Archivo por meses: mayo 2015

Metidos en madre

Creo que lo que pasaba en el fondo es que mi amigo echaba de menos (por decirlo sutilmente) a su madre, fallecida hacía un año y pocos meses. La “recordaba” sin parar. Pero quién sabe. Una vez le vi intentar poner una sevillana sobre la tele de pantalla plana de su piso (hizo tres intentos). Hablaba en presente de Ella, más de una vez alguien le llamó al móvil y, antes de descolgar, murmuró:
–Creo que es mi madre.
Decoró su piso barato de soltero con mobiliario de segunda mano, pesado, barroco, puso figuritas de adorno de bailarinas y orfebrería barata. Escribía un diario (lo dijo) donde la “destinataria” de los textos siempre era Ella. Se cambió la tele, consiguió una de segunda mano de las de antes, con tubo, un muerto de piso antiguo sobre el que por fin pudo poner la sevillana.
Tenía varios espejos de aspecto gótico. Un día comenzó a afeitarse a diario (antes lucía siempre barba), pero también a depilarse las piernas y las cejas. No tenía ningún motivo aparente, no era deportista, no se lo exigía crema o pomada alguna para el cuerpo, y alguna vez le habíamos oído ponerse sarcástico con los tíos que se depilan las cejas. Simplemente comenzó a hacer todo eso. Los que éramos sus amigos, aún pasábamos por alto todos estos detalles, en fin, nos decíamos, no es bueno darle más importancia de la que puedan tener. Entonces nuestro colega aún (supongo) de bizarro luto, comenzó a dar extraños discursos en los que la Madre (como concepto o figura social de vital importancia) siempre era el motivo central. Las madres eran el motor de la humanidad. No es que no estuviéramos de acuerdo, pero empezábamos a captar algún tipo de exceso, un estancamiento en él, es complicado describirlo. Dudamos sobre si hablar con su padre, pero luego supimos que estaban distanciados. No habían hablado casi desde que murió la que, a parecer, llevaba las riendas de la cordura familiar. Nada, nos dijimos, qué vamos a hacer, y decidimos silenciarnos a nosotros mismos. Cuando salíamos los viernes y los sábados, él a veces hablaba con las chicas, pero no tonteaba, sino que les hacía comentarios sobre lo «frescas» que iban, sobre que no se liaran con ningún «cualquiera» y que, en todo caso, tomaran precauciones. Comenzó a pedir zumos para beber, o a veces solo agua. En navidad, durante la cena entre amigos, aseguró que solo quería licor de melocotón; al dar un trago, dijo «Yo poquito, nenes, que no me gusta el alcohol». Nos regaló una bufanda y una cartera a cada uno, lo cual fue doblemente desconcertante, porque no teníamos costumbre de hacernos regalos fuera del núcleo familiar. Su pelo, desde siempre largo y muy del estilo de un heavy, sufrió ciertos cambios. Se lo cortó y le dio volumen, y se lo tiñó… Era como un mapache rojo sobre su cabeza. Se presentó así en el cumpleaños de una amiga. Había ganado al menos unos veinte kilos y dijo que le parecía «fatal» que ninguna de las chicas que había presentes fueran madres aún, que estaban en una edad fértil y no era bueno esperar a hacerse muy mayores.
No se nos daba bien capear la situación (¿quién demonios podía?), así que nos limitábamos a decir:
–Vale, tío…
Era nuestro colega y eso, qué le vas a hacer, aunque algunas chicas que conocíamos se resistían a normalizar el asunto. Tengo que reconocer que quizá lo de hacer como si no pasara nada era demasiado hacer esta vez. Teníamos un buen entrenamiento en dicha materia, pero hay cosas que simplemente se salen de madre, aunque esta vez la expresión no sea la más adecuada. ¿Se meten en madre?…
Es travesti, les decíamos nosotros –tan modernos y sofisticados–, aceptamos a nuestro amigo travesti; él puede vestirse y peinarse como quiera. No sé cuándo fue, pero él en ese momento estaba en la cocina lavando platos con la hermana de alguien, intercambiaban consejos para el cuidado de las uñas. Se ha liberado, dijo un colega mío, dejadle en paz. Huele bien, dije yo, y tampoco ha cambiado tanto, no seamos superficiales… Nos lo creíamos todo, o bien: no queríamos hablar más del tema.
Era cada vez más raro volver a verle, pero aun así seguíamos quedando, no queríamos distanciarnos. Pensamos que era una fase, y que se le pasaría algún día. Tampoco estaba haciendo nada técnicamente nocivo, y no tenía una actitud sombría, más bien todo lo contrario. Solo era un poco irritante cuando al encontrarnos nos ponía bien el cuello de la camisa y demás (una vez intentó peinar con su propia saliva a uno de nosotros, enseguida vio que se estaba extralimitando). En la cafetería habitual no entendían nada. Eramos cinco o seis personas y un chaval travestido de… señora. Una de nuestras amigas decía que eso es lo que era: una madre; que si no lo veíamos es que estábamos ciegos. Un travesti no parece una madre, decía, en todo caso parece un putón; no intenta colocarte bien la ropa, sino quitártela y quizá cobrarte 50 euros después. Uno de nosotros llegó a decir: No entiendes a nuestro amigo travelo, él tiene estilo. Manteníamos seriedad total al decir cosas así. De hecho íbamos todos cada vez más arreglados, cuidábamos más nuestra higiene y nos afeitábamos con regularidad casi diaria. Todo para contentar a nuestro amigo-madre. Ese chico va a acabar derrumbado y lloroso, o suicidado, ¿es que no os dais cuenta de que se le ha ido la olla?, nos decía cualquier chica que nos viera.
–Hum… –contestábamos, y buscábamos dónde reflejarnos para arreglarnos el cuello de la camisa o el peinado.
–Estáis mal de la cabeza –nos decían.
–Hum…
–Tenéis que ayudarle, no seguirle el juego.
–Hum.
Entonces llegó el día de la madre.
No nos dimos cuenta, no sabíamos qué podía pasar. Algunos hicimos regalos a nuestras madres y otros no, cada familia es una historia distinta y las tradiciones se llevan menos a rajatabla de lo que parece. Pero en lo relacionado con nuestro colega, llegó la fecha y no supimos qué demonios hacer. Alguna vez ya había mostrado celos respecto a nuestras madres biológicas; no le hacía ninguna gracia que las mencionáramos, ni de pasada; pasaron a no existir en nuestro ambiente de colegas + madre. Se podía (y se debía) hablar de las madres, pero no de nuestras madres.
Las chicas nos dijeron:
–¿Y hora qué?, ¿le vais a comprar un ramo a mamá?
–Hum…
–¿No iréis a dejarla sin regalo en su día?
–A él… ella… a él no le gustan los regalos, nunca le han gustado –dije yo, me lancé a la piscina; todos mis amigos tíos asintieron, hacían que sí con la cabeza suscribiéndose a mi comentario:
–Hum…
–Hum, sí –decían ellas–, qué nos apostamos a que le da un ataque cuando vea que vosotros, que técnicamente sois sus hijos…
–¡Eh!
–… pasáis de vuestra madre-colega y no le demostráis lo agradecidos que le estáis por sus cuidados.
–Ella… él no nos ha cuidado, salimos con él y eso, y ya está –dijo alguien.
–Hum –asintieron todos mis colegas.
–El día se va a estrellar en vuestra cara –nos dijeron –, eso no se le hace a una madre.
–¡Pero es que no es nuestra madre! –dijimos.
–Sí sí, que tengáis suerte… –dijeron ellas.

