y siempre estaban planeando algo. Los bloques de pisos tenían cada uno su típico portal; un escalón, un pequeño descansillo, los timbres, etc.
No recuerdo bien cómo se inició el asunto, pero de vez en cuando, allí mismo en el pobre escondrijo que proporcionaba el portal del segundo bloque de pisos (había cinco bloques), a ellas les divertía subirse el vestido y bajarse las bragas para nosotros. Luego se sentaban en el suelo con las bragas por los tobillos, y nosotros metíamos la cabeza en el vestido (cuando ellas lo permitían). A veces cambiábamos de pareja. Lamíamos las rajitas. Pero apenas profundizábamos; se trataba más de caricias que de lametones. Recuerdo que nos encantaba el olor, el regusto salado, la suavidad de la zona. Esto duraba exactamente hasta que ellas se cansaban o la cosa dejaba de parecerles divertida. Nunca ningún vecino nos pilló, y si lo hizo no se fijó en lo que pasaba. Solo éramos cuatro críos por los suelos.
Luego, cuando ya tenía quince años, para tan solo un puñado de morreos con cierta chica un año mayor que yo, todo eran problemas; no estábamos tanto besándonos como escuchando quién venía o se iba, o qué puerta se abría o cerraba. Entrábamos en el portal, en el que fuera, y, una vez más, todo acababa cuando ella pensaba que nos iban a pillar, o simplemente cuando decía que se tenía que ir. Aunque creo que, en realidad, la mayoría de veces lo que hacía que de golpe tuviese prisa por irse, era que ya no podía disimular que no notaba mi erección.