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ALGUNA CLASE DE MONSTRUOS

[Esto son las primeras líneas del libro que intento escribir (de título en el… título). Ahora que creo que está en su fase final, o al menos que lo terminaré, y como lo más probable sea que se quede en un cajón (para probable regocijo de todos lo que querrían intentarlo pero no tienen c…), me ha apetecido compartir este trozo. Como fácilmente me llevaré el resto a la tumba, los que tengáis curiosidad podéis al menos imaginar qué saldría de aquí. Saludos a todos.]

Todos los años en carnaval se decoraba el no poco espacioso gimnasio del colegio, se celebraba una especie de gran baile infantil. En uno de esos eventos, yo debía tener once o doce años, y acercándose las cinco de la tarde (hora de largarse), una niña delegó en otra niña para hacerme saber que quería bailar conmigo. Obviamente yo solo estaba pensando en volverme a casa; ni de broma iba a bailar con niña alguna allí, delante de todos mis compañeros, y convertirme así en blanco de vete a saber qué motes o bromas o delicias infantiles por siempre jamás. Aceptar aquel baile hubiese revelado contrastes de comportamiento sobre mí que creo algunos de los profesores sospechaban, pero en absoluto los otros niños. Yo no tenía valor para hacer algo así. No tenía valor para hacer casi nada. Ni ganas. Ni motivación. Esa era la idea. Yo era un niño en blanco, ni tan siquiera era el proyecto de persona que te aseguran eres en el colegio. Yo estaba vivo solo sobre el papel, y el papel decía que yo no estaba vivo. No era bueno ni malo ni regular. Lo que yo quería era ser un cuerpo, sin más, que notaran mi presencia lo suficiente para no dejarme encerrado por error en un aula. La vida seguía su curso más o menos sin mí. Esta sensación siempre me ha perseguido hasta cierto punto. Raramente me siento parte de la escena. Es como si la mayoría de veces fuera poco más que un testigo; un testigo de la atrocidad de la vida, para una posible declaración ante la policía existencial. Si después de la muerte hay algo, será a tíos como yo a quienes harán las preguntas. Recuerdo los fines de semana. Iba con mi hermano mayor hacia ciertas zonas de periferia “campestre”, la época en auge de las jeringuillas y las revistas porno de páginas pegadas. La cosa es que íbamos a correr juntos. En mi casa sabían leer en mí la idea de que al menos no les apuñalaría por las noches mientras dormían. Me sacaban o me espoleaban a salir. Íbamos por caminos de tierra junto a pequeños huertos, cada uno (cada huerto) con su perro guardián. No sé si varias veces tuvimos que aumentar el ritmo del trote debido a uno de esos bichos, o si solo he fabricado ciertos recuerdos. Esto es importante, a veces volvía caminando de esas excursiones atléticas, y era como si la vista se me nublara, el sol brillante de domingo se oscurecía solo para mí. Parecía casi una secuela de mi estado interior, donde solo había horas y horas de actuar de forma refractaria, y como mucho un balón de fútbol. No quiero alargarme con lo del fútbol, aunque no puedo garantizar que el tema no vuelva a aparecer. Lo único que me hacía poner los ojos como platos o gritar o correr con ganas, era el fútbol. Era mi único rasgo de humanidad (o relativa humanidad). Y el día en que esto casi estalló fue vete a saber cuándo, pero no debía tener más de trece años. Tras sacar unas notas terribles, mi padre me dijo que no me dejaría volver a ver un partido de fútbol hasta, nuevamente, vete a saber cuándo; creo que ni él sabía cuál era exactamente la amenaza, su intención era la de que yo por fin me convirtiera en un alumno de… al menos de aprobado justo, o de esos a los que les dicen son mucho más inteligentes de lo que sus notas reflejan, y que deberían hacer algo al respecto… Yo no era como Iciar Valoski, en ningún sentido. Mi perfil era el ideal para dar por perdido. Uno de los grandes problemas de la niñez es que durante mucho tiempo, aunque protestes y repliques y demás (lo cual no era mi caso), en el fondo crees que los adultos tienen razón, y que tú solo la tienes cuando tu opinión coincide con la de ellos. Le dije a mi padre, alto y claro, que si no me dejaba ver el fútbol en la tele, me suicidaría. Lo que pasaba es que no se me daba bien lo de ser un mal estudiante; aguantaba y tragaba todo el tiempo, y luego un día explotaba. Creo que mi padre me dio una paliza al estilo de antaño, una de esas que no se catalogan como maltrato, y que de hecho, si lo son, lo son a un nivel que aún no parecemos muy preparados para analizar. Obviamente estuve dos o tres partidos catódicos de tele culona encerrado en mi habitación, y luego la pena se levantó por sí sola, de forma natural, si es que se puede decir así. Era cada año igual, cada trimestre igual, y yo era todo el tiempo el problema. Era extraño, porque yo era el causante de todo ese malestar, pero no me sentía exactamente culpable. Con culpa o no, el efecto que la situación causaba en mí era devastador, porque de todas formas creí mucho tiempo a pies juntillas que yo no tenía espíritu de sacrificio alguno. Eso era capital, porque absolutamente todo tenía que ver con el espíritu de sacrificio. Tal y como el mundo adulto te hablaba, la idea parecía ser que todas las personas eran estúpidas, tontas, lelas, limitadas, pero que simplemente unas tomaban la determinación de esforzarse, y otras se quedaban quietas hasta consumirse. Era la diferencia entre ser Alguien o lo que mi padre denominaba –muy vehementemente– ser un desgraciado. Vaya desgracia nos ha caído, etcétera. Es irónico, porque en aquellos tiempos nos hacían estudiar convulsiones históricas como la Revolución Industrial, nos lo recitaban como hecho pretérito; y sin embargo ojeabas tu libro de Sociales en una clase con un montón de críos más, un horario fijo y una alarma que te decía cuándo podías salir de allí. Oíamos sobre la industria de nuestros ascendientes, hincábamos codos para facilitarnos el futuro, inmersos en una preparación para trabajar –en esencia– en una fábrica del pasado. Eras un niño y ya eras un obrero, y cualquier otra teoría o pensamiento eran fases que pasarían, que tenían que pasar. El discurso que te llegaba estaba dotado de tantas contradicciones, y eran de tal calibre…, pero estaba tan enraizado que era imposible no solo que los niños detectáramos las incoherencias, también era muy complicado que lo hicieran los profesores, porque ellos eran aún más que nosotros el resultado de ese funcionamiento de las cosas. Lo somos. Lo son. Es un pez que se muerde la cola. Yo-soy-y-me-he-esforzado-así-para-ser-y-así-es-como-lo-tienes-que-hacer-porque-así-es-como-son-las-cosas. Qué les ibas a decir… Y es que solo hay algo peor que haber puesto el culo y acabar sangrando, y es la posibilidad de darte cuenta de que ni estabas en la cárcel ni se te había caído el jabón. lilo