Habíamos quedado para cenar, pero no vino ninguna chica. Nos dejaron con el marrón a nosotros; y entendimos que, efectivamente, era un marrón. La cena la había organizado él, ella, nuestro… Pero lo había hecho con días de antelación, y no pensamos que el día de la madre estaba tan cerca. Se puso sus mejores galas. Fue a la peluquería esa tarde, se arregló poco menos que para parecer la madre del novio, y mientras íbamos camino hacia el restaurante lucía una mirada confiada, ilusionada y claramente con expectativas.
No habíamos comprado nada. Ni un ramo, ni colonia. Nada. Una cosa era aceptar su nueva condición de chico-madre veinteañera sesentona, y otra muy distinta encarar rituales que nos parecían algo incómodos incluso con una chica o nuestras propias madres reales. Salió nuestro orgullo, vino a cenar con nosotros, no le pusimos una silla de milagro.
Durante la cena nos comenzó a preguntar sobre novias a los que no teníamos; nos dijo que no esperáramos mucho, que buscáramos una buena chica y nos la tomáramos en serio. Que ahora los jóvenes no nos tomábamos nada en serio.
–Vale, tío… –dijimos.
–Nada de tío, dijo «ella». –A esas alturas ya hablaba con voz de pito, llevaba bolso, hacía gestos para atusarse el peinado y llevaba los labios y los ojos maquillados. A veces hacía:
–!Uuuhhh!
… si alguno de nosotros decía un taco o decía alguna memez al ver pasar a una chica.
Se estaba entrando todo demasiado en madre, digamos. La guinda del pastel llegó cuando dijo (sonriendo, bromeando, carcajeándose, pero en el fondo en serio):
–Bueno, y cuándo me vais a hacer abuela…
–…
–¿Eh?
–Tío… –dijimos.
–De tío nada, que yo quiero nietos, que mira cuántos sois y ni uno está por la labor.
Comenzó a preguntar por los que tenían novia, alguna de las cuales no llegaba ni a los veinte años.
Nos limitamos a decir:
–Hum…
Asentíamos.
A veces otros comensales pasaban cerca de nuestra mesa, alguno se atrevió a bromear, quizá pensando que era una despedida de soltero. En una ocasión nuestro colega llamó sinvergüenza a un tío y le atizó con el bolso. Hacía no mucho que estaba comenzando a coleccionar bolsos.
–¡A ver si respetas a la gente mayor que tú! –le gritó.
No solo se creía una madre, además adoptaba absolutamente todos los clichés de la madre anticuada y entrometida. Uno de mis colegas, Raúl, cuando la… lo vio tan nervioso, intentó hacer algo.
–Mamá –dijo.
Se nos pusieron los ojos como platos.
–No les hagas caso, mamá, son idiotas.
–Claro… –dijimos el resto.
Y luego:
–Hum.
Llegaba el momento delicado, los postres. Intentábamos cambiar de tema, hablábamos de música, conciertos a los que habíamos ido, qué había para ver en el cine, y él/ella se mantenía al margen de la conversación, aun habiendo podido perfectamente intervenir, ya que conocía muchas de las referencias y anécdotas. Se atusaba el pelo, sacó un espejito del bolso y se repasó el maquillaje. Su gesto se fue volviendo cada vez más distante a medida que los postres se acababan, y sobre todo cuando el camarero llegó con los cafés.
En cierto momento, aprovechando un punto de inflexión en la conversación, dijo:
–Vuestro padre no ha querido venir hoy.
Fue un comentario seco y triste. No sabíamos cómo se podía continuar con aquello, ni qué ficción había que desarrollar, así que dijimos:
–Hum.
Y de forma drástica cambiamos de tema. Nuestra madre por convicción propia mostraba un semblante cada vez más sombrío. Y sabíamos perfectamente por qué: Ya sabía que nadie le iba a regalar nada. Sus preocupaciones de madre por nosotros habían caído en saco roto. Era una madre sin Día de la Madre. Una madre chapada a la antigua de la que sus hijos pasaban como de la mierda, porque la distancia generacional era insalvable, nosotros eramos casi de otra raza, jóvenes de ciudad, insolentes, despreocupados, tecnológicos, de nuestro siglo. No teníamos ninguna necesidad de consideración para con nuestra progenitora, que al fin y al cabo estaba ahí para eso, nadie le había mandando tenernos, nadie le había empujado a tener sexo con papá; no era obligatorio tener hijos, y además a nosotros las tradiciones nos parecían una chorrada. Bastante habíamos hecho con salir a cenar con una sesentona acabada cuyos años restantes se iban a reducir a una línea recta sin variaciones y rutinaria hasta la muerte. Su vida iba a carecer de aventuras o nuevos intereses. Iba ser solo comparsa de nuestros jóvenes y exultantes años de juventud. Ya había pasado su tiempo, y lo mejor era que se percatara de ello. Era nuestro turno, y nosotros íbamos a tomar las decisiones: el futuro era nuestro y no de ella. La vida nos sonreía, así como ella ya era invisible para la vida.
O todo eso debió pensar, al menos.
Pedimos la cuenta y conseguimos que no pagara “ella” toda la cena. Al despedirnos nos dijo que la llamáramos y la fuéramos a ver, aunque su tono era claramente de decepción.

Al cabo de los días, desapareció. No parecía muy probable, pero incluso cuando nos atrevimos a llamarle al teléfono, no contestó.
Una tarde, tres meses después, íbamos camino al cine, éramos tres, y de repente le vimos. Iba solo, no había cambiado su atuendo. Parecía mirar a un lado y a otro, como si guardara un secreto, como si se dirigiera a algún lugar comprometido. Aún quedaba un buen rato para que comenzara la peli que teníamos pensada, así que decidimos seguirle a una distancia que creímos prudente.
Comenzó a callejear, a veces miraba hacia atrás y teníamos que ponernos detrás de algún grupo o meternos en un portal. No entiendo cómo no nos vio en algún momento. O no lo hizo o fingió no hacerlo, y no sé cuál de las dos cosas es más preocupante.
Al final se detuvo frente a un portal en concreto. Miró en torno suyo como haría un espía (aunque con menos disimulo) y llamó a un timbre. Nos arrimamos a la pared, nos mezclamos con la gente. Nos fuimos acercando. La puerta del portal era de las que se detiene algunos segundos antes de cerrarse definitivamente. Raúl consiguió poner la mano antes de que lo hiciera, y nuestro colega-madre ya estaba subiendo las escaleras hacia el primer piso. No se percató (o no quiso hacerlo) de que alguien había evitado que se cerrara la puerta. Esperamos un poco, pero nos dimos cuenta de que si no comenzábamos a subir no teníamos posibilidades de saber a qué piso iría. Raúl, de un modo hábilmente silencioso, comenzó a subir a zancadas las escaleras. Nos susurró que le esperáramos abajo.
Pasaron unos cinco minutos, y volvió con nosotros, con un gesto extrañamente compungido.
–Está con un idiota… Ni siquiera han cerrado la puerta, al cabrón le pone cachondo tenerla abierta, hasta lo ha dicho…
No entendíamos nada, tampoco su reacción. Le dijimos que nos llevara hasta el piso.
–Yo no voy, id vosotros…
Nos dijo qué piso era, estaba en el tercero. Intentamos no hacer ruido subiendo. Cuando llegamos, efectivamente la puerta estaba entornada pero no cerrada, y oíamos suspiros y un golpeteo de carne conocido. Nos fuimos acercando, hasta que tuvimos un ángulo claro de visión. Un tío bastante grueso y con bigote embestía desde atrás a nuestro colega-madre en el suelo. Toqué sin querer la puerta con el pie y esta chirrió como si estuviéramos en un maldito castillo.
–¡Eh! –dijo alguien. Creo que fue el tipo con bigote. Nos quedamos paralizados, solo dimos un par de pasos hacia atrás. Oímos cómo la escena cambiaba, y luego se abrió la puerta del todo y ahí los vimos a los dos. El tío debía tener unos cincuenta y cinco años.
–¿Qué coño hacéis aquí? –nos gritó.
–Déjalos… –dijo “mamá”–, ay, qué vergüenza, qué vergüenza, qué verg…
–¡Largaos de aquí!
Nos empezamos a mover.
–¡No! –dijo nuestro colega sesentón–, son…
–¿Quién coño son?
–Son mis hijos…
–¿Que son qué…?
–Me voy a morir de la vergüenza…
Nuestra madre-colega comenzó a llorar, se apoyaba contra la pared teatralmente.
–Hijos… Vuestro padre ya no… Vuestro padre y yo…
–¿Es que estáis tarados? ¿Es una puta broma o qué?
Miramos al tipo y murmuramos:
–Hum…
–¡Fuera de aquí de una puta vez!
Cerró de un portazo. Esperamos como un minuto, petrificados. Justo en ese momento volvimos a escuchar el golpeteo sexual al otro lado.
Bajamos en silencio las escaleras. No sabíamos qué comentar. Al llegar a abajo vimos a Raúl hecho un ovillo dentro del portal. Lloraba desconsolado como un crío de teta, intentábamos hacerle preguntas y levantarle del suelo. Pensé que alguien acabaría llamando a la policía. Ya no llegábamos para la sesión de tarde. Le acabamos diciendo que espabilara y que saliéramos de allí. En algún momento le gritamos:
–¡Qué coño te pasa!
A lo que contestó:
–¡¡No quiero que papá y mamá se divorcien!!…
Mi otro colega me miró abriendo mucho los ojos y salió a la calle desentendiéndose de Raúl. Este seguía en el suelo y lloraba, y lloraba, y gemía.
Para cuando vi que no había solución, al menos para la siguiente hora, salí a la calle. Estaba muy transitada. Ni rastro de mi colega. Pensé en llamar a una ambulancia. También pensé en la policía. ¿Se podía llamar a un psiquiátrico? ¿Algún servicio de dos tíos fornidos que trajeran dos o tres camisas de fuerza?, (¿quizá alguna para mí?). Supuse que los bomberos no venían a cuento. Pensé incluso en llamar a mi madre, a la de verdad, aunque no sé bien para qué. Pasó una chica conocida, no recordaba de qué me sonaba. Luego estuve casi seguro de que la había visto el pasado día de la madre. Iba con un chaval; al verme él, me dijo:
–¡Cómo está la señora!
Yo sonreí como un estúpido, asentí y dije:
–Hum.

amist

Otro blanco roto

Es, digamos, una espiral hacia abajo (¿hay espirales hacia arriba?), es el color negro, o el blanco roto (te viene con intensidad ese tono en concreto), que dicen podría ser el color de la nada; pero la nada es muy suya, no parece muy accesible, nadie sabe, y muchos la sustituyen por algo más esperanzador. Bajas y te presentan a todos, ves un “local” amplio tirando a oscuro, la oscuridad puede ayudar para según qué, tiene bastante que ver con el negro, tiene bastante que ver con el blanco roto. El lugar no es algo físico y lo sabes; una vez más, de todas formas, agradeces no tener que verte deambular desde fuera. En primera persona puedes dejarte un poco de lado, aunque suene paradójico, aunque seas esclavo de tu cuerpo y tu época, como decía cierto poema, algo que escribió M* y que solo es de tu incumbencia. Y hay rincones más oscuros que otros, y aunque a veces les dé la luz y parezcan vacíos, es como cuando los perros le ladran a ese lado de la “habitación” y no sabes por qué. Puede que sea antes de nacer o después de la muerte (o algún lapso intermedio), pero prefieres no preguntártelo. Tampoco importa si estás dormido: lo importante es que estás; todo cuenta de alguna forma, todo puntúa en tus emociones. Te siguen presentando a todos aunque no vayas a recordar las caras (tampoco es que tengan); cada nombre se te olvida con la mención del siguiente. No sientes miedo, al menos aún, estás interesado, aunque solo sea vagamente. Hay unas ventanas que dan hacia más negro o blanco roto, pero no vas hacia ellas aún: dan sensación de exterior; pero es posible que ni tan siquiera sean ventanas, y que tu percepción sea muy limitada. Tus trofeos no cuentan y aquí no hay asentimientos ajenos para tu ego. Todos se juntan en corrillos y no es una boda. Hay una sombra algo apartada, una silueta. En el fondo eres simple, y el solo hecho de verla así de apartada (o quizá simplemente tan apartada como tú), hace que te vayas hacia ella, puede que caminando, puede que flotando, o puede que (y esto no quieres contemplarlo) llevado. Da igual cuánto te acerques, igual que poco importa (y a la vez mucho) todo lo demás.
Al principio te recibieron, pero luego te dejan solo; no sabes a qué te suena eso… Da igual cuán cerca estés, porque no vas ver una cara o detectar la atención de nadie; el blanco roto lo envuelve todo, el negro está instalado, ya han pasado todos los veranos; o quedan todos los veranos por pasar. Puede que simplemente estés drogado, pero las drogas están politizadas moral y éticamente, no tenerlas en cuenta o verlas como El Mal sin más, significa limitarse; aquí no hay lugar para lo que llaman Sentido Común (o de la realidad). Y de todas formas el mismo se ampara en patrones de acción elitistas de dudosa fiabilidad histórica.
Esa sombra algo apartada, una silueta, comienza a disminuir en tamaño. Cuando estás más cerca, te das cuenta de que baja algo como unas escaleras, también en espiral. Es una invitación, o eso piensas. Te mueves sin motivo y decides seguir a la figura. Puede que esto se dé por tu pobre condición humana; pero tampoco sabes si esta te está limitando teniendo en cuenta dónde estás (o dónde no estás). Técnicamente existes en el lugar; pero sabes que la sombra (quieres pensar que es una mujer en concreto) se ríe seguramente en silencio de ti, porque de alguna forma te has colado en una fiesta que eres incapaz de comprender. Algo ha fallado y estás desubicado, como si un budista se encontrara sin comerlo ni beberlo en una trinchera, y la tierra le salpicara a la cara por las balas perdidas.
–¿Quién eres?– le preguntas a la silueta.
–Lo preguntas como si supieras qué o quién eres tú– te contesta.
Eres incapaz de interpretar si la forma es masculina o femenina, y la voz tampoco te ha ayudado. Lo cual no quiere decir que la forma sea andrógina o la voz poseedora de un timbre más o menos grave. Simplemente no sabes una mierda; estás ahí y eso es todo: te dejas llevar o te mueves, decides o te llevan. Hombre o mujer.
–Nesquik o Cola Cao; todo funciona igual, ¿no? –te dice la voz, porque también sabe en todo momento lo que piensas.
–No es que lo sepa, muchachito, solo necesito usar la intuición, y con los que venís de donde tú vienes, es asombrosamente fácil.
La idea principal es que estás perdido y no tienes el control: ningún tipo de control.
–Pero aquí no vale lo del autoengaño como ahí arriba, o ahí abajo, o de donde creas que vienes –dice ella, o él, ello, eso…
La figura no te ayuda a sentirte menos perdido…
–No es cuestión de ayudarte o no, simplemente intento no engañarte…
El nuevo lugar en el que estáis, al menos aparentemente, está vacío (si es que describirlo así no es redundante); aunque también hay algo que parecen ventanas.
–¿Son ventanas? –preguntas.
–No creo que quieras saber lo que hay ahí fuera.
–La verdad es que no tengo miedo.
–No pensaba en el miedo, sino en el desinterés, un desinterés atroz; no conozco a muchos de los de tu forma y origen, pero sé que la curiosidad no es algo que os caracterice.
Supongo que aquí lo más parecido a un fenómeno físico o que tenga que ver con algún tipo de orden, son las palabras.
–Tú no estás ni has estado nunca literalmente dentro de un libro.
No me refería a eso.
–Como mucho dentro de un folleto electoral.
No sé si la figura usa el sarcasmo o si ejerce desde la ironía.
–Soy lo suficientemente literal, si es que eso te preocupa.
–Pero sigo sin saber quién eres…
–Podría decirte que puedo ser quien quieras. Pero tengo entendido para vosotros eso solo lo dicen las prostitutas…
–¿Nosotros?
–En realidad lo correcto sería decir: puedo ser quien yo quiera. Pero creo que vosotros solo decís lo de: puedo ser quien quieras; aunque se lo achaquéis solo a las putas. Da igual, creo que no nos vamos a entender.
–No soy yo quien está siendo críptico.
–Ahí es justo donde te equivocas.
Sigues a la silueta cuando decide seguir bajando en espiral. Cada vez hay más silencio, hasta tal punto que resulta opresivo.
–El silencio no lo inventasteis vosotros, eso lo sé.
Finalmente estáis en un lugar en el que no hay ventanas aparentes, sino algo más parecido a una puerta.
–¿Quieres ver lo que hay fuera?
–Antes me gustaría saber dónde estoy. En serio.
–No es fácil contestar a eso, la nada no se caracteriza por estar llena de cosas.
–¿Sí de gente?
–Por supuesto, mucha gente es nada. Nada y menos. Pero no quiere decir que todos estén aquí, ni tan siquiera que todos sean nada. De hecho este lugar está más bien preñado de curiosos.
Sigues sin entender nada.
–¿Acaso es una sensación nueva para ti?
–…
–No lo es, ¿verdad? Solo pasa que no le he comenzado a poner nombre a todo para que tú estés más tranquilo. No es algo que hagamos aquí.
–Suenas a filosofía…
–Sé que vosotros desconfiáis de la filosofía, porque creéis que no os lleva a ningún lado.
–Es un entretenimiento.
–Mientras os matan lentamente.
–¿Cómo?
–¿Crees en Dios?
–No.
–¿En qué crees?
–En lo que puedo ver, tocar…
–¿Te das cuenta de lo increíblemente limitado que suena eso?
–¿Tú crees en Dios?
–¿Dónde estás?
–¿Cómo?
–Te sientes totalmente perdido porque crees que todo tiene una explicación rápida y plagada de nombres y calificativos. Pero no la tiene. Incluso tú deberías saberlo.
–No entiendo.
–No soy ella.
–…
–E incluso con ella en la cabeza siempre, cada día, cada día al menos cinco o diez minutos (o media hora, o cinco), incluso así crees que todo tiene una explicación sencilla, cerrada, una respuesta evaluable. Crees que todo cabe en una pregunta de examen.
Camináis y no sabes a dónde vais. El exterior es negro, blanco roto, vacío, no hay cielo, solo una suerte de plataforma de tacto infinito.
–Incluso teniendo esta conversación, no te das cuenta aún de que esto te supera. Crees que estoy jugando contigo. Y lo peor de todo: crees que despertarás, crees que verás el techo de tu habitación o fluorescentes de hospital; esos tan intensos que ni proyectan sombras.
–Por supuesto que despertaré. Esto es temporal.
–¿Ahora hablas de esto o de algún trabajo?
–Hablo de que esto no es real, y despertaré.
–Disculpa, si usas frases hechas puedo perderme. Pero no andas desencaminado. Que esto no es real podría ser una definición, pero con las definiciones, o lo que vosotros entendéis por definiciones, ya se sabe…
–Qué se sabe.
–Que no llevan a ningún lado. O en todo caso siempre al mismo.
–¿A cuál si se puede saber?
–Al de: soy lo que quieras que sea.
–No. También tomo decisiones propias.
–Y sin embargo estás aquí, conmigo, sencillamente me has seguido.
–No sé por qué te he seguido. Solo porque estabas sol… Solo porque me ha dado la gana.
–Te insisto en que no soy ella. ¿Qué decía ese bonito poema? Encerrados en una época, ¿no?, esclavos de un presente concreto.
–No he pensado en ningún momento que seas ella.
–No estás hablando con nadie en la cola de la panadería, muchacho. Aquí se lleva la transparencia. Y no me refiero a determinado tipo de ropa, no quiero que te confundas.
–No me había confundido.
–Es la fama que tenéis, disculpa, aunque tienes que reconocer que estáis muy a la altura de esa fama.
–…
–Ya casi llegamos. Es lo que tú llamarías un acantilado, o un barranco, supongo.
Te pellizcas repetidamente. Haces gestos bruscos.
–Está claro que no lo estás entendiendo. Ni siquiera un poquito. Va a pasar lo que pasa casi siempre. Eres una puta. Y no una puta de esquina, ellas son otra historia. Eres una puta y punto.
–¿Los insultos tampoco merecen una explicación?
–A lo mejor estás en una cama de hospital. Quién sabe.
–Antes has dicho que eso no era así.
–No quiero que me tomes por un oráculo, hace tiempo que se despeñaron, pero solo te he dicho lo que te tenía que decir.
Llegáis al borde de algo. Miras hacia abajo y no puedes ver el fondo, aunque tampoco nada que invite al desasosiego, no es como estar arriba de la torre eiffel. Pero la sensación de vértigo es óptima.
La figura se detiene cerca de ti.
–Salta –te dice, en tono monocorde.
–¿Me tomas el pelo?
–¿No dices que esto es un sueño? ¿Hay algún sueño del que no hayas despertado… saltando?
–…
–Ten en cuenta que hay sueños que se alargan mucho, y luego resulta que solo han pasado apenas unos minutos.
–…
–Joder, aquí no entiendes nada. Salta como la puta que eres. No me hagas perder más el tiempo.
–¿Aquí hay tiempo?
–Solo te hablo en tu idioma.
Miras fijamente hacia la figura; realiza los gestos de quien se va a encender un cigarro. Solo se ve nítidamente el cigarro.
–¿Aquí hay tabaco?
–Lo que al parecer no hay son pelotas. Salta de una puñetera vez.
–¿Y si no quiero?
–¿Me vas a decir que quieres filosofar?
–…
–¿O pensar?
–…
–Solo quieres despertar, en el sentido más cazurro del término. Así que salta y ya está.
–…
–Salta. Esto es temporal, ¿no? Ahora mismo debes estar roncando con la boca abierta, no debe ser un espectáculo agradable.
–No hace falta que salte, me despertaré de todos modos.
–Ahora eres cobarde de dos formas distintas, y no sabes a cuál obedecer, solo vas a alargar más la agonía.
–No agonizo. Estoy cómodo.
–Ajá. Vas tirando, ya veo…
–…
–A lo mejor has tenido un accidente de tráfico… Igual estás en coma. Imagínate que del salto depende que despiertes o te mueras… Saltar podría ser lo que te salve la vida.
–Juegas conmigo, y decías que no estabas jugando conmigo.
–Ahora solo hago lo que tengo que hacer.
Te sientas en el suelo y te acercas al borde. No se ve el fondo, pero tampoco lo veías en un supuesto interior. Solo tenías la sensación de estar en un interior.
–Veeenga, putita.
Te pones de pie y decides que sea lo que Dios quiera. Estás harto.
–Otra frase hecha… Estás hecho para saltar.
Te posicionas en el borde.
–Solo un paso más…
Y das ese paso…
Comienzas a caer, pero al principio te ves a ti mismo a cámara lenta. Luego vuelves a tu cuerpo. Ves que la silueta de la que te alejas se transforma en Ella. Su cuerpo, su voz. Dice:
–¿Por qué siempre hacéis casi todos lo mismo?
Luego la caída comienza a acelerarse hasta ser la atracción gravitacional de siempre (o una buena imitación de la misma). Tardas unos cuantos segundos, pero finalmente impactas contra el fondo. Oyes crujir y romperse tus huesos como ramas. Puedes ver multitud de cadáveres, se extienden estrellados (así lo sientes) contra el suelo hasta el horizonte, distribuidos, no amontonados; miles, millones. Es imposible, piensas, físicamente imposible. Puedes sentir todo el dolor. Apenas puedes gemir de tanto como estás sufriendo. Pero no te desmayas. Era la altura adecuada. Un pequeño tembleque sobre el charco creciente de tu propia sangre. En cualquier caso, morirías de inanición.
Pasan las horas y aún no te vas.
Dese arriba se oyen voces, voces de distintas figuras; pero todo el tiempo dicen lo mismo, y lo gritan entre risas: «¡Otro blanco roto!»
No sabes cuándo sucede, pero en algún momento todo se desvanece. Y no hay más capítulos.

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Cinco intentos de terror (5 de 5) – Normalidad primermundista

No voy a ser específico, es imposible. Contaré lo que recuerdo, pero no voy a entrar en detalles. Quiero dejar claro que me has obligado a escribir (otra vez), y que me has dicho que podía escribir sobre lo que yo quisiera. No sé si podré seguir la regla de “hacerlo como si le hablara a alguien que no conoce las vicisitudes sociales o ha estado aislado o al margen de la sociedad”, pero haré lo que pueda. (Y prometo intentar no insultarte en el escrito esta vez, reconozco que no viene a cuento, y menos a sabiendas de que eres el único que va a leer esto.)
Quiero contar la historia de mi amigo Alfredo. Alfredo estuvo infectado cuando lo de la infección masiva que asoló a un tercio del planeta. Él estuvo, como dicen algunos sociólogos ahora, “en el otro lado”. Creo que es importante decir que él era una persona inquieta y, ¿cómo decirlo?, ¿artística? Era alguien peculiar, con un gran sentido del humor, con sólidas opiniones propias (aunque no cerrado a otras), imperfecto como cualquiera, pero creo que en esencia alguien fiable, inteligente, crítico y divertido. Lo que sea, todo eso, no me voy a extender, no soy gay ni él me gustaba ni estoy dentro de ningún armario. Básicamente era un tío que me caía bien; quiero decir, entonces. Sí estaba dotado de cierta dosis de hipocresía, pero creo que nadie se libra de eso. Lo que quiero decir es que cuando él hablaba no era uno de esos talibanes de la racionalidad que sonríen con suficiencia e insisten sobre qué tiene base científica y qué no, qué opinión es aceptable y cuál es aquella de la que hay que reírse, etc.
Le mordieron no mucho después de que comenzara esa cosa zombi en el norte de África y algún buen samaritano la trajera en avión al resto del mundo. No era de los agresivos, más bien se quedaba catatónico la mayor parte del tiempo, aunque a veces le daban accesos de rabia y… sí, mordió al menos a una decena de personas, pero muchas menos de las habituales.
La cuestión es que a partir de aquí la historia se complica, porque no sé si crees en los vampiros o has visto a alguno de verdad (o si crees pero lo niegas, o lo has visto pero te lo guardas). De modo que lo que haré será hablar de ello sin más. Por aquel entonces tenía unos días libres y estuve en Noruega. No fui con ningún afán de conocer el país ni de empaparme de su sistema educativo ni de ampliar mis horizontes ni ninguna de esas hostias. Fui porque un amigo (aún no Alfredo) estaba viviendo allí, y yo había pasado mucho tiempo chateando con su hermana de 19 años y, bueno, no quiero suavizarlo, quería follar con ella; pero quiero que quede claro que hice el viaje porque ella me había dado a entender que quería follar conmigo. La versión oficial era que yo iba a ver a mi amigo, mi amigo del alma que ni tan siquiera me caía ya muy bien. Pero ella…, más de una y más de dos veces he tenido que limpiar a conciencia la pantalla del ordenador, y eso no me había pasado antes con ninguna otra. ¿Será amor, doctor?… Perdón, ya sé que no le gustan los sarcasmos (doctorcito licenciado que mira por encima del hombro a los demás y les llama locos con los títulos enmarcados en la pared…)
Mi amigo vivía con su hermana y me recibió con toda la amabilidad del primer mundo real, la cual no era inherente a él, sino más bien un disfraz, y me indicó cuál era mi habitación (la habitación de invitados), y la primera noche me levanté de madrugada y vi a su hermana en bragas y camiseta de tirantes bebiendo algo rojo de una botella de cristal frente a la nevera. Aún no la había visto en persona porque estaba fuera en algún tipo de viaje juvenil para (follar) aprender idiomas y empaparse de alguna otra cultura que financiaba algún tipo de beca primermundista, etc. Llegó aquella misma noche, tarde.
Se vino a mi habitación. Todo iba muy bien; estaba tan salido y a tono y fuera de mí mismo (lo cual en mi caso supongo que es positivo), que su aliento cargado no me provocó repulsa alguna. Al día siguiente me quedé solo una media hora en casa. Ella se había ido a gestionar algún rollo vikingo moderno a su universidad, y mi presunto colega había salido a por algo para el desayuno. No es mi estilo, pero aproveché para fisgar. Era una casa de dos pisos, pero también tenía un sótano. Bajé y allí fue donde encontré cinco garrafas llenas de sangre (sinceramente no sé si humana o no). Era mi primer contacto con ese mundo; pero reconozco que no mucho tiempo atrás, un amigo me había contado que conocía a un vampiro, y que había visto cómo bebía sangre (y vomitaba la comida), y que tenía fotos propias fiables de épocas imposibles, y supongo que me lo contó a mí porque mi fama le tranquilizaba, y debió suponer que aunque yo me chivara de toda esa historia que me estaba contando (hasta lloró –creo que de miedo o estupor– mientras me la contaba) nadie me creería.
Lo que sea. El caso es que, como hago con todo, lo normalicé. Era algo que ya había hecho con los zombis, y también antes de los zombis con todo lo demás. Es algo que se me da bien, la huida hacia delante; dialogar, o en su defecto permanecer en el ostracismo, o, en última instancia, largarme.
No tenía intención de decirle nada a mi amigo, pero, no sé si por el rollo de este normalizar sin tregua mío, me acabó saliendo de forma natural. Al día siguiente, mientras él y yo desayunábamos tardíamente y su hermana (que yo ya sospechaba seguramente no lo era), le dije:
–¿Y lo de las garrafas en el sótano?
Reconozco que debería haber dado algún rodeo más, pero mi amigo entrecomillado, en su papel de amigo real, se me quedó mirando, y su cabeza debía ir a mil por hora, buscaba en su lista de contestaciones para “quitar hierro” alguna que fuese factible. No lo consiguió; me dijo que ya hablaríamos de eso en otro momento. Se fue a su ordenador (trabajaba en casa) y me apuntó unos cuantos sitios de interés turístico (señaló con una cruz los lugares en los que potencialmente podía haber zombis, porque aunque fuese Noruega, donde todo era la leche de cool, sofisticado, cristalino y primermundista, la cosa zombi había conseguido llegar un poquito hasta allí).
Pocos días después fuimos a un pub tan elegante que me sentía completamente fuera de lugar. Pagué alguna cifra como para caerse redondo al suelo de la indignación por un cóctel, y conocí a muchos que se estaban abriendo camino en el centro intelectual rubio del mundo. Todo el tiempo hacía un frío increíble, joder. Era como vivir en la nevera de algún gigante que comiese humanos como si fuesen emanems. Puto frío. Cuando entrábamos en algún garito necesitaba cinco minutos para sentirme realmente vivo otra vez. En aquel sitio de los cócteles tan caros como una mamada en muchos burdeles del mundo, conocí a Alfredo. Iba con su novia. Me contaron durante unos diez minutos de qué trabajaba ella; no entendí nada. Cuando eso pasa decido que la persona que sea está “prosperando”. Sin embargo el tipo (caricaturista, guionista y no sé cuántas cosas más) me cayó genial, así como la novia me pareció un muermo, tanto que ni siquiera suscitaba en mí el más mínimo pensamiento sexual, ni tan solo los que suelen surgir por defecto por el mero hecho de estar cerca de alguien con vagina (al margen de que desaparezcan rápido o tengan continuidad).
Otra vez me estoy alargando, lo cual me hace sentir estúpido, porque estoy seguro de que lees estas diatribas mías en vertical y tomas como mucho un par de notas con las que rellenar la siguiente sesión (a mí no me la pegas, comecocos).
No recuerdo cómo se desarrolló todo (y si es que sí, te jodes), pero una noche más adelante salimos todos, mi “amigo”, su hermana, Alfredo, su novia y yo. En determinado momento la hermana de mi “amigo” fue al lavabo. Dos minutos después fue Alfredo. Y, al menos para mí, saltaron todas las alarmas; más que nada porque yo ya había hecho eso. Conocía esos tránsitos, y los había llevado a cabo no pocas veces. La hermana de mi colega de postín le daba a todo, lo cual me parece estupendo, pero al parecer si el chico le empezaba a gustar de verdad, no podía evitar lanzar una dentelladita tarde o temprano. Esto daba para dos conclusiones: la primera era que yo era nada más que un polvo moribundo para ella, y la segunda es que Alfredo llevaba tiempo siendo un objetivo, si no quizá directamente un amante. La novia no se enteraba de nada, estaba tan centrada en ser lánguida y previsible que todo lo demás era inocuo para ella; tanto era así, que ni estar en posesión de unos ojos bonitos, un culo muy presentable y unas tetas nada desdeñables, la convertían en nada parecido a un objeto sexual o una persona con apariencia de tener cositas físicas o abstractas dentro. El novio llegó con el cuello de la camisa subido, y ella como si tal cosa. La chica volvió al cabo de dos minutos limpiándose los labios en la manga, y nada, aquí no ha pasado nada. Mi “colega” me miró de reojo y yo me fui a la barra a pagar por otra mamada decepcionante. Yo no quiero saber nada, pensaba, que la gente se beban los unos a los otros o se zombifiquen, que se titulen en gestión y administración de empresas si quieren, yo no quiero tener cuentas con todo ese asunto, lo mío es girar alrededor del Sol y Normalizar. Calma. Calma, por favor. Calma chicha…

Estaba convencido de que ella le habría mordido, por cierto, pero al parecer no era así. Lo cierto es que esperó al peor momento posible. Alfredo y yo nos hicimos muy colegas, y a no mucho tardar le dije que se viniera conmigo, que saliera de Noruega y visitara climas más cálidos. Yo vivía con una lesbiana y un oficinista sobre el cual había prácticamente apuestas en firme sobre cuándo se suicidaría. Metí a Alfredo como invitado en el piso, un poco con calzador. Había una habitación libre. La lesbiana aceptó a regañadientes y el oficinista actuó como si el asunto no fuera de su incumbencia. La novia de Alfredo se quedó en Noruega, hipnotizada por su propia languidez y oficio. Solo iban a ser diez días. Pero resultó que la “hermana” de mi “colega” estaba también en la ciudad y no en Noruega, seguía en su vorágine de viajes (sexuales) culturales, y estaba alojada en casa de una amiga suya que vivía a tiro de piedra de mi piso crepuscular. Por eso, coincidimos en una cafetería, y enseguida se nos enchufó con su amiga y tardó cero coma en hacer el numerito del lavabo; al salir Alfredo, tenía otra vez el cuello de su camisa subido. La amiga de la “hermana” de mi colega estaba ausente. Aunque decir ausente es como un eufemismo.
Solo llevaba Alfredo tres días en la ciudad, cuando una noche salimos, y esa vez no hizo el numerito del lavabo con quien ya sabes, sino con la amiga ausente. La amiga ausente… que quiere decir que no hablaba, miraba siempre a través de ti, y había sido mordida por un zombi hacía poco más de un mes. Aun así, había hecho vida normal, digamos; vomitaba sangre de vez en cuando y había dejado de comer comida al uso; pero las vomitonas solo se oían, y no hacía tanto que había echado su primer polvo, así que supongo que nadie lo vio venir, no había tanta diferencia entre una zombi y determinadas de chicas de 17 años. Se supone que algunas noches llegaba tarde a casa con alguna salpicadura de sangre. Al parecer vivía solo con su madre, sus padres estaban divorciados; dicha progenitora andaba metida en un bucle de lloros y procesos depresivos, hasta tal punto andaba jodida que no sabía que su propia hija era una infectada. Muchas cosas las supe después, claro, pero empecé a sospechar cuando Alfredo salió del lavabo (visiblemente tenso) y esta vez el cuello subido sí tapaba algo.
¿Se me está entendiendo?
Quizá sirva para abreviar el que la loca con la que yo chateaba en tiempos, tenía curiosidad por saber una cosa. ¿Qué pasaría si ella, en su condición de vampira (¿he dicho que tenía 167 años? Los tenía), le daba un mordisquito a un zombi? Esta curiosidad fue in crescendo. Y ahora el chico que le gustaba se había convertido. El carismático Alfredo se fue volviendo poco sociable, más bien callado, sin brillo en los ojos; de repente ya no dibujaba, ya no escribía, ya no atendía al teléfono, y salía por las noches con una potente necesidad de saciarse.
No sabes cómo se pusieron la lesbiana y el oficinista, comecocos, hasta parecía que el oficinista tuviese algún tipo de interés por sobrevivir cuarenta años más. Alfredo no estaba por la labor de volverse al primer mundo real. Aquí tenía una habitación y gente a la que comerse por las noches. Los zombis son como son, pero no se puede negar que tienen gustos sencillos.
La vampira llevaba una máscara, la realidad es que era tanto o más suicida que el oficinista. Sabía que morder a un zombi era más bien peligroso; ahora sé que un vampiro puede beber sangre de muchos tipos, pero, ¿qué mierda (literalmente) hay en las venas de un zombi? Porque dudo mucho que acaben siendo aceptados como donantes de sangre… La novia de Alfredo llamaba y llamaba (aunque espaciada y lánguidamente), pero Alfredo no contestaba, y al resto nos importaba un carajo si ella sufría o no; te lo digo así de claro, comecocos; además, si la desgracia ajena nos importa un pepino cuando le toca a un negrito, ¿qué diferencia ha de haber si le toca a una rubia lánguida noruega? ¿O me vas a decir que te despiertas cada día agitado por la miseria que hay en el mundo, comecocos?
La vampira me acorraló un día y me dijo que ya no podía aguantarlo más, no tenía nada que perder, no había nada en juego; ya lo había probado todo; todo lo bueno y todo lo malo. No tenía más reservas de paciencia y filosofía. Conocía todos los trucos sucios de la gente para ir tirando, para no sentirse culpables nunca, para no sentirse responsables de nada. Decía que con el tiempo sentía una pequeña punzada de alegría cuando algunos morían. Estaba harta de la maldad, sí, pero sobre todo harta de las supuestas buenas personas y sus discursos, sus excusas elaboradas, sus eufemismos, su retórica justificativa.
Me veía reflejado en todo lo que me decía, o al menos en casi todo. De hecho no sentí nada al ver saber que Alfredo se había convertido, pero sabía perfectamente fingir que sí. Cero emociones trascendentes, ni cuando le veía llegar alguna noche de madrugada con la barbilla y el pecho pringados de rojo. Viene de comer, pensaba. Así estaban las cosas, comecocos. Viene de comer; y lástima, me dije a mí mismo, que no esté aquí su novia lánguida, que por cierto dejó de llamar en no mucho tiempo. No supe nunca nada de sus padres, o de si los tenía, y sé que conocía a un montón de gente, pero nadie que se preocupara por él lo más mínimo, ni siquiera de esa forma en que sientes una mezcla de preocupación y pereza. Nada. Alfredo pedía a gritos que alguien acabara con él.
No era ninguna novedad, ni siquiera algo exclusivo de los zombis (u ocasionalmente de los vampiros), pero era una representación demasiado gráfica: no había lugar en él para el autoengaño, ni tampoco para empeñarse en ver el vaso medio lleno; era como un vegetal que se alimentaba de cuellos, torsos, tripas y cerebros.
Cada día salían noticias, por cierto, de cadáveres que se encontraban en ciertas zonas, casi siempre calles estrechas o barrios exentos de primeras citas o turistas. Uno podía ver llegar a Alfredo con restos de tripas en la camiseta, y si esperabas lo suficiente podías ver un avance informativo en la tele de lo que había estado haciendo esa noche.
Era selectivo, eso sí. Estos nuevos ciudadanos hambrientos no solían atacar a nadie a quien conocieran, era el único atisbo de mecanismo interno que albergaban.
La vampira me dijo que saliéramos los tres. Vale, dije normalizando. Ella quería hacerlo esa noche, en esa cita a tres, quería morder, provocar la brecha en el cuello y sorber. Todo lo que sigue podría ser muy deprimente, comecocos, y más para alguien como tú, que realmente cree que está centrado, o que existe semejante cosa en este mundo que no pueda ser sostenida por un talento inusitado para la hipocresía y la negación de masas. Pero precisamente por eso, seguramente (y suponiendo que hayas leído hasta aquí, lo cual es mucho suponer) crees que todo es ficción, de modo que no me cortaré un pelo. Así es como puede acabar una historia de dos que se conocen chateando (saca alguna conclusión de esa frase si quieres, toda tuya, sé que te pirran los clavos ardiendo).
Salimos, pues, y acabamos en un habitáculo, una luz verde y tenue, yo sujetando a Alfredo, sentado en la taza del váter, y la vampira oliendo su cuello, estudiando a su presa. Alfredo no se resistía, solo respiraba pesadamente. No hubiéramos podido hacer nada si hubiera sido como esos infectados que corren a toda leche y se agitan como gatos. Pero teníamos al zombi perfecto, y, para qué negarlo, yo también tenía curiosidad. Les había dicho al oficinista y la lesbiana que esa noche se largaba mi colega; por fin ellos podrían seguir siendo una amargada de diseño y un suicida de boquilla respectivamente; ya nadie turbaría sus sistemas de valores incluidos en el manual.
La vampira mordió el cuello zombi, superficialmente parecía alguna clase de cartón elástico. Su sangre era espesa. Estaba como cuajada, apenas chorreaba, y parecía más petróleo que sangre. La vampira sorbió y sorbió. Estuvo bastante rato, y por momentos yo incluso me estaba aburriendo.
Finalmente soltó a su presa. Tenía los labios y los dientes negros. No le dio tiempo a poder ver cómo reaccionaría Alfredo, aunque normalmente siempre hay un lapso del mismo en el que sigue sin cambiar nada. Pero no; comenzó a sujetarse el cuello, como si se estuviera ahogando, los ojos se le ponían en blanco; alargó su mano izquierda hacia mí; creo que quería que la sujetase; creo que no quería sentirse sola en ese momento. No lo hice; dejé que su mano cayera a peso. 167 años y yo fui lo último que vio. ¿Qué le parece, comecocos?
Lo cierto es que si quiere saber qué pasó con Alfredo, solo tiene que mirarse al espejo.
No murió ni volvió en sí, ni se hizo vampiro, o vampiro zombi, solo comenzó a verbalizar necesidades; pero por lo demás cambió radicalmente (y creo que a la novia lánguida le hubiese gustado dicho cambio). Más adelante, cuando se pudo comenzar a “curar” a los infectados, pudimos saber por los análisis de sangre que la misma seguía básicamente podrida a la vista e irrecuperable, pero al menos operativa. Alfredo dejó de dibujar y de escribir (muchos dirían que maduró…). Alfredo estudió alguna clase de curso de administración y acabó en una oficina, en la que conoció a una buena chica, aburrida y previsible (esto no cambió). Dos años después se casaron, vivían en un piso que nos enseñaron a todos (incluidos todos aquellos que nunca le llamaron mientras estaba “ligeramente ido”). Alfredo pasó a funcionar con frases hechas, las conocía todas y tenía una para cada ocasión. Alfredo le caía fenomenal a su suegra y jugaba a las cartas con su suegro. Alfredo tuvo un hijo de sangre espesa: ahora hinca codos, el niño obtiene resultados brillantes en la primaria. Y eso que algunos dicen que Alfredo excreta semen negro… Alfredo ejerce indefectiblemente su derecho a voto. Alfredo no es inmortal, y sin embargo siempre sonríe y dice: Ahora mismo, señor.

gente

Cinco intentos de terror (4 de 5) – neib av odoT

¡Hola, mamá! (carita sonriente)

Lo siento (supongo), hace mucho que no vamos a verte, pero mi novio (¿te acuerdas de mi nuevo novio?) me ha dicho que podía escribirte un correo a esta dirección, seguro que alguien te lo notificará.
Por aquí todo va de fábula. Mi novio y yo seguimos follando como conejos, muchas veces sin condón (¡y sin consecuencias!), y Raúl y Estefanía siguen estupendamente con sus parejas. Por cierto, ¿alguien te dijo que Estefanía se unió a una secta?, pues sí, ¡es emocionante! Hace poco realizó su primer sacrificio, tenía que elegir entre un bebé y una virgen. Eligió el bebé, no quería que la tomasen por una blanda. Dice que hacen de todo, ahora lleva una cruz invertida pequeñita colgada al cuello junto a la de siempre, y todos los sábados llega tan excitada de sus reuniones que se la oye fornicar (siempre me viene esa palabra: fornicar) toda la noche con su novio en la habitación. Papá sigue muy bien también. No te echa de menos, ahora cada noche llega borracho y a veces intenta pegarnos; nos dice que a ver cuándo vamos a darle algún nieto al que pueda hacerle cosas cuando tenga diez u once años. Tontea con eso, pero creo que lo dice en serio. Dice que nosotras ya somos muy mayores, y que no le gustaba la idea de hacernos nada cuando éramos niñas. Ahora se siente más vivo que nunca, y ha decidido que comenzará a experimentar con drogas más duras. Está todo el tiempo con que no sabe si podrá superar su miedo a las agujas, pero ya sabes que cuando se pone un objetivo siempre lo consigue, ¡duro con ellos, papá!
Todo va de fábula en la universidad, aunque algunas asignaturas se me resisten, como Introducción a las Microjerarquías sociales. Nunca hacemos prácticas ni nada así, pero el otro día fui de compras y le pegué una patada en el culo a un reponedor. Qué risa, mamá. Era un hombre de mediana edad, nos miró y no hizo nada, iba con mis amigas y comentamos que seguro que luego el perdedor se debió matar a pajas en su casa pensando en nosotras; creo que solo con la patada ya se le puso dura. Quiero irme de viaje, por cierto, ya tengo ganas de que llegue el erasmus (¡estoy que trino!); me voy a poner hasta las cejas de sexo, ya se lo he dicho a mi novio, aunque se queda callado siempre; como si él fuera un santo; no sé qué hacer, dice que quiere dejar la carrera (pero es que tiene una polla tan grande y tannn bonita, mamá). El otro día un amigo, que por cierto me gusta bastante –¡no se lo digas a nadie!– le clavó una navaja a un hombre (parecía un mendigo) y salimos corriendo; luego nos lo montamos en el cine. Me pasó un vídeo de las condiciones de desnutrición en el cuerno de África; tiene la cabeza un poco llena de pájaros, siempre le digo que se deje de tonterías y que estudie y mire por su propio futuro (¿qué diantres nos importa el rollo del telediario?, como si pudiéramos hacer algo…). El viaje a París fue muy bonito, por cierto. Fuimos de fiesta cinco días seguidos, al quinto un chaval francés que se nos unió se quedó inconsciente dentro de un lavabo; Rebeca (¿te acuerdas de ella?) le metió el palo de la escobilla que había allí por el ano, y no paró hasta que salió llenó de mierda (¡qué asco!). Hicimos turismo y fuimos a un par de museos, nos echaron de uno por hacer ruido; la Gioconda no tiene nada, es una tía fea y punto, tanto rollo para qué. Cuando volvimos me puse a estudiar para un examen muy importante, a mi novio le gusta interrumpirme y follarme cuando estoy en ese plan, pero te prometo que lo llevo bien, ¡está chupado!
Una noche Estefanía llegó con las manos llenas de sangre, por cierto, pero supusimos que era por algún rollo de la secta. Luego nos enteramos (ojo con esto) que le había cortado un trozo de pene a su novio con una cuchilla de afeitar en su coche, en el aparcamiento de McDonald’s; él la ha perdonado, es un santo ese chico, y según he oído sigue teniendo una buena polla (uuh).
La verdad es que voy menos a la iglesia, pero lo estoy retomando; el otro día conocí a un chico allí, luego fuimos a Starbucks y luego compramos unos huevos y fuimos a tirárselos a unas bolleras que se manifestaban a favor del aborto. Creo que también me gusta, mamá, no sé si tengo un problema con lo de follar todo el tiempo, y ya le he puesto varias veces los cuernos a mi novio, pero soy joven, ¿no?, ¿cuándo lo voy a hacer, cuando sea una vieja de 29 años?
El tío Fran vino hace poco a vernos, pero papá no estaba en casa; de todas formas se quedó. Ya sabes cómo se pone, quería vernos hacer pis y cosas así. Pero esta vez parecía deprimido. ¿Sabes cuando te conté que sospechaba que Estefanía se lo podría haber tirado o al menos haberle hecho una mamada?, pues no iba desencaminada: me ha dicho que se la chupó la pasada nochebuena en el lavabo del primer piso. Creo que no fue buena idea, porque ahora siempre que viene o chatea con nosotras, quiere que nos desnudemos o hagamos pis o… en fin. Estaba tan hundido que lo hicimos, mamá, pero no follamos con él, solo le hicimos una mamada las dos a la vez. Luego se fue sin decir nada, y ahora creo que ha sido una idea peor aún que la de nochebuena. No sé, es tu hermano, si se te ocurre algo…
Hace dos meses el abuelo se murió de esa enfermedad que tenía, dicen que no sufrió nada (carita sonriente). (¿Lo sabías o no, ay, es que no lo sé…)
La abuela vino a vernos, dijo que se sentía muy sola. Quiero transcribirte aquí lo que leyó papá en el funeral;

Mi padre se preocupaba demasiado por tonterías. Era un hombre alicaído muchas veces. Sinceramente no era el mejor ejemplo. Se descuidó. Es un milagro que se muriera tan viejo. Pero también tenías sus cosas buenas, era capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir y cuidar a los suyos, era capaz de aplastar a cualquiera, nada de lo que pasara fuera de las paredes de casa le importaba lo más mínimo. Era una persona responsable y recta, y cumplía las normas. Ganaba dinero. Nos apuntó a un colegio estricto y duro. Nos enseñó el valor de la Competición. Pero sobre todo nos enseño una cosa muy importante. Esto no va de Tú y Yo; esto va de: o Tú o Yo, y no voy a ser Yo. Ojalá hoy, para honrarle, penséis todos en estas valiosas palabras.

¿A que es bonito? Ese día fue triste, pero también me sentí eufórica. ¿Sabes esa sensación genial de cuando sabes que eres Lo Más Importante, y que los demás no deberían cruzarse en tu camino? Por la noche salí con mi novio y le dejé claro que no íbamos a seguir juntos cuando me fuera de erasmus (además, quién es él a fin de cuentas, ¿el número 34?). Se lo dije después de follar. Se enfadó mucho, por un momento pensé que me iba a hacer algo, y estuve a punto de abrir la guantera y darle fuerte con algo en la cabeza, aunque solo fuera para prevenir.
Espero que las cosas vayan bien en esa residencia. Un día iremos a verte, pero no sé cuándo, porque aquí nadie está mucho por la labor, y además se sienten algo estúpidos hablando contigo cuando ya ni recuerdas quiénes son (reconozco que es un poco irritante). Me han criticado mucho mientras escribía estas líneas, pero algo me ha impulsado a hacerlo. ¿Qué será?

Tu hija Marta (la alta, rubia e increíblemente intuitiva (carita sonriente))

plata

Cinco intentos de terror (3 de 5) – Isaías 57:11

Déjeme que le cuente. Esto es algo así como la versión oficial final, por estrambótico que parezca. No sé si todo empezó así, pero la reacción de R. fue vomitar la cena. Es lo primero que recuerdo. T., su compañero, dijo:
–Pero tío…
El agente revuelto no se tomó la molestia de apartarse demasiado de la escena del crimen, que de todas maneras consistía en una chica joven y rubia natural con la cabeza (la frente) empotrada en la esquina de una mesa baja, una especie de cristal macizo. No te apetecía comerte un burrito. Tenía los ojos abiertos, el cerebro casi empalado, la esquina debía llegar justo al centro del interior de su cráneo. El charco de sangre empapaba esa pata de la mesa. La muchacha tenía 25 años.
La vomitona “inspiró” a otros para hacer lo mismo. Un forense, que no debería haber tenido tantos motivos para sentir nauseas, al parecer no podía soportar ver a nadie vomitar; por ahí no pasaba. Este tuvo la suficiente destreza estomacal, por decirlo así, para salir a la calle. Era una planta baja. Pero la zona era concurrida, sábado, malas fechas, compras, familias, niños. El forense comenzó a convulsionar de forma violenta, mucho más de lo normal. Supongo que era un perfil habitual de vomitona adulta con extras, el cuerpo no se lo puso fácil, y tengo entendido que sufría de cierto estreñimiento desde hacía unos días. Además, este tipo, al parecer, empezó a padecer de algo llamado vómitos fecaloideos; una obstrucción del intestino que hace que las heces que deberían dirigirse al ano, se regurgiten al estómago. De modo que ahí teníamos a un compañero que había visto cosas horribles y casi ni se había inmutado, vomitando literalmente mierda en la calle solo por haber visto los jugos gástricos comunes de otro.
Todo delante de todas las familias y los críos, y también justo en los zapatos de Papá Noel, que básicamente pasaba por allí haciendo sonar una campana, ajeno al tipo arrodillado al que se estaba acercando.
Este amigo de los niños comenzó a soltar tacos e incluso pateó repetidamente al forense hasta que algún padre de familia le agarró y le llevó lejos de allí, aun con los zapatos aparentemente bañados en chocolate. Aun siendo un exterior, el hedor erra terrible, sobrenatural, la imagen era repugnante, y el forense tenía mucho que sacar de su organismo. La gente se arremolinaba con sus bolsas haciendo corrillo alrededor de él. Cuando parecía que había acabado, el hombre debía notar y ser consciente del sabor y ver lo que había sacado de sí mismo, y las arcadas tardaron mucho más en extinguirse de lo normal. Una mujer que vivía en el primer piso, justo encima del escenario del crimen, estaba asomada viendo todo el espectáculo, y, por increíble que parezca, volvió a suceder, se contagió; empezó a revolverse por dentro. Pero aun así no dejaba de mirar, como quien mira al vacío y le aterroriza, y ese mismo vacío hace que no pueda dejar de sentirse atraído. Hablamos de una mujer obesa (muy obesa), conocida en el vecindario por salir poco de casa, enfermar habitualmente y quejarse casi todos los días (ahora parece que con razón) de las fiestas ridículamente ruidosas que se celebraban en la planta baja.
Todos lo han visto ya en YouTube, pero la, literalmente, lluvia de vómitos de la mujer, manchó a tanta gente que se me pasan por la cabeza palabras como Volcán o Tsunami. No eran chorros más o menos compactos, eran como poner el dedo en la salida de agua de una manguera funcionando a no poca presión. Gran parte de todo ese alimento a medio digerir, además, fue a parar sobre el forense, lo cual alargó más aún su propio Infierno (palabra importante ahora, supongo).
El atasco de tráfico, según sabemos, comenzó porque alguien aminoró la marcha en mal momento, imaginamos que lo que estaba pasando podía distraer fácilmente. Si quiere que vaya al detalle iré al detalle, es lo que intento hacer. No era fácil que hubiera un accidente de tráfico tan aparatoso en ese lugar, donde los coches suelen ir en procesión, más de la mitad buscando aparcamiento; pero es que además luego pudimos comprobar que al menos cinco conductores implicados en el accidente múltiple se habían vomitado encima. Uno puede llegar a creerse cosas que de normal no se creería si las oyera, pero aquello comenzaba a salirse de madre, la casualidad o los hechos en cadena también tienen un límite. Incluso las fichas de dominó se acaban. Lo que pasó es que, sí, los coches no iban muy rápido, pero uno de ellos, con cinco jóvenes dentro dispuestos a llegar muy tarde ese día a sus casas, sí iba muy acelerado. Según sé, se topó con esa clásica lección de autoescuela, cuando te enseñan qué distancias son recomendables entre los coches en relación con la reacción de frenado y en qué punto llega a frenar el coche de verdad, etc. Volcaron y colapsaron la calle, y ahí quedaron decenas de conductores viendo cómo un tío vomitaba heces mientras una mujer obesa se descomponía cual plaga bíblica (si se me permite la analogía teniendo en cuenta las circunstancias).
Creo que me estoy enrollando demasiado, o liando más de la cuenta la historia. El caso es que yo no sé si TODO comenzó ahí, pero sé que la investigación es rigurosa, y también sé lo que vi. Para cuando yo salí del edificio, la mujer seguía vomitando, y sí, su cara estaba completamente blanca, y parecían resaltar venas azules en su cuello. Los que no vomitábamos, estábamos perplejos, no es que fuese dantesco, es que sabíamos que aquello trascendía lo que nosotros podíamos entender o creer. El forense se desmayó, alguien lo arrastró para que al menos no estuviera tan en la línea de fuego de la mujer. Justo en ese momento, ella hizo una pausa en su vomitar; nos miró a todos. Si estabas lo suficientemente cerca, podías ver que toda la cuenca visible de sus ojos estaba negra, y que murmuraba. Pero no murmuraba nada al azar, y tampoco lo hacía en su idioma. Sé que mucha gente ha visto vídeos y creen que es un montaje, y les entiendo perfectamente, créame que me encantaría ser uno de ellos. Allí estaba también el famoso taxi, que además era el coche más cercano a la ventana. Había una chica en el asiento de atrás. Iba una comadrona con ella. La mujer joven estaba a punto de dar a luz. No creo que fuera casual el que la comadrona, de aspecto serio y sombrío, la ayudara a salir y la sentara sobre el capó. (Y tampoco creo que fuera casual que estuvieran en ese mismo lugar céntrico de la ciudad, pero prefiero reservarme ciertas teorías para mí, a no ser que les interesen…) No era una posición más cómoda, solo era más visible. No dejábamos de oír el recitar constante en extranjero de la mujer obesa. La parturienta gritaba, lloraba hacia el cielo. Era una noche tapada, sin luna. Comenzaron a sonar unos truenos brutales, ensordecedores, a la par que la mujer de la ventana empezaba a reír. Carcajadas. No se oían sirenas de la policía, y de todas formas no tenían acceso, a no ser a pie, lo cual pedía tiempo. El tiempo, por cierto, no parecía avanzar de la misma manera, por no decir que parecía haberse detenido (o deformado). La nubes se abrieron a una velocidad anormal en el cielo justo encima de nosotros, conformando un hueco circular; pero por él no veías las estrellas, solo una luz rojiza, apagada, lo que la gente que lo vio todo en vídeo cree que son efectos especiales. Yo estaba allí, señor, se lo aseguro, aquello estaba pasando. Cuando la comadrona ya tenía al bebé en brazos, pudimos ver su aspecto indescriptible; le cortó el cordón umbilical; lloraba como un niño normal, pero su piel era de un marrón rojizo, y no gozaba de esa suavidad propia de los bebés.
A medida que los llantos del niño aumentaban, la comadrona se subía al techo del taxi. Luego, ceremoniosamente, enseñó el bebé, lo mostró, era casi como si lo presentara; primero a toda la gente que la circundaba, y finalmente a la mujer obesa, que reía y tenía la barbilla y el cuello empapados de vómito. No sé quién empezó primero, pero los coches comenzaron a dar marcha atrás y a chocar unos con otros. La comadrona se bajó sinuosamente del techo del taxi, y colocó al niño entre unas mantas en el asiento trasero. La parturienta estaba derrengada sobre el capó, porque estaba muerta, y cuando me volví a fijar en la mujer obesa, la ventana estaba vacía, y su cuerpo estampado en la acera, un charco de sangre creciendo de su cabeza. No pude ver quién conducía el taxi. El cielo tardó en volver a su estado habitual nocturno, y el tiempo gradualmente comenzó a dejarse sentir otra vez. El taxi maniobró y se fue por donde había venido (cadáver en el capó incluido). El forense despertó de su inconsciencia y el pobre debió creer que todo el desastre había sido culpa suya (no sé cómo le cuadraba lo de las ancianas rezando arrodilladas o hechas un ovillo).
Como digo, no sé si las desgracias en cadena comenzaron aquí, pero sé lo que vi. Y no soy creyente. Es mi versión sobre por qué llevamos casi un mes viviendo en penumbra natural aunque sea físicamente imposible. Como me pidieron.

isaias

Cinco intentos de terror (2 de 5) – El señor de la puerta

Volveré enseguida, cariño, dijo la mamá, solo voy a quince minutos en coche de aquí. El techo se preñaba de sombras móviles; no siempre parecían las luces de los coches empujándolas desde la calle. Un segundo piso da para un buen baile de luces y sombras. Enseguida, cariño, le había dicho al pequeño; porque la mamá había conseguido su custodia, pero también había comenzado a tener citas. Era pronto, quizá, pero el pequeño no tenía criterio aún para valorar tejemanejes adultos.
Algunas sombras parecían tomar forma de caras pasajeras. Una chaqueta colgada comenzaba a parecer un hombre de pie. El niño, o quizá el cerebro del niño, llenaba los huecos en blanco: la cabeza, las piernas, unas garras salientes de las mangas, aunque estas cayeran muertas sobre la puerta. Cariño, tienes que acostumbrarte a dormir con las luces apagadas, hay una cosa que se llama factura, y ahora mamá tiene muchos gastos. Demasiados gastos. Era como un hombre de cara a la puerta, demasiado de otro mundo para ser menos estático; la mente del niño se encargaba de dotarle de economía de gestos: el señor no se iba a mover hasta que decidiera acordarse de su alergia a los niños vivos. Ya eres un chico mayor para tener una canguro, ¿a que sí? Un coche pasaba y en el techo se formaba algo parecido a una cara estirada de cuernos salientes por la frente y las mejillas, sin boca y con ojos demasiado redondos y pequeños. La sábana y las mantas para taparse hasta los ojos, el sueño totalmente olvidado, secuestrado; la medianoche a punto de llegar. Se palpaba en el ambiente que el señor de cara a la puerta estaba comenzando a pensar en lo muy jugosa que es la carne de los hijos de padres divorciados. Si necesitas algo, cariño, llama a Pilar, la vecina, que vive sola, llama al timbre, ella ya está atenta. El hombre aún no se mueve, las sombras del techo no cesan. No mirar al techo cada vez que circule un coche por la calle. No mirar. Algo pasa en el piso de al lado; gemidos que han de ser de la vecina atenta que el muchacho toma por una señal de que algo terrible está pasando, de que muy pronto el señor va a darse la vuelta, quizá elegirá una de las caras del techo para tener una por fin, y se concentrará mucho en todo el odio que siente por el niñito que más cerca tenga. No protestes, cariño, solo va a ser un ratito, duérmete y los fantasmas se irán, no les gustan los niños perezosos. Encogido, como un bulto bajo las mantas, cree haber oído cómo una de las garras del señor rascaba la puerta. Puede que las dos. Los gemidos en el piso de al lado se acrecientan. El pequeño se tapa la boca para que el señor no pueda oírle respirar o emitir ruido alguno. Cuando decide mirar otra vez, ve borrosa la escena por las ya emergentes lágrimas. Llega un golpeteo del piso de al lado. Ahora también se oye murmurar a un hombre. El señor parece rascar cada vez con más fuerza la madera de la puerta. El niño decide hacer un barrido por la habitación, mira hacia la puerta, la figura inmóvil, pero también a los pies de la cama, pegada a la pared en su lado izquierdo. Sabe que el señor sabe que cuando decida caminar hacia él, el crío estará acorralado. Los ruidos y los gemidos vecinos no cesan. Ya apenas pasan coches por la calle. Quizá, piensa la criatura, el señor está esperando a que el resto de acciones cesen; cuando el ruido de los vecinos pare, cuando ya no pasen más coches por la calle… Cuando el silencio sea absoluto y la única que salga ganando sea la factura de la luz… «Puta», se oye decir del piso vecino, «eres una puta». Se oye caer serrín de la puerta de tan afiladas como están las garras. «Soy tu puta». Dos coches pasan casi seguidos por la calle. En el techo, dos caras, como máscaras tristes de Venecia. «Me estás haciendo daño», grita la voz femenina. «Calla, puta». La figura de la puerta se mueve, parece darse la vuelta poco a poco. El niño grita:
–¡¡Mamá!!, ¡¡¡Mamá!!! …
«Puta de mierda.»
«Para, para, por favor, por favor, por…»
El señor parece haber cambiado de forma, o quizá ya era así antes. Se hace presente la silueta de una guadaña. Un coche pasa por la calle, y el crío puede observar la calavera bajo la capucha. Una mano esquelética le acaricia casi sin fuerza la cabeza. El pequeño grita con todo lo que da su garganta.
Cuando se atreve a mirar, la habitación está vacía.
Han cesado todos los ruidos, nadie rasca la puerta, que está intacta, nadie gime en el piso de al lado. En determinado momento vuelve a pasar un coche por la calle, y arrastra las luces y sombras acostumbradas; ninguna cara, ningún señor, ninguna actividad aparente en el piso vecino.
El niño se arma de valor, la carita roja y mojada de lágrimas. Se levanta de la cama y corre hacia la puerta.
La abre desde dentro con la llave de la mesita del recibidor, como le enseñó la mamá. Corre hacia la puerta de la vecina y llama, una, dos, tres veces…
Pasan tres minutos y se oye a la mujer trastear con las llaves.
Al fin, abre la puerta, claramente soñolienta, en bata, despeinada.
–Ay, lo siento, cariño… Me he dormido. ¿Qué te pasa, qué necesitas…?
Justo en ese instante, el teléfono fijo de la mujer comienza a sonar.
–Entra, cariño. Voy a ver quién es. No sé quién llama a esta horas…
Pilar descuelga.
–¿Diga?
–¿Es usted Pilar Díaz, vecina de Isabel Martín?
–Yo misma…
–Llamo desde el hospital. ¿Puede encargarse usted del niño, del hijo de Isabel Martín? Este es el teléfono de contacto que primero nos salía en su agenda.
–Claro que sí, está aquí conmigo…
–Bien.
–¿Qué ha pasado…?
–Rogamos que sea usted discreta, ya que se trata de un asunto grave. Isabel Martín ha sido violada, ha recibido una paliza y está en estado muy grave… ¿Me oye?

habit

Cinco intentos de terror (1 de 5) – Estás aquí

[Con esta serie se reactiva el blog, el libro está técnicamente acabado (cuando haya novedades las iré notificando por estos lares), y aunque aún tenga que volver sobre él, el ritmo de actualización del blog no disminuirá ya. Estoy algo desentrenado con el relato corto, así que a ver qué va saliendo. Saludos a todos.]

Has de tener en cuenta que una vez respiré fango, y que mi mundo no es el tuyo; me perdonarán ustedes si no sé explicarme.
No es que no fuéramos con preaviso. Lugares exóticos, viajes caprichosos, lo de siempre; gente del primer mundo yendo a la atracción del tercero; de esa forma en que nos movemos, como si el planeta fuera un gran parque temático y todo girara en torno a nuestra necesidad de entretenimiento. Una cabaña para los blancos, los forasteros, al menos alguien estaba haciendo negocio, aunque no es que nos saliera caro. Tres personas y no dos. Yo, mi pareja y el tío que en la versión oficial era solo un amigo de mi pareja, y en la real alguien que goteaba sudor en verano machacándosela viendo fotos de ella por facebook. Qué bonito panorama; se supone que solo eran imaginaciones mías. Ella venga con que él es inofensivo; él era amanerado, eso sí es cierto, pero ¿inofensivo? Y últimamente comencé a pensar que ella también se estaba planteando tener algo con él. Esto no se lo dije a ella. Casi no hablaba ya con ella; creo que para ella había sido más o menos siempre (tres años) como los documentos oficiales; mi carnet de conducir, mi DNI, mi tarjeta de la Seguridad Social, mi entrada, mi pase, mi número identificativo… Mi novio.
Yo era algo así como mobiliario necesario en su vida para que ella pudiera enseñar con orgullo el pisito mono de su existencia.
Por la noches, aun a cubierto, estábamos rodeados de árboles enormes y ruidos de animales por todas partes. Los animales no necesitaban hacer negocio, pero tampoco podíamos explotarles fácilmente. Los animales solían salir por patas, al menos si les dejaban. La cabaña hacía tantos ruidos que no solo no podía dormir, además la idea de que un oso pudiera entrar y desgarrarnos tampoco me dejaba estar tranquilo. La oscuridad se cernía sobre nosotros y todo eso. Creo que nuestro teórico aguantavelas se conformaba con la idea de que en semejante zulo y con semejante distribución no íbamos a poder tener sexo si no era un trío. Ahora sé que eso para él era una victoria.
Al amanecer había varias rutas que seguir, había que explorar. ¿Que si me mataron? Déjame decirte una cosa obvia; déjenme que les diga algo evidente. La gente es buena sobre el papel, cuando es fácil ser buenos; pero sobre todo cuando ser malo está penado. Esto de todas formas no es aplicable a la hija de puta y al marica de armario. Ellos tampoco necesitaban parecer buenos. Si quieres saberlo, al asfixiarte notas que el pecho te quema, pero lo peor de todo es que el cuerpo es ignorante, intenta defenderse aunque sea inútil: es la base del sufrimiento, el motivo por el que la gente tiene miedo a morir; me refiero a morir de muy mayores, no de jóvenes, aunque no creo que el ser humano esté hecho para vivir mucho más de treinta años.
Uno de esos días. Una de esas rutas. Pensaba que estaba acabado, no sospechaba nada, solo era la depresión siguiendo su curso. No quería estar allí, no quería seguir siendo sociable con dos personas a las que apenas soportaba. La vida era otro tema, no es que me pareciera la monda, no somos la monda, somos fortuitos; sí había cosas que tenían su gracia, pero en términos generales la gente lo jodía todo; a veces hacían algo bueno solo para joderlo después. Etcétera. Ahora bebo lava, que no es como el agua mineral pero te quema la garganta y te fríe los intestinos. Pero que vamos, que ese día no sospechaba, pero creo que ellos tampoco, creo que solo tuvieron un golpe de suerte.
Me metí en una especie de charco muy sólido y marrón, al principio casi no me hundía, era como estar de pie en una cama de agua. La cabrona y el chupapollas hetero iban a mi derecha, pero a varios pasos, de modo que ellos no estaban pisando lo mismo que yo. El cielo estaba despejado, un Sol precioso; técnicamente era un buen día. Avanzaba con dificultad. Tardé mucho en darme cuenta de que tenía que ponerme a gritar socorro cuanto antes. Tampoco me puse a gritar. Porque vi algo. La guarra y el mariconazo machote de golpe se detuvieron junto a un árbol grueso. Estaban muchos metros por delante. Vi que él hacía ademán de cogerle la mano a ella y ella la apartaba; pero no la apartaba porque no la quisiera, sino jugueteando, como diciendo “métemela hasta que me duela, pero ahora no, cariñito”. De modo que me quedé embobado, y me fui hundiendo. Ellos no me veían a mí pero yo podía verles a ellos. Gritaron mi nombre un par de veces. Era domingo, al día siguiente tenía que volver al trabajo. Lo odiaba. La puta y el cabrón amariconado se comenzaron a morrear, supongo que era su forma de hacer tiempo mientras yo no estaba cerca. La cama de agua me iba oprimiendo la cintura. Alguna vez leí que un superviviente de un accidente aéreo dijo que a la hora de la verdad no tenías miedo de morir (solo de sufrir). Era verdad. Miré al cielo cuando estaba cubierto ya hasta el pecho. Un azul intenso. La materia se transforma. Me quedaba mucho camino que recorrer hacia abajo. No lo quiero suavizar, durante un buen rato fue horrible, el cuerpo peleando y peleando (al menos por dentro) como un obrero, y solo consiguiendo que me hundiera aún más, como un obrero. Luchando por ir al Infierno. Cuando la cama de agua me entraba por la boca estaba fresca, noté algún bicho. Luego fue como intentar respirar algo sólido.
Ya con todo el cuerpo dentro, intenté acelerar las cosas, pero no había forma de hacerlo rápido, tenía que ser como tenía que ser. Había cerrado los ojos. Se me tenía que parar el corazón, pero el cuerpo seguía en su ignorancia, cabezón como un votante, terco como un contribuyente. La visión se volvió de negro a rojo. No desperté en mi cama, no fue una pesadilla terrible, no había sido todo una ilusión, nadie me abrazó después de haber oído mi grito. Me enseñaron la línea del horizonte, la peste, las Furias y las cascadas de lava. Me auparon y me sacudieron de tierra la ropa. Es aquí, me dijeron. Aquí dónde, dije yo.
Aquí estás tú, me contestaron.

cua